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Índice

Mapa de Sitges

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Epílogo

Agradecimientos

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Primera edición: junio de 2017




Copyright ©2017, Ignacio Zubizarreta Córdoba




© de esta edición: 2017, ediciones Pàmies
C/ Mesena, 18
28045 Madrid
editor@edicionespamies.com



ISBN: 978-84-16970-12-4

BIC: FF



Diseño de la cubierta: Javier Perea Unceta
Ilustración de cubierta y rótulos: Calderón Studio
Fotografía del autor: Pedro Guirado



Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.






Para Mercedes, cada palabra.



1



Aquella mañana el mar se mecía tan manso que parecía inofensivo. El tibio sol de primeras horas apenas empezaba a calentar, la playa estaba todavía desierta y el cielo era de un azul tan abrumador que invitaba al optimismo.

Hugo izó la bandera verde que permitía el baño. Caminó hasta el puesto de socorrista, clavó el torpedo en la arena y subió a la atalaya que lo coronaba como el rey de Balmins. «Desde la atalaya controlas el mundo», solía bromear con sus compañeros. El chiringuito levantaba ya sus persianas y los primeros bañistas tomaban posiciones en la orilla. En el agua, a varios metros, unos jóvenes practicaban pádel surf; mar adentro, más allá de las boyas que delimitaban la zona de baño, faenaba la draga naranja que reponía arena en la vecina playa de Sant Sebastià; a partir de ahí el mar se abría al infinito salpicado por algunas lanchas difusas que navegaban en la lejanía. El agua estaba limpia, transparente, y el rumor de las olas convidaba al baño. Por primera vez en mucho tiempo Hugo se sentía feliz. Todo aparentaba estar en orden, y aquella calma auguraba un tranquilo día de playa.

Nada más tomar asiento, le pareció ver algo extraño a lo lejos, un reflejo o un chapoteo. Se fijó mejor y descubrió a un bañista que se adentraba en aguas profundas. Se incorporó de un salto y escudriñó el mar. Le costó encontrarlo de nuevo, pero allí estaba, sin duda, tan distante que apenas podía apreciarse. Se llevó los prismáticos a los ojos y volvió a buscar. Se trataba de una mujer joven que braceaba en mar abierto en dirección al horizonte. ¿De dónde había salido? No había ninguna embarcación en los alrededores. Cogió el silbato y sopló. La mujer ignoró el potente pitido y siguió alejándose a buen ritmo. El socorrista volvió a silbar con potencia. Pero la chica no hacía caso o estaba demasiado lejos como para oírlo. Aquello no auguraba nada bueno. Hugo lanzó un nuevo silbido, esta vez intermitente y más prolongado. Los escasos bañistas de aquella hora miraron hacia el mar.

—¿Qué pasa? —se preguntaban unos a otros.

—Yo no veo nada.

Una moto de agua apareció tras el espigón del puerto de Aiguadolç. Iba muy rápida saltando sobre las olas en dirección al hotel Terramar. Hugo volvió a silbar de nuevo, agitando las manos con energía. Los bañistas se arremolinaron al pie de la atalaya atraídos por el comportamiento nervioso del socorrista. Nadie entendía qué estaba sucediendo. El motorista aceleró al verse en mar abierto. Volaba directo hacia la nadadora, que avanzaba ajena a lo que estaba a punto de suceder. Hugo zarandeó los brazos con consternación, gritando, con la esperanza de que alguno de los dos lo viera. La moto devoraba las olas; sobre su lomo, el muchacho disfrutaba de ese momento de libertad, desconocedor de la desgracia que estaba a punto de provocar. Si no ocurría un milagro la iba a arrollar. La muchacha nadaba con agilidad, con un estilo depurado y sin importarle lo que ocurría a su alrededor, como si braceara en las mansas aguas de una piscina artificial.

Todo ocurrió en fracciones de segundo. Cuando tenía la máquina encima, la chica se detuvo, seguramente alertada por el estruendo del motor. A Hugo se le encogió el corazón. El conductor la vio en ese momento, cuando su moto estaba a escasos metros de embestirla. En un acto reflejo hizo un violento quiebro. La moto salió despedida catapultando al muchacho por los aires y levantando una montaña de espuma. El mar se cubrió de un burbujeo convulso en la zona del incidente. Hugo no podía ni respirar. El conductor salió a flote enseguida; impulsado por su chaleco salvavidas. Era un muchacho muy joven, casi adolescente. Miró a un lado y a otro. La moto estaba volcada unos metros más allá, semihundida, inerte. La chica había desaparecido. El muchacho dio unas brazadas nerviosas, buscando a su alrededor. Sumergió la cabeza. Fue hacia otro lado y repitió la operación. El agua seguía espumosa, insondable. El chico giró sobre sí mismo varias veces. Estaba desesperado. La moto se alejaba arrastrada por la corriente.

Al cabo de unos interminables segundos, la mujer emergió de entre las aguas, revueltas todavía. El muchacho se acercó a ella. Parecía estar bien. Hablaron unos segundos. Hugo respiró aliviado. La chica asentía. El muchacho señaló la orilla, se lo veía nervioso. Ella afirmó con la cabeza, más calmada. Tras un minuto de conversación, el muchacho nadó hasta su moto, que flotaba a la deriva. La empujó por un costado hasta que consiguió erguirla. Se subió con destreza. La puso en marcha. El motor escupió el agua interna y recobró la estabilidad. El motorista condujo lentamente hacia la chica para decirle algo. Le tendió la mano, ofreciéndose a llevarla. La mujer negó con la cabeza y apuntó hacia la playa, tras lo cual el adolescente se alejó de vuelta a Aiguadolç, despacito. La nadadora esperó hasta que la moto estuvo suficientemente lejos, inusualmente tranquila, como el mar, como el cielo. Cuando se supo sola otra vez levantó los brazos y empezó a hacer gestos pidiendo auxilio en dirección a la orilla. Gritaba, pero su sonido se diluía por la distancia, entre el rumor de las olas, la brisa y los comentarios de la gente. Hugo no lo pensó dos veces. Saltó a la arena, cogió el torpedo y se lanzó al agua, para asombro de los veraneantes allí arremolinados, que no acababan de entender qué pasaba.

Ni por un momento se le ocurrió cuestionar que aquel extraño comportamiento de la mujer podría encerrar una intención oculta.



2



—¡No! ¡Devuelve eso! —ordenó Leonor.

—Está en la lista —protestó Lucas.

—La tortilla de patatas, mejor la del Día. Está más buena —replicó la mujer en tono confidencial.

Lucas estaba convencido de que su madre sería incapaz de distinguir la tortilla de patatas del Día de ninguna otra, pero sabía que era inútil discutir. Cruzó la barahúnda de gente que abarrotaba el Mercadona y devolvió la tortilla al lineal de refrigerados.

—¿Qué más falta? —preguntó al regresar al lado de su madre.

—Alcánzame el café, ¿quieres? —exigió Leonor.

Lucas obedeció. Estiró el brazo y cogió una caja de cápsulas de café del estante superior.

—¡No, ese no! ¡Hijo, qué torpe estás!

—¿Qué le pasa?

—Ese es descafeinado. El de al lado —respondió Leonor, de forma cansina.

Lucas resopló.

—¿Una o dos?

—Una, una. En casa tengo más. Esta es de repuesto.

Otra de las costumbres de su madre era hacer acopio de comida como si fuera a ocurrir una hecatombe apocalíptica inminente.

—Atún —anunció consultando la lista.

Avanzó por el pasillo. Lucas intentó seguirla, pero empujar aquel pesado carro sin arrollar a ningún turista no era tarea fácil. Maniobró por corredores inacabables sorteando compradores, niños y reponedores mientras Leonor deambulaba indolente por la zona de droguería como si paseara por un bulevar parisino. Lo cierto era que ir de compras, aunque fuera al súper, animaba mucho a su madre, que se movía entre las neveras de los congelados con la dignidad de Catalina de Rusia por los jardines de palacio.

Leonor esperaba en las cajas, con aire cansino, sosteniendo varias latas de atún.

—¿Dónde estabas? —le preguntó con suficiencia, como si Lucas se hubiera entretenido en un puesto de chucherías—. Listo. Lo tenemos todo —añadió sin darle opción a responder.

Se levantó las gafas de sol para poder repasar el contenido de la lista.

—Faltan las coca-colas —dijo Lucas.

—¿Ya no quedan?

—Solo un par.

—¿Y por qué no lo apuntas? —le reprochó su madre.

¡La lista, la lista! Como si esa lista fuera la Biblia escrita en piedra.

—Espera. Ahora vengo.

Lucas aparcó a su madre y al carro en la cola para pagar. Regresó al cabo de poco con algunas latas de coca-cola light.

—Bebes demasiado de eso. Y no es bueno.

—Y tú tomas demasiado cava, y tampoco es bueno.

—¡Chico, cómo te pones! —exclamó Leonor—. Además una copita de cava me va bien para la tensión —añadió, enojada—. Me lo aconsejó el doctor Roig.

El móvil vibró en su bolsillo. Lo sacó. Tenía un whatsapp de un número desconocido. Desbloqueó el teléfono y leyó el texto:

Esta tarde, ermita de la Trinidad. 17.00 h. Es muy importante. S.

Entendió que «S.» era la firma, pero no supo a quién correspondía. Respondió con un simple:

¿Quién eres?

—¡Lucas! ¿Quieres dejar el maldito telefonillo ese? —exclamó Leonor.

Salió de su ensimismamiento y se apresuró a guardar el aparato en el bolsillo. Era él quien entorpecía la cola en ese momento. Se puso las pilas y depositó la compra sobre el mostrador a manos llenas mientras sentía en su nuca las miradas inquisitivas del resto de compradores.

Al salir del súper se detuvieron en el mercado para comprar fruta y aceitunas bomba picantes sin hueso, a las que su madre era muy aficionada. El bochorno era el tema recurrente en todas las paradas. El calor se había adelantado y aquel final de junio era auténticamente sofocante.

—El picante es muy bueno contra la calor. Te hace sudar —comentó la tendera mientras llenaba la bolsa de olivas. ¿Qué otra cosa podía decir la mujer?

Con el carrito a rebosar se encaminaron hacia el parking.

Al acercarse al coche, Friki asomó su temblorosa cabecita por la ventanilla trasera. Lucas abrió el portaequipajes del viejo Ibiza y el perrillo salió disparado.

—¡Friki! ¡Friki, ven!

El animal estaba la mar de excitado. Era una especie de Jack Russell rechoncho mezclado con vete a saber qué. Ajeno a lo innoble de sus orígenes, el perrillo brincaba alegre y no paraba quieto. Y era de las pocas cosas que alegraba el corazón de su dueño. Lucas cargó el carrito en el coche y se acercó a Friki.

—Venga, vamos —ordenó mientras le acariciaba la cabecita.

—Friki, tranquilo. A ver si con este calor te va a dar un soponcio —comentó Leonor mientras se daba aire con un abanico.

Lucas se incorporó y lanzó una mirada furibunda a su madre.

—¿Qué? —exclamó Leonor—. ¡No me mires así! Esas cosas pasan —justificó la mujer.

—Eres doña Fulmine —sentenció Lucas.

Se montaron los tres en el coche. Antes de arrancar y mientras su madre se arrellanaba en el asiento del copiloto, Lucas consultó su móvil de nuevo. Tenía un whatsapp de respuesta del teléfono misterioso. El mensaje decía escuetamente:

El socorrista.

A Lucas le sorprendió. Realmente, quien hubiera enviado aquel mensaje sabía cómo llamar su atención.

—¿Qué pasa? —preguntó Leonor.

Lucas negó con la cabeza, dejó el teléfono en el salpicadero y arrancó.

En el exterior, el sol lucía inclemente. El cielo de Sitges, de luz clara y nítida, alabada por pintores y poetas, era de lo más molesto para conducir. Además hacía un calor de mil demonios. Por enésima vez se arrepintió de no haber arreglado el aire acondicionado del coche, que llevaba años sin funcionar. Giró por el callejón que bordeaba la vía del tren y se detuvo en el semáforo para tomar la carretera de Vilanova.

—¿Sabes lo del socorrista? —preguntó a Leonor.

—¿Qué socorrista? ¿El que se ahogó?

—Ese.

—Pobre chico. Veintisiete años. Y estaba aquí completamente solo.

Lucas miró a su madre, sorprendido.

—¿Solo?

—Bueno, era extranjero, sin familia…

—¿Quién te ha contado eso?

—No sé… Se comenta en el pueblo. Lo explicaría alguna de esas locas del bridge, supongo —dijo la mujer—. Arranca.

El semáforo se había puesto en verde. Lucas giró a la derecha para pasar bajo las vías del tren y continuar por la avenida.

—Pensaba que en el bridge había que estar concentrado.

—¡Bah! Tenemos la mano rota —explicó la mujer mirando por la ventanilla.

—¿Y qué más dicen tus amigas?

—Que no llevaba mucho tiempo aquí. Y que, al parecer, no era trigo limpio.

Leonor era muy dada a las frases hechas.

—¿A qué te refieres?

—Eso dijeron aquellas. Claro que ya llevaban varias copas encima.

Lucas giró a la derecha para meterse en el Poble Sec.

—Yo lo vi alguna vez en Balmins —comentó.

—Era muy guapito, ¿no? Todas aquellas estaban como locas.

—Bueno, sí. Moreno, alto, ojos claros, cachas…

—¿Te ha dicho algo Alicia?

—¿De quién? ¿Del socorrista? No, no, qué va.

—Como te ha dado ese interés repentino…

Lucas sopesó si merecía la pena explicarle a su madre los mensajes que había recibido. Claro que nunca se le había dado bien guardar secretos.

—Me han llegado unos whatsapps. Me convocan esta tarde a las cinco en la ermita de la Trinidad.

—¿La que está en el Garraf?

—Esa. Y firma «El socorrista».

—¿Qué socorrista?

—No lo sé, mamá.

—¿Pero te lo han enviado a ti solo o a más gente?

Lucas se arrepintió inmediatamente de haber comentado nada. Esas preguntas absurdas que solía hacer su madre lo sacaban de quicio.

—Mamá, sé lo mismo que tú.

—No sé, hijo. Será una broma. El socorrista se ahogó, ¿no?

Lucas giró un par de veces para enfilar la calle que bordeaba el hospital Sant Joan Baptista.

—Por lo que sé, no han encontrado el cuerpo todavía —apostilló.

—¿Qué quieres decir? ¿Que no se ahogó?

Lucas apretó los labios en un gesto que podía significar cualquier cosa.

—¿Y dónde va a estar si desapareció en el mar? —añadió Leonor.

—Puede haberse fugado.

Callejeó por el barrio hasta llegar a una vía pequeña en zigzag. Metió el morro del coche en un vado que daba a un parking. Apretó el botón del pequeño llavero y la puerta basculante se abrió.

—El socorrista no ha sido —comentó Leonor con seguridad—. Eso no tendría sentido. O es alguien que te está gastando una broma o alguien que quiere que lo investigues —sentenció—. Que lo investigues a él, su pasado o los jaleos que pudiera llevar entre manos.

La puerta se abrió completamente. Lucas condujo el coche hasta su plaza y aparcó.

No volvieron a hablar del tema.



3



Lucas mataba el tiempo navegando por Internet. Curioseaba en blogs de viajes y webs de líneas aéreas recabando información sobre Vietnam y Camboya. Hacía años que tenía ganas de visitar el sureste asiático, pero no acababa de decidirse. El precio de los billetes y sobre todo lo fatigoso del trayecto lo frenaban. Y no era que aquella tarde estuviera más predispuesto que cualquier otro momento en tomar la decisión, sino que intentaba distraerse. El mensaje del supuesto socorrista le llamaba poderosamente la atención, le picaba la curiosidad. Tras deambular un buen rato por aquellas webs decidió dejar de lado toda lógica y acudir a la cita misteriosa. Seguramente sería una pérdida de tiempo, pero la curiosidad y la pugna contra el tedio en el que se había instalado su vida fueron superiores. Metió en la mochila los libros de inglés y se marchó. Su intención era acercarse a la ermita, confirmar que aquello no era más que una broma o una pérdida de tiempo y acudir a su clase en la British School. Leonor se había marchado a jugar al bridge y Friki lo seguía por la casa alicaído. Intuía que en esta ocasión su amo no contaba con él.

—Adiós, Friki —le dijo acariciando su cabecita—. Luego daremos un paseo muy largo.

El perrillo lo miró con ojos tristones, dio media vuelta y fue a su cama en la terraza.

Lucas cargó con la mochila, se puso el casco y montó en su scooter en dirección a la ermita de la Trinidad.

La carretera de las Costas de Garraf unía Sitges y Castelldefels. Era sinuosa, llena de curvas y cambios de rasante y quedaba atrapada entre el macizo que le daba su nombre y el Mediterráneo. Muchos conductores la encontraban tediosa, un mal que debían sufrir si querían ahorrarse los casi siete euros que costaba la autopista Pau Casals por un trayecto de apenas doce kilómetros. Pero a Lucas le encantaba. El mar, siempre cambiante, se mostraba generoso, delimitado en el horizonte por el cielo diáfano y por el verde de la vegetación del Parque Natural del Garraf. Le gustaba marcar sus lentas curvas serpenteantes que tenían algo de danza y deleitarse con el panorama que desde allí se contemplaba. La consideraba de las pocas carreteras románticas que quedaban. Además estaba salpicada por miradores de vistas maravillosas que por las noches se llenaban de coches con parejitas en busca de intimidad.

Aparcó su scooter en el desvío que descendía al santuario y recorrió el camino hasta la iglesia a pie. Se trataba de una edificación pequeña construida en un pinar en la ladera del macizo.

A medida que bajaba la cuesta, constató lo que se venía imaginando: no se veía un alma. Antes de largarse por donde había venido decidió echar un vistazo. Al bordear el ábside oyó algo parecido a unos jadeos y una tos ronca y extraña. Había alguien tras el edificio. Avanzó con cautela y al alcanzar la parte trasera de la iglesia se llevó un susto tremendo. ¿Qué hacía un caballo allí? Un poco más allá, en el linde del claro, una chica contemplaba el mar.

Susana Sentmenat.

Supo que era ella inmediatamente, y el corazón se le desbocó. Hacía más de diez años que no la veía y la muchacha estaba de espaldas, pero no le cupo ninguna duda: era Susana. Sin poder evitarlo se vio sometido a un millón de emociones. El caballo lo percibió a su lado y lanzó un relincho nervioso. La chica se giró y al verlo sonrió de tal manera que iluminó la tarde, ya de por sí soleada.

—¡Has venido! —exclamó, tras lo cual dejó caer el pequeño casco y corrió hacia él. Lo abrazó con una fuerza sorprendente para lo menuda que era. —¡Has venido! ¡Gracias! ¡Gracias! ¡Estaba segura de que tú no me fallarías! —dijo, tras lo cual rompió a llorar.

El contacto con la chica lo estremeció sobremanera. ¿Cuántas veces había imaginado ese reencuentro? Infinitas, sobre todo los años posteriores al incidente.

—Vamos, vamos —dijo con dulzura.

Susana se resistía a soltarlo. Lloraba desconsoladamente, emocionada, mientras le agradecía con vehemencia que hubiera acudido. La veía tan frágil que tuvo ganas de protegerla de cualquier contratiempo.

—Susana… Susanita. Mírame.

La chica —mujer ya— levantó la cabeza. Tenía la cara congestionada por el llanto, la coleta medio deshecha y la nariz le moqueaba. Aun así, estaba preciosa.

—Yo… Lo siento. Debes de pensar que estoy loca —se justificó mientras se secaba las lágrimas con el puño como hacen las crías.

Lucas seguía abrumado. Los ojos de esa chica, esos enormes ojos marrones, eran los mismos que años atrás lo habían mirado anhelantes y arrebatado el corazón para siempre.

—No sabía a quién acudir, de verdad.

—Tranquila. Cuéntame qué te pasa.

—Todo… todo este tiempo he querido verte para agradecerte lo que hiciste por mí. Pero mis padres y la psicóloga decían que era mejor esperar. ¿Recibiste mis cartas por lo menos?

Susana le había enviado pequeñas notas, coincidiendo con el aniversario del percance. Cartas de niña, con pegatinas de corazones y dibujos de flores en las que le explicaba un poco de su vida y volvía a agradecerle una y otra vez que le salvara la vida. Lucas las guardaba todas en una caja sobre el armario de su cuarto.

—Todas y cada una. Eran unas cartas preciosas. Pero opino como tus padres, era mejor dejar que el tiempo calmara las cosas.

—Yo sé que tú te acuerdas de mí, porque eres mi ángel de la guarda. ¿Verdad? ¿Verdad que lo eres?

—Por supuesto.

—Dilo. Anda, dilo, por favor. Que eres mi ángel de la guarda.

—Soy tu ángel de la guarda —dijo Lucas, sonriendo un tanto incómodo. Aún era una niña.

—Perdona, pero estoy tan contenta que no te imaginas. Eres lo único bueno que me ha pasado estos días —comentó la muchacha algo más animada.

—¿Estás mejor?

—¡Qué fuerte! No me puedo creer que esté aquí contigo. Parece que no haya pasado el tiempo. ¡Estás igual! ¡Igualito! Grande y fuerte.

Lucas sonrió.

—Tú en cambio has crecido mucho. Eres toda una mujer.

—La semana que viene cumplo los dieciocho —dijo abriendo los ojos como platos—. Voy a dar una superfiesta. Va a ser una pasada, con orquesta y disc jockey y fuegos artificiales. ¿Vendrás? ¡Dime que vendrás!

—Me temo que lo único que haría es aguarte la celebración.

—Vendrán amigos de mis padres y todo, así que tú puedes venir también. Dime que sí. ¡Porfi! ¡Porfi! ¡Porfi!

—Lo pensaré.

—Te pondré en la lista. ¡Me harías tan feliz…!

—Y ahora cuéntame por qué me has convocado aquí y de esa manera tan misteriosa.

—Sí. Tenemos poco tiempo —dijo la muchacha consultando su reloj—. Bueno, no sé por dónde empezar, han pasado tantas cosas…

—Venga, tranquilízate. ¿Damos un paseo?

—Vale, pero no nos alejemos mucho. Manzanilla se pone nervioso si no me ve.

—¿Manzanilla es este semental? —preguntó señalando al caballo.

—¡Síiiiiii! —Susana rio ruborizada.

Se acercó al animal y le acarició el cuello con confianza. El caballo giró la cabeza hacia la chica y lanzó un soplido correspondiendo a sus atenciones.

—Es mi mejor amigo. Es andaluz, por eso lo de Manzanilla.

Lucas no sabía nada de caballos, pero aquel presentaba un aspecto imponente. Era de color castaño, con el pelo brillante y las crines largas y sedosas. Parecía orgulloso y se veía bien cuidado, como su dueña. Debía de ser una gozada verlos a los dos cabalgar.

—Un amigo enorme. ¿No te da miedo?

—¡Qué va! Es muy bueno. Casi tan bueno como tú —añadió riendo.

—Estupendo entonces. ¿Qué puedo hacer por ti, Susana? —preguntó Lucas.

Empezó a caminar. La chica avanzó a su lado.

—Yo, bueno… Tú sabes que mis padres son muy estrictos, ¿no? No me dejan sola un momento y siempre tengo que estar controlada, llamando por teléfono y llegando pronto a casa y esas cosas…

Lucas asintió. Entendía que tras el susto sufrido años atrás, sus padres se mostraran especialmente protectores con su hija pequeña.

—Pero es que últimamente mi madre se ha vuelto loca. Está paranoica. Me ha puesto un tío para que me siga las veinticuatro horas. ¿Sabes lo que es eso?

—¿Un guardaespaldas?

—Ella lo llama así, pero lo que hace es controlarme. No puedo salir de casa sin el gilipollas ese. Y luego le cuenta a mi madre todo lo que hago. Es un infierno. No puedo ni ir con mis amigas al cine si no viene él. Soy el hazmerreír de mis colegas. Ahora estaría aquí entrometiéndose si no fuera porque le he dado esquinazo con Manzanilla, metiéndome por caminos por los que no me podía seguir. Pero llegará en breve.

—Entiendo. ¿Y qué puedo hacer yo?

Llegaron al límite de la explanada. La brisa del mar traía la fragancia de los pinos y el canto de las cigarras.

—Quiero que encuentres al socorrista —soltó a bocajarro.

—¿Al socorrista? ¿El que se ahogó?

—¡No! —gritó. De pronto parecía desesperada, hablaba a borbotones—. Él… Él está en muy buena forma. Es increíble de verdad. Y es surfero. Nada muy, muy bien y tiene mucha resistencia. Además, el cuerpo no ha aparecido, y eso es muy raro. Él no se pudo ahogar.

—Susana, cálmate. Cuéntame la historia desde el principio.

La muchacha contuvo un acceso de llanto. Respiró profundamente y empezó a hablar.

—Vale, vale… —dijo con la cara congestionada todavía—. Te estoy liando. —Se ajustó su pelo enmarañado detrás de las orejas—. Hugo y yo nos conocimos hace unos meses…

—Hugo es el socorrista, ¿no?—puntualizó Lucas.

—Sí, Hugo Palazzi. En aquella época no era socorrista todavía. Sophie y yo fuimos al club de golf una tarde que estábamos aburridas. No teníamos ni idea de jugar y pedimos un monitor que nos enseñara. Y vino él. ¡¡Bufff!! Estaba buenísimo. Luego nos invitó a tomar algo en el bar. Había llegado hacía poco y todavía no conocía a nadie aquí. Luego coincidimos un par de veces más o así y un día me preguntó que si quería ir al cine. El corazón me iba a mil por hora, de verdad, me temblaban las piernas.

—¿Lo sabían tus padres?

—¿Estás loco? ¡Mi madre me hubiera matado! Ella quería que saliera con Christian Moliner, el hijo de la francesa esa de los hoteles. Es el tío más vicioso y drogata y asqueroso que conozco. Pero a mi madre eso no le importa. Solo le interesa que fuéramos una parejita mona, feliz y que dentro de unos años nos casáramos para poder invitar a la boda a todos los chupópteros esos de su partido. ¡Qué asco!

—Y tu monitor de golf no iba a ser del gusto de tu madre —comentó Lucas, intentando centrar la conversación.

—¡Para nada! —exclamó la muchacha—. Hugo no es de buena familia, es un chico normal, humilde, que tuvo que buscarse la vida desde joven… Y es argentino.

—Eso no es un delito.

—No tuvo mucha suerte en el pasado y cometió algunos errores. Pero ha cambiado y ya está fuera de eso. Pero mi madre no entiende esas cosas.

Hablaba a trompicones. Pasaba del amor a su novio al odio a su madre con una agilidad maníaca.

—¿Qué tipo de errores?

—Cosas con drogas, drogas blandas. Pero eso fue hace años, de verdad. Ahora lleva mucho tiempo limpio. Es muy, muy, muy buena persona. En serio; deberías conocerlo. Seguro que te encantaba.

—¿Qué edad tiene?

—Veintisiete. Por eso se vino aquí.

—¿Aquí? ¿A dónde?

—A España. Quería salir del entorno de la droga allí en su país. Pasó un tiempo en la Costa del Sol y luego subió a Sitges. Está solo, no conoce a nadie y ha sido muy duro para él. Y ahora lucha por abrirse camino.

—¿Y cuándo se enteró tu madre?

Susana tragó saliva.

—Hace tres meses —respondió consternada—. Y han sido los peores meses de mi vida.

Susana rompió a llorar. Lucas la cogió de la mano. La chica tardó unos segundos en serenarse.

—No veas cómo se puso. Yo también me cabreé mucho. Nos dijimos cosas terribles. Cosas que me da vergüenza hasta recordar.

—Tu madre te prohibió ver al chico.

Susana asintió.

—Sí. Y luego fue a hablar con él. Lo amenazó con hacerle la vida imposible y denunciarlo por salir con una menor.

—¿Y cómo reaccionó él?

—Siguió con su vida, por mí. Mi madre consiguió que lo echaran del club y movió hilos en inmigración para que lo expulsaran del país. Pobrecito mío, lo ha pasado muy mal. Mi madre es una bruja implacable.

—¿Os seguís viendo?

—Casi nada. Mi madre no me deja salir sola de casa. Y es posible que tenga a Hugo vigilado también.

—Suena a la Stasi —bromeó Lucas.

Susana intentó sonreír.

—No sabes lo que es vivir así. Hugo y yo hablamos mucho por móvil y por whatsapp. Le dije que esperara y que cuando yo cumpliera dieciocho años seríamos libres de vernos cuando quisiéramos. Y de largarnos de esta mierda de sitio.

—¿Y entonces?

A Susana se le ensombreció el rostro de nuevo.

—El jueves Hugo desapareció. Fue a socorrer a una chica que estaba muy lejos mar adentro y no volvió.

Lucas conocía la historia.

—¿Tras el club de golf se metió a socorrista? —quiso corroborar.

—Sí. Aunque mi madre también intentó impedirlo.

Susana gimoteaba, y eso le partía el alma.

—Susana, sé que es difícil aceptarlo, pero es posible que tu chico muriera ahogado.

La muchacha bajó la cabeza.

—Hugo está en muy buena forma… —volvió a decir. Parecía derrotada—. Y no han encontrado el cuerpo.

—Otra opción es que él se haya marchado voluntariamente.

—¿Sin mí? ¡Imposible! —exclamó recobrando brío—. ¡Teníamos planes! ¡Íbamos a irnos a Tarifa a hacer surf! Además, nadie se va dejando todo atrás. No se llevó el móvil, ni el dinero… ¡No cogió nada! ¡Eso no es normal!

Susana lloraba otra vez. Lucas la abrazó. No sabía qué pensar. Una voz en su cabeza repetía con insistencia: «No te metas, no te metas».

—Susana, solo te expongo las opciones. Fuera como fuere, la situación no pinta muy bien.

—Lo sé. Lo entiendo perfectamente —dijo con una calma inusitada, repentina—. Por eso quiero que lo busques. Estos años has investigado casos por tu cuenta, y confío en ti. Quiero que lo encuentres y me digas dónde está y qué ha pasado con él. Si está vivo o muerto y si mi madre ha tenido algo que ver con todo esto. Lo que sea, pero quiero la verdad.

—Susana, entiendo que estás sufriendo mucho…

—Te puedo pagar —dijo, tras lo cual fue hacia el caballo con paso decidido.

Lucas la siguió.

—Susana, escucha. No es una cuestión de dinero…

La muchacha no hizo caso. Cogió una mochila negra que colgaba del pomo de la montura. De la cremallera colgaba un pequeño mono de peluche negro, como un pequeño juguete.

—No tengo acceso a mi dinero. Incluso eso me lo controla mi madre —explicó mientras abría la mochila—. Pero tengo esto —añadió sacando un estuche—. Toma.

—¿Qué es?

—¡Cógelo! —ordenó Susana.

Lucas cogió el estuche con cautela. Era bastante grande y pesado y estaba forrado de un elegante terciopelo negro increíblemente suave al tacto.

—Quédatelo. Como pago por encontrar a Hugo.

—Susana… —empezó a decir Lucas.

—Ábrelo. Luego me dices.

Lucas hizo lo que la muchacha le pedía. Abrió el estuche con curiosidad. Nada más levantar la tapa un destello lo cegó por unos momentos. El contenido refulgía tanto que sus ojos se llenaron de chispas centelleantes y fulgores de mil colores. ¿Qué era aquello? Cuando su iris se ajustó a aquella luz y sus ojos se centraron de nuevo pudo contemplarlo en todo su esplendor. Era el tesoro más fabuloso que había visto en su puñetera vida. Superaba cualquier cosa que pudiera imaginar. Volvió a cerrar la caja, con cierto respeto. Tanta riqueza lo abrumaba.

—¿Qué…? —Tuvo que tragar para poder continuar—: ¿Qué coño es esto?

—La Piadosa.

—¿Cómo?

—La Piadosa. Un collar muy antiguo que pertenece a mi familia. Es el regalo de mis padres por mi decimoctavo cumpleaños. Y yo te lo doy a ti para que encuentres a Hugo.

Susana cogió el estuche con determinación y lo abrió de nuevo.

—Míralo bien. Es fabuloso. ¡Único!

Aquella joya era hipnótica.

—¿No es maravilloso?

—¿Es auténtico?

Susana soltó una carcajada.

—¡Eres un encanto! —respondió con condescendencia—. Cógelo —exigió, sacando el collar de su funda.

Lucas tomó la joya en sus manos, como un autómata. Libre de su envoltorio, el collar cobró aún más vida. Las piedras desprendían brillos y rayos imposibles. Era sencillamente magnífico. Y grande.

—Pesa lo suyo —dijo.

—Más de tres kilos. Es lo que tienen los diamantes.

—¿Son diamantes?

—Cincuenta y nueve diamantes de más de quince quilates cada uno, más un diamante negro de más de doscientos.

—¿Este?

Sujetó una piedra de un negro profundo del tamaño de una pera que despedía un luminiscencia siniestra.

—Sobre todo ese. Los diamantes negros son los más escasos. El collar en realidad es un rosario. De ahí su nombre.

Tanta belleza, tanto lujo le parecían obscenos.

—Es una pasada, Susana. ¿Hay alguien que se ponga esto?

Susana sonrió.

—Yo me lo iba a poner para mi fiesta de cumpleaños. Ahora es tuyo.

—¡Ni hablar! —dijo Lucas escandalizado.

Devolvió el collar a la muchacha, como si le quemara.

—¿Por qué no? ¿No te gusta? Yo quiero que lo tengas tú. Es muy valioso.

—Susana, no puedo aceptarlo. Y no puedo ayudarte en esto.

—¿Qué? ¿Por qué no? Yo creí…

La chica empezó a llorar de nuevo.

—Si realmente este muchacho ha desaparecido, es un tema muy, muy serio.

—¡Claro que es serio! ¡Necesita que lo ayudemos! —exclamó, cada vez más alterada.

—Susana, eres menor… Habla con tus padres. Que te acompañen a la policía.

El llanto de la muchacha iba mutando en enfado.

—¿La policía? ¿Realmente crees que la policía va a mover un solo dedo por un chico argentino con antecedentes que ha desaparecido en el mar sin dejar rastro?

—Créeme, es la única manera. Yo puedo hablar con ellos. Todavía tengo algún contacto en los mossos.

Susana explotó.

—¡Confiaba en ti! ¡Pero tú eres como ellos! ¡Me das asco! ¡Todos me dais asco!

El ruido de un motor interrumpió la vehemente arenga de la muchacha. Alguien se acercaba. Una moto.

—¡Escóndete! —exclamó Susana recobrando la serenidad de golpe.

—¿Qué pasa?

—¡Escóndete! ¡Rápido!

—¿Tu guardaespaldas?

—Mi controlador —dijo mientras escondía el collar y el estuche en la mochila de cualquier manera—. ¡Escóndete en el bosque, que no te vea! Si no, tendré problemas. Los dos tendremos problemas.

Susana se colgó la bolsa a la espalda. Lucas no sabía qué problemas le podía suponer estar allí, pero obedeció y se introdujo entre los pinos justo en el momento que la moto llegaba a la explanada de la ermita. Se agachó tras un arbusto a varios metros, desde donde podía contemplar la escena. Se sentía algo absurdo. La moto rodeó el edificio. El piloto se acercó a Susana y le dijo algo. La muchacha se ajustó el pequeño casco de equitación y fue hacia el caballo. Montó sobre su grupa con agilidad y lo espoleó con furia. Manzanilla salió disparado hacia el motorista. Justo cuando lo iba a embestir se irguió sobre sus patas traseras y se alzó amenazante. El animal braceó peligrosamente sobre la cabeza del hombre mientas sus crines se agitaban al viento. La imagen era formidable. El motorista cayó de lado. Manzanilla recuperó la postura y salió disparado al galope. Resultaba impresionante que aquella chica menuda y frágil pudiera gobernar de esa manera a una fiera tan poderosa. Lucas sintió lástima por aquel pobre hombre que se incorporaba torpemente; resultaba cómico. Tardó lo suyo en levantar la pesada moto y seguir los pasos del caballo.

Lucas salió de su escondite y volvió al claro. La ermita recuperó la paz habitual. Las copas de los pinos bailaban a la brisa de la tarde y las cigarras cantaban al calor veraniego. Se sentía confuso. Su insólito reencuentro con Susana Sentmenat había removido muchas emociones que creía olvidadas. No sabía muy bien qué pensar; lo único que tenía claro era que Susana Sentmenat, Susanita, tenía carácter y valor. Sí, aquella chica merecía todas las penurias que él había vivido por salvarla. Susana lo merecía todo, y en el fondo de su alma se sentía orgulloso de la joven.



4



Leonor miró la cuesta algo aturdida. El calor de aquella tarde la había animado a beber alguna copita de cava más de la cuenta y ahora notaba las consecuencias. ¡Pero es que así, fresquito y con aquellas burbujas, pasaba tan bien…! Se encaramó a la estrecha acera, apoyó la mano en la fachada del edificio buscando estabilidad y comenzó la ascensión con cautela. Su cupo de caídas de aquel año ya estaba cubierto con creces.

Había sido una tarde interesante y se sentía satisfecha. Junto a Victoria, su hermana y pareja de bridge, habían propinado una sonada paliza a la pija de Begoña y al bravucón de Héctor, su marido. Desde que ganaran el campeonato intercomarcal de bridge de Cataluña Central, modalidad parejas mixtas sénior, que se había celebrado en marzo en Martorelles, Begoña y Héctor se habían convertido en la pareja de moda del club. Repartían sonrisas y consejos por doquier, incluso combinaban sus estilismos, imitando a las parejas más celebres del mundo rosa, pero sin glamur ni gracia algunos.

Pocas cosas molestaban más a Leonor que la petulancia, así que aquel correctivo en forma de paliza le sabía a gloria. La parejita se había pasado toda la partida discutiendo, mientras que ellas, a la chita callando, habían ganado dos mangas y completado el rubber con pasmosa facilidad. Al finalizar, Begoña las felicitó deportivamente y echó toda la culpa de la derrota a su marido, que, según ella, padecía un desafortunado ataque de gota que lo mantenía mermado de facultades. Ilusa. Era cierto que Héctor había estado un poco distraído, pero la causa habían sido los muslos de la rolliza jovencita que el club había contratado como camarera de refuerzo, a los que no había quitado ojo en toda la tarde. ¡Viejo verde!

«¡Por fin en casa!», se dijo cerrando la puerta. El piso permanecía en silencio. Lucas debía de estar con Friki dando su paseo vespertino, así que aprovechó para disfrutar de la libertad de saberse sola en su hogar. Se puso un pijamita fresco y se preparó un minibocata de jamón que acompañó con una cerveza bien fresca por toda cena. Las ventanas abiertas dejaban pasar la poca brisa que soplaba aquel bochornoso anochecer mientras que en la tele Ramón Medrano parloteaba sobre la muerte de una mujer en Salou por una sobredosis de un nuevo tipo de metanfetamina que, según dijo, podía estar vinculado de alguna manera con el terrorismo islámico.

Lucas y Friki llegaron al cabo de unos minutos. El perrillo fue a saludarla, pizpireto. Dejó caer la pelota de goma que llevaba en la boca y miró fijamente a Leonor relamiéndose los bigotes con la esperanza de que compartiera algo de jamón con él.

—No le des nada —intervino Lucas—. Luego tiene diarrea.

—Lo siento, Friki —explicó Leonor al perrito—. El soso de tu papi no me deja.

Como si la entendiera, Friki fue a su rincón en la terraza y bebió un poco de agua.

—¿Te has bañado? —preguntó Leonor a su hijo.

Lucas asintió. Llevaba la toalla de playa sobre sus hombros.

—Hemos ido hasta el Garraf Mar y me he dado un chapuzón.

—¿Tan lejos?

—¿No te pones el ventilador?

—Es que me despeino —explicó Leonor.

Lucas vertió pienso en el cuenco de Friki. Tendió la toalla húmeda en la terraza y se sentó en una de las butacas de la terraza.

Leonor salió y se sentó a su lado.

—Que airecito tan agradable —comentó—. ¿No vas a cenar?

—Ahora tomaré algo.

—¿Estás bien, hijo?— preguntó Leonor.

Lucas tardó en responder.

—Algo cansado, nada más.

—Has acudido a la cita esa de la ermita, ¿verdad?

Lucas asintió.

—¿Y qué tal? —insistió.

—Intensa —dijo escasamente—. He visto a Susana Sentmenat.

—¿Qué dices? ¿A Susanita Sentmenat? ¿En serio?

Lucas movió la cabeza afirmativamente.

—¡Madre del amor hermoso! —exclamó Leonor—. Ya decía yo que se te veía alicaído —añadió cogiéndole la mano.

—Mamá, no dramatices. Estoy bien.

—¿Era ella la de los mensajes misteriosos?

—La misma.

—¡Hay que ver lo que le gustan los secretos a esa familia! ¿Y qué quería?

—Bah, nada serio.

—Mejor. Con los Sentmenat más vale mantenerse al margen. ¿Está bien? ¿Ha estado simpática?

—Mucho. Muy cariñosa. Y muy mayor. Es toda una mujer ya —comentó Lucas.

—Es cierto. En unos días cumple dieciocho años. ¡Cómo pasa el tiempo!

—¿Y tú cómo lo sabes? —preguntó Lucas, sorprendido.

—¡Es la comidilla del pueblo! Están montando una en el Dolce que no veas —exclamó Leonor.

—¿Qué pasa en el Dolce? —preguntó Lucas.

—Hijo, para ser detective no te enteras de nada —dijo Leonor—. Las autoridades se hospedarán ahí. Están repartiendo acreditaciones. Dentro de poco cerrarán Can Girona y solo podrán entrar los que tengan pase. Los vecinos están que trinan.

—¿Qué autoridades? ¿Se puede saber de qué hablas?

Leonor, muy erguida, miró a su hijo entre perpleja y decepcionada.

—¡Pues de la puesta de largo de Susanita Sentmenat! —le ilustró.

—¿Estás segura? —preguntó Lucas incrédulo

—Hijo, tienes que socializar más. ¡Se está montando una que ni el bodorrio de las infantas!

—Ella me lo comentó como si fuera un guateque de niñatas.

—¿Niñatas? Pero si va a venir Doña Letizia y todo.

—¿La reina? ¿Estás segura?

—¡Uy, si son las diez! —exclamó de pronto Leonor mirando su reloj—. Va a empezar Poirot —añadió, levantándose apresurada—. Buenas noches, hijo.

Leonor le dio un beso en la frente y se alejó. Lucas se quedó pensativo.

—Mamá, ¿tú sabes algo de un collar muy valioso que tienen los Sentmenat?

Leonor volvió sobre sus pasos.

—¿La Piadosa?

—¿Lo conoces?

Su madre le hacía sentir un palurdo.

—Hombre, es una de las joyas más famosas que existen. No pensará lucirla en la fiesta, ¿no? —preguntó Leonor interesándose de pronto—. Susana, me refiero.

—Ni idea —mintió Lucas.

—La última persona en llevar La Piadosa fue Alejandra Robredo. Y mira la pobre cómo acabó.

Lucas seguía sin saber de qué le hablaba su madre.

—¿Y qué tiene eso que ver con la joya? —preguntó.

—¡Está maldita! La historia de La Piadosa está repleta de muertes violentas.

—¿Una maldición? —preguntó Lucas, súbitamente animado.

Aquello se ponía divertido por momentos.

—Sí. Como el Kohinoor o el Hope.

¿Cómo era posible que su madre tuviera aquella cultura enciclopédica?

—Mamá, tú eres atea —bromeó.

—Lo que quieras, pero yo no me pondría La Piadosa por nada del mundo. Y tú harías muy bien en mantenerte lejos del collar y de los Sentmenat.

—No te preocupes —volvió a mentir.

—Muy bien. ¿Ha pasado algo con La Piadosa? —quiso saber la mujer.

—Buenas noches, mamá —respondió Lucas dando la conversación por zanjada.

La mujer se perdió en la oscuridad del pasillo, resignada. Lucas intentó recordar con cierta inquietud cuánto rato había sostenido la maldita Piadosa en sus manos.



5



El primer sol de la mañana se colaba por la ventana abierta de par en par y reverberaba en las paredes blancas. La claridad invadió el dormitorio y llenó de sombras lechosas los restos de sus últimos sueños. Nada más entreabrir los ojos, Lucas se encontró con la carita de Friki pegada a la suya. El perro solía esperar pacientemente a que su amo se despertara. Pero una vez abría los ojos, ya no había quien lo parara. Se subió a la cama, le dio un par de lametones y resopló emocionado.

—Friki… —dijo Lucas, quejumbroso.

No pudo por menos que sonreír ante el entusiasmo del chuchillo. El rabo le iba a mil por hora.

—Friki, Friki, basta —exclamó Lucas, entre risas.

Era temprano, ni siquiera las ocho todavía, y el sol brillaba ya con autoridad. Lucas había pasado una noche intranquila y se sentía pesado. Friki se quedó en la puerta de la habitación esperando a que se pusiera en marcha: era la hora del paseo. Le invadió una ola de afecto por aquel animalito que era todo cariño y devoción. Desde niño había querido tener un perro, pero no se había decidido hasta ese momento. Rebasados los cuarenta, con una vida anodina y decepcionado con el género humano, había llegado el momento de darle la oportunidad a un animal. Y no se arrepentía. Una tarde fue con Robert a la protectora de animales y plantas del Garraf y adoptó un cachorrito. Escogió a uno chiquitito, muy joven y miedoso que lloraba en una esquina de la jaula. En el coche de vuelta a casa, su amigo le preguntó por qué había escogido ese en concreto, cuando los había más bonitos y espabilados.

—No sé. Supongo que porque era el más tristón —respondió Lucas.

El aterrorizado perro vomitó sobre sus rodillas. Pero ya estaba hecho. Para él ya no había animal más bonito en el mundo.

Lucas se desperezó, se levantó de un salto y fue hasta la cocina. Leonor estaba al teléfono. Cada mañana mantenía una conversación con Maite, su amiga del alma, en la que solían arreglar los problemas del mundo. Lo saludó con un gesto de cabeza. Lucas se aplicó protección solar de factor treinta, se puso el bañador, una camiseta vieja y se calzó las chanclas. Friki lo seguía cada vez más inquieto. Se colgó la sombrilla al hombro y se puso las gafas de sol y la gorra.



A aquellas tempranas horas de la jornada el mundo todavía parecía tranquilo y agradable. Solían bajar por el Carrer de Sant Sebastià hasta la playa del mismo nombre, subían la cuesta de la ermita y tomaban el camino polvoriento que bordeaba el cementerio para desviarse por el peñasco y llegar a la playa bajando por las rocas. Friki abría la marcha, a su aire, olisqueando todo. De vez en cuando se giraba para confirmar que Lucas iba tras él. Era muy obediente y algo miedoso, y cuando Lucas lo llamaba, acudía enseguida.

Durante aquel paseo matutino el pueblo, generoso, mostraba su auténtico encanto, con las callecitas vacías y somnolientas sin tráfico apenas, donde ni siquiera los bares más tempraneros habían abierto aún. Los pocos transeúntes eran en su mayoría gente que acudía a sus trabajos; los turistas no se adueñarían de la villa hasta horas más tarde. El calor era soportable y la brisa soplaba firme, por lo que la caminata resultaba gratificante.

Balmins era la cala que había justo antes del puerto de Aiguadolç. Estaba cercada por un pequeño acantilado de roca con algunos salientes que creaban unas sombras muy codiciadas en verano, cuando el calor era insufrible, y protegían del viento los soleados días de invierno. Al norte limitaba con el espigón del puerto. Al sur ofrecía unas bonitas vistas sobre la parte vieja de Sitges —el palau Maricel y la iglesia— que se extendían hasta el extremo más meridional del pueblo, con el hotel Terramar al fondo.

Cuando Lucas empezó a frecuentarla, hacía más de veinte años, Balmins quedaba alejada del centro, y llegar hasta ella resultaba engorroso, por lo que había pocos bañistas, en busca de la tranquilidad y el relajo que las atestadas playas del pueblo no ofrecían. El chiringuito era apenas una caseta donde se vendían helados y refrescos, no había duchas y la policía municipal —avisada por los vecinos— amonestaba a cualquiera que osara mostrar sus posaderas. Eran épocas en las que Sitges quiso cambiar la orientación del turismo que Sitges recibía para hacerlo más familiar. Con tal fin se organizaron algunas concentraciones antigay en el pueblo, a las que acudieron numerosos habitantes. Algunos comerciantes que hoy en día hacían su agosto con el turismo homosexual participaron de aquellas movilizaciones ciudadanas en pro de viajeros menos «ofensivos». Balmins era una cala agreste y asalvajada al límite de la civilización a la que familias y niños no se acercaban.