Joaquim Coll y Daniel FernÁndez

 

 

A favor de España

y del catalanismo

Un ensayo contra la regresión política

 

 

 

 

 

 


Título original: A favor d’Espanya i del catalanisme
Diseño de la cubierta: Edhasa, basado en un diseño de Jordi Sàbat
Fotografía de la cubierta: © Agencia Efe

Primera edición impresa: mayo de 2010
Primera edición en e-book: junio de 2010

© Joaquim Coll y Daniel Fernández, 2010
© Prólogo: José Montilla, 2010
© Epílogo: José Luis Rodríguez Zapatero, 2010
© de la traducción: Ana Valero, 2010
© de la presente edición: Edhasa, 2010

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ISBN: 978-84-350-4516-2
Depósito legal: B-23.179-2010

Producido en España

A Lorenzo Albardías Marfil,

siempre en nuestro recuerdo

Prólogo

Por un catalanismo útil

Tal vez nunca como en los últimos años el debate sobre el futuro de Cataluña y del catalanismo y su relación con España había estado tan en el centro de la actividad de los políticos y de la atención de los medios de comunicación. Hasta el punto de convertirse en una preocupación casi obsesiva que puede acabar por afectar a la capacidad de comprensión de la realidad de unos y otros. Debemos volver a poner las cosas en su sitio, una cura de realismo que nos dé una dimensión exacta de nuestros problemas y de los recursos que tenemos para resolverlos.

Leyendo el libro de Joaquim Coll y Daniel Fernández he tenido la impresión de encontrarme ante una reflexión que facilita este ejercicio de regreso a la realidad. Por eso no he dudado ni un momento en aceptar la amable invitación de los autores a prologar su ensayo sobre el futuro del catalanismo. Lo hago, más allá del siempre grato deber de amistad, convencido de que su aportación es valiosa y necesaria y, en consecuencia, útil para orientar el debate abierto a raíz de la reforma del Estatuto de Autonomía de Cataluña.

No nos hallamos ante una obra de circunstancias, hecha deprisa y corriendo, sino ante el fruto de una madurada reflexión sobre nuestra historia contemporánea. Los autores no ocultan su intención de intervenir en el debate político del presente, pero lo hacen con la voluntad de rigor y con la actitud humilde de quien quiere aprender las lecciones de la historia. No es, por tanto, un conjunto de ocurrencias más o menos afortunadas, sino la exposición de una tesis política sólidamente argumentada. De ahí su valor: el de querer contribuir a animar y mantener una conversación civilizada –es decir, racional y argumentada– sobre la orientación futura de nuestra vida colectiva. Es un acto de confianza en la política como resultado de un proceso de deliberación racional y no tan sólo como el destilado de las emociones y los estados de ánimo cambiantes y pasajeros de la sociedad.

Pero, además de su valor intrínseco, este ensayo creo que es necesario en el actual momento político y social de nuestro país. Un momento visto y vivido por muchos como confuso, desorientado, perplejo. Ciertamente, no son tiempos fáciles los que acumulan una crisis económica de una profundidad insospechada, una perspectiva aún confusa sobre nuestro autogobierno y una desconfianza acentuada acerca de las posibilidades de acción colectiva mediante la política.

Este panorama hace que sea bienvenido todo intento de explicación y de proposición. Por eso me reafirmo en creer que el esfuerzo llevado a cabo por Joaquim Coll y Daniel Fernández es necesario y útil por varias razones.

En primer lugar por su voluntad clarificadora. En los últimos tiempos se oyen voces que piden un esfuerzo de clarificación en el debate interno del catalanismo, avivado especialmente por el accidentado proceso de elaboración, discusión, aprobación y aplicación del nuevo Estatuto de Autonomía de Cataluña y, aún más, por la incertidumbre que pesa sobre su constitucionalidad (por lo menos en el momento de escribir estas líneas). Debemos convenir en que no estamos asistiendo a un debate lo suficientemente sosegado que genere actitudes sobre las que articular propuestas positivas. Más bien dominan las posiciones emocionales como respuesta a agravios, a menudo más imaginarios que reales, de las que difícilmente pueden surgir actitudes y propuestas constructivas. Desde mi punto de vista esta es la trampa que nos tiende el neocentralismo desacomplejado que pretende reducir el catalanismo y nuestra voluntad de autogobierno a una caricatura interesada, que demasiado a menudo no se hace sino confirmar desde Cataluña con reacciones no lo bastante meditadas. Los autores hablan con acierto de un proceso de regresión política que se manifiesta de formas diversas. Del mismo modo que constituye una regresión la destrucción sistemática de los puentes de diálogo y de entendimiento entre los adversarios políticos que practica la derecha española, también considero que es una regresión la reducción del catalanismo a la opción independentista o a su sucedáneo soberanista. Contra esta simplificación se rebelan Joaquim Coll y Daniel Fernández, conscientes de que el movimiento catalanista, por su amplitud y capacidad integradora, contiene otras visiones y propuestas sobre la relación entre Cataluña y España. Esta pluralidad del catalanismo no está hoy siendo lo bastante reflejada en la imagen que proyecta hacia el exterior. Esta distorsión ya justifica por sí misma la necesidad de un ejercicio de clarificación que dilucide las posibilidades de mantener un mínimo denominador común del catalanismo que asegure su eficacia política.

Pero, además de voluntad clarificadora, los autores exponen y dan voz a la que consideran la posibilidad mayoritaria dentro del catalanismo histórico y que no dan por caducada: la del catalanismo que lleva incorporado un proyecto hispánico y que tiene la voluntad de participar activamente en la transformación federal del Estado español y en la configuración de la España plural. Se trata de una posición, sin embargo, que aparece en un segundo plano, velada por la presencia hiperactiva y más ruidosa de las posiciones que han renunciado a tener un proyecto hispánico, ya sea abierta o tácitamente, sea por convicción o por tacticismo. Hacerse escuchar en este contexto, llevar el debate a un terreno más realista y operativo es la intención de los autores.

Participo totalmente de la doble intención de clarificar el horizonte y las posibilidades del catalanismo y de expresar positiva y constructivamente la posición del catalanismo federalista. Estoy convencido de que la sociedad catalana reclama hoy horizontes posibles y caminos viables, y que la realidad compleja que nos ha tocado vivir, agravada por las circunstancias de la crisis económica, no permiten perder más tiempo en debates de política-ficción, sino que reclama un ejercicio sólido de las facultades de autogobierno de que disponemos y una capacidad para actuar coordinadamente con las instituciones de nuestro entorno español y europeo.

Es ahora, en los tiempos difíciles, cuando tenemos la obligación de demostrar que sabemos emplear los instrumentos que tenemos para autogobernarnos, para afrontar con ellos los problemas de nuestra sociedad y para proyectar un futuro de esperanza. Para eso tenemos un nuevo Estatuto. Para eso disponemos de una nueva financiación. Para eso hemos sido capaces de dotarnos de una ley de Educación. Para eso ejercemos nuevas competencias relevantes como las de cercanías ferroviarias. Ha llegado la hora de aplicar el Estatuto, de legitimarlo mediante la acción pública, de exigirnos sacarle el máximo rendimiento y de exigir a las instituciones del Estado español la máxima lealtad al pacto que suscribió al aprobar el Estatuto.

Precisamente, de lealtad nos habla este libro. De lealtad y confianza federales, es decir, de lealtad y confianza recíprocas, de doble dirección. Esta actitud tiene su traducción política en la propuesta de perfeccionar el Estado autonómico en un Estado federal que se dote de un Senado que sea y actúe como la cámara territorial prevista en la Constitución y que articule los instrumentos de participación efectiva de las autonomías en la gobernación corresponsable del conjunto del Estado. Pero, yendo más allá, la lealtad y la confianza federales comportan la necesidad del reconocimiento y del respeto a las identidades nacionales diversas que conviven en España. Es lo que hemos convenido en llamar la España plural. El Estado federal y la España plural han de conformar las dos caras indisociables y complementarias de la realidad española: la una organiza y distribuye el poder político; la otra reconoce y respeta las identidades nacionales y culturales. Esta es la visión y la formulación del catalanismo federalista. No se trata de una visión ilusa y desvinculada de la realidad. Más bien es una visión confirmada desde una perspectiva larga, especialmente si confrontamos los propósitos del primer catalanismo con la historia de éxito que supone la pervivencia y afirmación de nuestra lengua y de nuestra cultura y el continuado ejercicio del autogobierno durante más de treinta años.

Es cierto que desde otros ámbitos del catalanismo se descalifica esta visión, considerando que no es correspondida en el resto de España, que el mensaje catalanista no encuentra receptores dispuestos a escucharlo, que, como mucho, la respuesta es la de la tolerancia resignada a una diferencia que en el fondo no se quiere entender ni admitir. Nuestros autores no soslayan esta dificultad, pero prefieren incidir en los errores de percepción sobre la realidad de España que a menudo distorsionan nuestra capacidad de entenderla y, sobre todo, limitan nuestra capacidad de acción para transformarla. Es decir, nos encontramos ante una visión optimista sobre las posibilidades de dar una salida razonable al secular problema de la relación entre Cataluña y España, con la condición de que haya un esfuerzo simétrico por llegar a un punto de acuerdo. En cierto modo, se trataría de que el «problema catalán» dejara de ser una cuestión que debiera resolver el conjunto de España. Y, a la recíproca, el «problema de España» tendría que pasar a ser también una cuestión de los catalanes, que pide nuestra participación y nuestra iniciativa. Y, yendo más lejos aún, lo mismo podríamos decir del «problema de Europa». Sé que ver las cosas de este modo no es nada fácil, ya que se trata de asumir plenamente la complejidad del mundo en que nos ha tocado vivir, de admitir que nuestra personalidad la configuran identidades concéntricas y que la clave del éxito reside en la habilidad para hacerlas compatibles. Esta es la apuesta que nos proponen Joaquim Coll y Daniel Fernández. Una propuesta que contrasta con otras orientadas a soluciones aparentemente más sencillas, pero que me temo que, en el fondo, son mucho más difíciles porque prescinden de la complejidad del mundo real.

En cualquier caso, me confieso seducido por la aventura de contribuir a hacer posible un catalanismo útil para la gran mayoría del pueblo de Cataluña. Este es mi compromiso político: hacer crecer un proyecto que afirme la identidad nacional de Cataluña, que garantice su pluralidad interna, que fortalezca el autogobierno al servicio de los ciudadanos y de las ciudadanas, que participe activamente en la configuración de una España plural y que al mismo tiempo exija el reconocimiento de la dimensión catalana y de la catalanidad en los marcos español y europeo. La reflexión política de Joaquim Coll y Daniel Fernández desplegada en este libro constituye un estímulo para perseverar en mi compromiso. Confío, además, en que también lo sea para los catalanes optimistas en unos tiempos ciertamente difíciles.

 

JOSÉ MONTILLA

Febrero de 2010

Lectura en un minuto

Seguro que muchos considerarán este libro, especialmente su título, una auténtica provocación o, en el mejor de los casos, un contrasentido manifiesto. Hoy en día escribir a favor de España desde el catalanismo es para muchos absolutamente inadmisible. Para otros, en cambio, desde la voluntad de seguir vertebrando
el proyecto común español, resulta inverosímil escribir a favor del catalanismo por lo que ha sido y por lo que hoy representa.

A favor de España y del catalanismo constituye, por tanto, una afirmación que puede resultar a muchos absolutamente paradójica. En Cataluña, porque desde hace unos años el protagonismo político y mediático está centrado en el paso acelerado que están haciendo muchos nacionalistas desde el autonomismo hacia un amplio abanico de posiciones soberanistas. Este giro suele justificarse partiendo de tesis como la del expolio económico o de la creencia en un maltrato sistemático y permanente. Paralelamente, en una parte apreciable de la vida política e intelectual española, se vive un anhelo recentralizador. Son dos vías paralelas que convergen en la afirmación del fracaso del modelo autonómico. Mientras que el soberanismo quiere hacernos creer que el pacto de 1978 ha sido un engaño histórico, el neocentralismo afirma que las sucesivas descentralizaciones políticas han debilitado la nación española, haciendo peligrar en algunos territorios el uso de la llamada «lengua común» o, incluso, la misma eficacia del Estado para afrontar situaciones tan graves como la actual crisis económica. Son dos visiones que se retroalimentan mutuamente y que pretenden monopolizar el debate de las ideas como si entre una y otra no hubiera alternativa. Tanto la primera como la segunda dan por muerta la vía autonómica y niegan la viabilidad a su perfeccionamiento federal. Soberanismo y neocentralismo son, por tanto, la expresión de un proceso peligrosamente regresivo de polarización y de centrifugado ideológico fundamentado en la reiteración de la tesis del fracaso. Son una señal inequívoca de que el debate político, tanto en Cataluña como en el conjunto de España, vuelve a estar presidido por un claro fatalismo y por la radicalización de algunas posturas que, además, logran un protagonismo injustificado.

Frente a estos discursos, que hoy tienen gran resonancia en los medios de comunicación, nuestro ensayo retoma la visión crítica, pero al fin y al cabo optimista, del camino recorrido hasta ahora. A favor de España y del catalanismo es, por tanto, un ensayo contra el actual proceso de regresión política. Pero, sobre todo, constituye una explícita reanudación del proyecto hispanista del catalanismo a partir de la constatación de su éxito en términos globales después de más de un siglo de existencia. Y, en consecuencia, es un libro que, sin complejos, quiere recoger el sentir mayoritario de los catalanes favorable a España como proyecto compartido y favorable al fortalecimiento de nuestro autogobierno.

PRIMERA PARTE

CONTRA LA REGRESIÓN POLÍTICA

Capítulo 1

Los hijos de la Constitución

El miércoles 3 de diciembre de 2008, el empresario vasco de setenta y un años Ignacio Uría Mendizábal fue asesinado por ETA en Azpeitia. La víctima era consejero de una constructora, Altuna y Uría, amenazada por la banda terrorista por su participación en el trazado ferroviario de la llamada «Y vasca». Ignacio Uría, que no llevaba escolta, fue tiroteado cuando se dirigía, como hacía todos los días, a un restaurante de su pueblo para jugar a las cartas.

Josep Pla nos recuerda en «Polèmica. Cròniques parlamentàries», una de las afirmaciones categóricas características de uno de sus homenots, el filósofo Francesc Pujols: «Hoy en día, de la época carlista sólo quedan los republicanos». Hoy en día, del franquismo, lo único verdaderamente peligroso que sobrevive es ETA. Disolver este epígono de la Dictadura es la asignatura pendiente de nuestra democracia.

La muerte de Ignacio Uría marcó la conmemoración del trigésimo aniversario de la Constitución en el Congreso de los Diputados. La víspera del asesinato del empresario vasco, Francisco Rubio Llorente publicó en las páginas de opinión del periódico El País un largo artículo titulado «Los retos de los hijos de la Constitución»: «La generación de los que no habían cumplido dieciocho años el 6 de diciembre de 1978 es la que debe defender nuestra ley fundamental frente a sus enemigos, y la que tendrá que hacer las reformas que sean necesarias», afirmaba el destacado del artículo firmado por el presidente del Consejo de Estado. Con toda seguridad, muchos de sus lectores pensaron que se trataba de un artículo impuesto por la proximidad del trigésimo aniversario de la Constitución. Que se trataba, tal vez, de una reflexión circunstancial cuyas consideraciones sobre los beneficios de la norma constitucional en la vida política española eran tan previsibles que su lectura resultaba prescindible. Pero tanto la importancia institucional del cargo que Rubio Llorente ocupa desde 2004 como su enorme prestigio intelectual aconsejaban no formarse una opinión precipitada del artículo y dedicar más tiempo a su lectura. Además, nos llamó muchísimo la atención la apelación directa a la responsabilidad de los «hijos de la Constitución», llamamiento que constituía toda una invitación al debate sobre el papel de nuestra generación en la vida política actual, pues, en efecto, en 1978 los autores de este libro no habíamos cumplido aún dieciocho años. Hoy tenemos algunos más.

Y como suele pasar con los buenos artículos, su lectura despierta de inmediato bastantes dudas y numerosas preguntas. En primer lugar, por la afirmación categórica, tesis principal del artículo, de considerar que la excesiva veneración que muestra la sociedad española por la Constitución impide emprender una reforma de la misma. Y, en segundo lugar, por atribuir una actitud pasiva a nuestra generación, actitud que es consecuencia tanto de esa excesiva veneración como de la idea inadecuada que tenemos de la funcionalidad de la Constitución. Una actitud pasiva ante una reforma que Rubio Llorente considera absolutamente necesaria, entre otras razones porque, afirma, es conveniente «sobre todo concluir la organización territorial, o cuando menos racionalizar el proceso que lleva hacia ella».

Lejos de desbrozar los aspectos concretos y específicos de una hipotética reforma, entre los cuales menciona la eliminación del precepto que da preferencia al hombre sobre la mujer en la sucesión a la Corona o la modificación de algunas instituciones como el Consejo General del Poder Judicial o del Tribunal Constitucional, este texto periodístico supone una apelación a los demócratas y, concretamente, al grupo hoy mayoritario de españoles que ha heredado la Constitución, a «mantener en buen estado nuestra vida constitucional», «defender la Constitución contra sus enemigos y […] corregir los defectos que la práctica ha puesto de manifiesto». El propósito de Rubio Llorente no es otro que trasladar al lector su propia inquietud por el clima de inmovilismo que impide una reforma constitucional jurídicamente muy justificada, como en su momento ya había argumentado el mismo Consejo de Estado en un extenso informe encargado por el Gobierno presidido por Rodríguez Zapatero (2006), pero que paradójicamente no parece realizable a medio plazo en el escenario político español.

En cuanto a los destinatarios principales de este artículo, los «hijos de la Constitución», seguramente el autor tiene razón cuando sostiene que la mayoría tenemos una idea inadecuada de la misma. «Esta generación parece ver la Constitución exclusivamente desde la perspectiva de los derechos. Como un texto que reconoce y garantiza los que cada uno de los españoles tenemos o deberíamos tener en razón de nuestra dignidad humana y los que las comunidades autónomas tienen o deberían tener como emanación de su derecho, también preconstitucional a la autonomía», escribe. A nuestro juicio esta idea inadecuada no puede obviar que, para una inmensa mayoría de los hijos de la Constitución, los no politizados ni ideologizados, ésta forma parte, inconscientemente, de la atmósfera que han respirado desde su nacimiento. Sin más consideraciones. La realidad constitucional, continúa Rubio Llorente, es mucho más amplia: «sirve para limitar y dividir el poder, pero también para dotarlo de una organización que asegure su legitimidad democrática y le permita actuar con eficacia, y no puede llevarse a cabo aquella tarea sin hacer primero ésta», afirma. Y para rematar, concluye taxativamente: «No hay Estado de derecho si no hay Estado».

Ahora bien, contrariamente a la tesis principal de Rubio Llorente, no creemos que sea el exceso de veneración (que sin duda refleja el tono de algunas declaraciones institucionales) la verdadera causa de esta inacción política. Más bien pensamos que la tendencia de algunos a sacralizar la Constitución es, en el fondo, la manifestación de un grave desacuerdo ideológico: el reflejo de la brecha creciente entre los partidos (y que se traslada al interior de la sociedad) sobre una hipotética reforma del texto que vaya más allá de muy contados aspectos formales.

Asimismo, sin ser errónea la descripción crítica que hace Rubio Llorente en relación con la actitud excesivamente pragmática de los «hijos de la Constitución», tampoco creemos que lo que impide dicha reforma sea un problema de cultura generacional. Entre otras razones, porque quienes alcanzamos la mayoría de edad después del 6 de diciembre de 1978 no conformamos un bloque culturalmente homogéneo, pues estamos atravesados por fracturas sociales y políticas que compartimos con el grupo demográfico precedente, aquel que sí pudo votar aquel día a favor o en contra de la Constitución.

Visto así, si la Constitución fue, como en tantas ocasiones se ha subrayado, el resultado de una gran voluntad de acuerdo, elogiado por la derecha y por la izquierda, que el hispanista Sebastian Balfour ha definido como «una proeza de ingeniería semántica y de consenso político» (España reinventada, 2007), la pregunta que deberíamos formularnos sería la siguiente: ¿por qué desapareció hace años la posibilidad de un acuerdo que renueve y fortalezca el pacto de 1978? Y salta a la vista que la respuesta está directamente relacionada con la vertebración territorial y el modelo autonómico. Como apunta Rubio Llorente en el artículo reseñado, haciendo eco de la que actualmente es una posición compartida por los expertos constitucionalistas, «concluir la organización territorial» sería la misión principal de una hipotética reforma de la Constitución, pero hoy por hoy este propósito parece una misión absolutamente imposible. Y no sólo por la relación dialéctica entre quienes quieren cerrar la organización territorial y quienes defienden el carácter siempre abierto del modelo de Estado de las Autonomías, sino principalmente por la confrontación entre quienes la cerrarían en un sentido determinado y quienes lo harían en el sentido radicalmente opuesto.

Polarización y regresión

En efecto, desde hace unos cuantos años, este punto está sometido a un agudo proceso de centrifugación ideológica mediante el cual ciertas formaciones políticas han singularizado su propia posición, haciendo de ella una señal fuerte de su identidad electoral. Entre los partidos principales de la vida política española, socialistas y populares, ambos imprescindibles para alcanzar cualquier acuerdo de reforma, el abismo que hoy los separa es palpable por razones complejas. Sin duda coexisten responsabilidades compartidas, pero la razón principal es que la competición política se ha convertido en un ejercicio de cainismo atroz, cuyo responsable es sobre todo la derecha. Una derecha instalada desde hace años en una estrategia típicamente neocon de crispación, de renuncia a los grandes acuerdos y de manipulación de un discurso patriótico que se atrinchera en una lectura maniquea de la Constitución. Imitando las tácticas del Partido Republicano norteamericano, la derecha española ha sabido desplegar con éxito una creciente agresividad que el profesor Taibo ha tildado con elegancia de «lenguaraz» (Neoliberales, neoconservadores y aznarianos, 2008).

Como es bien sabido, el Título VIII sentaba las bases para llevar a cabo un despliegue del proceso autonómico, pero la Constitución no podía regular el funcionamiento general de un modelo todavía inexistente en 1978, ni tampoco otros factores posteriores, como la incidencia del proceso de construcción europea en las futuras autonomías. Esta indefinición constitucional del modelo autonómico, así como la retórica españolista de algunos artículos iniciales del texto (que fueron una concesión barroca a los sectores tardofranquistas que veían en el reconocimiento de las «nacionalidades» un peligro para la unidad de España), hace que el Partido Popular considere la Constitución un tótem prácticamente intocable. En primer lugar, porque le permite fundamentar una lectura restrictiva del desarrollo autonómico y, en segundo lugar, porque ya le conviene que en el texto se subraye enfáticamente la unicidad de España y, en cambio, sea más ambiguo en el reconocimiento de la pluralidad. El historiador Javier Tusell, en su ensayo titulado El Aznarato (2004), escribe que la derecha, una vez alcanzada la mayoría absoluta, situó el eje central de la personalidad del PP en la reivindicación de España como nación. Desde el think tank neoconservador de la FAES se instrumentalizó descaradamente el concepto de «patriotismo constitucional», tomado del filósofo socialdemócrata alemán Jünger Habermas. Y aquél fue un intento de imponer al PSOE un determinado marco ideológico y,
a la vez, de disponer de una herramienta aparentemente moderna de combate contra los «nacionalismos periféricos», especialmente contra el PNV. Tusell concluye: «lo peor es que el patriotismo constitucional que proponía el PP era enteco, limitado y chato».

Por ello, la posibilidad de desplegar una lectura constitucional más autonomista (o federalizante), también favorable a una asunción más clara de la realidad plural de España, ha recibido de la derecha española, cada vez más alejada del centrismo, una oposición radical y demagógica. El nuevo Estatuto catalán, pese a sus errores, ha recorrido un camino perfectamente constitucional desarrollando dicha lectura. El ex presidente José María Aznar, sin embargo, no tuvo empacho en afirmar, en sintonía con el resto de descalificaciones delirantes que profirieron los dirigentes de su formación, que el Estatuto catalán constituía «un desafío a la sociedad española, un ataque a nuestro modelo de convivencia, una ruptura de la Constitución y un cambio de régimen político», precisamente porque rompía la interpretación restrictiva, recentralizadora y uninacional de la Constitución que el PP intentaba imponer mediante una estrategia que no ha conocido límites, hasta el extremo de desacreditar gravemente al órgano más importante de la judicatura, el Tribunal Constitucional. El eminente jurista José A. González Casanova relata el intento del PP, en parte logrado, de asaltar el poder judicial en España en un libro de lectura muy recomendable, La derecha contra el Estado (2008). En su análisis sobre la política de oposición del PP, concluye que la iracunda beligerancia contra el Estatuto dividió y enfrentó a los españoles, «excitando sus sentimientos más irracionales y el desprecio o el odio hacia sus compatriotas catalanes, dando alas al nacionalismo independentista tan denostado».

Paralelamente al abanderamiento españolista de la derecha, se ha producido una radicalización progresiva de las diversas alternativas que, con mayor o menor claridad según el momento, formulan en líneas generales, desde hace unos años, el amplio abanico de formaciones nacionalistas y soberanistas en Cataluña, el País Vasco y Galicia, que van desde la secesión explícita hasta la confederación, pasando por extrañas propuestas como el Plan Ibarretxe. Y decimos que esta radicalización ha sido paralela al primer fenómeno, y no respuesta directa al nacionalismo español, porque, más allá de un estímulo recíproco evidente, la radicalización de los denominados «nacionalismos periféricos» forma parte de un solo proceso de centrifugación, polarización y regresión ideológica en España. En este ensayo trataremos de precisar tanto su alcance como el significado de la evolución conceptual que conduce del nacionalismo al soberanismo.

En cualquier caso, todas las alternativas nacionalistas o soberanistas, más o menos ambiguas o precisas, son el fruto de una lectura extremamente negativa de la Transición y del modelo autonómico alcanzado, que consideran agotado y en gran medida fracasado. Ninguna de ellas busca en realidad una reforma de la Constitución, que en último término consideran un instrumento del nacionalismo español, en manos del PP o del PSOE indistintamente. Resulta sorprendente esta tendencia, al menos retórica, a meter en un mismo saco ambos partidos cuando los hechos han demostrado sobradamente que, hoy por hoy, en el debate sobre el modelo de Estado, los separa un abismo insondable. Seguramente este reduccionismo responde más a intereses electorales que a convicciones profundas. No olvidemos que en Galicia, en el País Vasco y, sobre todo, en Cataluña los principales competidores de algunas formaciones nacionalistas no son los populares, sino los socialistas. En el caso catalán se trata, además, de una formación, el PSC, inequívocamente catalanista desde su fundación en 1978. Quizá por eso las fuerzas nacionalistas o soberanistas tildan de inútil, cuando no de tramposa, la posibilidad de avanzar en un perfeccionamiento federal del Estado autonómico. Se trata de un rechazo apriorístico, que a menudo pone de manifiesto que estas formaciones prefieren luchar electoralmente con un modelo autonómico contradictorio en algunos aspectos y potencialmente conflictivo que contribuir a desarrollarlo con una orientación federal que lo dote de mayor coherencia y transparencia.

En cuanto a los grupos políticos del denominado tradicionalmente «nacionalismo moderado», CiU y PNV, es obvio que en los últimos años han extremado sus reivindicaciones al suscribir y desplegar fórmulas soberanistas como el tan cacareado «derecho a decidir». Inicialmente estas formaciones no atribuían las carencias en la satisfacción de sus aspiraciones de autogobierno directamente al modelo constitucional, sino a su desarrollo «mezquino e insuficiente» o a una «lectura antiautonomista» del texto constitucional (Jordi Pujol no se cansó de repetirlo durante veintitrés años). Ahora, sin embargo, desde hace más de diez años, sin abandonar esa denuncia, la crítica se dirige contra el mismo modelo, «incapaz», se afirma reiteradamente, no sólo «de satisfacer a las nacionalidades históricas», sino tendente a restablecer la homogeneidad competencial entre los territorios.

Esta centrifugación ideológica resulta paradójica, porque ambas fuerzas participaron en el diseño de la arquitectura institucional surgida de la Transición, y han sido partidos de gobierno durante muchos años en sus respectivas comunidades autónomas y también piezas fundamentales para garantizar mayorías parlamentarias en las Cortes. Esta radicalización es fruto de muchas circunstancias: seguramente por haberse decantado doctrinalmente, como resultado de la pulsión nacionalista siempre latente para alcanzar nuevos hitos, o como tributo a las exigencias más radicales de
las nuevas generaciones, pero también en buena parte responde a una adaptación táctica ante la competición electoral de las otras fuerzas nacionalistas o independentistas de su ámbito territorial. La evasiva soberanista de estas formaciones quizá sea un viaje ya sin retorno al constitucionalismo y al autonomismo pragmático que hasta hace poco postulaban, pero tampoco debe descartarse un giro hacia la moderación y la búsqueda de un nuevo consenso general si el clima de guerracivilismo ideológico se desvanece y cambian las circunstancias políticas en el conjunto de España.

A este turbio escenario todavía hay que añadir las posiciones que defienden dos fuerzas políticas que obtienen un número destacado de votos pero escasa representación en las Cortes, debido a un sistema electoral que en muchas provincias perjudica gravemente a las fuerzas más pequeñas que concurren en todas las circunscripciones. Ambas presentan propuestas nominalmente federales, pero en realidad de contenido antagónico. Así, mientras que Izquierda Unida (IU) defiende un federalismo plurinacional en el que incluso sería posible el ejercicio del derecho a la autodeterminación, el nuevo partido Unión, Progreso y Democracia (UPyD) propone un curioso federalismo, llamado cooperativo, que dice inspirarse en el modelo alemán, cuyo objetivo es fortalecer las atribuciones del Gobierno central y la Administración General del Estado. Ya veremos en el capítulo «La embestida neocentralista» el significado último de esta propuesta, que en realidad se sitúa en abierta oposición al federalismo clásico. Basta por ahora con recordar que UPyD nace bajo el impulso de la fuerte personalidad de la política vasca Rosa Díez, en abierta disidencia con ciertas políticas del gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero: principalmente contra el intento de negociar el final de ETA y contra las reformas estatutarias llevadas a cabo en la primera legislatura (2004-2008), las cuales, según UPyD, debilitaban el Estado y generaban nuevas desigualdades entre los españoles.

La irrupción de un partido transversalmente neocentralista, vagamente progresista, que afirma superada la divisoria entre la derecha y la izquierda, es hoy un exponente más de una desviación ideológica regresiva que ha penetrado de manera muy marcada en la derecha, pero también entre algunos núcleos destacados de la izquierda española, ubicados sobre todo en Madrid y el País Vasco. Bajo el discurso de la igualdad de los españoles, se advierte el menosprecio de UPyD por la diversidad lingüística y cultural de España al proponer que deje de ser «objeto de especial respeto y protección», rectificando aquello que proclama el artículo 3.3 de la Constitución. Bajo el discurso de la supuesta discriminación de los castellanohablantes en algunos territorios, se esconde el propósito de rebajar la oficialidad de las otras lenguas españolas. Se confunde, entonces, igualdad y homogeneidad. Ahora bien, tanto el federalismo plurinacional asimétrico que propone IU como la propuesta recentralizadora y de nacionalismo lingüístico de UPyD únicamente son posibles, en sus últimas consecuencias, con una reforma constitucional, en direcciones evidentemente opuestas. Como vemos, ambas propuestas se definen como federales, pero mientras que IU, al igual que sus homólogos de Iniciativa per Catalunya, entiende el federalismo como una fórmula de organizar la pluralidad española, para UPyD es tan sólo un mecanismo jurídico al servicio de un Estado unitario, descentralizado pero uninacional, donde sólo haya lugar para una identidad básica: la española de cultura castellana.

De esta manera, la posibilidad de una reforma constitucional que, en la línea de la propuesta por Rubio Llorente, cierre de manera coherente el Estado autonómico está lejos de alcanzar hoy por hoy el consenso político y parlamentario suficiente, porque se sitúa en el epicentro de un intenso debate político e ideológico sobre la vertebración territorial, el modelo de Estado y la esencia misma de España. Como apunta otro eminente constitucionalista, Eliseo Aja, a la hora de reformar la Constitución una parte importante de los problemas radica en la cultura política y, en el fondo, gira alrededor de los diferentes conceptos de España existentes y éstos oscilan entre quienes creen que en España sólo hay una nación, la española, excluyendo a cualesquiera otras, y quienes afirman con menosprecio que España es tan sólo un Estado y, como mucho, un proyecto fracasado de nación cultural.

Ante estas posiciones extremas, nosotros pensamos que hay otro camino, que se inspira en el debate constitucional de 1978 y que supone un punto de encuentro lógico y natural: profundizar en la definición de España como «nación de naciones», es decir, aceptar plenamente la pluralidad identitaria, pero también reconocer a España como una nación política y culturalmente. Se trata de una propuesta conceptual que, como veremos detalladamente en el capítulo «España, esfera o poliedro», cuenta con defensores de prestigio tanto en un sector del catalanismo no nacionalista como entre quienes reivindican un patriotismo español compatible con la afirmación de las identidades culturales y lingüísticas no castellanas. Se trata de una propuesta que, además, cuenta con el elemento fundamental para el éxito de cualquier lenguaje político: valor emocional.

En este punto, la socióloga Helena Béjar tiene razón cuando, en su estudio de campo La dejación de España