Familia de papel

Romina Naranjo

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Edición en Formato digital:

Mayo 2015

 

Título Original: Familia de papel

©Romina Naranjo, 2015

©Editorial Romantic Ediciones, 2015

www.romantic-ediciones.com

 

Imagen de portada © Konrad Bak, Ben Goode

Diseño de portada y maquetación: Olalla Pons.

Corrector: Gloria Pujula Font

ISBN: 978-84-943737-4-9

Prohibida la reproducción total o parcial, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, en cualquier medio o procedimiento, bajo las sanciones establecidas por las leyes.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

“Hay que enamorarse de lo que se está haciendo”

O.N.S

Mi abuelo

 


Índice

CAPÍTULO 1

CAPÍTULO 2

CAPÍTULO 3

CAPÍTULO 4

CAPÍTULO 5

CAPÍTULO 6

CAPÍTULO 7

CAPÍTULO 8

CAPÍTULO 9

CAPÍTULO 10

CAPÍTULO 11

CAPÍTULO 12

CAPÍTULO 13

CAPÍTULO 14

CAPÍTULO 15

CAPÍTULO 16

CAPÍTULO 17

CAPÍTULO 18

CAPÍTULO 19

CAPÍTULO 20

CAPÍTULO 21

CAPÍTULO 22

CAPÍTULO 23

CAPÍTULO 24

CAPÍTULO 25

CAPÍTULO 26

CAPÍTULO 27

CAPÍTULO 28

CAPÍTULO 29

CAPÍTULO 30

CAPÍTULO 31

Epílogo

Agradecimientos

 

CAPÍTULO 1

 

La primera vez que Emma Montes vio al que iba a ser su hermanastro, pensó que era el peor día de su vida. Escondida tras las protectoras piernas de su madre, miró a aquel desgarbado niño de pelo sudado y ropa sucia que su sonriente padre llevaba de la mano, y creyó del todo injusto que le dejaran vivir con ellos. ¿No le decían siempre que no podía meter en casa a los gatos callejeros que se encontrara? ¿Por qué su padre sí podía recoger niños? La mayoría de felinos que ella había intentado adoptar estaban mucho más limpios, y desde luego no olían tan mal.

Emma tenía siete años, pero, tal y como habían certificado las pruebas de aptitud que le habían hecho los expertos del colegio, era más lista de lo que correspondía para su edad. Aquello no siempre era bueno. Pese a su juventud entendía cosas que deberían pasarle desapercibidas o no tener importancia para ella, haciendo que se preocupara y distrajera de los juegos propios de su edad.

Había entendido enseguida, por ejemplo, que era una niña milagro. La consentida de la casa. Después de nacer ella, su madre había tenido algún tipo de complicación y el médico había tenido que operarla. No iba a poder tener más hijos, lo que convertía a Emma en el rayo de luz de su vida. O al menos así había sido hasta ese momento. Ahora, con la cara pegada al muslo izquierdo de su madre, Emma comprendió con pesar que, en este caso, aquel niño de la calle iba a ser un milagro todavía más grande que ella, porque había llegado cuando se suponía que la familia ya no iba a crecer más.

Su padre, Fernando Montes, era policía y un hombre gracioso y amable, que detrás de su buen humor escondía la determinación que sentía para conseguir siempre que las cosas salieran tal y como él quería. Llevaba meses hablando de aquel caso del niño abandonado por su familia, y lo hacía con tal pasión que Emma pronto sospechó que algo estaba cambiando. Fernando a menudo contaba historias del trabajo durante la cena o en las visitas a casa de los abuelos, pero nunca se centraba tan empecinadamente en una sola cosa.

No obstante, no había sido hasta oír los cuchicheos de Fernando con Camila, su madre, cuando Emma había visto la verdad con horror. Sus padres pretendían quedarse con el niño abandonado y hacerlo formar parte de su familia. Un niño dos años mayor que ella con el que tendría que compartir todo lo que siempre había sido solo suyo. Se sentía traicionada, pero, por primera vez, sus rabietas no le habían dado resultado. ¿Qué iba a ser de ella ahora? ¿Cómo iba a vivir con un hermano de mentira al que ni sus verdaderos padres habían querido? Seguro que destrozaba sus juguetes, se comía todos los postres… y puede que hasta le pegara.

Clavó sus ojos ambarinos en los del niño, que parecía totalmente fuera de lugar en el ordenado saloncito familiar. Las zapatillas deportivas que llevaba habían perdido todo el color, los cordones estaban desgastados y las punteras arañadas. Llevaba una sudadera del Cuerpo de Policía que le llegaba casi hasta las rodillas y su tono de piel era indescifrable bajo la capa de suciedad.

Fernando le dio un empujoncito en la espalda que le puso rígido, instándolo a dar un paso al frente. El muchachito le miró desde abajo, preguntándole sin palabras qué esperaba que hiciera ahora. Emma pensó que no parecía para nada contento con el cambio de su situación, lo que demostraba que aparte de todo lo que había sospechado, también era tonto.

—Camila y yo vamos a preparar los últimos detalles de tu habitación —le dijo Fernando, acuclillándose y apartando un mechón roñoso de pelo de la frente sudada del niño—, quédate con Emma, enseguida volveremos para bañarte.

Él se tensó al oír la palabra “baño” y Emma miró a su madre con terror. Camila se limitó a asentir y soltarla de su pierna, forzándola a permanecer en aquella sala que, de repente, se le antojaba el peor lugar del mundo. Ajenos a su incomodidad, y sin hacerle el menor caso, sus padres se marcharon cuchicheando alegremente por el pasillo que daba a las habitaciones, como si ese fuera un día para enmarcar. Emma apretó los labios y cruzó los brazos sobre su blusa violeta, echándose el cabello cobrizo hacia atrás. Levantó la vista para estudiar al intruso, decidiendo que debía dar el primer paso para remarcar las normas.

Repentinamente satisfecha, esbozó una petulante sonrisa que habría sido perfecta de no haber perdido tres días antes su primer colmillo de leche. A menudo las personas se sentían intimidadas cuando empezaba a hablar con la desenvoltura propia que le daba su don (así lo llamaba su abuela), de forma que no le sería difícil poner sobre aviso al indeseable de que ella era la más importante de la casa.

—¿Cómo te llamas, niño?

El jovencito no pareció en absoluto inquieto ante el tono grosero que Emma empleó deliberadamente para referirse a él. Se limitó a mirarla como si no tuviera más interés en ella del que podía mostrar en la alfombra o el acuario que adornaba la sala de estar. La miró, era más alto, con los hombros curvados hacia adelante, como si estuviera incómodo con su propia talla. Tenía los ojos de un color extraño, entre verde y gris, tono que jamás se había visto en su familia. Un distintivo más de que era ajeno a aquel hogar.

—El policía Montes dice que Alejandro —respondió con una voz enronquecida que sonó baja, pero segura.

Emma pasó aquella información por todos los engranajes superiores de su cerebro. ¿Acaso habían tenido que darle un nombre porque él no conocía el suyo? ¿Le habrían abandonado sus padres sin darle siquiera eso? Su incertidumbre creció. Cada vez le hacía menos gracia la forzada convivencia que iba a tener lugar a partir de ese instante. Sumó a la lista de puntos negativos del niño el hecho de que no podía estar seguro de quién era en realidad.

—Es mi padre —dijo, esperando que aquello dejara claras muchas cosas.

—Ya lo sé.

Y otra vez silencio. Se vio obligada a dar un paso al frente, frustrada. ¿Acaso ese tal Alejandro pensaba que no valía la pena hablarle porque era más pequeña? Estaba claro que no sabía nada de ella, ni de lo especial que era. Lo miró detenidamente, casi sin parpadear, preguntándose obsesivamente por qué él no se sentía claramente inferior. Tenía la ropa sucia y fea, el pelo sudado y las zapatillas destrozadas. Ella estaba limpia, olía a colonia, y esa era su casa. ¿Es que no veía que estaba en desventaja? ¿Por qué no se mostraba más asustado?

—¿Sabes que vamos a ser hermanos? —le preguntó Emma, tanteando la información que él pudiera tener.

Esta vez Alejandro sí la miró con atención. Vio las pecas pardas que tenía sembradas por la nariz y las mejillas, su frente arrugada y sus puños cerrados. Sabía que no le gustaba a esa mocosa irritante, y se alegraba profundamente de ello. Ojalá se quedara quieta y dejara de hablar. Esperaba que el policía volviera pronto y se lo llevara de allí. Como tenía que hacer algo hasta que ese momento llegara, decidió contestarle.

—No —dijo con rotundidad—. No vamos a ser hermanos. Esos no son mis padres.

Emma sintió que se le abría la boca de pura incredulidad. ¿Qué se creía? No había más que verlo para darse cuenta de lo necesitado que estaba, y aun así se permitía el lujo de comportarse con un orgullo que no le quedaba nada bien. Lo miró con desafío, con sus ojos ambarinos echando chispas, retándole a que dijera algo malo de sus padres, a que los rechazara. Una cosa era que ella no le quisiera, y otra muy distinta que él creyera que podía escoger.

—Te vas a quedar aquí —Su voz sonó amenazadora—, mis padres así lo quieren y te obligarán.

Alejandro no pareció inmutarse por sus palabras. Más bien era como si apenas la oyera. Estaba mirando la salita y el pasillo por el que se habían ido el policía y su esposa. La mujer era bonita, con el pelo cobrizo corto y ese olor que, suponía, debían tener todas las madres. No recordaba cómo olía la suya, pero había pasado tanto tiempo que ese pensamiento ya no le hacía llorar. Se preguntó si ella tendría razón, si esa niña sabría mejor que él lo que pretendían.

Por supuesto, el policía le había hablado de cosas bonitas: familia, colegio, comida casera, regalos de Navidad… pero Alejandro nunca imaginó que se referiría a dárselos a él. ¿Por qué iba a hacerlo? No creía que tuviera hospedados en su casa a todos los niños de la calle, y sabía que había muchos.

—¿Dónde están tus padres? —A su pesar, Emma sentía que la curiosidad la estaba devorando. Él se veía cómodo en el silencio, taciturno y perdido en sus pensamientos, pero ella necesitaba hablar, tenía demasiadas cosas que decir como para estar callada —. ¿Vendrán a buscarte?

Alejandro negó con la cabeza. Su flequillo sudoroso le tapó un ojo y él se lo apartó con el puño. Emma se fijó que tenía arañazos y una costra a medio curar. Al darse cuenta de la mirada de ella, Alejandro bajó la mano y la escondió dentro de la enorme manga de la sudadera que le habían dado.

—No sé donde están —gruñó con una voz aún más ronca, como si no estuviera acostumbrado a usarla—. No vendrán.

—¿Cómo lo sabes? A lo mejor tenían que hacer algo y por eso te han dejado.

—Qué tonta eres.

Los colores se le subieron a Emma hasta que sus orejas casi echaron humo. Cerró aún más fuerte sus pequeños puños y dio dos pasos al frente, levantando la cabeza para ver mejor a aquel intruso que había osado insultarla de la peor manera posible. Había usado la única palabra que la hacía sentir insegura, a pesar de que no podía sentirse identificada con ella. Fue mucho peor que si le hubiera pegado. Deseó empujarlo y tirarlo al suelo, arrancarle la sudadera de su padre y echarlo de su casa para siempre.

Estaba dispuesta a decirle que olía mal, que era feo, desgarbado, y que no quería volver a verlo. Nunca sería su hermano, nunca le querrían. Iba a gritarle que volviera al sitio del que había salido cuando sus padres volvieron y la interrumpieron. Emma se distrajo al ver el semblante tenso de su madre. En su cara de porcelana había una arruga de preocupación y su sonrisa se había congelado, tensa, dándole un aspecto poco afable a pesar de sus intentos.

Fernando le apretó el hombro y alzó una bolsa de la que sobresalían unos vaqueros. Se dirigió a Alejandro, pasando junto a Emma sin casi mirarla y le rodeó el cuello con el brazo.

—Acompáñame —le dijo con una sonrisa—, mi esposa te ayudará a bañarte y luego podrás ponerte esta muda limpia.

Emma vio con pavor que Camila relajaba el semblante y estiraba la mano para que Alejandro la tomara. Repentinamente enrojecido, el muchacho caminó torpemente hacia ella, que rió de forma musical. Le tocó el pelo y le aseguró que para que no se sintiera incómodo solo le ayudaría a regular la temperatura del agua. Emma dio una patada en el suelo, dispuesta a ir tras ellos e imponerse, pero entonces Fernando le dedicó una mirada que pocas veces reservaba para ella, y la hizo amedrentarse.

Le había advertido que fuera buena y generosa, explicándole de forma demasiado simple para su intelecto lo que esperaban de ella en esa nueva situación. Por lo visto, tenía que compadecerse de lo que le había pasado a ese niño y tratarlo casi como a algunos de sus amigos. ¿Por qué tenía que importarle? ¿Por qué tenían que obligarla? No le habían dado opción ni siquiera para protestar. Habían sido intransigentes y duros con ella, con su milagro. Enfurruñada, vio a Camila acariciar el pelo de Alejandro al tiempo que le conducía hasta la puerta del baño, hablándole muy suavemente.

—Puedes llamarme mamá, si quieres —le susurró— ¿Te gustaría eso?

Emma notó las lágrimas formándose en sus ojos. Se las secó con el puño y, por primera vez en su vida, deseó algo malo contra otra persona. Echó a correr hacia su habitación, pensando una y otra vez que quería que Alejandro desapareciera.


CAPÍTULO 2

 

A pesar de las funestas predicciones iniciales de Emma, Alejandro gozaba de una salud de hierro. Sus padres le habían llevado al médico de cabecera para que le realizara todo tipo de pruebas, y no solo estaba sano como un roble, sino que además no recordaba haberse puesto enfermo nunca.

Era un niño callado y muy reservado, le gustaba observar a su alrededor sin participar demasiado del día a día de aquella extraña familia que tanto se empeñaba en hacerle sentir bien. Cada día Alejandro comía cinco veces, muchas de las cuales tenía dos platos y luego postre. En las escasas dos semanas que llevaba con los Montes, solo le habían sacado de casa para la visita al médico y para que se probara ropa y zapatos. Le habían comprado muchas cosas, juguetes incluidos, que no tocaba casi nunca.

Cuando Camila le había preguntado por qué no jugaba con sus nuevas cosas, Alejandro se había encogido de hombros y había respondido con toda franqueza que no recordaba cómo jugar. Nunca sabía si había tenido juguetes como esos, por lo que no entendía su uso, ni era capaz de dejarse llevar por la imaginación inocente que tenían los niños que no habían pasado por lo mismo que él.

Emma, por su parte, sufría la peor crisis de celos de su vida, aunque nadie parecía darle demasiada importancia. Sus padres la trataban más o menos como siempre, pero ahora Alejandro estaba dentro de todas las conversaciones y todos los planes tenían que ver con él. Se le pedía a diario que le facilitara la vida, que le diera conversación y le ayudara a entretenerse, como si ella no tuviera nada mejor que hacer.

Por fortuna, Alejandro parecía dispuesto a mantenerse alejado de ella lo máximo posible, aunque eso no quería decir que no la estudiara. Durante aquellos días había aprendido algo de ese extraño ser pecoso que era Emma Montes: era peligrosamente lista. Había visto como Camila se sonrojaba ante su hija cuando intentaba esconderle algo que Emma ya había descubierto, o cómo ella misma se buscaba retos cuando lo que tenía al alcance se le quedaba pequeño.

Alejandro la había espiado una tarde mientras la niña leía un grueso libro sin dibujos cada vez con menos dificultad, preguntándose cómo era posible que algo tan pequeño y molesto resultase tan interesante.

Fue precisamente la atención que prestaba a las ansias de aprendizaje de Emma lo que hizo que Fernando llegara a la conclusión clara de que debía ir al colegio. Una tarde, después de merendar, y mientras la niña hacía sus tareas, Alejandro había oído una conversación en la cocina que ocupó toda su atención.

—Sería raro que le tuviéramos en casa y no le lleváramos al colegio —decía Fernando —, eso daría qué pensar, además de que es un delito no escolarizarle.

—Pero los papeles de su adopción todavía no están del todo listos —murmuró Camila, que se retorcía las manos sentada en la silla de la cocina —. ¿Y si se descubre y surgen problemas?

—Tonterías. Alejandro ya es hijo nuestro, todo eso está arreglado, confía en mí —Fernando hablaba sin levantar la voz, pero con la típica seguridad que le caracterizaba —. Me he encargado de todo. Irá al colegio.

Camila no parecía segura. Su marido le apretó la mano y siguió susurrando algo que Alejandro no pudo oír desde la zona del pasillo donde estaba espiando. Le parecía mal hacerlo después de lo buenos que habían sido los Montes con él, pero para sobrevivir había aprendido a prestar máxima atención a todo lo que ocurriera a su alrededor. Hasta el momento, esa actitud le había ayudado mucho, así que no estaba dispuesto a desprenderse de ella tan fácilmente.

Se preguntó qué pasaría ahora, si las palabras de Fernando serían ciertas “Alejandro ya es hijo nuestro”. ¿De verdad? No creía que a sus verdaderos padres les importara demasiado ser sustituidos, pero no estaba seguro de si aquello se podía hacer. ¿Podían personas ajenas escoger tener por hijo a cualquier niño sin más? A juzgar por la seguridad del agente Montes, parecía posible. Incluso había arreglado papeles que demostrarían que él, Alejandro, pertenecía ahora a esa familia. Estaba decidiendo cómo sentirse sobre eso cuando algo en la conversación lo impulsó a participar.

—Probablemente tenga que empezar desde primer curso —decía Camila con preocupación—. Es muy posible que no conozca las letras, tal vez no sepa hacer cuentas sencillas, escribir su nombre o leer palabras cortas.

—Sí que sé leer —contestó con timidez, dando un paso al frente—. Y escribir también.

—¡Ja! ¿Qué te parece eso? —Fernando se dio una palmada en el muslo —, y tú que pretendías matricularlo en los cursos infantiles.

—¿Dónde aprendiste, cariño?

Alejandro tragó saliva, mirándose las deportivas nuevas. Camila Montes era muy maternal con Emma, siempre acariciándola, sonriéndole, y diciéndole palabras con ese tono dulce que usaban las madres. Últimamente también había empezado a hacerlo con él tras unos primeros días en que parecía bastante tensa. Era muy agradable, y como estaba seguro de que a su madre no le importaría, Alejandro había decidido dejar que esa sensación cálida que le dominaba cada vez que le trataban así se acomodara dentro de él.

—Fui a la escuela pública desde los cuatro años —explicó, bajo la atenta mirada de sus interlocutores —, vivía muy cerca, podía ir solo.

—¿Acudiste hasta que… te quedaste solo? —inquirió Fernando, ignorando el mohín asombrado de su esposa. El niño asintió—. Bien… muy bien, entonces te harán una prueba de nivel para ver qué curso te corresponde.

—¿Te gustaría ir al colegio, Alejandro? ¿Con Emma y otros niños? —Camila le sonrió, estirando la mano para tocarle el hombro.

Volvió a afirmar, sin nada mejor que decir. Nunca le habían hecho preguntas sobre sus preferencias, o sobre si quería o no algo. Era una cosa más a la que tendría que acostumbrarse junto a los Montes. La idea de ir al colegio y aprender cosas le gustaba, ¿quién sabía si tendría que volver a salir adelante solo? No podía confiar en que siempre estaría tan arropado y consentido como lo estaba ahora, de modo que todo lo que pudiera aprovechar, debería hacerlo.

Durante la cena de esa noche no se habló de otra cosa. Camila estaba atareadísima haciendo listas sobre todo el material que Alejandro iba a necesitar, en tanto que se preguntaba si podrían aceptarlo a mitad de curso por las circunstancias especiales que le rodeaban. Fernando no parecía en absoluto preocupado. Se limitaba a comentar que Alejandro empezaría esa misma semana sus estudios, como correspondía, ya que él, como agente conocedor de leyes, estaba muy al tanto de la obligación de todos los padres de escolarizar a sus hijos.

—No podrán negarse —le decía a su mujer para tranquilizarla —Por ley su obligación es encontrarle una plaza.

Alejandro miraba alternativamente a la pareja y a Emma, que tenía la cabeza baja y los dientes apretados. Le daba vueltas a los macarrones sin decidirse a comerlos y solo levantaba la vista del plato para dirigir miradas asesinas hacia él. Cuando se levantó, sin tomar postre, cerró la puerta de la habitación con más fuerza de la necesaria, dejando claro que no quería saber nada del mundo exterior. Camila le puso a Alejandro un brazo sobre el hombro, sirviéndole un flan con la mejor de sus sonrisas.

—Harás un montón de amigos —le decía, aunque parecía preocupada por ese hecho—. Nadie te tratará diferente.

Él le devolvió la sonrisa, aunque estaba convencido de que el aprendizaje escolar traería consigo más que cosas buenas. No era tan tonto como para no saber lo que le esperaba. Sus padres le habían abandonado y, aunque ahora tuviera otros, aquel sello distintivo iba a perseguirle durante el resto de su vida. Engulló el flan con el estómago contraído y las orejas enrojecidas de frustración. Le iba a tocar sufrir humillaciones por algo que no era responsabilidad suya. ¿Debía huir? ¿Negarse a acudir al colegio? Quizá fuera mejor ser un cobarde y quedarse protegido dentro de la casa…

Desechó la idea tan pronto como se le formó en la mente. Jamás había mostrado miedo de cara a los demás, ni siquiera cuando comprendió con toda claridad que sus padres no iban a volver a buscarle. Era ridículo tenerlo ahora. Se enfrentaría a lo que tocase, como había tenido que hacer en más de una ocasión para defender su corta vida. Con ese pensamiento en la mente, dio las buenas noches y subió las escaleras hasta la habitación. Ya estaba dormido cuando Camila entró para apagarle la luz.

En los días que siguieron Emma no le dirigió la palabra ni una sola vez. Solo demostraba saber de su existencia cuando le dedicaba miradas asesinas de puro odio que divertían a Alejandro, llegando incluso a tentarle para molestarla a propósito. Su dormitorio se llenó con enseres escolares y se sintió extrañamente formal cuando, un lunes por la mañana, se puso por primera vez el uniforme. Como no quería dar una mala impresión, intentó peinar sus rebeldes mechones oscuros a conciencia mientras se pasaba las punteras de los zapatos por las perneras para sacarles brillo.

Estaba ajustándose el cuello de la camisa blanca cuando una figura pequeña irrumpió inesperadamente frente a él. Giró la cara y se topó con Emma, impecable, con un uniforme de los mismos tonos que el suyo.

—No encajarás —le dijo ella sin presentación previa —. El colegio no es sitio para ti.

Alejandro dejó lo que estaba haciendo y la miró con los ojos verdes entrecerrados. A su pesar, se le escapó una risilla que irritó a la pequeña de los Montes todavía más.

—Si encajas tú, cualquier persona normal también lo hará —le respondió.

—Seguro que te llevan a la clase de preescolar —atacó ella a su vez— ¡Y yo me moriré de vergüenza!

—A lo mejor me pasan directamente a tu curso —espetó Alejandro, cogiendo la mochila que Camila le había ayudado a preparar. El peso le reconfortó al pensar que todo aquello era suyo, incluso llevaba su nombre—, pero no pienso dejarte los deberes.

—No vamos a ir a la misma clase —Lo miró como si hubiese dicho una gran tontería—. Es imposible que estemos al mismo nivel.

—Tienes razón —Alejandro le sonrió desde su altura cuando pasó junto a ella en la puerta. Emma olía a colonia y su trenza castaña era perfecta, con cada cabello en su sitio—. Yo soy dos años mayor, así que por muy lista que seas… siempre sabré más que tú.

Molesta como pocas veces, Emma bajó corriendo a acusarle ante sus padres, que estaban demasiado atareados como para escuchar sus balbuceos. Alejandro se subió al coche junto a ella, que le sacaba la lengua cada vez que tenía ocasión. Conforme se acercaban al colegio, los nervios se iban apoderando de él, pues aunque había toreado bien la situación con Emma, temía que tuviera razón y que, en efecto, no encajara en aquel lugar lleno de desconocidos.

Una vez solos en la entrada del colegio, Emma se colocó la mochila en los hombros y le dio la espalda, dispuesta a perderse por los pasillos que ya conocía junto a sus amigas. No obstante, solo había dado dos pasos cuando se detuvo. Alejandro estaba leyendo las indicaciones del corcho de anuncios con las manos cerradas en puños y movía un pie nerviosamente. Algunos chicos que iban a clase con Emma y pasaban por allí lo miraban y cuchicheaban al verle solo y apartado de las filas de alumnos que se arremolinaban en los distintos caminos a las clases.

El timbre no tardaría en sonar y, entonces, todos se reunirían con sus respectivos profesores, salvo él. Por lo que ella había oído, harían pruebas de nivel y aptitud a Alejandro para decidir a qué clase iría, de modo que vería marcharse a todo el mundo y se quedaría allí, solo, en el anonimato, sin saber quién era nadie y sin que nadie supiera quién era él.

Un aguijonazo de compasión ablandó el corazón de Emma al reconocerse a sí misma en aquella circunstancia. El curso anterior, cuando le habían hecho las pruebas especiales, se había visto en la misma situación, sola en ese pasillo, esperando a que alguien se acercara para explicarle lo que iba a pasar. Durante los minutos previos a que la orientadora escolar la recogiera, tuvo miedo y se sintió diferente al resto. No sabía lo que iban a preguntarle, ni qué pasaría con ella si acertaba o fallaba las respuestas. Por supuesto, muchos de sus compañeros la habían tratado diferente después de aquello, pero eso no importaba tanto como el vacío experimentado en los momentos previos, cuando había estado perdida.

Alejandro ya se había sentido abandonado demasiadas veces en sus nueve años de vida y Emma pensó que no era justo que ella lo obligara a pasar por eso una vez más. Después de todo… y por mucho que la hubiera enfadado… debía reconocer que las réplicas que le había dado antes de salir de casa habían estado casi a su altura. Con una sonrisa, indicó a sus amigas que esperaran y caminó con paso firme hasta él. Decidida, rodeó con su mano la muñeca apretada de Alejandro, zarandeando suavemente su mano para llamar su atención.

Cuando él bajó la cabeza y la miró, sus ojos expresaron incredulidad y confusión. Emma le dedicó una sonrisa, posiblemente la primera que le daba desde que se conocían, y se encogió de hombros quitándole importancia al asunto.

—Esperaré contigo hasta que te lleven a hacer esos exámenes —le dijo.

Sobrecogido, Alejandro relajó los músculos, y la mano perteneciente a la muñeca que ella había tomado se abrió como una flor a la primavera. Instintivamente, Emma deslizó los dedos hasta estrecharlos con los suyos. Se miraron en silencio durante unos instantes, estudiándose y midiéndose el uno al otro, tanteando aquella tregua y las posibilidades que derivaban de ella. Perdidos en su mirada compartida, ambos reaccionaron con sobresalto cuando sonó el timbre. Las amigas de Emma, confundidas, se acercaron un poco, indicándole que llegarían tarde a su clase.

La niña les dedicó un gesto breve con la cara antes de volver toda su atención al incrédulo Alejandro.

—Marchaos sin mí —les dijo con una despreocupación desconocida en ella—. Me quedaré aquí acompañando a mi hermano.

Agradecido por el reconocimiento más allá de lo imaginable, Alejandro le apretó la mano y deseó no soltarla nunca. En aquel momento quiso aferrarse a ella como ni siquiera se había permitido hacer con Fernando y Camila, sin saber muy bien el por qué. Lo único que tenía claro era que algo nuevo había despertado en su corazón. Respiró hondo y miró a Emma con una sonrisa, sintiendo la lealtad latir en su joven y dolorido corazón. Después de esa prueba que ella le había dado, él nunca le fallaría.

Solemnemente, Alejandro decidió que, pasara lo que pasara, desde ese momento siempre permanecería junto a ella.


CAPÍTULO 3

 

20 años después.

La llovizna ligera de primera hora de la mañana había hecho que la tierra recién removida tuviera un aspecto más compacto del que debía corresponderle. Las flores, empapadas de rocío, se arremolinaban sobre el oscuro túmulo, dejando regueros húmedos que discurrían como delgados riachuelos de agua embarrada.

Parado delante de la tumba de la que había sido su pareja, con las manos en los bolsillos de la gabardina, Alejandro sentía que su mente era un batiburrillo sin orden donde ningún pensamiento tenía coherencia. No podía dejar salir la pena, ni entregarse a un dolor desgarrador para aliviar la incomodidad de su corazón. Simplemente permanecía allí, releyendo una vez más las cintas de las coronas de flores que se amontonaban unas contra otras, preguntándose por qué las palabras le parecían tan ridículas.

Solo las grabadas en el mármol que esperaba ser colocado le decían algo, mostrando una realidad inevitable que todavía se le antojaba difícil de creer: “Evelyn Duran, compañera querida, madre y amiga”. Le parecían adecuadas, aunque no las había escogido él. Con un suspiro, se dio cuenta de que durante toda su vida se había esforzado en encontrar su sitio, sin llegar a estar cómodo en ninguno de los que había ocupado hasta entonces. Las decisiones que tomaba para pertenecer al lugar correcto nunca habían salido bien, haciéndole sentir inquieto y en perpetua soledad.

Todo había cambiado cuando había conocido a Evelyn Duran, una joven dicharachera que se había enamorado de él desde la primera vez que le había visto, cuando ambos habían compartido clases en el instituto. Ella le había facilitado la vida por completo, librándole de tomar cualquier decisión. Se había dejado llevar cuando la chica había expresado su deseo de salir con él y, simplemente, Alejandro había permitido que las cosas avanzaran según los deseos de Evelyn. Eso la había mantenido contenta y le había quitado a él toda responsabilidad.

Cuando se había quedado embarazada, Alejandro simplemente se había encargado de asegurar que los tres compartirían un hogar agradable, dejándola ocuparse de todo lo demás. Ella había querido tenerle, de modo que él se lo había consentido.

En su fuero interno, por supuesto, sabía que aquella no era la felicidad de la que gozaban el resto de personas, pero obtener más no estaba a su alcance. Su adolescencia había traído al hogar de su adopción momentos incómodos que lo habían cambiado todo para siempre, de forma que refugiarse en Evelyn y seguir el curso natural de la vida con ella, parecía el modo más sencillo de granjearse el perdón de aquellos a quienes había ofendido aspirando a algo que no podía tener.

Cuando nació su hijo, Abel, una nueva clase de cariño se apoderó del desconocido corazón de Alejandro. Por más que se esforzaba, no conseguía dar a Evelyn lo que ella quería. Amarla era imposible, entregarse más allá de la superficie y ser el tipo de compañero que ella exigía, estaba fuera de su control, pero, con el pequeño… nunca apreciar a alguien le resultó tan natural, necesario incluso. Era una obligación que eclipsaba todo miedo, que merecía todo sacrificio.

Alejandro no había pedido la paternidad, y, de haber podido elegir, probablemente no la hubiera experimentado dadas las condiciones de su relación con Evelyn. No obstante, el niño había llegado para decirle en qué dirección debían ir las cosas a partir de aquel momento, sin preguntar. Como hijo abandonado que había sido en su infancia, Alejandro se juró que sería el mejor padre que pudiera, permaneciendo junto a la familia que el destino le había puesto en el camino, fueran cuales fueran sus deseos o sentimientos. Si no podía ser feliz a nivel emocional, lo sería en una superficie visible para que los implicados se sintieran satisfechos.

Sus padres adoptivos se mostrarían de acuerdo con el camino que él había tomado, lejos de los errores cometidos que casi le habían costado el hogar. Evelyn, con su bonito pelo rubio y sus ojos azules, estaba más que dispuesta a ser su pareja, y la llegada del bebé parecía haberla relajado en su incontable e inútil lucha por enamorarlo. Todo estaba ahora en el cauce correcto, vivían una paz sosegada muy aceptable, y así podrían haber seguido las cosas durante el resto de su vida de no ser por un fallo cardíaco congénito que Evelyn se había callado hasta que había sido fatal.

Tras el infarto y la obstrucción de las arterias, bastaron dos días de agonía en el hospital antes de que falleciera, solo una semana después de que Abel hubiera cumplido su primer año.

De modo que allí estaba Alejandro, con el cabello negro rizándosele sobre la nuca debido a la humedad, los hombros caídos, y los ojos verdosos opacados por el sentimiento de culpabilidad que le roía por dentro.

Había tenido poco tiempo para crearle a Evelyn la telaraña de recuerdos felices con los que debía haber vivido. No la había amado, y ella había muerto sin resignarse todavía a que su relación nunca tendría llamas y calidez pasional. Se había ido con la conciencia clara de que él jamás la había querido como ella se había esforzado en conseguir. Habiéndose entregado a un hombre que apenas le había dejado mantenerle en la superficie, ahora estaba muerta. Ni siquiera había pensado en formalizar su unión, nunca había considerado pedirle que se casara con él, aún sabiendo que eso probablemente la habría hecho feliz. Aquella certeza le acompañaría para siempre, tendría que vivir el resto de su vida con ese peso.

Suspiró, sintiendo pasos a su espalda, aproximándosele con cautela. La delicada mano fría de Emma se coló por su brazo, apretándolo en señal de confort. Alejandro giró la cabeza hacia el escenario que tenía lugar tras él, donde el sacerdote se despedía de las pocas personas que aún permanecían en el Cementerio. Prácticamente todos los coches se habían marchado ya, y solo un puñado de amigos y allegados se habían rezagado. Figuras distantes, embutidas en color negro, que sollozaban la pérdida irreparable de aquella buena mujer.

—Álex… vámonos ya.

La suave voz de su hermana adoptiva le hizo volver a mirar el túmulo. Evelyn había deseado que la enterraran en tierra, considerándolo mucho más natural y cristiano que los fríos nichos apilados en vertical. Bueno, al menos ese deseo había podido concedérselo tal y como ella había querido. Su entierro no había sido como su relación, una patética mentira donde él siempre le había ofrecido reemplazos a lo que ella esperaba.

—No ganas nada torturándote —susurró Emma, apoyando la cabeza sobre el brazo en tensión de él—, ella no lo habría querido.

—Nunca pude darle lo que quería —graznó Alejandro, sin dejar que el inmerecido consuelo le quitara un ápice de la culpa que merecía—. Sería estúpido empezar ahora a cumplir sus deseos.

Emma suspiró sin saber qué palabras emplear para paliar el dolor de su hermano. Verle en ese estado la destrozaba, porque consideraba que ya había perdido demasiadas cosas como para tener que enterrar a su pareja tras tan poco tiempo vivido juntos. La vida de Alejandro había sido una despedida continua, y no era de extrañar que cada vez le costara más abrirse a los sentimientos, teniendo en cuenta que todos sus intentos habían terminado mal.

—Nunca pude sentir lo que ella esperaba que sintiera —Apretó más los puños, con los pies pesadamente anclados en la tierra mojada—. Nunca fui el hombre que tenía que ser para ella…

—No digas eso —Emma cortó su campo de visión, tapando la tumba de Evelyn y obligando a Alejandro a mirarla. Su cabello castaño, removiéndose con el airecillo, permanecía medio escondido por el cuello subido del chaquetón. Los ojos ámbar le brillaban—. Concebisteis un hijo, Álex… en algún momento debió haber amor… tuvo que existir algo profundo entre vosotros.

Él se limitó a negar, sin permitir que su desesperación se ahogara en las calmadas aguas de los ojos de Emma. Ella no entendía lo que ocurría en su interior, nadie más que él podía saber cuán grande era su responsabilidad en lo ocurrido, hasta qué grado era culpable de aquel desenlace. Incluso había llegado a pensar que el corazón de Evelyn estaba tan débil debido a lo precarios que habían sido los sentimientos con que él lo había alimentado.

—Ocurrió tras tu graduación —le dijo a Emma, viendo inmediatamente como su expresión se tensaba. Su bello rostro palideció. Él asintió con gravedad—. Ya veo que recuerdas…

—Hablamos de ti y de Evelyn —cortó ella, azorada e incómoda —, lo que pasó no tiene nada que ver con que luego vosotros dos llegarais a un entendimiento que tuvo como consecuencia a Abel. Le diste lo que más quería.

—Lo tiene todo que ver, Emma, todo —Ahora su mirada era dura. El verde de sus ojos convertido en un grisáceo que emulaba las oscuras aguas de un río profundo—. Lo que pasó fue lo que me empujó a eso, ¿entiendes? Bebí y estuve con Evelyn… y después de eso, después de ese día… de ese desastre… se quedó embarazada.

Emma dio unos pasos inseguros hacia un lado, mostrándole la espalda a Alejandro, como si necesitara de unos minutos para digerir la información que él acababa de darle. Era muy consciente de que era un dato que ella no tenía por qué conocer, pero ¿qué más daba ya? Quizá de esa forma Emma entendiera por fin hasta dónde llegaba su egoísmo, cómo ni siquiera el acto de concebir un hijo con Evelyn la había tenido a ella como única protagonista.

Abel no había venido al mundo por la decisión de sus enamorados padres, tras un acto dominado por el cariño, el respeto y la devoción mutua. Por el contrario, había sido el resultado de un hecho con cuyas consecuencias todos los implicados habían tenido que lidiar. Aquel día les había marcado para siempre, sesgando una parte de sus vidas sin remedio. La perplejidad inundó a Emma durante largos instantes hasta que logró recomponerse. Alejandro casi podía ver los esfuerzos titánicos que hacía por relegar aquel día a un oscuro rincón de su memoria.

—No importa qué lo desencadenara —dijo con la voz algo más aguda de lo normal—, Abel es una parte de Evelyn que aún vive, que te la recordará. Él hará que su pérdida no sea tan profunda.

—Sí… es una parte de ella que me la recordará —repitió, acercándose para poder bajar más el tono, temeroso de que alguien pudiera escuchar su vergüenza—, me recordará que no pude darle a su madre un amor sincero y total, ni siquiera cuando me lo suplicaba en su lecho de muerte.

—¡No hables así! Por supuesto que la querías. Era tu pareja, la madre de tu hijo —Sus palabras sonaban solemnes, tratando de convencerle de algo que ella misma había dudado muchas veces—, fuera como fuese todo, le tienes a él. Tienes a tu hijo, Álex.

—Mi hijo… —Alejandro se pasó las manos frías por la cara, despeinándose los mechones azabaches con histerismo—. ¿Cómo voy a conseguir que olvide a una madre que apenas estaba empezando a conocer?

Le aterraba pensar que el niño había quedado huérfano tan pronto. Sabía bien las implicaciones que eso conllevaba. Una parte de él mismo nunca había podido despertar al cariño y la ternura que Camila Montes le había ofrecido como madre, porque su instinto natural de hijo había sido desmembrado. Abel apenas tenía un año y era muy posible que sus recuerdos de Evelyn fueran todavía tiernos en su memoria, pero crecería y conocería la verdad, que su madre había muerto, abandonándole involuntariamente cuando más la necesitaba.

Y aún sería peor cuando comprendiera la verdad que encerraba su padre. Su ineptitud, su incapacidad para ayudarla a aceptar la muerte con el corazón rebosante de dicha. Temía en lo más profundo de su ser que Abel estuviera condenado a repetir su senda, deambulando por un camino plagado de familias y amor, sin poder alcanzarlas nunca.

—Abel no va a olvidar a su madre —Emma le puso la mano en la mejilla, acariciando su áspera piel sin rasurar con cariño. Estaba dolida, triste incluso. Era muy emocional, y la idea de muerte y pérdida la afligían más que a otras personas—. Nos tendrá a nosotros para hablarle de ella, para recordársela y hacerle sentir que no le ha dejado del todo.

—Eso no sirve de nada —Y en aquello era implacable, porque nadie más que él conocía de verdad lo que se sentía—, Evy se ha ido, y crearle fantasmas y recuerdos a Abel solo servirá para que se sienta apegado a algo que ya no existe.

Emma suspiró con resignación, mirando a Alejandro con una expresión que podía interpretarse desde comprensión hasta lástima. No parecía dispuesta a rendirse en su tarea de conferirle ánimos, por muy irracional que se pusiera. Caminó hacia él, manchándose las botas con los restos de barro que aún no se había secado, y le cogió la mano tirando apenas de él. Al mirarle detenidamente le pareció ver al mismo niño desvalido que había esperado en el pasillo del colegio a que le realizaran unas pruebas que determinarían su futuro inmediato.

Seguía siendo algo desgarbado, aunque había crecido saludablemente hasta alcanzar casi el metro noventa de estatura. Escondido tras la amplia gabardina y con los pies firmes delante del que sería el reposo eterno de Evelyn, Emma vislumbró aquel brillo desapegado que siempre se había escondido tras los ojos de su hermano. Era como un halo que opacaba su vida, negándole la posibilidad de ser feliz como el resto de personas.

—Permitir que se apegue a algo que quería no es malo —le dijo con suavidad—, siempre será su madre.

—¿Crees que tener más recuerdos de la mía me hubiera ayudado? —Fue la respuesta irónica de Alejandro, que bajó la cabeza y la miró con interrogación—, porque los que he conservado han sido suficientes para que su abandono no se me haya olvidado jamás.

—Son circunstancias distintas, Álex. Evelyn estaba enferma, no se ha alejado de Abel por propia voluntad —Incluso mientras pronunciaba las palabras, era consciente de que no servían de nada—. Aferrarse a los sentimientos es humano.

—Para mí, aferrarme a lo que sentía solo ha servido para destruir todo lo que tenía alrededor —Su mirada se clavó en ella, llevándola en un viaje temporal que ninguno de los dos podía permitirse hacer—. Por lo que vi antes… creo que lo tienes muy presente.

—No vamos a hablar de eso ahora, y desde luego no en este lugar —Repentinamente incómoda, Emma se alejó un poco y caminó unos pasos en sentido contrario antes de pararse y esperar —. Si ya te has despedido… es hora de irnos.

Alejandro miró a su derecha, donde el sepulturero esperaba educadamente hasta que se retirara el último asistente del sepelio. Debía apisonar la tierra y colocar las coronas y ramos de flores sobre la tumba, después pondría la lápida provisional hasta que llegara la que los padres de Evelyn habían encargado. Decidiendo que poco sentido tendría decir algo que se había callado cuando ella vivía, dio media vuelta y siguió a Emma por el camino de salida.

A medida que franqueaba el Cementerio vio el coche oscuro de los Montes aparcado junto a la verja de acceso. Camila, muy bien vestida con un traje de chaqueta azul marino, llevaba a Abel en brazos, arrullándolo y dándole un consuelo que el niño ni entendía, ni necesitaba. Al verle acercarse, sus ojos se empañaron y no tardó en aproximarse y abrazarlo.

—Cariño… —Le tendió a Abel, sin duda creyendo que tener cerca a su hijo le ayudaría en tan terribles momentos—, no olvides que estamos a tu lado, que nunca te dejaremos. Puedes contar con nosotros para todo lo que necesites.

Alejandro solo pudo asentir y besarla en la mejilla, sin nada que se le ocurriera decir. Miró el rostro apacible e inocente de Abel, con su cabello claro y sus ojos azules. El niño era ajeno a todo lo que sucedía alrededor, un observador que no participaba del acontecimiento que irremediablemente había cambiado su corta vida. Al fijarse más en el pequeño, Alejandro se percató de que aún llevaba una de las mustias flores que le habían dado esa mañana para que dejara sobre al ataúd de su madre. Con resignación, le abrió el puñito y la arrojó al suelo ante la atenta mirada de Emma, que le vigilaba esperando el momento en que se rompiera en mil pedazos.

—No teníamos que haberle traído —masculló, molesto—, es demasiado pequeño, no comprende esto, podría habérselo ahorrado.

—Tenía derecho a estar presente —dijo Emma, caminando a su lado hasta el coche—. Cuando sea mayor agradecerá haber podido despedirse.

Él no estaba de acuerdo, pero de nada valía ya imponerse ante algo que ya estaba hecho. Sin decir una palabra, abrió la puerta del coche y entró al asiento trasero con Abel en brazos. Camila subió delante junto a su marido sin dejar de sollozar y comentar la vida tan preciada que se había perdido. El vehículo se puso en marcha pocos minutos después, alejándose inexorablemente del Camposanto donde una parte de la vida de todos había quedado sepultada. Durante unos instantes, solo el sonido mecánico del limpiaparabrisas, en su lucha contra los goterones que habían vuelto a caer, fue audible en el interior.

—Tienes que estar destrozado, Álex… —balbuceó Camila, que encontraba en todo razones para que su llanto no cesara.

—Por supuesto que lo está —cortó Fernando, presionando el volante con más fuerza de la necesaria. Se había alejado inmediatamente después de que empezaran a lanzar la tierra sobre el ataúd, sin compartir sus pensamientos más que consigo mismo—, ¿cómo iba a sentirse? Ha perdido a la única mujer con la que quería estar.

Por el espejo retrovisor, Alejandro fue consciente de la locuaz mirada que le lanzó Fernando cuando Emma apoyó la cabeza en su hombro. Se aferró a Abel, que se entretenía en su silla con un juguete para morder. Interpretó el gesto de su padre adoptivo como una advertencia velada, y las palabras habían sido pronunciadas en un tono que dejaba claro que esa era la manera como debía mostrarse, ni más ni menos. Tragando saliva, Alejandro dejó caer la cabeza sobre el respaldo del asiento y cerró los ojos con fuerza.

Le palpitaron las sienes con la consciencia de que la pérdida de Evelyn le había arrebatado la precaria tregua en que había sostenido su vida tras lo que había ocurrido. Ahora ya no la tenía a ella como escudo para disfrazar sus sentimientos sobre aquel… error. Ya no existía una fuerza corpórea y real que le mantuviera dentro de un camino que hiciera aceptable el curso de su vida.

Había perdido aquello que le exigían tener para ser aceptado en un núcleo que había mancillado. La realidad de ese hecho le golpeó en la boca del estómago. Ya no sabía que sería de él.


CAPÍTULO 4

 

Tres días después del entierro de Evelyn, Emma decidió que había sido suficientemente considerada con su hermano en cuanto al tiempo y el espacio que necesitaba para aclararse, así que decidió imponer su presencia y hacerle una visita para saber cómo estaba organizándose después de lo ocurrido.

La información que le había sacado en las breves e insustanciales llamadas telefónicas (las que Alejandro se había dignado a responder), solo le habían servido para interpretar que estaba pasando tiempo en el piso donde vivía antes de que Evelyn se hubiera quedado embarazada. Tenía mucho sentido, teniendo en cuenta que la casa que ambos compartieran con su hijo debía de estar plagada de recuerdos que en ese momento no podía enfrentar.

Después de sortear el tráfico en hora punta, Emma subió las escaleras más que dispuesta a usar su llave para emergencias si era preciso. No iba a permitir que Alejandro volviera a esquivarla, tendría que enfrentarse a ella y dejarse ayudar, incluso aunque no quisiera. Vivir el duelo en solitario era tan natural como hacerlo junto a quienes te querían. No pensaba dejar que se saltara esa parte. Llamó al timbre con decisión y sonrió al oír movimientos al otro lado.

—Sé que estás espiando por la mirilla, Álex, abre.

Unos suspiros se hicieron audibles antes de que se descorriera la cadena y la puerta se abriera lo suficiente como para relevar el ojeroso rostro de Alejandro. Estaba vestido con unos tejanos que se le bajaban de la cadera y una sudadera que había visto tiempos mejores, con las mangas remangadas. Por un momento, a Emma le recordó al niño afligido y envuelto en harapos que conoció veinte años atrás.

—Estoy bien, como y duermo lo suficiente —recitó él, con voz cansina—, igual que no necesito que Camila tenga puesto un ojo encima de mí, tampoco quiero que lo hagas tú.

—Corta el rollo y hazte a un lado.

Emma entró al apartamento después de darle un breve empujón. Poniendo los ojos en blanco, Alejandro se vio obligado a cerrar la puerta y asumir el hecho de que iba a tener visita. Se cruzó de brazos y miró como su hermana estudiaba los alrededores con ojo analítico, dejando su bolso sobre un atestado sofá.