Rompeolas

Angelina Muñiz-Huberman


Prólogo de Adolfo Castañón

Fondo de Cultura Económica

Primera edición, 2012
Pimera edición electrónica, 2012

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ISBN 978-607-16-1256-4

Hecho en México - Made in Mexico

SUMARIO

A tientas liminares, por Adolfo Castañón

Vilano al viento. Poemas del amor y del exilio [1982]

El libro de Míriam o los cien días [1990]

El ojo de la creación [1992]

La memoria del aire [1995]

La sal en el rostro [1998]

Conato de extranjería [1999]

La tregua de la inocencia [2003]

Cantos treinta de otoño [2005]

La pausa figurada [2006]

Rompeolas [2011]

Bibliografía

Índice

A TIENTAS LIMINARES

ADOLFO CASTAÑÓN

I

Desde la Sunamita del Cantar de los cantares, desde Safo y Corina, desde antes incluso en el canto sumerio de Inana, la poesía y la prosa lírica o pensativa escrita por mujeres se abre, por definición, como un espacio poroso al otro desencarnado en la historia, encarnado en el tiempo, abierto a las formas de la sensibilidad tanto como a los sueños del lenguaje y de la carne. Se pueden dar nombres: los anónimos del cancionero popular o los ya individualizados de las personas—porque lo fueron—llamadas sor Juana, Teresa de Jesús, María de Zayas, Isabel Prieto, Juana de Ibarbourou, Alfonsina Storni, Gabriela Mistral, Silvina Ocampo, Concha Méndez, Concha Urquiza, Margarita Michelena, Rosa Chacel, Ernestina de Champourcín, María Zambrano, Olga Orozco, Blanca Varela, Rosario Castellanos, María Sabina, Ulalume González de León, Esther Seligson, Elsa Cross, para quedarnos en la orilla hispanoamericana y del idioma con 21 nombres. A esa cauda se ha de sumar el paso de Angelina Muñiz-Huberman, nacida en el puerto de Hyères, en Francia, en 1936, hija de una familia embebida en la tinta de la escena pública. Paso plural y arcano, pues en su órbita escrita, en su itinerario que es indagación, en la corriente de su conciencia puesta en letra, se alternan ensayo y novela, cuento, artes de la memoria arraigadas no sólo en un decir poético, sino en una tradición (entre medieval y cabalística, entre románica y romántica) o, si se quiere, inscritas en una cadena del decir deseoso de enumerar enseñando el mundo—el mundo adentro y el mundo afuera, pero también el mundo—lenguaje desde una cierta conciencia que es lección del hacer(se) letras como quien (se) hace crisol.

II

Las coordenadas en que se inscribe este camino hecho palabra de Muñiz son, de un lado, la conciencia del pertenecer a un cierto ámbito de la lengua hecha cultura entre América y Europa, del otro, la vislumbre, a veces desgarradora y crónica lección, de cierta extranjería acrisolada por el exilio que comparte con tantos republicanos de la España peregrina: en ese entre disyuntivo se da la conciencia labrada del amor que se sabe a la par algo dado y algo que es preciso remozar y, por así decir, cuidar, mantener cada día. De esa renovación cotidiana son prenda los poemas reunidos en este volumen. Participan, desde luego, de una condición como de diario espiritual, de constancia de un itinerario de la mente hacia la luz. También asoma de continuo el guiño, la fineza de la seña, la sugerente entrelínea de un saber que resulta tanto más incomunicable cuanto más inquieto y exigente de manifestación en claroscuro. Todo esto tiene que ver, como salta a la vista del informado lector, con la historia personal, la intriga, el “teatro” o escenario vivido por la autora en su peregrinar inmóvil en torno a ciertos lugares, a ciertas heridas—la de la guerra, la del exilio, la del ocultamiento, la de la enfermedad y la muerte—vividas por ella con animosa y hasta vigorosa reacción (backlash) a los retos impuestos por el arco, a la par secreto y manifiesto, de una contemplativa y curiosa longevidad. ¿Los diez libros reunidos aquí podrían ser cumplidos como otros mandamientos estéticos? ¿Qué lectura cabe hacer de esta construcción? ¿Bastará la literal o será preciso romper el sello e ir en pos de la clave metafórica o aun parabólica? No será el autor de estas líneas el que resuelva estas cuestiones. El péndulo del verso y del poema transita entre creación y destrucción, entre contemplación y morosa solicitud deseante, entre enigmas y certezas, “incógnita” y amor cumplido y comprendido. El diario espiritual deslinda un territorio privilegiado: la catarsis como espacio de una cierta higiene interior que se va cumpliendo poema a poema desde el pensamiento que, como el oleaje, una y otra vez se estrella en la realidad de la muerte a la que interroga y que le da—al diario y a su autor—temblorosa sustancia compacta y sentido irreductible. Pues en el seno de este ámbito de intemperies—plurales como los cielos—se perfila una cierta gramática del despojo, una deliberada pobreza del que, de la que el fiel de la palabra se precia. A ese “minimalismo”, para acudir a una voz ambiente, se añade, como para afilarlo, una propensión a la suspensión voluntaria de las certezas, una afición al quién sabe, una cierta nostalgia del paréntesis y del no saber. Pues, en efecto, la escritura poética de nuestros días y jornadas, se diría que sabe demasiado de la historia, que la agobia el mundo de las doctrinas y de las tesis, y que parte del impulso lírico que prospera entre las ruinas de la utopía se alimenta precisamente de esa sed de olvido y de no saber, de un noble dejarse ser, de un dejar hacer al ser, en el cual el artífice se complace como en un espacio soberano cuya vastedad sólo cabe comparar con la oceánica y marítima del Mediterráneo y del Caribe, los dos polos de su geografía interior. De esa soberanía son prenda los poemas reunidos en este volumen.

¿De dónde vienen los versos y palabras de Angelina Muñiz-Huber-man? Aludir a las letras españolas de las cuales ella es heredera y prenda (padre periodista y dramaturgo en la España anterior a la República, descendencia de Manuel Bretón de los Herreros, recipiendaria de una herencia cripto-judía que le fue revelada y descubierta en la infancia por su madre de apellido Sacristán no basta). Es fuerza subrayar que a partir de cierto momento en la juventud que coincide con la asunción de su vocación literaria, Angelina se avoca a ir reconstruyendo, salvando en sí misma La lengua florida de la literatura sefardita no sólo o no tanto con propósitos didácticos y catedráticos, sino a mi parecer como parte de una re-creación interior, íntima de su propia sombra ancestral que se sabrá remontar a los autores de la Edad de Oro de la literatura hispano-hebrea. Desde ese horizonte, cabría decir que ella ha sido devota y seguidora de su propio Maestro interior, que ha sido leal al legado que fue descubriendo en su propia poesía y creación en la que se actualiza ese tesoro oculto del cual se sabe estandarte. Si bien en sus versos y prosas no afloran siempre en apariencia explicita los signos de las juderías medievales, de las fuentes mozárabes, de la narrativa que alienta en el idioma ladino, de la cultura hebrea en sus aristas cultas, cabalísticas e ilustradas tanto como en sus capas populares, en su obra poética cabría leer las huellas de estas presencias pues es con ellas—y no con otras más distantes de esas raíces y ramas—con las que esta singular ladina errante dialoga de continuo en su quehacer poético, en lo que hace con el teatro de la palabra.

               III

LA SAL EN EL ROSTRO
(fragmentos)

[…]
La palabra sufre exilio.
De todas las palabras
hay una con la que nos quedamos.
La Palabra Única.

Esa Palabra Única
está en exilio.

Es exilio.

Letra por letra habrá que recomponerla.

Para encontrarla
qué de cuidados.
Elegir entre vocal y consonante.

La consonante es la raíz.
La vocal cambia
y cambia el sentido.

¿Será posible hallar la Palabra Única?

Si hallara la Palabra Única
hallaría el Amor
y sería el fin del exilio

[…]
¿Qué hacer con las palabras?
¿Qué puedo hacer con ellas?

Me obsesionan.
Me dominan.
No me dejan dormir.
Las palabras.

[…]
Sin obsesiones
no se puede vivir,
no se puede viajar,
no se puede tomar el té,
no se puede salir al destierro.

Es la Gran Carga.
Es la Gran Riqueza.

Es la mente vuelta del revés y del derecho.

Es lo que mantiene
en pie al hombre.

En el exilio hay que ser obsesivo.

Para sobrevivir hay que ser obsesivo.

Para sobrevivir en un campo de concentración
hay que ser todavía más obsesivo.

Para ser judío hay que ser obsesivo.

Obsesivo por la vida.
Para que aun en la muerte triunfe la vida.
[…]

               RESPUESTA

don del silencio abatido en medio del mar
ola de la generosa cumbre plena de atajos
montón de pájaros en la mano entreabierta
cánticos que elevan las flechas del cielo.

               FRONTERA

junto a mí, frontera que no me pertenece
la hago mía, la llamo, me interno en tierras baldías

desalmadas las tierras de los sin llanto.
                                            [Conato de extranjería]

Angelina Muñiz-Huberman pertenece tres veces a la cultura del destierro: nació en Hyères, en Francia, hija de refugiados españoles que a su vez mantuvieron en secreto durante casi quinientos años su identidad hebrea. A la condición de refugiada hija de republicanos españoles cripto-judíos ha de añadirse la de esa mente desheredada que es la del poeta y escritor. Ensayista, narradora y poeta, Angelina Muñiz dice en el idioma de cada uno de esos géneros la triple desgarradura que la llaga: la de la palabra, la de la ciudad, la de la tierra.

La sal en el rostro es—junto con Conato de extranjería—uno de sus más recientes libros en verso. Poema mestizo de novela y texto autobiográfico, versos injertados de discurso, los de La sal en el rostro recorren de arriba abajo la habitación mental. Contra ese triple vivir en el aire que es el del destierro, la autora opone la tierra prometida del amor. Es la máscara salitrosa que ha impuesto a la poeta el rastro de las lágrimas, La sal en el rostro resquebrajada por el poder del amor. Pero, a su vez, el Amor ha de manifestarse y (buscar) decirse. Si el amor todo lo unifica, habrá entonces que buscar la Palabra Única. La sal en el rostro narra también esa aventura en pos de la Palabra que es algo así como una Jerusalén mental y moral, una ciudad a la vez secundaria y fundadora. La sal en el rostro concentra una agudeza y pasión por el detalle, esa búsqueda de las tierras prometidas que le han sido vedadas, desde el destierro, a la mente desheredada.

IV

No recuerdo muy bien cuándo encontré por primera vez a Angelina Muñiz-Huberman. No digo que la conocí pues no es fácil decir que uno conoce a alguien, sobre todo cuando se trata de una poeta secreta, una narradora armada de destrezas y una ensayista cabal y cabalística. Debo haberla encontrado a fines de los años ochenta del pasado siglo xx en las oficinas del Fondo de Cultura Económica, con motivo de la publicación de un libro suyo y a la vez no suyo: La lengua florida. Antología Sefardí. Esta obra es de esos títulos que logran dignificar y enaltecer el género que practican. En este caso: la antología, género literario menospreciado por los graves ingenieros de la evaluación académica, pero que ella ha llevado a una altura digna de la materia olvidada y condenada que las analectas contienen. Más tarde, ella misma le presentaría a la editorial otro título: Las raíces y las ramas. Fuentes y derivaciones de la cábala hispano-hebrea, un estudio clave para desentrañar y explayar la tradición oculta y manifiesta de la cábala cristiana que comprende nombres tan eminentes como el de Raimundo Lulio. Entre tanto, el asustadizo halcón que lleva mi nombre, ya le había ido perdiendo el miedo a esta figura de las letras hispano-mexicanas, y empecé a leerla ya no por obligación profesional y editorial sino por gusto y aun por pasión. Así tuve la fortuna de leer primero: La sal en el rostro y luego, más recientemente, su séptimo poemario: La tregua de la inocencia, sobre el cual escribí algunas páginas con motivo de su presentación en público a principios de 2004 en la Casa del Poeta. Además de esas afinidades, descubrimos que teníamos un puñado de amigos en común, como pueden ser Ramon Xirau y José Kozer, uno catalán y mediterráneo y otro cubano, ambos poetas, el primero, además, filósofo también interesado por la religión y lo sagrado y el segundo heredero acucioso de las culturas hebreas, judías, askenazí y sefardí. Angelina Muñiz-Huberman tuvo la generosidad de acompañarme junto con Roger Bartra en la presentación de la traducción que hice de Gil Vicente, Lamento de María la Parda.

Cuando me invitó a escribir las palabras para acompañar su Voz Viva, mi primera reacción—como siempre—fue dudar y luego acepté pues pensé que no podía ni debía sustraerme a la imantación de su silenciosa y eficaz energía. Ahora, al leer y oír las letras que pronuncia en el marco acústico Angelina Muñiz-Huberman, además de las circunstancias que acabo de evocar, descubro otra. El poema que ella ha escrito para celebrar y sellar verbalmente su nacimiento se titula “Hyères” y reza así:

Hubiera querido,
antes de nacer que es antes de morir,
estar en Hyères.

El 29 de diciembre nací en Hyères
y cinco días después
empapaba de llanto el tren
que de nacer me llevaba a morir.

Porque al origen no se regresa
porque al mar no se vuelve.

Cinco días con el oleaje de fondo
y espuma de silencio.
Cinco días con los pinos
clavados en la arena.

Perseguí Hyères:
quién ha estado:
quién lo invoca.

Si existe Hyères existo yo
Si está en el mapa estoy yo.

Lucano dice que en sus aguas
pelearon romanos contra griegos.

Paul Klee que padeció mi enfermedad
—la del alma y la del cuerpo—
estuvo allí días pintando.

Quién más,
quién más ha estado en Hyères.

Cómo hubiera querido,
pero cómo no estaré

Antes de morir
que es antes de nacer.

A ese poema donde conviven Lucano, Paul Klee y la recién nacida Angelina debo añadir ahora aquí la silueta del joven Adolfo Castañón que durmió, por los azares de un viaje iniciático, una noche de luna llena de julio de 1973, en el camarote de un pequeño barco mecido por el oleaje perezoso del mediterráneo. Ahora compruebo por qué pasé esa noche calurosa y sofocante en el Puerto de Hyères; quizá para cumplir una cita en el doble sentido de la palabra con mi amiga y maestra de juegos verbales y cabalísticos Angelina Muñiz-Huberman.

Delicada, espigada como junco, risueña y contemplativa, Angelina Muñiz-Huberman teje y deja correr historias, poemas, pensamientos, trazos de vida soñada y ensoñada, vívida a la luz diurna y a la nocturna. Anidando un fuego interior que la empuja a preguntar contando y cantando va la autora—nictálope y hemerálope—, por el camino, va guiando su tren de historias sin hacer mucho caso de lo que se encuentra actual a la orilla del camino. Fluyen aquí los arroyos de la memoria creadora, ennoblecidos, salvados por la imaginación o tallando en el interior preciosos ajuares bordados de lujo sensitivo.

Corre la voz de que Angelina Muñiz conoció dos veces el destierro pues, hija de una familia española refugiada en México, oyó de labios de su madre que eran, todos sus consanguíneos y ella misma, de raíz judía pero que habían tenido que ocultarla desde siempre. Esta revelación sería decisiva en la vocación poética y literaria de la polígrafa. La poesía y la literatura escrita por Angelina se inscriben en un singular horizonte renacentista. No campea por los espacios de la italiana florentina sino por los de un renacimiento anterior. Me refiero a esa prodigiosa fusión de las culturas cristiana, árabe y judía que se dio en esa España mozárabe y sefardí estudiada entre otros por los historiadores españoles contemporáneos Américo Castro y Claudio Sánchez Albornoz. Desde este aquí, esa fusión se vislumbra como un renacimiento. Si la empresa literaria armada por esta dama risueña de las letras podría presentarse como anacronismo en algún otro autor, se perfila en ella como un acto radical de recreación íntima. No será la intimidad y desolada de la persona privada que se pierde en la interrogación ansiosa de su propio aislamiento sino la intimidad de una cultura, la recreación del ethos, convivial de una civilización perdida—la del Sefarad, la hispano-hebrea, la mozárabe y morisca—lo que ella busca traer a la superficie viva del poema o la fábula, el canto o la narración. En este ir en pos de un tiempo interior y anterior la poeta y narradora practica desde su gabinete un arte magna nutrida de símbolos tácitos y elocuentes y de secretos gradualmente confesables e inconfesables; su empresa compromete lo más valioso y celado: esa intimidad de una cultura desvanecida pero actualizada por la escritura. Ella está consciente de su múltiple destierro, consciente de su condición sobreviviente de la guerra y el Holocausto. Angelina Muñiz planta el pie en la tierra y en el aire de la creación y en el cuerpo del amor, en la ciudadanía y la extranjería—más allá de la ceniza—con un doble movimiento de apropiación y desprendimiento, de posesión e ironía. Se adentra Angelina en los personajes y las coreografías y los va recreando desde esa intimidad reinventada y reconciliada. Al mismo tiempo esboza una sonrisa traviesa y afloran en sus labios las líneas del humor y el perdón. Sabe que al evocar a Dulcinea y recrearla desde adentro va dando vida a Don Quijote pero también pone sobre el aire la sal fabulada del presente que los mira a ambos. La dialéctica y la dualidad del amor y del convivio erótico recorren el cuerpo verbal de Angelina con una minuciosa intensidad.

Hija pródiga de una tradición a medias sepultada, Angelina práctica en sus letras, escritas a caballo de la historia y de la fantasía, un oficio de piedad y reconciliación.

               HIJA PRÓDIGA

Como hija pródiga he regresado a mis recuerdos:
he rebuscado los sencillos: los inalterados.

Dejé atrás ese sentir inconforme,
ese camino de brújula sin norte,
ese plato vacío de hambre insatisfecha.

Pedí un alto en el sollozo,
una pausa en el ocaso,
un olvido de lo cercano,
por una presencia de lo lejano.

¿Cómo retomar la historia quebrantada,
el punto escapado de la aguja?
Si ya no está mi padre para
contarme cuentos prodigiosos,
ni mi madre para enhebrar mi tejido.

Cuando he querido retornar, como hija pródiga,
el umbral traspasado era depósito de cenizas,
las columnas no sustentaban techo alguno
y puertas y ventanas habían escapado
hacia cielos de escombros de guerra perdida.

Ser hija pródiga no era no traer nada
sino ante el hogar devastado
ni siquiera hallar un rescoldo,
una piedra aún caliente,
un vaho, un retoño, una espiga.

Hundir las manos en las cenizas
y como antigua sacerdotisa
esparcirlas sobre mi cabeza
y rasgar mis vestiduras
y dejar resbalar, por primera vez,

el llanto recuperado, lágrima a lágrima,
río tranquilo, transparente cordón umbilical
de la hija pródiga que ha encontrado al retornar
el espacio habitado de sus muertos amados.

Ese hilo verbal es el que la guía en su descenso al abismo sombrío donde habitan los vivos pasados que están en “el ojo de la creación” desde el cual se puede hablar con los muertos:

EL OJO DE LA CREACIÓN

                   A la memoria de Marcela Huberman

Igual que corre el ibis blanco
sobre la hierba que no pisa
y tres gotas de sangre granan su plumaje de suave curva

—tres gotas de sangre que no se ven—
y el olor salobre del agua pescadera
se confunde en el olor del semen milenario

Igual que corre la sombra al encuentro del cuerpo olvidado
y se dobla en lo oculto del terreno quebradizo

Igual que el aire se afana entre los canales
perdidos de las dunas arrastradas

Igual que suena la hora última
—aunque el muerto no la oiga—
y suena la gota destilada del amor
—aunque subterránea no aflore—

Corre, se dobla, se afana y suena
el escondido río de las aguas plácidas del ojo de la creación.

Para llegar a este punto, la voz poética ha debido abrir de par en par las puertas de su huerto cerrado (sometido a un régimen nocturno) y consentir en aceptar el pasaje circundante y envolvente. Será a partir de esa aceptación en lo íntimo de la externa extranjería que podrá dar nombre a la extrañeza íntima de que es portadora y ser capaz a partir en ese momento de reconciliar y compaginar las páginas arcaicas del libro heredado con las hojas nuevas de la experiencia circunscrita en el libro todavía mudo del porvenir. Dice así en el poema “reconciliación”:

               RECONCILIACIÓN

Y un día acepté el paisaje.

Las montañas,
siempre las montañas.
El lago del recuerdo,
que hubo,
que ya no hay.
Los volcanes al oriente,
los volcanes siempre.
Los volcanes al oriente,
la punta de nieve,
ya blanca, ya breve.
El sol que se pierde en ella.
Árboles lejanos,
de tan lejanos,
olvidados.
No hay agua que corra,
no hay agua que brote,
sólo el agua que cae,
que limpia,
que arrastra,
que reverdece.

Y acepté el paisaje,
el paisaje que no era mío,
que me encerraba en cuatro paredes,
que me daba alta prisión,
con sólo el escape del cielo
y tal cual nube para sentirme mejor.

¿Qué hacer si el paisaje no era mío?
¿Qué hacer si nací de cara al mar?
Si el mar desgastado
había arrastrado la arena
y con ella los recuerdos conjurados.
Si la memoria no guardó nada,
si el olvido era línea confín.

Y sin embargo
durante años
creer en el olvido,
en la tierra perdida
en el mar que lloraba,
en la imagen sellada.

Hasta que ya no se puede más.
Porque un día ya no se puede más.
Y entonces
al abrir la ventana
ves el alto perfil,
la nieve en los volcanes,
los árboles lejanos.

Y ese día,
ese día,
aceptas el paisaje.

A partir de ese momento y de ese reconocimiento emblemático, se irá dando la posibilidad de ese trabajo interior, de esa artesanía “rara”, entre medieval y renacentista, de restauración íntima de la iconología de esa obra negra que la alquimista verbal irá verificando con escrupulosa atención viva sobre el reino de la palabra iniciada. Tal será para la extranjera transterrada, para la hija pródiga reconocida y aceptada por árboles de unan tradición escindida—la hispano-hebrea-morisca-mexicana—el precio de traer a la luz fragmentos del espejo enterrado—para evocar el título de Ramón Xirau—. Tal será el precio de desenterrar el mágico espejo mediterráneo de los cabalistas cristianos y hebreos en los patios devastados de Moctezuma, en los jardines colgantes del sueño mexicano. Es sin duda un alto precio, que sólo se puede pagar con la moneda viva y de transatlántico metal del exilio sin descastamiento.

               V

“Treguas”1 de Angelina

Lo primero que llama la atención en este libro es la tipografía. En la composición de los versos no participan las mayúsculas que son reemplazadas por letras minúsculas agrandadas, como si estuviese haciendo al lector un guiño pues, como es sabido, en el idioma hebreo no existen las letras mayúsculas.

La tregua de la inocencia es—nos dice la solapa del libro—el séptimo libro de poesía de Angelina Muñiz-Huberman. Si contáramos los libros como días, éste sería su libro-dominical, libro domingo del remanso y del reposo. No sé si por eso se titula así este poemario donde el reloj de sol y luna de la poesía vuelve a su punto de partida. El volumen incluye 46 poemas. La mayoría están escritos en versos de 13 y 14 sílabas. Algunos cuentan más de 30 versos—como “tregua” que tiene 33—y otros, como “reflejo”, sólo cuatro. Los versos de 13 y 14 sílabas en la versificación castellana son conocidos como versos de arte mayor, y son característicos de la poesía culta primitiva como en el libro de Nuestra Señora de Berceo, el libro de Alexandre, algunas composiciones de Juan de Mena para no hablar de Antonio Machado, Rubén Darío y Emilio Prados—poeta este último con quien la une el verso de arte mayor y la poética de la Aurora—. No parece casual que este tipo de versos haya elegido a Angelina Muñiz para renacer y reintroducirse en la lira mexicana del siglo xxi pues ella, como se sabe, además de poeta, es novelista, cuentista y profesora estudiosa de las letras hispánicas consteladas en torno a una cierta tradición marginal: la del Sefarad y la literatura judía escrita en español. Desde ese punto de vista La tregua de la inocencia cabe ser leída como un cuaderno de confluencias o un álbum donde la autora hace una pausa—una tregua—y recapitula y hace tabla rasa, mesa inocente de sus diversos caminos, llamadas y vocaciones, siempre en el horizonte virtual y la constelación de esas letras hebreas que siguen zumbando como abejas sobre el jardín de las letras españolas que alguna vez las expulsaron de su ámbito.

Una cosa que llama en primer lugar la atención de este libro compuesto de 46 poemas es la limpieza y sencillez de su fluir. Es una sencillez engañosa, una transparencia como la de la caoba barnizada alimentada de varias manos o cuerpos y donde los mecanismos de connotación, significación y evocación sincronizan la maquinaria del poema para que, a la hora de oír la campana del verso o del poema, éste quede vibrando en la mente como un río de ecos sutiles y evocaciones.

Los 46 poemas de La tregua de la inocencia van repasando distintas estaciones como en una vía contemplativa, un itinerario de amor que es itinerario de la mente hacia el autodescubrimiento, la gnosis inasible que convenimos en llamar Dios. No se puede ocultar entonces que el lector está ante una poesía de estirpe religiosa que gira y juega—como la bisagra en la puerta—en torno a lo sagrado o a su búsqueda. Es difícil decir cuándo el sujeto elocuente de estos poemas mira hacia fuera, cuándo mira hacia dentro, cuándo abre las pupilas hemerálopes—clarividentes en la Aurora o el crepúsculo—hacia los bosques de la experiencia sensible en el lenguaje. Tampoco es difícil decidir cuándo el sujeto elocuente es una mujer madura, cuándo es una adolescente asombrada por su cuerpo, cuándo una niña, cuándo un jardinero, cuándo una viejecita de viejo cuento popular y cuándo un cabalista venerable y cuándo incluso un capitán enamorado, cuándo la sonrisa levemente irónica se trasmuta en nostalgia, cuándo la canción se vuelve ensoñación, cuándo se habla desde el jardín, y cuándo desde el alcázar. El libro está situado en un territorio intemporal, a pesar de que por ahí (en “Invitados”, p. 408) aparece un automóvil errático. La geografía entrelineada en el poemario—esa Edad Media idealizada y practicada revivida, ese país provenzal interiorizado—escribe una suerte de mapa sentimental, una carte du tendre o una serie de estampas como las que se pueden ver en algunos libros de horas. De hecho podría pensarse que éste es un libro de horas compuesto por dos grupos: uno masculino y otro femenino de 22 arcanos, 44 a los que deben añadirse dos arcanos más, como si el libro nos representara una pareja con sus dos hijos para redondear la cuenta mágica de 46.

El título La tregua de la inocencia es una expresión enigmática que el libro descompone en dos poemas: uno para “tregua” y otro para “inocencia”. ¿Habla Angelina Muñiz de la “tregua” que es la “inocencia” o más bien apunta al hecho de que la ingenuidad, la inocencia son una suerte de oasis, de tregua en la batalla incesante, en la guerra del conocimiento? Y aquí toco, me parece, el nervio de este libro y del quehacer poético de Angelina Muñiz-Huberman. La autora es, como sabemos, además de poeta y novelista imantada por las magias y prodigios de mundos pretéritos de la historia, una investigadora acuciosa e informada sobre la literatura española sefardita2 y, más allá una estudiosa tanto de la cábala judía como de la cábala cristiana, una hija de la Edad Media perdida y encantada en el orbe contemporáneo. Estos estudios han orientado decisivamente su vocación intelectual y espiritual, y me atrevería yo a decir que su expresión poética misma. Por eso me parece oportuna la siguiente pregunta: ¿hasta qué punto esta poesía está escrita desde la cábala? ¿Hasta qué punto Angelina Muñiz-Huberman—cuyo nombre cuenta 21 letras, o 13 si nos atenemos nada más a su nombre y apellido—encarna la figura secreta del alquimista que anda en busca de su verdadero nombre, de su verdadero rostro, merodea en sus versos el conocimiento cabalístico? ¿Hasta qué punto coinciden o convergen en el juego del libro el ars combinatoria practicada por ejemplo por el catalán Raimundo Lulio con el juego combinatorio de la máquina de cantar? ¿Y hasta qué punto esta coincidencia resulta práctica y autoedificante? ¿Hasta qué punto esa inocencia reconquistada o de segundo grado puede o podría ser precipitada, por así decir catalizada por el ejercicio poético significativamente celebrado al filo de la aurora?

En este contexto pueden resultar ilustrativas o significativas las confesiones que sobre su oficio literario ha hecho con motivo de la publicación de La tregua de la inocencia: “El hecho de que despierte con las palabras ya casi en orden me resulta muy útil, y debo transcribirlas en el momento porque de otro modo, se me olvida el orden que ya traen (…) Me despierto a las cuatro de la mañana y tengo el verso inicial de un texto. Lo anoto, consigo además escribir dos o tres líneas más y después ya aparece completo”.3

¿Será que Angelina Muñiz es una traductora al idioma lúcido y diurno de los vestigios dejados por el sueño? ¿Será Angelina Muñiz-Huberman una hesicasta laica de la poesía, una practicante en verso del arte de la oración incesante? ¿O será más bien que en el hilo de su poema se van entretejiendo los hilos del sueño con los hilos de la vigilia, el régimen diurno y el régimen nocturno? A veces parecería que el ars combinatoria que va practicando Angelina tiene como propósito ilustrar las estaciones de un itinerario: la vía ácida, el camino del despertar. Ese camino del despertar es por supuesto de mística y esotérica índole—algo estudiado por nuestro maestro Ramón Xirau. Y aquí cabe evocar dos expresiones: la del místico alemán Jacob Bohme quien titula uno de sus libros Aurora consurgens para indicar que la búsqueda de la aurora es un proceso activo tanto exterior como interior. La otra expresión que cabe evocar es la de cierta escuela de adeptos jasídicos: la de los cazadores de la aurora que iban también buscando desentrañar en lo exterior y en lo interior ese momento en el cual coinciden el despertar del mundo y la aurora del espíritu en un solo instante de transfiguración pánica, total. Cabría decir así que La tregua de la inocencia entreteje en la tapicería de su poema un conjunto de 46 motivos que tienen como común denominador el diálogo entre régimen diurno y régimen nocturno, entre sueño y despertar entre la aridez inquisitorial y la búsqueda y alcance de un oasis. Otro elemento que da unidad a este libro es el motivo del conocimiento, del “manuscrito”, de la escritura, y, en fin, del poema mismo de la creación.

A su vez a lo largo de ese diálogo hay un común denominador, un elemento que da unidad y forma simbólica al conjunto. Me refiero al agua, al motivo del manantial y de la filtración. No sólo porque hay poemas explícitamente dedicados a estos motivos como precisamente el titulado “Manantial” sino por la forma en que al parecer se van componiendo. Así imaginamos La tregua de la inocencia como una caverna lírica en la que se van decantando y condensando en la mente en sueños, balbuciente, hasta hacerse líquidas las imágenes que luego gotean en la página como estalactitas y estalagmitas cristalinas que son los poemas.

Otra clave para leer el libro, al menos para estos ojos que, curiosamente, ellos también escriben a las cuatro de la mañana este texto en particular, como si el Autor universal hubiese querido poner al poeta y a su comentarista en un mismo espacio temporal, en perspectiva comparable. Otra clave para leer el poema labrado en 46 facetas es la de oponer o mirar como se oponen en su imaginaria lo abierto y lo cerrado, lo masculino y lo femenino. Así se verá que la búsqueda de la aurora coincide con la creación de un espacio donde buscan entretejerse lo masculino y lo femenino, y dialogan: el ángel y la Angelina.

Ensayo experimental de una búsqueda, de una quête enmarcada en la perspectiva de una Caballería espiritual o de una orden caballeresca del espíritu donde dialogan sin máscara el templario y la mujer que sabe hebreo y latín, la princesa y el mendigo. Los poemas de Angelina Muñiz-Huberman son autosuficientes en sí mismos pero también son santo y seña, indicio de una búsqueda, de un trabajo en el sentido mágico de la palabra, para encontrar el verdadero rostro, el nombre verdadero, el último rostro: ese que la muerte, al deshacernos, nos dice al oído.

Finalmente diría que si La tregua de la inocencia es como un solo poema, un juego interesante sería el de intentar con sus títulos un solo texto que podría iniciar así: En la tregua de la inocencia el reflejo es vereda, maravilla. En el cuadro la gacela es imagen de manantial y ablución previa al epitalamio. En cambio, para el solitario, la esencia está en el caleidoscopio de la piel pues el hueco es el santuario. A ustedes, lectores, les toca concluir el poema…

1 Angelina Muñiz-Huberman, La tregua de la inocencia, Conaculta, México, 2003, 88 pp.

2 Angelina Muñiz-Huberman, La lengua florida, UNAM/FCE, México, 1997, 302 pp.

3 César Güemes, “Angelina Muñiz-Huberman posee la virtud de escribir mientras duerme”, La Jornada, 16 de marzo de 2004.

VILANO AL VIENTO

Poemas del amor y del exilio

[1982]

 
 
 
 
 
 
 
 
 
Vilano al viento. Poemas del amor y del exilio, UNAM, México, 1982, 71 pp.
(Cuadernos de Poesía).

I          
DEL AMOR

A Alberto

GÉNESIS

El molde del amor se ha roto
Cada amanecer rompeolas
La creación en el fuego
La tierra recibiendo la semilla
Todo fructifica
El agua corre
Atrás quedaron tinieblas y caos
La primera forma
La primera sombra
El primer sonido
El primer oído
La primera boca
La primera palabra
Volver al paraíso
No, no volver al paraíso
Recobrarlo cada día
Inventarlo
Repetirlo
Rehacerlo
Recogerlo
Entregarlo
La Edad de Oro
El Mito
Tu boca en mi boca
Tu semen en mi cuerpo
Nueva vida circulando por los vasos
Vasos comunicantes
Nace la tierra cada amanecer
Tierra húmeda
Tierra madre
Los cuatro elementos
Perfecta conjunción
Amor fragmentado y rehecho
Cada amanecer el Génesis

CAMINANTE I

Frente al mar, al atardecer,
el viento agita tus cabellos.
Las olas llegan hasta tus pies,
atrás, a tu espalda, la eterna roca inmutable.

En tu mano, todo el mundo.
En tu corazón, todo el mundo.
En tu cabeza, todo el mundo.

Por los caminos de la tierra
has ido dejando sonrisas y palabras.
Caminante que bajo el árbol
recibes a todos los caminantes.
Caminante que regalas tu pan y tu agua.
Caminante que con amor
elevas cada día más
la escala del amor.
Que has desbrozado selvas,
que has andado y desandado desiertos,
que las estrellas
han señalado tu rumbo
cuando todo parecía perdido.

Que, en noches de vela,
el cielo te ha acompañado
y has hablado con el silencio
y con el viento y con la lluvia.

Tu mano se hundió
muchas veces en la tierra
y, a veces, sembraste

la semilla del sustento,
y, a veces, hallaste
la piedra del recuerdo.

Todos los soles
y todos los mares
se han tamizado en tu piel.

Sigues por los caminos, caminante,
leyendo los mensajes,
descifrando las claves,
preguntando al árbol,
contestando al río.

Tus palabras y tus sonrisas,
por toda la tierra,
van quedando entre las manos de Dios.

CAMINANTE II

Del intrincado camino de la vida
entre dolor y dolor
me fue dada
la presencia tuya.

Don caído del cielo
y elevado de la tierra.
Chispa de estrella,
espuma de mar,
dura arista de roca.

Llegaste de otros cielos,
tomaste forma y sonrisa
para penar por los caminos de Dios.
Sufres cada día
el sufrimiento de los demás,
y redimes en cuerpo y alma
el olvido y el llanto
de quienes no tienen ya qué llorar.
Cada palabra es bálsamo,
tus manos, remedio,
el color de tus ojos, reflejo de otra esfera
y tu pensar, blanco renacer en equilibrio.

Caminante de muy lejos,
navegante de mares ignotos,
¿qué brújula te trajo a mí?
¿qué imán?
¿qué viento o qué marea?

Recorres:
altos pasos en la montaña,
maleza y ortigas,
Encuentras:
flor inesperada en punta pétrea,
fósil testigo sorprendido.
O en el fondo del mar,
corales y peces se te dejan contemplar
entre corrientes y luces azules.
En el tronco rugoso
posas tu mano suave
y briznas de hierba
son frescura y adorno.

Lo que miras lo transformas
y cobra vida lo inanimado
y recobra sentido lo animado.

¿Qué huella marcan tus pasos
que el polvo del desierto
no la borra?
¿Qué sonido tienen tus palabras
que no se silencian?

El milagro de tu presencia
se repite, sol y luna,
en el milagro de tu encuentro.

LA VIDA MARINERA I

Barcos, olas, espuma y peces.

Nítido cielo azul
sin una nube.
Viento suave
que riza la superficie.

Quisieras estar
a bordo de esa nave
hacia quién sabe
qué lugar.
Junto a los marineros,
uno más,
Junto a los pescadores,
uno más.

Te agobia
la montaña
y la tierra continua,
el techo sólido
y el piso blando.
Por eso
le ríes al mar
y te embarcas,
pasajero leve,
sin volver la cabeza atrás.
Ligero de equipaje,
como buen marinero,
sólo firme
en la tabla vacilante,
cuando todo el horizonte
es mar-cielo,
cuando sólo queda
agua y más agua por camino.

Arrías la vela
y tiras de la soga.
Ni un ancla que te ate.
Libre,
totalmente libre,
a solas en la inmensidad,
contigo en el vasto fin sin fin.
Donde nada más
lo esencial cuenta.
Fuera lo vano,
y lo pequeño,
y lo inútil,
y lo informe.

Inmerso en la ola eterna
gotas de espuma salpican tu frente.
Eres tú y el mar
como si fueras tú y Dios.
Como si fueras
tú y Dios,
en medio del mar,
tocando la inmensidad.

Monólogos de cristales de luz.
Voces de adentro.
Voces de arriba
y voces del fondo.

Se te revela la verdad
por instantes estrellados
en fugaces gotas
que apenas depositadas
se evaporan.
Y sabes que se te ha revelado
la verdad
Pero luego no puedes repetirla.

La verdad no tiene palabras,
como la belleza,
como el amor,
como Dios,
como tú.

Marinero en medio del mundo,
en lejano barco aventurero,
a solas en tu soledad,
entero en tu integridad,
qué pocos entienden
que el mar lo llevas contigo
y cada mañana te embarcas
hacia círculos y abismos
salvando tu horizonte marino
en la palma de tu mano
con el agua desbordándose
por entre tus dedos
de marinero atezado,
de pescador curtido.

Marinero en medio del sol
que entornas los ojos
para resistir el reflejo espejado.
Marinero en medio del aire,
tanto aire para respirar
que colma tu pulmón
y ensancha tu pecho.

Marinero en medio del mar,
Marinero en medio de ti,
Marinero en medio de Dios.

LA VIDA MARINERA II

Como marinero regresaste.
Diste la vuelta al mundo
en busca sólo tú sabes de qué.
Pero regresaste,
como marinero.
Y yo aquí, esperándote.
Ya sin contar los días,
porque días fueron todo el tiempo.
Fiel puerto
y barco que llega.
Ola que toca la arena.
Sólo porque sabía de tu regreso
pude esperar.
Porque la tierra es redonda
y habías de volver a pasar.
Fiel puerto te aguardaba,
punto en donde habías de descansar.
Porque los barcos van
de puerto en puerto
y vuelven a pasar.
En medio del mar
ni sé en qué pensabas
ni qué momento
del sol te alumbraba.

Porque amas tu barco
y el agua que lo lleva a flote
buscas también
el resguardo del puerto.
Y fiel puerto te aguardaba.
No sé con qué viento luchaste,
ni si la tormenta te agotó.
Traerás en tu rostro
nuevas marcas de la intemperie
y espuma y sal en tu pelo.
Vendrás a mí,
después de todo, fiel puerto
y buen cuidado para tu barco.
Sí vendrás.
Pero desde que entres por la puerta
ya estarás pensando
en el día en que habrás de partir.
Ya estaré pensando
en el día en que habrás de partir.
Por eso, no cerrarás la puerta
ni la ventana,
para ver desde dentro
el mar y tu barco.

A mí, sólo me quedará
aprenderte de memoria
y juntar recuerdo con recuerdo
para irlos luego, desgranando
uno a uno,
en ese largo tiempo
que tarda un barco
en volver a pasar
de puerto en puerto.

2          
DEL EXILIO

DESPUÉS DE LA GUERRA

Lloro por Dios equivocado,
que hizo la flor dulce
y el fruto de dolor.
Lloro por Dios y su error,
homo crudelis,
hombre perdido
que engaña y miente
que mata y traiciona
que inventó la máquina
y el acero y el ruido.
Lloro por Dios olvidado
desoído, maltratado
en medio del camino
sin nada qué hacer
aburrido, detestado
seguro solamente de sus yerros
de su artificio imperfecto
del pecado de la creación
de las esferas desarmónicas
de los tanques que rugen
de los pueblos martirizados
de los ojos que odian
de fray Luis errado
de sí mismo sellado
del lenguaje sin sentido
de la palabra necia
del oído sordo,
atrás ya toda ilusión
toda esperanza, toda bondad
sin nada qué hacer
en medio del camino

Edipo sin encrucijada
obsoleto, vencido, sin remedio
con la multiplicación de sus errores
y sus manos que no los borran.
Ya mudo, ya ciego
ya horrorizado y ya en calma.
El monstruo que echó a andar
no pudo pararlo,
quiso así pagar su inmensa vanidad
pecar de impotencia
y no volver a aparecer.
Quienes claman por él,
eco del eco del silencio reciben.
Y por más que quieran volver a inventarlo
no saben cómo.
Moisés ya no está aquí.
El desierto está lleno de cadáveres.
Arena y piedra en los cementerios.
Las luces se apagan.
Las estrellas no se encienden.
El mundo ya no da vueltas.
Sol y luna se confunden.
El hombre ya no mata.
¿Dónde está el Tornero?
¿Dónde está el Relojero?
En medio del camino,
sentado, sin hacer nada,
de todo cuidado olvidado.

DESPUÉS DE LA MUERTE

Después de la muerte no quedó nada
Para nosotros era tarde
No tañía la campana
No vibraba el cristal
El dolor no dejaba de doler.

Antes de que él muriera
fuimos muriendo
por mares y caminos.
Él murió en su tierra,
toda la tierra lo cubre.
Nuestra sed era de polvo,
arena que barre el viento
apenas cubre huesos y pesares.
Su muerte no puede ni siquiera
abarcar sus muertes.
Que ya no vea ni oiga
ni el sol lo caliente
ni la lluvia lo empape
no importa para nosotros
¿acaso volveremos a oír y a ver,
a sentir el sol o a temblar?

Quien nos quitó la tierra de los pies
muy bien sabía lo que hacía.
Por los horizontes del mundo
nuestros pasos se fueron apagando,
ni huellas, ni ecos, ni saliva quedaron.

¿A qué hablar?, silencio en el desierto.
Cuántos gritos en oídos sordos
Cuántas voces eco del eco
Cuántas muertes antes de tiempo,
mientras la suya se prolongaba
y se regocijaba y se arrastraba
sobre nuestras heridas
sobre nuestras llagas,
nunca cerradas
nunca olvidadas.

Que lo entierren en el Valle de los Caídos
tampoco importa ya.
De los cementerios de arena y agua
no podrán nuestros esqueletos
pisar sus gusanos
machacar sus huesos
triturar despojos de su carne.

Quedamos solos, después de todo.
Sentados a la orilla del camino
todavía esperando
todavía esperando.

EL LARGO CAMINO

Lanzar un grito
aquí
       y
        allá.

Un dolor que duele
El campesino muerto
El guerrero olvidado
El amor que no llega.

             El exilio
    Siempre el exilio
             En el centro
             el exilio.

Los cadáveres desparramados
No hay sangre en los niños
Caen las gotas,
gotas por todas partes.
Son demasiadas
y no hay quien las recoja
(Gotas de sangre que se escapa)