Y de pronto apareciste tú

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Los personajes, eventos y sucesos que aparecen en esta obra son ficticios, cualquier semejanza con personas vivas o desaparecidas es pura coincidencia.

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cual-quier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación, u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art.270 y siguientes del código penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español De Derechos Reprográficos) Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

 

© de la fotografía de la autora: Archivo de la autora

© Angy Skay 2016

© Editorial LxL 2016

www.editoriallxl.com

04240, Almería (España)

 

Primera edición: junio 2016

Composición: Editorial LxL

ISBN: 978-84-944196-8-3

 

ÍNDICE

1

2

3

4

5

6

7

8

9

10

11

12

13

14

15

16

17

18

19

20

21

22

23

24

25

26

27

28

29

30

31

32

33

34

35

36

37

Aeropuerto de Barcelona

38

Aeropuerto de Púlkovo. San Petersburgo

39

40

Epílogo

Ocho meses después

Fin

Continúa la serie ¿te atreves a quererme?:

 

 

 

 

 

Eres tú el que me inspira,

eres tú ese muso del que tanto hablan.

Gracias por llegar a mi vida,

gracias por darme la oportunidad de descubrir

esta nueva faceta que me apasiona.

 

Te quiero, Eidan

 

 

1

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Nos dirigimos a la puerta de la iglesia para esperar a que los novios salgan y poder vaciar los miles de kilos de arroz que todo el mundo tiene en las manos. Intento ponerme la primera, pero finalmente terminan empujándome con descaro.

—Perdone, ¡no me empuje!

Al dar un paso hacia atrás, el tobillo se me tuerce, pero no llego a caer al suelo, ya que alguien me coge por la cintura.

—Gracias —digo sin mirar quién es mi salvador.

Cuando vuelvo mi cara para ver de quién se trata, no puedo evitar soltar un bufido.

Dmitry… Este hombre irrita cada poro de mi piel.

—¿Así me agradeces que te haya salvado de una buena caída? —me reprocha con su típico tono gruñón, levantando una de sus cejas.

—Prefiero caerme al suelo la próxima vez —le escupo malhumorada.

—Lo tendré en cuenta, niñata insolente. —Entrecierro los ojos, empezando a notar cómo me hierve la sangre—. Si las miradas matasen, estoy seguro de que habría caído desplomado —añade arrogante.

Un impulso sale de mí a gran velocidad y le estampo en la cara todo el arroz que llevo en la mano derecha, con tal fuerza que ni yo misma sabía que tenía. Abre los ojos desmesuradamente y empieza a salirle humo de las orejas.

—No podré matarte, pero acabas de comerte todo el arroz, ¡creído!

—¿Te piensas que me caso yo o qué? —me pregunta enfadado—. Como se te ocurra volver a hacer…

Según está acercando su cara a la mía para decírmelo, hago una mueca de indiferencia total, y el otro puñado que tengo en la mano izquierda vuelve a estamparse en su rostro. Aprieta la mandíbula.

—Como se te ocurra a ti —le doy un leve toque con el dedo en su duro torso, el cual ni se mueve— volver a amenazarme, vas a enterarte de lo que vale un peine.

Su mirada asesina me traspasa. Pega su rostro tanto al mío que estoy segura de que no podría pasar entre nosotros ni una mosca. Oigo su respiración agitada y noto el aire que sale de su boca sobre mi piel. Mi cuerpo reacciona de una manera que no me esperaba: comienza a temblar.

—¿Te pongo nerviosa? —susurra roncamente.

—No.

—¿Seguro? —insiste sin un ápice de alegría en su voz ni en su semblante.

—Créeme, lo que más quiero ahora mismo es perderte de vista.

—No más que yo, energúmena —apostilla.

—Pues ya puedes separarte de mí, estúpido.

—Eso es lo que haré, insolente.

—¿Y a que estás esperando, gamberro?

—A que lo hagas tú primero, soberbia.

—Has sido tú el que se ha pegado, grosero impertinente.

Nos retamos con la mirada durante unos segundos después de haber soltado de todo por nuestras boquitas. Exhala un fuerte suspiro sin apartar la vista de mí.

—Eres una insociable —me dice, dándose la vuelta.

—Y tú eres un arisco petulante —contrataco envalentonada.

Hace un gesto con la mano como diciéndome adiós. Niego con la cabeza y me giro para ver la ansiada salida de los novios. Claro que, ahora que miro mis manos, veo que no tengo arroz.

—¿Necesitas un poco? —me pregunta Rubén.

—¿Estabas aquí? —No lo había visto.

—Sí, no quería meterme en tu conversación de insultos con el ruso. —Sonríe de medio lado.

—Es un maleducado.

—Tú no te has quedado corta. —Me guiña un ojo.

Deposita un poco de arroz en mis manos mientras lo miro con la boca abierta.

—¿Estás de su lado? —No puedo creérmelo.

—No, yo siempre estaré del tuyo. Pero he de admitir que me ha divertido la conversación. He estado a punto de ponerme a comer palomitas.

Suelta una sonora carcajada y se le marcan esos hoyuelos tan característicos. Va hecho un pincel, con su traje de chaqueta azul marino —el cual, por cierto, le marca todos los músculos que tiene en el cuerpo—, con una camisa blanca pegada y una fina corbata negra. No deja de tener pinta de niño bueno, como Sara me decía, pero sigue siendo tremendamente sexy.

—¿Cómo puedes hacerlo? —le pregunto sin venir a cuento.

—¿El qué? —Me mira sin entender nada.

—¿Cómo puedes estar aquí?

Suspira. Ha entendido mi pregunta a la perfección. Rubén es un chico muy apetecible, por decirlo de alguna forma. Es un hombre diez.

—¿A qué viene esa pregunta ahora? —Cruza sus brazos a la altura de su pecho. Parece que está más fuerte si cabe.

—No sé, es que… —me siento un poco estúpida—. Da igual, no hace falta que contestes. Perdona.

Dirijo mi vista hacia la puerta de la iglesia. Mi boca, casualmente, habla más de la cuenta antes de pensar. Es algo que me trae demasiados problemas. Voy a tener que adiestrarla.

—Desde que supe lo que pasaba entre ambos, me cercioré de que no ganaría esa batalla —habla al fin, mirándome sonriente—. En algunas ocasiones, lo mejor es retirarse a tiempo.

Asiento. Me asombra que tenga esa valentía para apartarse de la persona a la que ama. Sinceramente, yo no sé si sería capaz.

—Lo siento de veras, no quería incomodarte.

—No te preocupes, Patri, que no moriré de eso. Además, me he llevado muy buenas cosas aparte de conocer a Sara.

Pasa sus manos por mis hombros y me estrecha entre sus brazos. No puedo evitar sonreír. Me da un beso en el pelo y me acurruco. Es un excelente amigo.

La voz del ruso me saca de mi ensueño:

—¿Tú quieres acabar a hostias con todo lo que rodea a estas mujeres? —Rubén se gira y le sonríe a Dmitry—. He de decirte que, dentro de la iglesia, su novio le ha hecho una proposición de matrimonio, por así decirlo.

¡Me cago en el ruso! Está dispuesto a tocarme las narices hoy, sin duda.

—No, tranquilo, a Patri solo la veo como una amiga. No me sobrepasaré. —Le guiña un ojo y, ojiplático, se vuelve hacia mí—. ¿En serio te ha pedido que te cases con él?

—No ha sido exactamente así, lo que pasa es que tu amigo desvaría por momentos.

—Yo no desvarío. Puede ser que seas tú la que no quieras admitirlo —me contesta serio.

—Lo admita o no, es mi problema, no el tuyo —le suelto mordaz.

Al escuchar a la gente vitorear y silbar, los tres dirigimos nuestras miradas hacia el frente y vemos que los novios salen. Se hace un pasillo inmenso desde la puerta de la iglesia hasta la carretera, donde la moto de César espera. Los novios pasan corriendo por el amplio pasillo que hemos organizado y todo el mundo les tira su puñado de arroz, confetis y pétalos de rosa. Entre miles de aplausos, suben a su cacharro infernal, como decía mi amiga, y se van al lugar donde será la celebración.

—Bueno, ¿te vas con Dmitry al hotel? —me pregunta Rubén.

Tanto el ruso como yo ponemos cara de disgusto. Me atrevería a decir que lo escucho respirar fuertemente.

—¡Que Dios me libre! —exclama, poniendo las manos en el aire.

—No —le contesto entre dientes—, nos vamos contigo, Eduardo y yo. Si tuviera que irme con este —lo señalo despectivamente—, me cortaría las venas.

—Si tuvieras que venirte conmigo, evitaríamos que te cortaras las venas. Te vas andado y tema solucionado. —Sonríe sarcástico.

Doy un paso hacia él. Rubén no se menea del sitio y nos mira desconcertado. Le coloco la corbata a Dmitry para disimular y sonrío irónica.

—Por eso mismo no voy a irme contigo. No me apetece que seas tan descortés con una dama. —Pego un tirón de la corbata y sonrío como una niña buena.

—Más que una dama, creo que eres una fiera indomable —dice con voz grave.

Cuando voy a contestarle, da media vuelta y se marcha. Me quedo con la mano suspendida en el aire, como si tuviera su corbata entre mis manos todavía.

—Fiuuu —silva Rubén—, creo que aquí hay tensión sexual no resuelta.

—¡No digas tonterías! —lo regaño.

Eleva las manos a modo de rendición sin parar de reírse y hace una mueca con los labios. Proceso un momento la información, pero no, no, no y no.

—Escúchame bien, Rubencito —lo apunto con el dedo—, ni aunque fuera el último hombre de la Tierra. El último —recalco.

—Si tú lo dices… —Hace un gesto de indiferencia con los hombros.

Media hora después llegamos al hotel, que está a las afueras de Barcelona. Es pequeño pero muy acogedor, lo suficientemente grande para cuarenta invitados. Desde la recepción, nos hacen bajar por unas escaleras de piedra marrón hasta llegar a una planta que tiene acceso a un amplio jardín. El salón es impresionante. Miles de pequeños focos redondos alumbran el espacio con una tenue luz. Me fijo en la lista de las mesas, con los nombres de cada invitado escritos en ella. Cuando miro la mesa en la que nos ha tocado, arrugo la nariz.

—¿Estás bien? —me pregunta Eduardo, agarrando mis caderas y depositando un suave beso en mi cabeza.

—Sí, claro. —Asiento como si nada.

Llego a la nuestra, aún vacía, y me recreo en mirar lo bien vestida que está. Un enorme mantel de color oro reposa sobre la amplia tabla redonda. Copas, tres pares de cubiertos y un montón de velas la adornan. Me siento en la primera silla que tengo a mano y Eduardo hace lo mismo a mi lado. Poco a poco, empieza a llegar la gente. Berta se sienta junto a Eduardo y, seguidamente, Rubén. Se acercan dos parejas más, primos de César, y ocupan los asientos a la derecha de Rubén. Miro el único sitio que queda vacío, que está a mi lado. ¡Mierda!

—Berta, ¿por qué no te pones aquí? —le sugiero, dándole unas palmadas al asiento libre.

—Ni de coña me levanto, que acabo de quitarme los zapatos —susurra—. No puedo ni andar —confiesa en un murmuro apenas audible.

Miro a Rubén para pedírselo, pero en ese preciso momento llega un hombre y se pone a hablar con él. Cuando veo que Dmitry entra en el salón, rezo para que Rubén se levante y se vaya. De esa manera, pensará que puede ponerse al lado de Berta y preferirá sentarse allí antes que junto a mí. Rubén semincorpora su ostentoso cuerpo, pero no llega a hacerlo del todo. El ruso alza una ceja, observando sus posibilidades. Nuestras miradas se cruzan, y no puedo evitar poner mala cara. Sonríe como un capullo arrogante y, firmemente, se dirige hacia su asiento.

—¡Vaya! —exclama.

Puedo observar de reojo cómo las comisuras de sus labios se elevan para formar una pequeña sonrisa.

—Sí, eso digo yo, vaya… Tendría que haber llegado la última —murmuro para que Eduardo no me escuche. No obstante, está entretenido hablando con Berta de cremas antiarrugas; un tema normal entre ellos, ya que Eduardo es comercial de una famosa firma de cosméticos.

—Tranquila…, no voy a comerte —me comenta por lo bajo.

—No me haría mucha gracia, la verdad —le contesto con indiferencia.

—Seguro que por tus venas tiene que correr veneno en vez de sangre. No quiero morir tan joven.

Abro los ojos y giro lentamente mi cabeza hacia él. Cuando voy a contestarle, observo cómo todo el mundo se pone en pie, incluido el ruso. Yo, por el contrario, sigo sentada en la silla, con mis pensamientos a mil por hora. Acomodo un poco mi cuerpo en el asiento y comienzo a aplaudir como el resto, intentando que mi mente se quede en blanco. ¡Será capullo!

No puede haber una pareja más bonita… Se les ve rebosantes de felicidad, y eso me enorgullece tanto que creo morir en este mismo instante. Mi amiga, mi hermana, la que decía que no creía en los finales felices, está viviendo un sueño junto al hombre más maravilloso del mundo. Radiantes, entran dentro del restaurante entre aplausos y vítores. Sara me dedica una mirada cómplice y no puedo evitar que unas lágrimas se desborden de mis ojos.

—Qué bonito… —musita Eduardo.

—Sí… Está viviendo un cuento de hadas.

—O de princesas —me corrige.

Sonrío y le beso la mejilla.

—Sara nunca fue de princesas. Le van más las brujas y esas cosas. —Río.

—¿Y tú? ¿Quieres un cuento de princesas?

Agarra mi cintura para estrecharme más contra él. Me dejo hacer sin importarme quién nos mire.

—Me encantaría, pero creo que para eso queda un poco.

—Eso no lo sabes. —Me deslumbra con su sonrisa.

De primero nos sirven un plato con embutidos típicos y unos cuantos entremeses a cual más bueno. De segundo nos ponen una merluza a la plancha con salsa César; muy propio. Y, por último, un filete de cerdo con una especie de salsa marrón por encima, acompañado de patatas pochadas y verdura. Se me hace la boca agua, pero estoy llena.

—¡Voy a explotar! —comento a viva voz.

—Venga, que es lo último. Esto hay que comérselo, que tiene una pinta… —murmura Rubén, ansioso por hincarle el diente.

—En eso estoy de acuerdo. No podemos dejarlo en el plato —le contesto.

—Pues yo no pienso probarlo —nos asegura Berta.

Pongo los ojos en blanco. Ya empezamos con las tonterías.

—Berta, estás en una boda. ¿Tampoco vas a comer tarta?

—¡Ni muerta!

—Eres insoportable.

—¿Tú sabes cuántas horas tendría que tirarme haciendo Body Combat?

Hago una mueca de disgusto.

—Tú te lo pierdes…

—Lo prefiero.

—¿Body qué? —pregunta Dmitry, quien lleva toda la noche hablando con todo el mundo menos conmigo.

—Body Combat —le repite ella como si tuviera que saber lo que es.

El ruso alza una ceja sin entender nada y yo me molesto en aclarárselo:

—Sí, se pone como una completa loca a pegar patadas y puñetazos al aire, todo eso incluyendo saltitos. El día menos pensado se mete en el piso del vecino.

—Interesante… —dice tan seco como siempre.

Después de una excelente cena, llega la hora de cortar la tarta. César y Sara se disponen a hacerlo entre arrumacos y caricias prometedoras. Me hace gracia ver los muñequitos de la tarta. Son dos personas con una enorme cabeza sentadas en una moto muy parecida a la del novio.

—Se les ve tan felices… —Suspiro de alegría.

—Sí, hacen una pareja muy bonita, como tú y yo.

Eduardo le da un leve toquecito a mi nariz. Sonrío como una idiota. No es que sea un modelo, pero me conformo con lo que tengo. He de admitir que no sé estar sin pareja, es algo a lo que no estoy acostumbrada, y Eduardo se ha ganado con el tiempo un pequeño hueco en mi corazón.

Oigo cómo Dmitry resopla. Todavía tengo pendiente una conversación con él. Hace un año que tuvimos un «intento» de cita a ciegas, pero nunca lo hemos hablado. Dudo mucho que sepa siquiera que me enteré de que era él. Si sacara esa conversación algún día, no sé qué saldría de ahí, pues está claro que no soy de su agrado.

Ponen la música para comenzar el baile y veo cómo Sara se apresura a venir a mi lado. Mis nervios se disparan al momento. No sé cómo fui capaz de aceptar bailar con los novios y, encima, con el primo de César, que además no ha venido.

—¡Tíííaaa! ¡Vamos a bailar!

—Pero si su primo no está. ¿Bailo sola?

Antes de la boda ensayamos un baile. César y Sara bailarían juntos y, alrededor de ellos, cuatro parejas.

Sara me mira a mí y a Dmitry de forma alternativa.

—Bueno, la prima de César tampoco ha podido venir, así que, como Dmitry se sabe el baile, podéis hacerlo juntos —dice como si nada.

Esto era una trampa.

Entrecierro los ojos y a mi amiga se le escapa una sonrisita delatadora. Dmitry se revuelve incómodo en su silla y Eduardo me mira.

—Vamos, Patri —me anima—, va a empezar la canción, y yo no me sé el baile.

—No me lo creo… —musito. Miro a Sara cuando me levanto de la silla—. Esta vas a pagármela doble —le garantizo sin que nadie me oiga.

Salimos a la pista y ambos nos quedamos mirándonos sin saber qué hacer. Dmitry da un paso hacia mí, y me pongo nerviosa cuando suspira y posa una mano en mi cadera. Sin mirarlo, coloco mi mano derecha en su hombro mientras entrelazo la otra con la suya para agarrarnos. Un calambre atraviesa mi cuerpo de pies a cabeza y todo el vello se me pone de punta. Nos movemos al compás de la música, pero mis ojos no se fijan en los suyos en ningún momento, solo miran la bonita pareja que baila completamente enamorada en medio de la pista. Se me llenan los ojos de lágrimas debido al gozo que siento. Mi amiga me mira y sonríe. Quito la mano del hombro de Dmitry y me limpio las lágrimas con disimulo. Él no dice nada, solo me observa. Vuelvo a colocarla y contemplo a las demás parejas.

—¿Vas a mirar a todo el mundo menos a mí? —me pregunta.

Me fijo en sus ojos grises y me pierdo durante una eternidad. Son los más bonitos que he visto en mi vida. Entreabre un poco sus finos labios y mira los míos fijamente. Es un momento bonito y… raro, el cual, como de costumbre, estropeo con uno de mis comentarios:

—Ni se te ocurra intentar besarme.

—No he dicho que fuera a hacerlo —me deja claro, y cambia el gesto cariñoso que hace unos segundos tenía por el frío, distante y arrogante de siempre.

—Pues deja de mirarme los labios —le ordeno de malas maneras.

Sonríe irónico y yo me preparo para lo que va a decir.

—No soy un romántico, así que te aseguro que no te besaría con delicadeza si fuera eso lo que pretendiese.

—Ah, ¿no? ¿Y se puede saber qué harías? Porque, con lo engreído que eres, dudo mucho que sepas hacer algo en condiciones —me envalentono.

Pega mi cuerpo más al suyo, lo que me hace dar un respingo. Noto su apretado torso junto al mío y la tensión se apodera de mí. Su aliento roza mi oreja cuando oigo cómo me susurra:

—Como sigas por ese camino, voy a tumbarte en medio de la pista de baile y… vamos a dar un espectáculo… Y cuando te levante este vestido —ronronea, dando suaves golpes en mi espalda justo donde se encuentra la cremallera—, vas a gritar como no lo has hecho en tu vida.

Me atraganto con mi propia saliva. La garganta se me seca y no quepo en mí de asombro. Se despega de mí, contemplándome de manera burlona mientras lo fulmino con la mirada, y yo me separo de él, interrumpiendo nuestro baile.

—Eres… Eres… —No me salen las palabras. Me insta con la mirada a que le conteste, pero solo puedo insultarlo, pues no me viene nada a la mente—: ¡Capullo!

Doy media vuelta, enardecida, y me dirijo al servicio para echarme un poco de agua en la cara. La cabeza está empezando a martillearme, ya que creo que me he pasado un pelín bebiendo durante la cena. Para mi sorpresa, cuando paso por al lado de la tarta, me tambaleo un poco y, sin quererlo, me caigo encima de lo que queda del pastel de los novios. El salón al completo me mira. Sara viene hacia mí corriendo y me ayuda a levantarme.

—¿Estás bien? A esto lo llamo yo una salida triunfal en toda regla.

Escucho cómo la gente se ríe, lo que hace que mis mejillas empiecen a arder y me cabree más aún. Mi pelo está completamente lleno de tarta, igual que mi bonito vestido burdeos. Me separo de mi amiga sin contestarle y voy al servicio para intentar arreglar el estropicio. Antes de entrar, veo que Dmitry está observándome. Suspirando, lo miro de reojo y entro.

—¡Vaya desastre!

Intento remediarlo, pero fracaso estrepitosamente. La tarta se ha metido hasta en mi pensamiento. Las manchas del vestido, cuanto más intento limpiarlas, más se extienden. ¡Uf!

Salgo y me encuentro a Eduardo en la puerta.

—Me voy a mi casa. ¿Te vienes?

—¿Estás de coña? —Niega con la cabeza, pero parece sorprendido—. Es la boda de mi mejor amiga, así que no pienso moverme de aquí hasta que me eche —le digo convencida.

—Pero si estás de tarta hasta el cielo de la boca. ¿Tú te has visto?

—Ya he intentado arreglarlo, y gracias por preguntarme cómo estoy y venir a ayudarme —le espeto con retintín.

—¿Entonces no te vienes?

—¡Que no! —chillo exasperada.

Asiente, me da un leve beso en los labios y se va, dejándome enfurruñada. ¡Podría ser más seco el muchacho!

Me dirijo hacia la barra y me paso lo que queda de noche entre copa y copa, entre baile y baile. Cuando ya estoy un poco perjudicada, me siento en una de las sillas que quedan en la mesa donde hemos cenado. Recuesto mi cuerpo en ella y observo cómo Rubén pega saltos con Berta y unos cuantos más. Lleva la corbata atada alrededor de la cabeza, como César. Empiezo a reírme sola. Apenas quedamos cuatro gatos.

—¿Qué haces aquí? —me pregunta Sara.

—No sé cómo demonios voy a llegar a… —pienso— eso…, a…, hip, a…, hip, casa. —Una carcajada sale de mi garganta.

—Patri, estás muy borracha. Creo que deberías quedarte aquí.

—¡No! Me voy… Hip… Además —se me traba la lengua—, Eduardo se fue hace un rato.

Me levanto con una agilidad impresionante a pesar de mi estado, pero cuando doy dos pasos, me caigo al suelo estrepitosamente. El vestido se me levanta más de la cuenta y mi tanga de encaje negro se ve a distancia. Mis manos parecen no querer reaccionar y no consigo tapármelo, hasta que Sara me lo baja con rapidez.

—¡Madre mía, Patri! Vaya noche llevas. Venga, diré que te den una habitación y mañana te vas.

—Que nooooo, si estoy bieeeen… —le aseguro, haciendo aspavientos con las manos. Sin querer, le doy a la novia un manotazo en la boca.

—¡Patri!

—¡Lo sieeentoooooo!

Intento levantarme, sin embargo, en cuanto lo hago, me caigo de culo. Otra vez, me río como una descosida. Me toco el pelo, y la mano se me queda pegada debido a la tarta sobre la que me he caído.

—¡Ay, mi madre! El suelo está agarrándome. ¡Quita! —Hago gestos apartando el suelo de mí.

—Madre de Dios, cómo vas… —susurra Sara.

Elevo mi vista y me encuentro al ruso mirándome y negando con la cabeza.

—¿Qué…, hip…, miras, rusito arrogante? —Intento vocalizar todas las letras, pero me es imposible—. Vaya amigo tienes, Cesítar —me dirijo a César, que está al lado de Sara.

—Patri, creo que deberías acostarte ya —me dice con cariño.

—¡Que noooo, César, si estoy bien! —le repito cuando consigo ponerme de pie. Alzo los brazos al aire y pierdo el equilibro.

Nuevamente, las manos de Dmitry me salvan de un buen golpe.

—¡Qué manía con rescatarme! ¿Es que eres un príncipe azul? —le increpo, mirándolo—. No, no, no —cacareo con tono tontorrón, moviendo mi dedo en su cara—. Tú te pareces más bien al Monstruo de las Galletas, ¿sabes? —Esto último lo digo poniendo caritas.

Niega con la cabeza.

—Me la llevo —dictamina.

Sara y César asienten y yo arrugo el entrecejo.

—¡A mí no me dejéis con este!, que antes me ha dicho el muy arrogante que…

No me da tiempo a decir nada más porque un chillido sale de mi boca cuando Dmitry me coge como si fuese un saco de patatas y me saca del salón. A partir de ahí, mis ojos se cierran y no veo nada más.

 

2

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Un rayo de luz atraviesa mis ojos. Al abrirlos, veo que no me encuentro donde debería. ¡Estoy en el hotel! Recapitulo los acontecimientos de ayer y… ¡no me acuerdo de nada! La última parte que recuerdo es que me caí de culo en el suelo a altas horas de la madrugada y que Sara estaba conmigo.

Apoyo la mano en mi muslo y me alarmo al notar que solo llevo puesto… ¡una camisa de hombre y el tanga! Oh, Dios… Eduardo se fue, eso lo recuerdo perfectamente. Pero, entonces… Estiro mi pie por debajo de las sábanas hasta que se topa con otro. Cierro los ojos con fuerza.

—Mierda… —musito.

Respiro e inspiro varias veces antes de girarme para ver de quién se trata. Cuando lo hago y veo al ruso acostado a mi lado, durmiendo plácidamente con la boca abierta y la saliva colgando, no puedo evitar chillar:

—¡Aaah!

Pega un bote del susto y me mira sin entender. Frunce un poco el ceño con los ojos aún soñolientos. Empiezo a darle golpes con mi almohada, chillando como una descosida, y cuando intenta parar mis golpes, pierde el equilibrio y cae al suelo rodando, haciendo que un gran estruendo suene a mi alrededor. Para rematar, se da un golpe en la cabeza con la mesita.

—¡Mierda! —maldice bien alto.

Gateo rápidamente hasta llegar al filo y lo contemplo mientras intenta levantarse. ¡Está desnudo! De sopetón, me siento en la cama y miro al frente.

—¡¿Qué coño haces desnudo?! —vocifero.

—Dios…, deja de gritar, que va a explotarme la cabeza —se queja.

—No quiero volver a repetírtelo. —Lo miro, y mi vista se clava directamente en su miembro. ¡Joder!—. ¿Quieres hacer el favor de taparte? —le sugiero entre dientes.

—¿Te asusta?

Suspiro y dirijo mi vista hacia la ventana del dormitorio. Esto no puede estar pasándome a mí.

—No te habrás aprovechado de que estaba borracha, ¿verdad?

Oigo cómo dice cosas inteligibles por lo bajo y cómo se pone el pantalón. Se planta delante de mi cara y…, ¡otra vez, tengo su paquete delante! Levanto la vista y lo miro a los ojos. Está que echa chispas. Se agacha lentamente, pone sus manos en el filo del colchón, me observa a escasos milímetros de mi rostro y ladra, siseando:

—¡Jamás se me ocurriría hacer eso! —Me contempla con ojos fieros.

Extasiada, trago saliva debido a los fuertes músculos de su cuerpo, los cuales se marcan a la perfección en la posición en la que se encuentra ahora mismo. Me permito observar la cantidad de tatuajes que tiene por los hombros y los brazos. Son grandes, pero no puedo apreciar qué dibujo tiene en cada uno de ellos, ya que se levanta y se yergue.

Voy a disculparme cuando tocan a la puerta de la habitación. Es Sara, que viene hacia mí corriendo a la vez que le dedica un tímido buenos días a Dmitry, quien se hace a un lado mientras ella se sienta en la cama y César cierra la puerta.

—Menos mal que habéis llegado. Ya estaba empezando a hacer preguntas incoherentes —masculla malhumorado.

El ruso entra en el baño y pega un fuerte portazo que me deja sorda. Cuatro ojos se vuelven hacia mí. Niego con la cabeza y Sara arquea una ceja.

—Mejor no preguntes —me adelanto antes de que formule la dichosa preguntita.

—Sí, será mejor. ¿Cómo estás?

—Bien, me duele un poco la cabeza, pero estoy bien —le aseguro.

Mira de manera inquisitiva la camisa que llevo puesta, para después dirigir sus ojos a su marido, quien observa la puerta del baño.

—No es lo que estáis pensando…

—¿Y qué es lo que estamos pensando supuestamente? —me pregunta con picardía.

—No ha pasado nada.

—¿Cómo lo sabes?

—Me lo ha dicho él.

Asiente en el instante en el que Dmitry sale del baño, completamente vestido. Ambos nos miran, primero a uno y después a otro.

—Tenemos que hablar con vosotros —comienza César.

Insto a mi amiga a que me cuente lo que tienen que decirnos. Y, en cierto modo, miedo me da.

—Bueno, verás, como sabéis, nos vamos hoy de luna de miel, y hemos pensado que…

—Que me quede con Cesítar —termino por ella.

—Os quedéis —me corrige César.

Vuelvo mi cara para mirarlo. No puede ser que haya dicho lo que creo haber escuchado.

—¿Os quedéis? —preguntamos el ruso y yo a la vez.

—Sí, eso hemos dicho: os quedéis —repite Sara, recalcando las dos últimas palabras.

—Pero…

—Patri, tú estás trabajando, así que no vas a poder estar todo el día con él. Y Dmitry, de momento, puede ayudarte.

—Berta está conmigo.

—Berta no va a ayudarte, seamos realistas —me dice con tono hastiado.

Por mucho que me cueste admitirlo, sé que lleva razón. Berta no es amiga de los niños ni a distancia; por no decir que está siempre de viaje. Y cuando llega a casa, solo se preocupa de que su cuerpo esté en perfectas condiciones.

Observo cómo César obliga a Dmitry con la mirada a que le conteste.

—¿Dónde se quedará el niño?

Me levanto de la cama como movida por un resorte, aun sabiendo que estoy con una simple camisa y un escuálido tanga.

—Se queda en mi casa. —Va a hablar, pero lo corto—: Y ni se te ocurra rechistarme —sentencio entre dientes.

Me mira como si fuera un lobo hambriento de… mí.

—¿Y dónde se supone que dormiré yo? —Cruza los brazos a la altura de su pecho.

—En el cuarto de invitados —le respondo, apartando la mirada de él. Su simple cuerpo me produce nerviosismo.

—¿Estáis seguros de querer hacer esto? —nos pregunta César—. No es ninguna obligación. Nuestros padres no pueden, así que hemos pensado en vosotros inmediatamente. Si no, buscaremos una solución.

—A mí no me importa quedarme con el niño, ya lo sabes. Lo que no soporto es tener que estar con ella —me señala y vuelve a cruzar los brazos— veinticuatro horas.

Lo fulmino con la mirada. Doy cuatro zancadas, hasta que llego a su altura de nuevo, y lo miro desafiante.

—Menos voy a aguantar yo tener que ver todos los días esa cara de arrogante gruñón que tienes. —Suspiro cerca de su rostro—. Pero todo sea por el bien el niño.

No apartamos la mirada, y la tensión se palpa en el ambiente a gran escala. No oigo respirar a César ni a Sara. Miro de reojo hacia mi derecha y veo al marido de mi amiga contemplándonos alucinado.

—Creo que no va a ser buena idea, Sara. Quizá sea mejor que…

—¡No! —chillamos los dos al unísono.

Nos miramos de nuevo intensamente. Sin apartar la vista de él, digo:

—Intentaremos llevarnos lo mejor posible. No os preocupéis.

Dmitry asiente. Repasa mi cuerpo una vez más, mirada que me hace sentir incómoda, así que me dirijo hacia el cuarto de baño para darme una ducha y terminar de vestirme. Cuando estoy completamente desnuda, caigo en la cuenta de que no he traído nada de ropa. A los pocos minutos, después de que todos se hayan ido, abro con cuidado la puerta y miro la habitación. No veo a nadie. Me giro para cerrarla un poco y, al volverme, me estampo con Dmitry. Al dar un paso hacia atrás, me tambaleo y me agarro a su brazo, pegándole un leve tirón. Mi cuerpo no se mantiene y termino cayendo en la cama y él encima de mí. Tiene sus manos colocadas a ambos lados de mi cintura y su boca está a escasos milímetros de la mía, tanto que puedo notar su respiración entrecortada. Nos miramos sin decir ni una sola palabra, hasta que noto que mi sexo empieza a calentarse.

—¿Piensas levantarte o vamos a quedarnos así todo el día?

—Se me ocurre una idea mejor para quedarnos así todo el día —susurra sensual.

—Dmitry —comienzo con calma—, le-ván-ta-te —continúo sílaba por sílaba.

Arruga la nariz y sonríe de manera arrebatadora.

—Sí, estás poniéndomela dura.

—Eres un impertinente. ¡Levanta!

Le doy unos pequeños pero precisos golpes en el pecho y se levanta entre risas. Cuando mi vista se dirige hacia su parte más íntima, veo que sus pantalones de deporte son una tienda de campaña.

—No puedo creerlo… —Niego con la cabeza varias veces, sin dar crédito a lo que acabo de ver. Me incorporo, tiro de la sábana para taparme y busco por la habitación mientras él sigue riéndose—. ¿Dónde está mi ropa?

—Aquí. —Se ha pegado tanto a mí para susurrarme esa simple palabra al oído que ha conseguido incluso desconcertarme.

Con la mano derecha, coge una bolsa que hay en el suelo y la eleva para enseñármela. Se la quito de las manos de malas maneras, me voy al cuarto de baño de nuevo, me visto velozmente y salgo. Me lo encuentro sentando en la cama, pensativo.

—Me voy a buscar a César y a Sara para llevarlos al puerto —le comunico.

Asiente, levanta su ostentoso cuerpo de la cama, pasa por mi lado, abre la puerta y, con las mismas, la cierra de un portazo. No se molesta ni en decir «Pasa», ya que estoy al lado de ella para irme también. No sé qué mosca le habrá picado, pero estoy dispuesta a averiguarlo.

Salgo al pasillo y consigo alcanzarlo de chiripa, dado que anda a grandes zancadas y me cuesta seguirle el paso.

—¿Se puede saber por qué has hecho eso?

—¿El qué? —me pregunta sin mirarme.

—Sabes perfectamente de lo que hablo.

—¿Es que no sabes abrir la puerta tú solita? —ironiza.

Me paro en seco y observo cómo sigue avanzando por el pasillo sin mirar atrás. La semana que me espera no va a ser fácil.

 

Entre besos y achuchones, nos despedimos de César y Sara y los dejamos en el puerto para que puedan poner rumbo a su luna de miel. Harán un crucero por los fiordos de Noruega.

—Cuida del bebé. Y, por favor, intenta no matarlo —me pide mi amiga, dándome un último achuchón.

—Lo haré, no te preocupes. Y respecto al ruso… —dirijo mi mirada hacia él—, si cometo un asesinato, ocultaré todas las pruebas.

Una sonora carcajada sale de su garganta. César nos mira extrañado y me da un beso antes de irse.

—No sé si quiero saber por qué mi mujer está riéndose de esa manera.

—Ya sabes que está un poco loca.

Asiente como diciendo: «Ya, ya». Le quito importancia y cojo al pequeño César entre mis brazos. El ruso se acerca a Sara después de despedirse de César, y me avergüenzo un poco de mi comentario cuando escucho lo que le dice, puesto que me da a entender que nos ha oído:

—Tranquila, si la mato yo, la enterraré debajo de los rosales de mi casa —comenta con una sonrisa burlona.

Lo miro por encima del hombro y suspiro fuertemente. Vemos cómo se marchan mientras los tres los despedimos con gestos. Me dirijo a Dmitry sin mirarlo siquiera:

—¿Estás preparado para vivir una semana infernal conmigo?

—Me pondré la armadura para la batalla. —Se gira y me contempla con chulería.

Nos encaminamos hacia el aparcamiento del puerto. Por primera vez, veo su coche.

—¿Ese es tu coche?

—Sí —me contesta orgulloso.

—Ahí no podemos ir los tres. Menos mal que he traído el mío…

Mira mi coche. Sé que no es un BMW M6 azul claro de la gama más cara que existe en el mercado, pero por lo menos me apaño. «Las veces que arranca, claro…», pienso avergonzada.

—Pues nada, me llevo al niño y tú te vas sola.

—No puedes poner al niño en el asiento delantero, Dmitry —le contesto de manera aburrida. Sopesa la idea durante unos segundos, hasta que por fin cae en la cuenta de que llevo razón—. Por lo tanto, si alguna vez quieres venir con nosotros, o por lo menos en la semana que te espera, tendrá que ser en mi bonito coche —le comento burlona.

—Qué bien —masculla entre dientes.

Nos subimos al coche, pongo al pequeño en su silla y me dispongo a guardar la bolsa en el maletero.

—¿No se abre el maletero solo con abrir? —me pregunta al ver que saco la llave de la puerta.

—No, se me rompió hace tiempo.

Meto la bolsa y me pongo al volante. Cuando intenta entrar, me da un ataque de risa. Las rodillas le chocan con la guantera y la cabeza con el techo. Mi coche es tan pequeño que no está diseñado para hombres que miden cerca de dos metros de altura.

—Lo siento… Yo soy más… chiquitita —le digo con gracia.

—Ya lo veo, ya… —reniega.

Intenta ponerse el cinturón, pero se atasca, y al no poder moverse, es imposible que lo saque. Suelta un fuerte suspiro y apoya la cabeza en el cabezal.

—Creo que deberías ir en tu coche y luego venir a mi piso.

—Sí, yo lo creo también.

Sale del vehículo como puede, aunque siempre renegando, da un portazo y se va.

—¡Oye! A ver si voy a hacer yo lo mismo con el tuyo.

Ignora mi comentario y camina hacia su bonito cochazo. Arranco y me dirijo con César hacia mi casa. Espero ser buena «madre» durante una semana.

 

3

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Con todo lo necesario en mi piso, me armo de valor y comienzo a montar cachivaches; entre ellos: cuna, trona, bañera y todos los utensilios que me han dejado para atender en condiciones a mi renacuajo preferido. Dmitry ha ido a su casa para recoger todo lo necesario para esta semana.

En cuanto llego, Eduardo está esperándome en la puerta. El simple hecho de comentarle que otro hombre va a vivir en mi casa y que Berta se marchará durante unos días no le hace excesiva gracia.

—Me parece descabellado que otro hombre pueda venir a vivir contigo y yo no pueda hacerlo después de llevar un año saliendo —refunfuña.

Es cierto. A mí también me sentaría mal, pero no estoy preparada para dar ese gigantesco paso e incluirlo del todo en mi rutina diaria. Necesito mi espacio.

Dejo la barra de la cuna apoyada en el sofá y me dirijo hacia él para depositar un casto beso en sus labios.

—Lo sé, pero solo es temporal. Ya hemos hablado de esto. Algún día llegará el momento y nos iremos a vivir juntos. No te desesperes.

—¿Y cuándo se supone que llegará ese momento, Patri? Porque yo aún lo veo muy lejano —vuelve a renegar.

—No adelantes acontecimientos. Pronto.

Niega enérgicamente y gira un poco su rostro para mirar hacia otro lado que no sea a mí. Vuelvo su cara de nuevo y puedo observar que está enfadado. Me agarro a su cuello, sonriéndole.

—No te enfades. Simplemente, no estoy preparada para llevar esa rutina.

—Pues ya va siendo hora —gruñe—. Además, vuelvo a repetirte que no me hace gracia que esté una semana contigo. Y, encima, solos —dice con retintín.

—¿Acaso dudas de mí?

—No dudo de ti, pero de él sí.

Elevo mis ojos al techo. Los hombres y sus ataques de celos.

—¿Es que no has visto cómo nos llevamos? Ni siquiera lo soporto, Eduardo.

—Entonces, ¿por qué no me quedo yo contigo y cuidamos los dos del niño? O, mejor dicho, ¿por qué no se lo han llevado sus abuelos y te quitas tú de responsabilidades que no te pertenecen?

Ese comentario me duele. No es quién para decidir por mí. No sabe si es un cargo para mí o no.

—Respecto a lo primero, es una decisión de César y Sara que debemos respetar. Y en cuanto a lo segundo —intento que mi voz suene lo más tranquila posible—, estoy encantada de poder disfrutar del bebé una semana. Para mí no es ninguna molestia. Los padres de César tienen mucho trabajo, y la madre de Sara se iba un mes con su hermana a Asturias.

—¡Pues déjame que me quede contigo entonces! —exclama exasperado.