Te robé un beso

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Los personajes, eventos y sucesos que aparecen en esta obra son ficticios, cualquier semejanza con personas vivas o desaparecidas es pura coincidencia.

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cual-quier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación, u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art.270 y siguientes del código penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español De Derechos Reprográficos) Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

 

© de la fotografía de la autora: Archivo de la autora

© Angy Skay 2015

© Editorial LxL 2015

www.editoriallxl.com

04240, Almería (España)

 

Primera edición: mayo 2015

Composición: Editorial LxL

ISBN: 978-84-943832-7-4

índice

 

 

Prólogo

Un año antes

1

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3

4

5

6

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Cinco meses después

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36

Epílogo

Un año después

Fin

Continúa la serie ¿te atreves a quererme?:

 

 

 

 

 

 

 

 

No importa el físico que tengamos,

no importa lo guapas que seamos;

todas las mujeres son hermosas

por dentro y por fuera,

cada una a su manera, pero siempre bellas.

Para todas las mujeres del mundo,

porque sois preciosas

sea cual sea vuestro cuerpo.

Lo importante es el interior y el gran corazón que abarcáis dentro.

 

Quien bien te quiere, te hará llorar…

 

Angy Skay

 

Prólogo

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Un año antes

 

Perdida en este mundo de mierda, donde todo son problemas.

Estoy harta de estar siempre discutiendo con él. ¿Nunca vamos a poder llevarnos bien? No lo soporto más.

Quizá mi amiga tenga razón. Ya no soy la misma, ya no tengo esa chispa particular desde hace tres años; antes de conocerlo a él, claro. Posiblemente, tenga que replantearme mi vida, empezar a disfrutar, por ejemplo, y olvidarme de peleas, insultos y discusiones que no llegan a ninguna parte; discusiones que no se arreglan ni siquiera en la cama. No. Yo no tengo esa suerte, esa de la que se habla en los libros. Mi vida… no tiene nada que ver. Soy una donnadie que no llegará a nada más en el futuro. Simplemente, me quedaré con el estúpido que tengo por novio, y tal vez, solo tal vez, algún día cambie. ¡Por favor, Señor, que cambie!

«Ilusa…». Eso es lo que siempre dice mi mente. Pero no puedo perder la fe tan rápido, ¿o ya lo he hecho? ¿Por qué el amor duele tanto a veces? ¿Por qué nos cuesta tanto tomar las decisiones apropiadas? Si no somos felices…, ¿por qué? La pregunta del millón.

—¿Me cobra? —le pregunto al chico que está en la caja de la gasolinera. No levanta la cabeza del ordenador que tiene a la izquierda. Por lo que se ve, le divierte mucho lo que está viendo, pues ni me mira—. Disculpe —grito un poco más—, ¿me cobra?

Parece que reacciona y, con descaro, viene hacia mí mascando chicle. No se molesta ni en cerrar la boca, lo que hace que me den arcadas. Guarro.

—¡Claro, monada! —Pongo cara de asco. Bastante tengo con lo que he dejado en casa. Miro hacia la ventana de la gasolinera y suspiro agotada. Debo tener muy mala cara, ya que el chico no hace más que mirarme de reojo—. Aquí tiene su cambio.

Cojo la vuelta y agacho la cabeza, como siempre últimamente. Parece que estoy acostumbrándome a ir cabizbaja por la vida, agazapada a todas horas. Mi sorpresa viene cuando, al llegar a la salida de la tienda, alguien me coge en volandas y me estrella contra una de las estanterías.

—De eso nada, guapa. ¡Que nadie se mueva! ¡Que nadie salga de la tienda o le pego un tiro! —Elevo la vista y diviso a cuatro hombres enmascarados. Solo les veo los ojos. Uno de ellos se queda mirándome de forma extraña y empiezo a temer que me pase algo—. ¡Eh, tú! ¡La caja!

El hombre que me ha lanzado contra la estantería pone una bolsa negra sobre el mostrador. El chico de la caja se desespera y comienza a introducir el dinero a toda velocidad. El resto de sus acompañantes se dedican a saquear a todo el mundo, hasta que vienen hacia mí. No me he movido del suelo. Escondo las llaves del coche detrás de una revista de la estantería sin que nadie me vea. Por suerte, lo consigo antes de que lleguen.

—Dame lo que tengas —me exige una voz ronca y extranjera.

—Yo… Yo… no… te…, tengo nada… —balbuceo.

No me cree. Coge mi cabello y pega un tirón de él. Me arrastra un poco, hasta ponerme bocarriba sobre el suelo. Con la otra mano, sube mi camiseta dejando al aire mi abdomen y parte de mi sujetador. De refilón, puedo ver que tiene un anillo de oro con un águila enorme en su dedo anular. Sus ojos reflejan que es un «hijo del demonio», sin lugar a duda.

—¡Déjame! ¡Déjame! ¡No tengo nada! —le grito llorando.

—¡Eh! ¿Nos pegamos una fiesta antes de irnos? —le pregunta al que está en la caja.

Ahora temo por mi vida y por mi salud. Empiezo a marearme y chillo más fuerte aún. La respuesta que obtengo es un guantazo que hace que mi oído retumbe. Sin embargo, respiro aliviada cuando otra voz le dice al extranjero:

—¡Eh! Suéltala, ¡se acabó! Nos vamos.

El extranjero me contempla con cara de asco. Estoy aterrorizada. El otro hombre es el que antes me miraba de una forma extraña, como si estuviera analizándome, igual que está haciendo ahora. Se acerca a mí y se pone a la altura de mi cara, y yo no hago otra cosa que llorar con más fuerza.

—Tranquila, no voy a hacerte daño —susurra en mi oído.

Lo observo aterrada. Pasa su mano cubierta con un guante negro por mi mejilla y me mira fijamente. Apenas puedo ver nada debido a la gran cantidad de lágrimas que se acumulan en mis ojos. A continuación, se levanta y sale por la puerta junto con el resto de los hombres.

Después del incidente de la gasolinera, me retraso dos horas y media antes de volver a casa porque nos toman declaración a las personas que nos encontrábamos en la gasolinera. Él ni siquiera me ha llamado. Aunque tuviéramos una fuerte discusión antes, quiero llegar, abrazarlo y que no me suelte jamás. Necesito arreglar las cosas. Sí, eso haré. Lucharemos juntos para solucionarlo. Sé que me quiere.

Abro la cerradura de la puerta principal, dándole vueltas a qué decirle. Le pediré perdón. Aunque él no lo haga, tenemos que solucionarlo. Cierro al entrar y me dispongo a buscarlo, pero una voz de mujer mezclada con los gemidos de él me hace parar en seco. Reacciono y continúo a toda prisa por el pasillo con el corazón en la boca, escuchando jadeos de dos personas que, por lo que se ve, están pasándolo en grande. Llego a la puerta del dormitorio de donde proceden las voces y me detengo de nuevo. ¿Qué se supone que he de hacer? Escucho cómo ella le pide a gritos que se la folle, que no pare, y mi sangre se congela.

Giro el pomo de la puerta.

Abro despacio, con un leve toquecito en ella.

Y entonces… lo veo.

 

1

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

—¡Puf! ¡Maldita falda!

Cuando algo dice de no quedarte bien, no te queda bien y punto. Llevo más de media hora intentando adecentarme para poder presentarle mi proyecto de marketing a una de las mayores empresas con las que he trabajado en toda mi vida. No estoy nerviosa, pero, ¡por Dios, necesito ir en condiciones! Finalmente lo consigo, sudando la gota gorda, y me voy a toda prisa para coger el tren que me llevará a Barcelona. El autobús me deja en la estación y salgo disparada. ¡Voy a llegar tarde!

Me suena el teléfono, y no podía ser otra que… ¡mi madre!

—Hola, mamá —contesto algo desganada, aunque sin querer.

—¡Uy! Parece que nunca quieres que te llame.

Respiro con fuerza. Sé que me ha oído.

—Sí que quiero que me llames, pero hoy voy con prisa.

—¿Es por el proyecto ese?

Paso el billete por la máquina y entro en la estación a la carrera.

—Sí, lo presento hoy.

—Seguro que te sale genial. ¿Has empezado la dieta?

Uy… ¡La puñetera dieta! Me quedo callada y cambio de tema a toda velocidad:

—¿Cómo te encuentras, mamá? ¿Te has levantado hoy mejor?

—¡Sara Martínez, no me cambies de tema! —reniega alterada, y después modula el tono de su voz para proseguir—: Y sí, estoy mejor.

Resoplo de nuevo.

—No hay manera de engañarte.

—Pues no, soy tu madre, deberías saberlo. Que no has empezado, ¿no?

—No, mamá. No tengo tiempo, y menos para dietas.

Tampoco estoy tan mal. Tengo una cuarenta y seis de talla… Vale, me salen algunas chichillas, pero, joder, ¡estoy bien! Aunque no tenga una barriga extraplana y un cuerpazo de infarto, he de admitir que poseo unas curvas muy sensuales.

—Vaya tela. No sé cuándo vas a ponerte en serio —me regaña.

—Mamá… —Comienzo a resoplar como un toro.

—Es que hace tres meses que ibas a empezar. Tampoco te habrás apuntado al gimnasio, ¿verdad?

¡Dios mío, dame paciencia!

—No, mamá…

—¡Seguro que el tabaco no lo has dejado! Qué asco de vicio…

—Si dejara el tabaco, me moriría —reconozco riéndome.

—Sí, sí, eso es lo que va a matarte.

—¡Ay! Mamá, por Dios, ¡qué gafe eres! —La oigo renegar una vez…, y otra y otra y otra—. Mamá, tengo que dejarte. Te llamo luego, ¿de acuerdo?

—Vale, pero acuérdate, que después, causalmente, siempre se te olvida. Eso es lo que me quieres…

Niego con hastío. Es desesperante.

—Claro que te quiero. Pero ya sabes que muchas veces no tengo la cabeza en su sitio.

—¡Pues amuéblatela! Venga, llámame luego. Te quiero, tesoro.

—Y yo a ti, mamá.

Cuelgo el teléfono y busco la pantalla con la hora de salida de mi tren. Arrugo el entrecejo y maldigo unas cuantas veces en silencio.

—¡Genial! ¡El tren se retrasa! —refunfuño en la estación.

Exasperada, ojeo mi reloj y empiezo a caminar de un lado a otro. Una anciana que se encuentra sentada en uno de los bancos de la estación no me quita el ojo de encima. La fulmino con la mirada y lo nota de inmediato.

—Tranquila, niña, que las prisas no son buenas consejeras.

—¿Disculpe? —¡Lo que me faltaba!

Sigo andado de un lado a otro sin esperar contestación de la anciana. Pero, claro, ella vuelve al ataque sacándome de mis casillas:

—Creo que necesitas un novio —se explica.

Paro en seco mi caminata. ¿Eso me lo ha dicho a mí?

—¿Está hablándome a mí, señora? —le pregunto, señalándome con el dedo índice.

La anciana asiente. Pero ¿qué demonios…?

—Creo que tu estrés se resolvería con un buen polvo, que, a juzgar por lo que veo, hace mucho que no echas.

Abro los ojos con desmesura y la mandíbula se me cae al suelo. No puedo creer que una anciana que no conozco de nada y que seguramente tenga alrededor de setenta y tantos años acabe de soltarme lo que he escuchado.

—¿Se puede saber cómo se atreve a decir semejante cosa sin conocerme? ¿Es que no tiene educación?

El resto de la gente nos contempla a ambas, primero a una y luego a otra. Si no fuese una persona anciana, le habría asestado tal golpe que no sé qué habría sido de ella. Elimino ese pensamiento con rapidez de mi cabeza. No puedo ponerme a ese nivel, y menos con una mujer mayor. Ella niega con la cabeza.

—Niña… —suspira—, hazme caso, que te irá mejor. ¡Hay que desfogarse!

Abro más los ojos si cabe. Desaparece de mi vista y me quedo paralizada mirando cómo se marcha sin poder contestarle nada. Cuando quiero darme cuenta, tengo el tren detrás. ¡Ni lo he visto! Subo el primer peldaño para entrar, por suerte sin caerme. Desde luego, hoy no es mi día, y seguro que algo me ocurre, como casi siempre. Me apoyo en la pared del pasillo, intentando estabilizar mi agitada respiración. Atuso mi pelo negro y me echo hacia atrás un mechón rebelde que me cae en la cara.

—Hola, Sarita —escucho en un tono meloso.

¡Uf! Esa voz. Aparece delante de mí y agarra mis caderas empujándome hacia él. No sé por qué extraña razón me dejo.

—Hola, Javilito —lo imito.

Javi es un chico que trabaja para la empresa enemiga, como yo la llamo. Somos competencia. El chico no está nada mal. Es alto, medirá sobre metro ochenta, ojos grandes y marrones, pelo negro revuelto, desenfadado, y nunca jamás lleva traje. Los vaqueros le quedan completamente ajustados a su prieto culo y la camiseta le marca todos y cada uno de sus abdominales. Alguna vez que otra nos hemos revolcado después de una noche de copas.

—¿Qué haces aquí?

Pregunta absurda; ¡viajar en el tren!

—Creo que lo mismo que tú —me responde, tocando uno de mis rizos.

—¿Y tu coche?

—Roto. —Sonríe.

¡Si es que hasta la boca la tiene perfecta!

—¿Vas a seguir preguntándome cosas?

—¿Qué pretendes hacer si no?

Respiro despacio y noto mi pecho subir y bajar, encorsetado en el escote en forma de barco que muestra mis preciosos y delicados senos. ¡Tengo unas tetas de infarto! ¿Algún día dejaré de ser tan burra? Hasta mi pensamiento habla mal últimamente. Veo que dirige su mirada hacia ellos.

—¿Estás tramando algo?

—¿Y tú? —le pregunto con ojos de loba.

Mira a mi izquierda y hace un movimiento extraño con la cabeza. Me giro y observo que está señalándome el servicio del tren.

—¿Te has levantado necesitado?

—Más o menos. Y tú has aparecido en mi camino. —Alguna que otra vez le he dado calabazas, así que no sé cómo todavía me busca—. ¿No pensarás darme plantón hoy también?

—Mmm… —Chupa el lóbulo de mi oreja, lo que hace que me estremezca un poco—. Creo que no. Hoy podré satisfacerte.

Agarro su brazo y tiro de él hacia el servicio. Entramos en la minisuit de manera atropellada. ¡Tienen que hacer estos baños más grandes! Claro que, pensándolo bien, ¿para qué? ¿Para que unos degenerados como nosotros se pongan a echar un polvo en este espacio reducido al cuadrado? Decididamente no, creo que no sería un buen motivo.

Nos besamos sin separar nuestras ansiosas lenguas. Mis manos vuelan a la bragueta de su pantalón y lo desabrocho con gran facilidad. Él, por el contrario, como siempre, es un poco topo: no tiene forma de subirme la falda. No es que sea culpa de él, ¡ya que voy embutida!, pero podría poner un poco más de empeño. Al ver que no lo consigue, me levanta lo suficiente la camiseta y lleva sus manos hacia atrás. Sujeta el enganche del sujetador para quitármelo, pero tampoco atina. Después de intentarlo como unas diez veces sin conseguirlo, se da por vencido y dirige sus manos a la parte delantera de mi pecho. Tengo que poner los ojos en blanco en mi pensamiento con tal de no soltar una bordería de las mías. ¿No se supone que los hombres deberían saber algo tan sencillo como desabrochar un sujetador? Se ve que a mí me tocan los catetos que no.

Me empuja hacia atrás y, claro, como el espacio es tan reducido, al mover su pierna hacia delante, con el ansia que tiene por meterse entre las mías, me da un rodillazo donde más duele. Me retuerzo.

—¡Me cago en la hostia! ¡¿No puedes tener cuidado?!

—Lo siento, tía. No lo he visto, no te pongas así —me recrimina de malas formas.

Abro los ojos como platos y lo fulmino con un simple vistazo.

—¿Qué? ¡Acabas de pegarme un rodillazo en todo el coño! —Se ríe. Mal momento para reírse. Este no me conoce—. A mí no me hace ni puta gracia.

—A mí sí. Vamos, relájate —añade, tocando mi mejilla con suavidad.

Pero ya estoy encabronada. Cuando vuelve a acercarse a mí, le doy con la mano en la cara para apartarlo, con la mala suerte de que ejerzo un poco más de fuerza de la que pretendía y se da un golpe en la cabeza con la máquina de secarse las manos.

—Pero ¡¿qué haces?! —vocifera.

—Te jodes —respondo sin pensar.

Me doy un punto en la lengua. ¡Soy imbécil! Me contempla sin poder creérselo.

—Mira, creo que es mejor que sea otro el que te folle en el baño del tren. Yo paso.

Empiezo a echar humo hasta por la nariz. Necesito un cigarro.

—Perdona, pero yo no te lo he pedido —me ofendo.

Hace un mohín con los labios. No me gusta ese gesto.

—Pues bien que has accedido rápido.

—¿Estás llamándome facilona?

—Algo así.

Tan ancho y tan pancho, sale del minibaño. Me quedo paralizada un segundo. ¿Me ha llamado facilona? Veo cómo se dirige a su asiento y se acomoda. Todavía queda media hora para llegar, así que se me ocurre una cosa. Cojo mi bolso y salgo.

—Buenos días, señora —me saluda el revisor.

¿Señora? ¿Este es tonto o qué?

—Buenos días, y soy señorita, si no le importa —termino la frase con un tono de retintín.

El revisor se ríe y hace una mueca arrugando sus finos labios. Levanta un poco los ojos, como queriendo decirme: «Sí, sí, lo que tú digas». Se marcha dejándome como cosa perdida. Finalizo lo que tenía entre manos y doy media vuelta hacia el vagón con mi plan en mente. Casualmente, tengo que pasar por donde está Javi. No me mira siquiera, aunque sé que me ha visto acercarme. Mi vena macarra asoma en el instante en el que estoy justamente a su lado, momento en el que le tiro todo el termo de café con leche que llevo para la oficina en lo alto del pantalón, concretamente en su bragueta. Pega un bote del asiento, sin embargo, yo ya he derramado todo el contenido sobre él. Me río de forma diabólica y él me mira con los ojos a punto de salírsele de las cuencas. Levanta las manos, agitándolas en el aire y salpicando café por todas partes.

—¡¿Estás loca?!

—No —le contesto con tranquilidad.

No es que haya tirado el termo encima de él y haya hecho como que se me ha caído, no. Me he plantado a su lado, he elevado mi termo y, con las mismas, lo he dejado caer sin ningún miramiento en su bragueta. Soy mala, y me encanta.

—¿Por qué me lo has tirado? ¡Está ardiendo! —grita sin control, igual que un energúmeno.

Yo me lo paso por el forro, puede chillar lo que quiera. Pero a mí nadie me llama facilona. Me acerco a su oído para no dar un espectáculo, aunque, por mucho que no quiera, se me oye. Todo el mundo está pendiente del siguiente paso. Deslizo mi mano derecha por el lado contrario de su cara y poso mis dedos encima de su patilla.

—Que sea la última vez que me insultas. —Tiro fuerte de ella y pega un grito al no esperarse el dolor que estoy infligiéndole ahora mismo—. Aquí la única facilona que hay es tu puñetera madre, ¿me has entendido?

Para darle más énfasis al asunto, tiro un poco más. Sé que duele, lo sé de sobra, y si es necesario, se la arrancaré para que no vuelva a decirle eso a una mujer nunca más. Intenta moverse, aunque un poco incómodo, ya que, lógicamente, estoy haciéndole daño. Sin embargo, al ver mis asesinos ojos, se lo piensa.

—Yo…

Lo corto. Coloco un dedo en su boca y la cierra al momento. Cuando me pongo en plan psicótica, creo que nadie se atreve a decirme nada; se me reflejará en los ojos. Me doy miedo hasta a mí misma.

—Además, ni se te ocurra volver a llamarme, ni siquiera a mirarme cuando me veas por la calle. La próxima vez no derramaré leche encima de tu entrepierna. La próxima vez te aplastaré las pelotas con una bola para tirar bolos, la que más pese —le aseguro.

Él y todo el vagón abren los ojos desmesuradamente. Creo escuchar incluso algún susurro de alguna persona que dice: «Madre mía…». No me doy por aludida y lo suelto poco a poco sin separar mis grandes ojos negros como la noche de los suyos. El encargado del tren llega hasta nosotros. Se ve que alguien lo ha avisado del pequeño percance.

—¿Algún problema por aquí?

Desvío mi mirada por un instante hacia el empleado. Javi no abre la boca ni para respirar.

—Ninguno, señor, solo se me ha derramado la leche encima de este… «señorito» —contesto con sorna.

—Ahora vengo a limpiarlo, no se preocupe.

—No se moleste. Cuando lleguemos a Barcelona, podrá hacerlo. A él no le importa.

Lo insto con la mirada a que se siente en su asiento repleto de leche y, por una extraña razón que no llego a comprender, lo hace. ¡Anda que yo iba a sentarme también, ja! Mira hacia el suelo, momento que aprovecho para mover la cabeza de forma afirmativa y con superioridad. Estoy orgullosa de tener el mismo genio que mi madre.

El encargado me mira a mí y luego a él sin entender nada.

—Pero va a ponerse perdido… —susurra el hombre.

—Que se cambie después —replico con frialdad.

—Vendré igualmente. —Se da media vuelta y se va.

Entro en mi vagón y me encuentro a la anciana que antes me tocó la moral. Prefiero pasar por su lado y ni mirarla. No quiero pagar mi mal genio con ella, dado que es una persona mayor. Nadie en su sano juicio se pondría a discutir con ella. Creo que entonces pondrían un cartel en el tren de «¡Prohibido el paso!» con mi foto.

Me acomodo en el asiento y saco el móvil para mirar algo, no sé el qué. Estoy sumida en mis pensamientos, hasta que la voz de la anciana me saca de mi desvarío:

—Tú vales más que ese niñato sin moral.

¿Cómo lo sabe? ¿También se han enterado en este vagón? Es imposible. Ni asiento ni nada, solo observo a la anciana, que me regala una bonita sonrisa desde su asiento.

Pero mis pensamientos empiezan a volar por mi mente. No es cierto, yo no valgo nada, y la vista está: veintinueve años, soltera y sin pretensiones de nada más. Nunca he aspirado a algo más que a niñatos, como dice ella; niñatos como Javi. Tampoco es que tenga una suerte excesiva con los hombres. No soy el prototipo de mujer que suelen buscar, con cuerpazos y disponible las veinticuatro horas del día para ellos. Mi prioridad uno es el trabajo, y mi prioridad dos… No tengo prioridad dos, simplemente. Nunca he tenido suerte para el amor. Ya fracasé estrepitosamente en mi anterior relación, y dudo mucho que quiera repetir algo así. No quiero volver a sentirme frágil por un enamoramiento jamás en mi vida. Sí, esa es la filosofía que debo seguir teniendo. La misma que practico desde hace un año. Porque el amor saca lo mejor de nosotros, pero también lo peor, y yo lo he vivido en mis propias carnes. Algunas veces se nos va la cabeza demasiado por la persona que creemos que queremos y que nos quiere.

No es necesario.

No lo necesito.

Estoy mejor así.

Sola.

 

2

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Llego al edificio donde trabajo, en pleno centro de Barcelona. Mi empresa se dedica al sector del marketing y la publicidad para otras empresas. Tenemos bastante jaleo, ya que, sin duda, es una de las mejores. La oficina ocupa uno de los pisos del edificio. Tampoco es que sea gran cosa, pero es lo que lleva dándome de comer tres años, y estoy muy a gusto. Solo trabajamos mi jefa y dos compañeros más: Patricia, mi mejor amiga desde que entré a trabajar aquí, y Óscar.

—Buenos días, Sara, ¿estás lista? —me pregunta mi jefa.

—Buenos días, Olga. Sí, lo llevo todo a…

La respiración empieza a fallarme. Contemplo mi mano… ¡Me cago en todo! Abro los ojos como platos. No puede estar pasándome esto a mí.

—¿Qué ocurre?

Empiezo a negar con la cabeza y echo a correr hacia el primer teléfono que tengo a mano. Saco corriendo el billete del tren, pero… ¿para qué? El tren no va a dar media vuelta, está claro.

—Me he dejado la carpeta con el informe en el tren —musito por lo bajo. No me he oído ni yo.

—¡¿Cómo?! —exclama Olga, alarmada.

—¡Que me he dejado la puta carpeta en el tren!

Me llevo las manos a la cabeza. Mi jefa, tan bien puesta como siempre, imita mi gesto. Por un momento, me fijo en cómo va vestida. Un pincel no tiene comparación con ella; siempre tan perfecta. No es que yo vaya mal, pero Olga traspasa los límites de la perfección en cuerpo y belleza.

—¿Cómo se te ha pasado? —insiste, intentando calmarse.

Javi y mis pensamientos tontos. ¡Joder!

—No lo sé… Tenemos que buscar una solución.

—Tenemos que irnos, Sara, o vamos a llegar tarde.

—Dame diez minutos.

—¡No los tengo!

Empieza a agobiarse; raro en ella, ya que siempre mantiene sus formas de manera estable e intenta buscar soluciones donde no las hay. Sí, también tengo una jefa extraordinaria. Me lanzo de cabeza a mi ordenador e intento buscar el proyecto.

—¡Mierda!

—Buenos días —canturrea Óscar cuando entra.

—¡¿Qué?! —le chilla Olga.

—Bueeenooo… Cómo está el patio esta mañana —deja caer Óscar, pero nadie le hace mucho caso.

—Tengo la mitad del proyecto aquí, pero la otra no. —Me hundo en mi sillón.

Imbécil. Imbécil. Imbécil.

—¿Alguien me explica qué pasa?

Y mi jefa explota con él:

—Pasa que… ¡Sara se ha dejado el proyecto en el tren! ¡Pasa que tendríamos que estar allí ya! ¡Pasa que te pongas a trabajar y dejes de preguntar!

Óscar hace un gesto con su mano de cerrar la boca y tirar la llave. Tengo que reírme.

No te rías y vámonos. ¡Que salga el sol por Antequera! —comenta con una expresión andaluza.

—Espera… —susurro.

—¿Quieres hablar más alto? ¡Estás poniéndome de los nervios!

Alzo una ceja y vuelvo a sentar mi culo en el sillón.

—¡Espera! —chillo—. Tengo una idea.

Se acerca a mi mesa y me insta con la mirada a que se la cuente.

—Podemos hacer la mitad del proyecto, que es lo que tengo aquí, enrollarnos un poco más en la reunión. Solo tienen una hora. Si lo extendemos, podremos volver otro día con el final. Si les dejamos la miel en los labios, estoy segura de que volverán al día siguiente.

Asiente con convencimiento y, en ese mismo momento, le suena el teléfono.

—Dime, Patri —contesta cuando descuelga. No escucho lo que dice, pero sé que está desesperada porque llegamos tarde—. Intenta entretenerlos un poco. Vamos volando. —Patri es experta en distraer a la gente, así que podemos ir tranquilas, que ni notarán que llegamos veinte minutos tarde. Cuelga y me mira con cariño—. Eres una fenómeno. Vámonos.

—Saldrá bien, ya lo verás. Hay que ser positivas.

—Sí, saldrá bien, estoy segura. Se enamorarán de ti y del proyecto.

—Mejor que se enamoren solo del proyecto, porque a ella a ver quién la aguanta. —malmete riendo Óscar.

—¡Vete a la mierda!

Mi jefa pone los ojos en blanco.

—¡Vámonos! —repite.

Tira de mi brazo y salimos de la oficina, no sin antes girarme para sacarle el dedo de manera vulgar a mi querido compañero.

Aparcamos el Mercedes de Olga en una zona donde no podemos dejarlo y salimos pitando hacia el edificio de oficinas pijas que tenemos delante. La empresa a la que vamos a presentarle el proyecto es una de las más grandes de España. Tienen una cadena de ropa muy importante en el mercado y necesitan una buena campaña, ya que han planteado abrir doscientas tiendas más en el país. Entramos dentro, y a lo lejos veo a una chica con pelo largo, rubio claro y cuerpecito de muñeca; mi amiga y compañera Patri, la cordobesa, a la vista. Se gira y nos mira con sus ojos marrones, básicamente diciéndonos que aligeremos el paso.

—¿Dónde están? ¿Dónde? —le pregunta acelerada mi jefa.

—Acaban de pasar a la sala de reuniones. Vamos.

Nos adecentamos en la puerta un poco y pasamos dentro de la sala. Me encuentro con tres hombres, dos de ellos trajeados y uno más informal, este último con un pantalón vaquero ceñido y una cazadora de cuero negra. Están de espaldas a nosotras. Los inspecciono por detrás, ya que de momento no nos han visto. Uno de ellos, el de la cazadora, es más joven que los otros dos. Se giran al escuchar la puerta y se levantan para venir hacia nosotras.

—Buenos días, señor Fernández —lo saluda mi jefa, extendiendo su mano.

—Buenos días, Olga —le responde, tuteándola—. Si no te importa, he traído a mi supervisor, Roberto Salar, y a mi hijo, César.

Mi jefa asiente y les estrecha la mano a los dos hombres. Se aparta un poco y puedo verlos con claridad.

—Quiero presentaros a mi mano derecha. Ella es Sara Martínez. Ha preparado todo el proyecto, y es una excelente comercial.

Mis ojos no se separan de los del tal César, quien, por un motivo que desconozco, tampoco los aparta de mí. Me suena demasiado, pero no recuerdo de qué. Empieza a secárseme la boca y noto unos calambres algo extraños dentro de mi cuerpo. Es bastante alto. Tiene el pelo moreno, desenfadado y con unos cuantos rizos. Sus ojos color miel me impactan por lo bonitos que son, y su mandíbula cuadrada con barba incipiente no hace más que darle más énfasis a esa cara de chico malo. Su perfecta musculatura se marca escandalosamente debajo de esa cazadora que lleva puesta. Mi jefa me da un pequeño empujón y, al apartar mis ojos de los de César, veo que el señor Fernández tiene la mano extendida. Qué vergüenza. Seguro que lleva media hora así. Lo miro, y lo único que consigo es ponerme más nerviosa y que la carpeta que llevo en las manos se me caiga al suelo. Estoy segura de que Olga acaba de poner los ojos en blanco.

—Perdón —me disculpo.

Recojo las cosas rápidamente. Patri me ayuda en mi tarea cuando ve que mis nervios afloran aún más y que lo que cojo vuelve a caérseme.

—Pero ¿qué te pasa? —susurra para que nadie pueda oírnos.

—No lo sé… —le respondo un poco avergonzada.

Me levanto con rapidez, roja como un tomate. Extiendo mi mano y se la estrecho con fuerza.

—Perdóneme de nuevo, señor Fernández.

—Estás perdonada, ¿Sara? —Asiento—. Por favor, si vamos a trabajar juntos, me gustaría que me llamaras por mi nombre. Soy Carlos.

Asiento de nuevo como una tonta.

—Este es Roberto Salas, el superior de mi empresa. Él decidirá cómo y cuándo empezamos el plan de marketing.

—Encantada. —Hago el mismo proceso tendiéndole mi mano.

—El placer es mío.

Tanto Roberto como Carlos son hombres de unos cincuenta y pocos años y de estatura dentro de lo normal, ni altos ni bajos, aunque Roberto es un poco más corpulento que Carlos. Tienen facciones serias, y sin duda son hombres de negocios. Y ahora toca el turno de presentarme al hijo macizorro. ¡Es que ni mi pensamiento puede estarse quieto un rato!

—Y él es César Fernández —me presenta mi jefa, extendiendo su mano hacia él, quien sigue sin quitarme el ojo de encima.

Me giro de nuevo y veo cómo las comisuras de sus labios se curvan un poco hacia arriba. Esos ojos… ¿Por qué me suenan tanto sus ojos? Definitivamente, estoy paranoica. Hago lo propio para saludarlo y, al estirar su mano derecha, la manga de la chaqueta se encoje hacia arriba. Veo un pequeño tatuaje entre su dedo pulgar y su muñeca. Es un sol y una luna juntos.

—Hola.

Su voz es sensual y atractiva a rabiar. De nuevo, otro calambre me atraviesa el cuerpo cuando juntamos nuestras manos.

—Hola —le contesto como una pava.

Sonríe un poco, mostrándome su perfecta dentadura blanca. Todos los de la sala nos miran extrañados, ya que aún no nos hemos soltado la mano. Ahora, la tensión se palpa en el ambiente de manera considerable.

—Eeeh… Esto… ¿Pasamos a la mesa? —nos invita mi jefa, mirándome ojiplática.

—Claro —contestan al unísono Carlos y Roberto.

Pero yo sigo inmersa en la mano que me tiene sujeta y en los ojos que no se apartan de los míos ni por un instante. Veo cómo se trasladan a la mesa, pero nosotros seguimos ahí, mirándonos, sin soltarnos. Mi amiga Patri me saca de mi ensueño cuando me da un codazo que hace que desvíe mi mirada hacia ella y rápidamente suelte la mano de César. Le sonrío con timidez, y él, metiéndose las manos en los bolsillos, se da la vuelta para ocupar su lugar en la mesa.

—Pero ¿qué coño estás haciendo, Sara?

Ni yo lo sé.

—No sé qué me ha pasado —le contesto avergonzada.

Niega con la cabeza.

—¿Has visto lo buenorro que está?

Pongo los ojos en blanco.

—¡Patri! ¡Aquí no, por Dios! No voy a poder centrarme. Por cierto, he mandado a la mierda a Javi. —Ella me mira asombrada. Yo se lo confirmo asintiendo más todavía. Antes de que me diga nada, me adelanto—: Luego te lo cuento.

Empezamos la reunión, y tal como habíamos planeado, entretenemos al personal un poco. Lo cierto es que, como hemos perdido mucho tiempo con los saludos, finalmente nos llega para poco. Mientras hablo y hablo con Carlos, que presta atención absoluta a lo que digo, veo por el rabillo del ojo cómo César tiene el dedo índice apoyado en sus finos labios. ¿Cómo puede ser tan sexy? No me lo explico. Decido descartar ese pensamiento velozmente de mi cabeza o acabaré diciendo algo que no deba. Me mira sin pestañear, y es algo que está empezando a ponerme nerviosa. Es como si quisiera adivinar alguna cosa. Lo que no tengo claro es el qué.

—¿Qué te parece, Roberto? O, por lo menos, lo que llevamos visto.

Roberto se levanta de su silla y me mira.

—La verdad es que es un plan de marketing difícil. ¿Lo has hecho tú sola?

—Sí… —le contesto un poco nerviosa.

Creo que se me ha notado en la voz, ya que mi jefa me da un leve apretón en la rodilla, por debajo de la mesa, para infundirme valor.

—Me gusta. Es una buena iniciativa, sobre todo lo de la avioneta. Es algo más innovador, además de que no suele hacerse mucho. Sin duda, las fiestas para adolescentes es la mejor idea. Los padres compran lo que los hijos quieren la mayoría de las veces. Tendríamos que mirarlo todo con detalle cuando acabemos, pero creo que puede encajar perfectamente.

Suspiro aliviada y Olga también se deshincha como un globo. Sabíamos que podíamos llegar, exponerlo y que no les gustara. Siempre nos arriesgamos a eso, a trabajar para nada, sobre todo para las grandes empresas, pero es lo que toca. Casi siempre nos suelen decir que sí, dado que somos buenos en nuestro trabajo, aunque alguna que otra nos ha despachado. Siempre tiene que haber una oveja negra.

—Bien pues entonces. ¿Cuándo volveremos a vernos? —les pregunta mi jefa.

—Podríamos ir la semana que viene, el lunes. ¿Os parece bien? —responde Carlos.

De repente, escuchamos una silla chirriar. Todos los ojos se giran hacia el lugar de donde proviene el sonido, incluido los míos. Vemos cómo César se pone de pie de inmediato.

—Tengo que irme.

Se da la vuelta y se va, no sin antes ojearme un par de veces más. Todos nos miramos sin entender nada. Carlos pone cara de circunstancia y suspira.

—Lo siento. A veces, mi hijo es un poco especial… —comenta mientras tamborilea sus dedos sobre la mesa.

—No te preocupes, no pasa nada —intenta quitarle hierro al asunto Olga.

—Pero es muy buen trabajador y quiero que aprenda todo lo referente al negocio. A fin de cuentas, es él quien va a heredarlo. Algunas veces no sé qué le pasa a este chico por la cabeza… —suspira resignado.

—Es joven —interviene Roberto, intentando mitigar el malestar que nota en Carlos.

—Pues tiene treinta años. Ya es hora de que siente la cabeza, Roberto —le contesta un tanto alterado.

Patri, Olga y yo nos miramos sin saber qué decir. Ellos se dan cuenta.

—Disculpad. Algunas veces me salen estas cosas de improviso. No sé cómo barajarlo —se disculpa.

Mi jefa le quita importancia y yo me pregunto a qué viene ese comportamiento tan repentino.

Salimos de la reunión y quedamos para el lunes, como hemos dicho. Nos dirigimos a la cafetería más cercana. De tanto hablar, las tres tenemos la garganta seca y vamos a necesitar cinco litros de agua.

—¿Puedes explicarme por qué te has quedado atontada mirando al hijo de Carlos? —me pregunta mi jefa.

—Yo no me he quedado atontada —la contradigo, pero sé que es mentira.

—¡Sí que lo has hecho! —dicen las dos al unísono.

Las miro de mala manera.

—Ups, tengo que irme a una cita. Nos vemos después, que ya llego tarde. —Olga levanta su bonito culo de la silla y sale disparada hacia su coche.

—Bueno, cuéntame lo de Javi. Soy toda oídos —me apremia risueña Patri.

—Es un capullo.

—Vale, eso ya lo sabía. ¿Qué ha pasado?

Le relato todo lo ocurrido en el tren. Responde abriendo los ojos cada vez más. Ni me interrumpe. Pero un pensamiento pasa por mi cabeza como un flas.

—El tatuaje… —musito, más para mí que para mi compañera.

Patri arquea una ceja.

—¿Cómo dices?

—El tatuaje… —vuelvo a susurrar.

—No sé si estás hablando en un idioma extraño o que yo soy tonta y no te entiendo.

Me levanto de la silla como movida por un resorte y remango mi camiseta a media altura por el lado derecho señalando mi tatuaje.

—Pero ¿qué haces? ¡Que estamos en una cafetería, no en una playa nudista, niña! —me regaña.

—Es el mismo —le señalo.

—¿El mismo de qué? ¡Habla claro!

¿Cómo pueden existir estas coincidencias en la vida?

—César tiene el mismo tatuaje que tengo yo en el abdomen. Solo que él lo lleva en la mano. ¡¿Cómo no he caído antes?!

La sorpresa se ve reflejada en la cara de mi amiga; en la mía se muestra un asombro sin parangón.

—¿No jodas?

—Vaya que si te jodo…

—Qué casualidad. ¿Es el mismo?

—Idéntico.

—Claro, no te has dado cuenta porque estabas babeando…

—Yo no estaba babeando —me defiendo.

En cierto modo, no es verdad, ya que sí lo estaba. Un poco más y necesito una palangana para ponérmela debajo de la boca. Si no, ese pequeño detalle de que lleva el mismo tatuaje que yo no se me habría pasado.

 

3

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Toco su cara, su pecho, su abdomen… El calor invade todos mis sentidos, y necesito que entre en mí ya o moriré abrasada. Mi lengua y mis labios crean un camino de besos hasta su clavícula sin parar. Tiro de su pelo hacia atrás y enredo mis dedos en sus rizos para tocar la suave textura que tienen. De nuevo, paso mi mano por su pecho y la dirijo hacia la cinturilla de su pantalón. Me la aparta y la mete directamente dentro para que toque su palpitante erección. Descarado… La agarro con fuerza y no me sorprendo de su tamaño. Pero…, un momento…, ¿con quién estoy acostándome? Levanto mi cabeza y esos penetrantes ojos color miel se me meten en el sentido. César…

 

Ring, ring…

Me sobresalto de golpe en la cama.

—¡Joder!