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MÉXICO HETERODOXO

Diversidad religiosa en las letras del siglo XIX y comienzos del XX

José Ricardo Chaves

MÉXICO HETERODOXO

Diversidad religiosa en las letras del siglo XIX y comienzos del XX

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Chaves, José Ricardo México Heterodoxo.

Diversidad religiosa en las letras del siglo XIX y comienzos del XX / José Ricardo Chaves. – México : Bonilla Artigas editores, 2013

252 p. ; 23 × 15 cm. – (Pública ensayo 1)

ISBN 978-607-7588-83-2

1. Literatura mexicana –Siglos XIX y XX – Historia y crítica

PQ7489.2

C4

2013

Los derechos exclusivos de la edición quedan reservados para todos los países de habla hispana. Prohibida la reproducción parcial o total, por cualquier medio conocido o por conocerse, sin el consentimiento por escrito de los legítimos titulares de los derechos.

Primera edición: septiembre de 2013

D.R. © 2013, Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM

Circuito Mario de la Cueva s. n., Ciudad Universitaria, del. Coyoacán

C.P. 04510, México, D. F.

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ISBN 978-607-7588-83-2 (Bonilla Artigas Editores)

ISBN 978-607-02-44-28-5 (UNAM)

ISBN 978-84-8489-764-4 (Iberoamericana)

Responsables en los procesos editoriales en Bonilla Artigas Editores:

Cuidado de la edición: Felipe Campos y Andrea López

Diseño editorial: Saúl Marcos Castillejos

Diseño de portada: Teresita Rodríguez Love

Foto de solapa: Leonardo Meraz

Ilustración de portada: José Guadalupe Posada

Impreso y hecho en México

CONTENIDO

Introducción

Leer y comparar

La desviación fantástica

Tematología

Comparatismo religioso y esoterología

Heterodoxia y diversidad

Paisaje antes de la lectura

I De románticos, esotéricos y fantásticos en el mundo panhispánico

La conexión ocultista del romanticismo

Ocultismo y modernismo hispanoamericano

Geografía del ocultismo en español

El impacto de la revista Sophia

El ocultismo, Darío y sus cuentos fantásticos

La novela teosófica de Juan Valera

Misterios guerreros de Lugones

Nervo y las ambivalencias del misterio

Tras un recorrido de lectura

II Letras espíritas en México

III Castera o los abismos del éxtasis

Ni excéntrico ni delirante

Castera y el espiritismo

Héroes sentimentales

Las minas del alma

Del sentimiento cósmico de la vida

Querens y la sonámbula

IV La Bhagavad Gita según San Madero

Esplendor de un libro

El contexto espírita de Madero

La polémica espírita contra los teósofos

V Payno (cripto)fantástico. Intermitencias mágicas en El fistol del diablo

Fantasmales fronteras entre realismo y romanticismo

A propósito de lo fantástico...

Reducción y persistencia de lo fantástico en Payno

Lo fantástico en el clóset o cuando lo fantástico no se atreve a decir su nombre...

VI El fistol del musulmán. Crimen y religión en la obra de Pascual Almazán

De la diversidad religiosa

Religiones extemporáneas a la Colonia

El eterno retorno de Huichilobos

Crimen y castigo de un musulmán

VII El donador de enigmas. Aproximación a la obra fantástica de Nervo

VIII Tablada y la política del espíritu

IX Couto, a la sombra de Dios

X Fausto en tiempos de don Porfirio

XI Viajeros ocultistas en el México del siglo XIX

El lugar de México en la imaginación ocultista

¿Blavatsky en México?

La Gran Bestia asciende el Popocatépetl

XII Krumm-Heller o México en la novela rosacruz

XIII Buda en español

Budismo y discurso orientalista

Budismo y teosofía

Budismo y modernismo literario

Nirvana: la fascinación de una palabra

Nirvana en versión positiva

Rechazo nihilista de Buda

XIV Atisbos a la ciudad del Nirvana: budismo en la poesía de Nervo

Addendum: Sobre la obra literaria de Helena Blavatsky

Bibliografía

I
DE ROMÁNTICOS, ESOTÉRICOS Y FÁNTASTICOS EN EL MUNDO PANHISPÁNICO1

La conexión ocultista del romanticismo

Entre los cambios ideológicos que se dieron en el siglo XIX, en pleno proceso secularizador, uno de los más notorios fue la aparición y propagación de diversos sistemas ocultistas que, aunque algunos continuaban las ideas de sus antecesores renacentistas y barrocos, también añadieron nuevos elementos provenientes del ámbito científico y positivista, con una perspectiva integradora de raigambre romántica. Por ejemplo, el concepto de “evolución”, que había sido planteado para el campo natural y biológico, fue retomado por ciertos ocultistas y aplicado a otros ámbitos, espirituales y cósmicos, con lo que resultaba que todo el universo, no sólo su parte natural, estaba en un proceso ascendente y reintegrador, “evolutivo”, por lo que las almas y no sólo los cuerpos se encontraban sometidos a dicho proceso, no nada más el ser humano sino todo el universo, en una metamorfosis teleológica hacia un estado espiritual superior. Es el caso de la teosofía de Blavatsky, cuya idea de tiempo la concibe avanzando no en círculos sino en espiral, pues combina dos concepciones del tiempo: la lineal y la cíclica. Se avanza pero no en línea recta sino dando vueltas, rotando, y no de una manera continua sino en pulsaciones, cíclica, con pausas, alternando el día y la noche, la manifestación y la disolución de mundos.

La propagación del ocultismo en el siglo XIX se dio, ya no en las márgenes del conocimiento socialmente respetable, el científico, sino en el corazón mismo del gran movimiento de ideas, sensibilidades y costumbres que dominó toda la centuria, esto es, el romanticismo. La coincidencia de estos dos fenómenos ideológicos, el ocultismo y el romanticismo, hace pensar en la dependencia de uno hacia el otro, del literario al mágico-religioso, pues mientras el romanticismo es una floración cultural radicalmente nueva de fines del siglo XVIII y que no había existido antes, el ocultismo era apenas un eslabón más, una forma cultural específica del siglo XIX, de una gran corriente mágica o esotérica más amplia que atraviesa la historia occidental y cuyos ingredientes básicos son neoplatonismo, hermetismo, alquimia y cábala cristiana. Este esoterismo renovado y conformado durante el Renacimiento y que se mantuvo vivo en pleno Siglo de las Luces, fue la fuente ideológica de muchas de las ideas románticas, algo ya estudiado en detalle por autores como Albert Béguin (1981), Meyer Abrams (1973) y Auguste Viatte (1979).

Resulta significativo que sea en el siglo XIX cuando se acuñen filológicamente los términos “ocultismo” y “esoterismo”, en Francia, tierra de la Diosa Razón. Antes del XIX, ese vasto conjunto de doctrinas y prácticas era denominado con varios nombres: magia, arte hermético, hermetismo y otras expresiones. Cada término daba cuenta de uno o varios aspectos, pero no de la totalidad del sistema, como intentaron hacerlo los sustantivos “ocultismo”, de acuñación francesa (Éliphas Lévi), o “esoterismo”, palabra que surge casi al mismo tiempo en francés (1828) e inglés (1835).2

Tales acuñaciones filológicas en inglés y francés nos indican de nuevas necesidades comunicativas y culturales, acordes con los cambios ideológicos del siglo, que muy pronto iban a invadir al resto de las lenguas occidentales. Durante el XIX, el ocultismo va a expandirse en un contexto de creciente secularización, traducida en un retroceso de los dogmas religiosos judeocristianos y en el dominio de la ciencia como paradigma explicativo del mundo, por lo menos entre los sectores educados, en sistemas tales como el racionalismo y el positivismo. En este panorama de retirada de la religión tradicional y de avance de la ciencia, el ocultismo se propuso a sí mismo como un medio de conciliar ambos aspectos.

Muy en la línea de la interpretación romántica, el ocultismo reconocía una crisis espiritual en el ser humano ante la pérdida de un asidero metafísico, con el peligro de la caída en el materialismo y el ateísmo propiciado por la ciencia positivista. Se alegraba del retroceso de las iglesias dogmáticas y represoras, pues ello permitió el afloramiento de estas formas religiosas “ocultas”, que habían sobrevivido de manera clandestina, a veces bajo la más severa represión. De la ciencia, el ocultismo rechazaba su enfoque materialista, no su exploración sistemática del mundo, la que buscaba incorporar en su propio modus operandi. De aquí que surgieran expresiones como “ciencias ocultas”, esto es, el ocultismo queriéndose apropiar del paradigma científico pero aplicado a campos en los que la ciencia positivista no intervenía (por incredulidad o por incapacidad). Esta pretensión del ocultismo de unir ciencia y religión en un nuevo esquema interpretativo ya había sido desarrollada, con mayores vuelos intelectuales aunque magros resultados, por algunos filósofos románticos de la corriente llamada “Filosofía de la Naturaleza”, a finales del siglo XVII y principios del XIX, trabajando bajo la inspiración de Schelling.

Ocultismo y modernismo hispanoamericano

Para efectos inmediatos, lo importante es retener la idea del ocultismo visto en tanto magia en tiempos de modernidad, influido por ésta y, al mismo tiempo, buscando influirla. No logró su cometido en el ámbito científico (pues la ciencia siguió su desarrollo autónomo menospreciando a su antigua aliada renacentista), pero donde sí obtuvo grandes éxitos fue en los ámbitos artísticos y literarios de Europa y América. En el caso de la lengua española, esto será evidente durante la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX, cuando irrumpen formas ocultistas que fructifican, primero el espiritismo y después la teosofía. El primero resulta más accesible y popular y comienza a ser visible desde mediados del siglo XIX, mientras que la segunda supone mayor educación y es más tardía (sobre todo a partir de la última década del XIX). En palabras del escritor modernista Amado Nervo: “Los espíritus medianos consultan las mesas de pino. Los espíritus superiores se emboscan en la teosofía” (2000, 244).

El ocultismo en expansión coincide en España e Hispanoamérica con el florecimiento literario denominado “modernismo”, término que no ha de ser entendido en el mismo sentido en que se usa habitualmente en Estados Unidos y Europa, donde modernismo se identifica con la vanguardia, más o menos a partir de la Primera Guerra Mundial. En español, el modernismo no equivale a vanguardia, sino a lo que está inmediatamente antes: simbolismo, esteticismo, decadentismo y demás versiones finiseculares. El modernismo en español es prevanguardista, pertenece más bien a la cultura del Fin-de-Siècle. Las renovaciones estética, temática y estilística se aúnan con inquietudes religiosas y metafísicas. En este sentido, el ocultismo nutre al modernismo de asuntos filosóficos y temáticos, lo que se expresa de manera más clara en el género fantástico.

Aunque desde mediados del siglo XIX es posible identificar textos de índole fantástica (Cf. Hahn, 1978), es a partir del modernismo cuando podemos hablar con más propiedad de tal género en español, sobre todo en cuento. Puede decirse que con autores como el nicaragüense Rubén Darío, el mexicano Amado Nervo, el peruano Clemente Palma y el argentino Leopoldo Lugones, el cuento fantástico comenzó a cultivarse de manera sistemática en español, para continuar transformándose después con autores como Horacio Quiroga, Virgilio Piñera, Jorge Luis Borges, Felisberto Hernández y Julio Cortázar.

El modernismo introdujo en la literatura un componente numinoso que le había faltado al romanticismo hispanoamericano, heredado de Europa, más ocupado en los asuntos sociales y políticos, relativos a la consolidación de los nuevos Estados nacionales, tras su independencia de España a inicios del XIX. El modernismo hispanoamericano recuperó los temas religiosos y metafísicos del romanticismo europeo, así como su crítica a la razón ilustrada, sólo que, a falta de un movimiento ilustrado en América Latina, el enemigo ideológico fue más bien el floreciente positivismo. En palabras de Octavio Paz en Los hijos del limo:

El modernismo fue la respuesta al positivismo, la crítica de la sensibilidad y el corazón –también de los nervios– al empirismo y el cientismo positivista. En este sentido su función histórica fue semejante a la de la reacción romántica en el alba del siglo XIX. El modernismo fue nuestro verdadero romanticismo y, como en el caso del simbolismo francés, su versión no fue una repetición, sino una metáfora: otro romanticismo (1985, 77-78).

A diferencia del primer romanticismo, que claramente es importado desde las metrópolis (remozado en léxico pero no en pensamiento), el modernismo, no obstante una gran influencia francesa, se presenta como un movimiento pensado, sentido y escrito desde Hispanoamérica y que luego impacta a España. De hecho, es el primer movimiento estético fraguado de este lado del Atlántico, sobre ciertas líneas de reflexión europea pero repensadas desde América, que, en el caso de la Hispana, se concibe a sí misma como heredera de la cultura latina, exquisita y decadente, y amenazada por otra, vigorosa y bárbara, la anglosajona.

Los modernistas vieron la encarnación de este conflicto de “razas” en la guerra de 1898 entre España y Estados Unidos a propósito de Cuba, que acabó en la ocupación estadounidense de la isla. Este conflicto sirvió de acicate político y cultural tanto para el bando español (la llamada “Generación del 98”), como para los modernistas hispanoamericanos que, desde una postura francófila, se tornaron más cercanos a España, quizá por solidaridad ante su derrota. En este sentido, Rubén Darío es una figura emblemática, que pasa del tono más preciosista de Azul… (1888) y Prosas profanas (1896), publicados antes de la guerra hispano-estadounidense, a Cantos de vida y esperanza (1905), libro en el que si bien se mantienen algunas líneas de sus anteriores títulos, hay también una preocupación social en términos del amor a España, la conciencia de una América española y el recelo a los Estados Unidos. En la primera estrofa de su poema “A Roosevelt”, exclama: “Eres los Estados Unidos,/ eres el futuro invasor/ de la América ingenua que tiene sangre indígena,/ que aun reza a Jesucristo y aun habla en español” (1984). Ya antes Darío había sido el encargado de llevar a España la plaga americana, esto es, el modernismo literario.

Geografía del ocultismo en español

Antes de presentar a Darío y su conexión fantástica con sus colegas Lugones, Nervo y Varela, conviene precisar un poco el mapa de influencias del ocultismo. Trato de identificar las corrientes principales que, desde Europa y los Estados Unidos, llegaban a América Latina, y que fueron dos sobre todo. Primero, el espiritismo, que había surgido en Estados Unidos a finales de los cuarenta, por lo que su ámbito de influencia temporal se da sobre todo en la segunda mitad del siglo XIX. Esta corriente suponía un trato con los espíritus de los muertos, que seguirían existiendo en otra dimensión desde la cual podían comunicarse con los vivos mediante un médium apropiado y de quienes podían obtenerse conocimientos de este mundo y del otro. La otra corriente fue la teosofía de origen blavatskiano, que muy pronto se tiñe de las interpretaciones más cristianizantes de Annie Besant y C. W. Leadbeater, y que brilla en el fin de un siglo y principios del otro. Es interesante cómo ambas corrientes nacen en los Estados Unidos, en Nueva York, y de aquí viajan tanto a Europa, como a América Latina y Asia.

En España, Barcelona tiene un lugar especial en la historia del espiritismo. Los anales cuentan que, ya en la década de los cincuenta, las obras del espiritista francés Allan Kardec fueron quemadas en un auto de fe por el obispo de Barcelona. A finales de la década de los ochenta, ahí mismo se realiza el Primer Congreso Internacional Espiritista. Surgen periódicos, revistas y libros de espiritismo por doquier, tanto en España como en los países latinoamericanos. Se daba una discusión en los medios de prensa y hasta se hizo titubear a más de un científico en sus convicciones. Algunos de ellos incluso se convirtieron al movimiento espírita, como Wallace, el otro proponente, junto con Darwin, de la teoría de la evolución; William Crookes, el químico; Camille Flammarion, el astrónomo…

Como el resto de Europa, España no escapó a la influencia esotérica, ni en su variante espírita, ni en la teosófica. Ambas corrientes estuvieron bien representadas y desde ahí se expandieron a los países hispanoamericanos, que a su vez las recibían directamente desde su poderoso vecino del norte. Para fines de siglo, cuando surge el modernismo literario, ambas corrientes están en su esplendor, compitiendo entre sí. Muchos teósofos provenian de las filas espiritistas, empezando por los fundadores de la Sociedad Teosófica, Blavatsky y Olcott.

Otro foco importante de irradiación ocultista entre las élites americanas fue Francia, que tenía en Victor Hugo, en Gautier y en la pléyade de simbolistas coronada por el belga Maeterlinck, buenos heraldos de las doctrinas espíritas, ya en versión anglosajona, como la de Conan Doyle, ya en estilo francés, como la de Allan Kardec. Francia contó con una tradición mágica propia, fuerte, representada por Éliphas Lévi, primero, y otros ocultistas finiseculares, después, como Stanislas de Guaita, Joséphin Péladan y sobre todo Papus, por lo que las corrientes ocultistas de procedencia inglesa encontraron una resistencia local. Los franceses proclamaban su filiación a una tradición occidental de inspiración cristiano-hermético-cabalística, por lo que algunos rechazaron la teosofía, que representaba más bien otra tradición, la oriental, de inspiración hindú y budista. De hecho, en sus inicios, la teosofía fue denominada “budismo esotérico”, confundida por muchos con el budismo histórico. No será hasta bien entrado el siglo XX que se logre deslindar la teosofía del budismo, y se perciban como doctrinas diferentes, siendo la primera un sincretismo ocultista occidental que incorpora de manera amplia y selectiva a la segunda, al budismo asiático, con las consiguientes desfiguración y refiguración.

El mensaje teosófico fue más fecundo en el medio español e hispanoamericano que en el francés, a pesar de la oposición tanto católica como positivista. La teosofía no negaba la realidad de los fenómenos espiritistas, pero les daba una explicación diferente. En opinión de Blavatsky, los fenómenos que acontecían en las sesiones no eran resultado de la visita de los muertos sino de la manipulación del ectoplasma del médium por la voluntad inconsciente del médium y los otros asistentes, o por la acción clandestina de bajas entidades invisibles. La teosofía quiso superar las carencias filosóficas del espiritismo, demasiado atrapado por una praxis de trances, raptos y escritura automática, y para ello elaboró un sistema sincrético moderno que combinó las corrientes occidentales de esoterismo (esto es, neoplatonismo, hermetismo y cábala, los tres cristianizados) y elementos provenientes de Oriente (hinduísmo y budismo, sobre todo).

Por esto la teosofía se vincula con otro proceso ideológico de la época, el orientalismo, esto es, un proceso de construcción de “Oriente” por parte de Europa en una variedad de discursos sociales, filosóficos, políticos y religiosos;3 entre estos últimos se ubicaba el discurso teosófico, que, muy en la línea romántica, ligaba de manera jerárquica pero subordinada a Europa con Asia, la cuna de la religión. Fortalecido por el descubrimiento y estudio del sánscrito, el orientalismo crece con seriedad académica y con imaginación literaria a lo largo del siglo XIX. Se desarrolla junto al fenómeno del ocultismo y a veces se entrecruzan, pero son discursos diferentes. Hay todo un orientalismo laico, esteta, mundano, erótico, que no pasa necesariamente por los asuntos ocultistas. En lo que se refiereal orientalismo religioso, aquí la teosofía jugó un papel medular, al ser la pionera en la incorporación de elementos indobudistas al caudal mágico-filosófico de Occidente. El Oriente teosófico tuvo una función mitificante que atrajo a mucha gente en tiempos seculares, brindando nuevas posibilidades estéticas y literarias que los artistas y escritores aprovecharon.

España no fue inmune al encanto del Oriente que llegaba del Norte, de los alemanes, franceses e ingleses, no obstante que contaba con su Oriente personal, dentro de su propia historia, pero el Oriente español era sobre todo cercano y medio, no tanto lejano, casi no llegaba a la India, y menos al Tíbet o a la China, a no ser por la acción religiosa –como la jesuita–. En lo que al sánscrito se refiere, en 1871 Francisco García Ayuso había publicado La filología en su relación con el sánscrito, y en 1890 Juan Gelabert y Gordida publicó el Manual de lengua sánscrita. La penetración del sánscrito fue mejor en Barcelona que en Madrid, los dos centros teosóficos más importantes del país. No obstante, no se generó un orientalismo académico de alto vuelo, como el de Francia e Inglaterra.

Algunos teósofos españoles conocieron personalmente a Madame Blavatsky, divulgaron sus escritos, los tradujeron al castellano, organizaron logias y revistas, tales como José Xifré (1855-1920), desde época muy temprana. Xifré fue uno de los fundadores e impulsores de la teosofía en España.4 Su misión teosófica fue tan exitosa que, cuando el presidente de la Sociedad Teosófica, Henry S. Olcott, visitó España en una gira en junio de 1895, afirmó que Madrid, Londres y Estocolmo eran los tres centros europeos más importantes. Igual que ocurrió en varios países latinoamericanos, muchos de los organizadores de las primeras logias teosóficas en España durante los últimos años del siglo XIX provenían de las filas espiritistas, quienes se habían pasado al bando filosófico de los teósofos.

Durante fines del XIX y las tres primeras décadas del XX, el movimiento teosófico tuvo una gran presencia en Europa, América y Asia, no obstante sus divisiones posblavatskianas, entre los mayoritarios “besantianos” de Adyar (India) y los norteamericanos que siguieron a W. Judge. En la América hispánica, predominaron los primeros. Por lo tanto, si España era uno de los tres centros europeos más importantes, entonces su actividad teosófica debió ser notable. Así fue porque el ocultismo supo vincularse con los medios artísticos y literarios, en términos de propuestas renovadoras en los campos religiosos y filosóficos. Por su parte, los artistas y el público en general recibieron con entusiasmo las ideas teosóficas a diferentes niveles, desde el más popular de las sesiones espiritistas y su circo parapsicológico, hasta otro más filosófico y gnóstico. Fue de variada graduación el compromiso de algunos artistas con la teosofía y, en general, con el ocultismo, pues iba desde el uso temático de elementos pintorescos y dispersos, pasando por la lectura regular y prolongada que ilustraba sobre aspectos del proceso gnóstico y creativo, y llegando en ocasiones a un compromiso más profundo (sin que esto significara la militancia formal en una logia, lo que sin embargo a veces ocurrió, como en el caso de Lugones en Argentina o de Brenes Mesén en Costa Rica). Al escribir sobre el vínculo moderno entre ocultismo y literatura, apunta el crítico colombiano Rafael Gutiérrez-Girardot:

Con todo, pese a la nebulosidad del ocultismo o de las teosofías, éstas tuvieron una función en la literatura del siglo pasado: independientemente de su procedencia dogmática y de su contenido, dicha función fue primariamente estética. En un doble sentido: para expresar “correspondencias” en un mundo predominantemente regido por el principio del símbolo… y para explicar el proceso de la propia creación, como es el caso de W. B. Yeats con A Vision (1938) o La lámpara maravillosa (1916) de Valle-Inclán. Pero esas “teosofías” tuvieron otra función. Fueron “saberes” –en el sentido más amplio de la palabra– que servían a la pregunta por el devenir del mundo… eran un sustituto de la religión y a la vez una forma de protesta contra el mundo moderno de la ciencia (1988, 81).

El impacto de la revista Sophia

Un elemento central en la divulgación teosófica entre artistas y público a ambos lados del Atlántico fue la revista española Sophia, con dos etapas bien marcadas: 1893-1914 y 1923-1925. Había sido precedida por la revista Estudios Teosóficos (1891-1892), pero el impacto de Sophia fue mucho más amplio, logró calar más hondo y más lejos, abriendo sus páginas no sólo a aspectos doctrinales sino también de interés artístico y literario, lo que amplió el número de lectores, de tal suerte que algunas de sus firmas eran las mismas de las revistas propiamente literarias. Tales son los casos de Viriato Díaz-Pérez, los hermanos González Blanco (Andrés, Edmundo y Pedro), Rafael Urbano (temprano traductor de Buda y de Nietzsche), o bien, Leopoldo Lugones, Amado Nervo y Rubén Darío.

El estudioso italiano Giovanni Allegra detecta dos grandes asuntos en la primera etapa de la famosa revista: “Entre 1893 y 1912 dos son los temas que principalmente se desarrollan en Sophia y en las publicaciones teosóficas editadas en Madrid y Barcelona: el estudio de los substratos místicos en la tradición hispánica, y el estudio de Oriente y de las doctrinas sapienciales” (1986, 146). Los teósofos españoles no se contentaron con las referencias de Blavatsky sobre el asunto, sino que buscaron ampliarlas con la incorporación de místicos y ascetas peninsulares: pitagóricos, árabes, hebreos, neoplatónicos, quietistas, etcétera. Al juzgar este material, Allegra afirma:

No se trata del rigor histórico-exegético que se pretende poner de relieve y que sería absurdo buscar entre los buenos aficionados que en el fondo fueron siempre los “ocultistas”, sino de la voluntad de conectar(se) con toda una corriente de pensamiento cuya memoria parecía haberse extinguido en los últimos siglos y de referirla a experiencias culturales contemporáneas (1986, 146).

Sobre esta línea de recuperación de místicos peninsulares destaca el nombre de Miguel de Molinos y la publicación de su Guía espiritual en Sophia en 1905 por parte de Rafael Urbano (traductor pionero de Buda y Nietzsche al español). El pensamiento de Molinos estará presente en más de un autor modernista (por ejemplo, en Antonio Machado, pero sobre todo en Valle-Inclán, con La lámpara maravillosa, 1916) y el conocimiento directo de su obra (después de tanto tiempo de oscuridad) se debió en buena medida a que los círculos teosóficos supieron promoverlo más allá de sus propias filas.

En lo que se refiere al segundo gran tema de Sophia, el Oriente y las doctrinas ocultistas, hay que tener en cuenta que el suyo es un Oriente visto a través del discurso teosófico, y por tanto mistificado, romantizado, muchas veces sostenido con argumentos del orientalismo académico para efectos de erudición.5 Además de mística hispánica, Oriente y ocultismo, otras áreas que Sophia cubrió de manera novedosa fueron las investigaciones sobre folclor y sobre culturas extinguidas, con lo que alentó una cierta arqueología diletante, a veces teñida de fantasías atlantes (como en Roso de Luna); así como artículos, reseñas y traducciones de textos y autores propiamente literarios: Bulwer-Lytton, Rider Haggard, E. Schuré, Poe, Novalis, Nietzsche, Carlyle, Maeterlinck, Ruskin, etcétera.

Un factor que contribuyó al éxito de Sophia como empresa cultural fue que supo reunir un excelente conjunto de traductores, empezando por el propio fundador José Xifré (traductor en 1896 de La clave de la teosofía, de Blavatsky), así como Francisco Montoliu (1861-1892), quien se encargó de la traducción de Isis sin velo (1888) y, junto con otros teósofos, incluido Xifré, de la extensa obra La Doctrina Secreta, también de Blavatsky, cuya traducción apareció en 1895, con lo que para inicios del siglo XX ya estaba en español la literatura teosófica fundamental, lo que potenciará su expansión. Esta labor de traducción no se limitó a los textos canónicos del movimiento, sino que se extendió al ámbito literario. Así, Edmundo González Blanco dio cuenta de Emerson, Carlyle y Ruskin; José Roviralta y Borrell no sólo vertió por primera vez al español la Bhagavad Gita, sino también, entre otros muchos textos, y de forma magistral, el Fausto de Goethe; Rafael Urbano tradujo a Nietzsche y varios textos budistas, entre ellos el Dhammapada; por último, otros traductores que podrían mencionarse son Federico Climent Terrer y Viriato Díaz-Pérez.

Este acercamiento un tanto general a la labor de la revista Sophia muestra cómo su sincretismo filosófico y su estética tardorromántica alimentaron indirectamente la vocación por el misterio de tantos modernistas abrumados por la secularización, al tiempo que el alto perfil literario y cultural de sus impulsores favoreció los vínculos con artistas y escritores. En España, multiplicaron sus efectos las tertulias y los ateneos a los que asistían Juan Valera, Clarín, Juan Ramón Jiménez, los Machado, Valle-Inclán, Cansinos-Assens (otro gran traductor),6 Mario Roso de Luna, entre varios. El efecto de Sophia traspasó las barreras españolas, pues se volvió lectura obligada en el mundo teosófico hispanoamericano, difundiendo así del otro lado del Atlántico sus enseñanzas, sí, pero también una visión estética compatible con los nuevos vientos del modernismo literario que corrían aquí y allá.

Bosquejado este mapa general de la penetración y difusión del ocultismo en tierras hispanohablantes, podemos pasar ahora a revisar a ciertos autores importantes de narraciones modernistas de índole fantástica.

El ocultismo, Darío y sus cuentos fantásticos

Dado el papel emblemático de Darío en el movimiento modernista, esto es, “nuestro verdadero romanticismo” (Paz dixit), conviene empezar por él a la hora de examinar los nexos entre ocultismo y literatura fantástica en español. Durante mucho tiempo se destacó su función renovadora en la poesía, después en la crónica y en el cuento, y sólo más recientemente se identificó su acción fundacional en el relato fantástico, junto con sus colegas Nervo y Lugones.

En el caso de Darío, dada su procedencia rural cargada de oralidad y mito en Nicaragua, encontramos una predisposición cultural hacia el cultivo de lo fantástico. Así, el personaje protagónico de uno de sus cuentos, “La larva”, dice:

Yo nací en un país en donde, como en casi toda América, se practicaba la hechicería y los brujos se comunicaban con lo invisible. Lo misterioso autóctono no desapareció con la llegada de los conquistadores. Antes bien, en la colonia aumentó, con el catolicismo, el uso de evocar las fuerzas extrañas, el demonismo, el mal de ojo. En la ciudad en que pasé mis primeros años se hablaba, lo recuerdo bien, como de cosa usual, de apariciones diabólicas, de fantasmas y de duendes (1982, 67).

En ese cuento, Darío narra un encuentro con una terrorífica criatura sobrenatural, en estado de total lucidez, esto es, sin locura, alcohol o alucinógenos. Se trata de una versión literaria de una experiencia personal, pues en su Autobiografía afirma que: “En Caras y Caretas ha aparecido una página mía, en que narro cómo en la plaza de la catedral de León, en Nicaragua, una madrugada vi y toqué una larva, una horrible materialización sepulcral, estando en mi sano y completo juicio” (1966, 118). El texto publicado en la revista argentina es el cuento mencionado.7

Darío se había puesto en contacto con las doctrinas esotéricas desde su adolescencia, cuando conoció al masón polaco José Leonard y Bertholet, nombrado profesor en el Instituto Leonés de Occidente. Entonces, cuenta, “cayó en mis manos un libro de masonería, y me dio por ser masón, y llegaron a serme familiares: Hiram, el Templo, los caballeros Kadosh, el mandil, la escuadra, el compás, las baterías y toda la endiablada y simbólica liturgia de esos terribles ingenuos” (1966, 28). Como puede apreciarse, la masonería no le satisfizo intelectualmente, aunque siguió leyendo y buscando por los ámbitos esotéricos.

En Guatemala conoció al diplomático costarricense Jorge Castro, talentoso joven de amplia cultura, abogado formado en Francia y entusiasta de las ciencias ocultas. Fue él quien lo introdujo a las lecturas teosóficas (Isis Unveiled y The Secret Doctrine, de Blavatsky, así como libros de Annie Besant8 y H. Olcott). Castro, hijo del ilustre embajador el Dr. Castro Madriz, ex-presidente de Costa Rica, también intentó entusiasmar en sus búsquedas ocultas a otro escritor modernista, el guatemalteco Máximo Soto-Hall, pero sin éxito. Los tres jóvenes hicieron un trato, relatado así por el notable biógrafo de Darío, Edelberto Torres:

Uno de los incidentes de la conversación es que Jorge Castro les propone convenir en que el primero que muera ha de aparecer a los otros como testimonio de la supervivencia del alma. Poco después el doctor Castro es trasladado con igual cargo a Panamá, llevando siempre como secretario a su hijo. Allá fallece éste, y el anuncio lo recibe Rubén cuando en uno de sus acostumbrados ágapes con Soto-Hall, ve la persona, íntegra y claramente, de Jorge Castro. Soto-Hall no ve nada, pero tiene conocimiento de la muerte de su amigo, ocurrida en la fecha de su aparición, por carta que llega después de Panamá, anunciando la dolorosa pérdida. En esa misma oportunidad otros fenómenos tienen lugar; sonidos arrancados al piano que hay en el comedor donde se hallan, y ruidos igualmente inexplicables. Hondamente impresionado, Rubén escribe una de las más bellas páginas necrológicas en memoria del amigo ausente (1982, 135-136).

Tal artículo necrológico empieza así: “No es el viejo verso griego, que habla de los que mueren jóvenes, lo que hoy traigo a mi memoria, sino la ley misteriosa y oculta del karma búdico, con toda su profunda fatalidad” (1982, 149-150). Obviamente, esta mención al “karma búdico” alude a sus vínculos teosóficos con el muerto.

Después, en Buenos Aires, sus conversaciones sobre asuntos ocultos continúan, ahora con Leopoldo Lugones y Patricio Piñeiro Sorondo, tal como dice Darío en su ya mencionada Autobiografía:

Como dejo escrito, con Lugones y Piñeiro Sorondo hablaba mucho sobre ciencias ocultas. Me había dado desde hacía largo tiempo a esta clase de estudios, y los abandoné a causa de mi extremada nerviosidad y por consejo de médicos amigos. Yo había tenido ocasión, desde muy joven, si bien raras veces, de observar la presencia y la acción de las fuerzas misteriosas y extrañas, que aún no han llegado al conocimiento y dominio de la ciencia oficial (1966, 118).

Como puede apreciarse, Darío no pone en duda la existencia de “las fuerzas extrañas” (llamativamente éste será el título de uno de los libros de relatos fantásticos de Lugones), tan sólo acota que abandonó sus estudios esotéricos por “extremada nerviosidad y por consejo de médicos amigos”, quizá a raíz de los sucesos de la aparición terrorífica de León y los relativos a la visión del fantasma de Jorge Castro en Guatemala.

En España, continuó sus pláticas ocultistas con, entre otros, su padrino literario, el escritor Juan Valera, y en Francia estuvo en contacto con el mago Papus (Gérard Encausse, 1865-1916), famosa figura del ocultismo finisecular: “En París, con Leopoldo Lugones, hemos observado en el doctor Encausse, esto es, el célebre ‘Papus’, cosas interesantísimas; pero según lo dejo expresado, no he seguido en esa clase de investigaciones por temor justo a alguna perturbación cerebral” (1966, 118). Lo cierto es que las ideas y doctrinas ocultistas permean la visión poética de Darío, tal como queda demostrado en el ya clásico libro de Cathy Login Jrade (1986) en lo que se refiere a poesía, aunque debería ahora incluirse también su narrativa fantástica para reforzar el argumento.

Años después, ya de vuelta en Nicaragua, pocos días antes de su muerte, en una entrevista con el periodista Francisco Huezo, Darío retorna a su interés esotérico:

Enseguida topa con el tema del ocultismo, que durante toda su vida tentó su curiosidad. Llevado por esa afición leyó desde Allan Kardec hasta Ana Besant. Ha sido feligrés en esas capillas y lo confiesa: –“Yo he sido eso; yo he creído. He estudiado, he visto mucho, en París, en Italia. Suceden cosas sorprendentes, inexplicables. Son hechos extraordinarios, como cábalas de misterio” (Torres, 1982, 402).

Y a continuación, rememora sus visitas a la famosa médium italiana de la época, Eusapia Paladino. Como vemos, desde la adolescencia hasta pocos días antes de su muerte, el interés en el ocultismo está presente en el poeta, a pesar de que, según insiste, no ahonda más por temor y salud.

En un cuento titulado “El caso de la señorita Amelia”, abundan las referencias al ocultismo y a la teosofía. Su personaje central exclama:

Yo que he sido llamado sabio en Academias ilustres y libros voluminosos; yo que he consagrado toda mi vida al estudio de la humanidad, sus orígenes y sus fines; yo que he penetrado en la cábala, en el ocultismo y en la teosofía … que sé cómo obraba Apolonio el Thianense y Paracelso, y que he ayudado en su laboratorio, en nuestros días, al inglés Crookes; yo que ahondé en el Karma búdhico y en el misticismo cristiano…” (1982, 45).

Más adelante, el mismo personaje dice:

Iba yo, sediento ya de las ciencias ocultas, a estudiar entre los mahatmas de la India lo que la pobre ciencia occidental no puede enseñarnos todavía. La amistad epistolar que mantenía con madama Blavatsky habíame abierto ancho campo en el país de los fakires … Viajé por Asia, África, Europa y América. Ayudé al coronel Olcott a fundar la rama teosófica de Nueva York (1982, 47).

Así como en ese cuento abundan las referencias teosóficas, en otro titulado “Huitzilopoxtli”, las señales apuntan más bien al espiritismo y a su presencia en México, por personas tales como el líder revolucionario y espiritista declarado, Francisco I. Madero. En esta narración, Darío retoma la idea de los sincretismos entre lo europeo y lo indígena, con lo que los muertos de los espiritistas resultan ser las antiguas divinidades prehispánicas: “Aquí en México, sobre todo, se vive en un suelo que está repleto de misterio. Todos esos indios que hay no respiran otra cosa. Y el destino de la nación mexicana está todavía en poder de las primitivas divinidades de los aborígenes” (1982, 82). Más adelante un sacerdote afirma:

con la cruz hemos hecho aquí muy poco, y por dentro y por fuera el alma y las formas de los primitivos ídolos nos vencen… Aquí no hubo suficientes cadenas cristianas para esclavizar a las divinidades de antes; y cada vez que han podido, y ahora sobre todo, esos diablos se muestran (1982, 84).

Se trata de diabolizar a los dioses antiguos, mostrarlos, no como otros dioses, sino como lo opuesto de Dios. El anterior comentario del sacerdote tiene que ver con su referencia al espiritismo de Madero, como queda claro en este diálogo entre el cura y el narrador:

- Sí Madero no se hubiera dejado engañar…

- ¿De los políticos?

- No, hijo; de los diablos…

- ¿Cómo es eso?

- Usted sabe.

- Lo del espiritismo…

- Nada de eso. Lo que hay es que él logró ponerse en comunicación con los dioses viejos… (1982, 84).

Podrían revisarse más aspectos de lo oculto en la literatura fantástica de Darío, pero creo que con lo anterior es suficiente para subrayar su importancia ideológica y temática.

La novela teosófica de Juan Valera

Juan Valera es el crítico y narrador que presenta a Darío ante los lectores españoles, al publicar un texto crítico en dos partes sobre Azul… en la página literaria de los lunes de El Imparcial de Madrid, en octubre de 1888, y que, a partir de la segunda edición del libro, Darío anexó como prefacio, tanto le había gustado. Esas dos “cartas americanas” que Valera escribió ayudaron grandemente a promocionar a Darío y su libro fundacional de la poesía modernista en el Viejo Continente. Muchas cosas los separaban como escritores, pero entre las que los unieron estaba su interés por el ocultismo y por Oriente.

Valera no fue inmune al entusiasmo orientalista de su época sino más bien su promotor, y cultivó en español este tipo literario que en el mismo siglo romántico trabajaron autores como Victor Hugo, Nerval, Flaubert y Gautier. En la introducción a sus Leyendas orientales, Varela afirma que se ha refugiado en Oriente para dar vuelo a su fantasía. Y agrega:

Otra razón nos impulsa también a escribir estas leyendas. Deseamos divulgar un poco la literatura oriental antigua y empezar a emplearla en nuestra moderna literatura española. En Francia y en Inglaterra y en Alemania, el renacimiento oriental, de que hemos hablado, deja, tiempo ha, sentir su influjo en el arte y en la poesía. En España aún no se nota nada de esto (1958, 901).

Resalta la amplitud intelectual de Valera en relación con muchos de sus coterráneos colegas, más concentrados en su angustiada patria que, para fines de siglo, sufrirá la pérdida de sus últimos territorios ultramarinos. A esta amplitud de miras contribuyó su oficio de diplomático, que lo llevó a residir en Lisboa, en Río de Janeiro, en Dresde, entre varios lugares. A su labor diplomática se unió un prolongado y entusiasta estudio, que le dio fama de gran intelectual y sobre todo de crítico literario, por lo que el espaldarazo a Darío resultaba una suerte de consagración para el escritor americano.

Valera percibió muy bien la dimensión religiosa de la revolución literaria de Darío, y claramente la ubica en un paisaje de secularización que lleva a que, “en la literatura de última moda” predominen dos actitudes: que se caiga en el ateísmo o en la blasfemia o “que en este infinito tenebroso e incognoscible perciba la imaginación, así como en el éter, nebulosas o semilleros de astros, fragmentos y escombros de religiones muertas, con los cuales procura formar algo nuevo como ensayo de nuevas creencias y de renovadas mitologías” (en Darío, 1987, 8). Afirma que ambas actitudes están en el libro de Darío, aunque quizá más la segunda, cuando luego hable de “la poderosa y lozana producción de seres fantásticos, evocados o sacados de las tinieblas de lo incognoscible, donde vagan las ruinas de las destrozadas creencias y supersticiones vetustas” (1987, 9).

Entre sus contemporáneos, Valera era considerado un buen conocedor tanto de literaturas orientales como de arcanos ocultistas. Su contemporánea, Emilia Pardo Bazán, escribe sobre la proclividad teosófica de Valera:

No afirmaré que sobre su credulidad –respeto demasiado el claro entendimiento que don Juan poseía–, pero sobre su imaginación y su pensamiento ejercían sugestión activa y fuerte las leyendas que se refieren de los mahatmas de la India, difundidas en Europa por la señora Blavatzky, teósofa y milagrera (en Valera 1984, 39).

Otra prueba de su interés por estas doctrinas, es el artículo “Teosofía”, que escribió para el Diccionario Enciclopédico Hispanoamericano, de 26 tomos, publicado por Montaner y Simón en Barcelona entre 1887 y 1899.

En el plano literario, nada más revelador de los gustos esotéricos de Valera que su última novela, Morsamor (1899), a la que su autor definió como “un libro de caballerías a la moderna, donde se aspira a manifestar la grandeza real de una época histórica para España y Portugal gloriosísima, a través de una acción fantástica y soñada” (citado por Romero, 1984, 36-37). Se ha pretendido ver en Morsamor una novela histórica por la ambientación lejana, lo que parece dudoso dado el peso de lo fantástico en la trama, que inhabilita en parte el impulso de reconstrucción que anida en toda empresa historicista. Valera, en una especie de compensación ideológica, publica una novela sobre los tiempos gloriosos del Imperio, en momentos en que España pierde sus últimas colonias ultramarinas.

El orientalismo de Valera recoge la noción de Oriente como cuna espiritual de la humanidad, como “custodio de la ciencia oculta”. Claro que tal sublime estado de cosas fue en el pasado, en los orígenes, no en el siglo XIX, cuando tales pueblos orientales lucen “parados e inertes”, por lo que deben ser sacados “de la abyecta postración en que han caído” por los europeos cristianos.

Morsamor es una de las primeras novelas fantásticas en español, pues el surgimiento de este género a finales del XIX es sobre todo en el cuento, como ocurre con Darío, Nervo y Lugones.9 No puede considerarse a Valera un modernista en el sentido de los hispanoamericanos, aunque comparte con éstos, no sólo la época; también fuentes textuales y temáticas, procedentes del ocultismo finisecular y, en especial, de Blavatsky, que tanto éxito tuvo entre ciertos medios artísticos e intelectuales. Sin duda, el orientalismo de Valera, por lo menos el de esta novela, aparece configurado por la teosofía. El autor no distingue las especificidades hindúes y budistas de las teosóficas, y a la hora de escribir sobre aquéllas, lo hace bajo la lente teosófica y cristiana, lo que resulta en claras deformaciones doctrinales, no sólo por lo que la teosofía entiende de Oriente, sino también por lo que Varela entiende de la teosofía.

Morsamor fue leída y bien recibida entre los teósofos españoles, tal como se aprecia por la reseña escrita por Viriato Díaz-Pérez en la revista teosófica Sophia, de amplia lectura tanto en España como en América Latina, no sólo entre los blavatskianos sino también entre artistas y escritores, ya que, según señalamos, no se trataba solamente de una revista doctrinal, pues estaba abierta a la discusión estética y filosófica. En su reseña, Díaz-Pérez escribe:

Si la Sociedad Teosófica de España hubiese pensado alguna vez en propagar sus doctrinas acudiendo al vulgar reclamo, no podría haber soñado expresión más artística, ni medio más ingenioso, que el de la lectura de Morsamor, para despertar en las gentes la curiosidad por saber lo que es la Teosofía y moverlas a profundizar su estudio, perdiendo el miedo a la terminología árida de sus escritores (Larrea, 1993, 193).

Curiosamente y a pesar del entusiasmo de los teósofos, la resolución del conflicto religioso del personaje central no es teosófica sino cristiana. Después de que Morsamoravant-la-lettreMorsamor