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Los ovnis, aunque los medios y en particular las grandes editoriales sean reacios a publicar nada sobre ellos, siguen surcando los cielos del planeta, y sus «tripulantes» siguen conviviendo con nosotros aunque no los veamos, porque hace tiempo que aprendieron a bajarse de sus vehículos, a contactar con los seres humanos y a intervenir de manera muy solapada en nuestras vidas. Aunque creamos que la marcha de la historia de la humanidad se debe a los gobernantes de todos los tiempos, la triste realidad es que han sido solo unos inconscientes juguetes de estos entrometidos visitantes del espacio, y por desgracia lo siguen siendo.

En este libro el autor nos presenta varios ejemplos de esta innegable intromisión de los seres que tripulan los ovnis en las vidas de los humanos; ejemplos que tienen más de negativo que de positivo, contra el parecer de los ingenuos que todavía creen que los «extraterrestres» son los que nos van a ayudar a solucionar nuestros problemas.

A pesar de que la primera edición de «La granja humana» se publicó hace más de veinte años, esta nueva edición, revisada y actualizada por el autor, sigue teniendo la misma vigencia que entonces, porque los ovnis continúan ahí, endemoniando la historia humana, mientras los científicos miran para otro lado, los banqueros discuten sobre la prima de riesgo y los «intelectuales» siguen tan satisfechos contemplando su propio ombligo y felices de verse tan inteligentes.

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La granja humana

Salvador Freixedo

www.diversaediciones.com

La granja humana

© 2014, Salvador Freixedo

© 2014, Diversa Ediciones

EDIPRO, S.C.P.

Carretera de Rocafort 113

43427 Conesa

diversa@diversaediciones.com

ISBN edición ebook: 978-84-942484-7-4

ISBN edición papel: 978-84-942484-3-6

Diseño y maquetación: Dondesea, servicios editoriales

Ilustraciones de cubierta: © Cannarego y © Javarman / Shutterstock

Todos los derechos reservados.

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A Magdalena, mi mujer.

Prólogo a la actual edición

Han pasado veintitrés años desde la primera edición de este libro, y el fenómeno ovni ha seguido desenvolviéndose como lo había venido haciendo durante milenios. Y dicho de otra manera más de acuerdo con su temática, han pasado veintitrés años, y los habitantes de la granja humana siguen sin despertar: han seguido comiendo la misma paja que les han estado dando los dueños de la granja (ahora más endulzada) y han seguido creyendo las mismas mentiras que los «dioses» y sus testaferros humanos nos han seguido diciendo.

Por desgracia, muchos de los ovnílogos no se han enterado todavía de que la infinita y variadísima casuística (incluida la que se describe en este libro) no es más que una careta para disimular el verdadero rostro del fenómeno o una trampa para tener entretenidos a los investigadores. Pero ya va siendo hora de que despertemos de este engaño y nos enfrentemos con la desnuda verdad, aunque esta sea tan desagradable como lo es en realidad.

En estas páginas yo presento casos que a algunos «ufólogos serios y científicos» se les hicieron difíciles de admitir. Poco sabían ellos que la gran realidad que está detrás de todos estos casos es mucho más «increíble» y difícil de digerir.

El valor de este libro, aparte de la originalidad de muchos de los casos que presenta, consiste por una parte en que globaliza el fenómeno y, a pesar de mostrar casos muy diversos, los presenta como formando parte de un todo con muchos aspectos y acontecimientos diferentes, y por otra, en que pone sobre aviso al lector de que la cosa no es tan «entretenida» e inocente como a primera vista parece y que en realidad representa una muy seria amenaza para la raza humana. De hecho, a continuación de este libro escribí otro cuyo título, La amenaza extraterrestre, declaraba ya abiertamente esta idea. A algunos «ufólogos» famosos y muy profesionales no les gustó. Lo siento por ellos.

Da la impresión de que en la actualidad se habla y se escribe menos sobre los ovnis. Es cierto, aunque esto no significa que la actividad de los dueños de la granja haya disminuido. Por el contrario, creo que en la actualidad están mucho más activos, aunque sus actuaciones, sin dejar de ser también físicas y visibles, son mucho más sutiles e indetectables, pero en definitiva más influyentes en la conducta de las sociedades. Actividades como las manifestaciones masivas en el cielo de la ciudad de México, atestiguadas por cientos de miles de personas, o los admirables círculos de las cosechas que cada año aparecen en los campos de muchas naciones, y especialmente de Inglaterra, son pruebas físicas de la presencia de estos visitantes del Cosmos, por mucho que los medios de comunicación pretendan silenciarlos.

La causa de que apenas se escriba sobre ellos es una prueba más de su poder. Ellos son los que han conseguido que los grandes medios de comunicación no se presten a publicar nada que tenga que ver con los ovnis y que los editores importantes se nieguen a publicar libros sobre el tema. Para ello se han valido además de los intelectuales y científicos y de las autoridades a las que han convencido de que todo es fruto de la imaginación. Las motivaciones de todos estos grupos son diferentes: a las autoridades no les gusta que haya algo que esté fuera de su control; los hombres de ciencia no saben cómo explicarlo porque los hechos van contra sus dogmas científicos y optan por la salida más fácil, que consiste en negar los hechos; en los intelectuales es cuestión de amor propio y de soberbia: es imposible que exista algo que ellos desconozcan.

Sin embargo, hay dos estamentos muy importantes en la sociedad que sí se interesan por el fenómeno, aunque no tengan la facilidad que tienen los grupos anteriores para dar a conocer su opinión. Me refiero a los militares y a las religiones. Los militares, obviamente, están muy interesados en algo que invade sus espacios sin pedirles permiso y que se atreve a desafiar descaradamente sus prohibiciones. Y aunque lo han negado y han tratado de engañar en muchas ocasiones a la sociedad, han estudiado a fondo el fenómeno y son los que más conocen sobre sus muchos aspectos, aunque no le comuniquen a la sociedad todo lo que sobre él saben. El inicial Blue Book de Allen Hynek y los sucesivos proyectos Condon, Brookings, Sturrock y los dos comunicados de la Fuerza Aérea estadounidense no son más que mentiras elaboradas para hacerle creer a la gente que el fenómeno estaba siendo estudiado y que no tenía visos de ser real. En cambio, los militares franceses, en su informe Cometa, y los de otros seis o siete países, son mucho más sinceros y reconocen la realidad del fenómeno.

La religión, y en concreto los líderes del cristianismo, prefieren mirar para otro lado y no darle importancia al fenómeno porque se dan cuenta de que, de ser cierto lo que dicen los que lo han estudiado o experimentado, podría traer dificultades para ciertas creencias fundamentales. Pero decir que la presencia entre nosotros de otros seres inteligentes no humanos no supone problema alguno para el dogma es estar en la luna.

Los creyentes de otras religiones siguen admitiendo cosas tan trágicas o tan chuscas como que a Dios le agrada destripar a los no creyentes o que no coman carne de puerco o adoren a una vaca, tal como los dueños de la granja, disfrazados de dioses, les enseñaron a sus fundadores hace muchos años.

Reconozco que hoy en día, basado precisamente en hechos por el estilo de los que se narran en este libro, y tras haber conocido e intimado con muchos testigos directos y víctimas del fenómeno y de haberlo vivido en carne propia, sé de los dueños de la granja y de sus intenciones mucho más de lo que sabía cuando escribí La granja humana.

Por ello, para esta nueva edición he revisado concienzudamente el texto y he corregido alguna afirmación que con el tiempo he sabido que no era exacta, como también he añadido comentarios y detalles que desconocía entonces.

Cenlle (Ourense), 2011

Introducción

Este libro no es de ciencia ficción, y menos una novela basada en fantasmagorías imaginadas por el autor o en libros místicos. Este es un libro en el que se narran hechos. Hechos inexplicables y hasta absurdos si se quiere, pero hechos reales, investigados la mayor parte de ellos directamente por mí. Y en algún caso vividos y hasta padecidos por mí.

Los eternos dubitantes siguen diciendo que en el mundo paranormal «no hay hechos comprobados». Efectivamente, para el que tiene la mente cerrada nunca habrá casos ni pruebas suficientes. Pero «la sarna no está en las sábanas». La sarna está en la cerrazón de mollera de algunos «intelectuales».

Los casos que en este libro presento son casos concretos y comprobados, y muchos de ellos son pruebas que podrían dar fe en un tribunal de justicia y que para mí han sido convincentes. Otros, en cambio, son solo evidencias circunstanciales que nos ayudan a acercarnos a conclusiones ciertas.

Y si es cierto que los casos son importantes, lo es aún más investigar qué hacen esos tripulantes en nuestro mundo y qué han estado haciendo siempre desde hace miles de años. Pero ya no desde sus naves, sino mezclados con nosotros en nuestras calles, en el interior de nuestros hogares y sobre todo dentro de nuestras mentes. Porque lo que muchos investigadores del fenómeno no acaban de comprender es que estos tripulantes hace muchos años que aprendieron a bajarse de sus aparatos y a andar entre nosotros haciendo cosas muy extrañas.

Presentar sus múltiples, disimuladas y variadísimas andanzas y actividades en nuestro mundo y, sobre todo, ver cuál debería ser nuestra reacción, es lo que pretendo en este libro. Entretanto, los «ufólogos» (¿qué es eso?) seguirán coleccionando casos sin saber qué hacer con ellos y estarán cada día más confusos.

Por otra parte, este libro no es para las personas que creen que todo lo inventable ya está inventado, ni para las que piensan que la ciencia es capaz de dar solución a todos los misterios del mundo y que todo aquello a lo que ella no es capaz de encontrar una solución tiene que ser rechazado como absurdo o inexistente.

En este mundo en el que vivimos, olvidándonos por un momento de la vastedad del infinito Universo, hay una enorme cantidad de hechos que sobrepasan con mucho los límites de la ciencia y que no son susceptibles de ser explicados por ella, porque simplemente rebasan la capacidad de comprensión de nuestros cerebros.

Además, todo el reino del espíritu —y el Cosmos, al decir de grandes astrónomos y filósofos, da la impresión de ser una gigantesca inteligencia que tiene más de mental o de espiritual que de físico— escapa por completo a los métodos y a los propósitos de nuestra ciencia.

Por lo tanto, entremos en la consideración de los extraños temas de este libro, tranquilos en cuanto a lo que los científicos puedan decir contra nosotros. Los científicos «primarios», si se dignan atender a lo que decimos, levantarán por un momento su cabeza de la rutinaria tarea con la que se ganan la vida y harán un gesto de desdén hacia nosotros, considerándonos como unos pobres chiflados perseguidores de quimeras o adoradores de mitos. Y seguirán rutinaria y machaconamente repitiendo sus observaciones y experimentos, en sus laboratorios y clínicas, para profundizar un poco más en el conocimiento de la materia y también para llevarle el sustento a su familia. Dios los bendiga. Son los obreros de la ciencia, gracias a los cuales mejoramos nuestros instrumentos y a veces nuestra salud. La humanidad tiene que estar agradecida por su pesada labor, que con frecuencia acaba embotando las mejores cualidades de su espíritu y de su inteligencia al ceñirlos obligada y rutinariamente a una sola parcela del saber humano. Tenemos que ser comprensivos ante su incredulidad y ante su miopía.

Los otros científicos, los «graduados», que no son meros obreros de la ciencia, repetidores de experimentos o de recetas, sino que se remontan por encima de las fórmulas para filosofar sobre el porqué de la vida y, en vez de seguir planos o pautas que otros trazaron, diseñan nuevas vías para la mente, constituyéndose en arquitectos y estrategas de la humanidad, no nos criticarán. Sencillamente se limitarán a observar cuál es el fruto de nuestras investigaciones en los campos del misterio, sabiendo que la vida en sí es un gigantesco misterio.

Qué enorme gusto sentí el día que supe que el patriarca de los científicos «graduados» modernos, el gran Albert Einstein, tenía como libro de cabecera nada menos que La Doctrina Secreta, obra de la reina del esoterismo —tan denostada por la ciencia de a pie— Helena Petrovna Blavatski. Y cómo se alegró mi espíritu cuando leí Cuestiones cuánticas: escritos místicos de los físicos más famosos del mundo (Heisenberg, Schröedinger, Einstein, Jeans, Planck, Pauli, Eddington), editado por Ken Wilber (Kairós, 1987).

La tesis del libro que tienes en tus manos es de una gran audacia, pero está refrendada por miles de hechos que pasan inadvertidos, al suceder mezclados con muchos otros de los que está entretejida nuestra vida diaria. Sin embargo, sucede a veces que a lo largo de la historia aparecen personajes increíbles o pasan cosas inexplicables, que desgraciadamente no nos hacen despertar del letargo en el que las teorías sociales y los mitos religiosos tienen sumida a la humanidad. Los historiadores, los sociólogos, los políticos y los grandes mitólogos modernos —los teólogos— los explican cada uno a su manera y conforme a sus conocimientos o a sus intereses. Y la humanidad sigue ciega caminando por un camino sin salida que únicamente lleva a la autodestrucción.

La tesis de este libro es la misma que expuse en Defendámonos de los dioses. Pero aquí profundizo más en ella y aporto nuevas pruebas de que aquella manipulación que entonces describía sigue dándose en gran escala, aunque disimulada y escondida tras mil velos. La gran tesis de aquel libro sostiene que los «dioses» —entendiendo por «dioses» unos seres racionales, de ordinario invisibles, superiores al hombre en inteligencia y tecnología— son los que a fin de cuentas mandan en este mundo.

En el orden de las ideas trascendentes, los hombres creemos lo que ellos nos han hecho creer —y este es el origen y la esencia de todas las religiones—, y en cuanto a nuestros conocimientos de la naturaleza, sabemos lo que ellos nos han dejado saber. Hasta hace apenas un siglo, los avances técnicos y científicos se debieron en gran parte a lo que estos seres les comunicaban a algunos de sus amigos «iluminados». Lo mucho que las tribus primitivas —tan ignorantes en otras cosas— saben sobre los poderes curativos de las plantas y lo mucho que los chinos saben, desde hace milenios, sobre las corrientes bioenergéticas que surcan el cuerpo humano, con sus correspondientes puntos de acupuntura, son solo dos ejemplos de esta ciencia «revelada». Hay muchos otros casos de inventos y descubrimientos debidos a alguna «revelación privada».

En la actualidad, las cosas han cambiado radicalmente en este particular. La raza humana se ha liberado de muchos tabúes que los «dioses» le habían hecho creer —precisamente para que no avanzase— y desentraña por sí misma los secretos de la materia y de la naturaleza.

Una circunstancia importante que hay que tener en cuenta en esta tesis es que la mayoría de estos misteriosos seres que nos dominan desde las sombras no son buenos ni malos de por sí: simplemente nos usan, al igual que nosotros usamos a los animales. A estos, aunque los cacemos y aunque organicemos espectáculos con ellos, no los odiamos: simplemente los usamos para lo que nos conviene. Si ese uso conlleva un buen trato (animales domésticos, por ejemplo) los tratamos bien; pero si ese uso conlleva un mal trato (animales sacrificados para nuestro alimento) los matamos sin remordimiento alguno. Lo mismo hacen con nosotros esos seres que dominan el mundo y la raza humana.

La gran deducción que de esto se puede sacar es que los hombres no somos los reyes del mundo, tal como habíamos creído, ni somos la más excelsa de las criaturas de Dios, ni estamos en vísperas de abrazarnos eternamente con Él si nuestras obras han sido buenas durante nuestra permanencia en este planeta. Todo ello no son sino infantilidades con las que estos seres han nutrido nuestro ego para que siguiésemos ajenos a la gran realidad de que somos sus esclavos. Los verdaderos dueños del mundo son ellos, y nosotros solo hacemos lo que a ellos les conviene, para lo cual han inventado unas formidables estrategias que describo detalladamente en el libro al que hice referencia.

Y como no quiero repetir lo ya escrito, únicamente dejaré claro, por considerarlo de gran importancia para la recta concepción de esta nueva manera de entender el mundo, que no todos estos seres son iguales. La diversidad entre ellos es enorme y mucho mayor de la que se da entre los humanos. Si entre estos nos encontramos con blancos y negros, altos y bajos, europeos y asiáticos, varones y hembras, etc., entre los «dioses» las variedades son muchísimo mayores, ya que nuestras diferencias solo atañen a cualidades externas y no esenciales —puesto que todos somos seres humanos pertenecientes a la misma especie—, mientras que las de ellos se extienden a la esencia misma de sus «personas». Muchos de ellos son radicalmente diferentes entre sí y lo único que tienen en común es el ser inteligentes, aunque sobre esto tenemos que decir que muchos aspectos de su inteligencia se escapan a nuestra comprensión.

Ciertas especies de «dioses» dan la impresión de ser benévolas para los humanos o por lo menos para algunos individuos, mientras que otras actúan de una manera muy negativa o, cuando menos, peligrosa e ilógica.

¿En qué nos basamos para decir esto? En hechos. En miles de hechos que están ahí desde remotos tiempos, conocidos en todas las culturas, escritos en todas las literaturas y experimentados en nuestros mismos días en las vidas de innumerables personas cuyos testimonios no podemos ignorar. El hecho de que la ciencia oficial no tenga explicación para ellos o que los poderes constituidos prefieran ignorarlos por razones políticas no obsta para que los hechos sigan esperando y exigiendo una explicación racional, sea la que sea y venga de donde venga.

Esto es lo que intentamos hacer en este libro, sabiendo que nos exponemos al desprecio y a la burla de los que todo lo saben y de los que todo lo pueden. De nuevo, Dios los bendiga.

La vida es un sueño. Y ellos también sueñan con sus adelantos técnicos, con sus dogmas y con sus poderes políticos. Y como todo soñador, también tienen pesadillas con bombas de neutrinos, con guerras de las galaxias, con infiernos eternos y con ríos y bosques envenenados por los residuos químicos de sus fábricas.

Nuestros esfuerzos por descifrar tantos misterios de la vida no son menos válidos que los suyos. Por lo tanto, tenemos el mismo derecho que ellos a usar nuestra cabeza para descubrir el porqué de algo que durante siglos lleva inquietando la mente de los hombres.

Seguramente las autoridades religiosas se unirán al coro de los que nos denigran. Pero no se puede tirar piedras al tejado ajeno cuando se tiene el propio de cristal. Los jerarcas cristianos tienen su credo lleno de ángeles y demonios, que en nada se distinguen de los «dioses» y de las entidades a las que aquí nos referimos. La única diferencia es que sus ángeles y demonios ven limitadas sus actividades al entramado dogmático y ritual del cristianismo, mientras que nuestros «dioses» actúan libremente en el planeta, con todos los seres humanos, sean o no cristianos. No solo eso, sino que el extraño «dios» del Génesis, que manipulaba al pueblo hebreo desde una nube, es, según nuestra tesis, uno más de estos entes misteriosos que desde siempre han dominado a los humanos.

San Pablo llama repetidamente a estos seres «los señores del mundo», y tenía muy mala idea sobre ellos. En su epístola a los efesios escribió un famoso pasaje, tan confuso como esclarecedor:

Nuestra lucha no es contra la carne ni contra la sangre, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernantes de este mundo tenebroso, contra los Espíritus del mal que están en las alturas. (Efesios 6, 12).

A estos mismos «espíritus del mal que están en las alturas» es a los que nosotros nos referimos con el muy genérico nombre de «ellos». Al final del libro hago una recopilación de todas sus cualidades, que iremos viendo aflorar diseminadas en los casos que presento. De estos, la mayor parte fueron investigados directamente por mí y han sido seleccionados entre una gran cantidad de hechos inexplicables, de los que más o menos de cerca me ha tocado ser testigo. Algunos de ellos han marcado mi vida de manera indeleble, y precisamente debido a esta manipulación de la que estamos hablando, muy probablemente me iré a la tumba sin que pueda dar a conocer todos sus íntimos detalles.

He de advertirle al lector que en varios de los casos cambio la ubicación de los hechos y los nombres de los protagonistas por habérmelo pedido ellos. En otros me he visto obligado a distorsionar algo el propio hecho para no traicionar la privacidad de los individuos, que, de narrar el hecho tal como sucedió exactamente, serían identificados con facilidad por sus parientes o vecinos. Pero la esencia y la paranormalidad de los hechos, y sobre todo su realidad, no sufren nada con estas pequeñas distorsiones.

Los dueños visibles de este mundo

Puesto que a lo largo del libro vamos a mencionar a los dueños invisibles de este mundo, creo que será oportuno hablar antes de sus dueños visibles, que en un aspecto no son más que marionetas de los invisibles.

Sería un error infantil creer que todo lo que pasa en nuestro mundo está dirigido desde el «más allá» por «divinas providencias», según cree el cristianismo, o por algún tipo de espíritus entrometidos a los que por razones desconocidas les gusta entremezclarse con las vidas y las actividades de los humanos. El quehacer diario de los hombres y de las naciones lo forjan una serie de personajes de los que nos ocuparemos en este capítulo.

Esto no quiere decir que en determinadas ocasiones tal o cual suceso, que aparentemente se debe a causas humanas perfectamente conocidas, no tenga otras completamente distintas de las aparentes. Pero, hablando en general, podemos decir que las cosas de cada día suceden por causas humanas, en las que el hombre actúa más o menos libremente pudiendo haber actuado de una manera completamente diferente.

Algo por el estilo se puede decir de la marcha de la historia. Sin embargo, en este particular ya no podemos ser tan tajantes, pues cuando los acontecimientos se magnifican o a medida que estos son considerados durante un período mayor de tiempo, el hombre pierde dominio sobre ellos y la marcha de la historia se hace errática. El hombre parece tener dominio sobre un acontecimiento o varios concatenados, pero a la larga la marcha de la historia parece obedecer a leyes que se escapan a su voluntad. Esa es competencia de los dioses, que lejos de darle protagonismo al hombre lo convierten en animal de granja; o mejor dicho, en soldado de filas: le dan una espada o un fusil y lo ponen a matar por una causa sagrada a sus hermanos, a los animales o a todo lo que se ponga por delante. Esa ha sido la larga, estúpida y triste historia de la humanidad.

Pero volvamos a los forjadores de la historia diaria, a los dueños visibles de este mundo, a los causantes de las infantilidades y los horrores que los periódicos del mundo entero recogen con prontitud y nos presentan con alborozo todas las mañanas en sus primeras planas.

Podríamos dividirlos en cuatro clases: políticos, militares, maníacos del dinero y fanáticos religiosos. Examinémoslos uno por uno.

Los políticos son unos maníacos del poder puro. No gustan de las armas ni de la violencia física, pero les gusta mandar. Les encanta ser vistos, ser tenidos en cuenta, ser consultados. Por eso se derriten de gusto ante las cámaras de televisión o ante un micrófono. Por lo general tienen personalidades psicopáticas; sienten que les falta algo dentro de ellos y por eso quieren vivir en loor de multitudes. Temen y aman a los periodistas porque estos tienen el poder de destruirlos o de convertirlos en ídolos de la sociedad. Y a su vez, los periodistas —incluidos los directores de los diarios— tienen debilidad por los políticos, porque son como los bufones nacionales que les proporcionan gratis todos los días noticias frescas con las que llenar las páginas que serán devoradas con avidez por la masa de papanatas seguidores de partidos.

Algún día alguien tendrá que hacer un estudio psicoanalítico de la curiosa simbiosis periodismo-política, y más concretamente periodista-político. Se aman y se odian, se necesitan y se detestan, se construyen y se destruyen mutuamente. Ahí están los casos «gate»: los políticos engañando a los periodistas y estos destruyendo a los políticos. Pero a la larga no pueden vivir los unos sin los otros. Son como los amantes de Teruel.

Se ha dicho que el poder corrompe especialmente a los políticos. Pero esta corrupción no se refiere precisamente al mal uso o a la apropiación de fondos ajenos, sino al cambio total de mentalidad y costumbres que en ellos se opera una vez instalados en los puestos en los que se hacen invulnerables.

Se corrompen porque dicen «sí» a cosas a las que antes habían dicho «no»; se corrompen porque no cumplen lo que habían prometido y porque usan la demagogia igual que sus predecesores; y los más encumbrados se corrompen porque pierden por completo el contacto con el pueblo y ya no defienden tanto los intereses de este como los propios y los del partido, y su gran meta se convierte en mantenerse en el poder. Por eso, viendo la frecuencia con que esta metamorfosis se da en los políticos una vez que cogen el mando, uno llega a pensar que no es que el poder los deforme, sino que ya llegan a él deformados.

Pero buenos o malos, la verdad es que los políticos tienen un enorme poder para torcer o enderezar los rumbos de la sociedad y aun para hacer feliz o desgraciada la vida de los individuos.

En las alturas, el político profesional pierde la perspectiva de la sociedad y la ve de una manera completamente diferente. Le sucede lo mismo que a los pasajeros de un avión: desde arriba ven las cosas de una manera distinta; en cierta manera mejor y en cierta manera peor. No reconocen los lugares que desde abajo conocen muy bien, porque desde arriba no se ven las fachadas de las casas; solo se ven los tejados. Desde las alturas del poder no se ven las caras de la gente y sus necesidades diarias y concretas; se ven solo los presupuestos con sus superávits y sus déficits, sus banquetes y sus viajes, sus visitas oficiales y sus recepciones. No se ve al individuo; se ve la sociedad, la nación, el Estado. El hombre concreto, el simple ciudadano, se difumina, se pierde, y el político se olvida de él, flotando como está en nubes de homenajes, coaliciones, alianzas, pactos y luchas para mantenerse en el puesto.

Los políticos que llegan a las grandes alturas organizan con frecuencia viajes rituales de visitas mutuas, con gran pompa y acompañamiento, ofreciéndose ramos de flores, solemnes recepciones con pases de revista a filas de pobres esclavos enfusilados, discursos en estrados alfombrados y grandes banquetes. En esto nunca fallan. La parte más importante de estas visitas de Estado y las serísimas reuniones de trabajo de los grandes estadistas radica en un gran banquete en el que no se repara en gastos. Ya no se acuerdan de que los que pagan esos banquetes son sus convecinos; pero ellos hace tiempo que no tienen convecinos, porque se aislaron del pueblo común y viven en casas apartadas y muy bien custodiadas. Lo único que tienen es compañeros de partido o de candidatura electoral.

Ellos creen que quien paga esos banquetes es «Hacienda», que es solo una palabra abstracta; y además ya han tenido la precaución de incluirlos en el «Presupuesto General del Estado», que son más palabras impersonales.

Los políticos, desde la estratosfera del poder, se olvidan de que, en realidad, lo que los hombres y mujeres de su nación y los del mundo entero quieren ante todo es paz, pero ellos gastan millonadas en comprar armas para tener tranquilos a los militares. No se acuerdan de que lo que los hombres y mujeres piden, después de la paz, es un puesto de trabajo, y los políticos destinan miles de millones a obras suntuarias, a palacios de ópera —para que se deleiten unos pocos que no trabajan o apenas trabajan—, a conmemoraciones de descubrimientos, a préstamos a sus amigos políticos, mientras millones de hombres concretos, conciudadanos suyos en otro tiempo y para los que los aniversarios de descubrimientos y las óperas suenan a música celestial, siguen padeciendo su incultura, arrastrando su desesperanza por las calles de nuestras ciudades y mendigando mensualmente la limosna estatal. Pero la gente normal no quiere limosnas; quiere un puesto de trabajo para ganarse su pan.

Los políticos, desde sus alturas megalomaníacas, no caen en la cuenta de que es un tremendo error que en una familia se le compre un piano a uno de los hermanos cuando hay otro que no come lo suficiente. Hace años, una tarde gris, frente a la puerta de las Naciones Unidas en Nueva York tras una gran recepción de gala, hice un terrible descubrimiento: salían los embajadores de las diversas naciones, y cuanto más miserable era el país que representaban más elegante era el Cadillac de su embajador.

Es cierto que los políticos no son los dueños totales de este mundo y tienen que compartir el poder con los otros miembros de la «fraternidad negra» —como dicen los esotéricos—, pero ¡cuánto mejor irían las cosas si, llegados al poder, no se deshumanizasen tanto!

Analicemos ahora a los militares, los segundos dueños visibles de este mundo.

Los militares son los sucesores de los hombres de las cavernas, pero uniformados. Al contrario que a los políticos, les encanta la violencia. Creen que todo se puede arreglar a golpes. Les fascinan las armas —su juguete favorito— y se pasan la vida pidiéndoles a los políticos que les den más, y estos dedican una enorme cantidad de dinero del pueblo a comprarles armas de las que lo mejor que se puede esperar es que no sirvan para nada, porque si sirven será para hacer la guerra o para matar al propio pueblo que las pagó. Los políticos se las dan a regañadientes, pero piensan que así estarán tranquilos en sus cuarteles, jugando con ellas en sus maniobras, olvidados de alzamientos y rebeliones, y los dejarán a ellos jugar a sus escondites políticos.

En un principio, los militares profesionales aparecieron en las sociedades para defenderlas de sus enemigos externos. Pero como hoy ya casi no hay enemigos externos que amenacen con invadirnos, y como ellos siguen conservando el mismo instinto primario de violencia y pelea, vuelven sus energías hacia dentro y cada cierto tiempo caen en la tentación de apalear a sus semejantes. En vez de ser los defensores de la paz son una amenaza constante de ella. En una democracia moderna, la gente tiene más miedo a los militares de dentro que a los enemigos de fuera. Y en caso de que surgiese alguno, los militares llamarán a los universitarios, a los obreros y a los campesinos, les pondrán un fusil en las manos y los mandarán a pelear. Y seguirá siendo verdad la vieja copla:

La bala que a mí me hirió

también rozó al capitán.

A él lo hicieron comandante

y a mí… para el hospital.

Los militares tienen de ordinario una visión simplista de la patria, de la moral y de la vida en general, y tienden a aplicar los estilos y el talante del cuartel a la vida familiar y social, sin caer en la cuenta de que el espíritu castrense tiene la imaginación castrada y anda a contrapelo de la fraternidad humana. El estilo castrense es bueno para el cuartel, pero es funesto para la sociedad. Acaba con la creatividad y hasta con la cultura, y termina engordando solo a unos cuantos vivales con galones o con estrellas.

Cuando en las naciones los abusos y errores de los generales-presidentes o generales-ministros, el descalabro de la economía y el descontento ciudadano hacen tambalear el régimen castrense, los militares entregan patrióticamente el poder y se refugian en los cuarteles. Pero ni aun así dejan de amenazar con volver a coger el garrote. Ese ha sido el triste espectáculo de casi todas las naciones sudamericanas durante años. En África no llegan a tanto. Allí los militares entregan el poder cuando otro militar da un golpe de estado.

El poder de los militares no es sutil como el de los políticos. El poder de los militares es fuerza bruta. Son las balas que perforan la blanda carne humana y son los cañones que destruyen hogares, o las bombas que borran ciudades del mapa. Los políticos tratan de convencer, aunque lo traten mintiendo, pero los militares no. Los militares ordenan, porque ellos se sienten el orden y la ley, y el que no piense como ellos está equivocado, es comunista y, por lo tanto, hay que silenciarlo como sea. Por eso, cuando ellos tienen el poder está prohibido pensar libremente. Se puede pensar, pero siempre dentro de los parámetros castrenses.

Con el dinero que los militares del mundo entero gastan cada año en comprar y mantener armamentos, y con el dinero que los gobiernos de todo el mundo gastan en pagar a los militares —que lo mejor que pueden hacer es no hacer nada— se podría acabar con la pobreza que padecen tantos millones de personas en el mundo y se podría elevar considerablemente el nivel de vida de los ciudadanos de todos los países. Pero en este particular la humanidad no ha superado la época de las cavernas y tiene una mentalidad troglodítica en la que el garrote y la violencia son una necesidad y una manera habitual de convivencia.

Sobre este atribulado planeta pesan como una losa los grandes y pequeños «Pentágonos», dirigidos por auténticos maníacos de la violencia, que ya no solo amenazan con sus bombas de neutrinos y sus guerras de las galaxias la paz de sus propios países sino la del mundo entero. Su paranoia bélica ha llegado a tal punto que, alentada por la imbecilidad de los «Reagans» y de los «Gorbachovs» de turno, se han atrevido a poner sobre las cabezas de todos los habitantes del planeta verdaderos monstruos apocalípticos, que vagan silenciosos por el espacio y que en cualquier momento pueden caer del cielo sembrando la muerte sobre millones de inocentes. La esquizofrenia de unos pocos dementes ha revivido el viejísimo mito del maná divino, convirtiéndolo en una lluvia infernal.

La enfermedad que padecen estos maníacos de la violencia es actualmente la principal amenaza de la humanidad. Mientras existan individuos que creen que la mejor manera de arreglar las cosas es a golpes y matando, la humanidad seguirá enferma de angustia.

Pasemos a otros «señores del mundo»: los maníacos del dinero. Son de dos clases: los ilegales y los legales.

Los ilegales tienen menos poder en cuanto a gobernar el mundo; más bien contribuyen de una manera indirecta a aumentar el caos reinante. Son los chulos de gran estilo que quieren vivir a costa de la sociedad y se organizan en mafias financieras y en grupos secretos que chantajean y estafan a la sociedad de mil maneras diferentes con el único fin de conseguir dinero y vivir bien. A veces lo hacen a lo grande y profesionalmente, y a veces por libre y en pequeña escala.

Por culpa de unos y de otros nuestras casas cada vez están más enrejadas, la sociedad tiene que gastar millones en policías y guardias, se arruinan empresas y hay robos y atracos en todas las esquinas de las grandes ciudades.

Si estos gángsteres disfrazados de personas honorables llegan en alguna parte a conseguir el poder político —tal como ha sucedido en algún gran país latinoamericano—, entonces el asesinato, la extorsión, el peculado y toda suerte de crímenes se convierten en el pan nuestro de cada día, practicado por las dignísimas autoridades, y en todo el país comienza a sentirse una profunda angustia y un olor a podrido.

Pero de ordinario estos chulos de la sociedad no suelen ambicionar el poder político y en cuanto consiguen el dinero lo mandan a Suiza —el país-cloaca que vive de encubrir a todos los grandes ladrones del mundo— y se van a calentar sus barrigas al sol de Miami.

Algún día habrá que instituir la pena de muerte para estas sanguijuelas que viven voluntaria y conscientemente de exprimir la sangre a sus conciudadanos.

Pasemos a los maníacos del dinero legales, que en buena parte son tan perniciosos como los ilegales. Suelen estar parapetados en los grandes bancos, grupos, trusts, holdings, financieras, etc., y desde sus lujosos despachos acristalados, en lo alto de los rascacielos, manejan con unos hilos sutilísimos pero muy eficaces el gran «guiñol» de la política nacional e internacional. Los políticos, muy serios, gesticularán, harán declaraciones o bailarán, según estos «mefistófeles» financieros les tiren de los hilos.

A veces, cuando quieren ayudar a uno de ellos porque lo ven más útil para sus intereses, lo empinan desde abajo con préstamos abundantes para que sea más visto y tenga ocasión de gritar más y convencer a un mayor número de borregos electores. Y si no gana en las elecciones, los buenos y generosos banqueros son capaces de no cobrarle intereses por el préstamo. Porque los hombres de la banca, a pesar de lo mucho que los critican, también tienen su poquito de corazón.

La relación entre la política y la banca es, a pesar de las apariencias, mucho mayor de lo que parece. Los políticos tratan de no hostigar demasiado a la banca para que esta pueda hacer sus negocitos con paz de espíritu (y en los lugares donde las cosas están más corruptas, para que esta les devuelva en metálico sus «permisos» y su laissez faire). Y a su vez la banca financia con intereses tolerables —los normales son intolerables— las campañas de los políticos, y sobre todo los acoge en su seno cuando un golpe infausto de la suerte los desbanca del poder y tienen que abandonar lo que irónicamente se llama el «servicio público». Los despachos de los grandes bancos suelen ser el puerto seguro en el que finalmente han recalado muchas veces naves políticas rotas. El Señor suele recompensar con buenas acciones bancarias las buenas acciones de los políticos.

Para los maníacos del dinero legales lo más importante en el mundo es acrecentarlo. El hecho de que a causa de sus exigencias una nación vaya al caos o una empresa o individuo se arruinen les tiene sin cuidado a los grandes señores de las finanzas. Lo único que cuenta para ellos son los dividendos, y por eso están muy atentos a los buenos negocios. La docena de guerras que hay en la actualidad en este loco planeta es una auténtica mina de oro para los traficantes de armas, y la banca, aconsejada por políticos y militares, financia a todos los bandos para que no se termine el negocio aunque la gente siga muriendo. Y si se terminase, están dispuestos a prestarles dinero para que entierren decentemente y según los ritos sagrados a sus muertos.

Desgraciadamente para ellos, se les acabó el pingüe negocio de décadas pasadas que consistía en prestar dinero en condiciones abusivas a naciones subdesarrolladas en las que gobernaban políticos rapaces. Los banqueros prestaban aun a sabiendas de que aquel dinero endeudaba todavía más a la nación porque iba a parar a las cuentas privadas de los presidentes, ministros y generales ladrones que tanto han abundado en la historia reciente de los países en desarrollo. Los gobernantes patriotas y decentes que han heredado esas deudas de ignominia harán muy bien en no pagar un dinero que unos políticos ladrones les robaron a unos banqueros estafadores.

Los grandes bancos se parecen a los buitres carroñeros: cuanta más carne podrida hay, más gordos están. Engordan a costa de las empresas «ejecutadas», de la esclavitud de los acreedores acogotados por sus intereses desmedidos y de no se sabe qué turbios manejos financieros que producen la inexplicable paradoja de que cuando la economía nacional está por los suelos las ganancias de los grandes bancos están boyantes. Y ahí están los periódicos y las estadísticas para probarlo.

Los pequeños bancos se arruinaron porque se pasaron de listos y cayeron en las propias trampas que ellos les habían puesto a sus clientes.

Y por fin enjuiciemos al último miembro de la «fraternidad negra»: los fanáticos religiosos.

No hay en el mundo cosa que haya separado más a los humanos y que los haya hecho pelear y odiarse tanto como las religiones; y más concretamente, los grandes fanáticos religiosos que llegaron a tener puestos importantes en la jerarquía de sus respectivas religiones.

Aunque estos grandes líderes se jactan de que lo que todas ellas predican en el fondo es el amor y la justicia, y por lo tanto contribuyen a la unidad del género humano, los hechos a lo largo de los siglos nos dicen todo lo contrario. La historia está tejida de «guerras religiosas».

Además, predican el amor y la justicia cada uno a su manera; los predican rodeados de una serie de circunstancias diferentes que impiden que ese amor y esa justicia se extiendan a todos los hombres.

Las religiones son creencias y ritos predicados por ciertos individuos que escucharon o creyeron que escucharon voces del más allá que les dictaban lo que los hombres tenían que hacer para «salvarse». Todas las religiones sin excepción provienen de apariciones de entidades celestiales. Es decir, las religiones no provienen del hombre, sino de fuera del hombre, de algo o de alguien que se la impuso, haciéndole creer cosas y practicar ritos que en muchas ocasiones van contra un elemental sentido común. Y el vidente-fundador, como un niño, creyó lo que le dictaron y organizó toda su vida y la de sus seguidores en función de estos «mandamientos» venidos de un «más allá» nebuloso.

, capítulo 9.

Estos son los «señores visibles del mundo». Con tales señores, ¿se puede extrañar alguien de que la historia humana haya sido el conjunto de horrores que ha sido, y que en la actualidad, cuando ya nos consideramos poseedores de una tecnología avanzadísima, tengamos a medio mundo convertido en un volcán de guerras, con treinta millones de personas pasando hambre, con docenas de especies de animales extinguiéndose cada año, con lagos, mares y ríos envenenados, y con la mayor parte de los bosques enfermos por la atmósfera contaminada?

El hombre verdaderamente racional y con sentimientos llora ante tal panorama. Pero «los señores visibles del mundo», tan tranquilos, siguen adelante con sus «guerras de las galaxias» o jugando a las «reuniones cumbre» sin que sean capaces de llegar a ningún acuerdo, inflando artificialmente los intereses y los precios del oro, emitiendo nuevas declaraciones internacionales de derechos con las que intentan ir dominando poco a poco las mentes de la gentes.

¿Quién nos librará de semejantes señores? Y puesto que no han venido de fuera sino que son de nuestra propia carne y sangre, será lógico que nos preguntemos: ¿por qué, en cuanto el ser humano se encumbra, se vuelve un verdugo para sus hermanos y se deshumaniza tanto?

¿Por qué, aunque entre estos señores los haya rectos y con buena voluntad, las maquinarias rectoras del mundo, las reglas sociales por las que se gobierna el planeta, las grandes instituciones internacionales o los mayores centros del saber donde se trazan los nuevos rumbos de la humanidad se han hecho tan egoístas e inhumanos, a pesar de sus pronunciamientos contrarios, y se han olvidado tanto de la paz, la justicia y el amor, que son los valores fundamentales a los que todo ser humano aspira?

Creo que la solución a tan importante pregunta —aunque la ciencia oficial no lo quiera admitir— está en lo que diremos en el resto de este libro. Está en los «señores invisibles», de los que los «visibles» no son más que meros servidores que lo único que hacen es obedecer las órdenes que aquellos les dictan, aunque por lo general lo hagan inconscientemente.