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33 autores relatan su tránsito
por el Camino de la fe.




Ana María Ruiz, Ariel Pérez, Beatriz Orco, Betty Heinze, Carlos Maure, Christian Mark, Claudia Pujel, Cristian Oviedo, Cristina Luchetti, Estela Filippini, Esther Szczerba, Jorge Puzenik, Laura Díaz, Lázaro Jesús Pérez, Lidia Masalyka, Lito Choda, Luis Aranda, Luis Lecca, Marcelo Laffitte, Marcia González, Marta Szust, Maxi Salomón, Miguel Díaz, Mónica Fischer, Nelly Baz, Noelia Agosta, Pascual Bavasso, Pedro Stepaniuk, Raúl Aranda, Rocío Acheritogaray, Santiago Klimiszyn, Silvina Fernández Bonifetto y Víctor Béliz.





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M. Laffitte Ediciones

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Coordinadora de Antologías

Esther Szczerba



Todos los derechos reservados conforme a la ley. Prohibida la reproducción de esta obra, salvo en segmentos pequeños, sin la debida autorización del autor.


Esta editorial destaca la noble actitud del señor Eduardo Fagliano, de la ciudad de Hurlingham, Buenos Aires, por su ofrenda económica destinada a cubrir la participación en este libro de un pastor del interior del país.


ISBN 978-987-4435-77-4

Diseño & Diagramación

Estudio Qaio. DG. Pablo Gallo

PRÓLOGO


Estamos de fiesta:
Una nueva criatura ha nacido




¡Bienvenidos a la sexta Antología, o como le llamamos en nuestra editorial “libro colectivo”!

Una edición totalmente cruzada por la pandemia y con muchas interrupciones provocadas por las cuarentenas del gobierno que, de pronto, nos obligaban a detener las máquinas impresoras.

Pero aquí estamos. Cuando este consistente trabajo literario llegue a manos de los lectores, no dudamos que estallará como una enorme bendición para sus vidas. Lo digo desde mi función de director de la editorial y luego de haber leído detenidamente cada uno de los trabajos. Nuestra coordinadora, Esther Szczerba, también opina que los escritos tienen un importante nivel.

Ahora, cuando estos libros lleguen a manos de los autores -la mayoría de ellos publican por primera vez- se repetirá la gratísima situación que nosotros hemos observado en todas las antologías anteriores: ¡sentirán el gozo de haber dado a luz un hijo! Y les aseguro que esto no tiene una pizca de exageración. ¡Felicitaciones a todos ellos!

Y, por último, todos ellos y nosotros, experimentaremos el gozo que produce una rápida distribución de los libros en todo el territorio nacional. ¿Por qué aseguramos esto? Porque esta treintena de autores son de ciudades muy distintas del país, todos recibirán una importante cantidad de libros en forma gratuita que, sin dudas, “se los sacarán de las manos” en sus pueblos y ciudades; y entonces, cientos y cientos de personas se convertirán en lectores de “Camino al Cielo”, sin contar los que se sumen de otros países en las versiones física y digital.

Ha visto la luz el sexto libro colectivo. Ha llegado repleto de testimonios y relatos llenos de bendiciones. Esto, para los autores y para nosotros es un verdadero “Cielo”.

Marcelo Laffitte

¿Qué somos los cristianos?


Somos una comunidad noble llamada a ser sal y luz allí donde el Espíritu Santo nos guíe.

Por Estela Filippini



Para el entorno secular que nos observa, los cristianos evangélicos somos esa comunidad de fieles que más allá de sus curiosidades y limitaciones, ha sido reconocida tradicionalmente, desde sus orígenes, por dos características salientes: su honorabilidad y su sensibilidad hacia los marginados por el sistema. Tal concepto prevalece hasta la actualidad, cuando la cuestión ideológica en torno a temas tan resonantes como el diezmo, el matrimonio igualitario, el feminismo y el aborto han tensado fuertemente hacia ese lado la cuerda de las críticas.

Una comunidad solidaria

Pero a pesar de eso, podemos afirmar sin temor a equivocarnos que nuestras iglesias siguen siendo reconocidas por los no cristianos por su permanente presencia solidaria, más allá de su labor central, la difusión de la Palabra: los comedores comunitarios; las clásicas Horas Felices que convocan multitud de niños en las que se ofrecen meriendas, contención afectiva, ayuda escolar y juegos; el acompañamiento a familias disfuncionales, a madres solas y mujeres y niños víctimas de violencia familiar; los Roperos abiertos a la comunidad; las Brigadas Misioneras que recorren el país alfabetizando, llevando agua, medicamentos, mano de obra solidaria y materiales de construcción, ropa, alimentos, asistencia médica y social. Todas ellas son, entre otras, acciones reconocibles en cada ciudad, pueblo, o paraje donde haya una iglesia evangélica, desde hace muchísimo tiempo.

Somos una masa minúscula que, más allá de los límites denominacionales, se mueve poderosa respondiendo al llamado de ser sal y luz allí adonde el Espíritu nos guíe, y que se da al mundo en forma de palabra de consuelo, alivio, acompañamiento, conductas amorosas que impactan los corazones en cada lugar donde se ofrecen: en la oficina, la escuela, los talleres, los campos, las ciudades, el hogar, las calles, la universidad.

Porque cuando la vida arrecia, y hay que aguantar las tormentas, las gentes de este mundo, los que se llaman a sí mismos ateos, saben muy bien adónde, a quiénes recurrir. Siempre habrá cerca algún cristiano, alguna cristiana ferviente que entregará la palabra exacta, el abrazo justo para calmar el dolor de su semejante, ese otro ser humano que, como él, sufriente, transita el mundo en carne viva.

Un estilo de vida particular

Porque el cristianismo genuino, más que un dogma o un credo es, ante todo, un modo de vivir. Y no uno más entre tantos, sino un estilo de vida comprometido y muy particular. Situados entre dos mundos -este que transitamos como todos los mortales y el otro, eterno, invisible, que abrazamos apasionadamente- los creyentes concebimos nuestra vida terrenal como una andadura de fe que, según las célebres palabras de la carta a los Hebreos, es la certeza de “lo que no se ve”.

Así, pues, nuestra creencia nos ha convertido en los salmones que describe la canción. Elegimos “la difícil”: nadar contracorriente. Transitamos una ruta que nos lleva a contramano de este mundo, y por si esto fuera poco, se trata de una senda que no vemos en su totalidad. El apóstol Pablo lo explicó apelando al ejemplo del espejo, que en su época eran muy distintos a los nuestros, pues consistían en una pieza de metal pulido: la imagen no se veía claramente, sino tosca, borrosa, no demasiado definida. Y así -declara el apóstol- es nuestro caminar aquí.

De modo que mientras dure nuestro peregrinar no lo comprenderemos todo acerca de nuestra fe. Esto debe ser dicho con toda claridad. No tenemos todas las repuestas. Es más, en muchos temas andamos a tientas, como cualquier hijo de vecino. Somos nada más (y nada menos) que gente seguidora de un Maestro a quien reconocemos como nuestro Dios, que se entregó a sí mismo a una ignominiosa muerte de cruz hace más de 2000 años. Nuestra fe se basa en esa contradicción y nuestra vida cotidiana asume el riesgo de creer en la resurrección de ese Señor nuestro que desafía la lógica de este mundo. He ahí el escándalo de nuestro evangelio, locura para los que no creen, pero para nosotros, fuente de sabiduría y poder.

El misterio de una permanencia

¿Cuál es la razón de la permanencia de una doctrina semejante a lo largo de los siglos? ¿Qué hay en esta fe que ninguna persecución, ningún cataclismo, ni siquiera ningún renuncio humano –que los hubo, y los habrá- consiguió extinguirla?

Sucede que, en el corazón de cada creyente, existe una certeza que lo cambia todo y nos sostiene más allá de toda contingencia: cada cristiano redimido ha experimentado en algún momento de su vida un encuentro poderoso con el Resucitado. Sobre esa Roca está fundada nuestra fe. Sin ella, claro está, nuestra esperanza sería imposible de sustentar.

Pero cada uno de nosotros, en su azaroso recorrido, ha tenido alguna vez su zarza ardiente, su lucha en Peniel, su camino a Damasco, su Monte de la Transfiguración, lugares señalados donde hemos podido reconocer, como los caminantes a Emaús, que en nuestro interior se ha metido un fuego que no es de este mundo.

El Espíritu que empezó a arder el día de nuestro nuevo nacimiento no se apaga jamás, y nos guía en nuestro caminar. A partir de ese suceso tenemos la dicha de comprobar cotidianamente, con mayor o menor intensidad, pero siempre con asombro, la vivencia palpable de Su inexplicable amor por nosotros.

Tal es la experiencia medular del auténtico cristianismo: un encuentro irrefutable con el Amor. He ahí el núcleo de nuestra fe, el punto más sensible, la piedra de toque.

Aquella noche en que sentí a Dios como nunca

Hubo una noche, quizás la más terrible de mi vida, en la que sentí como nunca la cercanía de Dios. Él fue mi consuelo. Un calor suave y a la vez abrasador me rodeó como un manto tangible, poderoso, y en la espesura de las tinieblas que se cernían sobre mí, ese relámpago interminable me confortó más allá de todo entendimiento.

En ese abrazo cesaron las preguntas; desaparecieron los porqués y los para qué; la contundencia del amor divino aquietó cada repliegue de mi corazón. Ceñida en mi dolor dejé que la caricia reparadora de mi Padre Celestial secara mis lágrimas y a partir de esa noche Su paz incomprensible fue allanando el camino en los duros tiempos que siguieron.

Los cristianos andamos por el mundo brindando lo que ya tenemos: hemos sido amados primero por Aquel que dio Su vida por nosotros y resucitó para introducirnos en esta nueva dimensión. De ahí en adelante, somos llamados a practicar un camino de amor y donación.

Tal llamado es necesariamente radical porque su origen no es de este mundo. Es sobrenatural y auténticamente inclusivo. Nos invita a amar a todos, tal como Él lo hizo con nosotros. La Escritura lo dice con claridad: “Dios demuestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros”. (Romanos 5:8).

Cuando estábamos enemistados con Él, Dios nos amó primero: Él se acercó a nosotros cuando éramos lejanos, y nos eligió, aún muertos en nuestros delitos y pecados. Lo sabemos de primera mano: Dios ama al pecador, esa ha sido nuestra experiencia inicial, y esa sigue siendo nuestra hoja de ruta.

“Amen a sus enemigos, hagan bien a quienes los odian, bendigan a quienes los maldicen, oren por quienes los maltratan. Si alguien te pega en una mejilla, vuélvele también la otra. Si alguien te quita la camisa, no le impidas que se lleve también la capa. Dale a todo el que te pida y, si alguien se lleva lo que es tuyo, no se lo reclames. Traten a los demás tal y como quieren que ellos los traten a ustedes. Porque, ¿qué mérito tienen ustedes al amar a quienes los aman? Aun los pecadores lo hacen así. ¿Y qué mérito tienen ustedes al hacer bien a quienes les hacen bien? Aun los pecadores actúan así. ¿Y qué mérito tienen ustedes al dar prestado a quienes pueden corresponderles? Aun los pecadores se prestan entre sí, esperando recibir el mismo trato. Ustedes, por el contrario, amen a sus enemigos, háganles bien y denles prestado sin esperar nada a cambio. Así tendrán una gran recompensa y serán hijos del Altísimo, porque él es bondadoso con los ingratos y malvados. Sean compasivos, así como su Padre es compasivo”. (Lucas 6:27-36, NVI)

Sin embargo, hablar del amor desde la teoría en general es más fácil que amar en la arena de la lucha cotidiana, cuando nuestro prójimo tiene nombre y apellido, cuando los más amados nos han herido, o han traicionado nuestro afecto. “En la cancha se ven los pingos”, dice la sabiduría popular. Bajar del púlpito y practicar lo que se predica. Salir del templo donde se pregona el amor al otro y dar tiempo, dinero, poner el cuerpo, despojarse de uno mismo para llegar al que piensa diametralmente diferente, pero que, mirado como mira Dios, tiene nuestra misma vulnerabilidad. Comprender a la luz de la Escritura la verdadera inclusión. Sentir que nada nos separa de los demás, cualquiera sea su ideología, conducta, pensamiento.

Entender que todos los seres humanos somos imagen de Dios, hechos del mismo barro, expuestos a las mismas angustias de la existencia, enfilados hacia ese mismo final que es la muerte, la conciba cada uno como la conciba; salir de las hipótesis y amar incondicionalmente. Vivir perdonando al lejano, pero también al cercano, al cónyuge, a los padres, a los hijos, construyendo la paz en lo íntimo del hogar, de la pareja, en lo secreto del corazón, en lo minúsculo, en lo cotidiano. Ese es el mandamiento.

En ese espacio extraordinario Su divinidad se revela en toda su magnificencia. Frente a ella, nuestra naturaleza terrenal ruge y estalla de dolor, pues nos enfrenta a los límites de nuestra humanidad. Allí se revela agudamente la distancia infinita que nos separa de Él. En ese punto sabemos, más que en ningún otro, que sólo podremos continuar en el Camino si Su mano poderosa nos mantiene firme y amorosamente sostenidos en Su prodigiosa Gracia.

Las batallas del alma

El camino del amor es sinuoso y escarpado, pero cuando se experimenta, aunque sea una vez, queda impreso en el alma para siempre, y a pesar de las caídas, uno quiere volver a él. Es innegable la tensión que existe entre el mandamiento y la vida de todos los días. Sabemos también que da pasto a las críticas de quienes aborrecen la doctrina de Cristo. No les faltan razones para acusarnos: los estándares divinos son demasiado elevados para seres caídos como nosotros.

Pero el encuentro genuino con el perdón de Dios produce el milagro: nos da el coraje necesario para mirar dentro de nuestro corazón y vernos en nuestra flaqueza. En esa intimidad con el Padre, Su aceptación amorosa y el poder del Espíritu nos van transformando momento a momento a la imagen de Cristo. En esas batallas secretas libradas en lo profundo del alma lo personal y lo divino pujan, hasta que el amor de Dios nos conquista y seduce.

Reconocemos en nosotros la tremenda precariedad de la raza humana, y esa revelación nos acerca al dolor, al sufrimiento, a la debilidad de los demás; aleja de nosotros el dedo acusador, la crítica, la descalificación, el rechazo. Podemos así tomar conciencia de la condición humana, de su extrema fragilidad. Y anhelamos correr como niños a arrojarnos a los brazos de Aquel que nos ama tal cual somos, y compartir la dicha del perdón con todos los que nos rodean.

En verdad, el requisito es exigente, y hasta parece imposible de cumplir, “pero -dijo el Señor- quien demuestra mucho amor, es porque le han sido perdonados sus muchos pecados”. (Lucas 7:47, BLPH). Entregarnos tal como somos a Él es la mayor fuente de alegría y plenitud que podemos experimentar, y recibir Su amor ilimitado nos regala la herramienta más fina y eficaz para desarrollarnos en el arte de amar.

He ahí el secreto de la fe triunfante de la Iglesia de Cristo que, victoriosa, aquí y ahora, en medio de los desafíos de este mundo, cumple con alegría y fidelidad la Gran Comisión: compartir con todos el inexplicable, multiforme y obstinado Amor de Dios.

Fragmento de mi libro “Extranjeros en la tierra”, en proceso para ser publicado.


Estela Filippini realizó estudios de Letras en la UBA y, junto a su esposo Daniel -ya en la presencia del Señor-, de Teología en el Seminario IBBA, donde cursa actualmente el último año de la Maestría en Teología con Orientación en Pensamiento Cristiano. Investigadora de historia regional y escritora, trabajó como docente de secundaria en literatura, ha publicado libros de ficción, fue columnista en diarios de su provincia y colaboró en la edición de libros de Lengua de Editorial Kapelusz. Disfruta de su retiro de la docencia en compañía de sus hijos y nietos y participa activamente en las labores de su iglesia, Ministerio “Jesucristo es Fiel”, en General Pico, La Pampa.

E-mail: filippiniestela@gmail.com

WhatsApp: +54 9 230 245 7904

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¿Dónde estás?


El conmovedor relato sobre el camino a Emaús.

Por Luis Lecca



La pascua ya había terminado. El ánimo cargaba la pesadez de lo que se había vivido pocos días atrás. “Volvamos, ya no hay nada más que hacer acá” —dijo a su amigo. En silencio tomaron sus pocas cosas y emprendieron el regreso. La tarde estaba avanzada. Era un trayecto conocido para ellos, dos o a lo sumo tres horas a pie, no les importaba llegar de noche pues no estaban dispuestos a esperar más.

A cada paso Cleofas parecía navegar entre emociones que iban desde el enojo hasta la tristeza más profunda; su mirada fija recreaba cada escena y revivía cada dolor, hasta que por fin estalló: “¡Ese juicio fue de lo más absurdo!”

Su amigo tenía los ojos clavados en el camino y aunque recién empezaban, sus pies parecían significativamente más pesados. “Barrabás, libera a Barrabás gritaban” —dijo a media voz pensando en los ausentes que entonces podrían haber volcado a favor de Jesús la balanza de la asimétrica justicia reinante.

Cleofas sintió pena y frustración por su amigo, al que había convencido y traído desde la aldea para conocerlo a Él. Pero hoy volvían con el corazón vacío y la esperanza desvanecida.

- “Estaba seguro de que algo iba a pasar, algo tenía que pasar—aseveró sacudiendo levemente su cabeza—, nunca imaginé que iba a terminar así”. Inmediatamente tomó una piedra del suelo y la arrojó con furia contra una roca que estaba a unos veinte metros al costado del camino. Escuchó el golpe seco de las piedras y un tenue eco, y eso le jugó en contra. Sin poder controlarla, su mente rememoró vívidamente cada golpe del martillo sobre los clavos; al principio sonaban apagados, luego más fuertes cuando en su avance perforaban la madera ensangrentándola. Un estremecimiento interno reverberó en todo el cuerpo de Cleofas. Al momento descubrió la secreta y malvada ironía… que Aquel que había sido carpintero fuese fijado con clavos al madero.

Su amigo lo miró como adivinando su pensamiento. “¿Era necesario?” —preguntó con un hilo de voz. Cleofas levantó su vista mirando al cielo rojizo como buscando una respuesta más allá de su comprensión. En su interior batallaba una mezcla de indignación y remordimiento creciente. Ese día había estado entre la multitud. Se llenó de ira y repugnancia al ver la morbosa satisfacción del soldado cuando le clavaba la lanza en el costado. Las mujeres que estaban cerca estallaron en sollozos, otras lloraban arrodilladas con la cara en el suelo como evitando ver tanta crueldad descargada sobre un inocente. Él sintió como propia la herida y sin poder soportarlo más, fue vencido por el impulso instintivo de huir de la escena.

- “¿Que podíamos hacer?” —dijo saliendo de su abstracción, como excusándose.

- “No lo sé —contestó su amigo aminorando el paso—, sólo estábamos ahí, mirando… sin hacer nada, éramos inútiles espectadores.”

Cleofas, poniendo paternalmente su mano sobre el hombro, le dijo: “Todos fuimos testigos de su soledad”. Las miradas de ambos se buscaron en un diálogo sin palabras, luego con un gesto de su cabeza le aminó a seguir.

Cleofas había caminado junto con los que estaban con el Maestro, le habían contado de la pesca milagrosa, él mismo había estado presente cuando con cinco panes y dos peces comieron cerca de cinco mil. Tampoco jamás se le borraría la felicidad indescriptible de Jairo al ver a su hija volver a la vida, y difícilmente podría olvidar a Bartimeo que andaba como loco por la ciudad reconociendo a quienes solo los había podido conocer por la voz.

Él sabía quién era Jesús y lo que era capaz de hacer, por eso no podía entender lo que había pasado. Incluso, cuando escuchó que le dijeron que se baje de la cruz, él estaba seguro de que lo podría hacer. Íntimamente deseó que un rayo cayera del cielo, consumiera a los soldados y a todas sus miserias, y que los ángeles bajasen para liberarlo de ese sufrimiento inmerecido.

Creyó también que todo podía ser parte de un gran plan. Esperaban a un Libertador como Moisés en la antigüedad. El Mar Rojo había sido la prueba de “lealtad” de Dios por su pueblo elegido, de la misma manera ahora la cruz se presentaba como un “nuevo Mar Rojo”; sería la señal irrefutable de que Dios estaba con ellos y al fin serían libres del imperio romano. Todo coincidía.

La savia vital del cuerpo de Aquel cuyo propósito en su vida fue amar, se estaba vertiendo sin pausa, gotas espesas de sangre caían de la cruz, extrañamente algunas parecían dibujar pétalos de rosa en el piso. La muerte irreverente se acercaba lenta y paciente. El tiempo, indolente, no quiso aceptar tregua.

Ante lo desesperante de los hechos, Cleofas se repitió hasta el cansancio: “Algo tiene que pasar, algo tiene que pasar…”.

Esperó… y esperó.

Pero nada de lo que esperaba sucedió.

- “¡Dónde estás!” —gritó su cerebro, pero su boca se negó a emitir sonido. La ansiada señal se había tornado lentamente en desilusión.

En lo ondulado del camino a Emaús, la gente marchaba formando grupos, algunos pequeños, otros más grandes separados por cien o doscientos metros. Una ráfaga de aire algo más fresco se arremolinó frente a ellos esparciendo el fino polvo del camino en sus ojos.

Por detrás alguien se acercó y empezó a caminar al mismo paso que ellos.

- “¿Qué es lo que discuten, y por qué están tristes?”

Cleofas y su amigo no tuvieron la menor intención de disimular el fastidio que les causó la irrupción de un extraño a su conversación. A modo de queja, Cleofas descargó: “¿Eres tú el único forastero que no sabe lo que pasó en Jerusalén en estos días?”

Al recién llegado se le dibujó una leve sonrisa al ser llamado “forastero”, se sintió como un simple visitante, o alguien que su ciudadanía no era de ahí.

- “¿Qué cosas?” —preguntó el visitante.

Y ellos le dijeron: “De Jesús Nazareno, que fue varón profeta, poderoso en obra y en palabra delante de Dios y de todo el pueblo; y cómo los príncipes de los sacerdotes y nuestros magistrados le entregaron a condenación de muerte, y le crucificaron.”

Él observó en silencio la desazón en el rostro de ambos.

- “Pero nosotros— Cleofas continuó— esperábamos que Él fuera el que había de redimir a Israel, y además de todo esto, hoy es el tercer día que estas cosas acontecieron.”

Su mente recreó la última vez que habían estado cerca de Él, recordó el sonido de su voz, la forma de hablar. Interiormente se recriminó de no haber aprovechado mejor esos momentos que las voraces fauces del tiempo ya habían devorado.

- “Aunque también —dijo su amigo interrumpiendo los pensamientos de Cleofas— unas mujeres de entre nosotros nos han asombrado, ellas fueron antes del amanecer al sepulcro, y no hallando su cuerpo, vinieron diciendo que también habían visto visión de ángeles, los cuales dijeron que Él vive.”

Luego de unos segundos completó: “Algunos de los que estaban con nosotros fueron al sepulcro, y lo hallaron tal como también las mujeres habían dicho; pero a Él no le vieron.”

El misterioso visitante sabía que sus mentes estaban llenas de preguntas y sus almas sedientas de respuestas.

Entonces Él les dijo: “¡Oh insensatos, y tardos de corazón para creer todo lo que los profetas han dicho! —sus palabras no sonaban a reprimenda, sino como de alguien que intentaba despertarlos de un sueño profundo— ¿No era necesario que el Cristo padeciera estas cosas, y que entrara en su gloria?”

El recién llegado les estaba entregando una perspectiva diferente, y comenzando desde Moisés, y de todos los profetas, les declaró en todas las Escrituras lo concerniente a Él. Cleofas lo miró con algo de consternación y sin entender mucho dijo: “Él había dicho que Él y el padre eran uno, ¿por qué lo dejó solo? ¿Por qué lo abandonó?”

Después de una pausa el nuevo interlocutor agregó: “Sé que no pueden imaginar de qué manera ni cuánto los ama el Padre”.

Mirando a Cleofas le dijo: “¿Qué pasaría si todos tus hijos de diferentes edades fuesen condenados a una muerte horrible y dolorosa?”

Unos segundos después continuó: “Pero todo podría ser anulado y la vida de ellos continuaría sin problemas y tendrían hijos y una vida normal, a cambio de que tú tomes el lugar de ellos.”

Lo miró fijamente y le preguntó: “¿Qué harías? ¿Hasta dónde llegaría tu amor?”

Cleofas quedó mirándolo fijo paralizado por la pregunta.

Esas palabras no habían terminado de consolidarse en la conciencia de cada uno cuando el amigo de Cleofas apresuradamente descargó: “Entonces el Padre tenía que haberlo rescatado”.

- “El rescate se consumó, pero no en la forma que ustedes creen”.

- “Pero… ¿por qué tanta crueldad? —preguntó Cleofas recomponiéndose— ¿y dónde estaban los demás?”

Un sentimiento enfermizo se estaba apoderando de él y sintió fastidio por los que recibieron de manera tangible el verdadero significado del amor y le habían dado la espalda.

- “Tuvo sed —continuó Cleofas rememorando e hizo una pausa sosteniendo las lágrimas— hubiese querido yo llegar hasta Él y darle agua”.

Inconscientemente había puesto las manos en forma de vasija, al verlas las abrió y se quedó mirando el contenido imaginario cayendo al suelo, luego completó: “Pero le dieron vinagre en recompensa”.

- “Sí — apuró su amigo— ¿por qué fue al único que lo atravesaron con clavos?”

Una mirada mansa con la edad del tiempo tuvo como destino lo más profundo de su alma y declaró: “Porque esos clavos afirmaron tu paz” —fue la respuesta serena del nuevo compañero de viaje. Los surcos en la frente de Cleofas se aplanaron y su cara pareció iluminarse. La claridad meridiana de este nuevo amigo le hacía sentir una calma familiar que ya había degustado poco tiempo atrás.

Sus ojos…

Había algo especial en sus ojos y en la forma de mirar que no podía determinar.

Y llegando ellos Él hizo como que iba más lejos, entonces le insistieron a que se quede, porque ya se había hecho tarde. “Quédate con nosotros” —le pidieron como niños a un padre. Él gentilmente asintió.

Cuando estaban por comer, tomó el pan, lo bendijo y lo partió. Al momento Cleofas y su amigo experimentaron algo que iba más allá de su vista natural, y como un velo que se corre descubrieron que su nuevo amigo era su amado Maestro… y ante sus ojos desapareció. Entonces se dijeron el uno al otro: “¿No ardía nuestro corazón en nosotros, mientras nos hablaba en el camino, y cuando nos abría las Escrituras?”

Un aroma suave de nardos quedó flotando en el ambiente. El pan, como un símbolo, quedó partido en la mesa ofrecido para ellos. El asombro y una alegría creciente e incontenible les empezaba a desbordar. La esperanza que parecía muerta había vuelto a vivir. Se sintieron jóvenes otra vez, en su interior se avivaron las llamas de aquel fuego inolvidable. Sin esperar más decidieron volver a Jerusalén.

- “¡Todos lo tienen que saber! —se decían el uno al otro con euforia creciente— ¡ÉL VIVE! ¡ÉL VIVE!” —gritaban. Para Cleofas en aquel instante muchas cosas en su mente encajaron como piezas de un rompecabezas. Hasta en su nombre estaba dibujado su propio destino y se acordó su particular significado, Cleofas “el que ve la Gloria”.

La aldea que los había recibido con total indiferencia ahora estaba siendo conmovida. Los vecinos cercanos salieron de sus casas a causa del griterío y vieron a dos en la noche que iban con el paso apurado hacia Jerusalén, rumbo a una nueva mañana.

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En la actualidad también hay quienes se preguntan “¿Dónde estás?” y miran al cielo esperando respuesta. Pero hoy se revierte la pregunta. Y como en el jardín del Edén, el padre busca a sus hijos otra vez y pregunta “¿Dónde estás?”.

No hay caminos inaccesibles para Él. Caminará por los escombros buscando con desesperación a los heridos, buscará por las ruinas, no habrá barrera que le impida encontrarte. “¿Dónde estás?” es el grito desesperado de su corazón buscándote. Su amor no tiene fin y no descansará hasta escuchar tu voz decir: “Aquí estoy”.


Luis Lecca vive en Junín, Pcia. de Buenos Aires, casado y padre de una hija maravillosa. Trabaja en una empresa de agroquímicos dándole respuestas y soluciones al campo argentino. Desde 1982 sirve a Dios con su ministerio de la música, congregándose en la Iglesia Emanuel de la Ciudad de Junín.

E-mail: luislecca1@hotmail.com

Skype: Louis_gr

Facebook: www.facebook.com/louislekkas

“Me faltan palabras para contar lo que Dios hizo en mi vida”


Un testimonio impactante que tocará muchas vidas.

Por la pastora Cristina Luchetti



Cuando te falten las fuerzas, cuando sientas que todos te defraudan, cuando nadie te acompañe y todos te hayan abandonado, cuando creas que la muerte es tu única salida… recuerda que hay alguien que te ama y te quiere ayudar: ¡Se llama Jesucristo! Deja que nazca el sol de justicia en tu vida y recíbele ahora mismo en tu corazón. Solo tienes que pedirle perdón y Él será para siempre TU SALVADOR.

Ruego a Dios que estas páginas sean de bendición para tu vida. Su contenido está basado en revelaciones de nuestro Señor, en experiencias personales, testimonios y en la manifestación poderosa de su Espíritu Santo. No tengo ninguna duda de que Dios lo ha guiado y lo ha inspirado para que sepamos y tengamos la plena convicción de que por más intensa que sea la tormenta que golpea tu vida, por más doloroso que sea el momento que estas atravesando y por más desamparados que pienses que estás, tú tienes que saber que: El Cielo Gobierna.

Corría el mes de noviembre de 1985. Yo estaba planificando mis vacaciones “a todo trapo”. Lo que no sabía era que estaba por suceder algo que cambiaría el rumbo de mi vida para siempre y que jamás había imaginado. El primer día de diciembre de ese año fui invitada por una familia amiga a visitarla en su flamante casa, ya que se acababa de mudar. Era domingo. Pasamos un día tranquilo dentro de todo. Me acompañaban mi hija Paula, de 4 años; Belén, de un año y medio y a la vez estaba embarazada de mi tercera hija.

De repente escuché un ruido y salí corriendo para ver de qué se trataba. En fracciones de segundos, Belén había subido las escaleras que daban a la terraza y al querer bajar, se cayó y se golpeó la cabeza. En ese momento no tuvo ninguna manifestación extraña ni reacción alguna para preocuparse, se la veía bien y tranquila.

El infierno comenzó al otro día. Ella se despertó con convulsiones y hemiparesia (parálisis de la mitad del cuerpo). Fuimos a la guardia y después de tenerla en observación unas cuantas horas nos dieron el alta, ya que su cuerpito había vuelto a la normalidad. Quiero resaltar que en esa época la tecnología no estaba muy avanzada y no había aparatos eficaces para detectar ciertas anomalías.

A partir de ese día, los episodios se fueron repitiendo, primero esporádicamente y luego cada vez con más frecuencia. Como consecuencia de todo esto, Belén quedó inválida. En uno de los episodios, el peor de todos y el que duró más tiempo, quedó sin poder hablar y perdió casi por completo la visión. El cielo se había cerrado para mí, al menos eso creía. Los médicos estaban desconcertados, no sabían qué hacer ni qué pensar; no había un diagnóstico específico. Mientras tanto, ella se debatía entre la vida y la muerte. Si moría, yo moriría con ella. Mientras Belén se iba apagando, yo me iba desgastando.

Una niñez complicada

No tenía paz: el cigarrillo y los barbitúricos eran mi compañía en ese tiempo. Mi vida no había sido fácil. Desde pequeña había deambulado de un lado para otro como una pieza de rompecabezas que no encuentra su lugar. Mi madre estaba por un lado y mi padre, por el otro. Fui criada por mis abuelos, quienes marcaron mi vida de una manera especial en esos primeros años.

A los seis años, mis padres que estaban separados decidieron volver a unirse y me arrancaron de la casa de mis abuelos para irnos a vivir a un lujoso departamento en Capital (antes de eso yo vivía en Remedios de Escalada). A partir de ese momento empecé a conocer el dolor, el miedo y la desesperación.

Mis padres se peleaban, se golpeaban, se insultaban. Si bien en el aspecto económico no me faltaba nada, ya que mi padre había logrado una buena posición, en todas las demás áreas mi vida era un desastre. Así crecí, así fui poniéndome una careta de felicidad, mientras que por dentro moría. Así le hacía creer a mis amigos y a los que me conocían: que todo estaba bien y que había que vivir el momento, cuando ni siquiera yo lo creía.

A medida que fui creciendo, fueron aumentando mi orgullo, mi vanagloria y todas esas cosas que te llenan el corazón de sombras. Probé la marihuana, empecé a tomar alcohol, a fumar, y a los 17 años tuve un intento de suicidio: tomé pastillas para quitarme la vida. A los 19 años caí en una depresión tan profunda que no quería ni levantarme de la cama. Mis padres se habían tranquilizado un poco (no del todo), y cuando quisieron hacer algo por mi vida, sentí que ya era tarde.

Una cadena de errores

Me uní con una persona para escapar de mi casa, y fue este el peor error que cometí, ya que después de que nacieron nuestras tres hijas, y al haberse sumado la enfermedad de Belén, él se fue con otra mujer, formó otra familia y nos dejó solas. Por eso, cuando mi hija se debatía entre la vida y la muerte, yo dije: “El día en que ella se muera, me quito la vida”.

Lo que yo no sabía era que Dios tenía un plan para nosotras. Muchas veces Dios me había llamado de diferentes maneras a través de personas que me predicaban, con carteles que veía en la calle (Dios me sigue hablando de esa forma hoy en día), pero yo seguía con mi vida sin reconocer que necesitaba de Dios. Me llamaba con amor, pero como yo era indiferente, me llamó con dolor.

El diagnóstico de Belén fue: enfermedad cerebral progresiva e incurable. Para los médicos no había solución, no había salida. Dijeron: “Está en manos de Dios”. Durante ese tiempo conocí a una mujer del barrio de Mataderos, en Buenos Aires, que se llamaba Teresa, quien ya está en la presencia de Dios. Su hijo había sido sanado de cáncer en la cadera. Por eso, ella me insistía en que la acompañara a una campaña evangelística que se estaba realizando en el teatro Astros en diciembre del 86.

Por supuesto que a mí no me interesaba nada y a todas las veces que me invitaba le dije que no. Doy gracias a Dios por esa vida que perseveró, como la viuda que se presentó de continuo ante ese juez injusto para que le hiciera justicia de su adversario (Lucas 18).

Teresa, insistió tanto, pero tanto, que el sábado 3 de diciembre del año 86 fui a esa campaña. Allí entregué mi corazón a Jesucristo y todo cambió. La oscuridad se convirtió en luz, la desesperanza en esperanza, el deseo de morir se convirtió en ganas de vivir, pasé de muerte a vida y ¡mi hija también! Han pasado 33 años de ese día y la tengo a mi lado sana y salva. Nunca pude ni podré explicar con palabras lo que yo experimenté en esa bendita ocasión. Lo que sí puedo decir es que Cristo es real, su poder no ha cambiado. Él nos llama con amor eterno y Sus promesas se cumplen.

Comienza un círculo virtuoso

A partir de ahí comenzó un proceso de restauración en mi vida y de sanidad en Belén. Poco a poco fue recuperando el habla, la visión y volvió a caminar. Mi vida nunca fue la misma. Dios comenzó a tratar con mi corazón y despertó un llamado tan fuerte que nada ni nadie pudo frenarlo hasta hoy.

Comencé a gritar a los cuatro vientos acerca del poder sanador de Jesucristo, compartía mi testimonio con todas las personas, me escucharan o no. Nació una fuerza sobrenatural dentro de mí que me hizo olvidar de todo mi pasado, sanó las heridas de mi corazón y me ayudó a perdonar a quienes me habían lastimado.

Es el día de hoy que esa llama de esperanza sigue encendida. Te animo y te aliento a ti que estás leyendo estas páginas a que no bajes los brazos. Pelea por lo que amas, pelea por tus sueños, pelea por tu victoria, porque la batalla final ya fue ganada por Jesucristo nuestro Señor.

¡Quiero hablarte de mi llamado con la esperanza de que algo se encienda en tu corazón! Desde que me convertí, todo sucedió muy rápido en mi vida. Me bauticé e inmediatamente me uní a un grupo de la iglesia “Esperanza Viva” del Pastor Ricardo Cabrera. Este siervo marcó grandemente mi vida espiritual, ya que con él aprendí la disciplina de la oración.

Los hermanos de aquella congregación solían cantar en el Parque La Heras que quedaba enfrente de mi hogar. Un día, cuando escuché los coritos bajé corriendo llena de gozo y empecé a participar de aquellas reuniones gloriosas al “aire libre”. Allí comencé a dar mis primeros pasos en la predicación. En esa plaza, la cual había sido escenario de cosas pasadas, ahora hablaba de la Palabra de Dios. El Señor me había ungido para hacerlo.

Todo se renueva

Por ese tiempo, Dios puso en mi camino a un hombre maravilloso que me ayudó en todas las áreas. Nos casamos y emprendimos el viaje más hermoso que es el de formar una familia tomada de la mano de Jesús. Vivimos con luchas y pruebas, pero nuestro hogar estaba afirmado sobre la roca. Tuvimos cinco hijos: Jonatan, Joana, Matías, Natalia y Trinidad, y mis tres nenas que él adoptó con mucho amor. ¡Solo Dios puede hacerlo! Él es sobrenatural.

“ir, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado…”

Nunca pienses que no vas a poder, nunca pienses que todo está perdido. Avanza, Dios te llamó con un propósito. No eres un error de tus padres. No te preguntes, como hacía yo: “¿para que nací?”. Dios nos puso en esta tierra con una misión y Él nos dará las armas espirituales para cumplirla. Él nos da el poder del Espíritu Santo y la unción que es la manifestación de ese poder. Esa unción es verdadera y nos va a guiar y a enseñar todas las cosas que necesitamos para cumplir la misión tal como afirma 1 Juan 2:27.


Alicia Cristina Luchetti está casada con Marcos Daniel Galeano y tienen 8 hijos y 5 nietos. Vive en Lanús, es maestra de Inglés e hizo cursos de Violencia de Género y Operadora Social. Desde el año 90 y a través de su testimonio está sirviendo como Pastora, Intercesora y Predicadora, habiendo participado en eventos Nacionales del CNCE (Consejo Nacional Cristiano Evangélico). Estudió en F.A.E.T.I.D (Facultad de Estudios Teológicos de la Iglesia de Dios). En el 2007 se recibió como Ministro Licenciado de la Iglesia de Dios. Actualmente está trabajando en los pueblos de la Cuenca del Salado en el área de plantación de Iglesias, entre otras cosas.

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