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© Virginia Cosin

 

© Editorial Entropía, 2019

© Malpaso Holdings, S. L., 2021

C/ Diputació, 327, principal 1.ª

08009 Barcelona

www.malpasoycia.com

ISBN: 978-84-18546-01-3

Diseño de interiores: Sergi Gòdia

Maquetación: Joan Edo

Imagen de cubierta: Egon Schiele, Crouching nude in shoes and black stockings,

back view (1912), Nueva York, Museo Metropolitano de Arte.

Bajo las sanciones establecidas por las leyes, quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro (incluyendo las fotocopias y la difusión a través de Internet), y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo, salvo en las excepciones que determine la ley.

 

 

El laberinto de casas

que conforma la red de las ciudades

equivaldría a la conciencia diurna;

los pasajes (que son las galerías que llevan a su existencia en el pasado)

desembocan de día, inadvertidamente, en esas calles.

Pero después, al llegar la noche,

bajo las ciegas masas de las casas,

de nuevo surge la espesa oscuridad.

Walter Benjamin, Libro de los pasajes

 

 

That girl’s brain is a bag full of cats.

You can smell crazy on her.

Bruce Banner en Avengers

 

 

Estoy llenando de jeroglíficos los azulejos del baño. Uso crayón para ojos y lápiz de labios. Acabo de abrir la canilla del agua caliente, espero que la bañera se llene, sé que las pastillas y el alcohol solos no van a hacer efecto, confío en ahogarme. Unas horas antes estaba llorando, estrujándome las manos como en una canción de Bola de Nieve, corriendo cada diez minutos a la computadora a revisar mi casilla de correo para confirmar que no, que él no me había contestado el mail. Él es –y crean que les digo la verdad– un tipo cien por cien olvidable. Pero en este momento me parece que es todo. Y para mí es todo o nada. La única forma que conozco de proveerme el propio sustento, mi único lugar seguro en el mundo, es el amor. El amor de otro. Desde que descubrí, cuando era una niña, el poder de enamorar, salté de hombre en hombre buscando un refugio seguro. Pero cada vez que estoy cerca de conseguir lo que quiero, ya no lo quiero más.

Trabajo en una agencia de publicidad. Creo que nunca gané tan bien en mi vida por hacer cosas tan tontas. Mi jefe es un hombre encantador, y hábil para los negocios. Tiene dos hijos del primer matrimonio y uno del segundo. Si mi madre lo conociera, diría de él que es «todo un mensch». Imaginen una de esas publicidades de ambientadores, o cera para pisos, que transcurren en departamentos con grandes ventanales y blancas cortinas, sillones de muchos cuerpos y cocinas y baños relucientes. Departamentos habitados por familias rubias, heterosexuales y monogámicas, que las esposas desinfectan para que sus hijos no se contagien ninguna enfermedad y en cuyos livings reciben al marido de punta en blanco, con los brazos abiertos y un piecito levantado. Ahora piensen en un modelo de hombre que encajaría perfecto ahí. Ese es mi jefe.

Desde que me entrevistó hasta que me invitó a salir pasaron dos semanas. Mentiría si dijera que no lo vi venir.

Un sábado a la noche, pocos días después de empezar a trabajar en su agencia, estaba en mi casa, sola, viendo La secretaria, una película que ya había visto y me encantaba, con Maggie Gyllenhaal y James Spader. Él es un abogado amable pero un poco frío al que las secretarias no le duran ni un mes: las hace llorar, aunque al principio no entendemos bien por qué. Ella es una chica recién salida de una institución psiquiátrica que llega a su casa, donde la recibe su familia, que es bastante desagradable. Apenas puede, se encierra en el baño para hacerse pequeños cortes en los muslos y las pantorrillas con unas navajitas que guarda muy prolijamente en una caja. Después, ve el aviso del abogado que busca secretaria y se presenta ante Spader sin más currículum ni referencias que un título de dactilógrafa, aunque el trabajo no requiere grandes habilidades más allá de servir café, atender el teléfono y tipear a máquina documentos. Spader al comienzo es gentil, pero después se va poniendo un poco agresivo, hasta que un día Maggie comete un par de errores de tipeo y él le grita, la maltrata. Ella se sorprende, pero después continúa con sus tareas. Al día siguiente sucede algo inesperado. Maggie desafía a Spader. No está ofendida o indignada, ni se siente vejada, ni nada por el estilo. Spader guarda en un lapicero una colección de fibras rojas para señalar errores de tipeo, o de ortografía. Llama a Maggie a la oficina, le muestra el error y después le pide que se incline y apoye los codos sobre el escritorio. Ella obedece, con más expectativa que miedo. Él se le acerca por detrás y le da un chirlo en el trasero. Después otro y otro más fuerte. A Maggie se le llenan los ojos de lágrimas. Parece que son lágrimas de dolor, pero no. Son lágrimas de emoción. A partir de ahí, solo quiere más. Más chirlos. Castigos. Atención. Spader al principio se niega porque esa pequeña perversión le da culpa, o vergüenza, o lo que sea. Pero Maggie insiste, lo provoca hasta la exasperación y Spader encuentra una forma nueva de humillarla. Algo que a Maggie la vuelve loca de amor. Las provocaciones y las palizas se van haciendo cada vez más complejas: las heridas que ella misma se infligía van cicatrizando. Ya no tiene que castigarse. Hay otro que lo hace por ella, como un acto de amor. No es una tortura, sino un juego de dos personas muy muy heridas que se lastiman, pero para cuidarse. La película termina con un clásico final feliz: se van a vivir juntos, se casan y se aman para siempre.

Esa noche apagué la tele y revisé el celular. Había un mensaje de mi jefe. Me invitaba a salir. Me preguntaba si me parecía mal. Era canchero y tierno a la vez. «Puedo recibir un no como respuesta», decía. Esperé al día siguiente para contestar. Le dije que era un poco complicado y que lo más sensato, si quería preservar mi trabajo, era declinar la propuesta. Estaba siguiendo el manual de la chica digna. En realidad esperaba que insistiera un poco. Al día siguiente, insistió. Pero mi jefe, aunque yo era bastante Maggie, no era Spader.

Salimos algunas veces y creí que por fin iba a poder ser normal. Él pensaba que yo era una especie de intelectual o algo así, eso le resultó muy atractivo. Después simplemente le parecí rara, intratable. Al mes de estar juntos me llevó un fin de semana a la playa. Alquiló una de esas cabañas súper cómodas. Yo me sentía asfixiada y salía a caminar sola, algo que a él le molestaba. Charlamos bastante sobre nuestras vidas pasadas, pero enseguida fue evidente que cuando se terminaran las anécdotas no iba a haber nada más de qué hablar. Así y todo pensaba en volver a casarme y tener una familia.

Imaginé una casa con piscina, un estudio para mí sola, una ventana que diera al jardín con niños corriendo y una biblioteca llena de libros, de piso a techo, para escribir, cerca del corazón salvaje, en un ambiente confortable y hermoso. Hasta ese momento, siempre había estado con intelectuales o artistas, troskos, progres, sin auto o con autos destartalados, sin casa o con casas medio destruidas. Mi exmarido era un profesor universitario de esos que andan en alpargatas y tienen dos jeans y tres remeras en el placard porque no necesitan más que eso. En cambio mi jefe tenía buzos y camperas de Gap, muchos pares de zapatillas, pilas de remeras y cosas así de inservibles y lindas.

Hace meses que no hablamos, salvo por trabajo. Ya se dio cuenta de que no soy lo que él pensaba. Parezco la mujer ideal, pero cuando empiezan a desenvolver el paquete se produce la desilusión. Debajo del papel brillante hay otro de peor calidad y debajo otro: papel madera, papel de diario. Finalmente, lo que queda, es pura carencia.

Siento un cansancio y una desesperación de una clase que ya conozco, pero decido no seguir aguantando. Esta vez va en serio, me digo. Me lo digo como por tercera o cuarta vez. Ya perdí la cuenta.

Si pudiera, hilaría uno por uno los motivos que me llevaron a este momento en el que solo pienso que soy una carga para todos los que me quieren y escribo una carta pidiendo perdón, trato de justificarme, y voy hasta el baño y abro la canilla de la bañera y pongo el tapón y busco la botella de vodka que compré para preparar tragos el día que festejé mi último cumpleaños, el número treinta y siete, y busco las cajas de ansiolíticos que me fueron recetando a lo largo de meses de llorar a mares y los voy sacando de los blísters de a uno y me los meto en la boca y empujo la bola de pasta que forman todos juntos con tragos de alcohol y, mientras espero a que hagan efecto, entro en el agua y dibujo los azulejos del baño.

Creo que me siguen. Por momentos no soy yo la que corre, sino el bosque el que me atraviesa. Las hojas se mueven con el viento, aplauden. Desde el fondo o el fin del mundo avanza un sonido como de olas, arrastrado por la sal del mar que viaja por el aire. A cada paso se abre debajo de mis pies un pozo que va a tragarme. Corro tan rápido que podría volar. Bastaría con impulsarme hacia arriba y agitar un poco los brazos hasta que la atmósfera se espese; solo tendría que imitar los movimientos que hago cuando estoy en el agua, pero otra vez todo es pesado y el aire, demasiado liviano, se mete en mi nariz y me congela el tabique y la frente. Me zumban los oídos, la sangre se mueve dentro de mi cabeza. No siento las piernas. Caigo de rodillas al suelo. En esta posición podría ponerme a rezar, pero no creo en nada. No tengo fe. Ahora mi cuerpo y mi cara están embarrados. Apoyo la mejilla en la tierra. Los ojos abiertos. Voy a quedarme así, quieta, sin tomar ninguna decisión. Escucho algo que se mueve a unos metros de donde quedé tendida. Una especie de bestia que me observa desde su escondite y evalúa si soy confiable, o un enemigo. Quizás espera el momento justo para devorarme.

Caí en la trampa. En mi propia trampa. Estoy impedida. No soy algo, o alguien, no hago nada, no me muevo. Pero existo. Ofrecida a ese otro que ahora, estoy segura, respira detrás de mi nuca. Puedo sentir el calor de su aliento, su agitación contenida. Escucho un corazón latir con fuerza y no sé si es el suyo o el mío. Tengo secos los lagrimales. La mirada en un punto fijo. No puedo moverla de ahí. Sobre un montículo de pasto desfila, en formación militar, un grupo de hormigas. Ahora un gruñido seco, ronco, dentro de mi oído. ¿Es un lobo? Quisiera detener mi corazón. Por propia voluntad. Pero no sé cómo alinear dos fuerzas que se oponen y ofrecen resistencia: deseo y muerte. Deseo de muerte. Los párpados me pesan, mi cuerpo es abandonado por la tensión que lo mantenía alerta y se deja ganar por la morbidez de los miembros, los músculos se distienden, la respiración se vuelve lenta y regular, los pulmones se hinchan como globos y el pecho gana amplitud dentro del tórax. Empiezo a sospechar. Me pellizco la piel y nada. Me vuelvo a pellizcar. Caen dos gotas rojas en la tierra, se hunden, se absorben, debajo algo las chupa. El bosque entero tiembla, las raíces de los árboles se mueven. Alguien gime, cerca. O lejos, imposible distinguir los sonidos que rebotan con la luz entre el follaje. Llueve. Como si hubieran arrancado un pedazo de cielo. El agua rebota en las hojas, las ramas, los tallos, los pétalos, los troncos. Llueve de abajo hacia arriba, en diagonal. Llueve como si Dios se hubiera propuesto renunciar a su creación para empezar de nuevo. Me recupero, me adueño de mi cuerpo. Un relámpago cruza el cielo. Segundos después se escucha el trueno. Oscurece y la lluvia detiene su caída como los músicos a sus instrumentos ante la señal del director de orquesta. Es de noche. Puedo ver cada una de las estrellas de esta porción de universo agujereado. Estridulación de grillos, croar de ranas, silencio de serpientes venenosas. Todo lo que no se escucha es peligroso. Todo lo que no se anuncia es una amenaza. Camino tanteando con mis pies desnudos la tierra, en línea recta. Ahora estoy frente a un lago de aguas oscuras. Voy hacia la orilla. Cuando me acerco al agua veo mi reflejo nítido, como si se tratara de un espejo. Pero no encuentro mi cara. O la que siempre pensé que era mi cara. La punta de mi nariz toca el agua. Veo el reflejo de una mujer bastante parecida a mí, pero muchos años mayor que yo.

Me despiertan los tin tin de las cucharas contra las tazas en la cocina. Tengo los ojos tan hinchados que me cuesta abrirlos. Veo desenfocado, me siento en la cama, respiro por la nariz, me duele todo. Tengo que pararme. Algo sencillo, sostener el cuerpo erguido, como un boxeador al que un entrenador imaginario le está dando palmaditas en la espalda. Me da indicaciones: que separe las piernas para no perder el equilibrio, que me cubra la cara para defenderme de los golpes. Cambio el peso de una pierna a la otra, tiro piñas al aire. Pero apenas entro al ring me desplomo. Una enfermera me llama por mi nombre. Me espera en su oficina el psiquiatra. Cuando lo veo, detrás del escritorio, pienso que se trata de un chiste. ¿Qué es esto? ¿Una película con Winona Ryder? Es demasiado joven y atractivo. Alto, con un bronceado natural de hacer deporte o pasar los fines de semana con la familia en un country. Aunque no tiene alianza.

Ustedes, los mediquitos de la 18 son tiernos y hasta besan al leproso, pero ¿se casarían con el leproso?1

Llevo la misma ropa hace dos días, la que mi madre puso en un bolso cuando me trasladaron de urgencia a la guardia del hospital: un pantalón de jogging y una remera blanca con una inscripción negra que dice «Rive Gauche». El pelo sucio, atado con una gomita.

Estoy tratando de seducirlo. Es lo que sé hacer. Me sale así. Como respirar. Sé que no tengo buen aspecto, que parezco un mono, pero lo miro a los ojos esperando alguna reacción.

Él, como si nada. Doctor, ¿usted sabe que a mis pies cayeron otros imposibles? Me los metí dentro del bolsillo, dentro de, bueno, sí.

Pido hablar por teléfono con mi familia, pero él dice que hay que esperar unos días.

No voy a esperar unos días. No voy a esperar ni un día. Me quiero ir. Yo no soy como el resto. Soy distinta. Estoy actuando.

Cuando cumplí quince años me cambiaron del colegio del Estado en el que empecé el secundario a uno privado progre de Belgrano. El rector era joven, usaba el pelo largo, en los recreos tocaba la guitarra y militaba en política. Un día se rompió un caño y nos mandaron a todos a usar el baño de varones. Ahí vi, en la puerta de uno de los cubículos, del lado interior, la silueta dibujada de una mujer con dos tetas enormes, en marcador indeleble negro, entre costras de suciedad. Una flecha partía del dibujo hacia mi nombre. Yo ya estaba familiarizada con ese cuerpo que despertaba inquietud en los hombres, pero intuía que era un poder que quizá nunca aprendería a dominar. Cada vez que el rector se acercaba, yo emanaba algo de eso, algo que lo ponía nervioso.

Una noche en que los alumnos encargados de editar el periódico escolar nos quedamos hasta tarde en el colegio, él me llama para hablar en privado en la Rectoría. Me confiesa que siente por mí una atracción que no es capaz de resistir y me besa. Después me lleva a su departamento. Es un clásico departamento de soltero de dos ambientes, en el piso más alto de una torre. El colchón en el suelo, la heladera vacía. El rector fue el segundo hombre con el que me acosté. El primero fue un noviecito medio punk, un año más grande que yo. Pero antes ya había tenido otra clase de experiencias.

Empezamos un romance clandestino que encubríamos con la complicidad del profesor de teatro de la escuela y de mi compañera de banco. Los fines de semana, mentía. Le decía a mi madre que salía con amigas pero me encontraba con Humbert Humbert, que me cogía, recto como era, en la Secretaría de su venerable institución educativa.

Durante casi un año viví como la heroína de una de las telenovelas que miraba encerrada en el cuartito de la tele, pegada a la pantalla, a un volumen casi inaudible, para que mi madre no me descubriera. Tenía permitido mirar solo una hora de televisión al día. Después era obligatorio leer, estudiar o practicar ejercicios de piano. Igual había algunos programas que a mi madre también le gustaban y mirábamos juntas, las imágenes reflejándose en la superficie acuosa de los ojos. Nuestro favorito era El pájaro canta hasta morir, con Richard Chamberlain, sobre un cura enamorado de una chica veinte años menor. Pero aunque el amor imposible del cura en la ficción conmoviera a mi madre, cuando se enteró de mi affaire con el director, empezó a amenazar con denunciarlo a la policía.

La relación se desgastó sola cuando terminé el colegio y dejó de ser clandestina. Al poquísimo tiempo él empezó a sentirse inseguro y a celarme hasta la asfixia, y a mí me parecieron aburridas las salidas con gente que no tenía nada que ver conmigo: políticos, abogados, contadores.

Unos años más tarde estaba metida con un hombre casado. No es de extrañar, ahora, que mire al doctor como una presa, aunque sea yo la que está herida de muerte.

Me hacen escribir una lista con las cosas que considero básicas para permanecer una temporada en la clínica de recuperación. Así la llaman. Preferiría que la llamaran «el psiquiátrico», o «el loquero», o mejor aun, «el frenopático», como en esa novela que leí hace un siglo, en alguna de mis otras vidas. Le entrego el papel más tarde a una mujer. No están permitidos dispositivos electrónicos como celulares, portátiles o tablets. Hago una lista en la que incluyo ropa, efectos personales para la higiene como champú, crema de enjuague y crema para la cara, varios libros, cuadernos y lapiceras.

Antes me hicieron llenar una ficha y me llevaron por unos pasillos hasta la zona de las habitaciones. El piso es de baldosas cremita, las paredes están sucias. Pasamos por una sala de estar, o un comedor, con sillas y mesas de plástico, un televisor prendido y olor a sopa de verduras mezclado con desinfectante.

La habitación tiene cuatro camas. Colchones delgados como láminas. Mesa de luz: no. Estantes o placard o algo para guardar mis cosas: no. De todos modos no llevo nada. Solo lo puesto. En la habitación, ocupando una de las camitas, una chica tirada mira el techo. Me saluda y me pregunta si soy nueva. Le digo que sí, pero que pienso irme esa misma noche, al día siguiente a más tardar. La chica se da vuelta hacia la pared contra la que se apoya la cama y se queda así un rato. Después vuelve a girarse y me mira. Habla como un oráculo:

–Armate de paciencia, si no acá te volvés loca. Ya no sé ni cómo me llamo, todos me dicen O.

Pienso en la ventaja de los buenos modales.

O. hace un pequeño relato, como si lo supiera de memoria, como si se lo hubiera dicho muchas veces a muchas chicas nuevas, a muchas compañeras de cuarto que llegan y se van. Me cuenta cómo abandonó al hijo, que quedó al cuidado de sus padres, para irse del país a trabajar de lo que fuera, de camarera, de bailarina, de maquilladora de televisión, lejos, lejos, y cómo se drogó, con cocaína, ácido, heroína, todo lo que pudo, hasta que un día se encontró viviendo en la calle, y cómo sus padres la buscaron y la encontraron y que desde hace ya unos años esta es su casa, el asilo, así lo llama ella, y que se quedaría para siempre ahí, que no quiere irse nunca. Después hace un largo silencio y vuelve a darse la vuelta.

No sé dónde poner las manos. Los pies. Tengo ganas de comerme las extremidades. De tragarme a mí misma.