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EL ARTEFACTO

EL ARTEFACTO

Germán Sierra

Traducción del inglés

Javier Calvo

Ilustraciones

Juan Alberto Abia

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Título original:

El artefacto

Copyright © by Germán Sierra

First published in 2018, Inside the Castle

De esta edición:

© De Conatus Publicaciones S.L.

Casado del Alisal, 10

28014 Madrid

www.deconatus.com

© De la traducción: Javier Calvo

Ilustraciones: Juan Alberto Abia

Primera edición: 06/2020

Diseño: Álvaro Reyero Pita

ISBN: 978-84-17375-38-6

Producción del ebook: booqlab.com

Todos los derechos reservados.

Esta publicación no puede reproducirse total ni parcialmente, ni almacenarse en sistema recuperable o transmitido, en ninguna forma ni por ningún medio electrónico, mecánico, mediante fotocopia, grabación ni otra manera sin previo permiso de los editores.

La editorial agradece todos los comentarios y observaciones:

comunicacion.deconatus@deconatus.com

ÍNDICE

1. MUÑÓN

Un rasguño para empezar

2. IRM

3. SUJETO DE CONTROL

4. HIPÓTESIS

5. EPÍLOGO

 

 

Los virus tienen algo que decirte.

Algo oscuro y secreto.

El hecho de que nuestros cuerpos nunca fueron nuestros.

Nuestros cuerpos pertenecen al mal, a la crueldad, al Sol.

Sólo nos pertenecen las formas en que nuestros cuerpos se rompen.

De esta manera mis enfermedades me hacen real.

Un río de pus es mi amor por el mundo,

movimientos tectónicos y conversaciones no articuladas,

vulnerabilidad en la casa doce.

FENG SUN CHEN

No existe el fracaso, sólo el retroefecto

MARC COUROUX

 

 

Para Cruz y Nico

Para todos los que sabéis
que nadie puede tener el control del lenguaje.

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UN RASGUÑO PARA EMPEZAR

Esto no es la vida real.

Esto no es ficción.

Esto no es una novela.

Esto no es una salida.

Aunque quizás sí una huida. Un fuego ligero de bombas bárbaras abstractas ilumina el futuro. Es igual que construir un arca. Antes del diluvio, cuentan, los humanos se apareaban con dioses, ángeles, cocodrilos… Luego evolucionamos para convertirnos en parásitos que sorben mentes, que flotan en ojos inyectados de sol de dioses amnésicos, empujándolos a devorar estrellas gigantes, a crear y destruir, secuencialmente, universos.

Esto no es un sueño.

Esto no es una pipa.

Esto no es una canción de amor.

El día después de que me telefoneara mi ex alumno, un pájaro azul madrugador chocó contra la ventana de mi sala de estar y se rompió el cuello y dejó la huella de un beso fantasma gris con restos rojo-sangre de labios destruidos por el bisturí de un cirujano loco e hizo un ruido como si alguien golpeara un gong chino con una bola de masa de pizza. Yo estaba bebiendo café y zumo de naranja mientras leía en mi iPhone los correos electrónicos que había recibido durante la noche / leía las noticias de Google en la pantalla del ordenador / me fumaba un Marlboro / celebraba que se había terminado por fin el semestre y no tenía que coger el puto autobús del campus a las 7:30 y gruñirle los buenos días a la muchedumbre tentacular, compuesta mayormente de estudiantes hipnotizados por el feérico resplandor lechoso de sus teléfonos y fundiéndose entre ellos igual que una colonia de murciélagos se combinan para formar a Drácula / con la luz polvorienta del sol lijándoles las caras / con los edificios de ladrillo de inspiración italiana de la colina a punto de derretirse y derramarse sobre la entrepierna verde de algún titán subterráneo en proceso de despertarse. Mi casa –esta casa nacida vieja que compré hace un par de años, cuando decidí abandonar mi diminuto apartamento del centro y trasladarme a una zona residencial zombificada más próxima al campus– estaba exactamente igual que la noche anterior; no había rastros de otros seres humanos, residuos de ideas absurdas abandonados al letargo profundo y a los subsiguientes sueños todavía suspendidos del techo, entre otros frutos oscuros putrefactos de la noche arrastrados por la brisa como polvo resplandeciente que cae sobre las finas briznas de la hierba. Las mañanas, cuando no tienes que estar temprano en el trabajo, son la mejor hora del día para estar solo, sin lavar y aturdido. No hice ningún caso del pájaro: me sentía tranquilo, las calles eran un monumento silencioso a la perpendicularidad, mis libros estaban bien ordenados en los estantes, un millón de hojas verde-espejo hacían trizas la luz del sol ametrallada, no tenía que ir a trabajar temprano… Los bichos carroñeros y las hormigas esclavas se encargarían del cadáver, dejando un ominoso amuleto de huesos mondos entrecruzados y plumas delante de mi puerta. Me limité a tomar nota mentalmente de que había que duchar la ventana: los pájaros son considerablemente más sucios de lo que parecen. El tiempo venía de todas partes, pandemoníacamente, comiéndose las líneas eléctricas, corrompiendo la luz misma, la gravedad misma, la mente misma. El tiempo llegaba con una rapidez violenta –como Mori abofeteándome, haciéndose trizas encima a punto de correrse–, con aspereza y sucio de polvo de miedo, residuos orgánicos, cascotes volcánicos y ojos relucientes, inflados naufragados.

Nunca has oído hablar de nosotros. No sabes nada de mí. Nada menos.

Sin embargo, es perfectamente verosímil, e incluso muy probable, que te podamos contar entre los miles y quizás millones de personas que han presenciado el resultado indirecto de nuestra actividad. Nuestro trabajo está ahí fuera, temblando de forma imperceptible, con un ligero zumbido, en las sombras, esperando a que enciendas las luces de tu máquina.

Tú, máquina, eres.

En otra época, las máquinas se imaginaban un futuro en el que se fundirían encantadas con los hombres; ahora los humanos perseguimos un destino mecánico que sentimos eléctrico y nos imaginamos bajo control.

Síntesis de estrellas.

Nunca, hasta ahora.

Entretanto.

Aunque.

Quizás, suponemos, has vislumbrado nuestro trabajo pero nunca le has prestado la bastante atención (tan ingrato es, y tan sometido –el reconocimiento del talento que ponemos en juego– a los caprichos del azar) como para emitir tu voto o por lo menos ponerle un corazón a alguna de las encuestas que, con periodicidad rigurosa y disimulo creciente, llevan a cabo ciertas franquicias multinacionales especializadas en evaluar compañías como la nuestra. Startups. Compañías recién llegadas. Caídas del cielo. En lo más alto al principio, en plena caída ahora. Absurdo, lo sé. Ritmos vanidosos. Al final de la jornada, sólo un individuo de cada mil –o de cada diez mil, es imposible calcularlo con precisión– se ve realmente afectado por las conclusiones de nuestras cogitaciones…

…y entre éstos, sólo unos pocos reaccionarán tal como nuestros clientes esperan y confían a fin de considerar bien gastado el dinero que nos pagan para poder volver a sus casas convencidos de haber hecho un buen trabajo. Todo es cuestión de porcentajes, de sutiles fluctuaciones de un índice, atribuibles –en este maldito negocio no hay nada estrictamente demostrable– a nuestra intervención, dado que el público sobre el que podríamos ejercer cierta influencia todavía es demasiado escaso como para esperar que tengamos un impacto enorme. A veces creo que somos una especie de manifestación del otro mundo, espíritus sin cuerpo hablando con cuerpos sin espíritu. Entretanto,

la luz.

O la materia oscura.

Esa cosa esponjosa que fluye y sueña que repta por el abismo afótico. La parte potable de la piel interior, entrañas iridiscentes llenas de pliegues y cubiertas de liquen lípido, pálidas o sanguíneas, lugar-medusa. Por fuera todo es cálculo: grandes datos. Después de asustar a la muerte, es posible penetrar en los moluscos comestibles de la piel. Hay varias formas de hacerlo, pero muy pocas son indoloras e inocuas. Poros y orificios. Hay festines bacterianos idénticos a lenguas rígidas y salinas. Si no has leído las instrucciones con detalle, vuelve a las páginas anteriores: en caso contrario no podrás ensamblar la figura. Observa este texto a través del microscopio adjunto. Por lo menos el instrumento óptico tiene la ventaja de simular una semejanza. Ves paisajes, mapas que muestran que no hay interior, sombras oscuras de mobiliario, de carne mal iluminada. El dolor es mecánico, o bien una traducción de la mecánica al idioma borboteante de la sarna. A través de la espuma de vidrio –puede ir despacio, con delicadeza y cuidado– la agonía es como acercarse a un horizonte o comprar lividez en un supermercado. Vacunarse puede ser aconsejable.

(Estaríamos encantados de proporcionarle el número exacto de ordenadores y dispositivos móviles en los que se ha visualizado nuestro neuro-anuncio, así como información estadística adicional y metadatos sobre ubicaciones de GPS, sistemas operativos, navegadores, derivaciones, búsquedas previas, etc. Una pequeña porción de los grandes datos. Pero resulta imposible establecer con precisión cuánta gente ha prestado atención –¿y qué es eso, a fin de cuentas?, ¿la asignación de recursos de procesamiento de la que habla John Anderson?– al anuncio, y durante cuánto tiempo les siguió resonando en la memoria… Una simple porción de información irrelevante y vertiginosa que salta de la retina al tálamo y al córtex visual primario y al hipocampo y al córtex inferotemporal, y desaparece –¿se desmadra?– sin dejar rastro… O algo más permanente, un engrama, un recuerdo en una unidad de memoria capaz de reclutar actividad de otras redes, agregando información dentro de un contexto determinado y…)

En realidad este texto no lo estoy escribiendo yo, quizás lo está escribiendo mi amigo y ex socio profesional Gaspard Pont. Ni siquiera sé si Gaspard Pont todavía está vivo y escribiendo en secreto en vez de, por ejemplo, fumando cristal y follándose a chavales. Me limito a fingir que está sentado en algún lugar, delante de la pantalla de un ordenador, asumiendo que cada vez que supuestamente escribe “yo” en realidad está haciendo un mapa de bits de mi yo. Y allá voy, mi mente escapa del lenguaje de programación en el que supuestamente ha de estar enjaulada, cavando un hoyo nuevo en el vacío, flotando en el aire con la suave ingravidez de los anuncios. Gaspard Pont estaría escribiendo en un idioma extranjero tanto para él como para mí, pero que usamos para comunicarnos entre nosotros. Mi idioma es Muerte, el creador de mundos. Escribir en un idioma extranjero es como estar enamorado de alguien desconocido por Internet: una exploración continua de huellas radiantes y probablemente falsas de su conducta.

Él diría idioma extranjero y no segundo idioma porque no es un idioma que hable con regularidad, sólo una jerigonza literaria dotada de una estructura-historia celular-molecular muy particular en la sopa de sodio que le llena la cabeza. Pero, a quién le importa. Ahora escribir es una acción distribuida que involucra a gente viva y muerta y a un montón de máquinas no vivas, cosas que simplemente avanzan automáticamente en espiral, palabras que aparecen en una pantalla o en una piel o en cualquier superficie inscribible para disponerse como bandadas de pájaros o insectos que se organizan espontáneamente en forma de frases y párrafos y qué sé yo en cualquier idioma o idiomas, letras romanas mezcladas con ideogramas, iconos, jeroglíficos, manchones abstractos, infectándose entre sí, moldeándose entre sí como organismos en recombinación perpetua.