César Biernay Arriagada

MACABROS

Historias de asesinos despiadados que intentaron el crimen perfecto



A1

Expedientes desclasificados de homicidios en chile

BIERNAY ARRIAGADA, CÉSAR

Macabros. Historias de asesinos despiadados que intentaron el crimen perfecto / César Biernay Arriagada 

 Santiago de Chile: Catalonia, 2020

ISBN: 978-956-324-772-5
ISBN Digital: 978-956-324-786-2

364 CRIMINOLOGÍA

Diseño de portada: Ximena Morales
Diseño y diagramación: Sebastián Valdebenito M.
Corrección de texto: Sergio Infante
Dirección editorial: Arturo Infante Reñasco

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Primera edición: febrero 2020

ISBN: 978-956-324-772-5
ISBN Digital: 978-956-324-786-2
Registro de Propiedad Intelectual N° 2020 - A-189

© César Biernay Arriagada, 2020 

© Catalonia Ltda., 2020
Santa Isabel 1235, Providencia
Santiago de Chile
www.catalonia.cl – @catalonialibros

Índice de contenido
Portada
Créditos
Índice
Prólogo
Introducción: Siete casos policiales desclasificados
CRIMEN EN CUSTODIA
El caso de los tarros lecheros (1963)
El crimen se huele
La perspicacia del inspector Cárdenas
Ánforas macabras
Entre la pizarra y la botella
La joven Aurora
Sin salida
Aurora al alba
Leche cortada
Rueda de presos y reconstitución de escena
Informe neuro-psiquiátrico
Una investigación emblemática
Bibliografía
EL OLFATO POLICIAL DE ANKER
El caso del canino rastreador (1967)
Nace una leyenda
Búsqueda del rumano asesinado
Olfateando robos
El rastreo fatal
El entierro del ovejero alemán
El homenaje póstumo
Un perro mártir
Otra historia de sangre
El legado de Anker
Bibliografía
EL ENANO MALDITO
El caso del Hotel Princesa (1968)
Meretrices de la bohemia capitalina
El pequeño cliente
Un crimen mediático
Declaraciones de testigos
Al acecho del criminal
Dos homicidas para un crimen
El error judicial
La muerte ronda en el hotel
Del crimen al mito
Bibliografía
EL ÚLTIMO TANGO DE DISCÉPOLO
El caso Yuraszeck (2004)
Vida del empresario malloíno
Mal negocio
Escalada noticiosa
El puzle policial
El perfil del homicida
Macabro sitio del suceso
Diligencias policiales
Condena
Carrillón de La Merced
Bibliografía
LAS MENTIRAS DE MEDEA
El caso de los hermanos Rojo (2008)
Jueves rojo
Las sospechas
La huella digital
Las matemáticas no mienten
No hay peor diligencia que la que no se hace
Infografía forense
El testigo estrella
El clon de Medea
Se busca parvularia
Relación enfermiza
A nadie le enseñan a ser madre
El recuerdo de lo que nunca sucedió
El show del desayuno
Verdades ocultas
Lecciones del viejo Vidocq
Hurgueteando el sitio del suceso
Culpable
Bibliografía
81 LUTOS PARA EL BICENTENARIO
El caso de la cárcel San Miguel (2010)
Cárcel San Miguel
Vigilantes y vigilados
Subterfugios caneros
Hacinamiento sanmiguelino
La chispa del incendio
Estoques, oscuridad y fuego
Carceleros encarcelados
Fenómenos cadavéricos
El reo 82
Epitafio
Bibliografía
LA MUERTE ESPERA EN EL ANDÉN
El caso de la balacera en Plaza de Maipú (2011)
Cuidado con el cierre de puertas
Los pasajeros del vagón
Balacera en la estación
El asesino del Metro
Declaración de las víctimas
Primeras diligencias
La testigo del suicidio
Dos homicidios para un suicida
El dolor de la derrota
Bibliografía
Agradecimientos
Notas

A mi padre, Luis Biernay.
A mi hermano Richard Biernay.
Dos policías que escoltan estas crónicas.

Prólogo


“La ética no es otra cosa que la reverencia por la vida”, señaló alguna vez el médico, ensayista y premio nobel de la Paz Albert Schweitzer. No obstante ello, ese antiguo impulso humano que pretende desconocer sin más la profunda legitimidad del otro en cuanto el otro sigue vigente cual salvaje sin control y, a veces, desatado, termina por quitar el derecho más preciado de toda existencia humana: la vida misma. Es ahí donde el investigador policial entra en escena para contribuir a rescatar la justicia perdida y cimentar los caminos que conducen a la paz social y a la sana coexistencia humana.

En efecto, la historia de la criminalidad es tan antigua como el hombre mismo. Ahí está para ser revisada y aprender de ella, pues sus hechos nos permiten hurgar en lo más profundo de la conciencia humana y desde ahí tratar de entender al hombre en toda su complejidad. Aun con toda la tecnología logarítmica que ofrece hoy la sociedad de la información, los impulsos humanos que decantan en macabros homicidios constituyen un misterio difícil de resolver.

Pero ahí está el detective para escudriñar hasta en los recodos más oscuros del alma y, por medio del saber científico, llegar a la verdad y a la justicia. Por cierto que lo anterior es un reto sublime que jamás se constituye para un investigador policial en una utopía, sino en un desafío profesional siempre posible y necesario. En cada homicidio no solo hay dolor y desesperanza, sino también una oportunidad única para aprender y corregir.

Es en este contexto que surge el presente libro. Es un rescate documental de siete espeluznantes casos policiales, observados desde una perspectiva múltiple que se enfoca en el homicida, en la víctima y en el investigador policial. Así, a partir de las evidencias que ofrece el sitio del suceso se reconstruye un pasado que, como tal, se coloca a disposición de la justicia. Al mismo tiempo, lo que hay detrás de estas páginas es un esfuerzo por conocer las complejidades del actuar humano, a fin de motivar una siempre necesaria reflexión.

Pero esta tarea también cumple con el deber de preservar el legado de nuestros antecesores, quienes transmitieron y consolidaron el bello saber inserto en el arte de investigar, a fin de descubrir las certezas ocultas bajo la falsedad, el engaño y la mentira.

Al revisar las páginas de Macabros, el lector se encontrará con que los siete casos policiales están presentados de tal manera que es posible conocer cada crimen en sus más mínimos detalles, de modo que pueden identificarse sus motivaciones más hondas. Valga eso sí una aclaración en este punto, por cuanto en las siguientes páginas no se encontrarán personajes ficticios ni descripciones narrativas emanadas del flujo inspirador de Agatha Christie, Ramón Díaz Eterovic o Boris Quercia Martinic. Cada investigación documental aquí expuesta se sustenta en la realidad conforme a una rigurosa bibliografía, así como en entrevistas con los actores relevantes de cada caso criminal, hecho que merece ser especialmente destacado.

El autor revela además las particularidades y complejidades de la investigación profesional de los delitos, describiendo los protocolos forenses, las primeras diligencias y los medios de prueba que se han constituido en la evidencia irrefutable en los salones de la justicia. Su pluma nos permite “libar” el bello saber de la profesión del detective. En este escenario, no pretendo detallar las historias de cada caso policial de este texto, pues lo que me mueve es despertar la curiosidad del lector para que pueda observar las luces y sombras de la existencia humana.

El autor detrás de este esfuerzo es un académico con oficio, pero también un funcionario de la Policía de Investigaciones de Chile, PDI, motivado en rescatar el aprendizaje acumulado por años de experiencia policial. César Biernay Arriagada es bibliotecario documentalista y profesor de la PDI, cualidades que le han permitido documentar y transmitir los aspectos más recónditos de diversos casos policiales chilenos. Estamos frente a un profesional inquieto y curioso que no solo ha navegado en las aguas de su saber, promoviendo un permanente rescate del patrimonio institucional, sino que también se ha atrevido a cruzar fronteras e ir más allá, avanzando por las sendas de la historia y la literatura.

Macabros es otro fruto de la curiosidad del autor. Es un trabajo digno de destacar y un esfuerzo por reconocer la enorme importancia social que tiene la función del detective. En síntesis, en las páginas que a continuación se despliegan es posible conocer parte de una humanidad herida, pero también del rescate de su dignidad que solo es posible a partir de la justicia y del noble trabajo del detective.

ARTURO HERRERA VERDUGO 
Exdirector general de la Policía de Investigaciones de Chile (PDI)

Introducción

Siete casos policiales desclasificados

Muchos esfuerzos literarios han abordado los entresijos de la mente criminal. Antonio García-Pablos, Diane Papalia y Osvaldo Tieghi, por nombrar algunos, han teorizado sobre la criminología y otras ciencias centradas en lo criminal. Otros han estudiado la sociedad y sus recovecos georreferenciales que propician la comisión de un delito, tales como Paul Horton y Chester L. Hunt, Émile Durkheim y Raúl Sohr. En tanto, otros han erguido la figura del investigador policial desde la obra escrita de René Vergara, José María Navasal y Francisco Antón y Barberá. Pero toda colección bibliográfica en materia de criminalística y criminología carece habitualmente de obras que triangulen el crimen desde la mirada de la víctima, el homicida y el detective. Ello da el valor a las páginas que siguen, proponiendo una relectura de casos policiales connotados desde un paradigma holístico.

En esta tarea, se reconoce el legado de maestros de la investigación criminal en Chile que, con escasos recursos y una precaria tecnología, respondieron a casos difíciles de resolver, transmitiendo con ello el arte de investigar a agentes novatos. Así, esta investigación documental desmenuza cada crimen en sus partes más pequeñas, identificando las bestiales motivaciones de los criminales que mataron ciegos de rabia, pena o delirio. Cada investigación documental porta la consulta de una rigurosa bibliografía y entrevistas a personajes clave, constituyendo uno de los valores más importantes de esta publicación, el rescate memorialístico de homicidios chilenos ajustados a lo que aparece en un cúmulo de documentos.

Tras un crimen descubierto, en primera instancia se activan los engranajes del aparataje estatal, concitando a investigadores policiales, fiscales y peritos. En segunda instancia intervienen médicos legistas, abogados y psicólogos, bajo las permanentes disquisiciones de los reporteros policiales. Y en tercera instancia aparece el documentalista policial, el archivero, que bajo el símil manto del anacoreta, apostado en un lugar apartado, se dedica a la contemplación de los titulares que fueron noticia, recabando recorte a recorte célebres casos criminales.

Con relativa frecuencia y periodicidad se suceden los crímenes en Chile, cíclicamente. Primero se publica en el diario un titular mediático que en su bajada ofrece los antecedentes preliminares obtenidos por el reportero, quien en su jornada descuenta los minutos que le quedan para escribir la noticia. Al día siguiente se publica la crónica ampliada con la fotografía del sitio del suceso y de algún familiar junto al policía. Si el caso empalma de lleno o tangencialmente con lo espeluznante, será materia de reportaje el fin de semana, cerrando el ciclo del caso. Luego vendrá otro titular macabro y así sucesivamente.

Ocasionalmente aparece algún viejo periodista que antologa sus mejores reportajes juveniles y ofrece en librerías sus casos policiales emblemáticos, retrotrayendo antiguas portadas de diario y rojos titulares en caligrafía de prensa. Lo mismo sucede en las corporaciones periodísticas durante el mes de diciembre, quienes ofrecen una pestaña en sus sitios web con los crímenes más impactantes del año. Muchos lectores consumen ávidamente esta información, pormenorizando tragedias y catástrofes. Buscan conocer la verdad en los noticiarios de televisión o en portadas de revistas, transmitiendo los enigmas en el negocio de la esquina, en la oficina y en la sobremesa.

Es sabido que los impulsos humanos que devienen en un crimen constituyen un misterio desde los tiempos bíblicos, comenzando con la crueldad de Caín sobre su hermano Abel, hasta el último asesino que hoy aparece en el periódico, pasando por crímenes políticos, descuartizados y sicarios, de todas las nacionalidades y razas, dándose cita periódicamente en la prensa nacional para estremecer a grandes y chicos.

La línea temática de los siete casos seleccionados conserva el eje de lo espeluznante, en homicidios que no solo fueron noticia por el hecho de muerte, sino por los aderezos que se fueron descubriendo a medida que las indagaciones policiales descorrían el velo del misterio. El parecido de los sucesos coincide en la triangulación de víctima, victimario y policía, unidos por el hecho de muerte de una mente desquiciada.

En “Crimen en custodia” se narran los concatenados hechos de violencia que destruyeron un hogar sumido en la pobreza, el alcohol y una vida sin valores. En “El olfato policial de Anker” se abordan los aportes de los perros policiales a la investigación criminal, rescatando desde la prensa, y desde testimonios reales, las circunstancias que ocasionaron la muerte del primer canino mártir.

En el caso policial “El enano maldito” se narra el brutal homicidio de una prostituta en el glamoroso Hotel Princesa a fines de los sesenta, describiendo aquella bohemia capitalina y los beneficios profesionales de la intuición policial. En “El último tango de Discépolo” se narra documentadamente uno de los casos policiales más recordados de principios de siglo, que mantuvo en vilo a todo un país durante 14 meses de búsqueda de víctima y victimario. El caso Yuraszeck, como lo llamó la prensa, invita a reflexionar sobre el poder, la ambición y los valores en una sociedad trastocada por el consumo.

En “Las mentiras de Medea” se aborda el trágico hecho en que dos menores fueron brutalmente agredidos en la comuna de Puente Alto, y cómo en reiteradas ocasiones la policía debió comenzar de cero ante la escasez de evidencias en el sitio del suceso.

En el episodio “81 lutos para el Bicentenario”, mediante un pormenorizado trabajo documental, se sitúa al lector en las festividades que engalanaron las fiestas bicentenarias de la nación el 2010, revelándole uno de los sucesos que terminaron ensombreciéndolas, sin duda el más violento. Contrario a cualquier pronóstico, ese año decantó una inusual espiral de tragedias, convirtiéndolo en uno de los más adversos que recuerda la historia de nuestro país. La tragedia de los mineros atrapados a cientos de metros de profundidad, el accidente automovilístico de la autopista interregional y el terremoto del 27-F, constituyeron la antesala del hecho más cruento que recuerde la historia carcelaria chilena, cuando el 8 de diciembre de ese año 81 internos fallecieron calcinados en la cárcel de San Miguel. Al margen de la crónica roja y del relato testimonial, la obra ofrece un análisis forense al trabajo pericial de identificación humana.

Por último, en “La muerte espera en el andén”, se describen detalles de la balacera y muerte de pasajeros inocentes en un vagón del Metro de Santiago, pormenorizando un hecho sin precedentes en la historia del crimen en Chile.

Ante la obligada pregunta sobre los criterios para la selección de estos siete casos policiales, lo primero es reconocer que la tarea de revisión, análisis y selección de casos fue tan extensa como extenuante, ya que la historia policial registra un sinfín de sucesos fatídicos que merecen volver a escribirse para su estudio y análisis. Se privilegió la clasificación temática de los casos revisados, sus móviles y antecedentes particulares, identificando tres hilos conductores en la selección.

El primero es la intuición policial, presente en las siete entregas de este tomo, reconociéndola como la habilidad detectivesca que no se enseña en los laboratorios de criminalística, en los polígonos de tiro policial ni en las salas de clases. Es una corazonada que nace y madura en el detective, que aprende a observar cuando mira y a escuchar cuando oye. Los ciudadanos comunes transitamos diariamente con cientos de personas sin reconocer en otros al criminal en potencia. El detective lo intuye, lo huele. Ese es su trabajo: identificarlos para esclarecer el delito.

Un segundo hilo conductor es el enigma, la incógnita, el acertijo. Los siete problemas a resolver se confunden entre la escasez de pistas y la presión de los medios de comunicación y de las víctimas que claman información y justicia. Cada caso revela la duda inicial, hacia dónde dar el primer paso de la investigación, complejidad que apela al procedimiento policial, al conocimiento forense y a la intuición del detective.

Y el tercer hilo conductor es la soledad. Esa soledad que frecuentemente gatilla homicidios, presente en los siete casos seleccionados, constituyendo su punto de encuentro. El solitario degollador, falto de cariño, buscó las caricias de una amante furtiva para sentirse amado. La esposa temerosa de quedar sola, ante una supuesta infidelidad de su esposo, optó por solucionar el problema atacando a sus propios hijos. El profesor provinciano que buscó la soledad ante las constantes demandas económicas de su conviviente y su pequeño hijo. El amante de las mascotas encontró en el canino la compañía difícil de encontrar en sus semejantes. El empresario malloíno no tenía carencias económicas, pero siguió el señuelo que le ofrecía el requerido afecto. La pelea carcelaria cristaliza la soledad de los reclusos, en tanto el asesino del tren subterráneo perdió su cordura tras la partida de su madre.

No lo vamos a descubrir ahora, pero lo cierto es que la tecnología actual ha derrumbado las relaciones interpersonales. Las desmorona. Si bien toda comunidad ofrece a sus individuos la sensación vitalmente necesaria de la pertenencia, ante el despiadado consumo de redes sociales digitales pareciera engendrarse soledad. Adolescentes solitarios, matrimonios enfermos, padres y madres que viven solos, ancianos despreciados y empleados con excesivas jornadas laborales sufren aislamiento social, que afecta su percepción de la realidad. Hoy los hijos estamos demasiado ocupados como para visitar o incluso telefonear a nuestros padres.

Empujadas a la locura por el ensordecedor vacío de sus hogares, muchas amas de casa de clase media y alta han entrado en la dinámica del trabajo asalariado para conservar su integridad mental y mantenerse ocupadas. En muchas casas se adquieren mascotas y sus consiguientes bolsas de comida especial, baños y vacunas, solo para romper el silencio de un hogar vacío. La soledad sustenta gran parte de los proyectos de viajes y diversión. La soledad contribuye al consumo de drogas, a generar depresión y en algunos casos a incurrir en homicidios.

Se afirma que con mayor educación, cultura y seguridad se minimizará la criminalidad. Pero son solo apuestas a largo plazo que jamás adormecerán al criminal, ya que portaría en su ADN aquel impulso visceral, escondido. Sirva esta afirmación de justificación en cuanto a la importancia de escribir estas historias, posibilitando el análisis de la conducta humana para anticipar dantescas tragedias. Ante el público de lectores aficionados a los hechos auténticos, invoco a mi favor el valor del conocimiento adquirido en el sitio del suceso por mis alumnos, profesores y peritos. Usted hará la seña de distinción literaria que apelo con esta obra que a continuación comienza.

Este libro se terminó de escribir en febrero de 2019, a setenta años de la creación de la Brigada de Homicidios de la PDI.

C. B.

CRIMEN EN CUSTODIA

* * *

El caso de los tarros lecheros (1963)

El asesinado es también responsable de su propia muerte. Y el robado es también culpable de ser robado. El justo no es inocente de los hechos del malvado. Os hablo con verdad, aunque las palabras pesen duramente sobre vuestros corazones.

Khalil Gibran, El profeta.


En la esquina de calle Yungay con Uruguay se emplaza uno de los monumentos arquitectónicos más bellos de la región de Valparaíso. Diseñado y construido en 1911 por Carlos Federico Claussen, el edificio fue la sede porteña del Banco de Chile hasta 1946, fecha en que el fisco lo adquiere y entrega en comodato a la Prefectura de Valparaíso de la Policía de Investigaciones de Chile.

Esta iniciativa constituyó una de las medidas del gobierno regional por minimizar la proliferación de hechos delictuales, que en esos años asolaban el naciente comercio y turismo en el sector del Mercado Cardonal. Bandidos, cuenteros y criminales sembraron el temor en los cerros de Valparaíso y protagonizaron rojos titulares de la prensa local. Muchas publicaciones actuales redescubren al puerto principal como escenario de homicidios mediáticos, que fueron resueltos bajo la investigación científica y medios de prueba irrefutables, propios de una policía de alto rendimiento.

La publicación Crímenes con historia, de la Universidad de Viña del Mar, por ejemplo, compila sucesos de connotación social que acaecieron en esa región y que alcanzaron impacto nacional (UVM, 2007). En su decena de casos, donde se encuentran “El chino de la moto”, “El loco Mariano”y “El constructor Víctor Moenen”, pena el femicidio del sector de Playa Ancha, que el tiempo no ha sabido borrar de la memoria visual ni olfativa de sus habitantes.

El crimen se huele

Atardece en el viejo cuartel policial de avenida Uruguay. El oficial de guardia Ociel Castro Labarca sintoniza una radio junto al negro teléfono ubicado en el mesón de atención. La guardia nocturna de los viernes siempre ofrece diligencias complejas, pero esa noche se proyecta distinta ante el esperado espectáculo del IV Festival de Viña del Mar 1963. En el escritorio del fondo de la sala, el joven detective Juan Seoane Miranda1 teclea sin compás en su máquina de escribir. Redacta el décimo documento del día, esta vez por una investigación de muerte sospechosa sin culpables por el momento.

“Pareciera ser más importante un show internacional que la seguridad ciudadana. ¿No le parece, inspector Cárdenas?”, le inquirió Seoane al viejo policía, esperando una respuesta optimista. “Espero estar vivo para la creación de la Brigada de Homicidios aquí en Valparaíso”. Las palabras del inspector Hernán Cárdenas Zúñiga resuenan en el alto techo de la sala, evocando las infructíferas gestiones por replicar en el puerto la unidad de homicidios que ya se había creado en Santiago.

En la oscura noche porteña titilan las luces de las casas, adornando los cerros de Valparaíso. El tráfico de vehículos había aumentado y la bohemia se palpitaba en restaurantes, cantinas y boliches. El reloj de la guardia hace rato marcó la medianoche y solo la máquina de escribir de Seoane entorpece la transmisión de Radio Minería, en directo desde Viña del Mar.

Transcurrieron así varias noches. A mediados de marzo una pareja de adultos cruzó la mampara del cuartel y la voz del hombre, con acento argentino, alertó a los oficiales. “Venimos a denunciar a un asesino”. El oficial Castro atendió la denuncia y apuntó ágilmente los antecedentes que el trasandino describía, aún atónito por el macabro descubrimiento.

Raúl Lucero Toledo, apodado “el Che”, nacido en Córdoba, Argentina, denunció el hecho en compañía de Luisa Duarte, su esposa. En sus habituales labores como chofer de taxi, mientras se encontraba en el paradero de Cerro Barón, fue solicitado por un profesor a altas horas de la noche para una particular carrera. Le pidió que lo llevara a su domicilio con un tarro lechero vacío y desde allí que se dirigiera a Viña con el tarro colmado de contrabando. Al llegar al domicilio en calle Chaigneaux, el profesor entró a su casa y el taxista, a causa del trasnoche, lo esperó durmiendo en el auto, tal como su cliente le había sugerido al advertirle que se demoraría algunos minutos en regresar.

Raúl se despertó al momento en que el profesor subía el tarro al asiento trasero. Este le indicó la nueva dirección y enfilaron a la ciudad jardín. Pasado el amanecer llegaron a una modesta casa donde vivía el Crespo Herrera, maestro soldador del taller Uruguay que se ubicaba en el centro de la ciudad, quien conocía al profesor por su oficio de fabricante de juguetes. Le pidió ayuda al soldador para sellar la tapa del tarro lechero, argumentando que debía trasladarlo pronto a Limache, petición a la que accedió a regañadientes por la temprana hora. Así, Raúl los condujo en su taxi hasta el taller del Crespo Herrera. Su cansancio era evidente, pero el dinero que le reportarían esas carreras, incluido el flete a Limache, le vendría bien a su irregular arca financiera.

Tras soldar con dificultad el recipiente, que presentaba su apertura rebajada, el profesor le sinceró a Raúl que no portaba ese día el dinero para viajar a Limache. Ante la avanzada hora de la mañana no podía regresar con el tarro a su casa, porque no habría moradores. Con estas justificaciones, le pidió custodiar el recipiente en el maletero del taxi, a lo que Raúl se negó por tratarse de un vehículo de alquiler. Su sustento dependía del traslado de pasajeros y el tarro molestaría en la cajuela. Así, y solo por el atractivo dividendo de la carrera a Limache, el chofer aceptó custodiar el tarro en su propio domicilio.

Primero lo ubicó en el living de su casa, pero ante la eventualidad de que entraran a robar optó, junto a Luisa, por dejarlo en el dormitorio, a un costado del ropero. El profesor no volvió a aparecer y los días transcurrieron. A casi una semana del encargo empezó a salir un mal olor y creyeron que se trataba de un ratón muerto por las trampas que habían instalado. Abrieron puertas y ventanas para ventilar la habitación. No encontraron nada, pero el olor persistía.

El miércoles 13 de marzo salieron a comer y, al regresar por la noche, volvieron a sentir el mal olor. Repitieron la misma operación para ventilar la pieza, habiendo rebuscado inútilmente de dónde procedía. Al siguiente día, Luisa fue categórica. El olor salía del tarro, por lo que optaron por ubicarlo en el patio, bajo el cobertizo. Rápidamente Raúl se dirigió al domicilio donde el profesor había cargado el recipiente lechero. Golpeó insistentemente la puerta hasta que salió el papá, negando que allí viviera Nicolás. Cuando el chofer le explicó que no se trataba de cobranzas el papá admitió que sí vivía Nicolás, pero que estaba en Limache. No pudo ubicarlo. Dejó el recado de que lo andaba buscando. Ya no le importaba la carrera a Limache, solo quería deshacerse de la extraña encomienda. Fue al taller del Crespo Herrera, pero este ignoraba tanto el paradero del profesor como el contenido del tarro. Sus sospechas comenzaron a inquietarlo.

Ese jueves, Raúl y Luisa salieron de paseo, a la Virgen de Pompeya, y regresaron al atardecer. La pestilencia se sentía desde la calle. Al entrar a su casa, observaron que un débil hilo sanguinolento y aceitoso emanaba desde el tarro. Decidieron reubicarlo sobre un cartón, un saco y un mantel de nylon. Tomaron el recipiente desde las asas y lo dejaron caer pesadamente, desprendiéndose un lado de la tapa que lo cubría. El olor nauseabundo penetró en sus fosas nasales, envolviéndolos en el repugnante y asqueado hedor. Las sospechas de que en su interior hubiera un trozo humano aumentaron. Raúl decidió hacer la denuncia en Investigaciones y Luisa lo acompañó. No quería seguir en compañía de un cadáver en su propia casa.

La perspicacia del inspector Cárdenas

Tras la denuncia, el inspector Cárdenas recibió la instrucción de asumir el caso. En el carro policial, y en compañía del matrimonio, se dirigieron al lugar del hecho, en calle Santa Teresa número 226, de Playa Ancha.

El inspector Cárdenas iba sentado en el puesto de jefe de máquina, junto al conductor y en compañía del detective Seoane. Camino al lugar recordaba innumerables casos de homicidios que supo resolver con éxito, pero reconoció en cada uno de ellos lo difícil que resulta encontrar la primera pista. La demora en encontrar evidencias afecta no solo el curso de la investigación, sino que fomenta la impaciencia tanto de los afectados y los familiares como de los propios investigadores. El caso debían abordarlo rápido antes que la prensa elaborara sus propias conjeturas.

Investigadores y denunciantes se bajaron del vehículo policial e ingresaron a la vivienda. En la parte baja de la propiedad, que da hacia el lado de la quebrada, la tenue luz fijada en el cobertizo alumbraba el sitio del suceso y al siniestro contenedor. El tarro lechero medía 45 centímetros de alto y tenía una circunferencia aproximada de 50 centímetros. Su parte superior parecía haber sido rebajada. Los investigadores, con las manos enguantadas y protegidos con mascarillas, procedieron a destrabar la tapa para inspeccionar el contenido del recipiente. El cerrojo de estaño comenzó a ceder, y a medida que se iba abriendo, el metal de la soldadura constituyó la bisagra de la tapa que rechinó tétrica y triste, como canción mortuoria en el preludio del macabro hallazgo. Luego dejó de chirriar y mantuvo un respetuoso silencio, casi sepulcral, como anunciando el trágico deceso del occiso, acentuado por el penetrante olor a putrefacción. Los horrorizados testigos observaron el cuerpo de un bebé de poco más de un año, cuya cabeza estaba envuelta en una ensangrentada mantita azul.

“Los muertos hablan” se repetía el inspector Cárdenas, recordando una de las premisas más importantes de la criminalística en el sitio del suceso. En la investigación forense un cadáver puede comunicar cómo perdió la vida, dónde, si fue arrastrado desde otro lugar, qué arma usaron para matarlo y si opuso resistencia frente a su muerte. También puede contar la fecha y hora en que murió, las circunstancias meteorológicas y hasta sus rasgos de personalidad. El cadáver “es el único testigo que no miente, porque ya no tiene sentimientos”, se repetía el viejo investigador.

El cadáver del niño, con su cara envuelta en un paño, exhibía sus manos amarradas en la espalda. En esta escena, además, se identificaba un alambre que rodeaba firmemente el cuello del infante. El inusual modo de perpetrar el crimen, con el contrasentido de ocultar el cuerpo inerte de un lactante dentro de un tarro lechero, exigía de los sabuesos policiales el máximo empeño por esclarecer la verdad. Ante la fetidez emanada, que era demasiada, la experiencia del inspector indujo lo peor. “Su madre debe estar debajo”, se dijo a sí mismo. Y estaba.

Ánforas macabras

El persistente hedor que emanaba llamaba la atención de los vecinos, quienes al ver el automóvil de Investigaciones, con sus luces en medio de la noche, difundieron la noticia por quebradas y cerros. Los diligentes policías, en tanto, ubicaron el rígido cadáver del niño sobre una superficie contigua al tarro lechero a fin de examinar sus signos mucosos. Estos se manifestaban “por la desecación a nivel del borde libre de los labios y de las mucosas genitales, de coloración amarronada rojiza o negruzca” (Trezza, 2006: 34-35). La importancia para los investigadores de reconocer estas modificaciones cadavéricas, habituales en neonatos y niños pequeños, fue descartar lesiones producidas por abuso sexual.

Con asombro comprobaron que al interior del tarro lechero se encontraba el torso superior de una mujer con la cabeza hacia abajo, más un cuchillo de mesa con empuñadura verde. El homicida dejó ropa y una frazada al interior del recipiente, creyendo quizás que necesitarían abrigarse cuando debieran cruzar los ignotos terrenos del más allá. El trasandino, dueño de casa, solícito informó la dirección del profesor, lugar al que una patrulla a cargo del inspector Jaime Herrera Villegas, en compañía del detective Franklin Quijada Torres, se dirigió con imperiosa premura. Se presumía que allí estaban las piezas faltantes de este negro puzle policial.

En la calle Chaigneaux 564, de Cerro Barón, vivían los padres del profesor. La casa se ubicaba en la parte principal del terreno, orientada hacia la calle. El patio central luce un parrón que alcanza el fondo del sitio, en cuyo costado se emplaza una construcción de material ligero con cuatro piezas. En la última habitación vivía el hombre que la policía buscaba.

Previo al ingreso de los investigadores a la vivienda, el panorama es incierto. El paradero del profesor es una incógnita y el desconocimiento de antecedentes por parte de los padres es evidente. El profesor huyó y su ubicación era desconocida (Erlandsen, 2006). Solo se podría predecir las características del sujeto y el contexto del crimen a partir de la descripción e interpretación de su habitación. Con el consentimiento de su madre ante la orden judicial, descerrajan la puerta de la modesta pieza y la impronta del profesor queda develada ante sus ojos.

Reconstruir el pasado a partir de las huellas del presente era la consigna. Eso bien lo sabía el inspector Herrera Villegas. Cada accesorio, cada marca, cada detalle debía ser analizado con el mismo interés con que horas atrás el inspector Cárdenas inspeccionó la macabra ánfora que contenía al bebé y a la mujer. Por insignificante y nimio que algún elemento parezca, este puede brindar una evidencia determinante, tanto para la investigación criminal como para el procedimiento y juicio penal.

El sol madrugador de marzo en el litoral no entibiaba el gélido escenario, y el desorden del cubículo que los investigadores tenían enfrente no facilitaba la tarea de determinar un punto de partida para el análisis. El tiempo parecía detenido y el descuido en el orden y en la limpieza dio cuenta de un sujeto desaseado. La desorganización, especialmente en ropa de cama y ropa de guagua, junto a herramientas, utensilios y otros accesorios, sugerían el aspecto de un morador carente de amor propio. Para cualquier ojo humano no había huellas que evidenciaran allí la consumación de un crimen, pero en aquella espartana habitación el inspector Cárdenas había depositado en su compañero, el inspector Herrera Villegas, el desafío de calzar las piezas faltantes de este funesto rompecabezas.

Junto al muro se hallan dos catres grandes (uno café y otro blanco), un mueble de cocina y una mesa chica. Sobre una cama hay una maleta abierta con algunas prendas en su interior. Detrás de los catres hacia la cabecera hay un balde con agua. El piso de madera se observa lavado, raspado y húmedo. El tono blanquizco que se proyecta hacia la bajada de cama se contrapone al color del resto de las tablas del suelo de polvorienta apariencia. El sagaz inspector olfatea lo que allí había sucedido. El inspector Herrera debía responder a las expectativas depositadas en él por el viejo Cárdenas. Al levantar las tablas se observa, a simple vista, sin microscopio, escurrimiento de sangre en las junturas que cubría buena parte de los maderos.

Este crucial hallazgo fue la antesala de un descubrimiento mayor. En el mueble de cocina se observa una cuchara y un tenedor con empuñadura verde, y entre el catre y el mueble de cocina descubren un nuevo tarro lechero. El recipiente, celoso guardador del mortal secreto del homicida, es de las mismas características que el encontrado en la vivienda del denunciante, pero este no está rebajado. Se encuentra cerrado herméticamente y sellado con pasta de piroxilina. Al abrirlo fuera de la habitación “desprende un olor nauseabundo y se advierte, dentro de él, ropas y pedazos de carne humana en avanzado estado de descomposición” (PDI, 2009: 2).

El inspector Herrera Villegas le comunica al viejo Cárdenas que en la pieza se encontró un trozo de alambre galvanizado, de dos metros de longitud, junto a utensilios de cocina de similares características al cuchillo que estaba dentro del primer recipiente y una sierra.También le informa que los restos humanos encontrados en el segundo tarro lechero se encuentran putrefactos y han sido colocados a presión, empujándolos fuertemente con algún elemento pesado. Tras ocultarlos se han hinchado por efectos de la descomposición y, tanto por la rígida disposición de restos humanos como por el hecho de que los investigadores no portaban equipamiento para inspeccionar un segundo contenedor, fue difícil sacarlos en el lugar. En su interior contenía una extremidad inferior femenina completa y otra cercenada en tres partes disímiles.

El inspector Cárdenas, sabueso ducho en materia forense, debió contener sus emociones. A pesar de su experiencia en homicidios, entereza y temple, en él emergió el padre y el ciudadano, que por su incólume naturaleza humana reprocha las deleznables consecuencias de una mente desquiciada ¿Quién es el sujeto detrás de este macabro crimen? ¿Qué razones lo llevaron a cometer tan horrendo homicidio? ¿Cómo puede el homicida portar la noble vocación docente? Fueron algunas de las preguntas que espontáneamente despuntaron respecto al escurridizo criminal.

Entre la pizarra y la botella

Nicolás Alberto Arancibia Muñoz es chileno natural de Arica. Nació el 26 de octubre de 1932, con 30 años a 1963. Es hijo de Arturo Arancibia, alcohólico y de oficios esporádicos, y de Irene Muñoz, madre de carácter autoritario. Desde niño Nicolás depende afectivamente de su mamá. Cuando esta jubiló, recibió el dinero y adquirió su vivienda en calle Chaigneaux, en Cerro Barón. Inscribió la propiedad a nombre de todos sus hijos, ya que su deseo es que al morir la hereden ellos y no su esposo, que nunca trabajó en nada y que, por su adicción al alcohol, podría aprovecharse del dinero de la venta del inmueble.