Créditos

La amiga


V.1: marzo, 2020

Título original: The friend


© Teresa Driscoll, 2018

© de la traducción, Cristina Zuil González, 2019

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2020

Todos los derechos reservados, incluido el derecho de reproducción parcial o total de la obra en cualquier forma.


Diseño de cubierta: Taller de los Libros

Imagen de cubierta: faestock, Robsonphoto/ Shutterstock

Fabrizio Verrecchia / Unsplash


Publicado por Principal de los Libros

C/ Aragó, 287, 2º 1ª

08009 Barcelona

info@principaldeloslibros.com

www.principaldeloslibros.com


ISBN: 978-84-17333-91-1

THEMA: FH

Conversión a ebook: Taller de los Libros


Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

LA AMIGA

Teresa Driscoll


Traducción de Cristina Zuil González
para Principal Noir
4

Sobre la autora

3


Teresa Driscoll ha trabajado como periodista a lo largo de más de veinticinco años, de los cuales ha sido presentadora del telediario de la BBC durante quince, y a lo largo de su trayectoria profesional siempre ha ahondado en historias que le han mostrado la parte oscura de la vida. Mientras cubría casos de crímenes en su trabajo, era testigo de los efectos colaterales que causaban y la conmovían muchísimo, así como del tremendo impacto que tenían en las familias, amigos y testigos implicados. Son precisamente esos efectos colaterales los que explora en sus novelas.

Teresa vive en Devon, un precioso condado de Inglaterra, con su marido y sus dos hijos. Sus novelas se han publicado en más de diez idiomas.




Para mi querido padre, al que echamos mucho de menos


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Contenido


Portada

Página de créditos

Dedicatoria


Hoy 16.00

Capítulo 1

Hoy 16.30

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Hoy 17.15

Capítulo 5

Capítulo 6

Hoy 17.25

Capítulo 7

Capítulo 8

Hoy 18.00

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Hoy 18.15

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Hoy 18.30

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Hoy 19.00

Capítulo 24

Capítulo 25

Hoy 19.05

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Hoy 19.15

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Hoy Ahora

Epílogo


Nota de la autora

Agradecimientos

Sobre la autora

Agradecimientos


En todos mis libros quiero darle en primer lugar las gracias a mi familia, porque no son solo mis seguidores más entusiastas, sino también las personas que han tenido que exclamar un «¡sálvese quien pueda!» durante mis altibajos escribiendo y editando cada novela.

Pete, James, Edward: ¡os quiero mucho!

Mi siguiente agradecimiento es para mi segunda familia, todos esos escritores, blogueros y lectores que son tan generosos con su amistad, consejos y apoyo. Una mención especial a los autores del Harrogate Crime Festival por ser tan cariñosos y amables, calmándome los nervios en mi primera visita.

Un gracias de corazón a mi editorial, Thomas & Mercer, y a mis inteligentes y pacientes editores, Jack Butler y Sophie Missing, quienes pusieron ideas fabulosas sobre la mesa mientras intentaba descubrir cómo contar esta historia.

Como siempre, un abrazo de agradecimiento muy especial a la persona que hizo que mi sueño de ser escritora se convirtiera en realidad: mi maravillosa agente, Madeleine Milburn.

Capítulo 1

Antes


Nos conocimos un jueves. Dos chicos. Dos madres. Mucho después, sobre todo en ese tren, la curiosidad y el entusiasmo con el que me abrí a todo eso me torturarían.

Pero, en ese momento, no tenía ni idea de lo que nos depararía el futuro, de sus consecuencias. En aquel instante, no sabía que alguien iba a morir y estaba perdida en la monotonía de un día tan rutinario que el momento crítico de nuestro encuentro me pilló distraída con los nabos.

Había ido a la tienda a por huevos, solo con el bolso, pero los nabos me llamaron la atención, tan gordos y compactos. Compré demasiados para la bolsa de papel gratuita pero endeble que me dieron, por lo que, cuando me topé con el alboroto en la plaza del pueblo, llevaba a Ben apoyado sobre una de mis caderas mientras los nabos se desparramaban en todas direcciones.

Al principio, no reparé en el camión, solo en el pequeño grupo de gente apiñado cerca del pub. Algunos conocidos negaban con la cabeza, claramente consternados. Hasta que no me acerqué, con más nabos cayendo de la bolsa rota hacia el suelo —«maldita sea» —, no me di cuenta de lo que había ocurrido.

No era la primera vez. En nuestros cuatro años en Tedbury Cross, había visto dos accidentes idénticos: un camión que calcula erróneamente la curva de la colina cerca del pub y acaba encajado entre la pared del bar y la casita de campo de la pobre Heather.

La «pobre Heather» era una artista local con dificultades económicas que tenía la mayor prima de seguros del pueblo. Cuando un par de años antes tuvo que reconstruir una parte significativa de la pared de la cocina, decidió tirar la toalla. Pero las noticias sobre el riesgo de accidentes se habían propagado. Dos posibles compradores habían rechazado la oferta de manera continua y, como los habitantes del pueblo tenían más miedo a una «maldición» que a una guerra nuclear, el consejo parroquial impulsó una campaña ruidosa pero totalmente inútil para que hicieran un desvío.

«Oh, no» y «otra vez no», eso susurraba la multitud mientras yo ponía a prueba mis abdominales tratando de recuperar los nabos sin que Ben se cayera. Solo al incorporarme, reparé en ella. El reflejo de mi imagen. La atractiva recién llegada, una mujer de más o menos mi edad exactamente en la misma postura que yo, con un niño pequeño sobre la cadera.

Iba vestida de negro de arriba abajo, con manoletinas y accesorios grises, una chica de ciudad que nos llamó la atención en cuanto se subió las grandes gafas de sol cuadradas a la cabeza y dejó al descubierto sus impresionantes ojos azules. Me di cuenta de que Nathan, un vecino arquitecto y amigo de la familia, la miraba y metía tripa, por lo que tuve que morderme el labio para no sonreír.

—¿Tu camión de mudanzas? —Di un paso al frente mientras nuestros pequeños se miraban sobre nuestras caderas con tímida curiosidad.

—Me temo que sí. No es muy buen comienzo, ¿verdad? —Su hijo escondió la cabeza en su cuello y Ben hizo exactamente lo mismo en el mío mientras fingían que no se miraban el uno al otro. Fue muy gracioso.

Desde el otro lado de la plaza, varias voces gritaban órdenes contradictorias al conductor del camión de mudanzas que se había quedado temporalmente atrapado en su cabina entre dos muros de piedra.

«Gira rápido hacia la izquierda…».

«No. No. Necesita ponerse recto primero. Avanza poco a poco. Luego, gira».

—Se suponía que nos mudábamos a Priory House. —Hizo una mueca—. Al menos, ese era el plan. Por cierto, soy Emma. Emma Carter. —Comenzó a extender la mano, pero su hijo se retorció protestando, por lo que se encogió de hombros a modo de disculpa antes de juntar ambas manos para levantarlo y colocarlo en una posición más cómoda.

Sonreí.

—Mira, vivo al otro lado de la calle. ¿Por qué no te vienes a tomar un té? Soy Sophie y este es Ben.

—Ah, eres muy amable, pero no puedo. En serio. Tengo que ayudar a resolver este lío.

—Hazme caso. Esto les va a llevar bastante tiempo. Y ya hay demasiada gente para arreglar el entuerto. Es posible que pronto haya aquí un equipo de televisión. Me temo que no es la primera vez que ocurre. Existe una especie de campaña para que se haga algo al respecto. —Le cambió la cara y sentí un golpe de culpabilidad—. Lo siento mucho. Te he asustado, Emma. En serio, parece que los dos necesitáis tomar algo. ¿Por qué no os escondéis en mi casa? Los niños podrían jugar, no hay problema.

—Pero me siento muy responsable.

—Tonterías. No es culpa tuya. Vamos. —Me volví hacia la izquierda para explicarle mi plan a Nathan, arrastrando más nabos a mi paso, lo que hizo reír a Emma a carcajadas. Unas cuantas cabezas más se giraron y varias personas se adelantaron para rescatar las verduras, por lo que ambas seguíamos sonriendo ante lo absurdo de la situación cuando la guié hacia nuestra casa.

Al abrir la puerta, un extraño escalofrío de entusiasmo por estar en compañía de una desconocida me sobrevino de repente. Me di cuenta de que ella miraba hacia abajo y recordé exactamente cómo me había sentido la primera vez que lo había visto. El suelo. A veces, después de unas vacaciones, aún me sorprendía. Las baldosas. No eran las baldosas de pizarra en forma de rombos de ángulos perfectos de las tiendas de cocina inteligente que visitábamos de vez en cuando en nuestra antigua vida en la ciudad, sino una testimonio más suave y pálido de la vida que habían presenciado, padecido. Piedras redondas y lisas, con los bordes tan desgastados por el paso de cientos de pies durante cientos de años que en nuestra primera visita había querido agacharme y acariciarlas, deseando pasar mis dedos por la piedra fría y suave. Ese día estaba demasiado avergonzada; el agente inmobiliario sonreía de oreja a oreja mientras Mark me decía a mis espaldas que no mostrara mucho entusiasmo. «Es malo para los negocios, Sophie».

—Una casa muy bonita. —Emma dejó a su hijo en el suelo y se ajustó la ropa antes de dejarme atónita al arrodillarse para pasar primero la palma de la mano y, luego, los dedos por el suelo, trazando la forma de los fósiles en la esquina de una de las piedras más grandes antes de apoyarse sobre sus talones—. ¡Qué envidia! Es precioso. —Deslizó de nuevo los dedos por la misma piedra, una de mis favoritas, y me di cuenta de que sus manos no se correspondían con el resto de su cuerpo. Uñas cortas y descuidadas y zonas de piel seca y rugosa—. Es una pena que hayan retirado muchos de estos suelos. Por desgracia, Priory House tiene moqueta. Esperaba encontrar algo interesante debajo, pero lo he mirado: cemento.

—Sí, lo sé. —Estaba un poco desorientada, sentía una agitación que no entendía, por lo que me di la vuelta, llevé a los chicos hacia la cocina y les serví zumo de manzana antes de arrodillarme para saludar al hijo de Emma a la altura de sus ojos—. ¿Cómo te llamas, hombrecito?

—Theo. Mi nombre completo es The-o-dore.

—¿En serio? Bueno, es un nombre muy bonito. Nunca antes había co-no-ci-do un The-o-dore. —Enfaticé el ritmo, pero no recibí respuesta, ni siquiera una pequeña sonrisa, por lo que me giré hacia mi hijo—. Bien, Ben. ¿Por qué no le enseñas a Theo los juguetes del cuarto de juegos y los compartes con él? ¿Sí? Y, recuerda, les puse pilas a los trenes.

Al levantarme, la sentí todavía con más fuerza. Esa combinación de nervios y expectación olvidada pero nada desagradable. Una desconocida. Un cambio. Una brisa de aire fresco.

—Entonces, ¿has estado en Priory House? Ay, pero ¿qué digo? Seguro que conoces todas las casas de este pueblo, Sophie.

—Perdona, pero yo no me sentaría ahí. Pelos de gato. Por cierto, ¿café o té?

—Té, por favor. Así luego te puedo leer las hojas como agradecimiento. Ay, Dios, mira. —Estaba arrodillada en el asiento de la ventana—. Alguien se está metiendo en la cabina del camión de mudanzas. ¿Crees que es buena idea?

—Si es uno de los granjeros, es muy buena idea. Pueden girar hasta remolques en espacios reducidos. Lo siento, no he entendido lo que me estabas diciendo. Me refiero a lo del té.

Emma se gira.

—Mi habilidad, leer las hojas del té. La aprendí de mi abuela. También leo las palmas de las manos. ¿Crees en eso? —Luego, al ver mi ceño fruncido, añadió—: Perdóname, Sophie, te he incomodado.

—Para nada —miento—. Bueno, sí, es verdad. Para serte completamente honesta, creo que solo tengo bolsitas de té.

Se estaba riendo de mí cuando comencé a hurgar en uno de los armarios de la pared.

—En serio, no pasa nada. No te molestes. El té normal me vale, cuanto más fuerte, mejor, pero no era broma lo de leer el té y las manos. Lo podemos hacer en otro momento. —Luego, se giró hacia la ventana—. Perdón, ¿has dicho algo sobre que iba a venir un equipo de televisión?

—Es bastante probable. Un poco como la continuación de una saga: los camiones y esta carretera. Depende de cuánto tiempo se quede encajonado y cuánto trabajo haya en la sala de prensa. Aunque, si dejan que uno de los mozos de labranza se encargue, no se llegará a tanto. —Dejé la falsa búsqueda, bastante consciente de que no teníamos hojas de té, y puse tres bolsitas en una tetera de cerámica azul. Luego, lo serví apartándome de la nube de vapor.

—Por cierto, has sido muy amable rescatándonos a Theo y a mí. Esto no hubiera ocurrido en Streatham.

—¿Venís de Londres?

—No directamente. En realidad, de Francia. He estado allí unos meses con mi madre.

—Ah, claro. Ya entiendo.

—Lo dudo. Es un poco complicado. No hay ningún señor Carter, por si te lo estabas preguntando. Nunca lo ha habido. Espero que eso no contraríe a la gente en un pueblecito como este. Por Theo, me refiero.

—No seas tonta. —Sentí el rubor en las mejillas mientras llevaba la tetera y dos de nuestras mejores tazas a la mesa—. Así que… ¿unos meses en Francia? Suena muy bien.

Entonces, Emma me sorprendió de nuevo. Un claro gesto de dolor, un rápido parpadeo de sus llamativos ojos mientras jugueteaba con su pelo largo y oscuro. Una fractura rara e inesperada en su aparente seguridad.

Me sentí mal por su repentino malestar mientras ella intentaba ganar tiempo mirando de forma intencionada hacia el cuarto de juegos, donde los dos chicos estaban tumbados en el suelo, formando líneas de camiones en vías de tren paralelas. Los miramos. Esperé.

—Parece que se llevan bien. Theo estaba nervioso por la mudanza. Yo también, la verdad. —Entonces, el tono de Emma sonó firme de nuevo—. Aunque prefiero pensar que me va a gustar este sitio. —Le volvió la sonrisa no solo a la boca, sino también a los ojos, en los que me fijé que tenía pequeñas motitas de distintos colores, rayas verdes y marrones mezcladas con el azul. Un detalle tan poco común que, de pronto, me hizo ser consciente de nuevo de esa rara e inesperada mezcla de sentimientos: curiosidad y algo extraño. Algo que, en ese momento, no sabía decir qué era.

Capítulo 2

Anteriormente


¿Lo peor? Yo hice que nos mudáramos al campo porque pensé que sería más seguro.

Mi idea, no la de Mark. Mi insistencia.

Durante los primeros dos años de matrimonio, nos encantaba Londres. Los teatros. Los restaurantes. Los puentes. El alboroto.

Compartíamos el tópico de un piso en el norte de la ciudad con una ventana mirador, con escritorios de mármol negro, mullidos sofás blancos y constantes atracos en la puerta del kebab local.

El nuestro era el sueño metropolitano, deseado al principio y detestado después en igual medida por todo el grupo de amigos que, embarazo tras embarazo, pasamos del placer fácil de las estaciones de metro y la comida exótica a domicilio a las críticas inesperadas contra el alto número de delitos, la falta de existencias y el estado del colegio público local.

Según fueron expandiéndose las hormonas de embarazo por el grupo, todos nuestros amigos se sorprendieron y nos sorprendieron cambiando sus vidas por completo: Ryan y Elaine comenzaron a dirigir un complejo vacacional en Francia; Sally y Eden consiguieron nuevos puestos de enseñanza en Nueva Zelanda; Hermione e Ian se trasladaron a la temible periferia, y Simon y Stella pasaron por el tribunal de divorcios.

Luego, llegó nuestro turno.

—Londres no es un buen lugar para formar una familia, Mark. Es demasiado peligroso.

—Tonterías, Sophie. Es un lugar genial para crear una familia. Piensa en los museos.

—Nunca vamos a museos. Lo digo en serio. ¿Has visto el colegio local? Las navajas están prácticamente a la orden del día.

—Iremos a uno privado.

—No creemos en lo privado.

—La hipocresía está permitida después del parto. —Me miró la barriga mientras yo estaba allí, de pie, embarazada de cinco meses, en la cocina en blanco y negro de nuestro, de pronto, inconveniente apartamento de una habitación.

El plan de Mark era muy simple. Nos mudaríamos a un piso más grande con jardín y un sistema de seguridad láser.

Me llevó tan solo unas semanas convencerle, gracias a una descarada campaña que incluía cantidades ingentes de solomillo poco hecho y gran abundancia de sexo oral.

—Me sentiré más segura en el campo, Mark. Una persona distinta. Cocinaré más, me estresaré menos. Es lo que necesita el bebé. Lo que todos necesitamos.

Así que, mientras Mark continuaba apostando por la periferia, yo me impliqué en nuestra completa reinvención. Si iba a tomarme la pausa profesional que habíamos acordado en favor de la vida familiar, lo haría con las pilas puestas. Me había enamorado de Devon cuando era una cría y me imaginaba con optimismo a Mark reubicando, con el tiempo, su negocio en Exeter. O, en el peor de los casos, en Bristol.

—Estás loca, Sophie. ¿Devon? ¿Tienes idea del tiempo que me llevará desplazarme desde Devon? Nos pasaremos la vida viéndonos solo los fines de semana.

Entonces, cayendo a través de la ranura de nuestro buzón en Londres, los folletos comenzaron a llegar, con tejas de paja, establos y campos de ensueño con hamacas y llamas. También con golf. De esa manera, según me crecía la barriga, la resistencia de Mark se iba reduciendo, hasta que Tedbury apareció de pronto ante nuestros ojos.

Era el «pueblo del año», con una iglesia del siglo xiii, un pub, una tienda y un colegio de primaria. Tedbury ofrecía, además, el extra poco común de una plaza tradicional con seis magnolios que todas las primaveras, durante un breve período de tiempo, hacían caer una lluvia de confeti rosa sobre los habitantes que paseaban a sus perros por la mañana temprano o aparcaban sus coches a altas horas de la noche.

«Seré feliz en el campo. Lo sé, Mark».


***


Esa frase me perseguía mientras daba vueltas y vueltas en la cama tras conocer a Emma.

¿Todo el aburrimiento y la frustración? Culpa mía al cien por cien.

Me fui de Londres soñando con esta vida, pero desde el momento en que dejé mi trabajo como redactora creativa con experiencia en una empresa de publicidad… Lo habéis adivinado, lo eché de menos. Y, justo cuando tuve a mi ansiado niño entre mis brazos berreando por los cólicos, fui yo la que pensó: «¿Qué he hecho?». Anhelaba el bullicio de la ciudad, el «cuidado con el espacio entre tren y andén». Todo eso hacía que me sintiera culpable de una forma terrible y devastadora, sobre todo cuando veía a Mark pasearse de arriba abajo por la autopista.

Él intentaba compartir la culpa. Mark planeaba de verdad reubicar el negocio; sin embargo, luego, se acobardó. Pero fui yo la que lo calculó todo mal. Fui yo la que no contó con que un zorro se comería mis gallinas ni con que la madera húmeda no ardía ni con las nubes de tormenta que parecían aferrarse al pantano como el algodón a un árbol de Navidad. Ni con el hecho de que el bebé número dos se negara rotundamente a aparecer, estirando mi pausa profesional hasta convertirla en un limbo solitario y sin fin.

Cada cierto tiempo, me venían los mismos pensamientos: «Vuelve al trabajo, Sophie… No va a haber un segundo bebé», justo antes de desechar la idea al retrasárseme la regla. Una semana prometedora. Dos. Sueños. Esperanzas. Y, luego, la decepción agobiante de siempre…

—Bueno, ¿cómo es?

Abrí un ojo y me encontré con Mark sentado en la cama.

—¿Quién? —Me sentí confusa momentáneamente; no había oído a mi marido entrar la noche anterior.

—Sophie, ¿me estás escuchando?

Entonces, sentí más culpabilidad aún al preguntarme qué le había ocurrido a la barbilla de Mark. Juraría que alguna vez había tenido una barbilla bonita. ¿Dónde estaba? ¿Le ocurría a todas las esposas? ¿Miraban a sus maridos después de pasar un tiempo separados y pensaban: «Madre mía, ¿siempre has sido así?»?

—Perdóname. Perdóname. No estaba lo bastante despierta. ¿A quién te refieres?

—A la misteriosa mujer de la que todo el mundo habla en el pub.

—¿Pub?

—Ya estabas dormida cuando he llegado.

—Así que te has tomado una copa rápida.

—Tres. —Me besó en la frente, expulsando su aliento de dragón con olor a cerveza rancia a modo de confirmación—. He conseguido un nuevo contrato esta semana para que puedas seguir con esta maravillosa vida. Así que ha sido mi celebración. De todas formas, Nathan estaba allí y solo hablaba de que ayer una furgoneta de mudanzas se chocó contra la casa de los Heather y de una mujer misteriosa por la que ahora bebe los vientos. Cree que es una cantante de jazz. Dice que la rescataste, por lo que tengo instrucciones estrictas de enterarme de todo antes de ir a jugar al golf.

—Ah, ¿vas a jugar al golf con Nathan otra vez?

—Bueno, ¿qué pasa? ¿Es famosa?

Fruncí el ceño mientras analizaba nuestra conversación. Había estado muy a gusto con Emma la hora que había pasado en casa, pero no había dicho ni una palabra sobre música. De hecho, no habíamos hablado de trabajo, lo que me había venido muy bien.

—Yo no la reconocí y ella no me comentó nada.

—Ay, eres imposible. Voy a preparar café.

—Es bastante especial, la verdad. Elegante pero con claros hábitos de Totnes. Quería leerme no sé qué, lo que fue extraño. Abuela gitana o algo así. Pero me gustó. Puede que sea lo que este lugar necesita. Aunque es demasiado agradable para Nathan. Tendré que avisarla.

Mark, al escuchar la referencia a Totnes, se puso a hacer gestos hippies de la paz a modo de burla. Ese pueblo cercano era un extraño portal de entrada a un pasado aún más extraño.

—¿Está seguro de que es cantante?

—Al parecer, es alguien importante en el mundo del jazz. Ha estado en Jools Holland. Pero bueno, a ti no te gusta la música.

—Sí me gusta.

—No, no te gusta. Y yo no me entrometería en lo de Nathan. —Levanté las cejas y Mark levantó las manos—. Bueno, a por el café.

Desapareció por el pasillo, atrancando la puerta mientras yo cerraba los ojos de nuevo y oía los pasos de Ben. Lo siguiente que oí fue a Mark levantando a nuestro hijo en el aire, seguido del sonido de un avión y risas. Oh, sí. Sonreí al recordar por qué me había casado con él. «Papá prepara el desayuno. Papá juega a los aviones. Papá…».

De pronto, Mark me despertó por segunda vez; no tengo la más remota idea de si fue diez minutos o una hora después, de pie frente a la cama con una bandeja en las manos y expresión de perplejidad. Junto a un café espumoso que confirmaba su guerra con la máquina de expreso, traía un periódico, un ramo de flores y un misterioso paquete de té Darjeeling. Una caja verde oscura en forma de Tardis con letras doradas. Buena calidad. Hojas de verdad.

—¿Flores?

—Antes de que digas: «No tenías por qué», te aviso de que no son mías. Estaban en la puerta junto al té. ¿De qué va todo esto?

—Nuestra nueva cantante.

—¿Té? —Hizo una mueca, mirando el regalo, pero decidí picarle encogiéndome de hombros con desconcierto y reajustando las almohadas.


***


Una hora después, duchada y vestida, bajé los escalones hacia el alboroto familiar que salía del armario de debajo de las escaleras. Al parecer, Mark estaba buscando su equipo de golf, algo tan sorprendente como totalmente ineficaz porque la bolsa estaba en el garaje. Le había visto cambiarla el fin de semana pasado con un comentario sobre lo conveniente que sería «meterla directamente en el maletero».

No dije nada cuando se oyeron una serie de golpes seguidos de palabrotas. Puse las flores en agua y le susurré despacio a Ben: 

—Coge tus zapatos, pequeño.

—¿Perdona? ¿Qué has dicho? No encuentro el equipo de golf. —La voz de Mark surgió de las profundidades del armario, seguida de un golpe enorme, el sonido del cristal rompiéndose y un silencio inquietante.

Le puse a Ben el abrigo muy rápido y lo empujé hacia la puerta.

—Mira en el garaje, cariño. Nos vemos luego.


***


El paseo a Priory House fue exactamente como había temido: muy familiar y muy extraño a la vez. El crujido de la arena, el olor a plantas silvestres en flor a lo largo del camino, el mugido de una vaca cerca de la valla, enfadada por nuestra intromisión en su desayuno… Y, junto a todas esas imágenes y sonidos conocidos,la certeza en la boca del estómago de que no sería Caroline la que abriera la enorme puerta del establo ni nos íbamos a sentar en su mesa de cocina, con sus familiares manchas y salpicaduras. La mesa en la que, hacía solo unos meses, nos habíamos esperado una línea azul en la prueba de embarazo; una línea azul que nunca apareció…

La llegada de Emma significaba que iba a tener que enfrentarme al nuevo estilo de Priory House antes de lo esperado, así que intenté imaginarme cómo sería. El mismo lugar. Sofás distintos…

—¿Vamos a visitar a Caroline, mamá? ¿Ha vuelto?

—No, Caroline se ha mudado, ¿te acuerdas? Vamos a visitar a la mujer nueva y a su hijo Theo… Ya sabes, al que conociste ayer. Van a vivir en la casa de Caroline.

En la entrada, tuve que retener la mano de Ben para que no se colara en la casa. Caroline nunca cerraba la puerta.

—¿Por qué llamamos al timbre, mamá? ¿Dónde va a vivir Caroline cuando vuelva?

—No va a volver. ¿Recuerdas? Te lo conté.

—¿Porque la llamaste «cucaracha»?

—Ya basta, Ben.

Entonces, una sorpresa: Heather nos abrió la puerta.

—Ay, jo, Sophie. Es mejor que pases. Lo siento, Emma tiene las manos ocupadas. —Sonrió a Ben y nos dirigió hacia la cocina a través del comedor, en el que Emma estaba sacando porcelanas y boles de varias cajas enormes.

Dado el impacto en la pared de Heather, me sorprendió el compañerismo.

—¿Ningún duelo al amanecer? ¿Ninguna lucha en el barro? Creía que ibais a necesitar abogados para hablar.

—Madre mía, no. Emma se ha portado genial. Ya hemos terminado con todo el papeleo de la empresa de mudanzas. Lo paga todo el seguro, gracias a Dios. Por aquí de momento no hay nada destrozado y no parece que haya ningún daño estructural en mi casa. Solo algún enfoscado que arreglar… Además… —Entonces se giró hacia nuestra anfitriona con los ojos muy abiertos—. ¡Emma sabe leer el futuro!

—Eso me han dicho.

—Me ha leído las hojas de té y la palma de la mano. In-cre-í-ble. Mejor que el tío del Barbican. Vamos, Sophie. Tiene que leerte el tuyo inmediatamente.

Abrí los ojos a modo de aviso.

—Bueno, en realidad no nos quedamos. Solo he venido a darle las gracias a Emma por las flores y a hacerle una propuesta. Me preguntaba si a Theo le gustaría venir a jugar en algún momento. —Luego, bajando la voz, añadí—: Si no es demasiado tímido, es bienvenido ahora mismo. Así os deja un poco de espacio para adelantar con la mudanza. Pero, si es muy pronto, no te preocupes, es solo una idea.

—No soy tímido, pero no quiero jugar a los trenes otra vez.

—No, no. No pasa nada, Theo. —Le guiñé un ojo a Emma, recordando la discusión por el derrumbe del puente—. Bueno, tenemos muchos otros juguetes en casa. Pero como quieras. ¿Prefieres quedarte a ayudar a mamá?

Los dos chicos se miraron confabulando implícitamente.

—Tengo dinosaurios —le ofreció Ben, esperanzado.

—¿De los que se comen a los hombres?

Ben asintió.

—Genial. Si tienes T. Rex, iré.

—Perfecto. Podemos jugar a Parque jurásico.

—No has visto Parque jurásico, Ben.

—Sí.

—Ya lo hemos hablado muchas veces. No la ha visto —les aseguré a Emma y a Heather con otro guiño—. Un tema delicado.

Emma le removió el pelo a Theo, riéndose cuando este se apartó, antes de extender la mano y apretar el interruptor para encender la tetera, insistiendo en que nos quedáramos a tomar algo antes y guiando a los chicos hacia el jardín para que jugaran al fútbol.

—No te preocupes, no beberemos té. No te leeré el futuro. Haré café, Sophie. No quiero que te sientas el centro de atención. Los libra lo odian. —Emma se echó a reír cuando miré a Heather.

—No me mires así. Yo no he dicho nada. No sé cuándo es tu cumpleaños, no tengo Facebook. ¿Ves? Te he dicho que es buena.

Mientras, Emma se lavó las manos y se sentó a la mesa a esperar a que la tetera estuviera lista. También añadió, evidentemente por mi reacción:

—Lo siento, Sophie. No debería haberme burlado de ti, pero apostaría lo que fuera a que eres libra. ¿A que sí?

Era cierto. El 20 de octubre. Sin embargo, por alguna razón que no llegué a comprender, no lo confirmé.

—Tengo una pregunta para ti, Emma. Solo para asegurarme de que no me he perdido nada. ¿Cantas?

—¿Cantar?

—Sí, como profesión…

Hoy

16.30


Nos conocimos un jueves. Dos chicos. Dos madres. Mucho después, sobre todo en ese tren, la curiosidad y el entusiasmo con el que me abrí a todo eso me torturarían.

Pero, en ese momento, no tenía ni idea de lo que nos depararía el futuro, de sus consecuencias. En aquel instante, no sabía que alguien iba a morir y estaba perdida en la monotonía de un día tan rutinario que el momento crítico de nuestro encuentro me pilló distraída con los nabos.

Había ido a la tienda a por huevos, solo con el bolso, pero los nabos me llamaron la atención, tan gordos y compactos. Compré demasiados para la bolsa de papel gratuita pero endeble que me dieron, por lo que, cuando me topé con el alboroto en la plaza del pueblo, llevaba a Ben apoyado sobre una de mis caderas mientras los nabos se desparramaban en todas direcciones.

Al principio, no reparé en el camión, solo en el pequeño grupo de gente apiñado cerca del pub. Algunos conocidos negaban con la cabeza, claramente consternados. Hasta que no me acerqué, con más nabos cayendo de la bolsa rota hacia el suelo —«maldita sea» —, no me di cuenta de lo que había ocurrido.

No era la primera vez. En nuestros cuatro años en Tedbury Cross, había visto dos accidentes idénticos: un camión que calcula erróneamente la curva de la colina cerca del pub y acaba encajado entre la pared del bar y la casita de campo de la pobre Heather.

La «pobre Heather» era una artista local con dificultades económicas que tenía la mayor prima de seguros del pueblo. Cuando un par de años antes tuvo que reconstruir una parte significativa de la pared de la cocina, decidió tirar la toalla. Pero las noticias sobre el riesgo de accidentes se habían propagado. Dos posibles compradores habían rechazado la oferta de manera continua y, como los habitantes del pueblo tenían más miedo a una «maldición» que a una guerra nuclear, el consejo parroquial impulsó una campaña ruidosa pero totalmente inútil para que hicieran un desvío.

«Oh, no» y «otra vez no», eso susurraba la multitud mientras yo ponía a prueba mis abdominales tratando de recuperar los nabos sin que Ben se cayera. Solo al incorporarme, reparé en ella. El reflejo de mi imagen. La atractiva recién llegada, una mujer de más o menos mi edad exactamente en la misma postura que yo, con un niño pequeño sobre la cadera.

Iba vestida de negro de arriba abajo, con manoletinas y accesorios grises, una chica de ciudad que nos llamó la atención en cuanto se subió las grandes gafas de sol cuadradas a la cabeza y dejó al descubierto sus impresionantes ojos azules. Me di cuenta de que Nathan, un vecino arquitecto y amigo de la familia, la miraba y metía tripa, por lo que tuve que morderme el labio para no sonreír.

—¿Tu camión de mudanzas? —Di un paso al frente mientras nuestros pequeños se miraban sobre nuestras caderas con tímida curiosidad.

—Me temo que sí. No es muy buen comienzo, ¿verdad? —Su hijo escondió la cabeza en su cuello y Ben hizo exactamente lo mismo en el mío mientras fingían que no se miraban el uno al otro. Fue muy gracioso.

Desde el otro lado de la plaza, varias voces gritaban órdenes contradictorias al conductor del camión de mudanzas que se había quedado temporalmente atrapado en su cabina entre dos muros de piedra.

«Gira rápido hacia la izquierda…».

«No. No. Necesita ponerse recto primero. Avanza poco a poco. Luego, gira».

—Se suponía que nos mudábamos a Priory House. —Hizo una mueca—. Al menos, ese era el plan. Por cierto, soy Emma. Emma Carter. —Comenzó a extender la mano, pero su hijo se retorció protestando, por lo que se encogió de hombros a modo de disculpa antes de juntar ambas manos para levantarlo y colocarlo en una posición más cómoda.

Sonreí.

—Mira, vivo al otro lado de la calle. ¿Por qué no te vienes a tomar un té? Soy Sophie y este es Ben.

—Ah, eres muy amable, pero no puedo. En serio. Tengo que ayudar a resolver este lío.

—Hazme caso. Esto les va a llevar bastante tiempo. Y ya hay demasiada gente para arreglar el entuerto. Es posible que pronto haya aquí un equipo de televisión. Me temo que no es la primera vez que ocurre. Existe una especie de campaña para que se haga algo al respecto. —Le cambió la cara y sentí un golpe de culpabilidad—. Lo siento mucho. Te he asustado, Emma. En serio, parece que los dos necesitáis tomar algo. ¿Por qué no os escondéis en mi casa? Los niños podrían jugar, no hay problema.

—Pero me siento muy responsable.

—Tonterías. No es culpa tuya. Vamos. —Me volví hacia la izquierda para explicarle mi plan a Nathan, arrastrando más nabos a mi paso, lo que hizo reír a Emma a carcajadas. Unas cuantas cabezas más se giraron y varias personas se adelantaron para rescatar las verduras, por lo que ambas seguíamos sonriendo ante lo absurdo de la situación cuando la guié hacia nuestra casa.

Al abrir la puerta, un extraño escalofrío de entusiasmo por estar en compañía de una desconocida me sobrevino de repente. Me di cuenta de que ella miraba hacia abajo y recordé exactamente cómo me había sentido la primera vez que lo había visto. El suelo. A veces, después de unas vacaciones, aún me sorprendía. Las baldosas. No eran las baldosas de pizarra en forma de rombos de ángulos perfectos de las tiendas de cocina inteligente que visitábamos de vez en cuando en nuestra antigua vida en la ciudad, sino una testimonio más suave y pálido de la vida que habían presenciado, padecido. Piedras redondas y lisas, con los bordes tan desgastados por el paso de cientos de pies durante cientos de años que en nuestra primera visita había querido agacharme y acariciarlas, deseando pasar mis dedos por la piedra fría y suave. Ese día estaba demasiado avergonzada; el agente inmobiliario sonreía de oreja a oreja mientras Mark me decía a mis espaldas que no mostrara mucho entusiasmo. «Es malo para los negocios, Sophie».

—Una casa muy bonita. —Emma dejó a su hijo en el suelo y se ajustó la ropa antes de dejarme atónita al arrodillarse para pasar primero la palma de la mano y, luego, los dedos por el suelo, trazando la forma de los fósiles en la esquina de una de las piedras más grandes antes de apoyarse sobre sus talones—. ¡Qué envidia! Es precioso. —Deslizó de nuevo los dedos por la misma piedra, una de mis favoritas, y me di cuenta de que sus manos no se correspondían con el resto de su cuerpo. Uñas cortas y descuidadas y zonas de piel seca y rugosa—. Es una pena que hayan retirado muchos de estos suelos. Por desgracia, Priory House tiene moqueta. Esperaba encontrar algo interesante debajo, pero lo he mirado: cemento.

—Sí, lo sé. —Estaba un poco desorientada, sentía una agitación que no entendía, por lo que me di la vuelta, llevé a los chicos hacia la cocina y les serví zumo de manzana antes de arrodillarme para saludar al hijo de Emma a la altura de sus ojos—. ¿Cómo te llamas, hombrecito?

—Theo. Mi nombre completo es The-o-dore.

—¿En serio? Bueno, es un nombre muy bonito. Nunca antes había co-no-ci-do un The-o-dore. —Enfaticé el ritmo, pero no recibí respuesta, ni siquiera una pequeña sonrisa, por lo que me giré hacia mi hijo—. Bien, Ben. ¿Por qué no le enseñas a Theo los juguetes del cuarto de juegos y los compartes con él? ¿Sí? Y, recuerda, les puse pilas a los trenes.

Al levantarme, la sentí todavía con más fuerza. Esa combinación de nervios y expectación olvidada pero nada desagradable. Una desconocida. Un cambio. Una brisa de aire fresco.

—Entonces, ¿has estado en Priory House? Ay, pero ¿qué digo? Seguro que conoces todas las casas de este pueblo, Sophie.

—Perdona, pero yo no me sentaría ahí. Pelos de gato. Por cierto, ¿café o té?

—Té, por favor. Así luego te puedo leer las hojas como agradecimiento. Ay, Dios, mira. —Estaba arrodillada en el asiento de la ventana—. Alguien se está metiendo en la cabina del camión de mudanzas. ¿Crees que es buena idea?

—Si es uno de los granjeros, es muy buena idea. Pueden girar hasta remolques en espacios reducidos. Lo siento, no he entendido lo que me estabas diciendo. Me refiero a lo del té.

Emma se gira.

—Mi habilidad, leer las hojas del té. La aprendí de mi abuela. También leo las palmas de las manos. ¿Crees en eso? —Luego, al ver mi ceño fruncido, añadió—: Perdóname, Sophie, te he incomodado.

—Para nada —miento—. Bueno, sí, es verdad. Para serte completamente honesta, creo que solo tengo bolsitas de té.

Se estaba riendo de mí cuando comencé a hurgar en uno de los armarios de la pared.

—En serio, no pasa nada. No te molestes. El té normal me vale, cuanto más fuerte, mejor, pero no era broma lo de leer el té y las manos. Lo podemos hacer en otro momento. —Luego, se giró hacia la ventana—. Perdón, ¿has dicho algo sobre que iba a venir un equipo de televisión?

—Es bastante probable. Un poco como la continuación de una saga: los camiones y esta carretera. Depende de cuánto tiempo se quede encajonado y cuánto trabajo haya en la sala de prensa. Aunque, si dejan que uno de los mozos de labranza se encargue, no se llegará a tanto. —Dejé la falsa búsqueda, bastante consciente de que no teníamos hojas de té, y puse tres bolsitas en una tetera de cerámica azul. Luego, lo serví apartándome de la nube de vapor.

—Por cierto, has sido muy amable rescatándonos a Theo y a mí. Esto no hubiera ocurrido en Streatham.

—¿Venís de Londres?

—No directamente. En realidad, de Francia. He estado allí unos meses con mi madre.

—Ah, claro. Ya entiendo.

—Lo dudo. Es un poco complicado. No hay ningún señor Carter, por si te lo estabas preguntando. Nunca lo ha habido. Espero que eso no contraríe a la gente en un pueblecito como este. Por Theo, me refiero.

—No seas tonta. —Sentí el rubor en las mejillas mientras llevaba la tetera y dos de nuestras mejores tazas a la mesa—. Así que… ¿unos meses en Francia? Suena muy bien.

Entonces, Emma me sorprendió de nuevo. Un claro gesto de dolor, un rápido parpadeo de sus llamativos ojos mientras jugueteaba con su pelo largo y oscuro. Una fractura rara e inesperada en su aparente seguridad.

Me sentí mal por su repentino malestar mientras ella intentaba ganar tiempo mirando de forma intencionada hacia el cuarto de juegos, donde los dos chicos estaban tumbados en el suelo, formando líneas de camiones en vías de tren paralelas. Los miramos. Esperé.

—Parece que se llevan bien. Theo estaba nervioso por la mudanza. Yo también, la verdad. —Entonces, el tono de Emma sonó firme de nuevo—. Aunque prefiero pensar que me va a gustar este sitio. —Le volvió la sonrisa no solo a la boca, sino también a los ojos, en los que me fijé que tenía pequeñas motitas de distintos colores, rayas verdes y marrones mezcladas con el azul. Un detalle tan poco común que, de pronto, me hizo ser consciente de nuevo de esa rara e inesperada mezcla de sentimientos: curiosidad y algo extraño. Algo que, en ese momento, no sabía decir qué era.

Hoy

16.00


¿Por qué un petirrojo? No lo entiendo…

Estoy en el baño del tren con las piernas separadas e inclinada sobre el pequeño lavabo de acero inoxidable, intentando con todas mis fuerzas… respirar. Vamos… Maldita sea… Y tratando de entender qué narices tiene que ver un petirrojo con todo esto.

A más de trescientos kilómetros, mi hijo está en la cama de un hospital, atendido por extraños. Puede que le hayan extirpado el bazo. O puede que no.

Está con un amigo y, sorprendentemente, el equipo médico no puede distinguirlos, por lo que se ha producido una confusión terrible que no he sido capaz de resolver con una serie de llamadas. Esto de la identidad es humillante y surrealista, pero solo ahora me doy cuenta de que, en cuanto a su aspecto físico, se parecen bastante: pelo castaño, ojos marrones y, gracias al crecimiento repentino del amigo de mi hijo, casi la misma altura.

Una enfermera con un suave acento irlandés ha estado intentando hacerme entrar en razón a través de la neblina que parece envolverme e impide que piense con claridad. En una llamada telefónica, me ha preguntado si mi hijo tenía alguna marca distintiva.

¿Lunares? ¿Pecas? ¿Una marca de nacimiento?

Ya me han dicho que los sanitarios han desvestido a los chicos, pero por alguna razón me tranquiliza repasar la lista de su ropa con la enfermera: una camiseta verde con el logo de un dinosaurio (su preferida, la que planché justo anoche) y unos vaqueros negros con el dobladillo subido porque son demasiado largos. Quiero cosérselos, pero no soy de ese tipo de madres y…

Me interrumpe con suavidad para preguntarme por su pelo.

¿Rizado? ¿Liso?

Le digo que tiene una coronilla poco común, como si fuera un signo de interrogación. Solía trazarlo con el dedo mientras dormía entre mis brazos cuando era un bebé.

Se produce una pausa al otro lado de la línea durante la cual me sorprendo a mí misma dibujando un signo de interrogación en el borde del lavabo. Luego, dice que lo siente, pero que les ha mirado el pelo y que no sabe exactamente a qué me refiero. Sin embargo, ya no la escucho, porque estoy pensando en el día en que mi hijo decidió cortarse el flequillo él solo. Hace un año, cuando ya había cumplido los tres, vino a mi habitación con las tijeras todavía en la mano y con los ojos muy abiertos y asustados bajo ese espantoso desastre.

Y, en este lugar estrecho y horrible, veo por un momento su cara perfecta mirándome a través de las manchas del borde del lavabo. «Mamá, ¿puedes arreglarlo?».

El tren se balancea —chucu, chucu— al pasar por una curva y, luego, coge velocidad, por lo que tengo que separar todavía más las piernas para recuperar el equilibrio. Alguien llama despacio a la puerta del cubículo del baño preguntándome si estoy bien, pero es una pregunta tan ridícula que soy consciente del ruido extraño que sale de mi boca mientras cierro los ojos ante las imágenes desdibujadas que se cuelan entre la niebla, los momentos y lugares en los que debería haberme dado cuenta de que esto iba a pasar, en los que debería haberlo detenido.

Nos ha llevado seis meses acabar aquí y no me puedo creer que lo haya permitido…

Entonces, la voz de la enfermera reaparece al otro lado de la línea —chucu, chucu—, ahora más animada. Uno de los chicos tiene algo dibujado con rotulador en el brazo. Un garabato que parece una especie de pájaro, posiblemente un petirrojo, puesto que el pecho está coloreado de rojo intenso.

Quiere saber si eso significa algo para mí.

¿Un petirrojo?

Capítulo 3

Antes


Cuatro días después, Emma miraba hacia el pueblo de Tedbury, que se extendía bajo ella, y descubría algo.

El día anterior había comprado unas postales en la tienda local: una versión romántica y poco probable del pueblo, una imagen desenfocada con una neblina extraña. Photoshop, había supuesto.

Compró varias, diciéndole al cartero que las utilizaría como tarjetas para el cambio de domicilio. Cuando llegó a casa, las tiró a la basura, sin intención alguna de comunicarle a nadie dónde estaba.

¿Y ahora? Desde esa posición estratégica, Emma observó que la postal no era un truco fotográfico. Lejos de ella, la niebla matutina se posaba sobre el valle exactamente como aparecía en la imagen mientras que, en ese lugar elevado en el que ella se encontraba, las vacas pastaban su desayuno bañadas por la luz del sol.

Perfecto. Un truco no de la fotografía, sino de la topografía. Emma sonrió, consciente de que la niebla no duraría mucho y pensando en las gracias que debía darle a su abuela por habérsela dado a conocer; una mujer alta y delgada a quien había conocido como yaya Manzana y quien le había enseñado a levantarse pronto para recoger champiñones. «Es la maldición de las casas, Emma», le había explicado muchos años atrás mientras los recolectaban con los pies descalzos sobre el rocío. «Las casas crean la fantasía de que el interior es más cómodo que el exterior. Y, sin embargo, mira. Observa lo equivocados que están, cuánto se pierden».

«Ay, sí», pensó Emma. «¡Cuánto nos perdemos!»

—¿Es humo, mamá?

En Francia, había paseado con Theo metido en una pequeña mochila sobre su espalda, pero ya había superado esa etapa. Ahora era una tímida y somnolienta voz a su lado, hablando, quejándose. Siempre hablando.

—No, Theo. Es niebla.

—¿Hace daño?

El niño se había quejado especialmente por tener que salir tan temprano, pero entonces recordó otro de los trucos de su abuela.

—Tomaremos tortitas cuando volvamos, como recompensa.

—¿Con sirope de arce, mamá?

Emma ignoró la pregunta, imaginándose por un momento no la sartén en el fuego, fuera de la caravana deteriorada de su abuela, sino las tortitas de Francia, la habilidad con la que las mujeres del mercado las hacían muy finas sobre las grandes sartenes calientes, y a Theo poniéndose de puntillas para mirar. El olor a azúcar caramelizado y a chocolate caliente flotaba en el aire, como la niebla. Luego, con el recuerdo de Francia, vino la tensión en su estómago que siempre acompañaba a los pensamientos sobre su madre y su abuela, mujeres que nunca se habían podido sentar juntas tranquilamente. Ni en la misma habitación. Ni en la misma frase. Ni en la misma fantasía.

—¿Puedo comer sirope de arce, mamá?

Emma fingió que no lo había escuchado. Se había dado cuenta de que al final se cansaría de hacer preguntas. En lugar de contestar, se imaginó vasos y platos rotos por todo el suelo de la cocina de su madre en Francia y, con ese recuerdo, vino el eco en su cabeza de su propia voz enfadada y descontrolada.

«¿Quién ha hecho esto, Theo? ¿Has sido tú otra vez? Si lo has hecho, tienes que confesárselo a mamá y a la abuela ahora mismo».

—Vamos, Theo. —Emma levantó la barbilla. Tendría que tener más cuidado con su hijo en Tedbury—. Tortitas con jarabe de arce.

Mucho más cuidado.

Consciente de que el camino probablemente se veía a kilómetros de distancia, levantó la mano para que le chocara los cinco, con la intención de ofrecerle la vuelta a casa a caballito. Sí. Ese sería el tipo de cosas que Sophie haría. Se sintió satisfecha consigo misma por pensar así, pero Theo no le respondió. En vez de eso, quitó la mano. Ella se dio cuenta de que algo entre los setos, a unos pocos metros, había captado su atención. El niño puso una rodilla en el suelo, separó con mucha delicadeza la larga hierba bajo el seto y, concentrado con los ojos muy abiertos, extendió la mano con un control y precaución poco comunes en él. Su cara se suavizó por la expectación, pero justo entonces se oyeron unos ladridos en la carretera y ambos se giraron a la vez mientras un perro enorme aparecía para unirse a ellos e introducir la cabeza en ese punto exacto del seto.

—¡Theo! —Emma se lanzó hacia delante. El perro era un golden retriever. A pesar de la buena reputación de esa raza, su excitación era alarmante. Mientras Theo lloraba de miedo, el animal retrocedió, quedándose a ras del suelo, contoneando su trasero con algo en la boca.