imagen

 

 

Harry Leslie Smith. Barnsley (Reino Unido), 1923 - Belleville (Canadá), 2018

Superviviente de la Gran Depresión, veterano de la Segunda Guerra Mundial y activista por los desfavorecidos y por la preservación de la democracia. Creció en la pobreza en Yorkshire, sirvió en la Royal Air Force en la Segunda Guerra Mundial y emigró a Canadá en 1953. Escribió cinco libros sobre la vida en la Gran Depresión, la Segunda Guerra Mundial y la austeridad de la posguerra, y columnas para The Guardian, New Statesman, The Daily Mirror, International Business Times y Morning Star. Hizo apariciones públicas en la conferencia del Partido Laborista de 2014 en Mánchester, durante las elecciones generales de 2015 y en el referéndum de membresía de la UE de 2016, y en Canadá como parte de su gira nacional «Stand Up for Progress» de 2015. Smith dijo que la crisis financiera mundial de 2008 le inspiró a formular su «última batalla», escribiendo y haciendo campaña sobre la desigualdad de ingresos, los servicios públicos y lo que él considera perspectivas decrecientes para los jóvenes. En octubre de 2015, Smith apareció en el documental de BBC Three We Want Our Country Back, donde criticó duramente al movimiento político antinmigración de extrema derecha Britain First. También participó activamente en el apoyo a los refugiados durante la crisis migratoria europea. Su ensayo en vídeo en The Guardian sobre la crisis de los refugiados ha sido visto más de dos millones de veces en Facebook.

 

 

 

Título original: Harry's Last Stand: How the World My Generation Built Is Falling Down, and What We Can Do to Save It (2016)

 

© Del libro: Harry Leslie Smith

© De la traducción: Lucía Barahona

Edición en ebook: febrero de 2020

 

© Capitán Swing Libros, S. L.

c/ Rafael Finat 58, 2º 4 - 28044 Madrid

Tlf: (+34) 630 022 531

28044 Madrid (España)

contacto@capitanswing.com

www.capitanswing.com

 

ISBN: 978-84-120993-1-7

 

Diseño de colección: Filo Estudio - www.filoestudio.com

Corrección ortotipográfica: Victoria Parra Ortiz

Composición digital: leerendigital.com

 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

Mi última batalla

 

 

CubiertaEl artículo «Este año, usaré una amapola por última vez» publicado en The Guardian por Harry Leslie Smith, un veterano de la RAF y antiguo empleado de una fábrica de alfombras en Yorkshire de noventa y un años, se compartió más de ochenta mil veces en Facebook y desató un gran debate sobre la situación de la sociedad actual. En este libro, Harry aporta y amplía su singular perspectiva sobre los recortes del sistema público de salud, la política de subsidios, la corrupción política, la pobreza alimentaria, el costo de la educación y mucho más. Desde la miseria en la ciudad de Barnsley en los años treinta y el terror de la guerra hasta la creación de nuestro estado de bienestar, Harry ha experimentado cómo una gran civilización puede surgir de los escombros. Pero al final de su vida, teme la facilidad con la que estos logros se están erosionando. Mi última batalla es una invectiva moderna y lírica que muestra lo que el pasado nos puede enseñar, y que el futuro está a nuestro alcance.

cover.jpg

Índice

 

 

Portada

Mi última batalla

01. Un día en la vida

02. Vivir para trabajar

03. Todo lo viejo vuelve a ser nuevo

04. La tierra verde y apacible

05. Crepúsculo

Agradecimientos

Sobre este libro

Sobre Harry Leslie Smith

Créditos

imagen

 

 

 

 

Recuerdo cómo olía la paz aquel día de mayo de 1945. A lilas, a gasolina y a la carne descompuesta de los civiles alemanes muertos que yacían sepultados bajo la ciudad bombardeada e incendiada de Hamburgo. Yo tenía veintidós años. Después de cuatro años luchando con la RAF, había sobrevivido y se me había dado la oportunidad de envejecer y morir en mi cama. Era un día para llorar por aquellos a los que habíamos perdido, pero también para bailar y celebrar la vida, para brindar por nuestra buena fortuna.

En los últimos sesenta años no ha habido ni un solo día que no haya pensado en lo afortunado que fui. Sin embargo, a medida que me voy haciendo mayor, no estoy tan seguro de que el sacrificio que mi generación pagó con su propia sangre haya merecido la pena. Entonces, el pueblo británico se mantuvo firme, reacio a rendirse a la tiranía del fascismo, a pesar del número inabarcable de víctimas civiles y de las privaciones provocadas por los bombardeos que devastaron ciudades e industrias. Nuestras fuerzas armadas, compuestas por chicos procedentes de todos los puntos cardinales de nuestra isla, sabían que sus vidas y también su futuro estaban en juego, para que nuestra nación, nuestra forma de vida, tuviera alguna opción de perdurar. De la noche a la mañana, estos jóvenes muchachos se convirtieron en hombres en el choque desesperado entre la civilización y la barbarie.

Tras seis años de guerra sin cuartel, de millones de bajas, de millones de muertos, de millones de vidas mutiladas, Gran Bretaña y sus aliados emergieron victoriosos frente al azote del nazismo. Pero aquí no acaba la historia. La determinación que demostró mi generación por crear una Gran Bretaña más igualitaria —un mundo más liberal donde nuestros hijos pudieran crecer, donde el mérito importara y donde el sistema de clases fuese historia— quedó afianzada en los campos de batalla de Europa.

En noviembre, cuando nuestra nación recuerda a sus soldados caídos y rinde homenaje a la juventud perdida de mi generación, el primer ministro, las autoridades gubernamentales y los petulantes hombres de negocios se prenden amapolas de papel en las solapas y dedican dos minutos de silencio a los muertos de la guerra. A continuación, pronuncian tópicos gloriosos sobre la lucha y el heroísmo de aquella época. No obstante, son palabras carentes de significado porque han renunciado a los valores que mi generación edificó tras los horrores de la Segunda Guerra Mundial.

Luchamos en la campaña del norte de África. Defendimos los cielos de Gran Bretaña en combates aéreos contra la Luftwaffe. Nuestra marina participó en un enfrentamiento a vida o muerte en la batalla por el Atlántico Norte para preservar nuestro dominio sobre los mares. Nos vimos obligados a invadir la fortaleza armada de Europa en las playas de Normandía. Luchamos contra los alemanes en un combate desesperado, pueblo tras pueblo, durante la primavera y el verano con el objetivo de liberar Francia. A medida que el otoño dio paso al invierno, nuestros ejércitos, junto con los de nuestros aliados, formaron un frente unido que empujó hacia delante a través de las tierras bajas de Bélgica y Holanda. Los últimos meses del conflicto fueron intensos, brutales y sangrientos, pero no cejamos en nuestro empeño hasta que estuvimos en el corazón de Alemania rumbo a Berlín y a la victoria.

Aceptamos el racionamiento y la falta de vivienda digna durante el periodo de reconstrucción de la posguerra porque después del baño de sangre todos compartíamos el objetivo de construir un lugar mejor para todo el mundo. Y durante un tiempo creímos que perduraría el entusiasmo que había florecido en Gran Bretaña, en Estados Unidos, en Francia y en Canadá a favor de la creación de sociedades prósperas para los pobres, las clases trabajadoras, las clases medias y los ricos. Parecía realmente posible crear naciones que combinaran la justicia social con el derecho a la movilidad económica de todos sus ciudadanos.

Pero no duró. Ya en los años setenta, tanto la economía británica como su sociedad se enfrentaban a serias amenazas a causa de la inflación y de unos Gobiernos laboristas débiles que fueron incapaces de estabilizar las finanzas de la nación o de controlar el caos y la miseria que soportaba el ciudadano medio tras un sinfín de huelgas industriales. En aquella década tumultuosa, era como si el Reino Unido hubiera perdido el rumbo y se hubiera extralimitado en su deseo de construir una sociedad justa a través de la estabilidad económica y el cumplimiento de acuerdos tanto por parte de los trabajadores como de las empresas. Los piquetes se formaban como turbas repentinas, de improviso y sin razón aparente. En cualquier momento, los camioneros, los mineros del carbón, los sepultureros o los basureros salían a la calle para exigir acuerdos salariales destinados a compensar la espantosa crisis del coste de la vida causada por la inflación. Sin embargo, para quienes no estaban protegidos por un sindicato todo aquello olía a «mientras a mí me vaya bien, a los demás que les zurzan».

Los setenta fueron una década agitada para las economías mundiales, pero la putrefacción realmente empezó a filtrarse en las naciones democráticas occidentales en la década de los ochenta, después de la crisis del petróleo, de años de hiperinflación y de un malestar laboral crónico. A mi juicio, el edificio de nuestros estados civilizados comenzó a desmoronarse el día que Ronald Reagan mencionó la brillante ciudad en la colina que podía construirse sin impuestos, y cuando Margaret Thatcher aseguró que de ninguna manera iba a dar media vuelta, por muchas lágrimas que se derramaran en su destrucción de quienes protegían los derechos de los trabajadores. Aquellos que nunca la habían experimentado comenzaron a hablar de una época dorada de bajos impuestos en la que siempre habría oportunidades para los que se esforzaran, mientras que los holgazanes perecerían en su propia pereza.

En dos breves generaciones, las mareas del corporativismo sin conciencia empezaron a propagarse y arrastraron la sangre, el sudor y las lágrimas de un siglo de derechos de los trabajadores industriales. Ahora, una nación que antaño tuvo el coraje de reconfigurar la sociedad, de crear el Servicio Nacional de Salud y el estado de bienestar moderno, elige Gobiernos que están en estrecha colaboración con las grandes empresas cuyo objetivo primordial es el beneficio para unos pocos en detrimento de la mayoría. Hemos pasado de ser una nación que desafió a Hitler mientras el resto de Europa yacía subyugada y oprimida a ser un país que se muestra timorato con los magnates y sus riquezas libres de impuestos en el extranjero.

Estos tecnócratas y expertos en recursos humanos han invertido la lucha que instigó mi generación para acortar distancias entre los más ricos y los más pobres. Han traicionado nuestro sueño de una sociedad equitativa con atención médica, vivienda y educación para todos. Han permitido que sea despedazada y vendida al mejor postor, y han roto su promesa de proteger la democracia y las libertades que corresponden a cada ciudadano de este país. No podemos permitir que esto ocurra en un silencio respetuoso. Murió demasiada gente buena. Fueron muchos los que sacrificaron sus vidas por ideales que han caído en el olvido demasiado rápido.

En este país se emplea la austeridad, junto con las políticas del miedo, como una ley marcial económica. Ha mantenido a los ciudadanos normales y corrientes a raya porque tienen miedo de perder sus empleos, de no poder pagar el alquiler, la tarjeta de crédito o las cuotas hipotecarias.

En los últimos tiempos, nuestros Gobiernos y los medios de comunicación de derechas han jugado con nuestra preocupación por la economía, por la situación del mundo y por nuestras vidas personales como si estuvieran atizando una hoguera. Han vendido miedo a la gente igual que los mercados venden pescado los viernes. Este miedo que nos hipnotiza está avivado en un perol de titulares sensacionalistas en los tabloides sobre la inmigración, los tramposos del sistema de bienestar, los escándalos sexuales y el terrorismo militante que lo que busca es liquidar la civilización occidental. Esta guerra perpetua contra el crimen, las drogas, el terror, la inmigración y los tramposos del sistema de ayudas sociales nos ha convertido en una sociedad que desconfía de lo desconocido, de lo débil y de lo pobre, en lugar de abrazar nuestra diversidad. Hemos desarrollado una hipervigilancia hacia riesgos imaginarios para nosotros mismos y para nuestra sociedad, pero nos hemos vuelto indiferentes a las amenazas que la austeridad crea en nuestros barrios, en nuestras escuelas, en nuestros hospitales y en nuestros amigos.

Por desgracia, la política del miedo funciona. La gente se ha vuelto indiferente a las preocupaciones de los que están en peores condiciones que ellos. Es lógico, al fin y al cabo, porque hoy en día la vida es difícil para la inmensa mayoría de la gente en Gran Bretaña. Los altibajos de nuestras economías personales nos tienen hasta tal punto consumidos que difícilmente puede esperarse que pensemos en los de los demás. Nos preocupamos, nos agobiamos; tememos por nuestra propia salud y por la seguridad y el futuro de nuestros hijos. En la actualidad vivimos siempre presa del pánico por nuestros trabajos, por nuestro inevitable despido en el trabajo. Nos angustia la salud de nuestros padres y el no saber si podrán apañárselas con su fondo de pensiones. Nos preocupa ser capaces de ahorrar lo suficiente para liberarnos del trabajo durante unos cuantos años antes de que la muerte venga a buscarnos. En definitiva, tememos ser como la gente de mi mundo en los años treinta. No queremos ser como nuestros antepasados, incapaces de descansar ni un solo instante, siempre trabajando hasta no ser útiles para nadie y quedar abandonados a una muerte solitaria en algún oscuro rincón de esta isla.

Las clases medias están hasta tal punto temerosas de descubrirse tan desprotegidas como los pobres que han permitido que el Gobierno emplee la austeridad como un arma contra estos y su forma de vida «confortable». Pero el cierre de hospitales, las malas carreteras y los sueldos estancados, así como los severos recortes en el sistema de bienestar social, nos afectan a todos, no solo a los indigentes. He pasado por todo esto antes, y no quiero que las futuras generaciones sufran como lo hicimos nosotros.

Mi generación jamás olvidó la crueldad de la Gran Depresión ni el salvajismo de la Segunda Guerra Mundial. Nos prometimos a nosotros mismos y a nuestros hijos que en este país nadie volvería a sucumbir al hambre. Nos comprometimos a que ningún niño se quedara atrás a causa de la pobreza. Defendimos que la educación, una vivienda digna y un salario adecuado eran derechos que todos nuestros ciudadanos merecían independientemente de su clase.

A lo largo de los años, mi generación ha mantenido una actitud vigilante para cumplir las promesas que le hicimos a la generación más joven, y para asegurarnos de que no tuvieran que enfrentarse a la miseria en ningún momento de sus vidas. Como sociedad, luchamos por la igualdad salarial; los sindicatos convocaron huelgas para mejorar las condiciones laborales; numerosas organizaciones se esforzaron en poner fin al racismo institucional y sistémico mientras que otros grupos lucharon contra el impuesto de capitación. Sin embargo, mi generación se fue debilitando con la edad y nuestra determinación decayó. Fuimos frenando progresivamente nuestra defensa contra aquellos que pretendían perforar el paraguas del estado de bienestar social.

Supongo que confiábamos en que nuestros hijos mantuvieran encendida la antorcha de la civilización a medida que nosotros nos adentráramos en los años de la vejez. Pero algo sucedió y su determinación no fue tan firme como la nuestra. Tal vez quedaran atrapados en el vertiginoso mundo del consumismo y pensaron que la felicidad podía comprarse en una tienda, hallarse en un viaje con todo incluido a las Bahamas o puede que simplemente sintieran impotencia ante tales dificultades. Sean cuales sean las razones, a partir de los años ochenta los Gobiernos de derechas y el Nuevo Laborismo nos alentaron a creer que el Estado era demasiado grande y que era necesario un toque de Midas para ponerlo en marcha correctamente. Se procedió a la venta de las viviendas de alquiler subvencionadas, se privatizó el sector ferroviario, el agua pasó a manos de grandes empresas. De forma lenta pero segura, Gran Bretaña y Occidente se transformaron en sociedades que repudiaban la cooperación y el socialismo en beneficio de los intereses corporativos.

Actualmente vivimos en una época en la que es difícil proteger los avances sociales que se lograron a través del estado de bienestar. La red de seguridad social se ha visto esquilmada por la privatización y por los legisladores que se oponen a la justicia que aquella proporciona a todos los ciudadanos. Muchas grandes empresas se apoyan en contratos de cero horas para obtener enormes beneficios que luego invierten en paraísos fiscales. Estamos perdiendo la batalla contra la pobreza porque los Gobiernos y las empresas no abordan la disparidad de riqueza que existe entre los que están en lo más alto de la sociedad y los que subsisten en el montón más bajo. A menos que se reduzcan el hambre, los prejuicios y la pobreza desenfrenada, esta nación perderá una generación, igual que le ocurrió a la mía.

Cuando hablo sobre mi pasado, no lo hago con una nostalgia teñida de oro ni con el competitivo afán de padecimientos de los célebres caballeros de Yorkshire de los Monty Python, sino porque hasta que no seáis conscientes de lo que condujo a la creación de estos aspectos de nuestra sociedad que actualmente se descartan con tanta ligereza, no podréis entender por qué eran necesarios. Hasta que no habitéis un mundo que carezca de una red de seguridad social, no podréis entender cómo será el mundo que nuestros líderes dejarán como legado. No podréis sentirlo en vuestros huesos.

No soy político ni economista. No tengo una licenciatura en Filosofía, Políticas y Económicas por Oxbridge (y estoy seguro de que los que sí la tengan encontrarán errores en mis palabras). Pero he vivido casi cien años de historia, he sufrido la desazón de la pobreza, pero también la dulzura de la seguridad y del éxito, y no quiero ver cómo se desploma todo por lo que tanto hemos trabajado. Como uno de los últimos supervivientes de la Gran Depresión y de la Segunda Guerra Mundial, no entraré dócilmente en esa buena noche. Quiero contaros qué aspecto tiene el mundo a través de mis ojos para que podáis ayudar a cambiarlo.

imagen