En China, el jade tiene profundos significados, y dentro de la cultura confuciana, cinco morales: su brillo simboliza la bondad del ser humano; su transparencia, la justicia; el sonido que produce al golpearlo, la inteligencia; su flexibilidad y dureza, la valentía; y el borde de corte suave que tienen las piezas talladas, la honestidad y la autorrestricción. El jade es un nexo entre el mundo físico y el espiritual. Se le atribuyen propiedades curativas porque matiza su color con el contacto del cuerpo.

Y cada cuerpo es distinto.

 

Origen:
La tierra

 

Cada cosa tiene su belleza,
pero no todos pueden verla.
(Confucio)

De todas las cabras del rebaño, Negra era la más díscola, audaz y loca.

Lao Seng lo sabía y por eso la vigilaba; estaba muy atento a sus movimientos, pero, aun así, ella siempre hacía de las suyas. Bastaba con volver la cabeza o con cerrar los ojos un momento, para que ella se escapase.

Y tocaba buscarla.

¿Cuánto podía alejarse una cabra en apenas unos segundos?

¿Acaso no tenía suficiente hierba en la colina?

–¡Negra!

Esta vez le daría un buen golpe. No se apiadaría de ella al ver sus ojos apenados. La sujetaría por las barbas, o por las orejas, y le gritaría para que supiera que estaba muy, pero que muy enfadado.

Si todas hicieran lo mismo, sería terrible.

Lao Seng se encaminó colina arriba, para dominar mejor el panorama. El terreno era abrupto, con rocas aristadas y grietas que se hundían en sus profundidades. Una caída allí podía ser terrible. Si lo engullía uno de aquellos huecos, no lo encontrarían nunca. Los antiguos creían que por el subsuelo se llegaba al centro de la tierra. Una enorme distancia. Por eso decían que aquellas montañas eran mágicas y pocos se atrevían a moverse por ellas.

Pocos.

Pero la hierba era allí alta y jugosa, y Lao Seng no creía en supersticiones.

Unas cabras bien alimentadas eran unas cabras sanas y felices.

Menos Negra, claro.

–¿Dónde te has metido? –protestó el pastor, hastiado.

Una cabra blanca se veía desde cualquier distancia. Una cabra negra, no. Se confundía con las sombras, con el musgo de la tierra, con las rocas. La única posibilidad era que Negra se moviese, porque si se quedaba quieta...

–¡Oh, maldita cabra loca! –lamentó Lao Seng.

El resto del rebaño pastaba tranquilamente en la falda de la colina, así que se olvidó de él y siguió subiendo poco a poco, oteando el terreno a su alrededor. Cerca de la cima encontró un primer rastro de Negra: excrementos. Había subido. Y siendo así, ya no quedaba mucho donde buscar.

Salvo que hubiera bajado por el otro lado.

–¡Beee!

–¡Negra!

Allí estaba. A su izquierda, en mitad de un pequeño calvero rodeado de rocas. Era un lugar precioso, y la hierba era tan alta que casi cubría sus patas.

Se quedaron mirando.

–¡Te voy a...!

Negra dio un paso atrás.

–Vamos, ven, bonita, no hagas que te persiga –cinceló una falsa sonrisa en su rostro para evitarse problemas por si a ella le daba por salir disparada.

Lao Seng dio unos primeros pasos.

Cinco, seis.

Y con el séptimo...

No estuvo muy seguro de lo que sucedía hasta que sintió cómo la tierra desaparecía bajo sus pies. Lo último que vio fueron los ojos de Negra.

La caída fue larga; primero, a plomo; luego, por una suave pendiente que se le hizo interminable. Temía estrellarse contra alguna roca, así que se cubrió como pudo con los brazos.

Al principio, Lao Seng sintió mucho miedo.

Luego, el miedo desapareció.

Era extraño: seguía deslizándose por aquel desnivel, pero lo que experimentaba era... paz, serenidad, amor.

¿Amor?

El tiempo dejó de existir. Pudo caer durante un minuto, dos, cinco, tal vez incluso más. Pero también eso dejó de importarle. Ni siquiera pensó en Negra o en su mala suerte. Parecía flotar, flotar entre las nubes del cielo.

Su mente se pobló de colores.

Cuando por fin se detuvo y apartó las manos del rostro, lo que vio le dejó atónito: allí, bajo tierra, bañado por una luz suave y hermosa, había otro mundo.

Otro mundo.

Bosques de árboles frondosos y cargados de frutos, plantas exuberantes, un riachuelo que serpenteaba por un pequeño valle y que desembocaba en un lago de agua pura y transparente.

Miró hacia arriba, sin ver el hueco por el que había caído.

Después se levantó y dio unos pasos por aquel universo desconocido.

Los pies se hundían en la hierba. El silencio estaba lleno de paz y armonía. Tomó un fruto y se le antojó tan sabroso que supo de inmediato que jamás había probado nada igual. Bebió agua del riachuelo y, con solo un sorbo, sació toda su sed. Siguió caminando mientras sus ojos se dilataban ante aquella belleza; pero, sobre todo, su alma, su corazón, su mente. Era como estar en el paraíso de sus ancestros.

La misma eternidad.

A la izquierda del lago, divisó unas extrañas rocas que formaban una especie de altar. Cada paso que le acercó a él fue distinto... Tan distinto que empezó a llorar de felicidad.

Y al detenerse frente a las rocas, lo vio.

Una gran piedra, y en su interior, encajada, otra mucho más pequeña.

Un jade perfecto.

Un jade... en forma de corazón.

Las pupilas de Lao Seng se dilataron.

Mucho antes de tocar el jade, mucho antes de arrancarlo de allí, mucho antes de conectar con su poder y sentirse igual que un dios, fue capaz de percibir la vibración de su cuerpo convertido en luz, su cerebro conectado con la vida, la tierra y el universo.

Capaz de todo.

Un dios, sí.

Y entonces dejó de llorar para reír como el más afortunado de los seres.

 

Primera parte:
La guerra

 

Capítulo 1

 

Una casa será fuerte e indestructible
cuando esté sostenida por estas cuatro columnas:
padre valiente, madre prudente, hijo obediente,
hermano complaciente.
(Confucio)

1

La palabra «guerra» llegó a Pingsé una tarde hecha de retales de colores.

La puesta de sol cárdena; las nubes blancas atrapadas por el rojo del firmamento; las cabañas ocres por aquella luz tan vívida; los árboles verdes súbitamente adornados de amarillo, y los rostros, todos, blancos por la sorpresa.

La palabra «guerra» la trajo un comerciante que venía de la capital.

La gritó a todos los que quisieron escucharle, porque muchos se taparon los oídos con las manos.

–¡Habrá guerra! ¡Así está escrito! ¡Guerra, guerra, guerra! ¡Preparad a vuestros hijos para la batalla!

El viento de su voz se arremolinó en la plaza y luego se expandió por todas las callejuelas, buscando hasta los rincones más perdidos. Se metió por las casas a través de puertas y ventanas, buscó las rendijas, se apoderó de sus conciencias. Todos los padres miraron a sus hijos varones, y las hermanas a sus hermanos, y las jóvenes a sus pretendientes. Y cuando esa voz cesó, sobre el pueblo flotó un silencio de muerte, tan frío como las nieves del norte, tan amargo como las lágrimas de impotencia, tan triste como el miedo en una noche de tormenta.

Aquella noche se reunió el consejo, y aquel comerciante fue convocado para que contara lo que sabía, lo que había escuchado, lo que se decía en las calles de Nantang, la capital.

–Algo le está sucediendo a la tierra –dijo el hombre–. La naturaleza se muere lentamente en los cinco reinos. En el norte, los hielos avanzan y hasta los lagos están comenzando a helarse. En el sur, lo que avanza es el calor, que devora esos lagos y seca los ríos. En el oeste, progresa el gran desierto porque no llueve desde hace semanas, meses, y en el este, mueren los bosques faltos de vida, como si una mano gigantesca los arrasara de manera inexorable. El grito de la naturaleza también se escucha a través de los volcanes, antes apagados, ahora humeantes, y se manifiesta con terremotos y vientos huracanados, temperaturas jamás vistas. Los animales huyen, menguan la caza y la pesca.

–¿Y por qué ha de desatarse una guerra si esto afecta a las fronteras de los cinco reinos? –preguntó el alcalde de Pingsé.

–Los cambios, la lenta muerte de la naturaleza, han comenzado en la periferia. Es como si un anillo de muerte se cerniera sobre nuestras tierras. Nadie sabe si llegarán también al centro, al Reino Sagrado. Los cuatro señores del norte, el sur, el este y el oeste, acusan al emperador de su dominio tiránico y hablan de brujería, de que su intención es debilitarlos para aumentar su poder. Ellos no aceptan que la naturaleza se extinga por sí misma. Así que los cuatro se están preparando para la guerra, y el emperador, para defender su cetro ancestral. ¡La batalla puede comenzar en cualquier momento!

–¿Dónde está el Gran Mago? –preguntó una voz del consejo.

–¡Xu Guojiang desapareció hace demasiado tiempo! ¡Nadie sabe de él! ¡El que aconseja ahora al emperador es Tao Shi, uno de sus discípulos! ¡Él y el oráculo son los hombres fuertes del emperador Zhang!

No había mucho más que decir y, sin embargo, las preguntas flotaban en el ambiente.

Demasiados años de guerras entre los cuatro señores y el emperador. Demasiadas heridas sin cerrar. Demasiadas fronteras y rencores, envidias y egoísmos. Antaño, cualquier excusa bastaba. Ahora se trataba de algo más grande.

Grande e incierto.

¿La tierra se secaba? ¿La naturaleza se extinguía poco a poco?

¿Por qué?

–He cabalgado día y noche para traeros estas tristes nuevas –concluyó el comerciante–. En unos días, muy pocos, los soldados del emperador llegarán para llevarse a vuestros hijos. Preparadlos y preparaos.

El consejo se disolvió, y aquella noche, en el pueblo, nadie durmió en paz.

2

Jin Chai se arrodilló y sirvió el dulce de miel con parsimonia, repitiendo gestos milenarios acunados en el tiempo y transmitidos de generación en generación. Primero a su esposo, Yuan; a continuación, a su hijo mayor, Shao; después, a su segundo hijo, Qin Lu, y finalmente, a su hija menor, Lin Li. Los cuatro esperaron a que ella también se sirviera y, en silencio, lo degustaron con deleite.

Más allá de su cabaña, se oían algunas voces.

Un perro ladraba en la noche.

Cuando los cinco platos, ya vacíos, fueron depositados en el centro de la mesa, el silencio vaciló igual que una llama ante el viento que va a derrotarla.

–Hablad –dijo entonces Yuan.

Nadie lo hizo. Jin Chai miró temerosa a sus dos hijos, pero sobre todo a Shao. Inesperadamente, fue Lin Li la que tomó la palabra.

–Más guerras –dijo.

–Hacía años que no caíamos en la desgracia –bajó la cabeza su madre.

–¿Qué más da? La paz parece un puente que une dos tiempos y bajo el cual transcurren las aguas enloquecidas de la furia –suspiró la joven.

–¿Qué opinas, padre? –preguntó Qin Lu.

El hombre tenía la vista perdida en los platos vacíos. Su largo cabello estaba recogido en una trenza. Las cejas, la barba y el bigote, por contra, semejaban espesas selvas.

Cuando habló, lo hizo con voz suave aunque dolorida.

–El emperador es nuestro señor.

–¡Padre! –protestó Shao.

Su madre intentó presionarle el brazo, pero él lo evitó. Los ojos de la mujer se envolvieron con amargura.

Yuan miró a su hijo mayor.

–Di lo que tengas que decir.

–¡Ya sabes lo que tengo que decir! –cerró los puños con energía–. ¡Siempre ha habido guerras por culpa de la ambición de los cuatro señores y la tiranía del emperador; ahora, antes, con sus padres, sus abuelos...! ¡Nunca ha cambiado! ¿Y quiénes son los que sufren y mueren? ¡Los mismos! ¡Nosotros, el pueblo, los campesinos!

–Debemos servir al emperador –Yuan mantuvo la calma.

–¿Por qué?

–Es la ley.

–¡Una ley dictada por él y para él! ¿Acaso es un dios?

–Shao, por favor –suplicó Jin Chai.

–Déjale hablar –ordenó su marido–. Es el momento de saber quién es cada uno.

–Shao es el más valiente... –intentó defender a su hermano Qin Lu.

La mirada de su padre abortó sus palabras.

Volvió a dirigirse a su hijo mayor.

–No hables de dioses en la mesa, Shao.

–Padre –acompasó su voz en busca de una calma que estaba lejos de sentir–. A caballo, nuestro pueblo está a un día de las tierras del este y a un día y medio de las del sur. ¡La frontera no es más que una línea imaginaria! ¿Si fuéramos del este pelearíamos con el señor del este? ¿Y si la frontera estuviera más arriba, lo haríamos con el señor del sur? ¿Qué nos hace diferentes?

–Pertenecemos al Reino Sagrado. Es todo lo que cuenta.

–¡Estamos a varios días de Nantang! ¡Nuestro reino es Pingsé, no otro!

–Me duele oírte hablar así –Yuan cerró los ojos.

Shao dirigió los suyos a Qin Lu y a Lin Li.

–¡No pelearé en una guerra injusta! –les dijo.

–Yo lo hice –habló de nuevo su padre.

–¿Y de qué sirvió? –le replicó lleno de amargura–. Te hirieron, estuviste a punto de morir, peleaste en la batalla de Quanlong contra el ejército del oeste, y en la de Yian contra el del sur, y un día regresaste aquí sin más, igual que te fuiste, con las manos vacías, sin una recompensa, sin...

–Mi recompensa fue servir al emperador.

–¡Aquella guerra arrasó nuestro pueblo, mató a tus hermanos, a tus padres y a los de nuestra madre! ¿Es eso justo? Luego, todo siguió igual: las mismas fronteras, pactos, promesas, mentiras...

Yuan ya no dijo nada. Hacía mucho que no alzaba la voz, que no gritaba, que trataba de razonar y ser fiel a sus principios. Mucho, desde que Shao, Qin Lu y Lin Li habían dejado de ser niños y adolescentes para convertirse en jóvenes llenos de fuerza.

El futuro.

Un futuro que la guerra podía borrar de un plumazo.

–¿Qué piensas tú, Qin Lu? –se dirigió a su segundo hijo.

El muchacho evitó mirar a su hermano.

–Haré lo que digas, padre.

–No te he preguntado qué harás, sino qué piensas.

Qin Lu tardó unos segundos en responder, y lo hizo sinceramente, manteniendo la cabeza alta y los ojos fijos en su progenitor.

–Padre, ya me conoces. No quiero pelear, aborrezco la violencia. Al igual que Shao, creo que todas las guerras son interesadas y que en ellas siempre mueren inocentes –llenó sus pulmones de aire y concluyó–: Pero juramos fidelidad al emperador, y si nos atacan, nos defenderemos, por nuestro honor.

Volvió el silencio.

Y extendió por encima de ellos un manto de dolor.

Hasta que Yuan se levantó de la mesa y se retiró a su habitación, con la cabeza baja y el ánimo tan desnudo como la hoja de una espada.

3

En la cama, Jin Chai y Yuan se miraban el uno al otro bajo la penumbra de la noche, cuya luna parecía un pedazo de sandía asomada a la ventana.

Los dos esperaban.

Pero sus ojos decían mucho más que sus palabras.

Serenidad, miedo, angustia, tristeza...

Tantas emociones...

–No traje dos hijos varones a este mundo para que los maten –la mujer rompió el silencio.

Su marido suspiró.

Pero siguió mudo.

–Sabes que Shao es valiente. Lo ha sido desde que era un niño y jamás ha rehuido un combate –continuó ella–. Valiente y temerario, todo lo contrario que Qin Lu.

–Pero Qin Lu es un buen hijo.

–Los dos lo son.

–Qin Lu respeta las normas, las tradiciones. No es un rebelde. No es un guerrero, pero luchará. Shao sí lo es, y en cambio...

–¿Recuerdas la última guerra?

–Tú y yo éramos muy niños, pero sí, la recuerdo.

–Nuestros padres, hermanos...

Los ojos de Yuan temblaron.

–Tú los enterraste a todos –dijo Jin Chai–. Y todavía puedo oírte al pie de su tumba.

–Era muy joven.

–Dijiste que nunca volverías a empuñar un arma.

–Lo sé.

–Ahora dejarás que lo hagan ellos.

–Jin Chai...

–Esta noche no voy a callar, así que, si lo prefieres, vete a dormir afuera. Si te quedas, vas escucharme.

–Vendrán los soldados. ¿Quieres oponerte a ellos?

–No.

–Entonces...

–Tienes dos hijos, dos mundos. Intenta comprenderlos.

–La desgracia y la vergüenza caerán sobre nosotros si Shao se niega a combatir. Se lo llevarán preso y le ajusticiarán.

–No digas eso.

–¿Y qué quieres que diga, mujer?

–Quizás no haya guerra.

–Quizás.

–Pelear por unos bosques que se mueren...

–La tierra es la vida, no lo olvides.

Una nube oscureció la luna y, como si esa súbita falta de luz menguara su fuerza, los dos sintieron el peso del cansancio apoderándose de su mente.

–Shao sería un gran guerrero –dijo Yuan–, pero es egoísta.

–No es egoísta. Jamás lo ha sido. Es tan o más generoso que Quin Lu. Pero entiende lo que es justo y lo que no. Tú se lo enseñaste.

Ya no hubo réplica.

Se miraron unos segundos más, hasta que cerraron los ojos sin darse cuenta.

Estaban dormidos cuando la luna volvió a emerger entre la cárcel de su nube.

4

Lin Li no podía dormir.

Primero había escuchado el rumor de las voces de sus padres, quedas, inaudibles, apenas susurros revoloteando en el aire. Después, con el silencio, su alma inquieta la había empujado a dar vueltas sobre la cama, incapaz de serenarse.

Nadie le preguntaba.

Su opinión no contaba.

Era una mujer.

Cuando se levantó, lo hizo furiosa, con los puños apretados y la respiración agitada. No salió por la puerta de su habitación, la más pequeña y humilde de la cabaña. Lo hizo por la ventana. La casa estaba a las afueras del pueblo, así que por allí no había vecinos ni ojos que pudieran seguirla en la noche y luego le fueran con el cuento a su madre. ¿Adónde iba una muchacha de apenas dieciséis años sola, protegida por las sombras?

Nadie la creería si decía la verdad.

Caminó hasta el árbol, su árbol, a unos quince pasos de la cabaña, y trepó por sus ramas ágilmente, igual que lo haría un gato, o un tigre, o un mono. Aquel era su mundo secreto, su paraíso, el refugio de tantas horas llenas de pensamientos y sueños. Pelear, enamorarse, caminar por la tierra en busca de aventuras, conocer nuevos horizontes...

Todo lo que le estaba prohibido a una mujer.

Llegó a la copa, a las tres ramas que formaban un cuenco en el que su cuerpo encajaba perfectamente, y se quedó allí, bajo la noche, con la media luna cabalgando por encima de su cabeza y la brisa que apenas si agitaba las hojas que la envolvían. Desde su posición podía ver la aldea, el conjunto de casas arracimadas en torno a la plaza, el rescoldo de las fogatas que todavía desprendían chispas, su mundo.

Todos dormían.

Todos menos ella.

Como tantas noches.

Shao no quería combatir, pese a ser el más valiente del pueblo. Qin Lu lo haría, pese a aborrecer la violencia. Y ella, que combatiría si pudiera, no contaba para nada. A ella le tocaba quedarse en casa, servir a todos, ayudar a su madre, ya mayor. Ella viviría siempre allí, en Pingsé, se casaría con alguno de sus pretendientes, tendría hijos, y un día...

Un día moriría, sin más.

¿Por qué no había nacido hombre?

¿Por qué sus padres engendraron dos hijos varones y a ella le tocó ser mujer, y encima la última, la pequeña?

Cruzó los brazos, furiosa.

Si la ira pudiera encenderse igual que una tea, sería una antorcha.

No pensaba bajar hasta que se hubiera calmado, y eso podía llevarle un rato, así que se acomodó aún más sobre aquellas ramas y cerró los ojos para hacer lo que hacía siempre: dejar volar la imaginación.

Vivir en su mundo de sueños.

Se imaginó a sí misma combatiendo, derrotando al enemigo, convertida en una heroína.

Se imaginó...

Hasta que un rumor al pie del árbol le hizo abrir los ojos y mirar hacia abajo.

Al amparo de la luz de la creciente luna, entre las ramas, vio a Shao caminando con algo cargado en su espalda.

Probablemente, tan insomne como ella.

Primero pensó en quedarse arriba, inmóvil, no decirle que estaba allí. Luego vio que se dirigía al bosque, y que lo que llevaba a la espalda era un hatillo.

A Lin Li se le paró el corazón.

Saltó de rama en rama hasta llegar al suelo. Para cuando aterrizó sobre la hierba, Shao ya había oído el ruido de su cuerpo deslizándose por el tronco y se había detenido.

Los dos hermanos se miraron: serio él, atenazada por la sorpresa ella.

El hatillo lo decía todo.

–Shao, no –gimió con dolor.

–He de hacerlo –fue sincero.

–¿Y si alerto a padre?

–¿Lo harás?

Lin Li bajó los ojos.

–Sabes que no –puso una mano en su brazo.

–¿Por qué?

–Cada cual ha de ser libre para escoger su destino.

–Hermosas palabras para ser pronunciadas por una mujer cuyo destino está marcado.

–Cállate.

–Lo siento, Lin Li. A plena luz sería peor.

–Tú nunca has huido.

–Y no lo hago ahora. Solo pienso que es lo mejor para todos. Sabes que no soy un cobarde.

–Lo sabe todo el pueblo.

–A mí solo me importan padre, madre, Qin Lu y tú.

Lin Li contuvo las lágrimas y le abrazó con todas sus fuerzas.

Sus corazones cabalgaron por un instante al unísono.

–Cuida de padre y madre.

–Sí.

–Dile a Qin Lu que le quiero, que lamento la vergüenza que...

–Qin Lu lo sabe, lo sabe.

No hubo más. El último abrazo, la última caricia, el beso final y luego...

Sin volver a mirarse a los ojos, Shao y Lin Li se separaron.

En unos pocos segundos ya no había ni rastro de él, engullido por el bosque.

–Sé libre, hermano –susurró la muchacha.

5

Qin Lu no podía apartar sus ojos de la cama vacía.

Mucho más que vacía.

Los primeros rayos de sol penetraban por la ventana borrando las sombras de la noche que, esclavas de su secreto, se desvanecían.

Sin Shao, la cama parecía mucho más grande.

Sin Shao, el mundo era mucho más incierto y amargo.

Qin Lu apretó los puños.

No sentía rabia, solo tristeza; la amargura de una realidad que se abría paso en su razón y le aplastaba hasta convertirlo en un tallo pisoteado por un buey. Intentó mover un brazo y no pudo. Intentó caminar y no lo consiguió.

Siguió mirando la cama.

El vestigio final de un hermano al que tal vez no volviera a ver nunca más.

El dolor en su pecho fue atroz.

Entonces escuchó un rumor a su espalda.

Pensó en su madre primero, en su padre después, y se alegró de que la persona que apareció a su lado y le presionó el brazo fuera su hermana.

No hablaron.

Hasta que lo hizo ella.

–Le vi anoche –musitó.

–¿Adónde iba?

–No lo sé. No creo que lo supiera ni él. Me pidió que te dijera que te quiere. Yo le dije que tú ya lo sabías.

Otro silencio.

–Es curioso –dijo Qin Lu–. Siempre pensé que en una batalla Shao sería nuestro jefe, que él nos conduciría a la victoria por ser el más listo y el más valiente.

–Tú también eres listo y valiente.

–No como él.

El tercer silencio, un poco más largo, un poco más triste.

–Entiendo a Shao –suspiró Qin Lu.

–La guerra es horrible.

–Pobre padre.

–¿Tú te has quedado por él?

–Es mi deber. El honor de la familia recae ahora sobre mis hombros.

–Honor –Lin Li repitió la palabra como si fuera una barra de hierro muy pesada.

–Siempre nos hemos regido por él, por sus códigos, por sus normas, por sus...

–¿Te das cuenta de que la palabra «siempre» también es amarga?

–Sí.

–Siempre, siempre, siempre, sin cambios, sin progreso, como si todo estuviera ya escrito y no fuéramos más que marionetas en manos de los dioses.

–Somos marionetas en manos de los dioses.

–Que padre no te oiga hablar así.

–Shao se ha ido. Déjame al menos que sea yo mismo el que hable.

Lin Li se apoyó en él sin dejar de presionarle el brazo. De un momento a otro aparecerían su madre o su padre, y entonces la verdad les golpearía el rostro. La vergüenza caería sobre su casa. El deshonor los castigaría. Jin Chai era fuerte, o lo parecía. Yuan lo parecía, pero no lo era. Ellos eran jóvenes; sus padres, no. Los hijos llegaron muy tarde y casi inesperadamente. El destino, siempre él, así lo había querido.

–¿Cuántas guerras más serán necesarias antes de que entiendan que la paz es lo único que tiene sentido? –dijo Qin Lu.

–¿Por qué se está muriendo la naturaleza? –preguntó Lin Li.

–No lo sé –respondió su hermano–, ni creo que nadie lo sepa. Sea como sea, no es más que otra excusa para matarse unos a otros, los cuatro señores, el emperador...

El muchacho fue el primero en reaccionar y retroceder.

Tenían que decírselo a sus padres.

Iban a llamarles, decididos a enfrentarse a ellos los dos juntos, cuando del exterior surgieron las primeras voces, los gritos, y finalmente...

–¡Los soldados! ¡Ya están aquí! ¡Vienen a por los jóvenes del pueblo! ¡La guerra es inminente! ¡Todos debemos ir a la plaza! ¡Todos! ¡Larga vida al emperador!

Capítulo 2

 

Mejor que el hombre que sabe lo que es justo,
es el hombre que ama lo justo.
(Confucio)

6

El regimiento lo formaban dos docenas de hombres a caballo, perfectamente uniformados. Cascos, petos, lanzas, arcos y dagas al cinto. En otro tiempo, quizás hubiesen sido como ellos: simples campesinos. Ahora eran guerreros y sus ojos lo gritaban al igual que sus vestimentas. Los dos oficiales, que llevaban espada y plumas en sus cascos, tenían el rostro aún más endurecido y la mirada mucho más fría. Uno de ellos incluso era siniestro, con una cicatriz atravesándole el rostro de arriba abajo. Los soldados permanecían en sus caballos. Los dos oficiales, en cambio, estaban de pie en el centro de la plaza, subidos a la fuente, con todos los habitantes de la aldea formando un círculo a su alrededor. Ni siquiera permitían que el alcalde, la única autoridad local, estuviera a su lado.

Pingsé estaba aplastado por un denso silencio, roto tan solo por las voces de los dos hombres.

–¡El señor del este ha declarado la guerra a nuestro emperador! ¡El señor del este ha osado desafiar la sagrada voluntad de los dioses! ¡Y el señor del este habrá de pagar caro su desacato!

Algunos intentaban disimular el brillo de sus lágrimas ante los soldados. Otros levantaban la barbilla, orgullosos de servir a la causa real. Los más jóvenes incluso sonreían, deseosos de conocer nuevas tierras, ir a la capital, pelear y lucir aquel uniforme tan hermoso.

–¡El ejército del este ya avanza sobre las fronteras del Reino Sagrado! ¡No podemos perder tiempo! ¡Quizás también lo hagan los señores del norte, el sur y el oeste, como carroñeros! ¡Pero nunca podrán con nosotros, porque somos fuertes, valientes, y porque servimos a nuestro señor Zhang!

Paseó su mirada en derredor y luego hinchó el pecho antes de volver a gritar:

–¿Qué respondéis?

Los jóvenes de Pingsé gritaron a una:

–¡Por el emperador!

–¡Tendréis el honor de morir por él!

–¡Por el emperador! –volvieron a unir sus voces.

Los que lloraban ya no pudieron ocultar más sus lágrimas. Sus barbillas temblaron al escuchar la palabra «muerte». Los ojos de sus hijos, sin embargo, brillaban.

Casi todos.

Le tocó el turno al otro oficial.

–¡Llamaremos a cada familia y a sus hijos mayores en edad de combatir! ¡Cuando oigáis vuestro nombre, avanzad! ¡Luego, cada nuevo soldado caminará hasta los hombres a caballo y se quedará junto a ellos! ¡No necesitáis más ropa que la que llevéis puesta!

El otro oficial le entregó una tablilla de madera que abrió por la mitad. En el interior descubrió una tela con los nombres censados de los habitantes del pueblo. Ya no hubo compás de espera.

–¡Familia Wu!

Un hombre caminó hasta él. A su lado lo hizo su hijo. No hubo palabras. El joven dejó de ser un campesino y, con solo un paso, se convirtió en soldado. El padre regresó a la fila donde le esperaban sus tres hijas y su esposa.

–¡Familia Hao!

Ellos eran de los últimos. Qin Lu tenía la vista fija en el suelo. Lin Li sujetaba a su madre para que no se viniera abajo. Yuan era una máscara. Por detrás de ellos se escuchó la voz de Pu Sang.

–Qin Lu, ¿no es fantástico?

El muchacho no tuvo respuesta.

El viejo Pu entregó a sus tres hijos al oficial.

–¿Quién trabajará ahora sus tierras? –murmuró Jin Chai–. ¡Es todo lo que tiene! ¿Por qué han de llevarse a los tres?

Se acercaba el momento.

Y llegó.

–¡Familia Song!

Qin Lu tuvo que empujar a su padre. Fue igual que mover una roca muy pesada. La distancia era corta, pero se hizo eterna, sobre todo cuando el oficial frunció el ceño y volvió a mirar la tela de la tablilla.

–¡Aquí dice que tienes dos hijos! –escrutó el rostro de Yuan.

–Te entrego a uno –dijo él–. Este es mi hijo Qin Lu.

–¿Y tu otro hijo?

Yuan tragó saliva.

Un rumor creciente se expandió por la plaza.

–¡¿Y tu otro hijo?! –aulló en su cara el oficial.

–No está –consiguió decir él.

–¡Ve a buscarle, maldita sea! ¿Crees que tenemos todo el tiempo del mundo o que el señor del este va a esperar a que tu hijo se digne regresar de donde esté?

Yuan bajó la cabeza.

Y lo dijo.

–No está, señor. Mi hijo Shao se ha ido.

Yuan sintió sobre su alma el peso de aquella gran vergüenza. Cerró los ojos, pero se mantuvo firme, de pie, con el último rescoldo de su orgullo por bandera. Qin Lu no dijo nada.

Los hijos no hablaban si sus mayores no lo permitían.

–¿Cuál es tu casa? –preguntó el oficial.

Reaccionó y señaló a lo lejos, junto al bosque. El hombre ni siquiera necesitó ordenarlo. Dos de sus soldados bajaron del caballo y corrieron hasta la cabaña. Regresaron solos, casi de inmediato.

–¿Tu hijo se ha negado a combatir? –preguntó incrédulo el oficial.

Yuan se quedó sin palabras.

–¡¿Tu hijo ha mancillado el honor de Pingsé huyendo como un cobarde?! –gritó, en una primera oleada de cólera.

–Puedo combatir yo en su lugar –alzó la cabeza Yuan.

El oficial le miró de arriba abajo.

–¿Tú, viejo?

–Aún soy capaz de...

–¡No solo eres un anciano, sino también un estúpido! ¡El estúpido padre de un traidor al que los cielos confundirán! –respiró con fatiga y agregó–: ¡Ve con tu deshonor, confía tan solo en que tu otro hijo sea capaz de lavar la vergüenza de su hermano, y agradece al emperador su misericordia, pues debería cortaros el cuello a todos! –miró a Qin Lu con una mezcla de rabia y desprecio.

Ya no hubo más.

Qin Lu caminó junto a los otros jóvenes reclutados.

Yuan lo hizo hasta su esposa y su hija, en un supremo esfuerzo para no perder el conocimiento y caer al suelo, bajo la mirada atónita de sus vecinos.

Nadie volvería a dirigirle la palabra, y lo sabía.

–¡Familia Xu! –continuó el reclutamiento.

7

Cuando el regimiento se alejó por el sendero, con los soldados a caballo y los jóvenes a pie, los habitantes de Pingsé se miraron unos a otros.

Una cuarta parte de todos ellos ya no estaba allí.

Quedaban los ancianos, sus esposas, las hijas y los niños más pequeños.

Era como si una mano invisible les hubiera arrebatado una parte de sí mismos.

–Por el emperador –susurró una voz.

–¿Cuándo habrá otra guerra para que pueda ir a luchar? –preguntó un niño.

–¿Quién trabajará ahora los campos? –chocó con la realidad la pregunta de una mujer.

El círculo humano que envolvía la plaza comenzó a deshacerse. Pasos cansinos, pasos cargados de zozobra, pasos que se arrastraban sobre el polvo después de tantos días sin llover. Algunos le dieron la espalda a todo, intentando recuperar el pulso de sus vidas. Otros miraban con recelo a la familia del traidor Shao.

Miradas cargadas de reproches.

Morir con honor. Vivir sin él.

Extrañas palabras.

–¿Y quién nos defenderá si nos atacan? –se escuchó otra voz con tan amarga reflexión.

Fue la última. Tras ella, el silencio.

Yuan, Jin Chai y Lin Li regresaron a su cabaña para dar inicio al primer día de su nueva vida; sin sus dos hijos varones, humillados y convertidos en escarnio de todo el pueblo. No se detuvieron hasta llegar bajo el amparo de su techo, y solo entonces sus suspiros se convirtieron en palabras.

–Qin Lu –dijo Jin Chai.

–Shao –dijo Yuan.

–Una moneda tiene dos caras, pero siempre es la misma moneda –dijo Lin Li.

Parecían sonámbulos. El desconcierto era tal que ninguno de los tres consiguió dar un sentido a sus gestos. Tres perros enjaulados después de ser apaleados en público. Heridas invisibles que no podían ser lavadas ni con el paso del tiempo. Lo que se abría ante ellos era un erial, un mundo de oscuridad y silencio.

Quizás por ello, inesperadamente, el corazón de Yuan dijo basta.

Primero se apoyó en la mesa.

Después fue venciéndose hacia el suelo.

El dolor de su pecho se convirtió en una brasa. Por un lado, los rescoldos subieron hasta la cabeza; por otro, se deslizaron hacia abajo apoderándose de su brazo izquierdo. Las rodillas se transformaron en juncos batidos por un viento invisible y su alma se hizo de cristal.

Transparente.

–¡Padre!

Jin Chai acudió al grito de su hija. Entre las dos le sostuvieron unos segundos. El peso del hombre las obligó a ceder y acabaron dejándole reposar en el suelo. Los ojos ya eran vidriosos; la voz, quebrada; el gesto de la mano, vacilante.

Acarició a su esposa.

Miró a Lin Li.

Y con el último aliento pronunció las palabras que todo padre espera exhalar:

–Mis hijos...

8

Desde la montaña, oculto entre los árboles, Shao vio el regimiento enviado por el emperador, con los soldados y los jóvenes del pueblo, que se alejaba por el sendero.

Uno de ellos era Qin Lu.

Los demás, sus amigos.

Se preguntó a cuántos volvería a ver.

No quiso llorar, no quiso dejarse llevar por el desamparo, pero apretó los puños y al final no tuvo más remedio que bajar la cabeza para dejar de ver aquella imagen que le desgarraba el corazón. Desde allí también se veía parte de su casa, la esquina que daba al bosque, al árbol donde la noche pasada se había despedido de Lin Li. Se imaginó a su padre con el rostro pálido, hundido, y a su madre con el alma dividida entre la pena por el hijo que se iba a la guerra y el hijo que se salvaba a costa del deshonor familiar. También se imaginó a su hermana, convertida en el único pilar con el que contaban, de niña a mujer, tratando de ser fuerte.

Nunca se habían separado, y ahora lo hacían tomando tres direcciones distintas.

Podía bajar y regresar a casa, pero los vecinos no le perdonarían y el alcalde acabaría denunciándolo.

Su único rumbo era seguir.

Allá donde sus pasos le llevaran, lejos de la estupidez de la guerra y la tiranía del emperador.

Aunque los cuatro señores no fueran mucho mejores.

El último de los soldados desapareció, devorado por la distancia. El último de los jóvenes de Pingsé lo hizo a los pocos segundos. De repente fue como si nada hubiera sucedido, como si aquel fuese un día más, exactamente igual a cualquier otro. El mismo silencio, el mismo cielo, las mismas nubes y el mismo bosque.

Un bosque que, si se extendía aquella extraña plaga, también moriría.

Y con él, la vida.

–Vete ya –se dijo.

Pero sus pies no se movieron del suelo.

Ya era un proscrito.

Qué más daba andar o correr.

Shao volvió la cabeza y miró las montañas. No tenía rumbo. Solo camino. Entonces se agachó, cogió un puñado de tierra y la arrojó al aire.

Creía que caería a sus pies, sin más.

En ese instante, de la nada, como por arte de magia, surgió un viento que movió la tierra unos pasos.

Luego cesó.

–¿Así que ese es mi camino? –miró hacia el oeste.

Lo aceptó. La naturaleza era sabia. Los seres humanos disponían de los cuatro elementos para disfrutar de la vida: tierra, aire, fuego y agua. Si el viento había empujado la tierra hacia el oeste, hacia el oeste iría. De todas formas, daba igual.

¿O no?

Su instinto le hizo aceptarlo.

Shao le dio la espalda al pueblo y ya no volvió la cabeza. Tal vez un día regresara. Tal vez un día su padre le perdonara. Tal vez un día llegara al fondo de sí mismo y descubriese por qué era tan valiente y osado y al mismo tiempo despreciaba la guerra y su violencia, oponiéndose a la injusticia en lugar de resignarse, como hacía Qin Lu.

Sí, quizás en el camino hallase las respuestas.

Ahora, de lo único que disponía era de tiempo.

9

Lo primero que pensó Qin Lu, mientras se alejaba del pueblo con el futuro ejército del emperador, era que parecían ganado. Una partida de animales camino del matadero.

La idea le hizo daño.

Algunos volvían la vista atrás. Otros, no. Algunos reían y bromeaban, todavía valientes ante su aventura. Otros, ya no. Algunos le miraban con un súbito desprecio.

Cuando estuvieron lo suficientemente lejos de Pingsé...

–Míralos –se echó a reír un soldado–. ¡Menuda pandilla de idiotas!

–¡Estos irán en primera línea, para que los maten! –dijo un segundo uniformado.

–No tendrán tiempo ni de aprender a usar un arma –escupió al suelo un tercero.

Uno de ellos se acercó al grupo y empujó con su pie a uno de los chicos, que cayó al suelo. Su nombre era Huong Fu y había cumplido los diecisiete años hacía unos días.

Los soldados se rieron.

–¡Ni siquiera aguantan de pie!

–¡Estamos perdidos: con estos héroes, la guerra se acabará antes de que empiece!

–¡No son más que niños de teta!

Las carcajadas estallaron.

Al frente, los dos oficiales no dijeron nada.

Qin Lu le ayudó a levantarse. Cuando Huong Fu se dio cuenta de quién era el que le tendía la mano, se soltó con violencia.

–Déjame –farfulló, más dolido por la ayuda que por el golpe de los soldados.

–¿Qué te pasa? –frunció el ceño Qin Lu–. ¿Desde cuándo no somos amigos?

–¡Desde que tu hermano es un cobarde!

–Sabes que no lo es.

–¡Tan gallito en el pueblo, siempre peleando, pavoneándose delante de las chicas, y a la hora de la verdad...!

–Tiene sus razones, Huong Fu.

–La única razón es la guerra, y no está aquí para ser uno de los nuestros. ¡Pues te tocará luchar por los dos!

Qin Lu se acercó a él. Estuvo a punto de golpearlo y volver a lanzarlo al suelo.

–Sabes que lo haré.

–¿Tú?

–Le envidias porque Xiaomei le sonreía a él y no a ti.

–¿Xiaomei? –pronunció el nombre con desprecio y levantó la cabeza, orgulloso–. Ahora seremos soldados, tendremos a todas las chicas que queramos. ¡Seremos héroes! –miró a los soldados a caballo–. No me importa lo que digan esos patanes.

–¿Crees que la guerra es eso?

–Pues claro que lo es. Yo pienso hacerme rico y disfrutar de muchas hermosas mujeres, ya lo verás.

–Eres un cerdo.

–¿Quieres que te haga tragar tus palabras? –el muchacho apretó los puños.

El mismo soldado que le había pateado la primera vez lo hizo una segunda, con más fuerza.

Huong Fu rodó por el suelo hasta un árbol que evitó que se despeñara montaña abajo.

–¡Callaos, ratas!

–Paletos ignorantes –volvieron las risas.

–¿Qué os pasa? ¿Lleváis un ratito sin vuestras mamás y ya las echáis de menos? ¿No queríais luchar por el emperador?

Por primera vez, el oficial de la cicatriz volvió la cabeza e hizo oír su voz.

–¡Silencio ahí atrás! ¡Comportaos como lo que sois!

Uno de los soldados aún dijo una última palabra.

–Nosotros somos guerreros. Esta retahíla de cerdos no es nada.

Ya no volvieron a hablar.

Siguieron avanzando rumbo a la capital. Unos, a caballo; los otros, a pie.

Era su primera lección de guerra.

La infantería es la primera en morir.

10

En el pequeño cementerio de Pingsé, las tumbas eran escasas, pequeños túmulos rodeados de piedras con pebeteros a los pies para quemar en ellos las ofrendas a los muertos. Todo era poco para cuidar la vida en el más allá. Cuanto ardiera en el pebetero sería recogido por los desaparecidos en el inframundo, y con ello su vida eterna sería mucho mejor, más plácida y confortable.

Aunque si se era pobre...

Jin Chai y Lin Li depositaron las últimas piedras, arrodilladas frente a la tumba de Yuan. La mujer cuidaba del ornamento con delicadeza, tratando de que todas tuvieran el mismo tamaño y se hallaran a la misma distancia unas de otras. Lin Li, en cambio, estaba más pendiente de su madre. Dos hijos perdidos era mucho, pero ellos estaban vivos. La muerte de su esposo era irremediable. Marcaba la frontera del fin para una viuda.

Y lo peor, además de la muerte, era la soledad.

Porque estaban solas.

Nadie había acudido a velar con ellas el cadáver de Yuan. Nadie les había dado el pésame para confortarlas. Nadie las había acompañado hasta allí.

Eran peor que leprosas.

Ahora, Lin Li sentía crecer en su corazón algo desconocido hasta entonces.

La furia.

Siempre había deseado ser un chico. Siempre había renegado de su condición de mujer, sometida a la esclavitud de los padres primero y a la de un esposo después. Siempre había sentido en su pecho la llama de una fuerza desconocida. Ninguna resignación le bastaba. Nada había cambiado eso en sus dieciséis años de vida.

Pero en unas pocas horas...

Aquella furia.

Aquel deseo de ir casa por casa y gritarles a todos su desprecio.

Aquella irrefrenable rabia que la sobrecogía...

–Puede que vengan de noche. No todos son iguales –musitó Jin Chai.

–Calla, madre.

–Le querían. Fue bueno con todos. Los ayudó siempre. El respeto puede perderse, pero el amor...

–¡Madre!

La mujer volvió a llorar. Puso su mano derecha sobre el leve túmulo bajo el cual descansaba su marido.

Pero no se calló.

–Shao, Qin Lu... –gimió.

Lin Li no dijo nada más. Esperó. Esperó a que su madre culminara su trabajo con los últimos detalles. En el pebetero habían quemado los dibujos hechos con carbón en una tela blanca. Dibujos con monedas de oro, ropa, comida... De momento, bastaría. Quedaba la despedida, momentánea, porque Lin Li sabía que, desde ese día, su madre visitaría aquella tumba cada jornada, hasta que ella misma descansara junto a su esposo.

–Va a anochecer –dijo.

–Unos instantes más –le suplicó Jin Chai.

Transcurrieron. Y unos pocos más. Y más aún, hasta que el crepúsculo marcó el final de aquel amargo día que jamás iban a olvidar.

Entonces sí, Jin Chai se incorporó.

Lin Li puso sus manos por última vez sobre la tierra, para despedirse de su padre.

Sus manos.

Su furia.

Se levantaron y comenzaron a caminar hacia el pueblo. No se dieron cuenta de que, de pronto, un inmenso rosal lleno de rosas rojas creció de la nada y cubrió el túmulo, echando sus raíces justo en el lugar en que la muchacha había depositado sus manos, inundada por la ira que la sobrecogía.

Tampoco supieron jamás que, aquella noche, una nube solitaria dejó caer una suave lluvia sobre el cementerio de Pingsé.

La primera lluvia en mucho tiempo.

La última lluvia en mucho tiempo.

Capítulo 3

 

Antes de empezar un viaje de venganza,
cava dos tumbas.
(Confucio)

11

La mayor preocupación de Shao era no tener noticias de lo que sucedía en el mundo. Cien preguntas asaeteaban su mente con cada paso. Por un lado, las que tenían que ver con la situación en los cinco reinos: ¿Habría estallado ya la guerra? ¿Habría atacado el señor del este? ¿Y si él se dirigía al oeste y se encontraba con el ejército del Reino del Oeste en pie de guerra? Por otro lado, las que tenían que ver con su familia: ¿Cómo se encontraría su padre después de su deserción? ¿Qué estaría sucediendo en el pueblo tras la marcha de los jóvenes? ¿Qué haría Qin Lu con el estigma de un hermano tildado de cobarde colgando de su cabeza?

Preguntas que tardaría mucho en resolver.

En cambio, en la montaña, solo en medio de aquella inmensidad, se daba cuenta de lo hermoso que era el silencio, lo agradable de la paz que le envolvía y lo feliz que se sentía caminando libre.

Libre.

Una extraña palabra.

Mientras existiesen las viejas y ancestrales tradiciones, mientras estuviesen sometidos a la tiranía de un emperador egoísta y cruel, mientras los cinco reinos mantuviesen rivalidades heredadas de su historia y se enzarzasen en guerras una y otra vez, ¿quién podía sentirse realmente libre?

Shao se detuvo en un alto y miró a su alrededor.

Bosques inmensos.

Bosques en peligro: si la misteriosa plaga de la naturaleza se extendía, tarde o temprano los alcanzaría.

Tocó un árbol con la mano. Sintió la rugosidad de su tronco. Lo acarició. Los ancianos, los más sabios, solían decir que los árboles estaban vivos, y que ya formaban parte de la vida mucho antes que los seres humanos. Un árbol era un superviviente, una hermosa criatura capaz de echar raíces y vivir durante años y años, plena y poderosa. Si los rumores eran ciertos y la tierra se moría...

–¿Conoces el destino? –le preguntó al árbol levantando la cabeza hacia su copa.

El pasado se hallaba en sus anillos. El presente eran los frutos que colgaban de sus ramas. Pero el futuro...

–Cuídate, viejo amigo –le deseó.

Continuó caminando, bajo un cielo azul, diáfano, sin una sola nube que anunciara un poco de lluvia.

12

La marcha en dirección a Nantang continuaba inclemente. Para los soldados que iban a caballo era dura. Para los reclutas que lo hacían a pie, un infierno. Los más jóvenes tenían llagas en los pies. Los más débiles se quedaban sin resuello. Los más fuertes intentaban ayudar, pero sabían que también ellos tenían un límite.

Para comer, un poco de arroz, no demasiado. Por la noche, cocinaban en un caldero una sopa hecha con plantas y raíces. Algunos cogían frutos de los árboles, aunque si los soldados los veían, los castigaban.

–¿Os queréis poner gordos? ¡Dejad de comer como bestias! ¡Vais a pasaros el día orinando y defecando!

Cada día reclutaban nuevos soldados en distintos pueblos. Ya eran más de cincuenta. Como los jóvenes de Pingsé le daban la espalda y no le hablaban, Qin Lu se mezcló con los demás.

Por la noche se encontró sentado junto a un chico de más o menos su edad, diecisiete años. Era mucho más alto que él, y también mucho más fornido. Sus manos eran como mazas; sus brazos y piernas, como árboles. Pero todo lo que tenía de grande lo tenía también de buena persona: sonrisa franca, rostro abierto, ojos sinceros, voz agradable.

–Me llamo Hu Suan Tai –le saludó.

–Yo, Qin Lu.

–¿De dónde eres?

–De Pingsé.

–Al sur –asintió–. El último pueblo del Reino Sagrado.

–Veo que conoces bien nuestra tierra.

–Me gusta aprender –se encogió de hombros–. Lo único bueno de la guerra es que lo aprendes todo de golpe.

–La guerra no enseña nada; solo a matar –dijo Qin Lu.

Hu Suan Tai le observó de reojo.

–No pareces muy contento.

–No lo estoy.

–Pero es la ley. Debemos servir al emperador.

–Las leyes injustas que obligan al pueblo a morir por causas innobles deberían ser abolidas, lo mismo que las tiranías.

Su compañero miró en derredor, preocupado.

–¿Quieres que te maten, y a mí contigo? ¿Hablas en serio?

–Muy en serio.

–Bueno... –volvió a mirar a su alrededor y bajó aún más la voz–. No digo que no tengas razón, pero...

–Serviré al emperador, lucharé como mejor pueda y sepa, cumpliré fielmente con mi cometido y defenderé el honor de mi casa, pero nadie podrá meterse jamás aquí –se tocó la frente con el dedo índice de su mano derecha– para cambiar mis pensamientos o hacerme renunciar a aquello en lo que creo.

–Vaya –suspiró Hu Suan Tai con los ojos muy abiertos.

–Si no te gusta mi compañía, no tienes más que levantarte y buscar otra –le desafió Qin Lu.

El gigantón sonrió.

–Al contrario –dijo–. Creo que vamos a ser buenos compañeros de armas.

–No necesito un compañero de armas, sino un amigo.

–¿Puedo serlo yo? –le ofreció su mano.

Qin Lu se la estrechó.

–¡A dormir, florecillas del campo! –gritó una voz–. ¡Mañana hay que apretar la marcha o no habrá nada que comer hasta llegar a Nantang!

13

El viento cambió de dirección.

El jabalí levantó la cabeza y olisqueó el peligro. Todo su cuerpo se alertó, dispuesto a saltar, a catapultarse hacia delante a la menor señal. Los músculos se tensaron bajo la piel oscura. Sobrevino una crispada espera.

Shao bajó el arco y la flecha.

Ningún ruido.

El jabalí se movió inquieto. Sus ojos buscaron, buceando en las profundidades del bosque. Un paso, dos, tres. Nada. Luego miró más allá de la linde tras la cual surgía el páramo, y en él vio la reducida manada compuesta por media docena de animales. Vaciló de nuevo. Su hocico apuntó a las copas de los árboles más altos.