Al Emperador Shunzhi,

Guardián de los Dragones.

CHISPAS

 

 

A Claudia y a Vera.

LLANOS

PRÓLOGO

 

ESTA HISTORIA NO EMPIEZA BIEN.

No, no empieza bien. Yo lo sé, y vosotros –si seguisteis nuestras peripecias en la búsqueda del tesoro de Barracuda– también lo sabéis.

Cuando esta historia empieza, estoy a punto de cumplir más o menos doce años y es la segunda vez en mi vida que me abandonan. La primera no la recuerdo (como no recuerdo mi nombre anterior), pero esta segunda sí, cuando ya me llamaba Chispas.

Después de haber encontrado el libro de Phineas Krane en Kopra, el cofre de Fung Tao en Guadalupe y el tesoro más grande que pirata alguno hubiera visto jamás, allá en la lejana costa de los Mosquitos; después de pasar tres años en la tripulación del Cruz del Sur, de luchar en callejones, bailar en fiestas, comer en tabernas, atravesar selvas y penetrar en volcanes; después, en fin, de haber encontrado amigos (aunque fuesen piratas) en los que confiar, todo parecía volver a empezar para mí.

Otra vez solo.

El capitán Barracuda, Erik el Belga, John la Ballena, Jack el Cojo, Boasnovas el Portugués Tuerto, Gato el Ruso, Dos Muelas, Nuño y Rodrigo... Todos, todos se habían marchado mar adentro en una neblina de bruma y pólvora, tras el navío fantasma de Fung Tao, luchando por mantenerse a flote bajo andanadas y andanadas de cañonazos que el Dragón de Sangre, como salido de una pesadilla, les lanzaba desde la bocana del puerto de isla Tortuga.

Allí fue donde nos separamos mis compañeros del Cruz del Sur, vosotros y yo. Espero que, al menos, vosotros no me hayáis abandonado. Soy el que se quedó dentro de un barril, ¿lo recordáis? Me gustaría pensar que estáis todos ahí de nuevo, al otro lado del papel, y –por pedir– quisiera creer que incluso os habéis preocupado un poquito por mí en este tiempo de separación.

Que una historia no empiece bien no quiere decir nada, porque una mala situación es fácil que mejore. Ya lo dice el refrán: una vez llegas al fondo del pozo, solo queda ir hacia arriba. Y, a fin de cuentas, la vida tiene eso: hay momentos malos en los que uno se pone triste, incluso llora –que no pasa nada–, y luego hay otros buenísimos. Entonces hay que reír, disfrutar y ser todo lo feliz que uno pueda. A cada cosa, lo suyo.

Al inicio de esta historia, puede que penséis que no estoy como para dar palmas con las orejas. Pues acertáis. Pero solo al inicio, porque ni os imagináis las cosas que tengo que contaros, los lugares a los que os llevaré y las sorpresas que nos aguardan. Preparaos para este viaje increíble: tomad aire y aguzad el ingenio, porque la cosa va a cambiar tanto que quien se despiste un poco no podrá seguirnos.

Y mucho cuidado: ahora el valiente Barracuda no está para sacarnos de ningún lío, ni podemos escondernos detrás del enorme John la Ballena. Ahora estamos solos vosotros y yo.

Pero no tengo miedo. Soy listo y decidido, y con vuestra compañía no hay embrollo del que no pueda salir. Unas veces usando lo que sé, otras gracias a un amigo y otras con un poquito de ayuda de la (buena) suerte.

¡Madre mía...! ¡No sabéis lo que nos espera!

Vamos allá, que tenemos mucho que hacer...

1

 

«QUÉDATE EN TORTUGA y podré encontrarte». Eso fue lo que me dijo mi buen amigo John la Ballena antes de marcharse. Y yo me quedé, porque lo dijo haciendo el juramento pirata y eso es algo que ni se rompe ni se olvida.

En aquellos días, la isla se había convertido en un territorio pirata con sus propias leyes, que no respondía ante ningún rey ni propio ni extranjero. Allí se creó lo que llamaron la Cofradía de los Hermanos de la Costa, a salvo de las persecuciones de las armadas inglesa o española. Cualquiera podía pertenecer a ella: solo era preciso ser pirata y cumplir unas pocas y simples normas:

 No se tendrán prejuicios de nacionalidad ni de religión.

 No existirá la propiedad privada.

 Se respetará la libertad individual.

 No habrá obligaciones ni castigos, y se podrá abandonar la Hermandad en cualquier momento.

 No se admitirán mujeres.

 Se fijará un precio de indemnización para quienes resulten heridos o lisiados.

Eran reglas sencillas, pero no se toleraba su incumplimiento. Bastaba con que te saltaras una para que te echaran de la isla a bordo de un bote, con agua y comida para tres días. En la isla de la Tortuga no se andaban con chiquitas.

Los primeros días después de que el Cruz del Sur zarpase sin mí, iba por ahí como si me hubieran dado con un mazo en la cabeza y me hubiera quedado tonto. Deambulaba por las calles con mis libros a la espalda, sin saber dónde parar ni sentarme, sin poder decidir si comer o dormir, si subir o bajar, si llorar o enfadarme. Tan pronto echaba de menos a mis compañeros hasta que casi se me saltaban las lágrimas, como me entraba un coraje que se me ponían rojos los mofletes porque me habían dejado atrás.

Pero a partir del cuarto día ya entendí la situación y tuve claro que, si quería sobrevivir en un sitio como aquel, tendría que espabilarme y andar con más ojos que un barril de sardinas.

Podría parecer que aquel no era mal lugar donde quedarse, siendo un pirata. Sí, podría parecerlo. Pero ese plan tenía más de un defecto, y el principal era que –aunque me fastidiara reconocerlo– a los once años uno aún no es ni un pirata ni nada: es un crío con el que cualquiera puede meterse si no hay nadie que le defienda. Otro era que, como recordaréis, yo llevaba encima bastante dinero, lo que así, a primera vista, también podría parecer una ventaja. Pues tampoco.

Vamos sumando: era un crío solo y con una bolsa llena de riquezas, en una isla atestada de piratas. No era tan lerdo como para no entender que tendría que utilizar todo mi ingenio y mi sangre fría para salir de una pieza. Al principio estaba más nervioso que un pavo durmiendo entre patatas, pero me esforcé por tranquilizarme. Y, para hacerlo, solo tuve que tomar dos sencillas decisiones: una, pasar lo más inadvertido posible; y dos, esperar a que vinieran a buscarme. Porque lo harían. Eso me repetía cada noche antes de quedarme dormido. Seguro.

Si me aceptáis un consejo, os diré que la mejor manera de afrontar un momento difícil es trazarse un plan y seguirlo pase lo que pase. Eso te tranquiliza y te da algo que hacer. No os diré, porque ya os dije que yo no miento, que no estaba asustado. Lo estaba. Pero el miedo es como un perro detrás de una valla: cuanto más caso le haces, más te ladra. Hay que apretar los dientes y apechugar con lo que te toca. Y si no eres valiente, haz como si lo fueras; verás que no hay tanta diferencia.

El plan era, pues, no llamar la atención, así que ni siquiera me compré otras botas (y eso que las que llevaba estaban hechas polvo). Mejor ser un desastre vivo que un muerto elegante. Encontré una casa abandonada en las afueras. Bueno, en realidad era un montón de escombros: solo tenía tres paredes en pie y, sobre ellas, un minúsculo trozo de techo que apenas resguardaba de la lluvia. Pero precisamente porque era una ruina, no había peligro de que nadie me la disputara ni se instalara allí. Hice un mapa mental del lugar y, en un rincón junto a uno de los muros, enterré mi dinero y el medallón de dragones que me había correspondido del botín de Fung Tao, y que siempre llevaba conmigo. No puse ninguna señal en el lugar; solo podía confiar en mi memoria.

Cada noche leía unas páginas del Amadís de Gaula, uno de los libros que me había regalado la Ballena. Eso me distraía y me consolaba un poco; parecía unirme de alguna forma a mis compañeros del Cruz del Sur. Llevaba atada a la muñeca la cinta azul del paquete que nos había preparado la librera, como recordatorio de una promesa que me hice a mí mismo en esos días: aguantar, salir de aquella pesadilla y volver con mis amigos. Lo haría, vaya que sí. ¡El mundo no podía ser tan grande!

En fin, que casi todas las noches me dormía llorando.

Despertaba antes del amanecer. Solo entonces, y después de comprobar que no había nadie alrededor, sacaba de mi escondite algunas monedas, apenas para comer y pasar el día; pocas para que, si alguien me las quitaba, no fuera importante. El robo estaba castigado en la Cofradía... pero igual que lo está en todas partes, y la gente en todas partes roba. No hay que fiarse. Tenía suficiente para aguantar un tiempo sin preocuparme, pero pensé que no podía vagabundear por ahí día tras día. Alguien podía fijarse en un chaval pecoso y con el pelo rojo que siempre llevaba dinero y nunca hacía nada de provecho. Tortuga era un sitio pequeño.

Así que me propuse buscar un trabajo, algo que me mantuviera ocupado y que me sirviera de excusa para el dinero que, poco a poco, iba gastando. Mi primera idea fue ofrecerme a la librera que nos había vendido los libros a la Ballena y a mí, pero la Ley de la Cofradía acabó echándola de Tortuga antes de que pudiera hacerlo.

Entonces... ¿dónde? Y la respuesta fue: con el herrero. El herrero era perfecto. Para mis planes, quiero decir, porque para todo lo demás resultó ser un majadero explotador y tacaño. Dejadme que os lo describa: era un francés bajito y barrigón, con una voz rasposa que sonaba como si siempre estuviera muy lejos. Vivía solo en la herrería; dormía en el suelo, sobre un jergón lleno de chinches, y apenas salía a la calle. Aceptó que trabajase para él, pero lo de pagarme no lo aceptó (claro). Así que, después de tenerme allí de sol a sol, me despedía cada noche con un asqueroso mendrugo de pan o una manzana pocha y con un pescozón que me sacaba a la calle.

Él estaba convencido de que me engañaba; pero lo que yo necesitaba no era su dinero, sino un lugar donde pasar los días. Aunque eso él no lo sabía, así que yo –que de bobo no tengo ni un rizo– hacía como que no me enteraba de las cosas y fingía que era olvidadizo y lento. Le daba, en fin, exactamente lo que él me pagaba: casi nada.

Al herrero se lo llevaban los demonios al ver que no me cundía nada el trabajo, pero ni él encontraría un mozo tan barato ni yo una coartada mejor para esperar el regreso de mis compañeros sin despertar sospechas. ¡Paciencia, pues!

Os contaré cómo era un día de aquellos. Al llegar, muy temprano, aún casi de noche, encendía la fragua. Luego barría el suelo y le preparaba el desayuno al herrero. En cuanto el puchero empezaba a hervir, el olor a café lo despertaba y ya empezaba a despotricar y a mandar más que un general aburrido. «Vete por leña». «Trae más paja del establo». «La cuba de agua está mediada. Llénala»... ¡No me dejaba parar! Yo lo hacía todo, porque no soy un holgazán y no me gusta estar sin hacer nada..., pero sin prisas. Enseguida vi que, si a mí me sobraba tiempo, a él no le faltaban ideas para llenarlo con más y más trabajos agotadores. Decía tantas veces «Chispas» al cabo del día, que creí que me gastaría el nombre.

Cuando llegaba la noche, yo estaba agotado y hasta las narices del herrero. Y mientras me acurrucaba en mi media casa, me repetía antes de quedarme dormido: «Vendrán... Vendrán a buscarme y les voy a echar un rapapolvo que les van a arder las orejas por dejarme aquí tirado... Verás como sí».

Así pasaban los días.

Las semanas.

Y los meses...

Diréis que no era tan terrible, si mi vida no corría peligro, tenía dinero y lo había planeado todo aparentemente bien. Pues sí, podría parecerlo. Pero os equivocáis de todas todas: sí era terrible. Primero, porque echaba muchísimo de menos a mis compañeros del Cruz del Sur y temía por su suerte.

Y segundo, porque aún no os he hablado de Farid el Africano.

2

 

DECÍA SER DE ABISINIA, allá en África, y era un tipo corpulento de unos treinta años, con la cara requemada por el sol y una barba negrísima y descuidada. Todo el mundo en Tortuga sabía quién era: un buscavidas que no llegaba a pirata, y que ninguna tripulación quería por mentiroso y traicionero; o al menos, eso decían de él. Yo lo conocí al poco de empezar en la herrería.

Bueno, no debería decir que le conocí, porque lo que pasó más bien fue que se me pegó al cogote como un moscardón a una boñiga de vaca, y no podía quitármelo de encima.

Creo que la primera vez que reparé en él fue en la taberna, un día que entré para comprarme algo de comer. Tuve que pagar con un doblón porque no tenía moneda más pequeña. Cuando esto pasaba, yo decía que mi maestro (nunca contaba que era el herrero, pues seguro que le conocían) me daba dinero para comer y que debía llevarle el cambio. Tampoco compraba siempre en el mismo sitio, para que no sospecharan. Ya me había cruzado con él alguna que otra vez, pero ese día el Africano me miraba como si tuviera que montarme por piezas: con demasiado interés...

Después de esto, empezó a saludarme cuando nos cruzábamos por la ciudad. Primero con la mano; luego, que si «¿Qué hay?», que si «¡Buen día, chaval!». Y de repente, casi no podía dar un paso sin topármelo de morros. Siempre sonriendo, siempre amable... Pero me miraba como de lado, no sé si me explico; no de frente. Hay veces en que hay que ser muy cuidadoso, cuando ves que lo que te dicen con la boca y lo que te dicen con los ojos no parece lo mismo. Yo lo supe enseguida: Farid el Africano no era de fiar.

Las primeras veces pensé que era casualidad. Pero cuando iba por agua, allí estaba, apoyado en la fuente. Mientras barría la herrería, allí estaba, al otro lado de la calle. Me sentaba en la plaza a comer algo que había comprado en la taberna, y allí estaba, bajo una palmera. Siempre pegado a mis pies como mi sombra, como la cola al perro, como el picor a los piojos.

Pero ¿qué narices quería ese tipo de mí? Yo intentaba evitarle cambiando de camino, pero doblaba una esquina y, ¡míralo!, apoyado en la pared con cara de «yo pasaba por aquí»...

Y ya me preocupé del todo un día que, al volver del horno con el pan, me lo encontré hablando con el herrero. En cuanto me vio por el rabillo del ojo, salió a toda prisa de la herrería y se perdió calle abajo.

–¿Qué quería ese tipo, maestro?

(Sí, me hacía llamarle «maestro». Él nunca me dijo su nombre).

–¿El árabe? –dijo él sin prestarme atención–. Nada... Nada importante.

–¿Quería encargarnos algo? –intenté sonsacarle–. Últimamente el trabajo flojea, maestro...

–¡Qué va! ¡Ese no tiene un escudo! Creo que quería tu puesto, chaval.

–¿Mi... mi puesto? –contesté yo, muy sorprendido.

–Pues eso parece –me dijo el herrero con la misma cara de satisfacción que un perro que hubiera encontrado un hueso–. Quería saber cuánto te pago.

–¿Y usted qué le dijo? –le pregunté, tratando de aparentar que me importaba un pito.

–¡Pues qué le voy a decir! ¡La verdad! Que te doy comida y te enseño un oficio. ¡Más sería estropearte! Muchacho, ¡qué suerte tienes de haber dado conmigo! Si sigues a mi lado unos años más, acabarás siendo un maestro herrero como yo. ¡Entonces sí que harás dinero! ¡Hasta puede que tengas tu propio negocio!

Yo no le contesté, pero miré los muebles viejos, el polvo, la mugre y el jergón remendado en una esquina y me dije: «Pues si esto es hacer dinero, prefiero la vida de pobre». Pero esto no era lo importante; lo importante era que, con seguridad, Farid había empezado a preguntarse de dónde sacaba yo lo que me veía gastar por ahí.

Mal asunto...

Primero pensé: «¿Qué haría mi amigo John en un caso como este?». Pero eso no me sirvió, porque dudo mucho que Farid se hubiera atrevido a seguirle a él por las calles como un novio celoso, aunque sospechase que llevaba encima todo el oro del Perú. La Ballena, del primer mamporro, le habría sacado de Tortuga sin pasaje de vuelta. Luego empecé a considerar qué habría hecho Barracuda, quien, aunque era valiente y tenía la espada fácil, era más estratega. Sus planes de asalto eran tan hábiles que muchas veces no era preciso ni desenfundar las armas para conseguir el botín o desarmar a un batallón de ingleses. Luego ya, si la cosa se complicaba, sacaba el acero y entonces empezaba lo bueno. En fin, con mi tamaño era obvio que tendría que ser la estrategia...

El caso es que una mañana, muy temprano, me llevé un susto de muerte cuando, al abrir los ojos, le vi sentado a mi lado. ¿Cómo narices había dado con mi media casa? Mi primer impulso fue mirar al lugar donde tenía enterrado mi dinero, junto al muro (¿acaso me había visto sacarlo alguna vez sin que yo me diera cuenta?), pero me contuve. No había que dar pistas: ese Farid era listo como un ratón de campo.

–¡Vaya! –me dijo con una sonrisa torcida, mientras jugaba a dibujar algo con un palo en la tierra del suelo–. Así que es aquí donde vives.

–Vivir, vivir... –le contesté mientras me restregaba los ojos despacito y pensaba deprisa–. Duermo en esta casa, pero me paso el día en la herrería. ¿Qué...? Quiero decir, ¿adónde va tan temprano?

–A ningún sitio, en realidad –respondió mientras miraba alrededor como si buscase algo–. No te lo vas a creer: ¡pasaba por aquí!...

No, no me lo creí.

–... y me dije: «¡Pero si es mi amigo el pelirrojo!» –prosiguió Farid–. ¡Quién lo habría imaginado!

«¡Maldito Farid! ¿Qué buscas, ave de mal agüero?», pensé. Sin embargo, le dije desperezándome:

–Bueno... Ya tengo que irme a la herrería. El maestro se enfada mucho si llego tarde.

Me puse de pie, me estiré la ropa y me quité el pelo de los ojos. Ese día me iba a tocar comer «nada», y de postre, «ninguno», porque no podía sacar dinero de mi escondite con aquel buitre revoloteando a mi alrededor.

–Vaya, vaya... –dijo él pasándome un brazo sobre los hombros–. No queremos que ocurra eso, ¿verdad? Vamos, te acompaño, muchacho... Pero dime tu nombre para que no tenga que llamarte «chaval» o «pelirrojo». Yo me llamo Farid, pero creo que eso ya lo sabes.

–Chispas –respondí, y comencé a andar para alejarle de allí cuanto antes.

–¿Chispas? –preguntó con una sonrisa, sin quitar la mano de mi hombro–. No; me refiero a tu nombre de verdad.

–Pues no tengo otro –repliqué apurando el paso–. Pero verá, señor... Tengo que irme, de verdad. Hoy hay mucho trabajo, y si me retraso...

–¡Nada de «señor», muchacho! –dijo parándose y poniendo cara de ofendido–. ¡Llámame de tú! ¡Aquí, en Tortuga, no hay señores! Seremos amigos, ¿qué te parece? No es bueno que un jovenzuelo ande solo por estas callejas; hay mucho indeseable que podría meterte en problemas.

–¿A mí...? –respondí, intentando que no se me notara el nudo que se me había puesto en la garganta–. ¡No sé por qué! –y seguí andando.

–¡Por maldad, hijo, por maldad! –Farid caminaba a mi lado como una serpiente, casi sin hacer ruido–. Será mejor que yo te acompañe. Algún indeseable podría intentar... No sé... Robarte...

–¿Robarme? –procuré que la sorpresa pareciera convincente–. ¡No sé el qué! Mira mi ropa, y ya has visto dónde vivo. El herrero no me paga. ¡No tengo un real!

Me miró fijamente y en silencio tanto rato que casi se me secan los dientes por intentar mantener la sonrisa.

–Vaya, muchacho... –dijo despacio, y yo me asusté–. Alguien debería enseñarte que no está bien engañar a los amigos. Te he visto cambiar al menos tres doblones. ¡Tres doblones! Eso es mucho. Y seguro que tienes más. No es conveniente que un niño maneje tanto dinero, tú lo sabes. Y sabes también que aquí, en Tortuga, no existe la propiedad privada. Deberías compartirlo conmigo. Yo lo guardaré para evitar problemas.

–Nosotros no somos amigos –contesté con firmeza, intentando parecer tranquilo–. Además, cualquiera sabe que la ley de la propiedad solo se refiere a casas o a tierras; no al dinero, que, por otra parte, yo no tengo. Y si lo tuviera, tú serías la última persona a la que se lo daría. Mi capitán dice que no hay que poner al zorro a cuidar las gallinas.

–¿Tu capitán?...

–Sí –respondí sosteniéndole la mirada–: Barracuda. Pertenezco a su tripulación. Y créeme: ¡si no me dejas en paz, te vas a arrepentir de haber nacido!

–¿Barracuda, dices...? –repuso el Africano mirándome de arriba abajo con una muy extraña sonrisa–. ¿Barracuda... el capitán del Cruz del Sur?

–¡Ese mismo! ¡Está a punto de llegar a Tortuga, y no querrás estar aquí cuando atraque en el puerto!

Entonces Farid empezó a reírse mirándome. Primero, bajito; luego, a carcajadas.

–¡Muchacho! –dijo dándose palmadas en las rodillas–. Siento ser yo quien te lo diga, pero Barracuda no va a volver. A ver cómo te lo explico suavemente... Está ya... en el cielo de los piratas, ¿sabes? Resulta que un barco chino hundió el Cruz del Sur con toda su tripulación a varias millas de aquí, en la costa de la Española, frente a Puerto Plata. ¡Todos en la isla lo saben!

–¡Eso es... mentira! –dije con un hilillo de voz, mientras sentía que se me llenaban los ojos de lágrimas.

–¡Qué más quisiera yo, muchacho! –respondió, poniendo cara de pena y juntando las manos sobre el pecho–. Por lo visto, los que no murieron bajo el fuego del Dragón de Sangre se ahogaron en el mar. Nadie sobrevivió. Dicen que no hay nada peor que un chino vengativo. Bueno, sí: un pirata vengativo. Qué lástima que el enemigo de tu capitán fuera... ¡las dos cosas! –y estalló de nuevo a reír–. Así que te relevo oficialmente de tus obligaciones para con él. Ya no tienes tripulación, ni barco, ni capitán... ¡Solo me tienes a mí, criatura! –intentó abrazarme, pero yo no se lo permití–. Sé que es duro de oír. Pero es cierto, Chispas, amigo... Además, en el fondo tú sabes que, si estuvieran vivos, ya habrían vuelto a por ti, ¿no...?

Le miré fijamente, con los ojos llenos de lágrimas. Me daba rabia llorar, porque no quería parecer un crío asustado, ni que él pensara que le creía.

–¡Cállate! –exclamé–. ¡Tú no conoces a Barracuda, ni a mis compañeros del Cruz del Sur!

–Lástima... ¡Ya no podré hacerlo! Vamos, chaval, se acabó el juego.

Farid miraba a todas partes, temeroso de que alguien pudiera pasar por allí y estropearle el negocio. Después, avanzó despacio hacia mí mientras yo retrocedía de espaldas.

–Si me entregas el dinero, no te haré daño –masculló–. Antes o después alguien te lo robará, y tal vez no sea tan comprensivo...

–¡Déjame en paz! –le empujé, intentando parecer valiente–. ¡No tengo nada! –dije enseñándole mis bolsillos vacíos.

–Maldito crío... –gruñó Farid con los dientes apretados, y se me echó encima.

Rodamos por el suelo. Le di patadas, le tiré del pelo... Incluso le mordí en una oreja. Entonces me soltó. Yo bufaba de rabia y de miedo, sentado en el suelo, pero no bajé la guardia: ahí aproveché para guardar un buen puñado de tierra en cada mano.

–¡No lo llevas encima! –dijo rojo de rabia, acercándose de nuevo a mí–. ¿Dónde lo has escondido, condenado mocoso?

No esperé más: le tiré la tierra a los ojos y, mientras él se restregaba e intentaba abrirlos, escapé de allí como alma que lleva el diablo. Nunca he corrido tanto; os aseguro que los talones me daban en el cogote. Llegué a la herrería sin resuello, entré y atranqué la puerta por dentro.

–¿Qué es ese ruido? –se oyó desde dentro: el herrero se había despertado–. ¿Eres tú, chico? ¡No huelo a café!

–¡Ya voy! ¡Ya voy, maestro! Se... se me ha caído la leña –jadeé. La cabeza me daba vueltas. Lo que había dicho Farid... ¡No podía ser! No podía ser, y me negué a pensarlo siquiera. Procuré calmarme. «Piensa en el ahora», me dije. «Ya tienes bastantes problemas en el presente». Allí dentro estaba a salvo, pero antes o después tendría que salir y el Africano estaría esperándome.

¡Maldita sea! ¡Estoy metido en un buen lío!