Mi vecino de abajo

Daniel Nesquens

Ilustraciones de Fran Collado

PREMIO EL BARCO DE VAPOR 2011

Para Darío

1

Dicen que el tiempo lo borra todo. Puede ser. Aunque tengo la sensación de que aún soy demasiado joven para saberlo.

Probablemente sea verdad, pero todavía guardo fresca la imagen de un antiguo vecino que vivió un tiempo en el piso de abajo.

Por ese piso han desfilado más de una docena de inquilinos. Ahora está vacío. Y en venta. El dueño ha colocado un cartel en el portal donde lo dice bien claro:

Si tuviese dinero me gustaría comprarlo, pero con el dinero que tengo en la hucha, dudo que pueda comprar una sola de las baldosas del pasillo.

Aquel vecino que vivió un tiempo debajo de nosotros era un hombre alto, de aspecto simpático. Tenía los dientes blancos y le gustaba reír. Tal vez tenía alguna mancha en la frente, no me acuerdo.

Era extranjero. De fuera de aquí. Pero hablaba nuestro idioma como si hubiese nacido a pocos ki-lómetros de Valladolid o de Salamanca.

Aquel vecino de sonrisa amplia y descon-certante era un hombre tranquilo. Ni gordo ni flaco. Creo que no fumaba.

Se apellidaba Peltoonen. Así como suena: Pel-too-nen. Con dos oes. Sí, también con dos es. Pero las es no van seguidas, va una en cada lado. No me pre-guntéis por el otro apellido, que no lo sé.

Cierto día le escuché decir algo de una casa en Brekka.

Yo no sabía dónde estaba Brekka, pero buscando y buscando (hasta me compré una lupa de aumento) vi que aquella pequeña población estaba en un país situado en el extremo noroeste de Europa: en Islandia.Islandia es un país con volcanes, glaciares, fiordos, cascadas, icebergs, géiseres y vecinos.

También es el país más limpio del mundo. Y con una bandera muy bonita.

La capital de Islandia es Reikiavik y apenas son más de trescientos mil habitantes en la isla. Igual se conocen todos y los días de fiesta se reúnen a charlar.

2

Justo encima de la mirilla circular de la puerta de entrada a su casa había una placa de plástico que lo decía bien claro: «S. PELTOONEN», en mayúsculas, las letras un poco inclinadas hacia la derecha. Cursiva, creo que se llama. El cartel sujeto con tres tornillos de cabeza avellanada, metidos hasta dentro. Faltaba un tornillo, el de la esquina inferior derecha. Tal vez se había caído, o quizá nunca hubo tal tornillo.

Siempre que pasaba por delante de su puerta, me detenía y miraba fijamente aquella placa. Toda una ceremonia. Contaba los tornillos: uno, dos y tres; contaba las oes: una y dos, y me preguntaba qué podía significar aquella S.

S de Sigurjón.

S de Sigur.

S de Sölvi.

S de Snorri.

S de Stefansson.

S de Steindor.

S de Swen.

S de Stig.

S de Sissel.

S de Stal.

S de Scual.

S de Selvom.

S de Strindberg.

S de Simoon.

S de señor.

S de soltero.

S de secreto.

3

En la puerta de entrada a su casa también había una cadena de seguridad.

Cuando llamaban a la puerta, mi vecino abría la puerta con la cadena puesta, asomaba un poco la cabeza y preguntaba con la voz más grave que he oído nunca:

–¿Qué deseaba?

Un día, justo cuando pasaba por delante del re-llano, abrió la puerta. De golpe. Yo subía pensando en mi merienda. Él abrió pensando no qué.

–Ah, eres –dijo con aquella voz de extranjero, con aquella voz que abría rocas que escondían te-soros.

Otro día, la puerta ya estaba abierta cuando yo subía. Una mujer joven de larga melena sujetaba una carpeta de cremallera de la que sobresalía un folio escrito. Solo pude escuchar el final de la con-versación.

–Señora... –le dijo mi vecino.

–Señorita, si no le importa –le corrigió ella.

–Como guste. Señorita, le repito que aquí no vive ningún señor Peltoonen.

–¡Ah, no! Y entonces, ¿quién vive aquí?

–Aquí vivo yo.

–¿Y usted cómo se llama?

–Le seré franco: me llamo señor Sardina –dijo mi vecino, y se encogió de hombros.

–¡Sardina!

–Eso he dicho.

–¿Señor Sardina? ¿De dónde es usted? –dijo ella muy ofendida.

–De Brekka, Iceland. Y ahora, si me permite... –habló mi vecino, y cerró la puerta.

La mujer se quedó desconcertada, mirando la placa donde lo ponía muy claro: S. PELTOONEN.

Desvió la mirada, dio media vuelta, buscó algo en su bolso y se marchó. Sus tacones martillea-ban escaleras abajo. Yo saqué la llave de mi bolsillo y seguí mi camino.

¿Sardina Peltoonen?

4

Estoy completamente seguro de que mi vecino vivía solo. Él mismo se lavaba la ropa y la tendía en el tendedero que daba al patio de luces. Camisas, camisetas, jerséis, pantalones vaqueros, pantalones no vaqueros, calcetines, calzoncillos y hojas de le-chuga. Era curioso ver tendidas las hojas de lechuga.

Tal vez las lavaba antes de prepararlas para la en-salada. No lo sé.

Se lo podía haber preguntado, pero nunca me atreví. que me atreví a preguntárselo a mamá. Era un día claro como un cristal.

–Mamá, ¿has visto que nuestro vecino tiende las hojas de lechuga?

–Igual es una costumbre en su país –me contestó.

–Pues vaya una costumbre más rara. Solo faltaba que tendiesen también los tomates o las cebollas –añadí.

Mamá se mordisqueó el labio inferior y luego perfiló una sonrisa.

Los calzoncillos eran siempre de color blanco, de esos tipo bóxer, con su apertura para facilitar «eso».