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Anotaciones sobre Psicopatología y Psiquiatría Clínica

 

Manuel Camacho Laraña

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© Manuel Camacho Laraña

© Anotaciones sobre Psicopatología y Psiquiatría Clínica

 

ISBN papel: 978-84-685-3677-4

ISBN ePub: 978-84-685-4354-3

 

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1. INTRODUCCIÓN

 

 

 

Estas “Anotaciones” van dirigidas a todos aquellos profesionales que se inician en la labor clínica con el enfermo mental. La intención no es otra que transmitirle una experiencia obtenida durante largos años dedicado a estos pacientes como psiquiatra.

El día a día de un profesional junto a personas que sufren de patología mental le permite incorporar una serie de conocimientos prácticos, que, unidos a la adquisición de los conocimientos teóricos, le confieren una práctica profesional difícilmente transmisible a los demás. La teoría se encuentra en los libros. La experiencia profesional es personal y difícilmente transmisible.

La literatura actual sobre la enfermedad mental es extensa, pero adolece, en mi opinión, de varios defectos. En primer lugar, las más de las veces, se transmiten conocimientos a partir de trabajos tomados de otros autores, con un cansino “corta y pega”, plenos de citas bibliográficas. Son escasas las aportaciones originales y aplicables a la clínica, junto al paciente. Este hecho se debe a que las exigencias de la “evidencia”, han relegado al olvido la “experiencia clínica”, muy difícil de convertir en algoritmos y datos estadísticos. El boom de la investigación es, en parte, responsable de que los clínicos reviertan los datos aportados por la misma al campo de la clínica. Y la clínica necesita de un cribaje de las aportaciones de la investigación para aplicarlos al paciente. El espíritu crítico del clínico es, pues, un elemento esencial en este proceso, que se enfrenta con frecuencia a los protocolos y guías de práctica clínica. Es por ello que, si bien se salvaguarda la responsabilidad profesional a nivel legal, se pierde una cualidad, siempre innata al clínico, la decisión personal, basada en la propia experiencia y difícilmente mensurable.

En segundo lugar, es difícil encontrar un texto (libro o artículo) en el que las citas bibliográficas no lo inunden y no dejen ver lo que el autor por sí mismo trata de comunicar de su bagaje personal. Parece que existe una preocupación obsesiva por no emitir ninguna frase sin que no vaya acotada con una referencia bibliográfica. El hecho es explicable por la invasión que sufrimos de la “investigación” sobre la “clínica”. Es defendible que para poder entrar en el ámbito de la investigación se requiera una rigurosidad y una metodología, pero éstas son diferentes a las que se requieren en la clínica. La invasión de los métodos de investigación en los terrenos de la clínica ha llevado al clínico a olvidarse de su método clínico. Es más, las exigencias actuales por el mal llamado “rigor científico” conduce a que se le da escaso valor (“evidencia”) a la publicación de casos clínicos, así como a la edición de artículos y libros que no se atengan a unas normas de publicación estrictas. Hemos llegado al punto de no poder comunicarnos sin citas y referencias bibliográficas.

Resulta curioso, que esta “fiebre por las citas” no es nueva. Basta echar un vistazo nada menos que a El Quijote, en cuyo prólogo Miguel de Cervantes se encuentra preocupado por este tema. Dirigiéndose a un amigo, refiere:

 

“Porque, ¿cómo queréis vos que no me tenga confuso el qué dirá el antiguo legislador que llaman vulgo cuando vea que, al cabo de tantos años como ha que duermo en el silencio del olvido, salgo ahora, con todos mis años a cuestas, con una leyenda seca como un esparto, ajena de invención, menguada de estilo, pobre de concetos y falta de toda erudición y doctrina; sin acotaciones en las márgenes y sin anotaciones en el fin del libro1, como veo que están otros libros, aunque sean fabulosos y profanos, tan llenos de sentencias de Aristóteles, de Platón y de toda la caterva de filósofos, que admiran a los leyentes y tienen a sus autores por hombres leídos, eruditos y elocuentes? ¡Pues qué, cuando citan la Divina Escritura! (…) De todo esto ha de carecer mi libro, porque ni tengo qué acotar en el margen, ni qué anotar en el fin, ni menos sé qué autores sigo en él, para ponerlos al principio, como hacen todos, por las letras del A.B.C., comenzando en Aristóteles y acabando en Xenofonte y en Zoílo o Zeuxis, aunque fue maldiciente el uno y pintor el otro. (…) En fin, señor y amigo mío -proseguí-, yo determino que el señor don Quijote se quede sepultado en sus archivos en la Mancha, hasta que el cielo depare quien le adorne de tantas cosas como le faltan; porque yo me hallo incapaz de remediarlas, por mi insuficiencia y pocas letras, y porque naturalmente soy poltrón y perezoso de andarme buscando autores que digan lo que yo me sé decir sin ellos”. (…)

 

Más curiosa resulta la respuesta que su amigo da a estas tribulaciones de Cervantes, recogidas en el propio prólogo:

 

“En lo de citar en las márgenes los libros y autores de donde sacáredes las sentencias y dichos que pusiéredes en vuestra historia, no hay más sino hacer, de manera que venga a pelo, algunas sentencias o latines que vos sepáis de memoria, o, a lo menos, que os cuesten poco trabajo el buscalle; como será poner, tratando de libertad y cautiverio: Non bene pro toto libertas venditur auro. Y luego, en el margen, citar a Horacio, o a quien lo dijo. Si tratáredes del poder de la muerte, acudir luego con: Pallida mors aequo pulsat pede pauperum tabernas, Regumque turres”. (…)

Vengamos ahora a la citación de los autores que los otros libros tienen, que en el vuestro os faltan. El remedio que esto tiene es muy fácil, porque no habéis de hacer otra cosa que buscar un libro que los acote todos, desde la A hasta la Z, como vos decís. Pues ese mismo abecedario pondréis vos en vuestro libro; que, puesto que a la clara se vea la mentira, por la poca necesidad que vos teníades de aprovecharos dellos, no importa nada; y quizá alguno habrá tan simple, que crea que de todos os habéis aprovechado en la simple y sencilla historia vuestra; y, cuando no sirva de otra cosa, por lo menos servirá aquel largo catálogo de autores a dar de improviso autoridad al libro. Y más, que no habrá quien se ponga a averiguar si los seguistes o no los seguistes, no yéndole nada en ello. (…).

 

En estas “Anotaciones” he optado por seguir el ejemplo de Cervantes, prescindiendo de citas y referencias bibliográficas. En el capítulo final recojo una extensa bibliografía con los libros, a mi parecer, más aconsejables. En los restantes capítulos me he despreocupado del rigor de citar tras cada párrafo. Tan sólo en notas a pie de página recojo algunas referencias que me han parecido interesantes.

Un tercer defecto a señalar es la escasez de libros “clínicos”, tan habituales en la historia de la Psiquiatría. La experiencia clínica adquirida junto al paciente es algo difícil de transmitir de forma escrita. Todo alumno ha podido tener la experiencia de que lo aprendido en los libros, no puede tomar cuerpo hasta que no es contrastado en la clínica y del ver hacer a los que le enseñan junto al paciente. Porque, en definitiva, “el arte de curar supone la utilización de un modelo propio, que surge como resultado de la selección de aspectos parciales de los diferentes modelos teóricos adaptados a la realidad asistencial concreta y que se muestra operativo terapéuticamente.”

En resumen, una labor clínica adecuada se consigue tras muchas horas de estudio en los libros, muchas horas con el paciente y, finalmente, introyectando lo que observamos en los psiquiatras con experiencia.

Por todas estas razones (sin olvidar las limitaciones personales), nunca me atrajo ponerme a escribir sobre lo que he venido haciendo toda la vida. Todo lo más me he visto exigido por el curriculum a publicar trabajos, sin más valor que engrosar lo ya conocido. La docencia oral sí ha ocupado gran tiempo de mi labor profesional. He tratado de ir más allá de repetir conceptos que están mejor expresados en los libros al uso. He tratado de darles mi giro personal, guiado siempre por lo que me ha parecido más útil para el discente cuando tiene que sentarse con su paciente.

Por consiguiente, lo que vas a encontrar en estas “Anotaciones” (sin que pretenda que lleguen a la categoría de “libro”), son reflexiones, experiencias y conocimientos que considero puedan ser interesantes para otros que se preocupan por el enfermo mental. No se encontrarán, por lo dicho anteriormente, muchas citas bibliográficas, porque lo que aquí escribo nunca podré saber cuánto es de lo leído, de lo escuchado, de lo aprendido de otros y de mi propia reflexión. En definitiva, lo que me interesa es transmitir unos conocimientos prácticos, con unas reflexiones a veces teóricas, sobre aspectos de la práctica clínica. Estos conocimientos no pueden plasmarse en un “protocolo” o una “guía clínica”. Han de ser leídos, reflexionados e incorporados al acervo personal de cada uno.

En estas líneas no aparecen términos tales como “estrategias”, “promoción de la salud”, “género”, “recursos”, “usuario”, “demanda”, “unidad de gestión”, “evidencia”, “problemas de salud”, “proceso asistencial”. Tampoco aparecerán abreviaturas tales como AGS (Área de Gestión Sanitaria), DIRAYA (Sistema de Información del Sistema Sanitario Público), PISMA (Plan Integral de Salud Mental de Andalucía), PIT (Plan Individualizado de Tratamiento), SM (Salud Mental), TMG (Trastorno Mental Grave), UGC (Unidad de Gestión Clínica). Son términos que corresponden a otro ámbito, tangencial al que trato de ocuparme en estas líneas. Aquí aparecerán términos como “psiquiatra”, “enfermedad mental”, “relación médico-paciente”, “síntoma”, “psicopatología”, clínica”, “queja”, “terapéutica”, etc. Y es que el objetivo que me propongo no pretende ser ambicioso. Analizar la complejidad de la Psiquiatría y de la enfermedad mental es tarea que atañe a expertos y autoridades sanitarias a la hora de concretar las políticas sanitarias adecuadas al momento. No obstante, en la base de ellas están las figuras del enfermo mental y del psiquiatra –entre otros profesionales mal llamados “profesionales de la salud”2.

Durante mis años de labor profesional como psiquiatra clínico he podido comprobar las modificaciones que se han ido sucediendo en el mundo de la Psiquiatría –ampliada ahora a la Salud Mental-. La realidad se impone y los cambios enraízan en la sociedad. No obstante, lo que aquí pretendo es resistirme a que las nuevas generaciones de psiquiatras se vean fagocitados por intereses, necesidades, exigencias o imposiciones externas, que le hagan perder la esencia de lo que debe ser el psiquiatra. Porque más allá de la necesaria y constante renovación y adecuación a la realidad cambiante, no puede perderse la esencia de nuestra profesión, cual es la de ayudar a la persona con un sufrimiento psíquico (trastorno o enfermedad). Y para ello es imprescindible mantener los fundamentos teóricos y prácticos que definen la Psiquiatría. Los cambios en la terminología tienen su sentido, siempre que no vengan a ocultar aspectos esenciales del fenómeno que conceptualizan, quedando en simples eufemismos vacíos de contenido verdadero. Lo peor es que estos cambios no quedan en el nivel de lo teórico o de la gestión administrativa, sino que penetran en el campo de la clínica y los profesionales son manipulados con ellos, perdiendo su propia identidad.

 

 

 

 

1. El subrayado es nuestro.

2. El psiquiatra es un profesional cuya función es ayudar al enfermo mental. La Salud Mental no es equiparable a la Enfermedad Mental. Es curioso que en las restantes disciplinas de la Medicina no se hable de “profesionales de la salud cardíaca” o de “profesionales de la salud digestiva”, ni siquiera que al ginecólogo se le denomine “profesional de la salud de la mujer”.

 

 

 

 

 

2. EL PSIQUIATRA EN BUSCA DE SU IDENTIDAD PERDIDA

 

 

 

2.1. La “evidencia”

 

En el umbral del siglo XXI se afianzó la Medicina Basada en la Evidencia. Sin entrar a discutir sus ventajas e inconvenientes, es una realidad que se impuso frente a una época en la que prevalecieron otros paradigmas, para justificar determinados modelos de actuación, basados en la confrontación de ideologías, más que en resultados científicamente contrastados, o en el recurso a la “propia experiencia”.

La Medicina Basada en la Evidencia ha invadido el ámbito médico, incluido el psiquiátrico. Las decisiones que el clínico ha de tomar ya no vienen dadas por la experiencia del profesional, sino por las líneas marcadas por la “evidencia”. Esto supone un cambio radical en el desarrollo de su labor profesional. Pero no debe olvidarse que las directrices que marca la Medicina Basada en la Evidencia no van más allá de las probabilidades estadísticas y nunca constituyen una auténtica evidencia en el sentido estricto de la palabra3. Se olvida con frecuencia que los resultados “estadísticamente significativos” no pueden tener la categoría de la verdad objetiva y absoluta. Al menos no más que la “evidencia” que se le manifiesta al psiquiatra cuando un psicofármaco no resulta eficaz en su paciente. Se impone al psiquiatra, que más allá de su experiencia en la clínica real – no la virtual de las muestras de población de los ensayos clínicos-, asuma las directrices de unas líneas de tratamiento que se han erigido en la “evidencia”, fruto, a veces, de variables manipuladas por intereses ajenos a la Medicina.

La toma de decisión en la clínica debe estar apoyada por un conocimiento de las referencias bibliográficas sobre el mismo, las Guías Clínicas o los Consensos, pero sin olvidar que la experiencia propia tiene que jugar un papel crítico en esa decisión. El mejor indicador de la eficacia de una decisión terapéutica es su resultado en el paciente y esto es el propio médico el primero en percibirlo. Es la verdadera “evidencia clínica”.

En definitiva, el imperio de la “evidencia” nos puede llevar a la anulación de la toma de decisión médica, que va más allá de unas operaciones estadísticas y están cimentadas en factores todavía no conocidos, que se encuadran en lo que llamamos relación médico-enfermo. Los médicos, eso sí, están protegidos “legalmente” al mantenerse dentro de la “evidencia”. Pero la Medicina, y mucho más la Psiquiatría, están perdiendo su característica esencial.

Dejando a un lado la discusión sobre la utilidad de la “Psiquiatría Basada en la Evidencia”, y tomando los términos en un sentido más amplio, creo que viene a reflejar bien nuestra situación actual como psiquiatras. Nuestra queja principal podría resumirse en la contradicción que existe entre lo que constatamos cada día (“Evidencia de los psiquiatras”) y lo que se nos trata de hacer ver a través de las directrices de la política sanitaria (“Negación de la evidencia”).

 

 

2.2. La nueva nomenclatura y los eufemismos

 

Una de las sutilezas de la política sanitaria es el recurso a la “nueva terminología”. Se acuñan nuevos términos, para sustituir a los que siempre los han definido. Así son sustituidos términos tan esenciales como “enfermo” o “paciente” por “usuario”, “psiquiatra” por trabajador o profesional de la Salud”; “enfermedad mental” por “trastorno mental”; “Psiquiatría” por “Salud mental”, “hospitalización psiquiátrica” por “Unidades de Salud Mental”, “médico responsable” por “técnico de referencia”, “Centros de media/larga estancia” por “Comunidades Terapéuticas”; “pacientes de alto riesgo” por “pacientes crónicos sin apoyo social” y muchas otras. Es la “política del eufemismo”, que trata de acuñar nuevos términos que oculten la realidad, que no interesa ver, es decir, “la negación de la evidencia”.

El recurso a encontrar nuevos términos ha precedido muchas veces al verdadero cambio. Sin embargo, un análisis de la nueva terminología nos hace concluir que no se trata de introducir nuevos términos para nuevas realidades, sino de simples eufemismo, ya que se acuñan nuevas palabras para evitar dar nombres que pueden poner de manifiesto una realidad que no se quiere admitir. La consecuencia es evidente: se actúa sobre una falsa realidad, negando la evidencia, incluso la esencia de la propia realidad. De ahí que la propia praxis médica pueda convertirse en una confusión y pérdida de lo que es la identidad del quehacer médico.

La sustitución del término “enfermo” o “paciente” por “usuario”, y la de “psiquiatra” por trabajador o profesional de la Salud”, supone que tanto el paciente como el psiquiatra pierden su papel diferenciador. “Usuario” significa “persona que utiliza ordinariamente algo”, lo cual es aplicable a cualquier persona que utiliza cualquier tipo de servicio. Se trata de un concepto muy general en el que se pierde el carácter diferenciador de “enfermo” o “paciente”, ya que, sin obviar que es una persona que utiliza unos servicios sanitarios, su esencia estriba en ser una persona que padece un sufrimiento y que acude a los servicios en petición de ayuda médica. El “psiquiatra” se convierte en un “profesional de la Salud”, dispensando una cartera de servicios, sin que se especifique la esencia de su labor profesional, cual es la atención y ayuda médica al paciente.

El cambio del término “enfermedad mental” por “trastorno mental” o el de “Psiquiatría” por “Salud mental”, se han impuesto desde las grandes directrices de la política sanitaria a nivel internacional. El trastorno es un término general que incluye la enfermedad, sin embargo, ésta queda casi olvidada o, en muchos casos, desvirtuada. Parece que se rehúye decir a un paciente que padece una enfermedad y es preferible ocultar su verdadera entidad bajo el término “light” de trastorno. Todo psiquiatra sabe que la enfermedad sigue existiendo y es diferenciable de un simple trastorno. En esta línea habría que considerar también el cambio terminológico de “Salud Mental” por “Psiquiatría”. Hasta el momento, que se sepa, ningún psiquiatra se dedica a atender “sanos”, sino “enfermos”. La búsqueda de la salud, como objetivo principal de todo médico, está implícita en su profesión, pero a partir de una enfermedad. Que determinados términos hayan desaparecido del léxico políticamente correcto, por sus connotaciones peyorativas, no quita que la realidad de la enfermedad mental persista, puesto que los conceptos se han sustituido no por un cambio en lo que siempre ha sido la esencia de la enfermedad, sino por otros motivos ajenos a la propia Medicina.

Las consecuencias de esta política todos la conocemos y la soportamos, teniendo el riesgo de que contamine nuestro propio quehacer médico con el paciente y lleguemos a asumir un “falso nuevo modelo”, forzado por una política sanitaria cada vez más contradictoria en sus principios, al negar la esencia de la enfermedad y concebir la gestión de los Servicios Sanitarios mediante un modelo trasplantado de la Gestión de Empresas Públicas (Transporte Público, Bienes de Consumo, etc.…), cuyos beneficiarios son ciudadanos y no personas que sufren de una patología, es decir, enfermos.

Convendría tener siempre presente que esta “política del eufemismo”, consciente o inconscientemente, viene a modificar los pilares esenciales del ámbito de la Psiquiatra, que no es otro que el “enfermo mental”, cuyas características esenciales son: la persona que padece una enfermedad mental, concebida desde el modelo médico integral (bio-psico-social). Por consiguiente, es subsidiario de una atención esencialmente médico-psiquiátrica, cuyo elemento básico asienta sobre la relación médico-paciente.

La intervención de otros profesionales, sin embargo, es estrictamente necesaria en este marco, siempre que puedan quedar suficientemente perfilados los roles profesionales, sin recurrir a la simplificación del “todos para todo”, que no supone más que un verdadero fraude para el paciente.

Una de las consecuencias de la política sanitaria es la progresiva sustitución del término “enfermedad mental” por el de “trastorno mental”, justificado en la edición 10ª de la CIE por la OMS. Aparte, de las implicaciones que ha tenido al ampliarse sin límites el ámbito de la Psiquiatría, ha supuesto otras implicaciones en el terreno de la práctica clínica. La Psiquiatría ha perdido sus límites frente a otras especialidades y los enfermos mentales han sido atendidos por profesionales de otras disciplinas. La eliminación del término “enfermedad mental”, lleva consigo la eliminación, o al menos se obvia, del concepto médico de enfermedad tan arraigado en la Psiquiatría y que le hace perder el núcleo constitucional de su existencia. Las consecuencias en el terreno de la asistencia son evidentes. El paciente es atendido y tratado por el amplio espectro de los “profesionales de la Salud”. La Salud Mental y la Enfermedad Mental, son dos conceptos relacionados, pero nunca superponibles. El psiquiatra se dedica a la atención del enfermo y se implica en la prevención de la enfermedad y, más colateralmente, en la promoción de la salud. Pero, no le quitemos al psiquiatra su esencia profesional en aras de una mayor implicación de otros profesionales sanitarios, que, por su formación, carecen de los conocimientos sobre la enfermedad propiamente dicha. A pesar de ello, la práctica indica que muchos profesionales no psiquiatras, son conscientes de dónde están sus límites y conocen cuándo necesitan de la intervención del psiquiatra.

 

 

2.3. Las dimensiones del psiquiatra hoy

 

Todos estos cambios han tenido una repercusión en la persona del psiquiatra. Podríamos señalar en éste varias dimensiones: la persona, el médico, el psiquiatra, el funcionario público, el ejecutor de la política sanitaria. Combinar ambas dimensiones se vuelve una tarea ardua en la que muchas veces el psiquiatra queda enredado como en una tela de araña.

En cuanto a la persona del psiquiatra, se considera que el contacto estrecho con la “locura”, la angustia y el sufrimiento, y la necesidad de una implicación emocional en el tratamiento, requieren una estabilidad emocional mínima. Llama la atención cómo esta dimensión es escasamente tenida en cuenta a la hora de establecer unos criterios para la selección de la especialidad.

La dimensión de médico constituye uno de los fundamentos básicos de su formación. Más allá de los conocimientos teóricos, durante la Licenciatura se introyecta un modelo indeleble de lo que es la enfermedad. Diagnosticar para curar o aliviar el sufrimiento es la base de la Medicina. Diagnosticar es un proceso arduo, complejo, estricto en su metodología, que requiere una práctica clínica basada en la historia del paciente, la exploración y las pruebas complementarias. En base a los datos obtenidos y contrastados con el acervo teórico del campo de conocimiento de la Medicina, el médico llega a tratar al paciente. Renunciar a este proceso diagnóstico -renuncia implícita en los diseños de asistencia actuales con escaso tiempo para el mismo- supone un riesgo y una mayor probabilidad de fracaso en el tratamiento. El recurso a la administración de escalas o cuestionarios breves de cribaje –útiles en la evaluación de procesos de seguimiento con miras a la investigación- supone un error al que muchos profesionales se ven abocados. Además, si el proceso diagnóstico se simplifica con estos métodos, ya no se requieren profesionales cualificados, sino que muchos otros profesionales no psiquiatras, pueden ser instruidos en su manejo, y así se resuelve el problema de la economía de tiempo y también de costos.

La dimensión de funcionario público o de profesional sanitario inmerso en el Sistema de Salud también tiene sus repercusiones en el ejercicio profesional del psiquiatra. La dependencia jerárquica, siempre necesaria, es ahora mucho mayor en lo administrativo que en lo clínico. Existen cada vez menos revisiones de caso, cuando no son eruditas sesiones clínicas para exaltación de lo bien que se hace. La labor del responsable clínico, antes supervisor del trabajo clínico, se ha convertido, muy a su pesar, en un control de datos administrativos y de gestión de recursos, para conseguir los objetivos fijados por la mal llamada Dirección Médica, ya que prevalecen los intereses económicos a los de calidad clínica y asistencial.

A esto se añade que, como consecuencia de los cambios constantes en la nomenclatura, el psiquiatra ha pasado de ser reconocido como tal, a ser considerado un “trabajador de la Salud”, cuando no como un “dispensador de servicios”. Al final, el psiquiatra se convierte en un ente “sin nombre” y el paciente en un simple “usuario”. La dimensión humana y la relación personal “médico-paciente” desaparecen. Esta es la base de tantas insatisfacciones tanto por parte del psiquiatra, que a veces anda perdido en busca de su identidad profesional, como por parte del paciente, que no llega a saber si el que se sienta frente a él es el psiquiatra u otro profesional sanitario.

 

 

2.4. En busca de la identidad pérdida.

 

Contextualizar al psiquiatra de hoy es complejo y va más allá de las pretensiones de estos comentarios. Ha de asumirse que el psiquiatra hoy tiene que adecuarse a las exigencias de los cambios sociales y científicos. El problema estriba en saber cómo realizar esa adecuación sin perder la esencia de los que es el psiquiatra y la Psiquiatría. Para no perderse en vericuetos teóricos e intelectualismos estériles, considero aquí cuáles serían, a mi entender, aquellas características que deben mantenerse como específicas de la labor del psiquiatra.

 

1. El psiquiatra es, ante todo, médico, que realiza su labor desde los principios del modelo biopsicosocial de la enfermedad. En este modelo tienen cabida todos los trastornos incluidos hasta la fecha en las clasificaciones internacionales, aun los más psicogenéticamente condicionados. Equiparar el modelo médico a un modelo biologicista es un reduccionismo que desde siempre se ha tratado de aplicar desde fuera, incluso desde dentro de algunos sectores de la Psiquiatría.

2. Es preciso diferenciar el psiquiatra clínico del psiquiatra investigador. Que la investigación es necesaria en nuestra especialidad es una obviedad. Ahora bien, no se pueden solapar ambos roles. La investigación tiene una metodología propia, de grandes exigencias, que no pueden ser asumidas por el psiquiatra clínico en su labor diaria. El caso individualizado requiere manejar unas variables, que al investigador le hacen excluir el caso, cosa que no puede hacer el psiquiatra clínico. Una entrevista clínica, por ejemplo, tiene que realizarse con unos objetivos diferentes a la recogida de datos del investigador. La prescripción de un fármaco tiene que ir más allá de los rangos e indicaciones que la investigación han determinado, porque la clínica se impone a la “evidencia virtual” para constituirse ella misma en verdadera “evidencia clínica”. Y si es en el campo de las técnicas psicoterapéuticas, hasta el día de hoy, salvo las más objetivas como las cognitivo-conductuales, no han podido ser suficientemente contrastadas por la Medicina Basada en la Evidencia. Sin embargo, más allá de la “evidencia”, la experiencia de los clínicos es que las psicoterapias de orientación dinámica y otras no cognitivistas, funcionan y ayudan al paciente a superar su enfermedad.

El psiquiatra clínico se encuentra hoy condicionado, por otra parte, por las exigencias de la carrera profesional y por los curriculum, en los que se valoran más las publicaciones de impacto, que la calidad de su labor asistencial, para conseguir un puesto clínico y no de investigador o docente. Los posters a Congresos aumentan exponencialmente y los trabajos con seis o más autores se multiplican, desde la necesidad de obtener méritos para acreditarse profesionalmente.

3. La diferenciación de roles en el equipo multidisciplinar.

La organización de la Asistencia Sanitaria y la propia esencia de la enfermedad mental exigen al psiquiatra entrar a formar parte de un equipo multidisciplinar. Tras años de confusión por la inclusión de otros profesionales no médicos en el equipo terapéutico, parece que las aguas vuelven a su cauce. Que otras profesiones delimiten su función ha sido difícil, ya que muchas de ellas históricamente estaban en manos del médico y de enfermería. El psicólogo, rehabilitador, trabajador social, auxiliar de clínica, personal de administración, personal no sanitario, etc., al incorporarse al equipo terapéutico, han tenido que encontrar su propio espacio, con solapamientos inevitables. Y el psiquiatra se ha mantenido perplejo ante las competencias que sus compañeros del equipo asumían. Sin entrar a polemizar o rivalizar en lo que muchas veces encierra una lucha de poderes, el psiquiatra debería ser celoso de aquellas funciones que son las que le definen como tal. En primer lugar, es el profesional que debe realizar el diagnóstico psiquiátrico del paciente, toda vez que para ello es el único profesional del equipo que tiene los conocimientos necesarios para de forma integrada reconocer los aspectos médicos-psiquiátricos de la enfermedad o trastorno. El diagnóstico de personalidad, la dinámica del paciente, los aspectos sociales y familiares podrán ser evaluados por otros profesionales, pero, el diagnóstico psiquiátrico es la base de toda la labor terapéutica posterior. Ni que decir tiene que todas las técnicas terapéuticas que exigen un conocimiento médico-farmacológico son privativas del psiquiatra.

Esta delimitación de la función del psiquiatra no debe suponer una extrapolación a la jerarquización en el organigrama de gestión del dispositivo asistencial. Si bien, aquellas decisiones que hayan de fundamentarse en la enfermedad, tienen que ser privativas del psiquiatra.

 

 

 

 

3. “Evidencia” hace referencia a la presencia de un objeto de forma plena y ostensible. Según la Real Academia: “certeza clara y manifiesta de la que no se puede dudar”. El término inglés “evidence”, del que se ha traducido, significa más “prueba, indicios, hechos”. Por tanto, la traducción más correcta sería “Medicina basada en pruebas o hechos”.

 

 

 

 

 

3. LA FORMACIÓN MIR EN PSIQUIATRÍA

 

 

 

El objeto de este capítulo se centra en ofrecer algunas consideraciones sobre la formación de los MIR en Psiquiatría, más allá de las directrices establecidas en el Plan Nacional de Especialidades4. Se trata de aportar aspectos prácticos, más en contacto con la realidad diaria de la asistencia clínica.

 

 

3.1. ¿Qué es Formación?

 

Es necesario hacer unas consideraciones sobre lo que, a mi entender, debería considerarse “formación”. Es aquí donde está una de las claves para un buen aprovechamiento de los años de MIR y, sobre todo, la base para que el futuro psiquiatra pueda desarrollar a plena satisfacción su labor profesional.

Existe el riesgo en la actualidad de considerar la formación como “información”, es decir, como un acúmulo de conocimientos sistematizados y protocolizados, que permitan al MIR desenvolverse de manera adecuada en su labor asistencial, íntimamente ligada a su periodo formativo. Más que un riesgo, se podría decir que es una actitud viciada, que arranca en los años de la Licenciatura (hoy Grado) y se agudiza en el periodo de preparación del examen MIR. Es un problema común a toda actividad docente que se enfrenta a las exigencias del discente y de los órganos administrativos-sanitarios. Por parte del MIR se pide obtener una serie de conocimientos que le permitan desenvolverse ante los problemas clínicos, ya desde su inicio en la especialidad. Por otra parte, está el docente, cuya finalidad es la de que el MIR vaya adquiriendo en forma paulatina una aptitud y una actitud a través del estudio teórico, la experiencia clínica tutorizada, la reflexión y el espíritu crítico.

Más que adquirir un arsenal de conocimientos teóricos, se trata de configurar un modo de entender al paciente, de pensar sobre su patología, de discernir entre sus síntomas, de valorar un sinfín de factores intervinientes, para poder comprender su enfermedad y establecer una ayuda terapéutica adecuada e individualizada. Esto supone un mayor esfuerzo, una relación más estrecha MIR-Tutor, un contacto más directo con el paciente, componentes todos ellos que, por desgracia, no son los que tienen peso a la hora de someterse a unas pruebas de selección. Sin embargo, en mi opinión, esta labor formativa, más que informativa, es irrenunciable para el docente, si no queremos convertirnos en “promotores de títulos” o “productores de personal cualificado”. Sería deseable que esta visión de la formación fuera compartida por la mayoría de los docentes, apoyada por las Instituciones Sanitarias y, sin duda, entendida por los MIR. Pero también es una realidad de éstos últimos la exigencia y competitividad en la que se encuentran inmersos, que los lleva a un verdadero conflicto, por resolver de forma individual.

 

 

3.2. La figura del Tutor

 

No conozco ningún documento en el que se expliciten las características o requisitos que deben tener los tutores en la formación de los MIR. De ahí que sea necesario comentar algunos aspectos al respecto.

En primer lugar, debe diferenciarse el personal asistencial (psiquiatra que trabaja en un dispositivo determinado) de la figura del Tutor. En general los psiquiatras suelen tener una actitud de acogida y ayuda al MIR. Sin embargo, esta actitud imprescindible, no es la que cualifica la función del tutor. La función del tutor viene dada por la responsabilidad directa en la formación MIR, lo que conlleva un contacto personal y una supervisión individual. No se trata de la organización funcional y administrativa del periodo de formación, que correspondería más bien al Responsable de la formación MIR. Se trata de la relación individual y personalizada del tutor y el MIR. El tutor debe estar atento a las dificultades que surgen desde el inicio de la formación, en especial a las propias de la relación con el paciente, las ansiedades que conlleva su manejo, el sentimiento de inseguridad por la falta de conocimientos teórico-prácticos, etc.

Se olvida con frecuencia que el día a día del MIR no es el programa docente que tiene que cumplir o el seminario que tiene que preparar. El MIR se va a enfrentar desde el inicio al paciente con riesgo suicida, al psicótico delirante, a la conversión histérica, a la familia desestructurada, etc. Todo ello constituye un mundo nuevo, en radical contraposición al modelo médico que aprendió en la Licenciatura. Y esto moviliza ansiedades, pone en marcha respuestas personales muy variadas, que es necesario analizar e integrar en unos referentes teóricos. Este papel es lo básico en la función docente del tutor.

Se podría resumir en las siguientes características lo que, a mi juicio, debe ser un tutor:

 

1. Tener una experiencia profesional clínica y terapéutica suficientemente acreditada.

2. Capacidad para transmitir sus conocimientos teórico-prácticos.

3. Preocupación por sensibilizar al MIR en la adquisición de un modo de estar y comprender al paciente.

4. Poseer una metodología depurada que le permita desenvolverse en los diversos modelos explicativos del enfermar.

5. Tener conciencia de la responsabilidad de su función para establecer los cimientos de un futuro psiquiatra.

6. Capacidad para potenciar y desarrollar la autonomía y creatividad del MIR.

7. Capacidad de empatizar con las dificultades personales del MIR ante su reto asistencial.

 

 

3.3. El MIR de Psiquiatría

 

El médico residente que accede a la especialidad de Psiquiatría viene ya determinado por los resultados obtenidos en el examen de acceso. En éste no existe ninguna prueba para seleccionar un tipo de perfil adecuado al ejercicio de esta especialidad, ni a la de ninguna otra. Tan sólo se valora el grado de conocimiento en el ámbito de la medicina en general. La aptitud para una determinada especialidad no es valorada en ningún momento. Pero además hay que contar con otros hándicaps en el médico que accede a la especialidad de Psiquiatría.

En primer lugar, hay que contar con el hándicap del tipo de formación adquirido durante la Licenciatura. Durante los seis años que dura ésta, el estudiante recibe un mensaje subliminal de un modelo médico sesgado. Se homologa modelo médico con modelo biológico, lo que supone una tergiversación de lo que ha sido siempre la auténtica Medicina. Pasar de un modelo médico-biológico-objetivo a un modelo bio-psico-social es algo arduo, que requiere muchas horas de seminario y tutorización.

En segundo lugar, existe otro hándicap en el MIR, al que el tutor tiene que enfrentarse. Se trata de la adquisición de una metodología de estudio diferente a la de los años de preparación del examen MIR y, quizás también en la Licenciatura, donde cada vez priman más las evaluaciones tipo test, frente a los exámenes de desarrollo. Sin entrar en la discusión de la utilidad y adecuación de estos dos modelos de pruebas selectivas, la realidad es que el MIR suele tener una gran dificultad para desarrollar un pensamiento de amplia perspectiva, reflexivo, analítico, que son las bases de lo que clásicamente se entiende como “ojo clínico”. Es curioso que la dificultad mayor en el aprendizaje se centre en la elaboración de una verdadera historia clínica, en la utilización de un método hipotético-deductivo para el diagnóstico, en la exposición de manera sistemática de un caso clínico y en la redacción de un informe clínico.

El aprendizaje para una prueba tipo test, obliga a una forma de pensamiento y de toma de decisiones, basada en el ensayo-error. Por otra parte, la utilización de protocolos clínicos que le faciliten la respuesta asistencial desde un principio, llega a anular la capacidad de reflexión y crítica. Los casos reales, la mayoría de las veces, no se adaptan a los protocolos rígidos, por lo que el MIR se encuentra en situaciones de bloqueo a la hora de tomar una decisión terapéutica. Si el caso está “fuera de protocolo”, ¿qué se puede hacer?

 

 

3.4. El enemigo en casa

 

No puede entenderse el problema de la formación MIR si no se tiene en cuenta el marco institucional en el que se desarrolla, es decir, el dispositivo asistencial y el laberinto administrativo que conlleva. Por desgracia, las exigencias de la institución a todos los niveles (Dirección y Servicios) sumen al MIR en un constante conflicto entre las exigencias asistenciales a las que se ve obligado y su necesidad de formarse. Para la Institución prima más la utilización del MIR como “mano de obra barata”, enfrentándolo a situaciones que le sobrepasan, como es el caso de las urgencias de puerta nada más empezar su formación. Podría aducirse que todos cuentan con un personal médico que los tutoriza, pero la presión asistencial no permite una verdadera tutorización, que requiere tiempo para ello y adquisición de conocimientos de forma paulatina.

Finalmente, la “computorización” de la asistencia obliga al MIR a perderse en multitud de registros útiles para la administración, pero que le apartan de su objetivo principal, que es la formación en su especialidad. Es al tutor a quien corresponde regular este conflicto asistencia-formación, para lo que requiere tener claro su función formativa, frente a las exigencias asistenciales. Además, a los propios psiquiatras, no tutores, se les pide que colaboren en la supervisión clínica de los MIR, pero la Institución no tiene en cuenta que ello requiere un ritmo de asistencia más lento, para poder prestarle al MIR la ayuda que necesita.

En definitiva, la formación del MIR en Psiquiatría, ha de enfrentarse a los siguientes problemas: una adecuada selección de la persona del tutor, que ha de tener una capacidad docente incuestionable, un cambio en el MIR en el modelo aprendido en los años de Licenciatura y preparación de la prueba MIR y, finalmente una concienciación de la Institución Sanitaria de que el MIR es más un médico en formación que una “mano de obra barata”.

 

 

 

 

4. Estas consideraciones están fundamentadas en mi experiencia, a lo largo de varios años, en la formación de los MIR de Psiquiatría en el Hospital Universitario Virgen Macarena de Sevilla.