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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2019 Caridad Bernal Pérez

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un lugar donde perderse, n.º 254 - diciembre 2019

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

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Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Shutterstock.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-750-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1: La gran despedida

Capítulo 2: Bienvenida a Whipeca

Capítulo 3: Un nuevo hogar

Capítulo 4: Halloween

Capítulo 5: La entrevista

Capítulo 6: Primer día de trabajo

Capítulo 7: La reunión

Capítulo 8: Tabú

Capítulo 9: Lluvia de cristales

Capítulo 10: Un pequeño problema

Capítulo 11: Otra oportunidad

Capítulo 12: ¡Hola, guapo!

Capítulo 13: ¡Pasajeros, al tren!

Capítulo 14: La llamada

Capítulo 15: Whipeca-Tucson

Capítulo 16: Inventario general

Capítulo 17: 1, 2, 3… 31.347

Capítulo 18: La magia de un detalle

Capítulo 19: El sorteo

Capítulo 20: Señor presidente

Capítulo 21: Ganador

Capítulo 22: Buenas noches

Capítulo 23: La fotografía

Capítulo 24: Con la mejor intención

Capítulo 25: Puestas de sol @Jones

Capítulo 26: Michael o Mike

Capítulo 27: Una jubilación anticipada

Capítulo 28: Una clase muy especial

Capítulo 29: Almuerzo en buena compañía

Capítulo 30: ¡Buenos días!

Capítulo 31: Un viejo amigo

Capítulo 32: ¡Feliz Navidad!

Capítulo 33: Londres

Capítulo 34: Las tres promesas

Capítulo 35: La sonrisa de Nora

Capítulo 36: Resiliencia

Capítulo 37: De regreso a casa

Capítulo 38: Es un pibón

Capítulo 39: Con el marcador a cero

Capítulo 40: Un grito aterrador

Capítulo 41: De vuelta al trabajo

Capítulo 42: New Sensation

Capítulo 43: La bicicleta

Capítulo 44: Barbacoa familiar

Capítulo 45: La carrera

Capítulo 46: Todo un padrazo

Capítulo 47: ¡Al escenario!

Capítulo 48: Una conversación de adultos

Capítulo 49: Una peligrosa excursión

Capítulo 50: Constantes vitales

Capítulo 51: La invitación

Capítulo 52: Imprescindible

Capítulo 53: Trending topic

Capítulo 54: Janis Joplin

Capítulo 55: Conociendo a Nora

Capítulo 56: My Sweet Lord

Capítulo 57: Tributo

Capítulo 58: En el calabozo

Capítulo 59: Padre e hijo

Capítulo 60: ¿Todo bien?

Capítulo 61: Paseo a caballo

Capítulo 62: Un mal día

Capítulo 63: 4 de febrero

Capítulo 64: Kristen

Capítulo 65: Tornado

Capítulo 66: La confesión

Capítulo 67: El juicio

Capítulo 68: Una cabaña con embarcadero propio

Capítulo 69: Una mala noticia

Capítulo 70: Dejar de querer

Capítulo 71: A solas

Capítulo 72: La espera

Capítulo 73: Waitin’ on a Sunny Day

Epílogo

Nota de la autora

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Mi infancia tiene de fondo el traqueteo de una máquina de coser, mis hermanos y yo aprendimos a ver la tele con ese ruido, ya ni siquiera lo percibíamos.

Si cierro los ojos, aún puedo verla en aquella galería.

Me gustaría decir que he heredado sus dotes, pero no es así.

Yo solo escribo.

Sobrehilando historias hasta que se me hace de día.

 

 

La galería, Caridad Bernal

Capítulo 1:
La gran despedida

 

 

 

 

 

Claire sujetaba las cervezas mientras Nora se sentaba a su lado con cuidado, para dejar después los pies colgando como su amiga. Ambas se sonrieron al verse otra vez en aquel lugar, refrescando así viejos recuerdos ya olvidados. Estaban en el ocaso del día y aquella ciudad alemana les quería regalar a las chicas una maravillosa puesta de sol como despedida: un cielo garabateado de nubes rosas y rojas anunciaba ya el final de esa cita acordada. De nuevo habían compartido otra jornada estupenda juntas, la cual no querían que terminase nunca —desde que se conocieron, jamás se habían separado tanto tiempo ni tan lejos—. Nora sacó su móvil y fotografió aquella preciosa estampa para que se fijara por siempre en su retina.

—Parece un cuadro, ¿verdad? —preguntó Nora sin esperar respuesta.

Habían tenido una gran idea al elegir este famoso puente de hierro para despedirse, aunque no dejaba de ser un tanto peligroso estar ahí subidas como dos adolescentes. Ellas ya no tenían edad para hacer ese tipo de locuras.

Cuando Claire quiso reanudar por fin la conversación que mantenían, el viento despeinó los rubios cabellos de su amiga, dándole un aspecto aún más alocado:

—¡Jolines! —resopló Nora, algo desesperada. Aquel lugar tendría unas magníficas vistas, pero también estaban más expuestas al vendaval que se avecinaba. Al final, terminaría por hacerse con destreza una trenza, improvisando un peinado para recoger su larga melena, como casi todos los días—, menos mal que decidimos hacernos un tatuaje en lugar de ir a la peluquería, ¿no crees? —preguntó a su amiga con ironía.

—Aún no sé cómo me has podido convencer. ¡Mañana seguro que me arrepiento! —se lamentó Claire mientras volvía a levantarse la cinturilla del pantalón vaquero, viendo de nuevo el pequeño dibujo que ambas se habían grabado en la piel: dos gaviotas volando en un círculo, símbolo de su amistad.

—Mañana ya no estaré a tu lado —pensó Nora en voz alta mientras Claire levantaba la vista hacia ella.

Claire Linstead seguía sin poder creer que se fueran a separar después de tantos años juntas, compartiendo buenos y malos momentos. Quería a esa rubia patilarga como si fuera su hermana, aunque tuviese un genio del demonio.

—¿Te acuerdas…? —preguntó Nora mirándola con tristeza. Esos ojos aguamarina, que tantas veces la habían entendido, ahora se humedecían al desviarse hacia el pasado.

—¡Pues claro que me acuerdo! Imposible olvidarlo, ¿no crees? —respondió Claire con una mirada fija y sincera, tras poner una mano sobre el enjuto hombro de su amiga.

 

 

Nora y Claire se habían conocido allí mismo, en Friburgo, hacía algo más de quince años. Aquel día, una jovencísima Claire buscaba muy alterada algún modo de volver a casa. Llevaba meses preparando el viaje que acababa de hacer para darle una sorpresa a su novio y, nada más llegar a su piso, lo había descubierto en la cama con su compañera de estudios escocesa; ¡precisamente él, un afiliado al partido independentista británico!

Del tremendo disgusto, Claire olvidó por completo por dónde había venido. De modo que, al salir del edificio donde vivía su ya exnovio, tiró del brazo de la primera chica que pasaba por la calle y le preguntó a la desesperada:

—¡Perdona! ¿Sabes dónde está la estación? —Esa frase, formulada en un precario alemán, impactó a la que después se convertiría en su gran amiga: Nora Jones.

—Sí, por supuesto. Pero tranquila, respira ¡Pasan trenes a todas horas! —contestó Nora en un perfecto inglés. Para entonces eso de viajar sola ya no tenía secretos para Jones y sabía muy bien que siempre habría alguna manera de llegar al destino. Fuera el que fuese.

Nora era de Cardiff y Claire de Bristol. Y solo por aquel motivo decidieron, mientras charlaban de camino a la estación, que aquel encuentro entre dos paisanas bien se merecía un brindis antes de partir. O dos, o tres…

Al final, aquella animada charla de presentación duró hasta el amanecer. Mientras, los trenes salían uno tras otro sin ellas en su interior. Aquello era algo que rara vez le ocurría a Jones, pero era evidente que habían simpatizado de algún modo y ninguna de las dos veía el momento de despedirse del todo. Gracias al alcohol, las risas, y las historias que contaba Nora del larguísimo viaje que estaba realizando por todo el mundo, Claire hasta llegó a olvidar qué hacía realmente en Friburgo.

Nora Jones llevaba un año entero viajando y, ya casi al final de su larga travesía, le apetecía contárselo a alguien. Había trabajado duramente meses para poder realizar ese sueño que estaba a punto de acabar y el relato parecía postergar ese sentimiento de incertidumbre del: «Y ahora, ¿qué?».

Las dos brindaron por eso decenas de veces aquella madrugada. Claire casi se cae al río de tanto celebrarlo, pero todo terminó siendo tan solo un susto gracias a los buenos reflejos de Nora. Con cada copa Claire envidiaba más a aquella muchacha que hablaba como si el alcohol le hubiese dado cuerda. «Ser una trotamundos no debe de estar nada mal… ¡Se la ve muy feliz narrando esas anécdotas tan divertidas!», pensaba Linstead mientras la veía imitar el saludo asiático o el movimiento con las manos de los italianos. Desde luego, fue una gran noche para ambas.

A la mañana siguiente, mientras veían el sol aparecer desde el puente de Wiwilí, fue cuando ambas decidieron prolongar un poco más ese viaje y visitar el resto de Europa juntas. Hasta ese día, Nora nunca se había encontrado tan a gusto con alguien. Y tenía el presentimiento de que esa chica sería uno de los personajes más importantes en la historia de su vida.

Mientras hacían millas fue como se enteraron de que, casualmente, ese año iban a empezar juntas en la misma universidad, aunque estudiarían carreras diferentes. ¿No era ya muy extraño tanta casualidad? Después de todo, parecía cosa del destino que se hubieran encontrado tan lejos de su casa. Poco a poco la conversación se hizo cada vez más interesante para ambas y, una noche, en un tren camino a Venecia, empezaron las confesiones más personales.

Nora admitió sentirse castigada por la genética. Era demasiado alta y rubia como para poder pasar desapercibida en algún sitio. Y mientras decía aquello, metía las manos entre sus alargadas piernas para terminar hecha un nudo humano con todas sus extremidades.

Nora era así de extraña, pensó inmediatamente su nueva amiga. Siempre prefería ser la que observaba el cuadro a estar dentro de él. Por eso no salía en ninguna de las fotografías que hacía. Ella misma había sido testigo de aquel apuro inicial que significaba para Nora conocer a alguien. Habían tenido que atravesar toda la península itálica juntas para que, por fin, se mostrase ante ella como realmente era.

Jones había heredado un conjunto de pequeños detalles familiares que la convertían en un personaje único: a los hombres los enamoraba con esas pequeñas pecas en la cara y la nariz chata de su abuela. Las mujeres terminaban odiándola por el prodigioso metabolismo de su abuelo, o la misma melena rubia que lucía su madre. Ella, sin embargo, lo que no soportaba era ser tan sumamente pálida como su padre, porque le encantaba tumbarse a tomar el sol en verano y ver las gotitas de agua que resbalaban por su piel cuando, algún día, había hecho la locura de irse a la playa sin protección solar. Algo que repetía siempre que podía año tras año, diciéndose una y mil veces que no volvería a hacerlo cuando regresaba a casa roja como un tomate.

Aunque todos aquellos rasgos físicos la convirtieran en un ser bello y extraordinario, siempre quedaban en un segundo plano después de conocer su escaso don de gentes. Ese carácter rebelde e independiente, que nadie sabía controlar, la había llevado a dar tumbos por todo el mundo completamente sola. Y a pesar de ello, seguía siendo muy feliz. No sentía miedo alguno por el hecho de ser una mujer que viajaba sin acompañante, llegando a dedo a ciudades tan diferentes como Kuala Lumpur, Bariloche o Ho Chi Minh City.

Durante todo ese tiempo que Nora estuvo de viaje, no había nacido en ella sentimiento alguno de añoranza hacia su familia o amigos. Pero todo esto cambiaría a partir del momento en que conoció a Claire. ¿Quién si no iba a aguantarla todos los días en la universidad?

Claire Linstead parecía un negativo de la imagen de su mejor amiga. Ella era de origen jamaicano, aunque nacida en la sala de urgencias del St. Michael’s Hospital. Una chica abierta y extrovertida, como el resto de su numerosísima y ancestral familia, a la que amaba sobre todas las cosas de este mundo. Su pelo, endiabladamente encrespado, siempre lo peinaba con mil y un adornos. La dulce Claire, como la llamaba Nora durante sus interminables jornadas de estudio en la universidad, era la única que parecía soportar el temperamento de su rubia amiga en época de exámenes.

«Tengo hambre, ¡vamos a comer! Si quieres, te vienes. Y si no… ¡olvídame!», solía espetarle Nora en medio de la biblioteca para hacer que todos a su alrededor le chistasen molestos. Y es que, cuando las cosas se le torcían a Jones, aparecían sus malas pulgas. Claire, entonces, tenía que armarse de paciencia para conseguir calmarla un poco. Tenía una mirada amable, pero directa, que imitaba perfectamente a la de su madre, y como a ella, no merecía la pena discutirle nada. Era capaz de escudriñar la verdad en los ojos del que tuviera enfrente, fuera hombre o mujer. Precisamente por eso, Nora la había animado a que estudiara Derecho. Sin embargo, ella sabía que lo suyo era la informática. Su mayor sueño era entrar a trabajar en Google, aunque todavía no supiera dar respuesta a la famosa pregunta que hacían en sus pruebas de selección: «¿Cuántas pelotas de pimpón caben en un autobús de dos plantas?».

«Quizás la respuesta no sea un número», pensaba Claire a veces.

Linstead solía ir vestida de vivos colores. Según ella, era su forma de preparase para tener un gran día, incluso siendo lunes. Y aquella simple frase, que no se hartaba de repetir, conseguía definir a la perfección su estilo. Esa manera de ser, tan suya, la hacía empatizar con cualquiera, hasta con una más bien solitaria Nora Jones. Aunque su mejor tarjeta de presentación, lo que convertía a Claire en una persona realmente auténtica, era esa risa extremadamente contagiosa. Un gorjeo muy poco frecuente que terminaba haciendo que Nora y el resto de personas que la alcanzasen a oír, terminaran a carcajadas. Era tan reconocible aquella risa de Claire que, durante años, le sirvió a Nora de infalible localizador. No había nadie en todo el campus que pudiera reírse como su amiga y, aunque a veces resultase desquiciante, muy pronto se iba a convertir en algo que echaría muchísimo de menos.

Ambas supieron enseguida que les gustaban grupos de música muy diferentes, que leían distintos géneros y autores, o que jamás podrían intercambiarse la ropa, ya que de una Claire se podían hacer dos Noras y media. Sin embargo, a pesar de no tener aparentemente nada en común, las dos jóvenes llegaron a convertirse en inseparables.

Gracias a su amistad con Claire, Nora pudo superar ciertos traumas infantiles y enfrentarse al mundo real con otra cara. Hizo de su físico una ventaja y, con sus aptitudes, pronto consiguió desmentir el viejo mito de la rubia tonta. Solo Claire sabía lo que le había costado a Nora lucir esas piernas de vértigo, pero una vez que el físico ya no fue un problema, a veces resultaba francamente insoportable:

—En realidad, a mí me pasa lo mismo con los chicos, pero después me río como un pavo y salen huyendo como si no hubiese un mañana —decía Claire, en una de esas conversaciones tumbadas en el césped de la facultad, haciendo tiempo para entrar a clase. Y es que Nora solía anunciarle sin ningún interés, que «otro» chico le había propuesto salir a tomar algo esa noche. Seguramente, de no saber lo que eso la agobiaba, la hubiese odiado desde un principio por haber nacido tan asquerosamente perfecta. Pero como ya se encargaban otras de criticarla, ella prefería seguir siendo su amiga. «Al menos, gracias a ti, nos invitan a todas las fiestas», decía, asumiendo su papel de acompañante: la amiga fea pero simpática.

Nora y Claire habían vivido juntas una y mil aventuras: se habían presentado a sus respectivos novios después de haber hablado durante semanas de ellos; habían salido en parejas dejando a sus chicos sin turno para hablar, y se habían ayudado mutuamente en las distintas rupturas sentimentales para luego convertirlas en algo insignificante en sus vidas. Por eso ahora, quince años después de todo aquello, y antes de que un océano las separase, habían decidido que iban a pasar juntas sus últimas horas subidas a lo alto del puente Wiwilí, el lugar donde se hicieron amigas, haciendo ese viaje como antaño, sin ninguna comodidad: durmiendo en un albergue, alimentándose de lo que vendían en los puestos ambulantes y flirteando con los turistas sin querer nada importante con ellos.

 

 

—¡Ni los mires, Jones! —avisó Claire a su amiga cuando un grupo de ciclistas pasaron por debajo del puente y las saludaron mirándolas con descaro. Nora solo sonrió mientras los veía alejarse. Hasta de lejos era una mujer impresionante.

Jones era muy consciente de que se iba a separar de su gran gurú, su amiga del alma, y necesitaba fuerzas para decirle adiós. Por primera vez en su vida le iba a costar despedirse de alguien.

—Te voy a echar de menos —dijo Nora en un tono de voz nada propio de ella. Todo le decía a Claire que su amiga no estaba a gusto con aquella decisión que había tomado, pero… ¿cómo hacerla cambiar de idea con lo testaruda que era?

—¿Me tomas el pelo? Pues entonces, ¡no te vayas! —protestó Claire una vez más ante aquella contradicción.

Jones no quiso responderle y, en su lugar, miró al frente. Ella recordaba cómo había tenido otra perspectiva de su propia vida subida allí arriba. Como si nada pudiera llegar a tocarla, creyéndose inmune a los avatares de la historia que ella misma escribía. Pero en la vida real todo había resultado muy distinto. Estos últimos meses había pasado por un pequeño infierno en el trabajo y sabía que aquellos pensamientos de adolescente no eran más que una ilusión. Por desgracia, ya no eran las mismas jóvenes intrépidas que se habían subido a aquel puente, por primera vez, con la sensación en el cuerpo de que eran capaces de todo. Sin miedo a nada ni a nadie.

Enfrente de ellas, a varios metros de distancia, un tranvía paró en la estación de otro puente. Algunos de los rostros que se apearon de él avistaron a las dos chicas a lo lejos, sentadas de espalda al sol. Eran para ellos tan solo dos pequeños puntos negros, como dos pájaros colgados encima de un hilo telefónico. Insignificantes.

—Respeto tu decisión, pero no me parece bien. Al final, siempre sucede lo mismo en estos casos. Tú tienes que irte, poner tierra de por medio como si hubieras hecho algo malo, y él, sin embargo, seguirá en su puesto de trabajo como si nada hubiese sucedido —protestaba Claire mientras hacía saltar la chapa de otro de los botellines con un golpe seco. Y después de abrir la cerveza con aquel truco más que ensayado, se la entregó a su amiga con un meneo de cabeza como muestra de su enfado.

—Bueno, eso no es del todo cierto. —A Nora le tocaba enfriar el acalorado discurso en el que su compañera estaba dispuesta a enzarzarse. Conocía bien a Claire y la veía venir. Le gustaba mucho parafrasear y hablar sobre la verdadera situación de las mujeres en la actualidad, según su particular perspectiva—. El asqueroso de Trevor ya no cuenta con el apoyo de Morris y con eso me vale. Me ha prometido que este incidente constará en su expediente y yo le creo, ¡quiero creerle! La única persona que debía saber qué clase de tipo es, ya lo sabe. No necesito más publicidad, ni desacreditarlo. Él solito se basta y se sobra para hacerlo: es un verdadero cretino y a los hechos me remito. —Nora terminó aquella frase con un largo sorbo de su cerveza.

—Pero te arriesgaste mucho con aquella grabación, cariño —le dijo Claire cobijándola bajo su brazo durante un breve instante.

—Merecía la pena. Sabía, por su manera de tocarme, que yo no era la primera con quien lo intentaba. ¡Y eso es lo que más me fastidia de todo esto! Que hayan tipos así, que se creen inmunes frente a todo.

—¡Mierda, Jones! Entonces, ¿por qué no lo denuncias? —insistió Claire realmente enojada por lo sucedido, volviéndose de nuevo furiosa contra el viento que tenían de cara—. Ahora tú vas a tener que empezar de cero otra vez, en medio de ninguna parte. A ver, dime… ¿qué has hecho tú para merecer ese castigo? ¿Ser guapa? ¿Ser rubia? ¿Ser mujer?

—¡No es un castigo, es mi elección! No quiero que me conozcan por un escándalo de este tipo, ni por tener un cuerpo de modelo. Solo quiero que sepan de mí por el trabajo que realizo. Que me conozcan por mis logros, no por mis medidas. No sé si lo puedes llegar a entender.

—Te entiendo, pero no lo comparto.

—¡Pues lo siento! Me voy porque así lo he decidido, no porque me sienta obligada. Además, en América tengo más posibilidades de promocionar que aquí, esa empresa a la que voy está en expansión. Y eso es para lo que he estado trabajando todo este tiempo, ¿recuerdas? —sentenció Nora para despertar a su amiga al mundo real. A veces era necesario mostrarse así de firme con ella, aunque la tachase de tener mucho carácter. Habría sido muy bonito quedarse y denunciar, pero también había que medir las consecuencias de esas acciones. Si hacía eso, nunca ascendería en la empresa en la que estaba ahora, demasiado tradicional para una noticia como esa—. Además, hacía tiempo que iba en busca de un cambio de aires y por fin he encontrado el lugar perfecto para hacerlo.

—Venga ya, ¡pues claro que vas a cambiar de aires! ¿Quién, en su sano juicio, quiere irse a vivir a Whipeca? ¡Si ni siquiera sé situarla en el mapa! Sinceramente todavía dudo de la existencia de esa ciudad.

—Bueno, en realidad, yo no la consideraría una ciudad, sino más bien un pueblo grande —corrigió Nora a su amiga mientras el viento cobraba aún más protagonismo entre ellas, haciendo remolinos con las hojas de su alrededor.

Era octubre y ninguna de las dos vestía adecuadamente para seguir allí sentada, pero tampoco tenían pensado moverse a otro sitio hasta que su vuelo despegase. Su compañía era el único calor que necesitaban sentir en sus maltrechos corazones.

—Peor me lo pones, Jones. ¿Qué vas a hacer allí? Párate un segundo a pensar en la vida que llevas ahora en Londres. ¿Dónde vas a comer sushi en Whipeca? ¡Esos cowboys ni siquiera saben lo que es eso! —A Claire le faltaba la voz al igual que el aliento. No quería que su mejor amiga la abandonase y, menos aún, tras conocer por qué se iba.

—Quién sabe, a lo mejor les encanta el sushi porque están hartos de comer hamburguesas. Hoy en día ese tipo de cocina está en todas partes —dijo Nora en un nuevo intento por restar importancia a los argumentos de Claire.

—Pero si antes me has dicho que probablemente vayan vestidos con botas y sombrero de vaquero, que para ellos es lo normal. Solo de pensarlo me da la risa, ¡imagínate en un sitio así! Y no es para hacer una foto e irse, Nora, sino para estar allí viviendo meses y meses. ¿En serio quieres eso? ¿De verdad quieres irte a vivir allí? Va a ser un cambio bestial, no creo que estés preparada para un ambiente tan… tan… ¡rural!

—¡Oh, venga! He estado en Malasia, en Vietnam oy en Etiopía… ¿por qué no me iba a gustar estar en Whipeca? —replicó Nora, disfrazando a su amiga lo que realmente pensaba de ese sitio.

—Pero es que no vas a hacer turismo, vas a trabajar, ¡vas a quedarte allí a vivir! —Claire terminó aquella frase en una entonación realmente dramática.

—Tampoco será tan grave. Haré deporte, ¡montaré a caballo!

Claire estalló en una de sus particulares carcajadas y sentenció a su amiga:

—¡Pero si nunca has subido a un caballo en tu vida, Jones!

—¿Acaso piensas que no sería una buena vaquera? —dijo Nora poniéndose un sombrero invisible, fingiendo chulería frente a su amiga.

—Pues no sé qué decirte, tengo mis serias dudas —añadió Claire mientras observaba cómo su amiga seguía con la actuación.

Nora podía ser muy gansa cuando quería.

—¿Quién sabe? —dijo Jones mientras continuaba con la broma, lanzando un lazo al aire—. ¡Quizás es eso precisamente lo que necesito en mi vida!

—Sí, cariño, ¡a un cowboy entre las piernas! —soltó de repente Claire, tan solo para provocarla.

—¡Oh, Claire, por favor! —gritó Nora, parando en seco su juego para mirarla como si estuviera a punto de dispararle con su revólver. Pero después pensó que no era momento de pelearse con su mejor amiga, así que simplemente añadió—: Ahora que dices eso… ¿Tú no fantaseabas de pequeña con uno de esos actores que hacían películas del Oeste? ¿Con quién era, Claire?

—¡Piérdete, Jones! —A veces era muy molesto tener a alguien al lado que la conociese tan bien, pensaba Claire mientras oía nombres de actores al azar.

—Eso es exactamente lo que voy a hacer, ¡perderme!

Nora comprobó la hora en el billete de avión que llevaba en el bolsillo. Debían marchar ya hacia el aeropuerto. Y mientras se decidían a levantarse, completamente congeladas, Jones seguía sin hacerse a la idea de lo que iba a suponer aquel viaje en su vida.

Capítulo 2:
Bienvenida a Whipeca

 

 

 

 

 

—¡Hola! ¿Hay alguien aquí?

Cuando Bob Thomas Junior levantó la cabeza y miró a través de las cañas de pescar y los chalecos multibolsillos, el chicle que llevaba horas mascando se le escapó de la boca sin poder evitarlo. «¿MSe habíahe quedado dormido de nuevo?», se preguntó pellizcándose el brazo y volviendo a mirar a aquella chica que acababa de entrar. Pues no, esa sirena con piernas kilométricas seguía ahí y… ¡Madre mía, qué piernas tenía la chavala!, eran para volverse majara. En los veintitrés años que llevaba trabajando en esa vieja gasolinera, nunca habría imaginado que entraría una modelo de verdad a comprar allí.

—¡Maldita mi suerte! —masculló Bobby entre dientes mientras se quitaba la gorra y alisaba con la palma de la mano sus grasientos cabellos. Era una verdadera desgracia no tener más testigos en aquel momento tan importante en su vida: nadie le iba a creer cuando lo contase después en el bar—. Güenas tardes, señorita. ¡Bienvenida a Whipeca! —respondió con una sonrisa nerviosa, saliendo de detrás de un mostrador de madera que llevaba más de cincuenta años sin barnizar.

Con tanto ímpetu se había presentado que asustó a la preciosidad que tenía delante. Y tampoco logró tranquilizarla mucho el ver aquellos escasos dientes que enseñaba con satisfacción.

—¡Oh, hola! Vaya, gracias —pudo contestar Nora después de reponerse de aquel inesperado recibimiento. De modo que no estaba tan perdida como ella creía. Había llegado por fin a su destino—. ¿He oído bien? ¿Ha dicho usted Whipeca? —El cerrado acento de aquel muchacho tan desgarbado le hacía dudar de la correcta pronunciación del lugar.

—¡Pue’ claro que sí, señorita! —Bob se esforzaba por ser educado y no solo parecerlo delante de aquella muchacha tan guapa—. La gasolinera de mi abuelo está en la frontera entre Whipeca y Tilapia. Ellos tendrán esa laguna pa’ bañarse en verano, pero nosotros tenemos el agua de nuestro magnífico manantial, que se pue’ beber todos los días del año ¿Quiere una entrada pa’ verlo? Cuesta seis pavos, pero pa’ usted sería gratis. Merece la pena subir, se lo aseguro, señorita. Pue’ hacer en coche la mitad del recorrido, el resto tendrá que ir a pie. No hay otra manera, el camino es muy estrecho y empinao, ¿sabe?

Bob Thomas se había embalado. Hablaba sin pensar mucho en lo que decía mientras veía cómo aquella chica de casi dos metros se movía lentamente por su tienda como una gacela en la estepa africana: oteando a su alrededor y girando su cabeza como un faro, no perdiendo detalle alguno del escenario que tenía ante ella. Allí había de todo, y mucho de ese todo estaba allí desde antes de que naciera Bobby. Posiblemente, de ahí ese olor a rancio. Había carbón para una barbacoa, conservas para un regimiento, o papel higiénico para un imprevisto. Cualquier necesidad parecía cubierta, a simple vista, en aquel colmado de escasos treinta metros cuadrados. Nora no se percató de los animales disecados que había en lo alto de las estanterías y que parecían seguirla con la mirada al igual que su joven dueño, pero sí de los cebos vivos que se movían en una lata llena de serrín, cerca de la puerta donde ella se encontraba.

—Sí, he leído mucho acerca de ese manantial. Prácticamente es lo único que sé de este sitio, así que, supongo, debería visitarlo algún día ¡Muchas gracias por la invitación, Bob! —Nora se había entretenido en leer las letras bordadas de la gastada camisa que vestía el afortunado Bob T. Emory. Ella sabía que aquel viejo truco de hablarle por su nombre le ayudaría a intimar más rápidamente con su interlocutor.

El chico iba a necesitar pronto un babero, pensaba una Nora resabiada. Aquel establecimiento era tal y como lo había imaginado. Incluso Bob encajaba a la perfección en el perfil de hombres que esperaba encontrar en ese pueblo, por lo que resultaba aún más encantador conversar con él y hacer el oído a ese acento tan característico.

Para el más pequeño de los Emory, el sentimiento era recíproco. Aquella forastera, además de estar iluminada por un rayo invisible que la seguía a todas partes, parecía una buena persona. O, al menos, no se había reído de su forma de hablar, tan distinta a la suya. Nada que ver con lo que había sufrido estando detrás de ese viejo mostrador. Las pocas veces que alguien, por equivocación, entraba allí para preguntar, lo solía tratar como a un estúpido paleto. En cambio, esa mujer estaba muy atenta a cada respuesta suya, como si no entendiese bien el idioma. Y ahora que estaba tan cerca de él, hasta podía oler su perfume. Al igual que la ropa que llevaba y su peinado, ella era muy diferente a todo lo que se veía por ahí.

¿Se habría muerto y estaría entrando en las puertas del cielo?, se preguntaba el gasolinero sin saber qué más decir a aquella señorita tan educada. Y rascándose la cabeza pensó que todo aquello que le estaba pasando esa tarde era francamente extraño. Con aquel nuevo silencio entre dependiente y clienta, la voz de Taylor Swift se hizo aún más presente. En la KBP estaban poniendo uno de los éxitos de la cantante: Mean.

—¡Vaya, Bob! ¿Me permites que te tutee? Estás escuchando la misma emisora que yo, ¡qué curioso! —exclamó Nora tras escuchar la música que salía de un viejo transistor arrumbado en una esquina.

—Eh, bueno… verá, señorita —Bobby carraspeó para hacer aún más interesante su intervención—. En realidad, es la única que se pue’ escuchar aquí con una radio normal. Las montañas nos tienen muy limitaos. Como sabrá, estamos rodeaos por una cordillera más larga que un día sin pan, Whipeca es el hoyo dieciocho de Dios. Esto es como una olla en verano, señorita, ¡se lo puedo asegurar!

—¡No me digas! ¿Solo se puede escuchar una emisora de radio en todo el pueblo? —respondió Nora bastante sorprendida por aquella noticia, girándose en redondo hacia el muchacho. Había seguido avanzando un poco más hacia el interior de la tienda, pero de nuevo se había detenido para mirarlo de frente.

—Sí, pero siempre pone buena música, ¡nuestra Meredith nos tiene muy mal acostumbraos! —añadió Bobby Thomas con una sonrisa bobalicona, mientras seguía admirando de lejos a esa hermosa mujer que permanecía en su tienda sin comprar nada.

Nora entendió que esa tal Meredith era la locutora que hacía un momento había escuchado presentando aquella canción. Debía ser una mujer mayor, pero con un peculiar gusto musical y una voz muy sugerente, alguien ideal para estar detrás de un micrófono. Durante el camino que la había llevado hasta allí, Meredith había hecho un par de comentarios realmente graciosos en sus presentaciones, por eso no había intentado cambiar de emisora.

—Bueno, Bob, he de seguir mi camino, pero ha sido un placer conocerte. ¡Gracias de nuevo por tu invitación! Me llamo Nora, Nora Jones. Y voy a vivir aquí una buena temporada, así que estoy segura de que volveremos a vernos ¡Que tengas un buen día! —Y sin más, Nora se puso sus gafas de espejo y se fue por donde había venido, dejando al pobre Emory Junior a solas con aquella estupenda noticia.

Capítulo 3:
Un nuevo hogar

 

 

 

 

 

Lo que más le sorprendió a Nora nada más entrar en su nueva casa fue que, a pesar de llevar más de treinta años sin ser habitada, estaba muy limpia y cuidada. Era toda de madera, como una casita hecha con cerillas. La fachada estaba recién pintada de color blanco y en los tejados destacaba un tono rojo ocre muy navideño. Vista por fuera, parecía la típica casa que dibujaría una niña de seis años, pero por dentro, no decepcionaba en absoluto. La decoración tenía un toque femenino que resultaba realmente confortable para Nora: lazos rojos colgados en las paredes, cajitas de madera con formas de estrella por las mesitas, o colchas de patchwork olvidadas en los brazos de las sillas y sillones. Era como si su anterior dueña se hubiese acabado de marchar dejando a Nora sola en plena visita.

Según le había explicado Matthew, el chico de la inmobiliaria, los caseros le rogaban encarecidamente mantener la vivienda en perfecto estado. Al parecer, pertenecía a una poeta local que a principios de siglo revolucionó al pueblo entero publicando un libro sobre el amor libre y criando sola a su hijo de cuyo padre nunca se supo nada. Pero fue al entrar en el salón donde Nora sintió que realmente aquella casa la había atrapado. Allí descubrió una mesita de escritorio antigua, con su secreter incluido, lugar donde incidían los rayos de sol que se colaban desde el enorme balcón hacia el interior de la casa. Nora suspiró al verla, era como una invitación a quedarse y continuar con la historia que hubieran dejado a medias.

Era la casa perfecta para ella: la casa de una mujer solitaria y luchadora.

Los familiares de la artista habían conservado aquel hogar como un tesoro durante generaciones, pero ahora estaban pasando por una racha muy mala y habían decidido ponerla en alquiler, así podrían recibir alguna ganancia de su única herencia. Pensaban que nadie iba a responder al anuncio, porque, ¿quién querría alojarse en Whipeca? Sin embargo, era lo único que aparecía por internet para alquilar allí y, aunque el precio era desorbitado, no había más donde elegir. El resto de anuncios que había encontrado Nora hablaban de establos, caballos o mulas mecánicas, todo de primera calidad, pero no era lo que buscaba esa rubia galesa. Por eso, durante todo el vuelo Gatwick-Tucson, temía no haber hecho bien al dar una entrada como señal sin haber visto la casa primero. Pero tras ver todo aquello supo que había acertado. La suya era ahora una casita diminuta, casi de juguete, con una chimenea en el salón que animaba a quedarse durante horas mirando el fuego. Tenía un enorme porche en la entrada, para tomar el fresco en verano, durmiendo a pierna suelta en ese balancín de la esquina. ¡Incluso había mosquiteras en todas las ventanas! El gusto de cada detalle era envidiable: los alambiques antiguos utilizados como lámparas, los cuadros con fotos de época, o los muebles de estilo rústico con detalles bordados, como esos colgantes en las manivelas de las puertas. ¡Menudas fruslerías! Seguro que alguien había tardado siglos en hacer esas cosas. Todo ese conjunto trasnochado la hechizó. Y aunque el chico de la inmobiliaria viera como inconveniente lo apartada que estaba de su nuevo trabajo, a ella eso le parecía perfecto; como tampoco le importó que no fuera una zona muy transitada.

—Esa vieja carretera que ve, es la antigua salida a la estatal. Actualmente, apenas pasan coches por ahí, señorita Jones. Como mucho, verá pasar tres o cuatro tractores al cabo del día. ¡Y estoy seguro de que la saludarán con la mano cuando la vean asomarse por la ventana! —le comentó Matthew, aquella tarde, al entregarle las llaves de la casa a Nora.

El dedo de él, anillado por un grueso sello de oro, señalaba un sendero mal asfaltado. También a lo lejos se comenzaba a divisar una nube de polvo levantándose en el horizonte, muy frecuente por esta zona.

Matthew Harris era de Tilapia. Todo un profesional o, al menos, eso era lo que él decía al entregar su tarjeta. Harris se estaba esforzando en no sacar a flote delante de su clienta aquella rivalidad con la que había crecido desde pequeño, pero a veces le resultaba inevitable pensar en la suerte que habían tenido ese atajo de palurdos de Whipeca con aquella nueva inquilina. Desde luego, no se merecían que tanta belleza durmiese en sus tierras.

—Señorita Jones, ¡déjeme buscarle otra cosa! Aunque sea una casa muy bonita, no es lugar para que viva una mujer sola. Enfrente solo tiene la casa de un anciano, un veterano de guerra demente que apenas le puede dar conversación. Créame, hay cosas mejores y mucho más baratas a solo un par de kilómetros de aquí —dijo pensando en su propia ciudad.

En ese momento estaban en el jardín de la casa. Allí había un huerto diminuto y unos pocos árboles a su alrededor. De repente unos pájaros aterrizaron en su nido, delante de ellos, y llamaron su atención con el canto emparejado de las crías que les estaban esperando. ¡Parecían toda una gran familia!

—Muchas gracias, Matthew —contestó Nora tras meditarlo unos segundos.

—¡Llámeme Matt, por favor! —se adelantó a corregir el vendedor con confianza, mostrándole su sonrisa sin obtener réplica por parte de la chica en ningún momento.

—Gracias, Matt —repitió Nora—, pero esta casa es exactamente lo que estaba buscando al venir aquí —le respondió con la mirada perdida en aquel sauce del desierto que tenía enfrente.

Capítulo 4:
Halloween

 

 

 

 

 

—¡Buenos días, dormilona! —exageró Nora al reconocer la voz de ultratumba de su amiga al otro lado del teléfono.

—¡Sabía que eras tú, Jones! Eres la única que puede despertarme sin compasión un domingo —gritó Claire mientras bostezaba, haciéndose casi imposible de entender lo que decía. Se había quedado leyendo hasta el amanecer el último bestseller de literatura erótica que había llegado a sus manos y, de no ser porque estaba esperando aquella llamada, habría tirado el móvil por la ventana al primer tono—. Creo que debería recordarte, si quieres mantener esta relación a distancia, que hay ocho horas de diferencia entre tú y yo.

—¡Pues claro! Si para mí son las ocho, para ti ya es media tarde. Ya va siendo hora de que te despiertes, Claire. Además, ¿no es suficientemente importante para ti que tu mejor amiga haya llegado sana y salva a Whipeca? Es el pueblo con más iglesias que jamás he visto —respondió Nora con una sonrisa en el rostro. Sabía muy bien lo perezosa que era su excompañera de habitación para levantarse los domingos. De modo que, llamase a la hora que llamase, ella seguiría con el pijama puesto y tumbada en la cama.

—¡Venga, cuéntame! ¿Cómo es todo eso? ¿Ya has visto algún vaquero? —preguntó Claire espabilándose.

Ella ya se había hecho una idea de cómo era el pueblo donde acababa de aterrizar su amiga: en su Whipeca mental todas las casas tenían un pequeño establo con abrevadero donde relinchaban dos o tres caballos. Las mujeres siempre cocinaban gachas y se secaban las manos en el delantal, y los hombres escupían tabaco mientras jugaban a las cartas y llamaban «encanto» a las camareras.

—Vi de todo al llegar aquí: vaqueros, indios, fantasmas, zombis, vampiros… ¡Ayer fue Halloween, Claire! Y todo el mundo iba disfrazado de algo. Así que ya puedes imaginarte qué cara pondría cuando, al entrar en los sitios, todo estaba lleno de telarañas, velas y calabazas —Claire escuchaba atenta y se reía de las ocurrencias de Nora—. ¡No bromeo! Tardé demasiado en saber qué pasaba. Fue un rato después, cuando, parada en un semáforo, oí a un niño a lo lejos gritando «trick or treat», y entonces caí en la cuenta.

—¡Eso solo refuerza mi teoría de que vives en otro mundo, Jones! —añadió Claire carcajeándose. Siempre que podía, le gustaba llamar a su amiga por el apellido. Le recordaba tiempos mejores, su ya olvidada época de estudiantes. Por aquel entonces se había puesto de moda el éxito de Helen Fielding, El diario de Bridget Jones, y aún disfrutaba haciéndola rabiar nombrándola como lo hacía Daniel Cleaver, el seductor y mujeriego jefe de la protagonista en esa novela.

—Muy graciosa, Claire. —Nora agradecía volver a escuchar aquella risa tan familiar y siguió explicándole la jornada anterior, como si hubiesen quedado para desayunar en aquella cafetería de Covent Garden—. Lo que quiero decir es que ayer, entre unas cosas y otras, yo no estaba muy atenta al volante. Y claro, por eso me pasó lo que me pasó.

—¿Y qué te pasó? —preguntó Claire, intrigada, acomodando varios cojines a su espalda.

—Pues que, nada más entrar en Whipeca, el navegador de mi coche se volvió loco. No sé, creo que se ha estropeado, tendré que llamar para que me lo arreglen. ¡En fin! Que yo solo quería redireccionarlo, de hecho, en eso estaba cuando el semáforo se puso en verde. Claire, yo te juro que miré antes de avanzar con el coche, pero al parecer… bueno, al parecer no lo hice demasiado bien y… ¡casi atropello a un niño!

—¿Qué me dices? —La amiga de Nora se incorporó de inmediato por acto reflejo. No esperaba para nada ese final en la narración de su amiga—. Pero… ¿y el niño está bien? ¿Tú estás bien? ¡No me estarás llamando desde la cárcel o algo así, ¿verdad?!

—¡No, claro que no! Todo ha quedado en un buen susto. De repente escuché al padre gritar que me parase, cosa que hice al instante. Frené y me bajé del coche muy asustada, para comprobar que todos estuviesen bien, y, aunque me alivió mucho saber que al chico no le había pasado nada, me las tuve que ver con un padre más que furioso. ¡Dios mío, Claire! Al principio pensé que aquel tipo me iba a estrellar contra el suelo de lo encolerizado que estaba. Yo le intenté explicar de mil formas lo que me había pasado, pero no quiso aceptar mis disculpas.

—¡Entiéndelo, Jones! Casi matas a su hijo —Claire se puso en el lugar de aquel pobre hombre.

—Ya, pero al final no le pasó nada. Quiero decir, que no fue para tanto. El niño siguió saltando por ahí, pidiendo caramelos a todo el mundo, mientras su padre me echaba un sermón inaguantable sobre la responsabilidad al volante. ¡Pero si hasta terminé ofreciéndole dinero por las molestias ocasionadas!

—¡Ja, ja, ja! Eso es muy típico de ti, Jones —dijo Claire pensando en su carismática amiga. Nora era de las que pensaban que el dinero no hacía la felicidad, pero ayudaba a conseguirla. Sobre todo si tu felicidad consistía en conseguir el último conjunto de Agent Provocateur—. Y dime, ¿el padre también iba disfrazado? —preguntó, dejando a Nora un poco desconcertada con aquella pregunta. ¿Realmente había estado escuchándola?

—Por supuesto, ¡de perro rabioso! —respondió Nora a sabiendas de que provocaría una de esas famosas risotadas en su amiga. Y así fue.

—Madre mía, Nora. ¡Eres única haciendo amigos! Acabas de entrar en ese pueblo y ya hay alguien que te odia —murmuró Claire echándose las manos a la cabeza.

—Sí, ya sabes que es mi fuerte. ¡Qué le voy a hacer! Sin ti estoy perdida —respondió la otra con sarcasmo.

Mientras hablaban, Nora terminó de guardar la ropa que había en su maleta y ahora le tocaba el turno a su bolsa de aseo. Gran parte del peso que había facturado se debía a lo que guardaba ahí dentro: crema de día, de noche, sérum, tónico, gel exfoliante, agua micelar, ampollas flash, mascarilla facial… y un larguísimo etcétera que fue colocando con cuidado sobre la repisa del cuarto de baño. Pasar de la treintena no estaba siendo fácil para nuestra protagonista.

—Por lo demás, ¿todo bien? ¿Y el alojamiento? —siguió preguntando Claire con mucho interés.

—La casa es genial. En cuanto pueda te mando unas fotos. Parece sacada de una revista de decoración, todo está elegido con muchísimo gusto —comentaba Nora echando un nuevo vistazo a su alrededor.

—¿Y cuándo empiezas a trabajar? —Claire no se cansaba de oír a su amiga.

—Mañana cogeré el tren para ir a Tucson. Tengo una entrevista de bienvenida en las oficinas de esta sede y, desde luego, no pienso llegar tarde por culpa del navegador. Y al siguiente, ya empiezo aquí. ¡Puff! No tengo muchas ganas, la verdad. —Claire lamentó oír eso—. Así que, en cuanto termine de desempaquetar, me daré una vuelta por el pueblo para ver dónde se puede comer algo. Tengo hambre, ¡y ya sabes que tengo que buscar mi restaurante japonés favorito! —Aquella última frase divirtió a LinsteadClaire. Su amiga seguía empeñada en no variar sus hábitos, algo que dudaba mucho que pudiera continuar haciendo en un sitio como ese. Por eso la interrumpió para burlarse de ella:

—¡Va a estar abierto solo para ti, cariño!

—¿Sabes que eres muy pesimista?

—Tú conduce con cuidado, ¿quieres? ¡Te quiero!

—¡Yo, también!