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© Título: La puerta de la jaula.

© Santiago Gil.

ISBN: 978-84-948988-7-7

Depósito Legal: GC 1008-2018

Primera edición: Noviembre 2018

Edición: Editorial siete islas www.editorialsieteislas.com

Correcciones y estilo: Laura Ruiz Medina

Ilustración portada: Nareme Melían

Maquetación: David Márquez

Fotografía autor: Txefe Betancort

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La catedral

Escuchaba los golpes sobre la piedra, certeros, monótonos, lejanos. Paseaba por una ciudad colombiana en 1999, pero al cerrar los ojos se descubrió cincelando la piedra de una catedral muchos siglos antes. Seguía estando en Burgos en 1378. Hacía frío. Se reconoció con los mismos gestos y la misma mirada concentrada. Alguien le llamó a lo lejos. Era un niño pequeño que salía de la playa. El niño tenía los mismos ojos que aquel maestro que le estaba enseñando a moldear la piedra de una catedral lejana.

Payasos

Me paró y me preguntó por mi hijo. Me dio las gracias por todas las veces que le compré globos en el parque. No lo reconocí. Me dijo que era el payaso. Mi hijo tiene hoy 30 años y este hombre debe estar rondando los sesenta. Me habló de aquellos años como si narrara un viaje lejano. Ahora sí recuerdo que siempre olía a alcohol. También me acuerdo de su mirada. Era limpia. Me contó que estuvo casi tres años tirado en la calle, pero que luego la vida le había dado nuevas oportunidades. Da clases en un instituto cercano. Me agradecía las monedas de aquellos días. Le conté que mi hijo es ahora payaso en un circo y que es feliz porque hace lo que le gusta. Siempre me dijo que quería ser como aquel hombre que nos alegraba las mañanas de domingo en el parque.

La bailarina y la lluvia

Solo recuerdo que llovía. La única condición que pongo en mis contratos es que nunca bailo los días de lluvia. Por eso en invierno casi no actúo en Europa. Los días de lluvia me recuerdan a mi padre. La primera vez que me llevó a ballet diluviaba en Barcelona. Era septiembre. Me decía que estaba seguro de que acabaría siendo una gran bailarina. Todos me dicen que mi cuerpo y mi cara se transforman desde que salgo al escenario. Pienso siempre que bailo para él, pero los días de lluvia la tristeza de su recuerdo me hace llorar y termino resbalando sobre el escenario.

La modelo de la piscina

Era la más guapa. Se convirtió en modelo y vivió entre Londres y Nueva York. Ahora pasea por el borde de esa piscina vistiendo las ropas de una tienda ambulante que vende según termina el desfile. Acuden a hoteles masificados y llenos de horteras con todo incluido. Los que empiezan a beber desde que amanece le dedican frases soeces cuando se cambia la ropa en el borde de la piscina. Sigue siendo muy guapa, pero me contaron que tuvo mala suerte en la vida y luego estaba también lo de aquel accidente. Se quedó en la isla en la que había nacido y ese trabajo fue el único que encontró. Sonríe igual que cuando desfilaba en las grandes pasarelas. No tuvo nunca un nombre reconocible, pero cuando desfilaba nadie era ajeno a su exótica belleza. Yo me enamoré de ella en el instituto, pero nunca me hizo caso. Mi mujer no para de sacarle defectos cada vez que pasa a nuestro lado. Ella me ha mirado y yo creo que me ha reconocido. Soy un hortera más en medio de este bullicio.

La manzana

Compró dos manzanas en una frutería que estaba en una de las calles transversales de Triana. Se comió una en el avión, y pensó en lo extraño que resultaba la Teoría de Newton comiendo una manzana a miles de metros sobre la Tierra. La otra manzana la llevó en una bolsa y paseó con ella por París. Al día siguiente llegó a un pueblo de La Provenza. La manzana ya estaba un poco podrida y la tiró en el campo por el que paseaba, justo debajo del mismo árbol del que había caído hacía justamente tres semanas, lo que había tardado en llegar a Cádiz y luego a Gran Canaria. Mientras la fruta se pudría en la tierra, aquel hombre conoció en aquel mismo pueblo a una mujer llamada Eva de la que ya lleva cinco años enamorado.

Las dos voces

Hablaba todo el tiempo a dos voces. Decía que no al mismo tiempo que decía que sí simultáneamente. Hubo un fallo en su proceso evolutivo y solo se había duplicado su cuerpo en la otra dimensión. Allí era mudo. La voz que le faltaba sonaba en este lado del tiempo, confundiendo todo el rato los pensamientos.

La caída del ángel

Ni siquiera caí. Seguía el rastro de un brillo y no me di cuenta de que el cielo se acababa. Bajé en picado y me posé en un suelo de ladrillos encarnados. Lo que pensaba que brillaba no era nada, alguna esquirla de vidrio, arena derramada en el patio o un charco que aún no se había secado. Trataba de volar y me golpeaba contra las paredes. No había más de medio metro de ancho y la altura superaba los tres pisos. El cielo quedaba lejos. Otros se han ofuscado tratando de salir de donde es imposible sin una ayuda que nos permita extender nuevamente las alas. Primero llegó un perro y me estuvo oliendo. Yo no me movía. Se echó a mi lado y comenzó a lamer las pequeñas heridas que me había hecho en el intento de querer volar. Luego llegó él y me miró largo rato. Notaba que tenía miedo, pero después empezó a hablarme con ternura. Me dijo que no me preocupara, que buscaría la manera de salvarme. Era un hombre pequeño y poco musculoso. No hubiera podido conmigo. Al rato apareció otro hombre que sí era muy alto y tremendamente fuerte. Yo seguía quieto confiando en mi destino. No me quedaba más remedio que mantener la calma y la confianza en los milagros. Me levantaron muy despacio, y el hombre pequeño logró subirme sobre la espalda del grande. El perro nos seguía mientras apechábamos a duras penas las escaleras. Me colocaron sobre el suelo de la azotea y me dijeron que ya podía volar de nuevo donde quisiera. No podía hablarles, pero los dos entendieron que mis alas necesitaban extenderse en el aire. Jamás he volado desde abajo. El hombre más fuerte me sujetó como si fuera un pájaro y me lanzó hacia arriba con todas sus fuerzas. Solo miré para ellos cuando ya estaba muy lejos.

El ajedrez

Lo veía cada mañana, concentrado, colocando cada una de las piezas, como si atisbara miles de jugadas en el tablero. Luego llegaban los niños y tiraban aquel ajedrez de fichas gigantes al suelo. Él había sido una gran promesa a la edad de esos niños, pero se vino mentalmente abajo a los veinte años. Desde entonces no juega una sola partida. Limpia la piscina del hotel. Era el único de los empleados que sabía colocar cada pieza en su sitio.

El tsunami

Dormía con el transistor encendido toda la noche debajo de la almohada. Fue así como escuchó la noticia del tsunami en Tailandia. Cada hora, con los pitidos horarios, se desvelaba un par de minutos escuchando los titulares. A las cuatro de la mañana, hora de Canarias, empezaron a hablar de una gran ola que había matado a cientos de personas en las costas asiáticas. Cada hora que pasaba iba aumentando el número de muertos. Nunca se despertó. Se quedó hundido para siempre entre las aguas de aquella paradisiaca playa en la que estaba soñando.

La cortina

Compraba siempre cortinas con flores para la ducha. Llevaba toda la vida soñando con que la primavera se apareciera en su cuarto de baño. Cada vez que se mojaban parecía como si el rocío de la mañana las hubiera humedecido y brillaban igual que las que regaba su abuela cuando era niña. Cuando salía a la calle solo veía asfalto, cemento y grandes edificios de cristal por todas partes. Ella se encerraba todo el día a estudiar cifras en uno de esos edificios. Casi no hablaba con nadie. Luego llegaba a casa y dejaba que el agua caliente llenara de vaho el cuarto de baño para que las flores volvieran a brillar igual que en su infancia.

La lechuza

Había soñado con ella justo la noche anterior. Ahora le acababa de pedir amistad en Facebook. Habían sido amantes hacía unos años. Lo dejaron cuando ella se fue a dar clases a una universidad del extranjero. No había sabido nada de su vida en los últimos diez años. La noche anterior él había soñado que ella tenía mirada de lechuza. Hoy se encontró a esa misma lechuza que le había mirado en sueños. Era su foto de perfil en Facebook. No la aceptó. Ella creerá que la ha olvidado o que no quiere tener problemas con su nueva pareja. Nunca le contó que siempre ha sentido pavor cuando le mira fijamente una lechuza. No entiende por qué ella, que tenía los ojos más hermosos que jamás le han mirado, no se presenta tal como es en la pantalla. Ahora le tiene miedo, después de haberla querido tanto.

Música de semáforos

Mis melodías duran lo que tarda el semáforo en ponerse en verde. Dicen que soy original y que logro sintetizar en unos segundos todas las emociones y los sentimientos. No me quedó más remedio. Estuve cuatro años tocando en un semáforo de Quito. Improvisaba melodías que luego llevaba al papel pautado cuando llegaba a casa. Más tarde me mudé a España y probé suerte en una casa de discos (todavía se grababan discos de vinilo cuando vine). Ahora mi música suena en los despertadores y los teléfonos móviles y cobro mucho dinero cada año por los royalties. Nunca hasta hoy había contado lo de aquel semáforo de Quito en el que estuve pidiendo entre dieciocho y los veintidós años. En aquellos años ni siquiera existían los teléfonos móviles que ahora llevan mis melodías a todas partes.

La gueldera

Lleva años paseándose con una gueldera por la calle de Triana. La lleva apoyada en el hombro. Todos creen que va de pesca, pero él jamás se ha acercado a la orilla. No sabe nadar y le tiene mucho miedo al agua. De vez en cuando estira el brazo y mueve la gueldera como si la estuviera fondeando. Cuando llega mira con atención lo que queda dentro. Parece inofensivo, un pobre hombre empeñado en pescar en medio de la nada. Jamás le ha dicho a nadie que entre los espacios vacíos de la malla quedan atrapadas las miradas de todos los que atravesaron alguna vez esa calle.

Escalofrío

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