CIUDADES EN BANCARROTA

La especulación financiera demoliendo nuestra vecindad

René Bartillac

LD Books. Colección Conjuras

Edición Digital


Ciudades en bancarrota ©René Bartillac, 2015

L.D. Books

D.R. ©Editorial Lectorum, S.A. de C.V., 2015 Batalla de Casa Blanca Manzana 147 A, Lote 1621 Col. Leyes de Reforma, 3a. Sección

C.P. 09310, México, D. F.

Tel. 5581 3202

www.lectorum.com.mx

ventas@lectorum.com.mx

Primera edición: junio de 2015

ISBN Edición impresa: 978-607-457-443-2

Colección CONJURAS

D.R. © Portada e interiores: Mariel Mambretti

Características tipográficas aseguradas conforme a la ley. Prohibida la reproducción total o parcial sin autorización escrita del editor.


Índice

 

Introducción

Capítulo 1. NATURALEZA Y DESTINO DE LA NUEVA CIUDAD

Capítulo 2. CUALQUIERA PUEDE PERDER

Capítulo 3. TU CIUDAD, TU PAÍS, EL MUNDO

Capítulo 4. LOS AYUNTAMIENTOS EN LA CHAMPIONS LEAGUE

Capítulo 5. LA ESPAÑA QUE HIELA EL CORAZÓN

Capítulo 6. AMÉRICA DE LECHE Y MIEL

Capítulo 7. MAL DE MUCHOS, CONSUELO DE NADIE

Conclusión

Apéndice fotográfico

Bibliografía

 


Introducción

 

En julio de 2013, en Estados Unidos de América sucedió un hecho, si bien no del todo inédito, impactante y trascendental.

La que fuera pujante ciudad de Detroit, apodada Motown porque albergaba buena parte de las grandes terminales automotrices del mundo (como Ford, Chrysler y General Motors), declaró su bancarrota; el mayor de los quiebres municipales en la historia de los Estados Unidos.

Y no era inédito porque un año antes tres ciudades de California habían tomado la misma dramática decisión que ahora Detroit. San Bernardino, Stockton y Mamonth Lakes también se habían declarado en estado de insolvencia. Fue-ron, sin embargo, los primeros aldabonazos de un lúgubre repique de campanas colectivo, porque la lista siguió.

Y aunque en los Estados Unidos la situación de cesación de pagos -y posterior estado de bancarrota- de las ciudades no era ni es algo nuevo, para el resto del mundo el hecho constituía una anomalía angustiosa.

Sin ser un neoliberal extremo, Paul Krugman ensayó una explicación del fenómeno que disolvía a mazazos cualquier esperanza de previsibilidad para los frágiles entes de carne y hueso:

“Algunas veces los perdedores de los cambios económicos son los individuos, cuyas habilidades se vuelven redundantes…”

Y es digno de hacer notar la fría naturalidad con que Krugman explica el proceso:

“Algunas veces ellos son compañías que sirven a mercados que ya no existen; en otras se trata de ciudades enteras que su lugar en el ecosistema económico. El descenso sucede”.

Es escalofriante, sin dudas. Todo es objeto de oferta y demanda, y en ese juego imprevisible no hay nada que no pueda suceder.

Pero para el memorioso ciudadano común estadounidense algún eco habría de haberle sonado. Allá por los años 70, la propia Nueva York, hoy sede del capitalismo financiero mundial, habría sido declarada en quiebra si el gobierno federal no hubiese salido a rescatarla con 2.300 millones de dólares.

Se dice, sin datos precisos, que más de 20 ciudades de los Estados Unidos están hoy al borde de la bancarrota, lo que supone, desde luego, un fenomenal recorte en el valor de las pensiones y una fuerte reducción del empleo público municipal. Y “detrás, está la gente”.

Lo que se omite en los grandes discursos oficiales es que esas quiebras son parte de los efectos de un capitalismo rentístico y fuertemente transnacionalizado. Él es el responsable de que los recursos tributarios de una ciudad desaparezcan de un año al otro. Y todo obedece a la ley del mayor beneficio.

Enormes centros industriales en Estados Unidos, Japón e Inglaterra han sido desmantelados, desplazando las fábricas a países del Tercer Mundo, cuya mano de obra barata asegura una mayor renta. La internacionalización de las transacciones monetarias desplaza el dinero de un país a otro en cuestión de segundos, y el triunfo del negocio financiero por sobre el productivo, alterando profundamente la relación de las ciudades con las economías nacionales y, en el bendito mundo globalizado, con la economía internacional.

Es por ello que el fenómeno de la bancarrota de las ciudades, que durante mucho tiempo pareció circunscribirse exclusivamente a los Estados Unidos, hoy ensombrece, por ejemplo, a ayuntamientos españoles o ciudades mexicanas como Jalisco.

Allá por 1991, la socióloga Saskia Sassen sorprendió con un libro que anticipaba, de alguna manera, ciertas respuestas para lo que habría de generalizarse como fenómeno un par de décadas después. La ciudad global: la centralidad revisada es el nombre de su obra, y en ella Sassen propone un modelo de ciudad globalmente integrada.

Por entonces, la pensadora holandesa imaginaba a Nueva York, París, Londres y Tokio como ese modelo de ciudades que compartían tener un aeropuerto internacional propio, una avanzada infraestructura de telecomunicaciones, ser sede de importantes empresas internacionales y tener un ambiente cultural propio, entre otras características.

Aquellas eran para Sassen las ciudades globales, las ciudades que habrían de sobrevivir en el futuro cercano. Y no se equivocó, claro. Pero su estudio abrió un interrogante sobrecogedor: ¿cuál será el futuro, entonces, de ciudades como Guayaquil, México o San Salvador, Santo Domingo, Birmingham, o Portland, sólo por nombrar algunas de las miles de ciudades que se desparraman por todo el planeta?

Acaso, Detroit sea la respuesta.

En octubre de 2014 la Motown logró reducir 7.000 millones de dólares de deuda pública y levantó el default en el que había caído.

Pero la pujante ciudad de las automotrices, que en los años 50 contaba con una población de 1,8 millones de habitantes, hoy apenas tiene menos de 700.000. Miles de edificios han sido abandonados o sufren un estado de deterioro muy grave, y los pensionados han visto mermados sus ingresos significativamente.

Detroit casi no cuenta ya con familias de clase media y media-alta, y la desocupación es el doble de la media en Estados Unidos. El sistema de distribución de agua y el sistema informático necesitan ser reparados y modernizados, pero antes que eso, la ciudad debe atender los servicios de una deuda de 11.000 millones de dólares que aún carga sobre sus espaldas.

Lo cierto es que, de ser correcto el diagnóstico esbozado por Sassen en su libro, Detroit difícilmente será lo que fue; pero, peor que eso, luchará denodadamente sólo por tener un pequeño lugar bajo el sol.

Así las cosas, las preguntas a responder parecen ser: ¿se sembrará el mundo de ciudades casi fantasmas? ¿Existirán -como imaginaron algunos novelistas de ciencia ficción- un territorio confortable en el que habiten los ricos, y otro, des-mantelado, desguazado, sin ley, en el que vivan los pobres?

He aquí algunas reflexiones para ver si en algún momento podrán triunfar la racionalidad y el respeto por el hombre, o si el destino de la Humanidad se jugará, definitivamente, en las pizarras que cambian a la velocidad de las volátiles oportunidades financieras.


Capítulo 1

Naturaleza y destino de la nueva ciudad

"Yo extraño mi ciudad, / las luces de mi ciudad / su brillo, su resplandor/
no puedo olvidar...”

Nacha Guevara

Las últimas tres décadas del siglo XX produjeron no sólo una revolución tecnológica que echó por tierra casi todos los parámetros y paradigmas que regían hasta entonces; también alumbraron una nueva manera de generar riqueza, o el exceso de ella. De pronto, el mundo pareció haberse puesto patas para arriba. Y como nunca, los pocos pasaron a decidir por los muchos.

Si se rastrea con cuidado cuáles fueron los verdaderos motores de esta transformación tan vertiginosa como expulsiva, será posible apreciar que existieron dos locomotoras que arrastraron al mundo a esa "nueva dimensión”: Internet y la transnacionalización productiva y financiera.

El 21 de noviembre de 1969, cuando un grupo de científicos logró enlazar cuatro computadoras situadas en puntos distantes, tres en California y una en Utah, el espacio entre las distintas ciudades del planeta había desaparecido.

La investigación (y sus resultados), encargada y financiada por el Departamento de Defensa de los Estados Unidos, no se hizo pública hasta 1972, pero el mayor hallazgo científico del siglo XX ya se había producido, y sus consecuencias no tardarían en aparecer en el mundo del trabajo, del conocimiento y aun del ocio.

En 1999, Javier Echeverría, licenciado en Matemáticas y doctor en Filosofía y Letras y en Ciencias Humanas, publicó la obra que más luz echa sobre el fenómeno de Internet. En Los señores del aire: Telépolis y el tercer entorno, Echeverría asegura que la aparición del Internet, lejos de haber sido, simplemente, un enorme avance técnico-científico, ha generado un nuevo espacio social, diferente de los entornos naturales y urbanos en que, hasta entonces, vivían e interactuaban los seres humanos.

El autor considera que hoy el mundo puede ser divido en tres entornos:

• El entorno natural (el de la naturaleza dada).

• El entorno urbano (las ciudades).

• El entorno creado: el de la radio, la televisión, el dinero electrónico, las redes telemáticas, etc.

Este tercer entorno está en su totalidad coronado, desde luego, por la “Internet”, la “red internacional”, para ir a su original etimología.

Como se ve, para el pensador español este tercer entorno abarca todos los avances tecnológicos que, de una manera o de otra, han suprimido las distancias entre las distintas regiones del mundo.

Dice Echeverría explicando ese tercer entorno al que denomina “Telépolis” (algo así como “ciudad-polis a distancia”):

“Desde el punto de vista metropolitano, los aeropuertos, las estaciones de autobuses y de ferrocarriles, junto con los diversos cinturones de autovías, han seguido desempeñando el papel de las antiguas puertas de entrada a la ciudad y de los caminos y vías que llevan a ella. Telépolis, en cambio, no está asentada sobre un territorio bidimensional que pudiera ser cercado por círculos concéntricos y vías de salida, ni es reducible a un conjunto de volúmenes edificados sobre dicha planta: no tiene perspectiva visual, ni geografía urbana dibujable sobre un plano. Es multidimensional por su mismo diseño, y ni siquiera desde las alturas es posible acceder a una visión global de la nueva ciudad”.

La descripción precisa y un tanto fantasmal de la “nueva ciudad” a la que Echeverría denomina con acierto Telépolis, parece haber usurpado (¿acaso definitivamente?) el espacio de los centros urbanos, en los que actuaban los hombres y se asentaba la economía de una región o de un país.

Respecto de la economía, dice el pensador español:

“Las empresas industriales no radican ya en aquellas modestas naves de principios de siglo, sino que sus centros de producción, administración y distribución están repartidos por doquier. Las mal llamadas multinacionales son en realidad tele-empresas, que han adaptado su estructura a la nueva ciudad. Los escaparates de las tiendas son, por supuesto, los medios de comunicación, y por lo tanto están en todas y cada una de las casas. Como todavía quedan compradores que mantienen sus viejas costumbres, las empresas conservan locales de venta por relación directa entre vendedor, comprador y mercancía, pero nadie duda de que la auténtica relación comercial tendrá lugar en el futuro a través del teléfono, la televisión y el ordenador”.

Este tercer entorno, o E3, como se ve, ya no requiere sostén de un espacio físico como el de las ciudades o incluso el de los países, por lo cual, aquello que en la década de los años 60 hubiera sido absolutamente impensable, hoy se volvió realidad en virtud de la revolución tecnológica, en particular de Internet.

Un mundo inmaterial

Como calificativo de su derecho a existir, hoy hay en el mundo ciudades “viables” e “inviables”. O, como califican ciertos estudios que se hacen anualmente: ciudades alfa, beta o gama. 

Analizando el libro de Echeverría, Lluís Rius Oliva, docente de la catalana Universidad de Oberta, dice respecto de Telépolis:

“A diferencia de lo que pasa en los entornos natural y urbano, donde la comunicación sólo es posible si hay presencia física y proximidad, los escenarios del tercer entorno se basan en la tele-voz, la tele-visión, el tele-dinero y las tele-comunicaciones. Los adelantos técnicos podrían ampliar estos elementos y crear en el futuro los conceptos de tele-olor, tele-gusto..

Rius Oliva va aun más lejos previendo el futuro:

“A medida que se vayan simplificando los sistemas de comunicación entre hombres y máquinas, y la voz o la mirada sustituyan al teclado y el ratón, el tercer entorno será cognitivamente más accesible y el número de personas que se conectará de manera eficiente aumentará de manera considerable”.

Pero hay, todavía, una cuestión determinante que Telépolis le ofrece al ser humano y que, a contramano de las ciudades, no necesita de edificios ni soportes físicos: la memoria.

El docente catalán recuerda que, en tiempos de organización tribal, solían ser los ancianos quienes conservaban la información que luego iría pasando de generación en generación: mitos, leyendas, técnicas de cultivos, etc. Aquello, claro, correspondía al primer entorno; al vínculo entre el hombre y el ambiente natural.

Con las ciudades y el segundo entorno, llegó la imprenta, y antes la escritura. Ya no era preciso acudir a los ancianos memoriosos, sino que los hombres podían dejar registro escrito e impreso de sus experiencias, de los hechos trascendentes y la historia de su tiempo.

Sin embargo, esa memoria “documental”, llamémosla así, requería lugares físicos que la albergaran, hombres que supieran dónde buscarla, de qué forma había sido ordenada, y sólo podía ser conocida por un grupo determinado de personas: aquellas que accedían a dichos documentos, desde el monasterio a la biblioteca, desde el archivo del periódico al de la universidad. Esos documentos, en consecuencia, podían llegar a ser inaccesibles para quienes habitaran a miles de kilómetros del edificio en el que esa memoria estaba albergada.

Telépolis, en cambio, ofrece casi toda la memoria que la historia de la Humanidad ha ido conservando, con sólo sentarse frente al teclado del ordenador y solicitar correctamente la información que se requiere.

Escuchemos por último a Rius Oliva:

“Los soportes de almacenamiento, recuperación y gestión van cambiando, y los documentos ya no hace falta que estén físicamente cerca sino que accedemos a su representación electrónica; pueden estar depositados a una gran distancia. En el E3 tenemos mucha facilidad para hacer copias de un documento, lo cual permite que un gran número de personas pueda acceder a él con un costo económico muy bajo”.

Acaso, en un futuro no muy lejano, las ciudades no ofrezcan más que ciertos servicios esenciales para quienes sólo siguen allí para contar con un techo que los guarezca del frío y de la lluvia.

El nuevo desarraigo

El proceso de globalización, o transnacionalización, reconoce, sin dudas, dos hitos que le permitieron crecer y desarrollarse: la caída del comunismo soviético y la revolución informática. También, aunque se mencione menos (y se lo procure ocultar), el triunfo de la valorización financiera por sobre la economía productiva.

Lo cierto es que este fenómeno, que varios pensadores hacen nacer en distintos años (incluso en 1492, con el descubrimiento de América, según el economista argentino Aldo Ferrer), produjo un verdadero terremoto a nivel cultural, social, económico y de comunicación en la sociedad humana.

“Empresas multinacionales” y “libre circulación de capitales” pasaron a ser los nuevos becerros de oro en la flamante liturgia económica del triunfante capitalismo neoliberal.

Cómo mejorar la renta, la ganancia, la plusvalía, cómo acelerar la velocidad del retorno de la inversión... Estos son los cuestionamientos que se erigieron en los nuevos desafíos a enfrentar por los seres humanos. Todo debía hacerse y pensarse en función de la multiplicación del capital; el hombre debía estar a su servicio sin importar a qué costo.

Una rara ecuación se hizo carne entre los dirigentes planetarios: sin capital, no hay sociedad humana. El carro era puesto delante del caballo.

La globalización, claro, trajo consigo no sólo el desarraigo en cualquier aspecto, sino que ahora la inexistencia de fronteras permitía movimientos rápidos, por más enorme que fuera el bulto o el monto a transportar.

Si una automotriz estadounidense consideraba que fabricar sus vehículos en Brasil resultaba más rentable, por el bajo costo de la mano de obra respecto del obrero de Detroit, montaba su nueva fábrica en alguna ciudad del país sudamericano, y desmontaba la que tenía en Estados Unidos. En cuestión de semanas, abandonaba la ciudad y hasta el país de origen.

Respecto del dinero en tanto inversiones, o sean los capi-tales que recalaban en un país para financiar proyectos productivos, gradualmente fueron dejando lugar a los capitales especulativos; aquellos cuyo único objetivo era aprovechar una tasa de interés favorable. Cuando esa tasa dejaba de serlo, esos capitales volaban a otro rincón del planeta.

Así, la globalización, con sus procesos de transnacionalización de las empresas y de la libre circulación de los capitales, fue mandando al arcón de los recuerdos los proyectos de desarrollo nacionales independientes que habían enarbolado países del Tercer Mundo allá por los años 50.

Hoy, las empresas se van asentado en los países del mundo que mejores oportunidades les ofrecen para ampliar sus mercados y para conseguir ventajas competitivas, como pue-den ser reducción o eliminación de impuestos, o algún tipo de ventaja arancelaria.

Pero cuando esas condiciones beneficiosas se contraen (o cuando otro país ofrece condiciones más favorables aun) las empresas desmontan sus fábricas para relocalizarlas en algún otro lugar del planeta. El único arraigo posible en esta nueva realidad es el del lucro. Y es tal su peso que no parece tener razonamiento antagónico alguno.

No mires hacia atrás

Más grave aún que el hecho de que esas poderosas transnacionales levantan sus instalaciones en cualquier momento, destruyendo miles de puestos de trabajo, es que, como ninguna de ellas acepta la competencia, trabajan para destruir a las empresas nacionales que les disputan mercado, con lo cual, cuando se marchan suelen dejar tierra arrasada. Como en la maldición bíblica, los capitales se cuidan de mirar hacia atrás, donde sólo quedan ruinas y gente atónita.

Además, esos capitales suelen controlar, o al menos influir fuertemente, en la producción y en la economía del país en el que se instalan, en particular si es un país pequeño o subdesarrollado.

Subraya, a propósito de esto, el brasileño Gustavo Luis Ribeiro:

“Las empresas transnacionales se van caracterizando por ser las que tienen mayor fuerza financiera, mejor acceso a los mercados de dinero, de capitales y de consumo, así como riqueza relacionada con el Estado, lo cual les permite predominar sobre las actividades y empresas productivas, innovadoras, creadoras de empleos y distribuidoras de ingresos, inductoras de desarrollo progresivo, cuyos capitales suelen ser racionales”.

A la pesca de rentas más suculentas y de menores regulaciones en sus actividades, las transnacionales no sólo van saltando de país en país, sino que van condicionando a los gobiernos de los países a los que llegan, destruyen la producción local, se ligan con los sectores financieros especulativos, y cuando ya no pueden seguir multiplicando sus ganancias se marchan, dejando desierto a sus espaldas.

Cuando General Motors, o Ford, o Chrysler eran orgullosas empresas automotrices estadounidenses que exportaban sus vehículos a otras partes del mundo, Detroit fue “la París” de los Estados Unidos. Cuando la globalización y la voracidad empresarial las transformaron en transnacionales, Detroit se convirtió en un basurero.

Es así como lo que antes quedaba lejos, ahora golpea las puertas de nuestro propio vecindario. La plaza, la iglesia el edificio comunal y la gente que vive a su alrededor dependen ahora, para existir, de las fluctuaciones de costos y rentas que se verifican a miles de kilómetros de distancia. Pero todo ya está cerca. Y todo se ha tornado endeble.

Bienes intangibles, males reales