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ÍNDICE

DE LA INQUIETUD AL CONFLICTO OBSESIVO

RUIDO Y ELOGIOS

RUPTURA CON LAS RAÍCES

TRUMP: PERFIL DEL RESENTIMIENTO

UN PADRE DE ORIGEN ALEMÁN

UNA MADRE ESCOCESA

RACISMO Y RESENTIMIENTO, FENÓMENOS EXTENDIDOS

DE RONALD A DONALD

FRONTERAS SEGURAS Y COOPERACIÓN REGIONAL

FRONTERA COMÚN, HISTORIAS DIFERENTES

EL AGUA Y EL ACEITE SÍ SE MEZCLAN

DESVENTURAS DE LA GLOBALIZACIÓN

ESTADOS UNIDOS Y SUS DEBILIDADES INTERNAS EL IMPACTO DE LA GLOBALIZACIÓN

EN ESTADOS UNIDOS

MIOPÍA ESTRATÉGICA DEL PAÍS MÁS PODEROSO

LA ECONOMÍA MEXICANA Y LOS EFECTOS GLOBALIZADORES

EL DESAFÍO DE LA DESIGUALDAD REGIONAL

DESIGUALDAD Y POBREZA

ANTE LA COMPETENCIA IMPOSIBLE

LA INJUSTICIA TRADUCIDA EN VIOLENCIA Y CRIMEN

LA INSEGURIDAD, ESE TEMA QUE SANGRA

TRUMP-2020: FORTALEZAS Y DEBILIDADES INTERNAS

FRENTES ABIERTOS A ESCALA INTERNACIONAL

REFERENCIAS

el mundo
del siglo XXI

sociología y política

MURO DE IRA Y HUMO

El presente de
la relación México-Estados Unidos

por

SOCORRO DÍAZ

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siglo xxi editores
CERRO DEL AGUA 248, ROMERO DE TERREROS, 04310, CIUDAD DE MÉXICO
www.sigloxxieditores.com.mx

siglo xxi editores, argentina
GUATEMALA 4824, C1425BUP, BUENOS AIRES, ARGENTINA
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anthropos editorial
LEPANT 241-243, 08013, BARCELONA, ESPAÑA
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HC137.M46
D53

2019    Díaz, Socorro

Muro de ira y humo : el presente de la relación México-Estados Unidos / por Socorro Díaz. Primera edición. — Ciudad de México:
Siglo XXI Editores, 2019

165 p. – (Sociología y política)

e-ISBN: 978-607-03-1014-0

1. México – Relaciones – Estados Unidos – Siglo XXI. 2. Estados Unidos – Relaciones – México – Siglo XXI. 3. Libre comercio – América del Norte 4. Frontera México-Estados Unidos. I. t. II. ser

primera edición, 2019

© siglo xxi editores, s.a. de c.v.
e- isbn 978-607-03-1014-0

derechos reservados conforme a la ley

Hay una fuerza motriz más poderosa que el
vapor, la electricidad y la energía atómica:

la voluntad.
ALBERT EINSTEIN

A veces, el silencio es la peor mentira.
MIGUEL DE UNAMUNO

DE LA INQUIETUD
AL CONFLICTO OBSESIVO

Ocurrió hace decenios. Fue la conversación entre dos integrantes de la Comisión sobre el Futuro de las Relaciones entre México y Estados Unidos. La reunión formal celebrada en San Diego, California, había concluido por la tarde. Robert S. McNamara, el brillante académico al que el destino hizo protagonista en la infame guerra de intervención en Vietnam, estaba solo, bebiendo algo en una mesa del bar ubicado frente al océano Pacífico.

—¿Por qué estás tan pensativo, Bob? —fue la pregunta, a modo de saludo.

—Por lo que esta mañana dijo Henry —se refería a Henry Cisneros, entonces alcalde demócrata de San Antonio, Texas, de origen mexicano.

—¿Qué en particular?

—Comentó que en San Antonio, en las zonas donde habitan los mexicanos que entran a territorio estadunidense sin documentos, parecen sentir que el territorio les pertenece.

—No te preocupes de más, en tiempos de campaña los políticos decimos muchas cosas…

—Creo que no quieres entrar al fondo de una realidad muy seria y compleja. Los mexicanos, como los chinos, forman una nación cultural. Siguen siendo leales al territorio en el que nacieron y en el que formaron su identidad, pensamiento, creencias, hábitos, formas de ver el mundo, medios para luchar por su vida. La diferencia radica en que China está a miles de millas de aquí y los mexicanos pueden llegar a su tierra caminando. A nuestros territorios los separan unos metros…

La conversación fue interrumpida con la llegada jovial y amistosa de Adolfo Aguilar Zínzer, participante en ese encuentro de la comisión de la que McNamara y la autora de estas líneas fueron integrantes y que concluyó con la publicación formal de un informe hecho libro.1

—Y ustedes ¿qué platican tan serios?

—Pues aquí Bob tiene una tesis que lo inquieta —y se le refirió lo antes escrito.

—Estás exagerando, Robert…

McNamara guardó silencio y empezamos a hablar de la vida cotidiana en California. Que si los mexicanos son responsables de una especie de subversión cultural y que la mejor prueba es que los californianos son los habitantes más impuntuales de Estados Unidos.

—La mejor prueba de que eso no es cierto —concluyó Adolfo—, es que no existe una sola estrella de Hollywood que sea mexicana. Bueno, ni María Félix…

A su aserto le siguieron carcajadas y fue el fin de aquella conversación, más honda que circunstancial. La reflexión de McNamara es fruto de un intelectual de primera línea. Es rigurosamente exacto que México y China son naciones culturales. Sus emigrantes conservan conductas cotidianas que los identifican y los hacen diferentes a los millones de emigrantes de origen alemán o ruso, a los africanos de antigua o reciente presencia en Estados Unidos, e incluso, a aquellos que provienen de raíces latinas. Esto es, quizá, porque no comparten la línea fronteriza de más de tres mil kilómetros con Estados Unidos.

Los mexicanos en Estados Unidos sí conservan una identidad cultural propia que heredan, además, a sus descendientes. Pero esa identidad, lejos de constituir una amenaza o un riesgo para el presente y el futuro de la sociedad norteamericana, como elemento de ruptura, es –y eso tratan de mostrar algunos capítulos de este libro– un elemento enriquecedor y cohesionador de ese país.

Quienes ven en la identidad nacional de los mexicanos fantasmas de revanchas o expropiaciones territoriales, deben leer –o releer– al mayor poeta que ha dado Estados Unidos: Walt Whitman. Gran parte de su poema Hojas de hierba está destinado a cantar el presente y el futuro de Estados Unidos, de su Estados Unidos, al que sueña como altar de la democracia y la libertad, en el que se venera no a los poderosos, sino al pueblo. Sostiene Whitman, en una frase memorable, que en ese país existe “no sólo una nación, sino una ubérrima nación de naciones”. Fue él quien construyó el sueño de que su América era un crisol donde se fundirían “los americanos de todas las naciones”.

Ese sueño no se ha realizado. Y no porque hayan llegado y sigan llegando emigrantes de otras naciones, como es el caso de mexicanos y chinos, junto con aquellos que llegan desde pequeños territorios, huyendo de grandes conflictos armados, pobreza, atraso o ruina. No se ha realizado porque los sucesivos gobiernos de Estados Unidos han sido incapaces de construir las instituciones públicas que logren convertir la riqueza de la diversidad en un gran tejido multicolor y resistente, en el que se entretejan hilos de distinto grosor y tonalidades diversas. Ése es un asunto que corresponde exigir y decidir a los ciudadanos norteamericanos y a los políticos de los dos partidos encargados de conducir esa nación, que no es un crisol de razas, sino un aglomerado de emigraciones sucesivas, sin argamasas más poderosas que el orden constitucional, el dinero y las aventuras militaristas. Las otras argamasas, las que unen y fortalecen, se llaman educación, cultura y valores propios.

El hecho de que a lo largo de muchos decenios los sucesivos gobiernos estadunidenses hayan pensado de forma equívoca que las instituciones que se cohesionan por el mandato constitucional inamovible pueden ser sustituidas por aventuras bélicas transitorias, no justifica la obsesión conflictiva y superficial, que protagoniza el gobierno del presidente Donald Trump, centro de polémicas publicitarias y escándalos con trasfondo electoral que han logrado encubrir lo relevante.

 

1 Comisión sobre el Futuro de las Relaciones México-Estados Unidos, El desafío de la interdependencia: México y Estados Unidos, México, Fondo de Cultura Económica, 1988.

RUIDO Y ELOGIOS

Es innegable que hoy el eco profundo de las relaciones entre México y Estados Unidos está en silencio. El agitado y caudaloso río de su historia ha dejado de oírse debido al ruido y a la furia de las promesas electorales del presidente Trump contra la inmigración legal e ilegal.

El fenómeno de las migraciones es y será el tema sustantivo en la agenda de las relaciones internacionales de las primeros años del siglo XXI. A la densidad objetiva de este fenómeno mundial que ha restablecido la realidad del hombre nómada en nuevas condiciones, se agrega un fenómeno subjetivo: la personalidad del primer mandatario de Estados Unidos. Ante un hecho histórico, Trump quiere imponer sus muy personales filias y fobias.

También contribuye al silencio la determinación política de insertar las negociaciones económicas y comerciales de los países de América del Norte en los campos del proteccionismo comercial y el acotamiento de la globalización económica.

Los golpes de tuits son tan estridentes que no faltan quienes vean la ruptura de Occidente en la guerra comercial desatada por el gobierno norteamericano, contra las naciones europeas que integran, junto con Canadá y Japón, el Grupo de los Siete. A ese frente abierto se suma la guerra de aranceles y de propiedad intelectual contra China, en la que Europa y Canadá quedan atrapados. El resumen de la situación que viven los países occidentales durante el mandato de Donald Trump lo planteó ingeniosamente, en julio de 2018, un caricaturista del diario español El País: “se agudizó el conflicto –sostiene– entre el oriente y el desoriente”.

Este conflicto ha sido calificado por algunos analistas como la traición de Trump a los aliados europeos de Estados Unidos desde mediados del siglo XX, y de manera particular, desde el fin de la segunda guerra mundial. En medio de esta confrontación, el tema del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), vigente a partir de 1993, ha resultado una pieza apenas mediana en el tablero de ajedrez político internacional.

Los intereses generales de México, y por supuesto de los mexicanos, están atrapados en la llamada diplomacia del caos. Frente a sus aliados históricos y vecinos, la estrategia del actual gobierno estadunidense quedó sujeta a la ocurrencia personal y los arranques de un humor impredecible.

La búsqueda de conflictos por parte de Trump es firme. Lo es pese a las buenas formas mantenidas ante los representantes del nuevo gobierno mexicano por Michael Pompeo, secretario de Estado, exdirector de la Agencia Central de Inteligencia (CIA, en inglés) y reconocido “halcón”.

Los exabruptos contra México y su gente se han mantenido a pesar del intercambio de elogios entre los presidentes Trump y López Obrador, cuando este último todavía tenía el carácter de presidente electo. Una vez que asumió el cargo, ha mantenido un comedido silencio ante el mandatario estadunidense, con el argumento de que todo lo que vocifera contra nuestro país es un asunto interno del vecino, vinculado con su batalla preelectoral. Hay silencios que adulan al poderoso, pero inquietan a la sociedad mexicana agraviada a lo largo de los años.

Elusiones aparte, nadie duda de que el Departamento de Estado y el de Seguridad Interior, el vicepresidente Mike Pence y el propio Trump mantendrán la táctica de máxima presión sobre México y Canadá, países con fronteras en el sur y en el norte. Se trata de dar cuerda al eslogan electoral “América primero”, aunque esa estrategia represente algunas balas en los pies del gigante, otrora potencia imperial de la segunda mitad del siglo XX, heredera de los fastos seculares de la antigua Roma y del prolongado imperio de España, que duró del siglo XVI al XIX.

Prueba de lo anterior es la presión ejercida con éxito por funcionarios estadunidenses para que México sirva de retén de la migración centroamericana, abriendo campos de internamiento para los seres humanos que huyen de la violencia y la miseria de sus países. Tener campos de refugiados en su territorio, llamados espacios de recepción y hospedaje de migrantes, es uno de los escenarios más riesgosos que puede vivir la política interior y exterior de México, pues abre las puertas para la intervención territorial de Estados Unidos. Es, por ello, un atentado bárbaro contra la soberanía del Estado mexicano. Se puede argumentar, para encubrir esta sujeción a las baladronadas del presidente Trump, que se sigue una política humanitaria. En la práctica, el país está empezando a protagonizar, ya sin recato ni máscara alguna, la función de traspatio del vecino.

Todavía en la primavera de 2019 se desconocía si los nuevos funcionarios aceptaron o rechazaron la oferta planteada por el gobierno vecino en septiembre de 2018, de dar una ayuda de 20 millones de dólares para que el gobierno de México deportara a los centroamericanos y caribeños que se encontraban en su territorio a la espera de un descuido por parte de las autoridades de migración estadunidenses para cruzar la frontera. Es un vacío informativo ominoso.

Son pasos en falso y de alto riesgo los dados por el nuevo gobierno mexicano para recibir, por razones humanitarias y de derechos humanos, en calidad de deportados y sometidos a proceso judicial en Estados Unidos, a algunos emigrantes centroamericanos detenidos en territorio estadunidense, como solicitantes de visas humanitarias. Se ha dicho que el país no acepta ser “tercer país seguro”, pero en los hechos varias de las ciudades fronterizas de México están convertidas en espacios para abrir campos de internamiento de emigrados. Se trata de uno de los escenarios más riesgosos para la integridad territorial y la seguridad nacional que se abren en el horizonte del país.

RUPTURA CON LAS RAÍCES

Es de todo mundo conocido que la obsesión antinmigrante del presidente número 45 de Estados Unidos rompe, como es visible, con la conformación histórica de la sociedad norteamericana, integrada por olas sucesivas de migraciones de todas las regiones del mundo. Así ha sido desde que los primeros colonizadores llegaron a su costa este, procedentes en su mayoría de Gran Bretaña y Holanda. Encontraron tierra vasta y poco poblada. Había más bisontes que seres humanos representativos de los pueblos originarios.

No está de más recordar que los primeros colonizadores no trataron de evangelizar a la población nativa para después someterla a trabajos forzados e incorporarla a una sociedad de castas, como lo hicieron los muy católicos colonizadores y frailes españoles en la mayoría de los países que integran América Latina. No, la decisión anglosajona y protestante fue exterminar a los indios, a quienes llamaban pieles rojas. También es sabido que quienes lucharon y lograron sobrevivir fueron confinados en reservaciones, en donde todavía permanecen, con otros nombres y en otras condiciones socioeconómicas. Con sus matices, el fenómeno se repite en Canadá.

Ante la falta de mano de obra suficiente para emprender negocios productivos en las nuevas tierras, los jefes de la colonización, dependientes de la corona británica o ya independizados, optaron por el esclavismo y participaron en la infamia histórica de arrancar a los habitantes de África de sus aldeas y pueblos para trasladarlos, encadenados, al inmenso territorio descubierto y conquistado con decisión sangrienta.

También, con el afán de poblar el país alentaron las migraciones forzadas o enraizadas en hambrunas y guerras desde todas las regiones del mundo. Con palabras de Pablo Neruda referidas a México, vale decir que al territorio de Estados Unidos han llegado, con la intención de residir ahí, los hijos que “parió con lágrimas la tormenta del mundo”.1

Así ha sido desde el siglo XVII. Las migraciones inglesas crecieron particularmente en esa época, cuando cientos de personas salieron huyendo de Inglaterra ante los conflictos políticos y religiosos, derivados de las pugnas entre los anglicanos apoyados por el gobierno de Carlos I y los presbiterianos escoceses. El conflicto de los miembros del Parlamento contra el rey, que derivó en la guerra civil, sólo se apaciguó con el triunfo de Oliver Cromwell y la ejecución del monarca.

Como ocurre en la mayoría de las guerras civiles, en tanto que las pugnas por el poder escalan y las dinastías gobernantes son alternativamente derrotadas y restauradas, la gente de a pie echa a andar. En el caso inglés del siglo XVII, subió a los barcos y galeones a su alcance para llegar a espacios habitables donde poder vivir y trabajar.

Con la llegada de los llamados padres fundadores a la costa noreste de lo que hoy es Estados Unidos de América, se redujo el número de los habitantes originales y quedó todavía más mermada la población de holandeses que llegó primero, pero en número tan pequeño que no podía retener territorios propios, aunque haya dejado su huella. Hoy es curioso encontrar en Ámsterdam, capital de Holanda, un barrio que se llama Harlem. De aquella migración masiva desde Inglaterra, consumida en llamas políticas y religiosas, surgieron las 13 colonias inglesas y el predominio en lo político, económico y social del sector anglosajón, integrado por población blanca de religión protestante.

De aquel siglo en adelante se han sumado a ese país –que Walt Whitman soñó como “nación de naciones” y los políticos estadunidenses quieren llamar “crisol de razas”– oleadas sucesivas de emigrantes. En la actualidad constituyen una suma de etnias, nacionalidades, culturas y religiones diferentes, vinculadas por el respeto obligado al Estado de derecho; esto es, a la vida institucional que imponen la ley y el orden. La inmutabilidad formal del texto constitucional en Estados Unidos se ha levantado como un baluarte y un punto de consenso. La Constitución fue fruto de la guerra de independencia y desde fines del siglo XVIII se mantiene intacta.

En el siglo XIX el expansionismo militar y económico de la nueva nación empezó a agregar, en cantidades significativas y calidades culturales relevantes, a grupos demográficos de otro origen. La compra de los territorios de Luisiana a Francia añadió población francófona, con lo que surgió una región con un perfil cultural propio, que va desde la religión hasta la comida. La compra de Florida al decadente imperio español en los primeros años del siglo XIX fue la primera ola de lo que sería –porque lo es– el mar cultural interno del mundo hispano dentro de Estados Unidos.

La anexión a mediados del siglo XIX, como botín de guerra, del inmenso territorio de California, Arizona, Nuevo México y Texas incrementó de forma exponencial el tamaño de Estados Unidos. La expansión sureña dio cimientos territoriales al poderío imperial fraguado en Washington. Y ha de subrayarse lo más importante para discutir los asuntos de fondo en esta relación bilateral: dejó en Estados Unidos la realidad humana y cultural de los mexicanos que habitaron esas tierras mucho antes de que llegaran los llamados padres fundadores y que entonces y ahora constituyen un conglomerado que se reconoce como lo que es, mestizo –amerindio, español y afrodescendiente–, con un enorme bagaje de valores y costumbres y predominantemente católico.

Así, viven como parte de ese país los descendientes de los primeros mexicanos que por azares de la guerra decimonónica quedaron del otro lado de la frontera entre México y Estados Unidos. A ellos se suman quienes han ido llegando a lo largo de los años: unos huyendo de las guerras civiles que México vivió en los siglos XIX y XX; otros, de la violencia desatada en el país durante los primeros años del siglo XXI, y muchos más en busca del “sueño americano”.

Cabe insistir en que la identidad cultural de los mexicanos es un elemento que enriquece a la sociedad norteamericana del siglo XXI. No es –ni puede ser– motivo para que ciertas características estén en el centro del odio contra la migración por parte del actual gobierno estadunidense.

Tampoco existen razones objetivas para tratar el tema de las migraciones como una amenaza cotidiana ante realidades globales. Lo anterior a sabiendas de que en el cúmulo de asuntos bilaterales propios de una agenda política vieja y con nuevos contenidos, la migración es un tema que está y estará como fiera suelta en la relación entre México y Estados Unidos; que incluso está siendo usada como ariete de intervención en los asuntos territoriales de México y que registra una dinámica de zarpazos continuos sobre este país.

Es tiempo de dejar de repetir los argumentos publicitarios del mandatario y pasar de la superficie al entramado de fondo. Y en ese entramado, repleto de abusos sin precedentes y actos de inhumanidad que dejan huella histórica, es momento de acercarse al perfil humano del presidente Trump, sin pretensiones sicoanalíticas y sin concesiones propagandísticas.

 

1 Pablo Neruda, Canto general. En los muros de México, México, Editorial Planeta Mexicana, 2018, p. 500.

TRUMP:
PERFIL DEL RESENTIMIENTO

En términos de importancia estratégica y global, el fenómeno migratorio es la fiera que quedó suelta y se perfila como una dinámica política de zarpazos continuos.

La migración es un tema vertebral del siglo XXI. Está vinculada con la revolución científica y tecnológica del siglo XX. Los motores que la impulsan son tanto las graves carencias como las oportunidades de la globalización. Es con base en ese tránsito de personas que debe ahondarse en el perfil humano y social de Donald Trump, quien como dirigente político se ha declarado enemigo acérrimo de las migraciones legales o ilegales.

Sus expresiones sistemáticas contra los inmigrantes constituyen un catálogo de excesos, con pocos precedentes en la historia reciente del mundo. Van desde la amenaza de quitar el derecho a la ciudadanía a los niños nacidos en territorio norteamericano –hijos de inmigrantes indocumentados–, hasta la orden de separar a los niños de su padres y dispersarlos en hospicios ubicados a lo largo y ancho de Estados Unidos. En este caso se han registrado agravantes adicionales. Frente a la ola de protestas de la sociedad estadunidense por esta inhumanidad repulsiva, funcionarios gubernamentales terminaron por declarar a varios menores perdidos o ilocalizables, además de enfrentar acusaciones de violencia sexual, psicológica y física. Se concluye, por lo tanto, que el llanto de algunas de esas víctimas fue acallado con desapariciones, violación, burlas y golpes.

En medio de esos hechos focalizados con el fin de torturar a niños y adultos procedentes de diversos países, se registran decisiones como la militarización de la frontera con México y el envío de miles de soldados para inhibir la llegada de caravanas de migrantes. Dichas caravanas están formadas por personas que, aparte de ser víctimas de bandas del crimen organizado, cargan la sospecha de haber sido movilizadas con fines electorales por agentes de inteligencia e intervención; esto es, por funcionarios públicos pagados por el propio gobierno de Trump.

En el mundo de la racionalidad política, los resultados electorales de noviembre de 2018, contrarios a los intereses republicanos, son fruto de la obsesiva política antinmigrante que aplica actualmente Estados Unidos. La pérdida del control político de la Cámara de Representantes significa, se quiera o no, un debilitamiento del gobierno de Trump. Y se originó en las diversas medidas contra los migrantes, más que en las investigaciones y enredos de la llamada trama rusa, como los consejeros mediáticos del propio mandatario han querido difundir. Es la respuesta lógica de una sociedad integrada por la sucesiva llegada de personas procedentes de prácticamente todos los continentes.

¿Qué subyace en este desenfreno político que origina rechazo en lugar de miedo? ¿Qué resortes secretos mueven la irracionalidad política del mandatario? Y se dice irracionalidad porque negar la globalización económica y la dinámica que mueve el traslado de millones de personas de un lugar a otro, equivale a negar la ley de la gravedad, como sustuvo con agudeza política Fidel Castro. Existen realidades en el siglo XXI que nadie, ni los más poderosos, pueden borrar de la faz del planeta. Y no las pueden borrar porque son parte y consecuencia de la mundialización del capitalismo que se aceleró en los años ochenta del siglo pasado. Es cierto que la globalización tiene defectos muy graves como son la concentración de la riqueza en manos de unos cuantos privilegiados y una desigualdad social con escasos precedentes. Por ello, los gobiernos de los Estados nacionales están obligados a hacer frente a dicha realidad.

Las expresiones de odio contra los diferentes rezuman algo más que estrategia electoral o crítica política. Tienen un tono más hondo que el compromiso de evitar que los ajenos lleguen a desplazar a la mano de obra de quienes sí nacieron en la Unión Americana. Aparte de nativismo, el rechazo tiene acentos de amargura, al grado de generalizar y responsabilizar a todos los extranjeros de importar drogas, fomentar el crimen y aumentar la violencia entre los estadunidenses.

La criminalización de las comunidades de inmigrantes es ciega, además de injusta, toda vez que los autores de las matanzas colectivas y los crímenes de odio que se han registrado durante el mandato de Donald Trump han sido en su mayoría varones blancos, racistas, seguidores del mandatario y creyentes en la supremacía blanca. La influencia ideológica del presidente ha llegado hasta Nueva Zelanda, país ubicado en Oceanía, donde uno de sus admiradores mató, en la primavera de 2019, a 50 personas por el delito de ser musulmanes y, además, lo transmitió en vivo por medio de las redes sociales.

Ciega es también la acusación de Trump contra los inmigrantes, a quienes culpa de quitar los empleos a los norteamericanos en su propia tierra. Es innegable que los indicadores de crecimiento económico de Estados Unidos registran un déficit de mano de obra, ya sea por falta de voluntad laboral de los trabajadores nacidos en ese país o por carencias de capacitación para actualizarlos en los nuevos procesos productivos.

Hay un tufo a molestia personal contra quienes han nacido fuera de las fronteras de Estados Unidos y pretenden llegar a ese país que se ha convertido, en el imaginario colectivo de millones de personas, en el paraíso de las oportunidades y el escaparate de los sueños, casi siempre imposibles de realizar. Es el conjunto de aspiraciones y ambiciones generado en buena parte por los contenidos que transmiten los medios de comunicación de masas: internet, redes, televisión, radio y cine.

Es debido a ese tono que rezuma humores extrapolíticos que este texto busca ampliar el horizonte de los análisis que de la personalidad del mandatario: psicopatologías, extravagancias de clase, racismo, misoginia, homofobia, protagonismos de “lobo feroz” o ignorancia.

El propósito es buscar y hallar las causas de esa actitud anómala e inédita, si se descarta la tragedia política que significó en el siglo XX la figura de Adolfo Hitler. Todo parece indicar que en algún rincón del alma del mandatario número 45 de Estados Unidos están las raíces de una pasión llamada resentimiento. Sí, resentimiento, tal y como la bautizó con genio el escritor, historiador y psiquiatra Gregorio Marañón.1

El origen del resentimiento aparece nítido cuando los hilos de un pasado familiar y social se vinculan con las palabras y las acciones del empresario convertido en presidente del país más poderoso de la Tierra.