ÍNDICE
PARTE UNO
LA GUBERNAMENTALIDAD NEOLIBERAL
1. GUBERNAMENTALIDAD NEOLIBERAL, VIOLENCIAS Y MIEDOS
¿Por qué hablar de gubernamentalidad?; Un mapeo preliminar; Nuevas violencias, nuevos miedos; La potencia de lo local y las resistencias
PARTE DOS
LAS RESISTENCIAS EN ACCIÓN.
REBASAMIENTO DEL MIEDO… Y DEL ESTADO
1. RESISTENCIAS INDÍGENAS EN GUERRERO
Contextos; La experiencia zapatista como antecedente ineludible; El caso de la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias (CRAC-PC)
2. RESISTENCIA Y PROCESOS AUTONÓMICOS EN MICHOACÁN
Contextos; Diferentes procesos indígenas; El caso del municipio autónomo de Cherán K’eri; Las autodefensas de Michoacán
A MODO DE CONCLUSIÓN
REFERENCIAS
sociología
y
política
RESISTIR AL NEOLIBERALISMO
Comunidades y autonomías
por
PILAR CALVEIRO
siglo xxi editores
CERRO DEL AGUA 248, ROMERO DE TERREROS, 04310, CIUDAD DE MÉXICO
www.sigloxxieditores.com.mx
siglo xxi editores, argentina
GUATEMALA 4824, C1425BUP, BUENOS AIRES, ARGENTINA
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anthropos editorial
LEPANT 241-243, 08013, BARCELONA, ESPAÑA
www.anthropos-editorial.com
HC133
C35
2019 Calveiro, Pilar
Resistir al neoliberalismo : comunidades y autonomías / por Pilar Calveiro. — Primera edición. — Ciudad de México : Siglo XXI Editores, 2019.
217 p. – Sociología y política
e-ISBN: 978-607-03-0980-9
1. Neoliberalismo – Gubernamentalidad – México. 2. Guerrero – Aspectos sociales – Autonomías indígenas – Siglo XXI 3. Michoacán – Autonomías indígenas – Autodefensas I. t. II. ser
primera edición, 2019
DR© 2019 siglo xxi editores, s.a. de c.v.
e-isbn 978-607-03-0980-9
derechos reservados conforme a la ley
PARTE UNO
LA GUBERNAMENTALIDAD NEOLIBERAL
1. GUBERNAMENTALIDAD NEOLIBERAL, VIOLENCIAS Y MIEDOS
¿POR QUÉ HABLAR DE GUBERNAMENTALIDAD?
En su extraordinaria Historia del siglo XX, después de un recorrido minucioso por los acontecimiento y violencias que tachonaron los 77 años de ese “corto siglo”, Eric Hobsbawm concluía que, ya en los años noventa, nos encontrábamos ante una crisis mundial. Ésta no sólo abarcaba las esferas económica y política sino que se manifestaba también como “crisis de las creencias y principios” en los que se había basado la sociedad desde comienzos del siglo XVIII (Hobsbawm, 1995: 20). Su apreciación sobre la profundidad de los acontecimientos lo llevó a afirmar, en el mismo texto, que
En las postrimerías de esta centuria ha sido posible, por primera vez, vislumbrar cómo puede ser un mundo en el que el pasado ha perdido su función, incluido el pasado en el presente, en el que los viejos mapas que guiaban a los seres humanos, individual y colectivamente por el trayecto de la vida, ya no reproducen el paisaje en el que nos desplazamos y el océano por el que navegamos. Un mundo en el que no sólo no sabemos a dónde dirigirnos, sino tampoco a dónde deberíamos dirigirnos (Hobsbawm, 1995: 26).
También, a finales del siglo XX, aunque desde la literatura, Claudio Magris (1996) nos hablaba de la transformación radical de la civilización y de la humanidad, que anunciaba no el fin del mundo, sino de ciertas formas de vivirlo, concebirlo y administrarlo.
En consonancia con estos textos, otras miradas coincidían también, desde América Latina, al señalar que nos encontramos en una “época umbral” (Lechner, 1999) o bien ante un “cambio de época” (Reguillo, 2006) de grandes dimensiones, al que ya he hecho referencia en textos anteriores (Calveiro, 2012) como un proceso en curso que, aún hoy, no ha concluido. En otras palabras, estamos asistiendo al final del mundo en el que crecimos y al inicio de otro diferente, que no termina de constituirse y en relación con el cual aún no sabemos cómo ni hacia dónde orientarnos.
Un primer signo de esta transformación es la modificación de la percepción y organización de lo espacio-temporal. Como una primera instancia, muy obvia y ya señalada también en textos anteriores, se verifica la reorganización territorial del planeta, de acuerdo con la mayor o menor integración de las diferentes regiones, subregiones o países a los procesos de globalización. Ello genera fragmentaciones o diferenciaciones muy significativas; se desarrollan focos de alta integración dentro de países escasamente articulados a los intercambios globales o, a la inversa, dentro de países fuertemente integrados se generan espacios de exclusión y desconexión de los circuitos de poder del orden global. Esto lleva a una redefinición de los conceptos de centro y periferia, ya que dentro de los países llamados centrales existen importantes sectores periféricos, así como élites fuertemente integradas al proceso global —es decir, centrales— dentro de los países o regiones consideradas periféricas. En consecuencia, la “centralidad” política y económica no se corresponde de manera directa con las ubicaciones nacionales. Las condiciones de centralidad o periferia con respecto al orden global se definen por otras variables, como su articulación corporativo-financiera-comunicacional.
Asimismo, se dan procesos de desestructuración y reestructuración de los territorios que comprenden la fragmentación de algunos centros de poder, la emergencia y el reacomodo de otros, así como nuevas formas de articulación de lo supranacional, lo nacional y lo local, con creciente importancia de este último. En muchos casos, el orden local —antiguamente periférico— es decisivo para el sostenimiento del sistema global, como ocurre con los paraísos fiscales, por ejemplo. En otros, es clave para las resistencias, como se ilustrará a lo largo de este texto.
Por fin, se verifican otras formas de la espacialidad, con la emergencia de sitios virtuales y “sistemas globales que operan en un espacio mundial de flujos y comunicación, bajo la lógica de la descentralización integrada” (Bervejillo, 1996: 12), donde la virtualidad y la autonomía de lo “periférico” son elementos clave para la articulación del sistema. Las transformaciones en la percepción del espacio —y del tiempo como su contraparte inseparable—, que comprenden los procesos de aceleración, simultaneidad y virtualidad, son claros indicios de lo que podemos considerar un cambio civilizatorio.
Este cambio, que abarca todos los órdenes de la vida humana, se puede pensar, desde una perspectiva política, como una reorganización hegemónica gigantesca, es decir, como una nueva forma de articulación de diferentes actores —locales, nacionales y supranacionales— en torno a un modelo económico, político, intelectual y de construcción de subjetividades —la globalización neoliberal— capaz de imponerse y, simultáneamente, de encontrar y construir acuerdos. Como toda hegemonía, implica la combinación de fuerza y consenso, de formas de dominación y de la construcción de discursos e imaginarios que buscan y crean la adhesión social a un determinado sistema de valores, a una concepción del mundo creíble, aceptable y congruente con el proyecto general. La idea de hegemonía propuesta por Antonio Gramsci, que no implica simple dominio ni puro consenso (Gramsci, 1975: 165), sino que organiza ambas dimensiones del poder político apoyándose mutuamente, parece útil —aunque actualmente un tanto restringida— para analizar la reorganización presente. En efecto, el contexto actual ya no es nacional sino planetario y los estados-nación han perdido la centralidad que ostentaban a principios del siglo XX.
Desde una primera aproximación, el cambio de época actual se presenta como una transformación de grandes dimensiones. Pensada como reorganización de la hegemonía en el contexto global, se revela como proyecto supranacional del capitalismo tardío, fuertemente financiarizado, neoliberal en sus prácticas y sus valores, formalmente democrático y acompañado de fuertes transformaciones en la construcción de las subjetividades y en las representaciones del tiempo y el espacio. Casi todas estas características se reúnen en lo que podríamos llamar un orden neoliberal que, aunque tiene diferentes formas de aplicación según regiones, países o localidades, responde a un patrón general.
En términos económicos, el neoliberalismo reúne un conjunto de prácticas claramente identificables, que se aplicaron consistentemente en los más diversos países, a partir del Consenso de Washington, instrumentado a través de programas de “estabilización” del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. Las mismas consisten en: 1] la reducción del aparato estatal y la privatización de las empresas públicas, abriéndolas a capital nacional y extranjero; 2] la reducción del gasto público disminuyendo la aportación a programas sociales y recortando el presupuesto destinado a los sectores de salud y educación; 3] la apertura comercial de las economías para facilitar la “competencia” entre empresas que redunda, casi invariablemente, en el quiebre de gran parte de la pequeña empresa y el control del mercado por las grandes corporaciones; 4] la desregulación comercial y financiera con la consecuente desprotección de los mercados locales como producto de los tratados de libre comercio; 5] la reforma fiscal orientada al aumento de los impuestos sobre el consumo y la reducción de los gravámenes a la producción y las ganancias; 6] la “flexibilización” laboral para hacer más competitiva la economía y atraer inversiones, que conlleva la precarización de las condiciones laborales por la pérdida de derechos básicos, adquiridos desde el siglo XIX; 7] una política cambiaria competitiva regida por el mercado, para hacer más “atractivas” las inversiones, que redunda en la depreciación de las monedas de las economías tradicionalmente periféricas.
Cabe señalar que la obediencia a estos dictados ha sido la vía para obtener préstamos que, por su parte, redundan en el crecimiento de la deuda pública1 y, en particular, de la deuda externa, lesionando fuertemente la autonomía política de los estados. El pago de los intereses de la deuda multiplica su monto de manera constante sometiendo a las economías a una sangría económica constante. Se podría decir que el neoliberalismo no sólo privatiza los bienes del Estado sino que a través de estos y otros mecanismos de transferencia de recursos públicos y sociales hacia el sector privado tiende a la privatización de todos los ámbitos de la sociedad. Neoliberalismo es, sobre todo, sinónimo de privatización.
Sin embargo, el neoliberalismo no se nos presenta sólo como un modelo de administración económica sino que aparece articulado con prácticas políticas, sociales y culturales específicas. Configura un formato de ejercicio del poder mucho más complejo, a partir de un conjunto de instituciones, prácticas y discursos que intentan modelar otras formas de sociedad, acordes al nuevo orden global.
En este sentido, creo que el concepto de gubernamentalidad, propuesto por Michel Foucault en Seguridad, territorio y población (2006) puede ser de gran utilidad para ampliar la noción de hegemonía y atender los rasgos de esta modalidad específica de organización del poder, que comprende lo estatal pero que, al mismo tiempo, lo fragmenta y rebasa.
Foucault propuso en 1978 el concepto de gubernamentalidad para designar un régimen de poder introducido en el siglo XVIII que se refiere a las “técnicas de gobierno que sirven de base a la formación del Estado moderno” (Foucault, 2006: 448) pero que no se restringen a él. Según Foucault, a partir de entonces se desarrollaron aparatos específicos de gobierno así como de saberes, también específicos, en un proceso gradual de gubernamentalización del Estado.
Al focalizarse en la gubernamentalidad, Michel Foucault se distancia de la “fascinación” y la “sobrevaloración del problema del Estado” tan frecuente en los años setenta del siglo XX. Considerado por algunos como un “monstruo frío” y por otros como eficaz aparato reproductor de las relaciones de producción, el Estado no dejaba entonces —ni deja aún hoy— de pensarse “como posición privilegiada que es preciso ocupar” (Foucault, 2006: 136). En contraparte con esta perspectiva, Michel Foucault considera que “el Estado no tuvo, ni en la actualidad ni, sin duda, en el transcurso de su historia, esa unidad, esa individualidad, esa funcionalidad rigurosa, y me atrevería a decir que ni siquiera esa importancia”. Por lo tanto, concluye que lo importante “para nuestra actualidad no es entonces la estatización de la sociedad sino más bien la ‘gubernamentalización’ del Estado. Vivimos la era de la gubernamentalidad, descubierta en el siglo XVIII” (Foucault, 2006: 136-137).
El concepto de gubernamentalidad alude a un conjunto de instituciones, procedimientos y tácticas que se dirigen a la población, entendida ésta —a partir de la incorporación de la estadística— no como una sumatoria de ciudadanos sino como un “conjunto con sus propias regularidades” y con “efectos económicos específicos”, “irreductibles al pequeño marco de la familia” (Foucault, 2006: 131). La gubernamentalidad es una forma “muy compleja de poder que tiene por blanco principal la población, por forma mayor de saber la economía política y por instrumento técnico esencial los dispositivos de seguridad” (Foucault, 2006: 136). Comprende las prácticas de un régimen de poder específico, sobre una población específica, que incluye técnicas y procedimientos destinados a dirigir la conducta de las personas —“la manera como se conduce la conducta de los hombres”, dirá Foucault— y sirve de “grilla de análisis de las relaciones de poder” (Foucault, 2007: 192).
Por lo tanto, es distinto y mucho más abarcador que lo que llamamos gobierno, que se funda en el principio de representación de los individuos-ciudadanos en el aparato del Estado y que se sustenta en una organización disciplinaria de la sociedad. La gubernamentalidad es “el campo estratégico de las relaciones de poder, en lo que tienen de móviles, transformables, reversibles” (Foucault, 2006: 449). No constituye una estructura estable de instituciones sino variables en interacción aleatoria que responden a coyunturas. Sus tácticas “permiten definir en todo momento lo que debe y no debe estar en la órbita del Estado, lo que es público y lo que es privado, lo que es estatal y lo que no lo es” (Foucault, 2006: 137).
El propio Foucault se pregunta por qué abordar las cuestiones del Estado y la población —conceptos que ya tienen su definición e historia— con una noción tan problemática e incluso oscura como la de gubernamentalidad. “¿Por qué atacar lo fuerte y lo denso con lo débil, lo difuso y lo fragmentario?” (Foucault, 2006: 140). La sola pregunta ya sugiere un cambio de enfoque sumamente interesante, que se detiene en la posible potencia de lo débil, lo fragmentario, lo pequeño —podríamos añadir—. Haciendo un paralelo con sus búsquedas anteriores —con respecto a los hospitales, las escuelas, las prisiones— y la construcción de genealogías, Foucault propone un triple descentramiento para la comprensión de los problemas del Estado, la seguridad y la población: 1] Pasar al exterior de la institución para tratar de “encontrar, no sólo detrás de ella sino en términos más globales, lo que podemos denominar una tecnología de poder” (Foucault, 2006: 141); 2] Dar un “segundo paso al exterior, con respecto a la función… sustituir el punto de vista interior de la función por el punto de vista exterior de las estrategias y tácticas” (Foucault, 2006: 143); 3] Por último, el descentramiento con respecto al objeto para tratar de entender cómo éste llega a constituirse en un campo de verdad.
En este sentido, abordar el estudio del poder político desde la categoría de gubernamentalidad nos permitiría pensar desde la periferia de la institución estatal para tratar de comprenderla a partir de sus tecnologías, sus estrategias, sus tácticas y la constitución de los campos de saber y verdad que la acompañan.
Foucault ya había propuesto —en Microfísica del poder— mirar el poder desde donde se vuelve capilar, desde donde excede al derecho, desde las instituciones locales y lo periférico. En Nacimiento de la biopolítica reiteraba que el análisis de los micropoderes puede ser “un punto de vista, un método de desciframiento valedero para la escala en su totalidad, cualquiera sea su magnitud” (Foucault, 2006: 438).
Ahora bien, el análisis de la gubernamentalidad, en tanto campo estratégico de las relaciones de poder ofrece esta exterioridad del Estado —que no lo desconoce pero tampoco se centra en él— a la vez que se presenta como inseparable del análisis de las resistencias que, en cada época, ponen en evidencia y empujan las crisis de cada entramado específico de relaciones de poder. “Si se parte de las instituciones para plantear la cuestión del poder, se desembocará, inevitablemente, en una teoría del ‘sujeto de derecho’” (Lazzarato, 2015: 5), que resulta atrapado por la lógica del Estado. Por ello, en Seguridad, territorio y población sugirió “tomar como punto de partida las formas de resistencia a los distintos tipos de poder”, llegando a afirmar que “la política es, ni más ni menos, lo que nace con la resistencia a la gubernamentalidad” (Foucault, 2006: 450-451). En este mismo sentido, en este texto trataremos de centrarnos en las resistencias para comprender frente a qué transformaciones del poder político nos encontramos.
Ya a finales de los setenta, Foucault hizo unos anticipos muy interesantes sobre las características del neoliberalismo —que vamos a trabajar en este texto como una gubernamentalidad particular—, cuando esta organización del poder apenas se estaba constituyendo. En Nacimiento de la biopolítica, distinguía dos modalidades del neoliberalismo —el alemán y el estadunidense— como reacción al nacionalismo, al socialismo, a las políticas intervencionistas, así como al crecimiento del aparato estatal y de las burocracias. Prestó entonces especial atención al neoliberalismo estadunidense, de la Escuela de Chicago, como arte de gobernar basada en la racionalidad de los agentes económicos (Foucault, 2007: 358). Como una de las características de este neoliberalismo, señaló el uso de la economía de mercado “para el desciframiento de relaciones no mercantiles” (Foucault, 2007: 275-276), que se basa en extender la racionalidad mercantil y la empresarial a ámbitos no prioritaria ni exclusivamente económicos, como la familia, la natalidad, la delincuencia y la política penal (Foucault, 2007: 365). Todos ellos, así como las esferas política y cultural, habrían ido quedando sujetos a la racionalidad económico-empresarial (y en la actualidad, cabría agregar, principalmente corporativa) que retrae lo público al espacio privado, a la lógica de acumulación, restringiendo toda clase de garantías.
Así, en el neoliberalismo opera una reducción de lo social a lo económico. La generalización de la “forma empresa” dentro del cuerpo social multiplica los principios económicos de oferta y demanda, de inversión, de costo-beneficio y los convierte en “un modelo de las relaciones sociales, un modelo de la existencia misma, una forma de relación del individuo consigo mismo, con el tiempo, con su entorno, el futuro, el grupo, la familia” (Foucault, 2007: 278). Desde esta perspectiva, el neoliberalismo estadunidense lleva a cabo no sólo la generalización ilimitada de la forma económica de mercado a las relaciones sociales sino también a las claves de interpretación de lo social y lo político.
Por lo mismo, la acción gubernamental se juzga, se objeta o se convalida desde la “grilla económica”. “Se trata de filtrar toda la acción del poder público en términos del juego de la oferta y la demanda… en términos del costo que implica esa intervención del poder público en el campo del mercado” (Foucault, 2007: 284). La economía se erige en “una especie de tribunal económico que pretende juzgar la acción del gobierno desde el punto de vista estricto de la economía y el mercado” (Foucault, 2007: 286). Incluso la justicia penal —y los fenómenos de la delincuencia— se abordan como asuntos del mercado.
Podríamos agregar que esta gubernamentalidad, dado que enlaza economía, población y seguridad con técnicas y procedimientos destinados a dirigir la conducta de los seres humanos crea un ambiente propicio para configurar individualidades acordes a las pautas de la oferta y la demanda, del menor costo y el máximo beneficio personal, sujetos consumidores y básicamente aislados.
En el orden de las subjetividades, el predominio de lo mercantil y de la “forma empresa” se corresponde con una sociedad que no es “exhaustivamente disciplinaria” ni de normalización general sino que se orienta a “una sociedad en la que haya una optimización de los sistemas de diferencia, en la que se conceda tolerancia a los individuos y las prácticas minoritarias [pero] en la que haya una intervención que no sea del tipo de la sujeción interna de los individuos sino de tipo ambiental” (Foucault, 2007: 302).
Esta sujeción ambiental está dada por las propias características económicas y políticas de la gubernamentalidad neoliberal, que propician un sujeto a su imagen y semejanza, un “autoemprendedor” individual y aislado, empresario de sí mismo y presa del espejismo de una libertad y una capacidad de elección que no posee. El neoliberalismo cultiva cierta “tolerancia” que, lejos de reconocer la diferencia como tal, la integra para “funcionalizarla” y controlarla, al tiempo que aísla cada particularidad entre sus idénticos, sin intercambios ni comunicación efectiva con los “otros”. Por eso, propicia sujetos aislados de los demás y de sí mismos. Los discursos de “la pluralidad y la elección fingen una alteridad que no existe” (Han, 2017: 49).
Pasados casi 40 años de aquellas primeras reflexiones sobre el cambio de época y después de la instalación de la gubernamentalidad neoliberal como configuración predominante de las relaciones de poder a nivel global, se pueden identificar algunas otras variables que aparecen de manera constante en las más diversas realidades. No pretendo hacer una descripción exhaustiva ni tratar de identificar un adn preciso de esta nueva criatura —lo que supondría ciertos rasgos inamovibles—. Intentaré, en cambio, avanzar sobre una primera caracterización, que realicé en Violencias de Estado (2012), para armar una suerte de “mapa” abierto, incompleto y desmontable, tanto por la insuficiencia de sus componentes como por la posición variable que los mismos pueden ocupar. Se trata de un “mapa” un tanto deleuziano, con distintas entradas, cuyos componentes no guardan una estructura jerárquica entre sí, pero que permiten determinar ciertas coordenadas de orientación dentro de este universo cambiante. Para ello partiré de recuperar distinto tipo de “piezas”, tanto algunos rasgos visibles (tecnologías de poder, estrategias) como otros menos evidentes pero que considero elementos igualmente constitutivos de este nuevo orden, para ver cómo entran en relación con las resistencias que se van generando. De hecho, es precisamente a partir de la observación de las resistencias que las “piezas” del mapa se han ido revelando como componentes clave para el desciframiento de la actual gubernamentalidad. Las resistencias serán, en realidad, el centro de este trabajo, pero quiero colocar primero los grandes componentes del mapa para apreciar luego cómo ellas los refuerzan, los erosionan, los tensionan y los obligan a cambiar de lugar para trazar un paisaje siempre nuevo.
UN MAPEO PRELIMINAR
Para una construcción preliminar del mapa de la gubernamentalidad neoliberal se enumeran los siguientes elementos, que no guardan entre sí un orden jerárquico ni genético:
1]Acumulación por desposesión, desplazamiento y exterminio (económico, social, natural, tecnológico, epistemológico) como una práctica generalizada. Es parte de un capitalismo de rapiña que se ejerce, en primer lugar, a través de la privatización de recursos públicos, la financiarización de la economía y el endeudamiento que reduce a servidumbre a poblaciones y naciones enteras, prácticas a las que ya se hizo mención. Otras de sus expresiones principales son la desposesión de activos —como los fondos de pensión—, el desplazamiento forzado de poblaciones con la consecuente apropiación de sus territorios y recursos, la biopiratería de patentes y licencias de materiales genéticos (Harvey, 2005: 114) y la depredación ambiental en todas sus formas y, muy marcadamente, mediante los megaproyectos y el extractivismo masivo. Éstos implican procesos que agotan la tierra, alteran los ecosistemas y empobrecen dramáticamente la naturaleza y las sociedades.
Si bien las prácticas depredadoras han sido propias del capitalismo desde sus orígenes, y de la dominación colonial en particular, hoy se actualizan y se generalizan afectando prácticamente a toda la población del globo. Vivimos en un mundo de recursos naturales limitados —tierra, agua, alimentos y energía— que no alcanzan para todos si se sostienen los principios capitalistas de producción y distribución, mismos que el neoliberalismo profundiza. De manera que existe una fuerte lucha por la apropiación de esos recursos en grandes volúmenes, con prácticas intensivas de explotación, que se presenta tanto en las versiones más radicales del neoliberalismo como en las atenuadas que integran ciertas políticas redistributivas. Las cámaras empresariales, mineras, petroleras, agrícolas, así como una gran cantidad de gobiernos, incluso progresistas, defienden el extractivismo argumentando que es inocuo. Lo justifican como supuesta alternativa para el crecimiento económico y la redistribución de la renta, aunque ocurre todo lo contrario.
La explotación masiva de la naturaleza por parte de los grandes corporativos ocurre en todo el planeta como medio para incrementar sus ganancias, degradando el medio ambiente natural y desposeyendo al resto de la humanidad. En las periferias, al extractivismo le sigue la exportación de los bienes obtenidos, es decir, se da una transferencia directa de la riqueza hacia los centros económicos. Esto no es más que otra forma de desposesión de las economías periféricas replicando y profundizando las lógicas de la colonialidad, con intercambios desiguales en beneficio de los centros económicos y, sobre todo, de las grandes corporaciones. Se generan así economías extractivistas de enclave, sin integración nacional ni regional, controladas por los grandes grupos económicos importadores (Acosta, 2016: 33-36). Esto impacta en la degradación ambiental, social y económica de enormes grupos de la población de las periferias, de manera que, bajo estas condiciones, la “riqueza ecológica termina convertida en una maldición” (Gudynas, 2016: 21). Algo semejante ocurre con los megaproyectos como represas, complejos turísticos y grandes obras de infraestructura. Buena parte de las violencias actuales, incluso en los territorios de guerra, sometidos a bombardeos y ocupación, se deben a la disputa por estos recursos, ya sean minerales, fuentes de energía no renovables e incluso los bosques, el agua y la tierra. Se consuma así el despojo de los recursos de naciones y comunidades, muchas veces indígenas, asentadas en territorios extraordinariamente ricos. Por sus procedimientos, la naturaleza y los seres humanos que la habitan son violentados, lo que propicia formas de expulsión poblacional y de migración forzada que generan territorios de devastación y muerte.
La apropiación por desposesión y sus diferentes aspectos letales afectan en primer lugar a los sectores sociales periféricos dentro de las economías periféricas. Pero poco a poco va imponiendo la rapiña como forma válida y legalizada de apropiación en todos los ámbitos para afectar también a las poblaciones de los países o regiones “centrales”, dejando un muy pequeño núcleo de “beneficiarios” económicos.2 Sin embargo, aun éstos terminan alcanzados por las catástrofes climáticas y ambientales producto del saqueo y desposesión de la naturaleza.
Para sostener la reproducción de este sistema excluyente, orientado a la desposesión de poblaciones enteras, estas élites no requeririrían más que 15% de la población económicamente activa del mundo, según estimaciones de Martin y Schuman (Martin y Schuman en Korsbaek, 2014: 12). Es decir que, considerando el conjunto de la población y la masa de desocupados o subocupados necesaria para sostener la precariedad salarial y las ganancias, queda una enorme masa de población “sobrante”. Independientemente del porcentaje preciso de la misma, cuyo cálculo rebasa mis capacidades, es posible afirmar que cientos de millones de personas resultan “prescindibles”, en términos de la reproducción económica y la sustentabilidad de la naturaleza, dentro de este sistema de explotación. De ello resulta que se tiende a eliminar, desplazar o abandonar a su suerte a una enorme cantidad de seres humanos.
2]Fragmentación del Estado-nación y pérdida de la centralidad que tuvo, como institución, a lo largo del siglo XX. Las atribuciones de la soberanía (legislar, juzgar, establecer las políticas públicas, gozar del monopolio de la violencia legítima, controlar un signo monetario propio), que se ejercían a través de su aparato, han sido asumidas —por lo menos en parte— por instancias internacionales, en una suerte de “escalamiento” de lo estatal a lo supranacional. También es allí donde se concentra el poder militar de nuestro tiempo. En efecto, los respectivos gobiernos se convierten en una suerte de “ejecutivo” que lleva a cabo las políticas económicas, sociales e incluso jurídicas, que dictan dichos organismos y rara vez actúan como representantes de sus respectivas sociedades. Al mismo tiempo, los intereses corporativos —ya sean legales3 o ilegales4— penetran en las estructuras estatales debilitándolas y subordinándolas, al menos parcialmente. Estos aspectos fueron desarrollados previamente en Violencias de Estado (2012). Por todo ello, el poder real, el gobierno efectivo de la sociedad, aunque se articule con los aparatos estatales, los sobrepasa en mucho. Por otra parte, en el interior de la nación, el Estado se revela como un aparato fragmentado y discontinuo, en el que las redes de poder locales, provinciales o regionales alcanzan una importante autonomía. En ocasiones, estas redes desafían al poder estatal, pero generalmente su autonomía relativa es producto de pactos y acuerdos entre los diferentes grupos de poder.
Los distintos actores del sistema político, asociados con actores privados, reconocen y respetan sus respectivas jurisdicciones —al modo de los grandes corporativos con sus filiales—, dejando actuar unos a otros, siempre que se respeten las reglas de la acumulación y del libre mercado, difusas y cambiantes. Son autonomías funcionales a la estabilidad del sistema como conjunto. Al respecto, Veena Das advierte que es importante considerar las manifestaciones del Estado en el ámbito local —y habría que agregar, también, de lo local en lo estatal—, no como desviación o distorsión sino como constitutivas del Estado liberal moderno.
El desorden y la pertenencia parcial que se pueden observar en los márgenes del Estado son condición necesaria de su subsistencia (Das y Poole, 2008: 6-7). De manera que el Estado no desaparece en los bordes, ni tampoco su responsabilidad. Más bien admite, tolera, pacta autonomías por mutua conveniencia. Esto ocurre en lo económico, lo político y, desde luego, en las violencias que, aunque se presenten como locales y relativamente autónomas, se articulan de distintas formas con las estatales.
3]Reorganización espacial de lo supranacional, lo nacional y lo local. La espacialidad se organiza de nuevas maneras, en especial las nociones de centro y periferia. Éstas se desplazan de lo estrictamente nacional (naciones centrales-naciones periféricas) hacia otras formas de “centralidad” vinculadas con la articulación a los centros global-corporativos. Se rompe también una suerte de espacialidad vertical y jerárquica, en términos de importancia, que suponía la preeminencia de lo global sobre lo nacional y de éste sobre lo local. Estos aspectos se tratarán con mayor detalle en un apartado posterior. Por otra parte, con la creación de los microsistemas de poder relativamente autónomos, que se mencionaron en el apartado anterior, se conforman “soberanías locales” en los márgenes del Estado, como las gestionadas por las autonomías comunitarias, desde el campo de las resistencias. Pero también por poderes de carácter “señorial” —como los ha caracterizado Rita Segato (2016: 98)—, en territorios controlados por redes político-mafiosas en las cuales un pequeño grupo de poderosos administra la vida y la muerte de los demás, con altas dosis de arbitrariedad y crueldad. Ya sea como forma de resistencia o de replicación de la gubernamentalidad neoliberal, esta fragmentación espacial y política del Estado no nos remite a una suerte de feudalización premoderna. Lejos de suponer el ensimismamiento o el aislamiento de una realidad sociopolítica local sobre sí misma, los localismos que fragmentan el territorio nacional son perfectamente actuales y están articulados con las redes nacionales y globales de la gubernamentalidad neoliberal. Incluso, en ocasiones, estos circuitos locales “saltan” las instancias nacionales para conectar directamente con redes políticas, económicas o mafiosas de alcance global, muy diferente a lo que ocurría en el orden feudal.
4]Lo social y lo político se subordinan a los dispositivos económicos en términos de costo-beneficio y ganancia, como lo señaló Michel Foucault en su caracterización del neoliberalismo norteamericano, cuyo modelo ha permanecido vigente a partir del Consenso de Washington. La idea de que el mercado y su lógica de acumulación y concentración pasan a ser el tribunal desde el cual se juzga al gobierno resulta particularmente clara en el momento actual, no sólo para el caso latinoamericano. Por eso no es casual que los equipos gubernamentales, e incluso los presidentes, respondan a un perfil de empresarios o administradores de empresas en lugar de ser estadistas, lo cual está ocurriendo en los más diferentes países. Por dar algunos ejemplos: Donald Trump, presidente de Estados Unidos, es un empresario cuya fortuna apareció en el número 324 de la Lista de Forbes de 2016; Emmanuel Jean-Michel Frédéric Macron, presidente de la República francesa, fue empleado y asociado del banco Rothschild antes de ser asesor económico del presidente François Hollande; David Cameron, primer ministro del Reino Unido hasta 2016, es un hombre rico cuya fortuna proviene directamente de una familia de financistas y banqueros, desde el padre hasta el bisabuelo. En América Latina: Mauricio Macri, presidente actual de Argentina, es empresario y ha sido ceo de empresas como Sideco Stone y la empresa automotriz Sevel; Sebastián Piñera, presidente de Chile en dos periodos —de 2010 hasta 2014 y al frente de un segundo mandato a partir de 2018—, es empresario con inversiones inmobiliarias, bancarias, en aerolíneas, y una de las mayores fortunas del país; Pedro Pablo Kuczynski, expresidente de Perú, ha sido miembro del directorio de diversas empresas mineras, metalúrgicas y automotrices. No se trata sólo del gobierno de los ricos, sino principalmente de la penetración de la lógica empresarial en el mundo de la política.5
5]Las redes criminales se asocian con fracciones del Estado (políticos, policías, jueces). Los tráficos ilegales están controlados por redes supranacionales que tienen fuertes conexiones con la economía “legal”. En su accionar involucran enormes flujos de dinero y “oxigenan” el sistema económico. El narcotráfico es su eje, “la principal economía criminal y el motor financiero de la criminalidad organizada regional” (Pontón, 2013: 150). Es una actividad que ocasiona desplazamiento de los cultivos, de las zonas de producción y de las rutas de salida, entre otras cuestiones, por lo que impacta en diferentes áreas de la economía en general.
Según la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, el comercio ilegal del crimen organizado sumaba ganancias anuales de 2 billones de dólares en 2015, lo que equivale a casi 4% de todo lo que produce y consume el planeta (Justo, 2017). Estos recursos se incorporan a la economía formal por distintos circuitos, alimentándola, acelerando la acumulación de capital y generando muchas otras ganancias colaterales. Junto a la articulación de la economía legal con la ilegal, me he referido previamente a la vinculación específicamente del narcotráfico con el poder político global en casos como la “contra” nicaragüense, la invasión a Afganistán y el financiamiento de los “sitios negros” de la cia (Calveiro, 2012: 167), que han sido ampliamente documentados. Es por ello que autores como Jairo Estrada no dudan en hablar de una fase criminal (Estrada, 2008) del capitalismo.
A nivel nacional, el caso de México es muy claro en cuanto al involucramiento de las policías municipales, estatales y federales, así como de las fuerzas armadas y de los distintos partidos políticos con las redes del narcotráfico, también referido en un trabajo anterior (Calveiro, 2012: 207-213). El caso de Colombia tiene características semejantes. Sin embargo, éste no es un vicio del “subdesarrollo”. En México, la entrada masiva de armas provenientes de Estados Unidos y la salida de impresionantes cargamentos de droga hacia ese país sólo son posibles con la complicidad de las autoridades de ambos lados de la frontera. Se puede decir que hay suficientes indicios para afirmar que más que emprender una lucha contra las organizaciones mafiosas, las agencias norteamericanas tratan de controlarlas y usarlas en su beneficio, como se ha trabajado en un texto previo (Calveiro, 2012: 215-217). Lo mismo ocurre en diferentes partes del planeta. De hecho, los países ricos proporcionan la infraestructura para el lavado de dinero y conservan, por decisión política y económica, los paraísos fiscales que blanquean los recursos provenientes de toda clase de actividades ilícitas y criminales (Blickman, 2008: 170).
Es posible afirmar que allí donde las redes criminales se arraigan y crecen, y allí donde sus ganancias se resguardan existe algún tipo de asociación o acuerdo de convivencia con distintas instancias estatales y políticas. Políticos y criminales se necesitan mutuamente y obtienen beneficios diferentes de su asociación: las redes ilegales, que son supranacionales, obtienen cierta cobertura (legal, jurídica, de seguridad) para sus actividades ilícitas y los funcionarios consiguen a cambio beneficios principalmente económicos, en especial para sus campañas. Se crean así redes que articulan lo legal con lo ilegal, en aras de sostener la acumulación enloquecida de esta fase, que predomina y coloniza todos los ámbitos de la vida.
6]Los núcleos de poder centrados en el aparato de producción de bienes y servicios son tan importantes como “las estructuras productoras de signos y subjetividad a través de los medios de comunicación y la publicidad”, formando un conjunto inseparable productivo-económico-subjetivo (Guattari en Useche, 2008: 7). Esos aparatos tienen la habilidad de descontextualizar los fenómenos y construir “verdades alternativas”, es decir, discursos que le atribuyen rango de verdad a medias verdades o mentiras flagrantes que, sin embargo, tienen el poder de instalarse como ciertas. Para ello utilizan de manera reiterada y repetitiva rumores, exageraciones, calumnias y afirmaciones que son demostrablemente falsas, defendiéndolas como si fueran verdaderas. Suelen realizar una deliberada distorsión de los hechos, a partir de un fragmento de lo real —que es lo que la hace creíble—. La repetición interminable en diferentes medios, redes, circuitos sociales, la enviste de credibilidad y “veracidad”. Apela más al sentimiento —empatía o antipatía— que al análisis racional; busca una respuesta emocional que facilita la manipulación. Así, la mentira mediatizada, como algo en ocasiones más poderoso que la realidad misma, no es una falla o “torpeza” del sistema de comunicación; ni la credulidad de amplios sectores en falsedades evidentes es una estupidez de la gente. Todo ello es parte constitutiva de la organización y circulación del poder; es una tecnología de estas redes productoras de signos y subjetividades, de alta potencia social. Por eso, los medios de comunicación son parte de los centros de poder que configuran la gubernamentalidad neoliberal, no sólo por sus alianzas económicas y políticas con grupos hegemónicos sino sobre todo por la centralidad que tienen en la conformación de la opinión, de lo deseable, de las simpatías y antipatías dentro de democracias blandas y escasamente participativas como las actuales. No recogen opinión ni dan cuenta de realidades sino que las crean, efectivamente, para amplios sectores de la población. En este sentido se pueden considerar también una tecnología de control poblacional.
7]El sistema social se organiza como régimen de optimización de las diferencias. Lejos de las pretensiones de universalidad e incluso de homogeneidad del mundo moderno, se propicia un reconocimiento de las diferencias étnicas, sociales, culturales, de género, una suerte de multiculturalidad neoliberal cuyo discurso “simpatiza” con la diferencia, al tiempo que la organiza y la segmenta para facilitar prácticas de exclusión. El reconocimiento de “la multiplicidad” no se orienta a la equiparación de oportunidades ni a la comunicabilidad de las experiencias sociales, políticas, organizativas, de unos con otros en términos equitativos (interculturalidad). Propicia, en cambio, la fragmentación entre identidades específicas, libradas cada una a su suerte, manteniendo condiciones de “tolerancia” que integra las diferencias para compatibilizarlas con el sistema, es decir, sosteniendo una profunda desigualdad y jerarquización. Se trata de una suerte de indiferencia frente a la diferencia.
Las comunidades indígenas pueden considerarse “bellas” y reconocerse su identidad mientras no pretendan tener control efectivo de sus territorios. Si existe un derecho indígena se le considera como una expresión “menor”, subordinado al derecho gubernamental y sólo aplicable para los indígenas; si se desarrolla una lucha feminista que muestra otras formas de acción y organización política y social, se le encasilla como un “asunto de mujeres”, y así sucesivamente. En realidad, como lo afirma Gasparello, “el giro multicultural representa la estrategia del Estado para administrar la diversidad depurándola de su contenido contestatario” (Gasparello, 2018a: 70). Toda autonomía efectiva se considera amenazante y sólo se reconoce la diversidad “folclórica” o domesticada, capaz de integrarse a este tipo de gubernamentalidad.
El discurso de la muticulturalidad se articula con la práctica de estados securitarios y represivos que asimilan las protestas de las “minorías” con acciones “terroristas” o “criminales” que amenazan la seguridad del Estado y de su población. Bajo este argumento se judicializan sus luchas, que son reprimidas con la fuerza estatal o incluso paraestatal. Se crean nuevas legislaciones (antiterroristas, contra el crimen organizado, de control de las migraciones, de protección de la familia y otras), que van trazando un derecho diferencial a través de distintas figuras de excepción, y que sostienen de hecho las prácticas de exclusión social. No se puede entender de otra manera la legislación antiterrorista o las políticas migratorias que asocian migración y delincuencia, replicando algunos de los tópicos racistas más socorridos. “El derecho se coloca en el punto de indistinción entre conservación y exclusión de la vida. Conserva la vida en el interior de un orden que excluye” (Espósito, 2009: 20). Se recurre así a estrategias legales, jurídicas, represivas y mediáticas para diferenciar el tratamiento de los distintos grupos sociales y colocarlos en posiciones diferenciales y jerárquicas (Cerda, 2013: 421) con respecto a los distintos derechos, incluido el de la vida misma. Ello da lugar a nuevas expresiones del racismo, el sexismo y la discriminación social, aunque enmascarados en discursos formalmente “tolerantes”.
8]La empresa y, en especial, el gran corporativo se convierten en el modelo organizacional por excelencia. Este formato permea los negocios legales e ilegales —no se puede pensar a los cárteles más que como corporativos multinacionales—, los sistemas políticos incluido el Estado, y muchas de las formas de organización social. Sus características principales son que operan a escala global a partir de una “matriz” y numerosas “filiales” dispersas geográficamente, que pueden tener distintas funciones. El conjunto tiene una estructura reticular, no piramidal, pero conserva relaciones jerárquicas. Las “filiales” tienen funciones fragmentadas que aíslan y, al mismo tiempo, protegen a las distintas partes cuando éstas presentan dificultades, así como al centro con respecto a la responsabilidad de las “filiales”. El conjunto no depende de ninguna de las filiales, ni siquiera de la “matriz” o centro. Existen intensos flujos y reacomodos entre las partes, así como mecanismos de integración del conjunto y estrategias de carácter general que articulan todo el dispositivo y se fijan desde el “centro”. Dadas las dimensiones y complejidad de las corporaciones, su control requiere de administradores especializados y técnicos. Es decir, el modelo corporativo funciona como un conjunto donde cada una de las partes tiene una autonomía fuerte aunque delimitada, en la que reside parte de la eficiencia del conjunto. Internamente, se establecen relaciones jerárquicas, administrativas y verticales, controladas por un estamento gerencial y tecnocrático. Este modelo ha ido penetrando profundamente en la organización de lo público y de los estados-nación en la fase actual del capitalismo, lo que ha propiciado el predominio de una racionalidad económico-empresarial-corporativa.
9]Las violencias público privadas, derivadas de estas formas de organización del poder son constitutivas de la gubernamentalidad neoliberal y, como parte de ellas, lo que llamaré políticas del miedo. El Estado-nación se subordina a la vigilancia del mercado, se centra en lo administrativo y responde a las demandas de “seguridad” con el incremento de sus facultades represivas. En las más diversas latitudes se enarbola el discurso de la seguridad que le imponen las potencias centrales y los mercados. Esta macropolítica de la seguridad se corresponde con la micropolítica del miedo y el terror, que se practica sobre todo en ámbitos locales y periféricos. Es justamente en este último aspecto —violencias público-privadas y políticas del miedo— en el que me centraré a continuación, como parte de este primer “mapeo” de la gubernamentalidad neoliberal. Se trata de señalar que todos los componentes antes mencionados —entre los cuales se incluyen las nuevas violencias y el uso del miedo como forma de control poblacional— son orgánicos, constitutivos, inherentes a esta nueva “criatura”.
NUEVAS VIOLENCIAS, NUEVOS MIEDOS
El nuevo orden global recurre al uso de la violencia para imponer las condiciones de posibilidad efectiva de su proyecto, a la par que construye nuevos imaginarios acordes con él, que generan otras violencias culturales o simbólicas. Sin embargo, considero dos tipos de violencia como centrales para la actual reorganización hegemónica: por un lado, la creación de escenarios bélicos —la “guerra antiterrorista” y la guerra o lucha contra el “crimen organizado— que, en cuanto tales, habilitan un uso excepcional de la fuerza por parte de las instancias estatales supranacionales,6 así como por parte de los estados alineados con el nuevo orden global. Por el otro lado, la profundización de diferentes violencias estructurales, tan directas y letales como las “guerras”. Ambas modalidades generan millones de víctimas de violencias directamente estatales en todas las regiones del planeta.
Me he referido extensamente a la primera —la creación de los dos escenarios bélicos principales de nuestro tiempo—, en Violencias de Estado (2012). Retomaré aquí sólo algunos de sus rasgos principales, es decir, aquellos que se requieren para el análisis de las prácticas de poder y resistencias que se trabajan en este libro.