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El diario de Emilia

La chica que fui

Melissa Arbocco

El diario de Emilia

La chica que fui

El diario de Emilia

La chica que fui

Primera edición, publicada en Lima, en agosto de 2019

© 2019, Melissa Arbocco Freyre

© 2019, Grupo Editorial Caja Negra S.A.C.

Jr. Chongoyape 264, Urb. Maranga - San Miguel, Lima 32, Perú

Telf. (511) 309 5916

editorialcajanegra@gmail.com

editorialcajanegra.blogspot.com

www.editorialcajanegra.com.pe

Dirección editorial: Laura Gómez Rojas

Producción general: Claudia Ramírez Rojas

Ilustración de portada: Silvia Tomasich

ISBN: 978-612-4342-97-4

Prohibida su total o parcial reproducción por cualquier medio de impresión o digital en forma idéntica, extractada o modificada, en castellano o en cualquier otro idioma, sin autorización expresa de la casa editorial.

A mi esposo. Solo me diste amor en toneladas y

confianza para aceptarme y quererme tal como soy.

Sin ti, esto no existiría.

Dedicado a mis amores, Benjamín, Micaela y mis sobrinas.

Aprendan a disfrutar los altos y bajos de la vida,

vivan plenamente, siempre llenos de amor.

Agradecimientos

Este libro, por donde lo vea, está rodeado de amor. Son varias las personas que me han apoyado, impulsado e inspirado para que hoy estés leyéndolo.

Siguiendo un orden cronológico, empezaré agradeciendo a mi abuela Chelita, ella me inculcó el amor hacia la lectura, un mundo maravilloso del que nunca quiero alejarme. Gracias a Chachi, una de mis mejores amigas, a la que recurrí desde que tuve el primer borrador del libro (hace muchísimos años atrás) y que, desde entonces, solo tuvo palabras de aliento para que continuara con ese impulso loco que solo ella podía entender.

Gracias a mi familia, a mis papás: Marisol y Dante, y a mis hermosas hermanas: Claudia, Daniela y Fiorella, por su preocupación, su amor con hechos, su acompañamiento en todo este proceso. Los amo.

Gracias a mi editorial, por confiar en una desconocida y por apostar en mi sueño. Gracias a los artistas gráficos que, animosos, quisieron participar con sus creaciones en cada historia. Gracias a la gente que desinteresadamente recibió mi libro para darme un primer feedback: a Daniela, Vanessa, Milton, Romina y Lorena. A los tantos amigos y compañeros de la vida que a lo largo de este último año me preguntaron interesados en saber más sobre mi aventura literaria y algunos no dudaron en extender su brazo de apoyo de diferentes formas.

Gracias a la gente que transitó por mi vida, créanme que aprendí algo de la mayoría de ustedes; de lo más hermoso, de lo difícil, de lo sencillo y lo complejo, cada experiencia me enseñó algo más.

Y, finalmente, gracias a mi esposo Víctor, ese maravilloso ser de luz que me sostiene, me empuja y me llena de amor. Nunca me cuestionó, se encargó, por el contrario, de acompañarme a hacer realidad mis sueños. Ha sido desde mi manager, mi diseñador, mi programador web, hasta mi coach. Gracias por todo y por tanto a la vez.

Nota sobre la playlist

«La música en el alma puede ser escuchada por el universo».

Lao Tzu

No me imagino un mundo sin música. La música nos acompaña en los buenos y no tan buenos momentos de la vida. Se vuelve nuestra cómplice de aventuras, viajes, amores y desamores. A través de la música, nos conectamos con otras personas que compartieron el mismo sentimiento. Traspasamos las barreras del lenguaje, viajamos en el tiempo y el espacio. Vamos a lugares que nunca hemos conocido. Le descubrimos nuevos matices a las emociones del día a día.

Desde siempre, he disfrutado los diferentes ritmos y estilos musicales. No siento apego a ninguno en particular, por el contrario, me gusta descubrir con el tiempo nuevos artistas, nuevas canciones, nuevas versiones y redescubrir música de otras épocas. En mi día a día, paso buena parte del tiempo acompañada de música, desde que me levanto, me baño, voy camino al trabajo y en casa con la familia.

Los momentos más importantes de mi vida y las personas más relevantes en mi camino casi siempre tienen una canción con la cual los asocio, que se encarga de potenciar el sentimiento y enmarcar el recuerdo.

Este libro no es la excepción. Cada una de las 31 historias tienen una melodía, una voz, una canción con la cual las vinculo. Es un proceso muy personal que quiero compartir contigo. Te invito a dejarte llevar por los ritmos que le pondrán un sabor especial a cada experiencia.

La playlist de El diario de Emilia se encuentra en Spotify. Búscala con el link de la siguiente página o usa el código. Disfrútala libremente mientras te sumerges en la lectura.

¿Cómo usar el código?

  1. Abre Spotify en tu celular.
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El nacimiento de Emilia

En algún punto de mi vida, el debate imaginario y el monólogo mental no me bastaron, por lo que empecé a escribir en cuanta hoja y cuadernito encontraba todas las ideas y emociones que me asaltaban sin previo aviso: las alegrías, tristezas y miedos que me acompañaban en el día a día. Sin mayor planificación o un objetivo final, trataba de ir limpiando la mente y el corazón para sentirme más libre y descargada.

Sin darme cuenta, durante años, estuve haciendo una autoterapia que hoy comparto con el mundo. Historias que no son únicas, por el contrario, deben ser muy comunes, pero que estoy segura de que tienen un propósito, ya sea hacerlos reír, recordar o reflexionar.

Creo, fervientemente, que las cosas no suceden en vano. Creo que lo que nos sucede, ya sea bueno o malo, tiene un fin mayor. Compartir las historias es compartir aprendizajes, es fomentar y promover la comunicación, el diálogo y, por ello, entendernos mejor como individuos y sociedad. El diario de Emilia ha sido ese canal en mi vida. Quiero imaginar que, a través de las historias de su diario, algunas mujeres sobre los treinta años viajarán en el tiempo para recordar sus propias historias, el camino avanzado, sus tropiezos y sus aciertos. Me las imagino emocionadas, sonriendo con el recuerdo, reflexionando con lo logrado hasta la fecha, replanteándose algunas ideas para lo que falta andar. Pero también veo que, con Emilia, las chicas más jóvenes pueden sentirse acompañadas en lo que están viviendo hoy, porque, finalmente, el camino que andamos muchas veces es similar al de alguien más.

El diario de Emilia es, entonces, una suma de historias y anécdotas de una joven común y corriente que sueña con un futuro «ideal», mientras va descubriendo que, en su andar, arrastra mochilas del pasado, que le hacen más pesado el andar, que batalla en el día a día contra las inseguridades propias de la edad y que le toca descubrirse en un mundo complejo del cual aún no conoce mucho. Vemos a una joven en proceso a convertirse en mujer.

Hoy, a través de Emilia, le escribo a esa chica adolescente, a esa jovencita que terminó el colegio y abre las puertas a su futuro. Le escribo a la mamá, a la tía, a la abuela. Me dirijo a las mujeres que viven intensamente, que siempre esperan más, a las soñadoras, a las heroínas, a las guerreras, a las poderosas, a las de corazón grande, a las que quieren y buscan más, a las que nunca se cansarán de aprender, a las místicas, a todas.

Emilia personifica la curiosidad propia de esos años, la intriga y anhelo por encontrar el amor y descubrir el misterio de la sexualidad, el descubrimiento de un mundo diferente más allá de la mirada de tus padres, más allá de las cuatro paredes en las que más o menos te sientes cómoda. Emilia es tu vecina, tu prima, tu compañera de colegio, Emilia eres tú.

En la medida que aceptemos lo que fuimos y vivimos, aceptaremos y respetaremos lo que hoy somos. Gracias por acompañarme en este viaje.

Queda prohibido llorar sin aprender,
levantarme un día sin saber qué hacer,
tener miedo a mis recuerdos,
sentirme solo alguna vez.

Queda prohibido no sonreír a los problemas,
no luchar por lo que quiero,
abandonarlo todo por tener miedo,
no convertir en realidad mis sueños.

Queda prohibido no ser yo ante la gente,
fingir ante las personas que no me importan,
hacerme el gracioso con tal de que me recuerden,
olvidar a todos aquellos que me quieren.

Queda prohibido no intentar comprender a las personas,
pensar que sus vidas valen más que la mía,
no saber que cada uno tiene su camino y su dicha,
sentir que con su falta el mundo se termina.

Queda prohibido no crear mi historia,
dejar de dar las gracias a mi familia por mi vida,
no tener un momento para la gente que me necesita,
no comprender que lo que la vida nos da, también nos lo quita.

Extracto del poema «Queda prohibido» de Alfredo Cuervo Barrero

Introducción

(♪♫ «Good riddance» - Green Day)

«El valor intrínseco de la vida depende de la conciencia y

del poder de contemplación, no de la mera supervivencia».

Aristóteles

Hola.

Soy Emilia Castellano y estas anécdotas e historias son parte de mi mayor tesoro: el diario que me ha acompañado desde mi adolescencia hasta casi los veinticuatro años.

Soy peruana, vivo en Lima. Según la Asociación Peruana de Empresas de Investigación de Mercado, mi familia es una típica familia de clase media, aunque, de cuando en cuando, algunos miembros del clan aprovechan en hacer mención de aquellas viejas anécdotas de los tatarabuelos extranjeros que llegaron a estas tierras todo esto con un mero afán de darle más caché al apellido—, y acercarnos a la nobleza de antaño.

Mi familia es grande y algo compleja de explicar: tengo mamá, papá, padrastro, dos hermanas, dos hermanastros y mis abuelos maternos que son mis segundos padres. En casa, vivo con mi mamá, mi padrastro y mis dos hermanas menores. Al ser la hermana mayor, creo que se han originado dos consecuencias bien marcadas en mi vida: que tenga unos aires de mandamás con el resto y, adicionalmente a ello, que siempre haya querido asumir más de lo que me correspondía, más responsabilidades, más tareas y, por ende, un poco más de carga.

No he sido deportista, ni aplicada en el colegio. Muchas veces, no sabía para qué era buena en la vida, aún ahora me lo pregunto y creo que, día a día, lo voy descubriendo.

De lo que sí estoy convencida en su totalidad es que me apasiona la música y la lectura.

Descubrí lo primero en casa de mis padres gracias a sus variados gustos musicales. Arrancábamos el día con los discos de vinilo de The Beatles de mi madre, y, en las tardes de los domingos, mi papá nos hacía bailar al ritmo de James Brown y su pegajosa canción «Get on up». La pasión por la lectura la descubrí al lado de mi abuela Graciela desde pequeña. Me encantaba pasar el tiempo con ella en su escritorio y ver sus viejos libros. Los sacaba uno por uno, los abría y olía con admiración. Ella me iba resumiendo cada uno, me decía cuáles eran sus preferidos y cuáles no me podía contar porque eran solo para mayores. Yo quería leerlos todos, todos juntos, y con ella a mi lado.

Me emociono fácilmente, soy fanática del amor en cualquiera de sus expresiones. Me gusta estar con gente, pero disfruto mucho de mi soledad. Físicamente, veo en el espejo a una flacucha de cabellos castaños, dueña de un par de piernas bien largas, por lo que en casa me dicen, con frecuencia, «la patilarga».

Poco antes de cumplir los catorce años, en plena adolescencia, empecé a escribir. Sin que nadie me lo sugiriera, simplemente, tenía una necesidad imperiosa de hacerlo. No importaba dónde me encontrara, de pronto, llegaban las ideas y yo solo quería aislarme y escribir, anotar todo en papelitos y luego darles formas a las historias, cual rompecabezas.

No había forma clara ni secuencia correcta, solo ideas, pensamientos, sentimientos que necesitaba expresar y la mejor forma era hacerlo a través del lapicero y el papel. Con cada frase escrita, mi mente se despejaba y me sentía más ligera. Ahora que lo pienso, escribir fue, quizás, mi terapia personal.

Como toda terapia, esta se vuelve un ritual tan personal que cuesta mucho compartir con alguien más lo observado. Por ello nunca hablé con nadie de este diario, de mis emociones transferidas al papel. Mucho menos, le enseñé a alguien lo que contenían esas notas. Mis hermanas, a veces, me atrapaban escribiendo en un rincón de la sala, huyendo de alguna reunión familiar y, a pesar de sus intentos creativos por lograr descifrar lo que me alejaba de la dinámica, nunca lo lograron.

Esas notas eran lo más íntimo que yo tenía. Pensaba que, si alguien las leía, descubrirían lo frágil que en realidad era, dejando en evidencia la soledad que me azotaba cuando me encontraba rodeada de una multitud o del miedo que me invadía recurrentemente, y que a toda costa trataba de ocultar, porque nadie podía saber realmente cómo me sentía ni lo que pensaba. Hasta hoy que he decidido compartirlo contigo. En esta travesía, descubrirás por qué.

Esta aventura ha tenido altas y bajas, pero ha valido la pena. Gracias a cada experiencia, siento que he crecido y que puedo seguir avanzando en este camino lleno de aprendizajes.

Espero que la disfrutes tanto como yo.

Mariposas en la panza

(♪♫ «Kiss me» - Sixpence None The Richer)

«En un beso, sabrás todo lo que he callado».

Pablo Neruda

¡Ay, el amor!

Los amores.

Imposible no vivir la experiencia y sentir los efectos bipolares de la alegría y el dolor en tan corto tiempo y espacio.

La caza. La búsqueda constante de amor y pasiones es un proceso que me tiene cautivada. Me imagino en la selva, inicialmente rodeada de maripositas de todos los colores y, de pronto, se va la luz, viene la nube ploma y empieza la lluvia tropical. Las mariposas huyen despavoridas a encontrar refugio en los grandes árboles. Mientras tanto, yo, con el pelo arruinado, toda empapada bajo la lluvia, preguntándome «¿qué pasó?», si todo parecía tan bonito. Media vuelta y emprendo el retorno, esta vez sola, a algún lugar donde me sienta segura.

Esa es quizás la mejor forma de describir mi vida, los altibajos del amor y el efecto adormecedor del aleteo de las mariposas sobre mí. Hago de todo por vivir y revivir la experiencia de las mariposas en mi panza. Me dejo llevar. El problema es la caída posaleteo.

¿Las mariposas viven eternamente?

¿El amor y las mariposas van de la mano?

Según mi abuela Graciela, esto es solo una ilusión. Una primera etapa del enamoramiento no es amor de verdad. Cuando ella me escucha hablar, me dice que parezco una niña, que estas cosas no son relevantes, que deje de comerme la cabeza con el tema. Yo la veo y me pregunto si será cierto eso… Sueño con un mundo de pasiones, de amores prohibidos que encuentran el camino para hacer realidad sus fantasías. No creo que el amor llegue fácil, por lo que he visto y leído, siempre hay drama y dolor. Me entrego entonces a él. Acepto el reto de sufrir, pero quiero ese premio al final del camino. Quiero la experiencia completa, subir en esa montaña rusa llena de altibajos, de esas que te marean y dan náuseas, pero que a la vez te sacan más de una sonrisa y hacen explotar los gritos más exagerados porque no puedes aguantar la emoción.

Sé que aún me falta mucho por vivir, pero estoy ansiosa por pasar a la siguiente escena en mi vida. Quiero irme al centro de la Tierra y dejarme arrastrar por la energía, por los sube y baja, volar mil veces más con las mariposas y terminar empapada de lluvia, pero quiero vivirlo, ya me cansé de ser solo una espectadora. Quiero vivir el amor, la pasión y atrapar al menos una mariposa tan loca como yo, y dejar que revolotee en mi panza, hasta que me duerma.

Título: Mariposas en la panza

Artista: MAY

Fantaseando en los 90

(♪♫ «Let’s talk about sex» - Salt-N-Pepa)

«La juventud, en todas partes, es atrayente,

animosa y vencedora».

Rubén Darío

Cuando empezó la década de los noventa, yo apenas tenía ocho años. Para ese entonces, el sexo opuesto no llamaba en absoluto mi atención. Sin embargo, a partir de la mitad de esa década, los chicos, la majestuosidad de los primeros besos, la química entre el sexo opuesto y la carga sexual que desencadenaba una explosión física, distraía casi todo mi mundo e imaginación.

Yo quería desentrañar todos los misterios detrás del sexo, quería conocer cómo funcionaba la dinámica completa, desde el coqueteo inocente hasta las hazañas de alcoba. Quería saber cómo se comportaban las mujeres cuando eran cortejadas, comprender cómo funcionaba el lenguaje de señas del flirteo. Yo era una novata sin suficientes fuentes a mi alcance, no había una hermana mayor presente en casa a quien acudir. Mi mamá era la última persona con quien podía resolver mis dudas, no quería que se enterara de mis oscuras intenciones. Por otro lado, mis amigas estaban tan o más perdidas que yo. En esa época, la internet no era lo que conocemos hoy. Es más, en mi casa, aún no teníamos una computadora, la primera llegó cuando yo cumplía quince años y lo que se podía hacer con ese gran aparato era muy limitado, ningún punto de comparación con lo que hoy conocemos. Entonces, mis principales fuentes de investigación fueron algunas revistas internacionales para adolescentes como Bravo; una mezcla de Playboy y Vanidades, dirigida a chicas principalmente, la cual traía información acerca de bandas musicales, muchísimas fotos de los cantantes de moda en ese momento y dedicaba, al menos, unas cuatro hojas a contar mininovelas calentonas con imágenes muy sugerentes. Me hubiera conformado con este recurso, pero tenía una distribución bimensual y costaba caro, y yo necesitaba más información y de una forma más seguida.

Otra fuente interesante de conocimiento era la televisión. Esa cajota negra que me había instalado en mi cuarto. Afortunadamente, desde hacía menos de un año, ya no tenía que compartir mi habitación con mi hermana Leila que es tres años menor que yo y, por más que mis tías repitan que no es tanta la diferencia, siento que somos de generaciones lejanas.

En un intento por darme más privacidad, mi mamá decidió dividir el cuarto que compartía con mi hermana. No había otra opción, ya que no nos habíamos mudado a una casa más grande ni desocupado, mágicamente, alguna habitación extra en el hogar. Nos teníamos que acomodar a lo que había, y eso significó que mi mamá usara sus mejores dotes de arquitecta para rediseñar estos nuevos dos miniambientes para sus hijas, ahora divididos por una pared de triplay y bien decorados con un colormural floreado y con salpicones color rosa por doquier. No me importó que en el nuevo cuarto solo entrara mi cama de plaza y media y una mesita de noche en todo el ancho de la nueva habitación. Un clóset enano empotrado en la pared, mi escritorio de tres cajones para estudiar a los pies de mi cama y el televisor arriba, esa cajota negra que mencioné líneas atrás, en la esquina del techo, eran todo lo que necesitaba para ser feliz y, sobre todo, sentirme independiente.

De jueves a sábado, la programación nocturna en los poquitos canales de televisión que había (ocho canales para ser exactos) cambiaba un poco su tenor, se ponían algo más picosos de lo normal. Estratégicamente, esta programación «más interesante» se daba en el horario nocturno, cuando ya no había hermanas interrumpiendo en el nuevo espacio independiente o mamás que entraran sin tocar la puerta. Yo esperaba que llegara el viernes a las once de la noche y cerraba la puerta de triplay de mi cuarto con seguro y dirigía mi atención al canal quince, más conocido como Uranio15, en donde pasaban videos de chicas y chicos con poca ropa haciendo cosas sin mucho sentido como lavando autos o tomándose fotos, pero, a pesar de ello, denotaban sexualidad. A veces, en el canal dos, me topaba con películas para adultos como Porky’s, en donde el humor encubría escenas eróticas y sexuales, podría encontrar tetas y potos, pero siempre acompañado de muchas risas. Encontraba más carne y acercamiento, pero la risa le restaba la seriedad del caso. Mi preferida en esa época fue, sin duda, la Serie Rosa, un programa que solo se emitía los viernes en el canal trece a la medianoche. Era lo más completo que mis ojos habían apreciado. Historias, aparentemente reales, pero en un contexto siempre antiguo, quizás de finales del siglo dieciocho. Una sociedad conservadora y llena de tabúes. Hombres al jubón, mujeres de vestidos largos con el cabello recogido y pulcramente acomodados. Todo este escenario perfecto se prestaba para albergar las fantasías más pecaminosas de los personajes que se escapaban de su realidad para dejarse llevar por la pasión. Bocas, cuerpos desnudos, fluidos. La aceleración y la adrenalina de lo prohibido, por un lado, los actores porque lo hacían en lugares públicos, la mayoría de las veces temiendo ser descubiertos por alguien más, y, por otro lado, yo, pegada a la pantalla sin parpadear, con el volumen tan bajito que casi no oía, atenta a cualquier ruido fuera del cuarto, lista para cambiar de canal y evitarme descubierta por mi mamá en tan despreciable escena. Yo vivía sus historias, me iba a dormir con material fresco para recrear mis propias aventuras con sujetos desconocidos que me sacaban de mi habitación y llevaban a hurtadillas a lugares oscuros en donde nadie más nos pueda interrumpir para explorar cada recoveco de nuestros cuerpos.

Pero toda esta fantasía estaba solo en mi imaginación, en mi mundo de a una. No lo compartía con nadie más, tenía miedo de ser criticada como una depravada sexual, y es que en el colegio nadie más parecía interesada en conocer y hasta probar temas de índole sexual. Nuestras conversaciones sí giraban en torno a los chicos, pero desde una perspectiva bastante más sana, cada una traía a colación los nombres de los chicos que nos quitaban el sueño, que si nos veían, que si notaban nuestra presencia, que si seríamos correspondidas, etc. Sin embargo, jamás decíamos en voz alta, al menos, si fantaseábamos con sus besos húmedos o en sus cuerpos como tal, cómo serían, cómo se verían, cómo se sentirían cerca, muy cerca a los nuestros.

Mi mundo paralelo de fantasías seguía su andar, siempre protegida al tener todo el control en la secuencia de escenas y sucesos de la pequeña película de mi vida, pero a la vez ansiosa por tener una probadita del mundo real en un futuro no muy lejano.

Y, como si el mismo universo escuchara mis pensamientos, estaba a punto de experimentar un primer acercamiento del tercer tipo.

Después de casi un año de planificación y expectativa para tener nuestra fiesta de pre-prom, el día tan esperado ya había llegado. Desde que nos despertamos, todo ese día giró en torno al desenlace de la noche. Tiempo en la peluquería, retoques finales en el vestido, especialmente mandado a hacer con la costurera de toda la vida, últimas pruebas de los tacones nuevos que aún no terminaba de dominar, un poco de música empiladora y minutos adicionales frente al espejo practicando las mejores risas y gestos para lucir en la noche.

Faltaban un par de horas para que llegara mi acompañante. Se trataba de Raúl, un chico que recién había terminado la secundaria y se encontraba cursando el primer ciclo de la universidad, hermano de una amiga del colegio, fue mi objeto de fijación el último verano en el club Regatas. Tenía un aire a Luis Miguel, sí, el Sol de México, solo que más bajito, de pelo marrón oscuro, y dueño de unos ojos verdes grandotes y una sonrisa encantadora. A pesar de ser mayor que yo, me parecía algo tímido, pero muy inteligente y reservado. Paraba con los chicos más populares y escandalosos del club, pero él era diferente, observador, de perfil bajo, y quizás era por eso que me resultaba más interesante. Decidí pensar en otra cosa, porque el solo imaginarlo camino a mi casa me ponía nerviosa y no podía darme el lujo de sudar con el vestidito rojo seductor que traía encima.

El tiempo voló y sonó el timbre de la puerta.

Era él.

Era el momento.

Respiré hondo y me paré frente al espejo de mi cuarto para encontrarme a una flaquita coqueta en un corto vestido rojo, con el cabello perfectamente cepillado y el maquillaje casi imperceptible, el cual improvisé con lo que pude robarle a mi mamá de su tocador. Tomé el perfume que me regaló mi abuela en la Navidad pasada y me eché lo justo y necesario para estimular el olfato de mi acompañante esa noche. Salí envalentonada a la sala y lo encontré conversando con mi mamá. Mientras avanzaba, pensaba en la felicidad interna de mi madre, que de seguro ya se lo estaba imaginando como futuro yerno. Sonreí por mi traviesa imaginación y llegué donde él para darle un beso en la mejilla. Me sentí ligeramente mejor cuando noté que él también andaba nervioso tratando de ocultar el entusiasmo por verme así, producida y tan señorita para él. Entre risas nerviosas y preguntas sin mayor relevancia, sacó del bolsillo de su saco una cajita con un pequeño arreglo de flores para colocarla en mi muñeca. No pude evitar mirar de reojo a mi madre que estaba apretando con demasiada fluidez el botón de la cámara de fotos para no perderse ningún detalle del intercambio que sucedía frente a sus ojos.

Muy apurados, salimos de casa y, tan caballero como me lo imaginé, me acompañó hasta su auto rojo, abrió la puerta y me invitó a subir. Todo esto era tan nuevo para mí, ya que los muy pocos amigos que tenía hasta ese momento solo manejaban sus bicicletas. Este era un chico diferente, mayor y, como diría mi abuela, un chico de mundo. En el camino a la fiesta, me imaginaba cómo nos desenvolveríamos en las próximas horas, el tiempo compartido con otras parejas, los bailes, los silencios incómodos y mis fantasías personales apareciendo intermitentemente para sacarme pica de las cosas que solo se hacían realidad en mi imaginación.

Ya habiendo llegado, debo decir que todo progresó de manera muy positiva, dentro de lo esperado, su sonrisa y atención eran las indicadas, ni muy meloso ni muy desinteresado, y lo más importante es que me sentía en pleno control de esa armonía del momento.

Estábamos en la mesa conversando con otras dos parejas cuando cambiaron la música, bajándole las revoluciones al merengue por una canción lenta de Guns N' Roses. Él me miró y, sin necesidad de usar palabras, me invitó a bailar esa canción, la que sospecho fue la última lenta que bailé, ya que al poco tiempo dejaron de ponerlas en las fiestas y kermesses; una lástima en verdad, ya que era el momento más esperado por los románticos adolescentes, la oportunidad perfecta para estar tan cerca a la persona de tus sueños sin que se vea incorrecto.

Me tomó la mano y me llevó directo a la pista de baile, casi al centro, entre la multitud de parejas que no perdían la oportunidad de compartir el mínimo espacio. Esta iba a ser la primera vez que bailábamos una lenta, estaba algo nerviosa, iba a estar muy cerca de él, lo más cerca de él que había estado en mi vida, rodeada de gente que en verdad pasaban desapercibidos. Me soltó la mano y se quedó viéndome fijamente con sus ojos grandotes y verdes, parecía meditar el próximo movimiento. Posó sus dos manos en mi cintura, mientras yo tragaba saliva para mitigar el nerviosismo. Ahora me tocaba a mí, coloqué mis brazos alrededor de su cuello y, sin previa coordinación, al mismo tiempo, ambos dimos un paso delante dejando a los cuerpos sin espacio para nada más, su cuerpo rozando el mío. De pronto, mi cabeza recostada en su hombro y mi boca tan cerca de su cuello. Sus brazos rodeando mi cintura.

No nos hablábamos, no nos veíamos, solo nos sentíamos en un ritmo lento de lado a lado, sin nada alrededor que arruinara este momento perfecto, hasta que me asusté de golpe. Mis ojos que estaban cerrados sumergidos en el romance de la noche se abrieron de par en par mirando fijo al vacío. ¿Qué era eso?

En esa cercanía maravillosamente nueva, sentí algo duro, muy duro cerca de mi pelvis. Mis ojos miraban desconcertada de lado a lado, mientras que cada célula cercana al elemento extraño trataba de reconocer de qué se trataba. Me acordé de mis noches sola en el cuarto fantaseando con acercamientos curiosos y traviesos, y me di cuenta de que estaba viviendo mi propia historia. A la vez, pensaba: «Este chico tiene uno de esos nuevos celulares grandes escondidos en su bolsillo o está bien emocionado por mí». Me reí en silencio e hice como si no pasara nada, total, iba a aprovechar ese momento para mi posterior goce. Al poco rato, la canción se acabó, los cuerpos se desprendieron y la noche continuó entre risas, amigas, fotos y más bailes. No se habló más del tema. La fiesta terminó y mi emocionado acompañante me llevó a casa. Siempre tan correcto y educado.

Comprendí, entonces, que estaban por llegar muchos momentos nuevos en mi vida, personas, sensaciones y emociones para vivir mis propias fantasías. A abrocharse el cinturón y estar atenta, que la montaña rusa recién iba a partir. ¡A la expectativa de vivir se ha dicho!

Título: Fantaseando en los noventa

Artista: La Chica Clau

Muñequitas de cristal

(♪♫ «Beautiful» - Christina Aguilera)

«No hay alivio más grande que comenzar a ser lo que se es».

Alejandro Jodorowsky

En el verano escolar, cuando iniciaba el que iba a ser mi último año de estudios en el colegio, decidimos, junto con mi mamá, que una escuela de etiqueta social y modelaje sería la mejor opción para perfeccionar las buenas costumbres que toda chica debe tener ante la sociedad. Me encantaría decir que nos pasamos toda una tarde evaluando las diferentes instituciones, pero, con la reducida oferta académica en este campo por aquellos años en los noventa, la opción era casi obvia, elegimos el centro con más prestigio en la ciudad, ese en donde van chicas lindas con carreras prometedoras en modelaje.

Me entusiasmó ver talleres de etiqueta de mesa en el currículo, ya que significaba que, finalmente, aprendería a usar todos los cubiertos que veo en algunos restaurantes; en maquillaje, aprendería algo más que el delineado que copié de alguna amiguita del colegio, además pensé me enseñarían a identificar qué colores y formas van mejor con mi tono de piel y complexión. También había clases de modelaje y vestimenta de los cuales ciertamente desconocía absolutamente todo. Ahí estaba yo, muy entusiasmada por iniciar una etapa de señorita bien portada.

Cuando empezaron las clases, pasaron dos cosas. Por un lado, era inevitable sentirme poca cosa al lado de algunas chicas que realmente parecían modelos, tan altas y bonitas ellas, con una coordinación casi perfecta al momento de caminar en la pasarela con tacos altos. Yo apenas caminaba bien descalza. La segunda cosa que sucedió es que, un día cualquiera, me descubrí replicando rituales de belleza femenina. En ese momento, no entendía bien qué sentía al imitar poses y actitudes ultradelicadas, que en verdad no tenían mucho que ver con mi personalidad. No lo terminaba de entender, pero me empezaba a incomodar. Aun así, no me atreví a expresarlo ni con mamá, pensé que todo era claramente una exageración de mi parte y opté por continuar con las lecciones sin refunfuñar tanto en mi mente.

Después de unos meses de ensayos y mejor dominio del andar en tacones, coincidentemente, una amiga me pasó la voz para participar en un concurso de belleza. Al principio, solté una sonora carcajada y pensé: «¿Yo? ¡Pero no soy bonita, soy dientona y flacuchenta! ¿Cómo podría participar en un certamen de belleza?». Con un cierto aire de desinterés, pero sin ser malcriada, dejé el tema ahí no más, sin resolver o concretar un sí o no. Esto era algo que necesitaba un poco de tiempo para meditar.

Pasaron algunos días y, sospechosamente, la idea no se me despegaba mucho de la mente. Cuando le comenté la idea a mi mamá, se convirtió en mi cheerleader personal. Casi todos los días me animaba a dar el «sí» a esta extravagante oportunidad.

Sería mucho más fácil y divertido responsabilizar a mi mamá por la decisión final que tomé, pero en verdad me vi seducida por las luces, los regalitos, los agasajos y toda la atención que significaba vivir una experiencia de este tipo. Pensarme como una chica sexy me coqueteaba en cada fibra cerebral.

Ok, acepté la propuesta e inicié los procesos necesarios para ser una postulante al Miss Perú Italia 1996.

Los siguientes meses previos al desfile y al concurso final, fueron de lo más ilustrativos. En la semana, teníamos al menos tres días de actividades diversas que incluían desde visitas a marcas auspiciadoras hasta clases de baile y modelaje. Nos asesoraban especialistas, nos decían qué vestir, cómo caminar, qué combinar y hasta, incluso, nos decían qué parte de nuestro cuerpo no era tan adecuado y, por ende, te sugerían, generalmente, pasar por el doctor auspiciador. Gracias a Dios, hice caso omiso a este último punto, pero otras tantas chicas desfilaron seguras rumbo al quirófano.

Al inicio, la experiencia me pareció divertida, el conocer a todas estas chicas fue interesante, emprender juntas todas esas actividades se sentía como una extensión de las aulas del colegio. Pero, conforme pasaban las semanas y nos íbamos acercando al evento principal, la gran ilusión iba perdiendo sus colores vivos y, como un disco que empieza a rayarse, la música empezaba a tornarse algo tenebrosa. El exceso de vanidad, la atención desmesurada solo al físico, la sobreexigencia en busca de la perfección, los estereotipos y la femineidad exagerada y fingida me empezaron a asfixiar. Iba a los ensayos y, a veces, me aislaba un poco del espacio donde nos tocaba practicar los bailes o la pasarela para ver de lejos la escena robotizada, las caras de cansancio, la mirada perdida de muchas de estas hermosas muchachas. En esos momentos, podía verme reflejada en ellas, claramente, no era la única confundida allí, pero lo cierto es que nunca lo hablábamos, quizás por temor a un nuevo rechazo.