© Círculo de Tiza (Derecho y Revés, S. L.), 2016, Madrid

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Título: No somos refugiados

© del texto: Agus Morales

© de las imágenes: Anna Surinyach

© de los mapas: Cinta Fosch

© del prólogo Martín Caparrós

 

Primera edición: marzo 2017

Segunda edición: mayo 2017

Diseño gráfico: Miguel Sánchez Lindo

Impreso en España por Imprenta Kadmos

ISBN: 978-84-120391-5-3

 

 

Reservados todos los derechos. No está permitido la reproducción total ni parcial de esta obra, ni su almacenamiento, tratamiento o transmisión de ninguna manera y por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o fotocopia sin autorización previa por escrito de la editorial.

 

La historia de ahora mismo

No queremos saber. Queremos, a lo sumo, informarnos –que con frecuencia es lo contrario. Saber requiere tiempo y voluntad, la intención de entender, el compromiso de entender; saber te dificulta el recurso habitual de hacerte el tonto.

No queremos saber: tantos y tantos no lo quieren. Frente a esas mayorías hay personas, pequeños grupos que intentan levantarse. Creen que sí hay que contar lo que muchos prefieren ignorar, y que oiga el que quiera, el que no haya aprendido a cerrar los oídos. Grupos, personas: Agus Morales es una de esas personas y el inspirador de uno de esos grupos. 5W es la revista que dirige pero es, sobre todo, una actitud: la de querer saber a toda costa, sobre todas las costas.

Esa actitud es la que mueve este libro –para hablar de esos movimientos de personas que nos mueven el piso. Por eso su trabajo es un trabajo raro, que consiste en ver cosas que muchos no verán jamás: grandes desastres y pequeñas traiciones, esperanzas perdidas y esperas anhelantes; la muerte de tan cerca como tantos la verán una vez sola. Y en buscar aquí y allá los temas decisivos, y hacer sentido con todo eso que nos llega como imágenes sueltas, pequeñas historias que no se inscriben en la historia, cifras que no sabemos descifrar.

Los movimientos de personas –la intención de millones de cambiar su lugar por las guerras, miserias, persecuciones varias– marcan estos años. Antes, durante décadas, los estados ricos habían mantenido las migraciones «en un nivel manejable.» Los extranjeros llegaban en cantidades controladas a países que los necesitaban para mandarles los trabajos más brutos, peor pagados. Sus presencias producían algún choque, cierta incomodidad; nada que sociedades que se pensaban fuertes no se creyeran capaces de asimilar. Hasta que, junto con el siglo, empezó la transformación del Islam en el enemigo por excelencia: entonces algunos de esos migrantes se volvieron sospechosos, representantes del nuevo Mal Universal, y todo fue cayendo.

El miedo llegó a las cabezas y los televisores. De vez en cuando explotaba una bomba y explotaban los rumores de que sus responsables eran hijos de aquellos inmigrantes. Pero nada comparado a ese momento en que miles y miles se lanzaron a navegar, a marchar, a trepar hacia nuestros países. Los vemos, en general, a lo lejos, en las dos dimensiones de los televisores: naufragios con sus muertes, asaltos a los muros, campamentos de enfermos y de hambrientos. Y su efecto: esos reflejos de defensa, de rechazo que hicieron que muchos europeos revisaran la idea que se hacían de sí mismos.

Dentro de algunas décadas alguien postulará que Europa dejó de creerse Europa en esos meses de verano del 2015, cuando decidió que ya no podía seguir simulando que era una tierra de asilo y libertades –porque los que pedían asilo y libertad eran ajenos, eran la amenaza. Dentro de esas décadas, dirán que fue la amenaza de esa amenaza la que permitió que crecieran las derechas populistas, el control social, la vida cada vez más turbia. Dentro de esas décadas, entonces, los que quieran saber cómo fue aquello recurrirán a libros como este. Y ahora también: los relatos de Agus Morales son una fuente inmejorable para saber –saber, no informarse– quiénes son esos que queremos ignorar, que queremos rechazar; de dónde vienen, por qué vienen, cómo, cuándo, adónde llegan los que llegan.

Y discutir qué son: él los pensaba como refugiados, cuenta Morales, hasta que se dio cuenta de que los que le interesaban no lo eran o no se sentían tales; que no podía nombrarlos desde afuera, que debía escucharlos, aprender cómo se pensaban ellos, cómo se definían –y contarlo. Contar docenas de historias de personas como Ulet, cuya existencia tan fácil ignoramos; esos que, como dice Morales, «si hubieran muerto en Libia nadie se habría enterado.» Y restituir alrededor de esas historias particulares los datos generales que las hacen comprensibles, explicativas, elocuentes: útiles. Todo, narrado con la firmeza y la elegancia de un cronista confirmado: un periodista en serio.

Hace un par de años pensé mucho en intentar escribir algo así, un libro sobre los nuevos muros; desde entonces, cada tanto, volvía a preguntarme por qué no lo hacía. Ahora puedo contestarme sin más dudas: porque Agus Morales ya lo hizo. Por eso es un orgullo y una satisfacción y un trago amargo presentar este libro –que, más bien, querría haber escrito.

 

Martín Caparrós

 

 

 

 

 

A l’Anna, companya de viatge i vida, per fer-me
millor periodista i, sobretot, millor persona.

 

A Magdalena y Antonio, migrantes.

 

 

 

 

 

and grant me my second

starless inscrutable hour

 

Samuel Beckett, Whoroscope

 

 

 

Antes de empezar:
No somos refugiados

Su último acto de libertad fue mirar el mar Mediterráneo.

Ulet era un somalí de quince años que había sido esclavizado en Libia. Lo vi subir al barco de rescate con una camiseta amarilla de tirantes y señales negras en la rabadilla. No podía caminar sin ayuda: era un ave desgarbada con las alas heridas. Las enfermeras lo metieron en la clínica y al principio parecía que respondía al tratamiento. «Mamá» y «Coca-Cola» eran las únicas palabras que podía pronunciar.

Estaba solo. Era un menor sin familia ni amigos. Los somalíes que viajaban con él decían que había sido torturado en un centro de detención en Libia, que allí le obligaban a trabajar, que no le daban ni agua ni comida. Según el equipo médico a bordo, Ulet sufría también algún tipo de enfermedad crónica, nunca se sabrá cuál.

Era increíble que, en esas condiciones, hubiera llegado hasta aquí, hasta el cruce entre Europa y África, hasta las coordenadas donde cada vida empieza a contar —solo un poco—, hasta el territorio donde la muerte se explica y se difunde. El quicio simbólico entre el Norte y el Sur: una línea caprichosa, en medio del mar, que marca la diferencia entre existir y no existir, entre la tierra europea y el limbo africano.

Unas millas náuticas. Un mundo.

Cuando Ulet llegó al barco, solo balbuceaba, deliraba, murmuraba deseos. Con la violencia marcada en la espalda y una mascarilla de oxígeno, luchaba por sobrevivir, se agarraba a la vida. No había ninguna cara conocida para darle aliento.

Tras el rescate, el barco navegó hacia Italia durante horas y horas. Ulet se sintió mejor y pidió a la enfermera salir a cubierta. Observó desde allí el movimiento acompasado de las olas, sintió en la cara la brisa del Mediterráneo. Ya lejos de Libia, el infierno que marcó su vida, perdió el conocimiento.

Intentaron reanimarlo durante media hora, pero falleció debido a un edema pulmonar, según el parte de defunción.

Si Ulet hubiera muerto en Libia, nadie se habría enterado.

***

Quería escribir un libro sobre personas que —como Ulet— huyen de la guerra, de la persecución política y de la tortura. Quería escribir un libro que siguiera sus vidas, que no se detuviera en el instante traumático de la guerra o en la alegría de la acogida. Quería escribir un libro infinito, con historias que no se acaban nunca. Quería escribir un libro sobre las personas que secciones oficiales y no oficiales de Occidente quieren convertir en el enemigo del siglo XXI.

Quería escribir un libro sobre refugiados.

Ya lo tenía casi todo escrito cuando pensé en Ulet. Y me di cuenta de que no era refugiado.

Pensé en Ronyo, un maestro de Sudán del Sur que seguía dentro de su país. Y me di cuenta de que no era refugiado.

Pensé en Julienne, una congoleña que fue violada por la milicia Interahamwe. Y me di cuenta de que ella tampoco era refugiada.

Luego pensé en los que en teoría sí lo eran: Sonam, un bibliotecario tibetano en la India; Akram, un empresario de Alepo en el puerto griego de Lesbos; Salah, un joven sirio al que Noruega concedió el asilo. Y me di cuenta de que ellos no se sentían refugiados.

El bibliotecario nació en el exilio indio y solo se sentía tibetano: él no tenía nada que ver con sirios o afganos.

El empresario de Alepo tenía mucho dinero antes de la guerra y decía que él no tenía nada que ver con esos refugiados que estaban huyendo hacia Europa.

El joven sirio al que Noruega concedió el asilo ya era parte de la minoría global que puede moverse por el mundo con relativa libertad. Sabía que ya no tenía nada que ver con toda esa humanidad que se jugaba la vida en el mar.

Diecisiete países y unas doscientas entrevistas después, me di cuenta de que la palabra refugiado se pronunciaba, sobre todo, en los países de acogida. Para ellos, para los que hablan aquí, esa palabra solo cobra sentido para reivindicar sus derechos, para buscar protección internacional.

¿La palabra refugiado es de consumo occidental?

Según la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados —la famosa Convención de Ginebra, de 1951— refugiado es la persona «que, como resultado de acontecimientos ocurridos antes del 1 de enero de 1951 y debido a fundados temores de ser perseguida por motivos de raza, religión, nacionalidad, pertenencia a determinado grupo social u opiniones políticas, se encuentra fuera del país de su nacionalidad.»

Esos «acontecimientos» eran la Segunda Guerra Mundial. La Convención de Ginebra y la Agencia de la ONU para los Refugiados (Acnur) se hicieron, al principio, para europeos. Había refugiados ilustres: escritores, pintores, científicos. El refugiado iba acompañado de un aura de prestigio, porque era una persona digna, perseguida, que había huido de la barbarie.

Ahora la guerra ya está deslocalizada: y los (no) refugiados también. Tres países —Siria, Afganistán y Somalia— suman más de la mitad del total. La inmensa mayoría pertenece a países en vías de desarrollo. Hoy el refugiado es una persona no europea: indigna, perseguida, que ha huido de la barbarie.

Son casi el 1 % de la población mundial. Más de 65 millones de personas: apenas un tercio son refugiadas —las que han cruzado fronteras— y casi todas las demás son desplazadas internas: esta no es solo una crisis de refugiados. Casi nueve de cada diez viven en países en vías de desarrollo: esta no es solo una crisis de Europa.

¿Son casi el 1 % de la población mundial? Las cifras oficiales de la ONU no incluyen, por ejemplo, a los centroamericanos que huyen de las pandillas e intentan cruzar México para llegar a Estados Unidos. Personas que se enfrentan a la muerte si se atreven a volver a casa, en países, como Honduras, donde cada día hay más asesinatos que en Irak.

Nunca ha habido tantos refugiados como ahora.

Nunca ha habido tantos refugiados en países pobres como ahora.

Nunca ha habido tantas personas que no sabemos cómo llamar, pero que huyen de la violencia y no tienen protección.

Este libro habla sobre estas y aquellas personas. Sobre las que llegaron y las que nunca llegarán. Sobre las que están en Hamburgo, en Oslo o en Barcelona, pero también —sobre todo— en Bangui, Dharamsala, Tapachula o Zatari. Porque ese es el escenario de las poblaciones en movimiento a causa de la violencia: África, Asia, América, Oriente Medio. Y también Europa.

En este libro no hay un retrato tipo del enemigo invasor que una parte de la derecha quiere crear: no hay islamofobia, no hay racismo, no hay una reivindicación de las fronteras.

En este libro no hay un retrato tipo del amigo vulnerable que parte de la izquierda quiere crear: no hay seres angelicales, no hay mentiras piadosas, no hay una reivindicación de las fronteras abiertas.

Pero en este libro no hay una falsa equidistancia: hay personas que luchan, que lloran, que se enfadan, que no se rinden, que lo vuelven a intentar, que lo vuelven a intentar, que lo vuelven a intentar.

Y también hay injusticia. Porque a veces este mundo es una mierda.

***

Al atracar en el puerto italiano de Vibo Valentia, el cadáver de Ulet, el adolescente somalí de quince años rescatado en alta mar, fue evacuado en un féretro de madera.

La policía italiana dijo que estaba buscando un lugar para enterrarlo, que eso no es nada fácil, que esta ciudad es muy pequeña, que no hay sitio en los cementerios de la zona para este somalí que cruzó el Cuerno de África y llegó a Libia, para este somalí que fue masacrado en un centro de detención, para este somalí que ya no tenía familia, para este somalí que trabajó y cocinó y limpió para una gente sin escrúpulos, para este somalí que fue golpeado y humillado, para este somalí que logró subirse a bordo de una patera y cruzar el Mediterráneo, para este somalí que resume todos los éxodos del mundo, para este somalí que tenía el absurdo sueño de llegar a Europa por mar cuando estaba al borde de la muerte, tan solo protegido por una camiseta amarilla de tirantes, para este somalí que murió cuando huía de la esclavitud, para este somalí que murió cuando estaba a punto de ganar.

Para este somalí que nunca fue refugiado.

 

I. Orígenes: ¿Por qué huyen?

 

 

 

 

 

 

 

«La violencia es cada vez más un asunto
de grupos periféricos»

Gilles Lipovetsky: La era del vacío

 

¿Por qué nos matamos? ¿Qué motivo te empujaría a matar? ¿Empuñarías las armas por tu país? ¿Por valores? ¿Por una bandera? ¿Por tu familia? ¿Has matado? ¿Te sería fácil matar? ¿Crees que el peso de la ley caería sobre ti? ¿Tienes armas en casa? ¿Y si las tuvieras? ¿Dónde están tus límites? ¿Matarías si todo el mundo a tu alrededor lo hiciera? ¿Crees que tu vecino sería capaz de matarte? ¿Y alguno de tus seres queridos? ¿Te han amenazado? ¿Has pensado alguna vez en huir? ¿Cuánto tiempo aguantarías una situación de violencia extrema? ¿Cuál es tu línea roja, que cayeran bombas sobre tu casa, que un ejército rodeara tu barrio, que una pandilla te extorsionara, que un grupo terrorista controlara tu ciudad? ¿Dejarías a tus hijos atrás? ¿Te quedarías? ¿Y si tu hija no quisiera huir? ¿Sabrías adónde ir? ¿Cómo organizarías la huida? ¿A qué esperas? ¿Te sentirías después con derecho a pedir asilo? ¿A tener un techo? ¿A comer? ¿A quién se lo pedirías? ¿Matarías a los que te obligaron a huir? ¿Por qué no? ¿Y si los que te obligaron a huir fueran los mismos que asesinaron a tu amigo de la infancia? ¿Y si fueran los mismos que violaron a tu sobrina? Y si los mataras, ¿se lo contarías a los que pides que te ayuden? ¿Cuánto estarías dispuesto a perdonar? ¿Aceptarían tus amigos y tu familia que perdonaras? ¿Cuánta energía emplearías en la venganza? Si no mataras, ¿te atreverías a contar lo que te hicieron? ¿En una conversación privada? ¿A la prensa? ¿Te sentirías utilizado? ¿Crees que alguien te ayudaría? ¿Crees que el mundo te escucharía? ¿Por qué a ti sí y a otros no? ¿Hasta dónde llega tu solidaridad? Si escaparas, ¿ayudarías a los que huyen como tú? ¿Qué precio estarías dispuesto a pagar? ¿Compartirías techo con otra familia? ¿Y si no hubiera espacio para tus hijos? ¿Y si la familia fuera del otro bando? ¿Te has sentido alguna vez perseguido? ¿Formas parte de una minoría? ¿Has extorsionado a alguien? ¿Han atacado a los tuyos? ¿Mentirías sobre lo que te ha pasado para que te dieran el asilo? ¿Has sufrido un ataque racista? ¿Has puesto la otra mejilla? ¿Te lo puedes permitir? ¿Hay guerra en tu país? Seguro que alguna vez la hubo. ¿Tus padres son migrantes? ¿Escaparon de la pobreza o de la violencia? ¿O de ambas? ¿Eres migrante? ¿Cómo te han acogido? ¿Hablas su idioma? ¿Alguien habla el tuyo? ¿Acogerías a un musulmán en tu casa? ¿Crees que los muros son necesarios? ¿Y las fronteras? ¿Qué hay que hacer con los flujos de población? ¿Crees que alguien tiene que controlarlos? ¿Te sientes amenazado por la gente que huye? ¿Te jugarías tu vida y la de tus hijos subiéndote a una patera sin saber nadar? ¿Qué está pasando ahora mismo en Kabul? ¿Y en San Pedro Sula? ¿En Alepo? ¿Calais? ¿Bangui? ¿Peshawar? ¿Dadaab? ¿Qué piensas de los campos de refugiados? ¿La indiferencia es violencia?

¿Eres refugiado? ¿Tienes la certeza de que nunca lo serás?

***

—¿Por qué estáis aquí?

Aquí es el mayor campo de refugiados sirios del mundo. Aquí es el campamento de Zatari, en Jordania. Aquí es una de esas caravanas que dibujan las calles y avenidas de este campo, a las que llaman Downing Street o Campos Elíseos: uno nunca sabe si de forma irónica o romántica. Aquí es la casa en el exilio de una familia siria que huyó de los bombardeos.

—¿Por qué estáis aquí?

Aquí es una esterilla árabe: el padre, sentado junto a mí, sonríe, mira a su hija de cuatro años y prepara su respuesta perfecta.

—Díselo. Explícale a este señor por qué estamos aquí —dice el padre con sorna.

Sauarij.

Misiles, dice la niña en árabe. Ni siquiera aparta la mirada de sus juguetes mientras pronuncia la palabra, que sale con dulzura de sus labios: sauarij.

***

Para la población refugiada es un insulto que le pregunten qué hace fuera de su país. Han salido porque hay guerra.

Durante siglos, en todas las civilizaciones y pese a las más radicales transformaciones sociales, la violencia colectiva se ha expresado de forma incansable a través de la guerra, que ha mantenido su legitimidad social. Está ahí, es humana aunque la veamos a través de un plasma; a veces, incluso, es necesaria, nos decimos. También es normal que la guerra tenga sus consecuencias, y los refugiados son solo una de ellas, nos decimos. Pero de repente una imagen nos incomoda: un niño muerto en una playa turca, una humanidad hacinada cruzando Macedonia en tren, un pesquero yéndose a pique en el Mediterráneo. Sentimos compasión. Pensamos —a la vez— que Europa está siendo invadida por una enorme masa de gente que huye de la guerra. Decenas de millones de personas en movimiento. Diásporas, huidas, éxodos. Aquel sufrimiento que veíamos como aséptico y lejano —el de las guerras ajenas— empieza a hacer presente en nuestro mundo.

Y entonces empiezan las preguntas, la mayoría egoístas.

¿Por qué ahora? ¿Por qué vienen todos a Europa? ¿Estamos ante el momento más violento de la historia? ¿Están viviendo otros países que ignoramos su Segunda Guerra Mundial? ¿Qué se puede hacer para que dejen de venir? ¿Cómo se pueden parar aquellas guerras?

(Parar aquellas guerras no para evitar muertes, sino para que dejen de venir aquí).

Y entonces, cuando salimos de nuestro ensimismamiento, de la jaula de nuestros pensamientos circulares, queremos ir a las raíces. ¿Por qué huyen? Y entonces parece que la pregunta tenga sentido. Los orígenes.

Todo ha estallado a cámara lenta. La población desplazada crece en el siglo XXI porque los éxodos que generan las nuevas guerras, como Siria, se suman al goteo incesante de conflictos enquistados, como Afganistán o Somalia, que hunden sus raíces en la Guerra Fría o en los primeros años del nuevo orden mundial. Más que un mundo donde triunfa la guerra, es un mundo donde fracasa la paz. Afganistán, que durante treinta años —treinta años— fue el país que más refugiados tenía repartidos por el mundo, es uno de los escenarios olvidados que mejor explican por qué estamos aquí: intervenciones extranjeras, intereses geoestratégicos, huidas hacia delante, segundas y terceras generaciones de refugiados en el exilio sin ningún horizonte y, sobre todo, procesos de paz fallidos. En Afganistán, todo el mundo perdió hace tiempo la esperanza en un final de la violencia dialogado: ni siquiera se sabe quién se debería sentar en la mesa de negociaciones.

La guerra ha cambiado de anatomía. Atrás quedan los grandes conflictos entre estados ricos, que marcaron la primera mitad del siglo XX. Atrás quedan, también, los conflictos típicos de la Guerra Fría entre países apoyados por el bloque capitalista o comunista. El siglo XXI es una época de intervenciones militares extranjeras (Afganistán, Irak), de guerras civiles (Siria, Sudán del Sur), de estados militarizados contra grupos insurgentes (Pakistán). Negocios, redes, alianzas. Milicias, señores de la guerra, paramilitares: el número y la desigualdad de los actores armados multiplica la incertidumbre. En un mismo conflicto puede haber drones estadounidenses, guerrillas que luchan contra un régimen y entre ellas, mercenarios que le hacen la guerra al Gobierno y voces que, para aderezarlo, piden cascos azules de la ONU. En el mundo hay decenas de conflictos armados, la gran mayoría en África y Oriente Medio. Algunas de estas guerras abiertas, si son de inusitada potencia, como es el caso de Siria, pueden crear enormes movimientos de población, pero casi siempre estos y otros conflictos no declarados causan pequeñas olas de refugiados que se van acumulando a lo largo del tiempo.

***

El periodista Thomas L. Friedman dijo que nunca ha habido una guerra entre dos países con un McDonald’s. Es la conocida como teoría de los arcos dorados, nacida de la euforia por la globalización en la década de 1990. Varios conflictos echaron por tierra esta teoría, pero quedémonos con lo importante: no es que las democracias capitalistas sean pacíficas, sino que —es verdad— la guerra se ha deslocalizado, se ha alejado de Occidente. El lugar más seguro de la historia de la humanidad es la Europa occidental del siglo XXI, con una tasa de homicidios de uno por cada 100.000 personas al año. Desde ese refugio, hemos construido una nueva imagen exótica de algo que era tan familiar para Europa como la guerra. Hemos concedido a la guerra la inmerecida aura de la mística. Y la hemos imaginado —sin proyecto, sin sentido, sin objetivos— en un escenario africano o islámico.

La guerra es un hecho objetivo, histórico, que tiene lugar lejos de aquí.

Los dos extremos. Uno: la luz le está ganando terreno a la oscuridad, estamos en el momento más pacífico de la historia, dicen estudiosos como Steven Pinker. El otro: es el momento de la historia con más personas fuera de sus casas a causa de la violencia, dice Acnur; jamás se habían dado tantas crisis humanitarias de forma simultánea, dicen las organizaciones de ayuda internacional.

¿Por qué una u otra realidad deberían cambiar nuestra mirada sobre el mundo? ¿Cuánto estamos dispuestos a soportar? ¿Qué clase de cataclismo cósmico necesitamos para que despierte nuestra solidaridad o, al menos, nuestra curiosidad?

Quizá ninguno.

Solo un relato puede cambiarnos —y no simplemente agitarnos.

Solo una historia puede cautivarnos —y no simplemente interesarnos.

En este capítulo, el de los orígenes, hay tres relatos sobre la guerra: Afganistán (y Pakistán), la primera guerra del siglo XXI, Siria, la guerra más sangrienta del siglo XXI, y Sudán del Sur, la guerra del país más joven del mundo.

No son solo relatos sobre la guerra.

Son relatos sobre nuestro tiempo y sus secretos.