Lo que el alemán ha conseguido, que no lo joda la Zorrupia

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Los personajes, eventos y sucesos que aparecen en esta obra son ficticios, cualquier semejanza con personas vivas o desaparecidas es pura coincidencia.

 

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© de la fotografía de las autoras: Archivo de las autoras

 

© Noelia Medina 2019

© Angy Skay 2019

© Editorial LxL 2019

www.editoriallxl.com

04240, Almería (España)

 

Primera edición: agosto 2019

Composición: Editorial LxL

 

ISBN: 978-84-16609-03-1

 

 

Índice

 

Agradecimientos

1

Pezones empitonados

Angelines

2

La trompeta

3

Pollón23

4

Sorpresa con un pegote de cera rosa

5

Así se come una gamba

6

Buscando al muerto

7

Me dejas helada, chica

8

Un pisito de cuarenta metros

9

La Zorrupia

10

Como anillo al dedo

11

Despedida de dignidad

12

La moto inglesa

13

La Macarena

14

Viajar a la luna

15

De blanco estarías radiante

16

Americanos VS alemanes

17

Tablao flamenco

18

Efecto dominó

19

Una visita inesperada

20

Iré a por el éxito

21

Elecciones que escuecen

22

La traición se viste de hombre

Anaelia

23

Batacazo

Angelines

24

El Maserati

25

Las Sailors Moon sin Maserati

26

Cita a ciegas

27

Un ataque de ira y la Frede

Ma

28

Excuse me, to Antequera?

29

¿Cuándo te vas?

30

La muñeca hinchable

31

Sacos de dinerito con calorcito

32

Pizza con piña

Epílogo

La paleta

Fin


 

 

 

 

No quiero más dramas en mi vida,

solo comedias entretenidas.

 

Fangoria

 

 

 

 

 

 

 

Porque nunca permitamos

que nuestra amistad se apague.

 

Angelines

 

Agradecimientos

 

Los agradecimientos siempre se me dieron fatal, pero creo que en esta serie sobran las palabras.

Porque ese día nos pusieron en el camino a las tres.

Porque tuvimos la suerte o la desgracia de congeniar.

Porque habrá muchos defectos, aunque muchas más virtudes.

Porque sois especiales y estos libros lo demuestran.

Gracias por todo, Marisa y Noelia, por no permitir que nuestra amistad se apague, por estar en los buenos y en los malos momentos y por saber sobrellevar las crisis como unas campeonas. Si aquel aire que se respiraba unos meses atrás mientras contábamos libros en un camping no rompió la amistad, esto está hecho a prueba de bombas y no hay quien lo separe.

A nuestras lectoras cero, Patricia y Mercedes, protagonistas también de estas locas comedias. Y a las personas que nos dieron alas para crear ciertas partes de esta novela, Rocío y Diana, siempre fieles a las locuras de Mafia de tres y dispuestas a ser fieles amigas de Anaelia, Ma y Angelines.

Gracias a los que le dais una oportunidad a la serie. Pero, sobre todo, gracias por tomaros el tiempo necesario para reír a carcajadas. Porque reír es algo fundamental en esta vida, y a mí me lo han enseñado un poquito más estas particulares amigas.

 

 

Angy Skay

 

 

 

 

 

Esta vez, mi agradecimiento más sincero es para Angy Skay, compañera de letras, entre otras tantas cosas. Ella ha sido el empuje en esos días de bajón en los que todo lo veía gris y torcido, y me ha devuelto el color que nos proporciona la serie Mafia de tres. Lamento haber sido una pésima compañera y que hayas tenido que arrastrar con tanto. Puedes devolvérmela en la tercera parte; no tomaré venganza por ello. Gracias, de verdad. A Ma McRae, la esencia principal de este proyecto. Sin ti nada de esto habría comenzado. Siempre al pie del cañón, siempre comprensiva, siempre entusiasmada con esa sonrisa por delante y haciendo de cualquier drama una comedia.

Sois dos eslabones imprescindibles de la cadena que compone mi vida, y ya sabemos lo que ocurre si uno de ellos falla. Ahora toca seguir sumando experiencias juntas, de esas tan particulares, para poder contarlas en el tercero.

A Patri y Merche, lectoras cero, también partícipes de esta historia en la que hacemos con «vosotras» lo que nos da la reverenda gana. Y a aquellas que llevan por bandera esta serie, aportando risas y anécdotas para que la trama, esa tan inverosímil, tenga todavía más hechos reales. Y porque son nuestro tique de entrada a la Legión. Gracias por vuestro apoyo, Diana y Rocío.

Gracias a mi familia, como siempre, por la comprensión, por todo ese tiempo que les robo para poder cumplir mis sueños, y ellos me lo entregan en bandeja. Os quiero muchísimo.

A vosotras, mafiosas, por leernos, por alegrarnos los días con vuestras opiniones, por compartir las escenas con nosotras a carcajadas y hacernos sentir bien, sabiendo que conseguimos nuestro propósito: reír.

Reír mucho.

Reír siempre.

 

Noelia Medina

 

 

1

 

 

Pezones empitonados

 

 

 

Angelines

 

 

Toda mi vida sintiendo que la sangre corría acelerada por mis venas cuando escuchaba el rugido de un motor y ahora se me congelaba instantáneamente al oír aquella bestia que bramaba rabiosa.

Mis amigas se miraron entre sí, sabiendo quién se ocultaba tras los perfectos setos recortados del jardín. Y al parecer no eran las únicas, pues todos se callaron instantáneamente, incluso el Pulga y el Linterna, que ya era decir.

El motor se detuvo, la puerta del Maserati se escuchó abrirse y, de un portazo que podría haber descolgado la de un todo terreno, se cerró de nuevo. Después, pasos. Pasos firmes, marcados, temibles. La pequeña verja se abrió, chirriando, obligando a que alguien hiciera un comentario referente al 3-EN-UNO en mitad de aquella tensión grupal, y tras ella apareció un rubiales de dos metros, de ojazos verdes y fieros, enfundado en un traje azul oscuro hecho a medida.

Miré hacia atrás y fulminé a Ma con mis ojos. Seguía sentada sobre Kenrick, con las lágrimas de emoción frescas en su rostro. Quizá más tarde me lamentaría por romper el momento mágico de su pedida de mano, pero en ese instante lo único que me fastidiaba era que más de un comensal siguiera con la cabeza sobre los hombros.

No sabía de quién había sido la idea de invitarlo y joderme el día, pero lo averiguaría con rapidez.

—Ma, ¿de verdad has invitado a este gilipollas? —le pregunté llena de rabia mientras sentía los pasos del alemán acercándose sin pausa.

Negó con la cabeza, pero no pudo responderme, ya que otra voz, más varonil y enfadada que la de mi amiga, se oyó detrás de mí:

—No necesito invitación para entrar en los sitios, eso ya lo sabes, pero si la necesitara, ya me la has enviado tú al colgarme el teléfono. ¿Cómo te atreves?, ¿quién te crees que eres para…?

—Patrick, que te folle un pez nabo y que no te guste —le espeté—. Hazte el favor de no hacer el ridículo y vete de aquí antes de que lo hagas con un diente menos en tu bonita boca.

Sonreí con chulería, colocando mis brazos en jarra.

—Ha dicho que su boca es bonita —se escuchó decir en un susurro bajito a Anaelia, fulminada un segundo después por mis ojos, obviamente.

—Rubio ser big y muy guapo —comentó el Linterna.

—Es que no le falta razón. El tío tiene morrazos —apuntilló Anaelia de nuevo, conversando con el Linterna. Alejandro la observó fijamente y negó con la cabeza.

Yo los ignoré, pues el rey de los capullos llamaba mi atención.

—Te estoy hablando, Angelines.

—Y yo ignorándote. —Pinché el chuletón y, sin cortarlo, le di un bocado. Ahí, en plan carnívora, devoradora, amenazante. Que supiera qué podía ocurrirles a sus bolas si se ponía tonto.

No alcé la mirada; no podía. Si lo hacía, me habría perdido para siempre. Y algo sabía más que de sobra: salir de esas esmeraldas verdes era una de las cosas más difíciles a las que uno podía enfrentarse. No estaba dispuesta a ello, no una vez más.

—Mira, solo quería que hablásemos, darte explicaciones, que pudiéramos solucionar nuestras diferencias y enterrar el hacha de guerra, pero veo que contigo es imposible, que te niegas a arreglar las cosas y…

—Mira cómo te ignooorooo —canturreé sin parar de comer, moviendo la cabeza al son de mi propia música y notando que el chuletón se atascaba en mi garganta.

Mientras bebía un sorbo de vino blanco fresquito, Patrick estalló con malas pulgas:

—Eres una niñata malhablada y maleducada.

Un interruptor se encendió dentro de mí, haciéndome reaccionar. Kenrick me miró con miedo durante una milésima de segundo; lo vi en sus ojos. Solté el tenedor con furia sobre mi plato —chuletón de ternera del tamaño de una mano incluido— y me levanté, encarándolo. Me puse muy cerca. Muy muy cerca. Peligrosamente cerca. Y no dejé que sus ojos verdes, su olor a poder ni su porte de dos metros me aturdieran, claro que no. Ni me había mareado ni se me habían mojado las bragas unas tres cuartas partes de su composición. Alcé la cabeza para que me viera bien y hablé:

—¿Sabes quién es un niñato maleducado, o necesitas que te lo diga? Mi madre quizá no insistió en que hablara bien —alguna de mis amigas repuntó de fondo que sí, que lo hacía, que insistía siempre, de hecho, pero que a mí me daba igual—, pero me enseñó otros valores, como el de no mentir y tratar bien a la gente, el de no hacer con los demás lo que no quieras que hagan contigo.

Me miró altivo y no se permitió el lujo ni de tragar saliva, sabiendo que estaba atenta a todos sus movimientos y que por la cercanía podía apreciarlos a la perfección. Pero sí cambió su mirada, sin importarle quiénes estuvieran alrededor, y bajó la cabeza para que mis labios y los suyos quedaran prácticamente a la misma altura mientras los contemplaba con chulería.

—¿Y el valor de las segundas oportunidades?, ¿el de saber escuchar? ¿Esos no te los enseñó tu madre, fiera?

El aire desapareció de mis pulmones cuando me llamó así y, aunque intenté disimularlo todo lo posible, el brillo de su mirada me indicó que había dado donde quería: en los recuerdos ocultos, en los mejores momentos. Había ido directo a hacer daño.

—No, pero me apuntó a lucha olímpica y aprendí a patear pelotas de una manera que te maravillaría. Si no quieres comprobarlo, niño rico, jefazo de pacotilla, vete. Y entérate de una vez que me da igual quién seas. Ya sí. Me da igual tu influencia, tu dinero, tus contactos y tú, sobre todo, tú. Vete por donde y con quien hayas venido, y no vuelvas a buscarme jamás.

Empezaba a descontrolarme, a dejar de divertirme. Mis pulmones no recibían el aire necesario y el corazón me latía desenfrenado. Sabía lo que venía a continuación y que todo desembocaría en un ataque de ansiedad que estropearía el bonito momento que, hasta su llegada, estábamos viviendo.

—No sabes lo que estás diciendo —continuó, sujetándome suavemente por un brazo cuando traté de alejarme.

—Sí, sí que lo sé. Que-te-lar-gues —pronuncié con sarcasmo—. ¿Lo entiendes?

—¿Estás segura de que quieres que lo haga?

—Sí —le respondí tajante.

—¿Segura?

No me quitó los ojos de encima, y tampoco cambió su gesto. Achiqué los míos lo justo y necesario para darle más énfasis a mis palabras y me reafirmé en mi respuesta anterior:

—Sí.

De la misma fuerza con la que lo pronuncié me puse un poco bizca, pero disimulé al momento y creí que no se había dado cuenta nadie.

—Patrick, por favor, vete. —Ma se había puesto de pie y estaba a nuestro lado—. Lo lamento, pero si ella no quiere que estés aquí, no puedes quedarte.

El tono relajado y preocupado de mi amiga me alarmó. Si estaba siendo tan correcta en su intervención y en su fina manera de echarlo de su casa, significaba que había detectado en mi rostro algo grave.

El alemán fue soltando el agarre de mi brazo sin quitarme los ojos de encima. Estaba serio, clavando su vista en mí. Yo no aparté los míos tampoco, pero necesitaba que se fuera, que el aire volviera a entrar en mi cuerpo.

—Nos vemos pronto, Angelines —me dijo, dando un paso para marcharse.

—Este tío es tonto, sordo, retrasado… Algo tiene, lo que yo te diga —añadí en voz alta a todo el mundo en general—. No, claro que no nos veremos. ¡Nunca! No tengo tiempo para ti.

—Oh, tiempo… Ya lo creo que sí. Hasta la semana que viene, fiera.

¡Mierda! Era evidente que él también estaría en la reunión en la que decidiríamos si ser o no socias del Sex Wholesale.

De pie, intentando acompasar mi respiración, contemplé cómo se marchaba de la misma manera que había llegado: firme y seguro. Como siempre. Como aquel día.

Me di la vuelta para tomar asiento y me percaté de que todos me observaban en silencio: mis amigas más que preocupadas, los chicos con los entrecejos fruncidos, sin saber quizá muy bien qué pasaba, y el Pulga y el Linterna por hacer el papel, porque apostaba todo lo que tenía a que no se habían enterado de un cojón.

—Ahora es cuando el típico español dice que se va porque quiere, no porque lo hayan echado. Lo que pasa que este es alemanucho y no se entera de la misa la mitad —intenté bromear, pero nadie se rio—. ¿Qué pasa? —les pregunté, tratando de suavizar mi voz—. ¡Vamos! ¡Estos chuletones no van a comerse solos! —Cogí mi tenedor, todavía con el filete pinchado en él, y lo mordí en silencio, intentando poco a poco disolver la tensión creada.

—Que alguien me pase el vino —dijo Anaelia—. No, ese no, que está muy fuerte —le explicó a Kenrick mientras este le daba una botella oscura.

—Del otro no queda, creo. Voy a mirar dentro.

—No te molestes. A caballo regalado, no se le mira el diente. ¡Trae paca! —Se la arrebató de las manos y se la empinó, ahí, sin copa ni nada. ¿Para qué?

El vino y mis amigas, con fingido desinterés por lo que acababa de ocurrir y corriendo un tupido velo, acabaron con el mal rollo y reubicaron la celebración.

Yo también bebí, sonreí y me divertí, pero no podía dejar de martillearme la cabeza una y otra vez con el mismo recuerdo, con el que había enterrado hacía muchos meses y, ahora, de la nada, resurgía.

 

 

Dieciocho meses antes

 

 

Maldita fuera la hora en la que decidí aceptar viajar a Munich sola. Maldita fuera, y más maldita podía ser. Como no tenía bastante con estar viajando de un lado a otro de España, la fábrica había decidido expandir el negocio porque, supuestamente, tenían mucha demanda en el extranjero. ¿Y a quién mandaban? Pues os lo podréis imaginar. A la desgraciada de turno que parecía tener en la frente un letrero más grande que el de mi amiga Anaelia en el que ponía: «Hago lo que me pidas cuando quieras».

Y allí estaba.

Más sola que la una, dando vueltas por un puto aeropuerto que no conocía, con un humor de perros y, encima, sin poder entenderme con el de la ventanilla de los coches de alquiler. Podría haber usado el traductor de Google, pero no. En ese momento, mi desesperación por llegar al hotel y esconderme hasta el día siguiente para la reunión no me dejó ni pensar. Y vaya mierda de compañía, que no tenía a nadie que hablase en español. Aunque lo más gracioso era que a las nueve de la noche, casi todos los trabajadores, por no decir todos, ya estaban en sus casas y solo quedaba uno de guardia. ¡Qué bien!

Menos mal que cuando llegué al hotel, esa vez se habían dignado a darme un sitio decente en el que por lo menos se podía pisar el suelo de lo impecable que estaba. Sí, mis experiencias con los alojamientos tampoco habían sido buenas. Lo dicho: una desgraciada en toda regla. Tenía que replantearme eso que la gente decía de hacerse lavados con vinagre o bañarse con sal, porque todo lo que me estaba sucediendo no era normal. Pensé que se lo comentaría a Anaelia. Ella era muy como yo en ese aspecto. Quizá los astros pudieran ayudarnos un poco.

«Desgracias, venid a mí». Ese era otro de mis cartelitos luminosos.

Después de llevar una hora metida en el hotel, pensé que lo mejor sería ir a cenar algo y, de vuelta, podría descansar largo y tendido hasta la mañana siguiente.

Bajé al garaje del hotel y cogí el coche de alquiler pensando que me conocía la ciudad. «Venga, si has girado a la derecha, ahora es a la izquierda, y ya solo tienes que dar la vuelta», me decía. ¡Y qué fácil era decirlo! Luego te encontrabas una dirección prohibida, la siguiente estaba en obras y la otra era sin salida, lo que ocasionaba que terminaras dando una vuelta de cojones y al final acabases perdida a las afueras de la ciudad, como yo.

Resoplando como un toro, porque yo era muy así, aparqué hasta las narices de dar vueltas y me metí en el primer bar de carretera que encontré. Al entrar, todo el mundo me miró de forma extraña, y no era para menos… Parecía el típico sitio en el que se juntaban los moteros, los duros de verdad, y hasta entonces no me percaté de ese detalle. Había estado tan ensimismada en mi cabreo que, cuando abrí la puerta, no me fijé en que una hilera de motos gigantescas abarcaba casi toda la entrada. Desde luego que también estaba cegarruta.

Me senté en la barra, bajo los expectantes ojos de todos los presentes. Hasta los que jugaban a los dardos lanzándose voces a cascoporro me miraron, y a mí, con lo tímida que era —dependiendo de en qué ocasiones—, casi me dio un apechusque. Claro que no me percaté de que también llevaba un vestido que se ceñía tanto a mi cuerpo que seguramente pensaron que era una prostituta que andaba buscando trabajo. Recordé las malditas palabras de Marcela, mi subjefa, antes de venir: «Angelines, Munich es una ciudad con mucho poder, así que no vayas con ropa de calle. Elegante, por favor».

Me cagaba yo en todos los ancestros de Marcela con esa nariz redonda y ese pelo lacio que parecía que se lo chupaba una vaca todas las mañanas. No me había echado ni una simple camiseta sencilla, ni siquiera unos vaqueros, con tal de no desentonar entre la gente de «alto standing» de Munich. Y, en ese momento, era el mono de feria más divertido de todo el bar. Me senté en un taburete de la barra, puesto que no había un puñetero hueco más, y el camarero se acercó a mí con una sonrisa en los labios que deseé borrar de un puñetazo, claro que luego lo pensé y supe que esa no era la idea más acertada.

Was Will die schöne Frau?

—¿Perdón? —le pregunté, sin entenderlo completamente.

Eso era otro detalle más escambroso todavía. Aún no manejaba bien el alemán, sobre todo si me hablaban a la carrerilla, y el inglés lo chapurreaba un poco. Pero parecía que el camarero tenía ganas de guasa, y a mí me apetecía de todo menos eso, pues entendí que me dijo algo de bella dama.

Sonrió con superioridad, y yo noté cómo se me encendían las mejillas de la rabia y la vergüenza. Me extendió la carta que tenía sobre la barra de madera y la cogí sin entender la mitad porque todo estaba en aquel idioma del demonio. Sí, por una vez, Marcela Pelo Chupado tenía razón al insistirme tanto en las clases de alemán. Sin falta, cuando llegara a España, me pondría con ellas. Por ahora sabía de memoria lo que tenía que decir en la reunión, saliendo del paso.

Resignada, no dejé pasar ni un solo minuto porque seguía notando los ojos de todo Cristo fijarse en mí. La dejé de un sonoro golpe y alcé la mano cuando me miró. Volvió a mí con otra sonrisa más grande, alzando sus ojos para que le dijese lo que quería.

—Beber.

Le hice un gesto con la mano, en plan meterme un vaso entre pecho y espalda, algo que entendió a la perfección. Segundos después, una gigantesca jarra de cerveza se mostró ante mis ojos. Y a mí no me gustaba la cerveza. Ni un poquito.

Bufé, pegando un tirón del vestidito al notar que se me remangaba más de lo debido y que la mitad de mis muslos ya asomaban. Lo hice realmente porque el de al lado no estaba teniendo ningún reparo en comerme con los ojos. La suerte que tuve —véase la ironía— fue que el único detalle que componía mi atuendo era una especie de gasa en la parte delantera que sobresalía un poco de la largura del vestido, la cual se enganchó con el borde del taburete. Di un pequeño tirón, intentando que no se notase, y pareció darme una tregua sin hacer mucho escándalo. Pero sí, oí el crujido característico de cuando te acabas de cargar la tela. —Grrr…

El sonido asqueroso y baboso de aquel motero, gordo, con una barba que le llegaba casi a las tetas y la espuma de su cerveza en el bigote, me hizo pegarle un buen trago a mi jarra, vaciándola. Levanté de nuevo la mano, tragando el amargo sabor, y el camarero me colocó otra con una sonrisa más grande que la anterior. Estaba acostumbrada a beber, y si no que les preguntaran a mis amigas cada vez que salíamos de juerga, pero empecé a notar un breve mareo. Eso sí, el estómago se me llenó de inmediato sin necesidad de masticar nada.

Contemplé al motero con mala cara, girando mi rostro y mi cuerpo para darle la espalda, como si eso consiguiera que dejara de mirarme con aquellos babosos ojos. Suspiré y pensé con claridad que, antes de soltarle alguna fresca y cagarme en sus muertos, era mejor meditar. Meditar porque, si no había treinta moteros en aquel bar pellejero, que bajara Dios y lo viera. Y eso de poner mi cabeza como diana para jugar a los dardos, como que no me apetecía. Para ser sinceros, hay ocasiones en las que uno se puede permitir ponerse gallito, pero en otras no.

Apuraba mi cerveza más rápida que el viento cuando otro tipo se puso en mi lado derecho, y noté cierto nerviosismo que me impedía calmarme. Levanté la mano para llamar al camarero y deseé salir de allí a toda pastilla. Como no me hizo mucho caso porque estaba entretenido estrechando su mano con un rubiales enorme a quien no me detuve ni a mirar, me levanté del sitio, veloz.

No pasaron desapercibidos para mí los silbidos y comentarios —seguramente subidos de tono, porque no entendía una mierda— mientras me encaminaba en dirección a la salida. Justo en ese momento, cuando alcanzaba el último taburete de la barra, mis ojos impactaron de lleno con unos enormes prados verdes que me contemplaban con una sonrisa maliciosa.

Era guapo.

Era muy guapo.

«Mira, un viaje en el que ves a un tío en condiciones», pensé desviando la vista cuando sus ojos me abrasaron.

Abrí la puerta y me dirigí hacia el coche con paso firme, sin detenerme a observarlo como me habría gustado, viendo que algunos de los moteros comenzaban a salir con enormes puros a la calle. De soslayo, pude apreciar las luces del coche encendidas y recé para que no se hubiese acabado la batería.

Como os vengo contando, la suerte no era mi fuerte.

Me metí en el coche y, tras dos intentos para que arrancara, este dijo que ni hablar. Apoyé la cabeza en el asiento, resignada, y pensé en mandarles un audio a mis amigas. Por lo menos, ellas me harían de apoyo moral en la distancia. Abrí el WhatsApp y me fui de cabeza al grupo que las tres compartíamos.

 

Angelines:

Si os cuento lo que me ha pasado por ser tan lista de no poner el GPS para ir a cenar y…

 

No me dio tiempo a escribir nada más porque el modo avión se había comido toda la batería en el viaje y se apagó.

—Genial… —renegué.

Solté un bufido digno de un machorro mientras abría la puerta con más rabia que otra cosa, estampándola contra el vehículo contiguo. Miré a ambos lados, esperando que nadie se hubiese dado cuenta. Bajé, cerré con un humor de perros y, al dar dos pasos, la puñetera gasita de adorno del vestido se me quedó enganchada en la puerta. Di tal tirón que se me rajó por todo el lateral, dejando entrever mis braguitas y todo mi muslo hasta la cadera. Abrí los ojos de par en par, levantando la cabeza con rapidez para ver si alguien más se había percatado de aquel imprevisto, y menos mal que estaban a lo suyo fumando como cosacos.

«Un cigarro es lo que necesitas tú». Pues sí, de dos en dos que me los iba a fumar. Di un paso atrás cuando terminé de cargarme el vestido, haciendo que el tacón de infarto se me doblase y terminase roto por la mitad. Maldije para mis adentros no sé cuántas veces mientras intentaba hacerme un nudo de cualquier forma con la tela, para disimular. «Si es que se puede… ».

Cerré el coche después de tanta desgracia junta, y antes de ponerme en marcha para salir de la explanada, barajé mis opciones. A la izquierda no había nada salvo un motel de carretera y después una esquina que auguraba un camino oscuro y solitario. A mi derecha, una panda de moteros que reparaban en mi presencia, silbando y sonriendo en mi dirección. Para rematar la faena y alegrarme un poco la noche, al lado de aquellos hombres tan carismáticos, un flamante Maserati aparcado.

El de mis sueños.

El que pensaba comprarme si algún día era rica.

Dejé de hacer el tonto pensando en imposibles, ya que, si no llegábamos a final de mes, ese sueño era muy inalcanzable, y caminé en dirección a la boca del lobo.

No había un puto taxi, no tenía teléfono ni coche ni nadie a quien pedirle que me llevase al hotel sin tener que bajarme al pilón. Me quité los tacones y, descalza, recorrí aquella explanada asfaltada hasta que doblé la esquina sin dejar de escuchar los vozarrones que cada vez se hacían más sonoros a mi espalda.

—Venga, Angelines, que tú eres una valiente, que no van a ponerte un dedo encima, que le pegas un mordisco y se lo arrancas —me animé sola.

La carretera cada vez era más oscura, más vacía y más de todo. Y, para colmo, unas gotitas de agua empezaron a caer de aquel cielo tan cerrado; gotitas que si pasabas cinco minutos a la intemperie, te calabas.

—Me cago en mi puta suerte… —murmuré resignada, recordando las palabras de Marcela otra vez: «No te lleves abrigo. En la época en la que estamos, hace muy buen tiempo. No, no creo que te llueva, mujer». Y se reía de mis preguntas la muy puta. «Ya verás que no vas a necesitarlo».

«Marcela, Marcela, que si tuviera el móvil para grabar un vídeo, te iba a meter el siguiente producto que tuviera que vender por la oreja», pensé con tonillo. Y ese vibrador tenía más centímetros que ella cavidad en el oído; de eso estaba segura.

Me pegué al filo que daba a un prado gigantesco, viendo los pocos coches que pasaban por allí, hasta que unas luces, detrás de mí, frenaron. Tragué saliva, sabiendo que no me quedaría alternativa que enfrentarme a mi acosador —porque no podría pasarme otra cosa que no fuera morir descuartizada por alguien en aquella oscuridad—, y seguí sin detener mi paso.

 

 

2

 

 

La trompeta

 

 

 

 

 

En la actualidad

 

 

—Pero ¡¿qué coño haces?! ¡Que son las cinco y media de la mañana!

De manera automática, salté unos centímetros del sofá, me llevé una mano al pecho y suspiré con fuerza mientras cerraba los ojos para intentar acompasar mi corazón. Tres segundos después, los abrí y contemplé a Anaelia. Me miraba desde el umbral con los ojos rojos, entrecerrados, y con su pelo ensortijado y tan revuelto que parecía tener una escarola sobre el cogote.

—No, qué haces tú pegando voces —protesté indignada—. ¡Casi se me cae la trompeta del susto! —Los ojos de la chica que me miraba, en bragas, intentaron abrirse en vano—. ¿Y adónde vas en pelotas?

—A dormir, se supone, pero a la artista le ha llegado la inspiración a las cinco de la madrugada —protestó—. ¿Sabes la resaca que tengo?

—Pues te jodes. No bebas, que te pegaste ayer la fiesta madre. Además, si tanto te molesta mi música, ¿por qué no te vas a tu casa? La tienes bien cerca.

Soplé un poquito más, tratando de afinar. Los ojos de Anaelia me aniquilaron.

—A pegarle soplidos a una trompeta como si estuvieras intentando destaponarte los oídos no se le puede llamar música. Y no me voy a mi casa porque te sientes sola y no quiero abandonarte.

—Tendrás la cara dura… Yo no me siento sola —le aseguré, mintiendo.

—¿Y entonces por qué te destaponas los oídos a estas horas?

—Porque me relaja. Además, la psicóloga me lo ha recomendado para controlar los ataques de rabia. —La miré convencida—. Ya sabes, esos que me dan de vez en cuando…

—Sí, sí, sí, ya. Y te da por estar de muy mal humor y creer que el mundo está en contra de ti. Lo sé.

Suspiró y se tocó la escarola, supuse que reflexionando, después dio varios pasos hasta llegar a mi altura y se sentó a mi lado, con las tetas al aire y las bragas casi por los sobacos. La observé de reojo, soplando otro poquito. Puso la mano sobre la trompeta, ganándose un resoplido por mi parte.

—Te pones unas bragas horribles para dormir —añadí, mirándolas.

Eran feas de cojones, así que me apunté mentalmente comprarle cuatro paquetes por lo menos.

—A ver, Angelines, que no puedes seguir así. —Hizo caso omiso de mi pullita—. ¿Eres consciente de que se te está yendo la olla? Menuda semana llevas con la trompeta, y cuando no es la trompeta, es la guitarra, y cuando no…

La corté:

—He leído que tocar instrumentos es bueno para relajarse y soltar estrés. Además, ya sabes que me lo ha…

—Recomendado tu psicóloga, que sí —me dijo con tonito—. Darte masajes mensualmente también. Y, créeme, yo y toda la urbanización lo agradeceríamos.

—¿Tan mal toco? —le pregunté abatida.

La trompeta se deslizó por mis manos sutilmente.

—Querrás decir que si tan mal te desatoras los oídos. —Le solté una colleja y las tetas le retumbaron—. No, ahora en serio, sé que no quieres hablar del tema, pero todo ese estrés que tú achacas al trabajo no tiene que ver con el trabajo. Lo sabes, ¿no?

—Claro que lo sé. También tiene que ver con la reunión. Ya sabes que estas cosas me ponen muy nerviosa, pero hoy por fin pasará y ya podré respirar tranquila. Yo, tú y la urbanización, porque puede que suelte la trompeta y todo.

Anaelia cerró los ojos y negó, y ahora no había atisbo de broma en su rostro. Agarré la trompeta con poderío otra vez.

—Mañana…, bueno, en unas horas —rectificó— he quedado con Ma para desayunar. Tenemos que hablar, pero necesito que vayas con la mente abierta y dispuesta a acabar con esto. Ahora deberías descansar un poco. Estaría bien lucir radiante en la reunión y dar un par de bofetadas sin manos a… —abrí los ojos en señal de advertencia de muerte—, a quien ya tú sabes.

Asentí, sabiendo a quién se refería, y después hice un mohín.

—Sí, porque todo es una caca de la vaca real.

—Se dice caca de la real vaca —me corrigió.

—Pues eso, lo que yo he dicho.

Cabeceó, resignada, se levantó y se fue con sus pezones y su escarola a otra parte. Yo esperé a que se distrajera un poco y le pegué un último soplido a la trompeta bien fuerte, haciéndola saltar en mitad del pasillo. Cuando se giró para fulminarme con la mirada y casi me enseñó los dientes, le dije:

—Perdona, todavía tenía un poco taponado este. —Y me señalé el oído izquierdo con el dedo corazón, haciéndole una buena peineta.

Permanecí en el sofá un rato más, mirando de la nada a la trompeta de forma alternada. Quizá tenía razón y no podía seguir así. Las acciones, las inversiones, las reuniones… Y, por otro lado, la ausencia de Ma, a la que tanto nos estaba costando acostumbrarnos. Que sí, que estábamos al lado, que nos veíamos muy a menudo y que lo hacíamos casi todo juntas —casi, porque seguía cerrada en banda a probar experiencias nuevas con Kenrick y montarnos una orgía amistosa, petición que se había incrementado más por nuestra parte al deducir el paquete del escocés—, pero no estaba ahí a todas horas como antes.

Me consolaba tener a Anaelia, aunque no se lo dijera. Se había acomodado en la casa como si fuera suya, y yo había protestado falsamente. Mi casa era la residencia oficial de ambas, y la suya, el picadero-discoteca donde divertirnos. Estaba encantada. Si ella no estuviera… Y no hacía falta abrir la boca y admitir lo evidente. Mantenía la conversación apartada por respeto a mi decisión, pero de sobra sabía que eso se acabaría en pocas horas, en cuanto me sentara con ambas a «desayunar». ¿Desde cuándo les importaba a esas dos lo que yo pidiera o dejara de pedir? Y dándole gracias a que habían aguantado toda una semana para abrir sus bocazas.

Resignada, me levanté del sofá, me tomé un vaso de leche fría y me fui a la habitación. El aire acondicionado mantenía fresco el tormentoso habitáculo al que durante todo el día le daba el sol. Sonreí al pensar en aquella época en la que tirábamos colchones en el salón pequeño de nuestro apartamento porque no podíamos permitirnos poner los aires de cada habitación toda la noche. Cómo habían cambiado las cosas. Sin embargo, fue un tiempo en el que cerraba los ojos y el sueño me vencía. Ahora, muchas noches terminaba dentro de la piscina, nadando de un lado a otro en solitario hasta agotarme y así poder dormir algunas horas antes de que empezara un nuevo día. También estaba la opción de tocar un ratito la trompeta, pero me apiadé de mi amiga.

Unos cuarenta minutos después, salí por la puerta trasera de casa, me desnudé y me tiré al agua, que se encontraba tibia gracias a las elevadas temperaturas. Al sumergirme, un último recuerdo vino a mi mente. Eran unos ojos de color verde, y faltaban muy pocas horas para enfrentarme de nuevo a ellos.

 

 

Dieciocho meses antes

 

 

Escuché una voz tan tan tan varonil que me dieron ganas de girarme para verle la cara únicamente. Luego pensé que no era la mejor opción y se me pasó. Seguí adelante y, cuando volví a escucharlo, solté:

—No soy una puta.

Más bien lo ladré.

De repente, la gran mano de la persona en cuestión sujetó mi muñeca, envolviéndola por completo, y me giré con el tacón en alto que había sobrevivido.

—¡Suéltame ahora mismo, o te clavo el tacón en los ojos y te dejo ciego, gilipollas!

«El rubio del bar», fue lo único que me dio tiempo a pensar.

Él alzó las palmas de sus manos en mi dirección, dándome a entender que no quería hacerme daño, mientras yo lo fulminaba con mis ojos tan entrecerrados que pensé que me desaparecerían y lo perdería del campo visual.

—¡Tranquila, fiera!, solo quería ayudarte. Te he visto perdi…

—¿Eres un psicópata? —Arrugué el entrecejo, aún con el tacón en alto, amenazándolo.

—¿Qué? —Hizo una mueca rara.

Veamos. Atractivo, rubio, ojos verdes —por lo que había podido ver en el bar, porque allí no se apreciaba nada—, alto, muy alto, bien formado y unos músculos en los brazacos —repletos de tatuajes— que se le marcaban irresistiblemente bajo su camisa blanca. Pantalones perfectamente ajustados a esas largas piernas…

—¿Hablas español? —le pregunté como una imbécil.

—Chino creo que no es.

—Pero eres alemán —constaté como si no fuese la cosa más evidente, ignorando su tono chulesco—. Y llevas la ropa planchada… —susurré, como si aquello fuera un indicio más que evidente de que no podía ser un violador asesino. Alzó una ceja, seguramente pensando que menuda tarada se había encontrado en la carretera y que maldita fuese la hora en la que se paró—. ¿Qué… quieres de mí? —titubeé.

Dio un paso más para acercase de manera peligrosa, poniéndome nerviosa, y di otro paso atrás, ocasionando que mi pie resbalara y se doblara.

—¡Cuida…!

No le dio tiempo a decir ni una sola palabra más cuando acabé como una cucaracha, con las piernas en alto, las manos extendidas como Jesucristo y pegadas al barro que había en el prado, con la lluvia empapando cada recoveco de mi cuerpo, con un golpetazo en la cabeza considerable y unas ganas de llorar terribles. El vestido mejor ni os digo cómo estaba, pero, de mi figura, el ochenta por ciento era visible. Vamos, que me cubría las tetas y de milagro. En ese momento, me di cuenta de que mis pezones estaban empitonados, ya que ese día me había puesto aquella prenda que no necesitaba sujetador… ¡Y una porra!

Su fuerte mano tiró de la mía mientras la otra me sostenía de la cintura y me levantaba como si fuese una pluma.

«Madre mía, cómo hueles…», pensé mareada.

Olía a perfume caro, a hombre inalcanzable.

—¿Te encuentras bien? ¿Te has hecho daño?

Él se preocupó, pero yo seguí en mis trece:

—¿No irás a violarme? —le pregunté demasiado cerca de sus labios.

Su cuerpo sujetaba el mío con fuerza, pegándolo tanto que ni una mosca podría pasar entre nosotros, y su rostro estaba a escasos milímetros del mío, tan cerca que pude notar su aliento fresco en mi boca. Necesitaba un cigarro, pero ya, porque comenzaba a sentirme mareada de verdad.

—No me gustaría tener que hacerlo… —Su voz fue tan sensual que un calambrazo me recorrió la espina dorsal—. Prefiero las mujeres que lo hacen por gusto.

Y como una imbécil —porque estaba deseando que esa mano empezara a subir por mi muslo desnudo—, mis ojos se fueron al coche que estaba aparcado en el arcén. Los abrí como platos, contemplando aquella máquina de color azul eléctrico.

—¡¿El Maserati es tuyo?! —Parecía una niña pequeña, pero es que los coches me perdían.

—Mmm… Sí. —Arrugó el entrecejo, sin soltarme.

Debido a su tono, volví mis ojos a él con una sonrisa de oreja a oreja, la cual se me borró de un plumazo cuando vi que no apartaba sus manos de mi cuerpo, calentándome en exceso.

La lluvia seguía empapándonos.

—¿Me devuelves mi cuerpo? —le pregunté con tono hosco.

Entrecerró sus ojos sin entender ese cambio de comportamiento. Yo tampoco lo hacía, pero cuando me sentía amenazada o alterada como en ese caso, reaccionaba de aquella manera.

—Perdona —me dijo con retintín—, pero solo estaba intentando ayudarte. —Ignoré su comentario, apartándome de él mientras volvía sobre mis pasos a la carretera, notando sus ojos clavados en cada resquicio de mí. Solté un suspiro al percibir el nerviosismo que me estaba ocasionando, y no me dio tiempo a dar ni dos pasos más cuando lo oí otra vez—: Déjame que te lleve. No sabes ni adónde vas.

—Vete en tu supercoche, que estás mojándote —le dije como si no hubiese oído su proposición.

Le pegué un tirón a mi vestido para cubrirme el cachete del culo, y lo conseguí a medias. Estaba tan empapado que no podía ni moverlo apenas. Los pezones me dolían de verdad, mis dientes castañeaban sin parar y me sentía los brazos flojos.

—No seas cabezota, mujer —rugió—. No sabes ni dónde estás.

Se colocó a mi lado, caminando como si nada, dejando su coche arrancado en mitad de la carretera sin preocupación alguna. Lo miré de reojo, sintiendo que me traspasaba de nuevo.

—¿Quién te ha dicho que no sé dónde estoy?

Aprecié una breve sonrisa en sus labios. Y qué sonrisa…

—Bien, dime, ¿dónde estás? —me preguntó con sorna.

—En una carretera —le contesté altanera.

—Muy lista, pero ¿en cuál?

Callé, porque estaba cagándola a base de bien, y la verdad es que podía ser un chulo de playa, pero no me transmitía esa sensación de ser una mala persona.

—No me fío de ti. Nadie te ayuda porque sí.

Resopló.

—¿Quieres una garantía? ¿Te dejo mi cartera?

Me detuve en seco, mirándolo a la cara.

—¿Me estás vacilando? —Puse mis brazos en jarra—. ¿Qué cojones iba a hacer yo con tu cartera?

Rio al escuchar mi manera de hablar, porque eso sí lo tenía: la mala boca era mi fuerte.

—¿Prefieres que vaya al bar a por un cuchillo para que estés más segura? El único inconveniente es que terminarás calada hasta los huesos.

Lo miré desafiante y sin abrir la boca durante no supe cuánto tiempo, pensando que estaba tan agotada y él tan bueno que, si me mataba, por lo menos me iría con un buen recuerdo.

—Voy a ensuciarte el coche.

«Imbécil no; lo siguiente…».

Sonrió.

—Venga, sube, no te preocupes por eso.

Extendió su mano en mi dirección, aunque no la acepté y me crucé de brazos; un poco estúpido por mi parte. Y no entendí el motivo por el cual me estaba comportando así, pero caminé decidida hasta la puerta del copiloto, pegándole de nuevo un tirón a mi vestido. Me giré antes de entrar para mirarlo y lo señalé con el dedo, pillándolo de pleno mientras me inspeccionaba de pies a cabeza.

—Deja de mirarme así. —Sus labios se curvaron con provocación—. Ten claro que los dientes los tengo «muy» afilados.

Soltó una carcajada digna de admirar.

—No te estoy mirando de ninguna manera. De hecho, no te he visto. No hay luz.

Su seguridad a la hora de hablar me hizo poner los ojos en blanco. Desde luego, era todo un donjuán.

Condujo con una maestría admirable hasta que llegamos a mi hotel diez minutos después. Renegué interiormente al darme cuenta de que estaba al lado, aunque andando se viese tan lejano, y durante todo el camino no paró de preguntarme cosas como de dónde venía, cuántos días me quedaba, etcétera, a lo que le contestaba escuetamente y sin darle más información de la que debía.

Respiré aliviada cuando detuvo el coche.

—Muchas gracias por… dejarme aquí —le dije, sujetando la puerta del coche desde la calle.

—Muchas de nadas —me contestó con una sonrisa deslumbrante.

—Siento el espectáculo.

Hice un gesto con mis ojos y le dije adiós con la mano.

Sus labios se ensancharon cuando cerré la puerta. Encaminé mis pasos antes de entrar en el recibidor y, de fondo, escuché que bajaba la ventanilla para después decir, antes de desaparecer:

—Bonito culotte rojo.

 

3

 

 

Pollón23

 

 

 

 

 

En la actualidad

 

 

 

—¡Venga ya! —exclamé cuando llegué a la mesa, donde inspeccioné a mis amigas, que se habían sentado en todo el centro de la terraza del bar—. Si parece que vamos a cantar…

Sin acordarlo, las tres nos habíamos puesto una falda de tubo gris y una camisa blanca, sencilla y elegante. Yo me había alisado el pelo, Anaelia también había domado su escarola con la plancha, y Ma, destacando entre las tres, llevaba su impoluto flequillo fucsia peinado hacia arriba. Kenrick alzó la mirada de su móvil, nos examinó y soltó una risilla.

—Las Supremas de Móstoles —se escuchó decir al único hombre de la reunión. Acto seguido, una colleja voladora de Ma aterrizó en su cabeza, callándolo.

Puse los ojos en blanco mientras soltaba el bolso sobre una silla reservada únicamente para ello, y pude observar que en el reposabrazos había atada una cadena de color rosa con pequeños brillantitos plateados que sujetaban a Azucena. La pequeña roedora estaba en el suelo, con un ridículo trajecito de color burdeos que, para rematar de hortera, constaba de un volante de puntilla alrededor. Comía algo que Anaelia le había servido en el comedero portátil, ajena a todo. Quién fuera rata.

Que a su dueña le tocara la lotería había sido un buen motivo para criarse como una niña de mamá. La Zule tenía más ropa y complementos que nosotras, sin contar con la peluquería y los productos especiales para su larga melena, a la que a veces le cogían rulos y preparaban para concursar. Sin mencionar en profundidad los perfumes antireacciones atópicas.

—No le compras gafas Ralph Lauren porque tiene las orejas muy pequeñas para sujetarlas —le dije a Anaelia mientras tomaba asiento—. ¿Qué vas a hacer ahora con ella? Vamos directas a la reunión.

—Se quedará con el tito Kenrick.

—Si lo sabré yo… —protestó el tito, un poco indignado—. No era necesario que preguntaras, mamá Anaelia. ¿Para qué?, si en realidad hoy no tengo nada que hacer. Como tengo el día libre, estoy completamente disponible para vuestro uso y disfrute.

—Lo sé. —Ella le sonrió con tanta sinceridad que me cuestioné si conocía el concepto de la ironía. Al parecer no, porque cuando él la miró con fijeza y le preguntó si tenía algún baño que limpiar, ella le respondió que nunca estaban lo suficiente limpios y que, si le quedaba tiempo después, a Azucena le sentaba bien ir al parque un ratito para aprovechar el sol—. Pero mucho tiempo no, que se le queman las puntas y luego hay que recortarlas.

El café y las ligeras tostadas de pan de pueblo, base de mantequilla, jamón york y queso fundido pasaron entre conversaciones triviales en las que nos preparábamos para la reunión, acordando qué diría cada una, durante cuánto tiempo nos haríamos las interesantes y, lo más importante, la regla infranqueable, la prohibición de las prohibiciones: no podíamos pisarnos mientras hablábamos. Para ello teníamos un truco infalible que consistía en mirarnos de reojo y hacer un imperceptible asentimiento de cabeza —para cualquier ojo humano que no fuera el nuestro—, dándole permiso a la otra para intervenir. Después estaba el método de Ma, que consistía en levantar la mano como si estuviera en el colegio.

—Y no entrarás al trapo cuando el alemán te provoque, porque lo hará —dijo Anaelia, limpiándose el hilillo de mantequilla fundida que se deslizaba por una de las comisuras de su boca—. Estará deseando que llegue el momento para usar todas esas armas que debe tener guardadas e intentar…

—Sí, sí entrarás al trapo —la interrumpió Ma—. Cuando hayamos escuchado las opciones y cerrado el posible acuerdo. No vayas a ser tan tonta de hacerlo antes. Pero si nos tenemos que cagar en sus muertos, nos cagamos.

Kenrick solo negó ante las palabras de su prometida, sin atreverse a levantar la cabeza del móvil, no fuera a ser que se escapara otra hostia de esas con velocidad y le tocara el premio gordo.

—Por supuesto que no voy a entrar al trapo. Soy una profesional y sé cuándo sí y cuándo no.

—Sí, cuando hayamos salido y firmado los papeles, no en mitad de la reunión —matizó Anaelia, mirándome con seriedad, por si acaso no lo había entendido—. Y, ahora, vamos a aparcar por un momento el tema de la reunión. Nos vendrá bien para despejar las mentes, y así aprovechamos para hablar de algo que Ma y yo queríamos… —Ahí venía la bomba de la que me había hablado la noche anterior. Ya sabía yo que mucho tiempo no iban a estar quietecitas—. Pues eso, que queríamos hablarlo contigo. Sabemos que estás un poco… mal. Estresada, deprimida, alterada…, llámalo como quieras. —Esto último lo dijo con un tono gallego que no supe a ciencia cierta de dónde le salió.

Suspiré. Decidí atajar para llegar al grano:

—¿Es por la trompeta? A ver, que si tanto te molesta y tan mal toco, puedo dejarlo, no te preocupes. La percusión también me llama la atención, y me han dicho que la batería es muy buena para serenarse. Una de esas de platillos y…

—¡No, no! —gritó Anaelia, y el pan tostado casi se le escapó por la nariz—. No, por Dios, Angelines, no. Puedes probar con libros de autoayuda. Es algo más tranquilo y puede servirte para encontrarte a ti misma.

—Ni encontrarse a sí misma ni pollas en vinagre. —Kenrick miró a Ma, reprendiéndola por su vocabulario—. ¿Qué? ¡Es que es verdad!, ¡tanto dar rodeos! Esta sabe perfectamente dónde está —me señaló a mí, pero miró a Anaelia como si yo no existiera—, no le hace falta encontrarse. Lo que necesita es echar un buen polvo.

—¿Yo? —quise saber, porque si en dos frases no había perdido el hilo, todavía estábamos hablando de mí. O eso creía.

Sin contestarme, entre ellas dos se desató un diálogo en el que, al parecer, no podía ser partícipe nadie más:

—Claro que le hace falta, pero no era necesario que lo dijeras de esa forma, ¿no? Esto ya lo teníamos hablado, Ma, y sería de otra manera.

—Pero, en resumidas cuentas, íbamos a convencerla para registrarse en una página de contactos. ¿Para qué dar vueltas?

—¿A mí? ¿Una página de contactos? —las interrumpí, abriendo mucho los ojos.

Nadie me miró.

—Sí, pero de manera delicada —le dijo con tonito Anaelia, intentando enmendar algo ya estropeado—. Primero había que hacerle comprender con ejemplos por qué creíamos que lo necesitaba y después completaríamos la información con delicadeza.

—¿Con delicadeza para qué?, si ya está inscrita.

—¡¿Yo?! —Salté levemente de la silla, impresionada.

Nada, ni puto caso.

—¡Porque va a enfadarse! Ya sabes cómo es, que estas cosas no le gustan, que es muy especialita y muy jodida.

—¿Yo?

—Sí, tú —habló Kenrick con voz cansada, y le agradecí con los ojos que me echara una mano—. Llevan con esto un montón de tiempo. Han completado tu perfil, han ido subiendo fotos, poniendo gustos, hablando con tíos como si fueras tú y quedando con algunos.

—Pero ¡serás chivato! —exclamó Anaelia mientras soltaba la tostada sobre la mesa; supe que con todo el dolor de su corazón.