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David Howarth Londres (Reino Unido), 1912 - Chichester (Reino Unido), 1991

Fue un oficial naval británico, constructor de barcos, historiador y escritor. Tras graduarse en la Universidad de Cambridge, trabajó como corresponsal de guerra en la BBC Radio, al comienzo de la Segunda Guerra Mundial. Se unió a la Marina después de la caída de Francia y sirvió en la Dirección de Operaciones Especiales (DOE), donde ayudó a establecer el Shetland Bus, una operación tripulada por noruegos que ejecutaron una ruta clandestina entre las islas Shetland y Noruega. Howarth era el segundo al mando en la base naval en las Shetland. Durante la Segunda Guerra Mundial dirigió una compleja red de espionaje, que más tarde sería la inspiración de varios de sus libros, como The Shetland Bus, su primer éxito, o Nosotros morimos solos. Por sus contribuciones a las operaciones de espionaje contra la ocupación alemana de Noruega, Howarth recibió la Cruz de la Libertad del Rey Haakon VII y fue nombrado por el rey noruego caballero de primera clase de la Orden de San Olaf. Una vez finalizada la guerra, escribió más de una veintena de libros sobre historia naval y militar, entre los que destaca Nosotros morimos solos. Su estilo narrativo es apasionante: uno casi puede oír el aullido del viento ártico, quedar cegado por la nieve y sentir la congelación de las extremidades. Tan vívido como el reflejo de la valentía personal del infatigable Jan Baalsrud es el del devastador impacto de la guerra en un puñado de remotos pueblos pesqueros noruegos.

 

 

 

Título original: We Die Alone: A WWII Epic of Escape and Endurance (1955)

 

© Del libro: David Howarth

© De la traducción: Clara Ministral

Edición en ebook: julio de 2019

 

© Capitán Swing Libros, S. L.

c/ Rafael Finat 58, 2º 4 - 28044 Madrid

Tlf: (+34) 630 022 531

28044 Madrid (España)

contacto@capitanswing.com

www.capitanswing.com

 

ISBN: 978-84-120426-8-9

 

Diseño de colección: Filo Estudio - www.filoestudio.com

Corrección ortotipográfica: Victoria Parra Ortiz

Composición digital: leerendigital.com

 

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Nosotros morimos solos

 

 

CubiertaNosotros morimos solos relata una de las historias de huida más emocionantes que surgieron de los desafíos y las miserias de la Segunda Guerra Mundial. En marzo de 1943, un equipo de comandos noruegos expatriados navegó desde el norte de Reino Unido hacia la Noruega ártica ocupada por los nazis para organizar y suministrar la resistencia noruega. Pero fueron traicionados y los nazis les tendieron una emboscada. De todos los miembros del equipo, solo sobrevivió uno: Jan Baalsrud, que se vio inmerso en una de las aventuras más terribles que se hayan registrado sobre los supervivientes de la Segunda Guerra Mundial. Esta es la increíble y apasionante historia de cómo escapó. Congelado, cegado por la nieve y perseguido por los nazis, Baalsrud se arrastró hasta llegar a un pequeño pueblo de pescadores ártico. Estaba cerca de la muerte, delirante y prácticamente lisiado, pero los aldeanos, arriesgando sus vidas, estaban decididos a salvarlo y, a través de hazañas imposibles, lo hicieron. Un relato épico de supervivencia, solidaridad y resistencia, de uno de los episodios históricos más increíbles de la Segunda Guerra Mundial, que narra el testarudo coraje de un hombre que se negó a morir en circunstancias que hubieran matado a noventa y nueve hombres de cada cien.

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Índice

 

 

Portada

Nosotros morimos solos

Introducción de Andy McNab

Nota del autor

Nosotros morimos solos

01. Recalada

02. Combate en Toftefjorden

03. Persecución

04. Botas en la nieve

05. Tragedia en Tromsø

06. El alud

07. Ceguera

08. Marius

09. La granja abandonada

10. Después de la tormenta

11. La ascensión de Revdal

12. El altiplano

13. Enterrado vivo

14. Hacia la frontera

15. La última misión

16. Días contados

17. Renos

Epílogo

Apéndice I. Tabla cronológica

Apéndice II. Relato del incidente del Brattholm publicado en un periódico alemán

Sobre este libro

Sobre David Howarth

Créditos

Aprendí acerca de la resistencia noruega durante mi formación militar, pero sus audaces intentos de sabotear la ocupación nazi habían sido una fuente de inspiración desde mi infancia. Veía Los héroes de Telemark, con Kirk Douglas, cada vez que la ponían en la televisión y, pese a la pátina de glamur hollywoodiense, me impresionaba la crudeza del paisaje y me conmovía el increíble valor con el que aquellos hombres y mujeres se enfrentaron a los alemanes. Fue esa admiración profesada durante tanto tiempo lo que me llevó a visitar el Museo de la Resistencia de Oslo el año pasado y lo que, cuando me pidieron que escribiera un prólogo para este libro, me hizo aceptar encantado.

Nosotros morimos solos es la historia de la capacidad de un hombre para soportar las peores experiencias que uno pueda imaginarse y salir con vida. Jan Baalsrud, un soldado expatriado de la resistencia noruega, se ve en una situación complicada nada más comenzar su misión. Viaja en barco desde las islas Shetland (Escocia) hasta el extremo septentrional de Noruega con otros tres compatriotas. Su objetivo: formar a los habitantes de la zona en el arte del sabotaje y recabar información secreta sobre los movimientos navales de Alemania. Sin embargo, como ocurre con tantas operaciones (incluida la mía en la guerra del Golfo), y a pesar de la minuciosa preparación, el «gran plan» se va al garete en cuanto llegan a tierra. Los delatan a los nazis, sus tres compañeros mueren y solo Jan sobrevive.

Su misión se convierte entonces en una de las historias de fugitivos más extraordinarias que el lector encontrará jamás. Con los pies en estado de congelación y ciego a causa de la nieve, huye hacia la neutral Suecia con más de cincuenta soldados alemanes pisándole los talones. A temperaturas bajo cero, soporta penalidades físicas y un suplicio mental a los que no se esperaría que sobreviviese nadie.

Como parte de nuestro entrenamiento en el 22.º Regimiento del Servicio Aéreo Especial, asistimos a charlas de antiguos prisioneros de guerra para aprender de sus experiencias. Recuerdo haber escuchado a un piloto de aviones Phantom norteamericano que fue derribado en territorio enemigo en Vietnam y pasó seis años encarcelado. Le habían tenido incomunicado en una celda de 1,8 × 1,2 metros y sometido a torturas sistemáticas. Le habían roto los principales huesos del cuerpo. Cuando me capturaron durante la guerra del Golfo, me serví de la experiencia de aquel piloto. Si él había sobrevivido a aquel trato, yo también podría hacerlo.

Si hubiera conocido la historia de Jan cuando fui encarcelado y torturado en Bagdad, no me cabe ninguna duda de que habría sido una fuente de inspiración parecida. Recomiendo el libro no solo a quienes se dediquen al estudio de los conflictos bélicos modernos, sino a cualquier persona interesada en la capacidad de resistencia del espíritu humano. Nos muestra claramente lo que hace falta para sobrevivir, pero, lo que es más importante, nos enseña que el ánimo necesario para la supervivencia se encuentra dentro de todos nosotros.

Hay tres elementos que a todos los soldados les inculcan hasta la saciedad durante su carrera militar: formación, experiencia y conocimientos. Fueron estas tres cosas las que contribuyeron a salvar a Jan. Cuando tenía los pies tan congelados que apenas podía caminar, cuando la nieve le había dejado ciego y su mente estaba tan agotada que no podía pensar con claridad, fueron otras cosas las que entraron en funcionamiento. Se había formado durante mucho tiempo para esa clase de operación, tenía años de experiencia a sus espaldas y contaba con los conocimientos necesarios para ser capaz de sobrevivir en esas condiciones.

Además, Jan tenía una cosa más: estaba absolutamente empeñado en no morir. Es ese empeño en no rendirse, en no permitirse a sí mismo hundirse en la desesperación, en mantener el equilibrio mental incluso cuando el cuerpo le falló, lo que me hace profesarle la máxima admiración.

Pero esta no es la historia de un único hombre. También es la historia de la extraordinaria valentía de los habitantes de esa remota región de Noruega, hombres y mujeres corrientes que estuvieron dispuestos a arriesgar sus vidas y las de sus familias por un absoluto desconocido. Es impresionante que tanta gente estuviera dispuesta a ayudar como pudiera, sin tener en cuenta las consecuencias, incluso cuando sabían que Jan no tenía prácticamente ninguna posibilidad de sobrevivir. Quizá aquello les dio una oportunidad única de contraatacar, de llevar a cabo un acto de atroz rebeldía contra los nazis que los ayudaría a sobrevivir también a ellos. En última instancia, fue sin duda el coraje y la perseverancia de estas personas lo que hizo posible la huida de Jan.

Nosotros morimos solos es un libro excepcional. Si tuviera que volver a participar en una operación, escogería a un Jan Baalsrud para que viniera conmigo sin pensármelo dos veces. Y si, cuando las cosas se pusieran difíciles, pudiera contar con la clase de ayuda y auxilio que recibió él, me consideraría un hombre afortunado.

Andy McNab

Nota del autor

Los componentes esenciales de esta historia llegaron a mis oídos durante la guerra, poco después de que se produjeran los hechos, y los mencioné brevemente en mi libro The Shetland Bus. Todo lo que sabía por aquel entonces sobre esta historia procedía de un informe redactado en un hospital sueco por un hombre llamado Jan Baalsrud. Era un relato muy gráfico, pero Baalsrud estaba muy enfermo cuando lo escribió y muchos datos habían sido omitidos. Se podía apreciar que la historia tenía mucha más miga, detalles que Baalsrud había olvidado y otros que, a pesar de haber sido su protagonista, nunca había llegado a conocer. Sin embargo, no fue hasta diez años más tarde cuando tuve la oportunidad de hablar con él de todo ello y de convencerle de que viniera conmigo a la región más septentrional de Noruega, donde habían tenido lugar los hechos, para intentar averiguar toda la verdad sobre lo ocurrido.

Ahora que la he averiguado y la he puesto por escrito, tengo miedo de que se me acuse de exagerar. Algunas partes de la historia resultan difíciles de creer, pero he visto casi todos los lugares que aparecen en este libro y conocido a casi todas las personas que en él se mencionan. Ninguna de estas personas conocía la historia completa, pero cada una de ellas conservaba un vívido recuerdo de su propio papel en ella. Cada uno de sus relatos individuales encajaba en el conjunto y, además, confirmaba los recuerdos del propio Baalsrud. Algunos hechos accesorios son el resultado de la deducción, pero nunca de la invención. En alguna que otra ocasión he alterado un nombre o un detalle sin importancia para evitar ofender a alguien, pero, por lo demás, tengo el convencimiento de que este relato es verídico.

01

Recalada

En la costa ártica del norte de Noruega, ni siquiera a finales de marzo hay indicio alguno de la llegada de la primavera. Para entonces, la noche polar invernal ha llegado a su fin. En torno al solsticio de invierno, ha sido de noche durante las veinticuatro horas del día; cuando llegue el solsticio de verano, lucirá el sol durante toda la noche. Entre medias, en el equinoccio de primavera, los días se alargan a tal velocidad que se puede apreciar cómo cada uno tiene mayor duración que el anterior. Pero todo el terreno sigue cubierto de gruesas capas de hielo y nieve que llegan hasta la orilla del mar. No hay verdor alguno: ni flores, ni hierba, ni brotes en los raquíticos árboles. En esta época del año a veces hay días despejados, y entonces la costa resplandece con un fulgor deslumbrante a la luz del sol, pero lo normal es que esté azotada por fuertes vientos y oculta por la niebla congelada y la nieve acumulada.

Fue en esa costa, el 29 de marzo de 1943, donde verdaderamente comenzó esta historia. Ese día, un barco pesquero avistó tierra en ese lugar, a seis días de las islas Shetland, con doce hombres a bordo. Su llegada en el tercer año de la guerra a aquellas lejanas aguas enemigas, visibles desde un territorio ocupado por los alemanes, fue el resultado de mucha deliberación y de minuciosos preparativos. Un día después de la llegada, sin embargo, todos los planes que se habían trazado saltaron por los aires, y todo lo que sucedió después —las tragedias, las aventuras, los sacrificios y también el triunfo último— fue tan solo una cuestión de azar y no el resultado de ningún plan, sino simplemente de la suerte, tanto buena como mala, así como del valor y la lealtad.

Ese día en concreto lucía el sol y los doce hombres contemplaron el amanecer con entusiasmo. Llegar a tierra después de una travesía arriesgada siempre es emocionante, más aún cuando el barco se aproxima a la costa de noche, ya que al despuntar el día uno se encuentra con ella ya bien cerca. Aquella recalada suponía una emoción añadida para estos hombres, ya que todos eran noruegos y la mayoría estaban a punto de ver su país por primera vez desde que la invasión alemana los había obligado a abandonarlo, casi tres años antes. Por encima de todo, sentían la enorme emoción de estar jugando a un juego peligroso. Ocho de los doce eran los tripulantes del pesquero. Habían pilotado la embarcación sin ningún percance a través de más de mil quinientos kilómetros de océano considerados tierra de nadie y tenían que regresar una vez que dejaran en tierra a sus pasajeros y su cargamento. Los otros cuatro eran soldados entrenados para la guerra de guerrillas. Su viaje tenía dos objetivos, uno de tipo general y otro más concreto. Su objetivo general era instalarse en la costa y pasar el verano formando a los habitantes de la zona en el arte del sabotaje; su plan específico era atacar una gran base aérea alemana, llamada Bardufoss, en otoño. En la bodega del barco llevaban ocho toneladas de explosivos, armamento, comida y equipos para la supervivencia en el Ártico, así como tres radiotransmisores.

Mientras despuntaba el alba, se sintieron como se sentiría quizá un jugador que hubiera apostado toda su fortuna a un sistema en el que confiaba, con la salvedad de que ellos se estaban jugando sus propias vidas, lo que añade aún más emoción a cualquier apuesta. Confiaban en que a bordo de un pesquero noruego podrían burlar las defensas costeras alemanas y en que, a pesar del clima ártico y de la ocupación, con sus planes y sus equipos podrían vivir en aquella tierra estéril, y de aquella confianza dependían sus vidas. Si estaban equivocados, nadie podría protegerlos. La ayuda de Inglaterra no podría llegar tan lejos. Hasta entonces todo había ido bien; por el momento no había ningún indicio de que los alemanes tuvieran alguna sospecha. Pero las resplandecientes montañas que avistaron al sur, tan hermosas y serenas bajo aquella luz matutina, estaban preñadas de amenazas. Entre ellas se encontraba apostada la vigilancia costera alemana, que con el avance del amanecer enseguida avistaría la embarcación, solitaria en el centelleante mar. Aquella mañana se pondría a prueba la primera teoría y esa noche o la siguiente llegaría el momento álgido de la travesía para el barco y para sus ocupantes: el desembarco secreto.

En esa época, en 1943, aquella costa remota y apenas habitada gozaba de una enorme importancia en el ámbito internacional, que había adquirido de manera forzosa y repentina. Normalmente, en tiempos de paz, no existe lugar más tranquilo que el extremo septentrional de Noruega. Todos los veranos, durante dos meses, disfruta de una temporada turística, cuando los extranjeros acuden a ver las montañas, a los lapones y el sol de medianoche. Durante los otros diez meses del año, sin embargo, los humildes habitantes de la zona se ganan la vida a duras penas mediante la pesca y el trabajo en pequeñas granjas situadas a la orilla del mar. Están prácticamente aislados del mundo exterior, por el mar a un lado y por la frontera sueca al otro, por el mal tiempo y la oscuridad y por la enorme distancia que tienen que recorrer para llegar a la capital de su propio país o a cualquier otro núcleo de civilización. Su vida es dura pero plácida, pues no viven acuciados por muchas de las preocupaciones que afectan a los habitantes de las ciudades o de zonas rurales más pobladas. Apenas prestan atención al paso del tiempo.

Cuando los alemanes invadieron Noruega en 1940, sin embargo, los miles de kilómetros de costa atlántica que cayeron en sus manos fueron su mayor logro estratégico, y, cuando Rusia entró en la guerra, el extremo septentrional de la costa cobró aún más importancia y adquirió todavía más valor para Alemania. Los convoyes aliados con rumbo a los puertos árticos rusos, Arcángel y Múrmansk, tenían que pasar por la estrecha franja de mar abierto situada entre el norte de Noruega y la banquisa ártica, y era desde territorio noruego desde donde los alemanes los atacaban con un éxito que en ocasiones había sido apabullante. Bardufoss era la base desde la que efectuaban sus ataques aéreos y sus operaciones de reconocimiento, y la propia costa daba cobijo a sus submarinos y proporcionaba una vía de paso segura desde los puertos alemanes hasta el océano Ártico.

En cuanto los alemanes se instalaron en la costa norte, su posición se volvió impenetrable. Ese tramo de costa se encontraba a más de mil quinientos kilómetros de la base aliada más cercana y su geografía no podría haber sido más propicia para las labores de defensa. Quedaba protegido del mar por un cordón de islas de treinta kilómetros de ancho, entre las cuales un sinfín de senos permitía el desplazamiento seguro por mar de las fuerzas defensivas. La costa en sí está atravesada por una serie de enormes fiordos, entre los que se alzan montañosas lenguas de tierra. Más allá de las cabeceras de los fiordos hay un altiplano, deshabitado, prácticamente inexplorado y cubierto de nieve durante nueve meses al año, entre cuyas desiertas colinas y señalada con algún que otro mojón está la frontera con Suecia, por aquel entonces un Estado neutral completamente rodeado por países ocupados por Alemania. Atacar a los alemanes en las regiones árticas de Noruega mediante un dispositivo militar normal era del todo imposible. Cada isla y cada fiordo podían convertirse en una fortaleza, y, si en algún momento los alemanes se hubieran visto en apuros en la zona, podrían haber reforzado su posición ocupando Suecia, lo que no habría convenido a los aliados.

En estas circunstancias, la importancia potencial de la travesía que había llegado a su fin aquella mañana de marzo no guardaba ninguna proporción con el tamaño de la expedición. En Londres se tenían depositadas grandes esperanzas en el resultado. Solo iban a desembarcar cuatro hombres, pero, con un poco de suerte, serían capaces de inutilizar la base aérea de Bardufoss el tiempo suficiente para que pudiera pasar un convoy sin ser descubierto. Asimismo, el momento era propicio para entrenar a los habitantes de la zona. La gran mayoría de los noruegos de aquella región habrían emprendido acciones contra los alemanes con mucho gusto, y lo habrían hecho mucho antes si hubieran tenido armamento e instrucciones sobre cómo proceder. Una vez que comenzaran los entrenamientos, el movimiento crecería como una bola de nieve.

La única razón por la que no se había hecho nada parecido en Noruega hasta entonces era la enorme dificultad para llegar hasta allí. Por las montañas, a través de la frontera con Suecia, podían entrar grupos reducidos esquiando, y así era como se había introducido un radiotransmisor que se había instalado en la ciudad de Tromsø. Pero un equipo de sabotaje era demasiado voluminoso y pesado para transportarlo por la montaña o para pasarlo de contrabando sin que lo interceptaran los suecos. La única forma de transportarlo era por mar.

Para entonces, un gran número de barcos pesqueros con armamento escondido a bordo habían llegado al sur de Noruega procedentes de una base situada en las islas Shetland, por lo que el movimiento de resistencia en el sur estaba bien abastecido y prosperaba. Sin embargo, hasta entonces ninguno de esos barcos había emprendido un viaje tan largo y peligroso como la travesía al norte de Noruega. La embarcación que acababa de lograrlo había partido de la misma base escocesa. Se llamaba Brattholm. Tenía veintitrés metros de eslora y un motor de un solo cilindro que le permitía alcanzar una velocidad de ocho nudos. Su aspecto se había preservado cuidadosamente para que fuera como el de cualquier barco pesquero noruego y tenía un número de matrícula falso pintado en la proa, pero llevaba siete ametralladoras con soportes escondidas en la cubierta y cada uno de sus ocupantes tenía su propia ametralladora guardada en algún lugar al que pudiera acceder a toda prisa.

La fecha de partida de las islas Shetland que se había escogido, la tercera semana de marzo, había sido un acuerdo que no resultaba del todo satisfactorio para nadie. El patrón y la tripulación del barco tuvieron que decidir entre navegar en pleno invierno, cuando contarían con la protección de la noche polar, pero también tendrían que capear las tormentas árticas, o realizar la travesía a finales de la primavera o principios del otoño, cuando seguramente el clima sería más moderado, pero las defensas alemanas, en especial las patrullas aéreas, contarían con la ventaja de la luz del día. Atendiendo a todos los factores, desde el punto de vista del patrón habría sido mejor zarpar antes de marzo, ya que su barco habría podido hacer frente a todo tipo de condiciones meteorológicas. Pero también había que tener en cuenta a sus pasajeros: si hubieran desembarcado en lo más crudo del invierno, quizá no habrían podido mantenerse con vida una vez en tierra.

En cualquier caso, la decisión de viajar en marzo quedó justificada por el éxito de la travesía. El tiempo los había acompañado. Al ir avanzando lentamente día tras día rumbo al norte, habían tenido la sensación de que el pequeño barco llamaba mucho la atención, pero solo habían sido avistados una vez, a unos quinientos kilómetros de la costa, por un avión alemán que probablemente estaba realizando un vuelo de reconocimiento meteorológico y no tenía demasiado interés en un pesquero apartado de su rumbo. Se había limitado a dar una vuelta a su alrededor antes de alejarse.

Por lo tanto, pasara lo que pasase cuando los avistaran desde la costa, al menos parecía que las defensas costeras no podían haber recibido ningún aviso sobre su presencia allí y no tendrían motivos para sospechar que la modesta embarcación que tenían delante había recorrido más de mil quinientos kilómetros a través del Atlántico. Sin embargo, aún estaba por ver si la inocente apariencia del Brattholm engañaría a la vigilancia costera. Aunque más al sur había funcionado muchas veces, en un nuevo tramo de costa siempre existía el riesgo de infringir alguna normativa pesquera local y descubrir el pastel. Ni los tripulantes ni los pasajeros podían afirmar con seguridad que no estuvieran fingiendo pescar en medio de un campo de minas, un campo de tiro o alguna otra zona prohibida, ya que antes de salir de las Shetland nadie había sido capaz de proporcionarles la ubicación exacta de esa clase de defensas.

En el tenso momento del amanecer, los cuatro pasajeros se encontraban en la cubierta. Las guerras a menudo unen a personas de muy distinto carácter y, tratándose de cuatro noruegos, las trayectorias y experiencias de aquellos hombres no podrían haber sido más diferentes. El jefe de la expedición era un hombre de unos cuarenta y cinco años llamado Sigurd Eskeland. Había emigrado a Sudamérica de joven y había pasado la mayor parte de su vida adulta al frente de una granja de peletería en una zona remota de Argentina. El día que escuchó en la radio que Noruega había sido invadida, se subió a su caballo, dejó la granja a cargo de su socio y cabalgó hasta la población más cercana para enviar un telegrama y ofrecerse como voluntario para el Ejército del Aire. Las fuerzas aéreas le rechazaron por su edad, pero consiguió llegar hasta Inglaterra y alistarse en el Ejército de Tierra. Después de entrar en los Comandos, fue trasladado a la Compañía Linge, el nombre de la unidad militar que entrenaba a agentes secretos y saboteadores para desembarcar en la Noruega ocupada. Años atrás, antes de marcharse al extranjero, había sido inspector de correos en el norte de Noruega, por lo que aún recordaba algunos detalles de la zona que le habían asignado.

Los otros tres eran mucho más jóvenes. Había un radiotelegrafista llamado Salvesen, miembro de una conocida familia de navieros. Era primer oficial de la marina mercante cuando Noruega entró en la guerra, pero al cabo de un tiempo aquel trabajo defensivo había empezado a aburrirle y, cuando oyó hablar de la Compañía Linge, se ofreció voluntario para alistarse como agente secreto.

Los otros dos, especialistas en armas de pequeño calibre y explosivos, eran amigos íntimos y juntos habían vivido un buen número de peculiares experiencias. Ambos tenían veintiséis años. Uno se llamaba Per Blindheim. Era hijo de un maestro panadero de Ålesund, en la costa occidental de Noruega, y en su juventud le había tocado hacer su parte de trabajo en la panadería. A primera vista era un joven alegre y con un gran atractivo al estilo de los vikingos: alto, rubio y de ojos azules. Bajo su apariencia y comportamiento juveniles, sin embargo, se ocultaba un profundo sentido de la justicia. Cuando los rusos atacaron Finlandia, le pareció tan injusto que dejó su trabajo y su casa para alistarse en el Ejército finlandés. Cuando empezó la Guerra Mundial y su propio país fue invadido, regresó a toda prisa para luchar contra los alemanes. Una vez que se perdió la batalla por Noruega, puso rumbo a Inglaterra para empezar otra vez, para lo cual huyó de los alemanes por Rusia, el país contra el que había luchado unos meses antes.

El otro integrante de esta pareja de amigos, y el cuarto miembro del destacamento de desembarco, era Jan Baalsrud. Físicamente, Jan contrastaba con Per: tenía el pelo oscuro y los ojos azul grisáceo, y en general era de constitución menor. Pero ambos tenían el mismo carácter juvenil, combinado con la misma seriedad bajo la superficie: una profundidad emocional que ninguno de los dos dejaba ver a los desconocidos, pero que los cuatro hombres debieron de necesitar para soportar sus duros entrenamientos y llegar hasta donde ahora se encontraban.

Jan había trabajado de aprendiz con su padre, que se dedicaba a la fabricación de instrumentos de medición en Oslo, y acababa de comenzar su carrera cuando se produjo la invasión. Combatió en el ejército y se escapó a Suecia cuando fue imposible seguir luchando. Para entonces le había cogido el gusto a la aventura, por lo que se ofreció voluntario para llevar información secreta entre Estocolmo y Oslo y empezó a viajar entre la Suecia neutral y la Noruega ocupada, al servicio de una organización creada por los noruegos para ayudar a quienes intentaban salir del país. Por suerte para él, le descubrieron y arrestaron los suecos antes de que le cogieran los alemanes. Fue condenado a cinco meses de prisión, pero al cabo de tres le liberaron y le dieron dos semanas para salir del país.

Dictar esta orden era mucho más fácil que cumplirla, pero Jan consiguió un visado ruso y voló a Moscú, donde aterrizó en el momento menos oportuno, en medio de las celebraciones rusas de las victorias alemanas. Sin embargo, los rusos le trataron bien y le mandaron a Odesa, en el mar Negro. Fue allí, mientras esperaba a que saliera un barco, donde conoció a Per Blindheim, que se encontraba en la misma situación. Juntos viajaron a Inglaterra, pasando por Bulgaria, Egipto, Adén, Bombay, Sudáfrica, Estados Unidos y Terranova. Cuando llegaron a Londres, lo primero que fueron a ver fue la plaza de Piccadilly Circus. Mientras estaban allí, contemplando con pesadumbre aquel símbolo del final de su viaje y preguntándose qué iba a pasar ahora, Jan vio entre la muchedumbre a un oficial inglés al que había conocido en Estocolmo. Aquel hombre los reclutó a los dos inmediatamente para la Compañía Linge, donde encontraron un trabajo que satisfacía todas sus ansias de aventuras.

Estos, pues, eran los cuatro hombres que se encontraban en la cubierta del barco aquella mañana de marzo, en la culminación de un año de preparativos. Se habían entrenado juntos en las Tierras Altas escocesas, haciendo marchas forzadas de cincuenta y sesenta kilómetros por las montañas con fardos a la espalda, viviendo a la intemperie en la nieve, estudiando armas y formas de organización clandestina, efectuando el número de saltos con paracaídas que les correspondía, aprendiendo a desenfundar y montar una automática y hacer seis blancos en un objetivo de medio cuerpo desde una distancia de cuatro metros y medio, todo ello en tres segundos, familiarizándose con todos los puntos vulnerables de una base aérea y, dicho sea de paso, pasándoselo en grande. Eran hombres fuertes y sanos y estaban eufóricos por la inminencia del peligro y convencidos de que serían capaces de cuidar de sí mismos, deparara lo que deparase el amanecer.

02

Combate en Toftefjorden

En una operación de ese tipo, era inútil elaborar un plan detallado, ya que nadie podía predecir con exactitud lo que iba a ocurrir. El jefe de la expedición tenía un grado de responsabilidad que a muy pocos se les exige en una guerra. Las órdenes que había recibido eran muy generales y, a la hora de cumplirlas, no tenía a nadie que le asesorara. Su éxito, así como su propia vida y la de sus compañeros, estaba exclusivamente en sus manos.

Como responsable de este destacamento en el norte de Noruega, Eskeland cargaba con un gran peso sobre sus hombros. A Inglaterra había llegado gran cantidad de información procedente del sur del país (así como de otros países de los que habían huido muchos refugiados) sobre la disposición de las tropas alemanas y sobre el carácter y las tendencias políticas de infinidad de individuos, información que además se actualizaba constantemente. Al jefe de una expedición dirigida a uno de esos destinos se le podía decir, con mayor o menor detalle, de quién podía fiarse, a quién debía evitar y dónde era más probable que encontrara guardias o patrullas enemigas. Pero la información sobre el norte de Noruega era muy escasa. Muchos habían salido del país desde allí, pero la única ruta que podían seguir era por las montañas hacia Suecia, donde los retenían en campos de internamiento. Muchos se contentaban con permanecer allí y esperar a que llegaran tiempos mejores, e incluso los que hacían el esfuerzo de volver a escaparse y lograban transmitir lo que sabían a los servicios de inteligencia británicos normalmente lo hacían después de haber pasado meses retenidos por los suecos, por lo que toda la información que podían proporcionar estaba obsoleta. A Eskeland le habían facilitado los nombres de unas cuantas personas que se sabía que eran de fiar, pero, más allá de eso, era muy poco lo que se había podido hacer para ayudarle. Una vez fuera de Gran Bretaña, solo contaba con su propia formación, su ingenio y su destreza.

Había sido lo más concienzudo que pudo con los preparativos. Desde que había sabido que encabezaría un desembarco desde un pesquero, había estudiado con detenimiento todas las emergencias que fue capaz de prever. En alta mar, el patrón del barco era quien estaba al mando, y allí los problemas habían sido relativamente sencillos. El barco podría haberse visto asaltado por las inclemencias del tiempo, lo cual era una cuestión de dominio del arte de la navegación; el motor podría haberse estropeado, lo que habría constituido una tarea para los maquinistas; el pesquero podría haber sido atacado por un avión, a lo que habrían respondido con el armamento de «buque señuelo» con el que contaba la propia embarcación. Pero ahora que se aproximaban a la costa, él tenía que tomar el mando, y en esta fase de la expedición podría pasar cualquier cosa y podría ser necesaria una decisión inmediata. Por el momento, la primera línea de defensa del barco era mantener las armas escondidas para que pareciera que no eran más que unos inocentes pescadores. Una vez que entraran en las aguas de los estrechos senos que discurrían entre las islas, en cualquier momento podrían darse de bruces con un barco mayor que llevara armamento más pesado a bordo, y entonces las armas del pesquero no serían más que un estorbo. Quizá aún podrían escabullirse fingiendo ser una embarcación de pesca, pero no combatir a una distancia de doscientos o trescientos metros. Entre otras cosas, un solo disparo a su cargamento podría hacerlos saltar a todos por los aires. La única forma de prepararse para esa clase de encontronazo, tal como lo había previsto Eskeland, era esconder todo rastro del equipamiento bélico y atraer al barco enemigo hasta donde pudieran alcanzarlo a punta de pistola. Entonces tendrían la posibilidad de realizar un abordaje por sorpresa y aniquilar a la tripulación.

Durante la noche, mientras el Brattholm se aproximaba a la costa, Eskeland y sus tres hombres habían empezado a prepararse para esa posible crisis. Habían limpiado y cargado sus armas de corto alcance —subfusiles Sten, carabinas y revólveres— y habían cebado las granadas de mano antes de guardarlas en lugares a los que pudieran acceder fácilmente: en la caseta del timón, la cocina y a lo largo de la amurada, desde donde podrían lanzarse por sorpresa a un barco que estuviera a su lado. Por si acababan muy próximos al enemigo, los cuatro se habían puesto uniformes navales, a pesar de pertenecer al Ejército de Tierra, para que los alemanes no pudieran identificar que se trataba de un destacamento de desembarco.

Incluso mientras hacían estos preparativos, sin embargo, todos sabían que, si bien con suerte podrían salir victoriosos de un combate cuerpo a cuerpo de esas características, sus probabilidades de salir con vida serían mínimas. Entre ellos y su seguridad se interponían los mil quinientos kilómetros de mar que habían atravesado. Podían aspirar a matar o capturar a toda la tripulación de un barco, incluso si era de mayor tamaño que el suyo, pero, a menos que fueran capaces de hacerlo tan deprisa que el enemigo no tuviera tiempo de enviar ninguna señal por radio y que ocurriera en un lugar tan remoto que nadie oyera los disparos, todas las defensas alemanas serían puestas sobre aviso y entonces era evidente que, a ocho nudos, el Brattholm no llegaría muy lejos. En esas circunstancias, la única esperanza de escapar —y era bastante escasa— sería hundir el barco y llegar a la orilla.

Eskeland también había previsto esa posibilidad. Además de los tres radiotransmisores, de un modelo nuevo todavía clasificado como secreto, su cargamento también incluía unos cuantos documentos importantes: mensajes en clave, mapas y notas sobre las defensas alemanas y sobre personas de confianza de la zona. Todos entendían perfectamente que debían proteger aquel cargamento con sus vidas. No hacía falta ni mencionarlo; era una de las reglas básicas que les habían enseñado. Al entrar en aguas enemigas, habían puesto los documentos en un lugar accesible junto con unas cerillas y una botella de gasolina, y sobre las ocho toneladas de explosivos de alta potencia que transportaban en la bodega habían colocado un cebo, detonadores y mechas. Los radiotransmisores estaban encima del cebo. Había tres mechas. Una tardaría cinco minutos en arder y debía utilizarse si parecía posible destruir el barco y el cargamento y después escapar. La siguiente tardaría treinta segundos en consumirse y la última era instantánea. Los doce hombres que iban a bordo eran capaces de contemplar con sobriedad la posibilidad de encender la mecha instantánea y comprendían las circunstancias en que deberían hacerlo: por ejemplo, si habían intentado emprender un combate cuerpo a cuerpo con un barco alemán y habían sido derrotados. Lo principal era que los alemanes no se hicieran con el cargamento.

Al aproximarse a la costa, Eskeland tendría que haberse sentido satisfecho con aquellos preparativos: estaban pensados con cabeza y ejecutados con esmero. Pero ese mismo día se vio obligado a hacer un cambio de planes que le recordó, por si le cabía alguna duda, lo imprecisa que era la información de la que disponía. Tenían pensado desembarcar en una isla llamada Senja, a unos sesenta y cinco kilómetros al suroeste de la ciudad de Tromsø. Sin embargo, al acercarse a ella navegando tranquilamente por la zona de pesca, divisaron un arrastrero que venía hacia ellos. Cambiaron el rumbo y se dirigieron hacia el este mientras esperaban a ver qué sucedía. El arrastrero llegó a mar abierto al alcanzar el extremo de las islas y, a continuación, dio la vuelta y volvió a meterse en uno de los senos. Cuando giró, vieron un cañón en su cubierta de proa. Era un patrullero, en una zona donde no se había informado de la presencia de patrulleros.

En esa fase de la expedición, su misión era evitar problemas en lugar de buscarlos, así que, habiendo cientos de islas en la zona, no tenía sentido intentar depositar su cargamento en la única que ahora sabían con seguridad que estaba patrullada. Por ahora el disfraz había funcionado; habían visto su barco y lo habían tomado por un pesquero. Lo más sensato era escoger otro lugar y, tras debatirlo, acordaron dirigirse a una isla situada un poco más al norte. Se llama Rebbenesøya y se encuentra directamente al norte de Tromsø, a unos cincuenta kilómetros de la ciudad. En la carta náutica vieron que en la zona nororiental de la isla había una pequeña bahía; parecía un buen sitio donde ponerse a cobijo y uno de los hombres que había estado antes en la región lo recordaba como un lugar remoto y desierto. En torno al mediodía del 29 de marzo, pusieron rumbo a la bahía. Su nombre es Toftefjorden.

Pasaba la media tarde cuando alcanzaron el grupo de islotes desperdigados que se extiende a lo largo de unos diez kilómetros frente a la costa de Rebbenesøya y empezaron a navegar entre ellos con precaución. La ruta que siguieron resulta impracticable con mal tiempo. Hay miles de escollos a ambos lados y la zona entera queda cubierta por una cortina de espuma en la que es imposible ver ninguna marca. Aquel día, sin embargo, el mar estaba en calma y el ambiente, despejado. Vieron los mojones de piedras construidos sobre algunas de las rocas más grandes para hacer de balizas y se abrieron paso hasta llegar a aguas más protegidas. Pasaron junto a una isla diminuta llamada Sørfugløya, cuyo terreno se eleva escarpado por todos sus lados hasta un negro peñasco de trescientos metros de altura; bordearon la costa norte de Rebbenesøya, donde un empinado y liso manto de resplandeciente nieve ascendía hasta la curvada cornisa de hielo de un monte llamado Helvetestind, que significa «Pico del Infierno», y, cuando empezaba a anochecer, entraron lentamente en Toftefjorden y echaron el ancla en sus claras aguas de color azul pálido.

Cuando detuvieron el motor, les pareció que en la bahía reinaba un silencio absoluto. Después de seis días oyendo el traqueteo y la vibración de un pesquero noruego en marcha, la mera ausencia de ruido se les hizo extraña, pero en los lugares abrigados en los que el terreno está cubierto de gruesas capas de nieve siempre se nota especialmente el silencio. Todos los sonidos familiares quedan apagados y no resuenan. No se oyen pisadas, cantos de pájaros ni el rumor del agua, ni tampoco zumbidos de insectos ni el susurro de hojas o de animales en movimiento. Hasta la propia voz parece distinta. Incluso cuando no hay motivos para ello, el modo en que los sonidos quedan amortiguados en los lugares sumidos en el silencio por la nieve resulta amenazador.

Aun así, la aparición de Toftefjorden los tranquilizó. Una vez finalizada la operación de fondeo, permanecieron en la cubierta y miraron a su alrededor, hablando en voz baja sin darse cuenta. Era prácticamente el escondite perfecto. Por el sur, el este y el oeste, la bahía estaba rodeada por redondeadas colinas de pequeña altura. Las cimas estaban desnudas, pero en las hondonadas junto a la orilla asomaban ramitas de raquíticos abedules árticos, negras en contraste con la nieve. Al norte se encontraba la entrada a la bahía, pero quedaba bloqueada por un islote, por lo que el interior no se veía desde el otro lado. El Brattholm estaba completamente a salvo de la vigilancia desde el mar y no podía verse desde el aire a menos que un avión pasara volando casi por encima de ellos.

El aspecto de las playas indicaba que la bahía siempre estaba en calma. En las rocas e islas expuestas al mar, la orilla siempre tiene una ancha franja desnuda en la que la nieve ha sido arrastrada por las olas. Sin embargo allí, en aquel fiordo a cobijo del mar abierto, la gruesa capa de lisa nieve llegaba hasta la línea de marea alta. No había ninguna huella. Cerca de la orilla, el agua del propio mar había estado congelada, pero el hielo se había deshecho en pedazos transparentes que flotaban alrededor del barco. El aire era frío y tonificante.

Pese a todo, el lugar no estaba completamente desierto. En la cabecera de la bahía, al pie de la colina, había un granero y una diminuta casa de madera. Cerca de allí, en la playa, había rejillas para secar pescado. No se veía a nadie, pero de la chimenea de la casita salía humo.

Una vez que el barco estuvo anclado, lo primero que había que hacer era averiguar quién vivía en esa casa y si era probable que sus habitantes fueran a causarles alguna dificultad o a ponerlos en peligro. Eskeland y el patrón del barco se cambiaron los uniformes navales por prendas de pescador y remaron hasta la orilla. Quizá quisieran ser los primeros en pisar Noruega. Aquel siempre era un momento de emoción contenida.