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Rev. Kittim Silva

LAS SIETE PALABRAS
(Un Resumen Cristológico)

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Editorial CLIE

C/ Ferrocarril, 8

08232 VILADECAVALLS (Barcelona) ESPAÑA

E-mail: clie@clie.es

Internet: http://www.clie.es

LAS SIETE PALABRAS

Kittim Silva

© 1998 por el autor

ISBN: 978-84-7645-328-5

eISBN: 978-84-8267-611-1

Clasifíquese: 0342 HOMILÉTICA:

Sermones - Semana Santa y Pascua

C.T.C. 01-04-0342-02

LAS SIETE PALABRAS EN LATÍN

«Pater, dimitte illis: non enim sciunt quid faciunt»

«Amen dico tibi: Hodie mecum eris in paradiso»

«Mulier, ecce filius tuus… Ecce mater tua»

«¿Eli, Eli, lamma sabacthani? hoe est: ¿Deus meus, Deu meus ut quid dereliquisti me?»

«Sitio»

«Consummatum est»

«Pater, in manus tuas commendo spiritum meum»

(Textum Vaticanum)

DEDICADO

A

Cinco Príncipes del Púlpito Cristiano

Dra. Leo Rosado Rosseau

Dr. José A. Caraballo

Dr. Cecilio Arrastía

Dr. Adolfo Carrión

Rev. Abelardo Berrios

Y

Al Rev. Napoleón Alfaro, anciano gobernante
de la congregación que pastoreo, cuya
amistad valorizo y estimo.

ÍNDICE

Prólogo

1.La Palabra de Perdón

2.La Palabra de Salvación

3.La Palabra del Deber

4.La Palabra del Desamparo

5.La Palabra de la Necesidad

6.La Palabra del Cumplimiento

7.La Palabra de la Expiración

Epílogo

PRÓLOGO

El presente libro nació hace varios años en una pequeña obra que yo mismo había publicado, con el título «Las Siete Palabras». La circulación de la misma se limitó, mayormente, a la ciudad de Nueva York. La ayuda que muchos ministros laicos derivaron de aquel escrito, fue un gran recurso homilético en su tarea de exponer «Las Siete Palabras».

La acogida fue tal, que pronto se agotó la edición publicada. No tenía ningún plan de volver a reproducir aquel escrito. Pero las palabras de muchos compañeros del ministerio, han sido una motivación para presentar en un libro con mayor ampliación los pensamientos antes publicados. Por lo tanto, el presente libro que usted tiene en sus manos no es nuevo en su contenido sino más bien es la continuación de una tarea ya comenzada, la cual, con el paso de los años, se ha ido robusteciendo no sólo en contenido analítico sino también en aplicaciones.

Al presentar esta colección de sermones sobre «Las Siete Palabras», combino lo exegético con lo homilético. Me acerco a ellas en una investigación cristológica, pero a la vez, procuro descubrir con las herramientas homiléticas las aplicaciones prácticas para cada creyente. No parto a hacer teología divorciado del contexto. Tampoco arribo a conclusiones separado de la armonía de los evangelios.

La tarea de escribir un libro no es tan fácil como pueda parecerle a muchos lectores. Las responsabilidades de un trabajo secular, las funciones pastorales, el ministerio de la enseñanza, mis deberes como líder conciliar y los estudios radiales que comparto diariamente, eran un gran obstáculo en esta misión literaria. Pero doy gracias a Dios por su fortaleza espiritual. También me muestro muy agradecido a mi esposa Rosa, que siempre ha comprendido la necesidad que tengo de escribir. Las horas que me encerraba en mi cuarto de estudio, le pertenecían a ella y a mis hijas.

Finalmente, amado y gentil lector, le suplico que lea este libro con la actitud de acercarse más al Señor Jesucristo. Es mi firme propósito que yo «mengüe» para que Él «crezca». Por lo tanto, le doy a Jesucristo, el arquitecto de mi vida, toda la gloria y la honra; no sólo porque me salvó, sino porque me permite ministrarle a usted por medio de este humilde escrito.

El Autor
Brooklyn, Nueva York
17 de abril de 1985

1

LA PALABRA DEL PERDÓN

«Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lucas 23:34).

A todo lo largo de su ministerio terrenal, Jesús, fue un fiel exponente y practicante del perdón. Él enseñó a sus discípulos a reconocer la grandeza del perdón divino y a perdonar a sus enemigos.

En la oración modelo del «Padrenuestro», él recalcó la importancia del perdón al declarar: «Y perdonanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores» (Mateo 6:12). A medida que «perdonamos a nuestros deudores», somos perdonados por Dios de «nuestras deudas» (Mateo 6:14, 15).

En una ocasión, mientras Jesús estaba en una casa de Capernaúm, cuatro hombres trajeron un paralítico, el cual hicieron descender por el techo de aquella vivienda (Marcos 2:1-4). Nos dice el registro sagrado: «Al ver Jesús la fe de ellos, dijo al paralítico: Hijo, tus pecados te son perdonados» (Marcos 2:5). Los escribas que cavilaban en sus corazones murmuraron diciendo: «¿Por qué habla éste así? Blasfemias dice. ¿Quién puede perdonar pecados sino sólo Dios?» (Marcos 2:5).

La acción perdonadora del Señor demostró en él una prerrogativa divina, «tus pecados te son perdonados». Los interrogantes teológicos de los escribas llevan a éstos a tratar una tarea de investigación académica. La conclusión mal arribada de su tesis es que Jesús hablaba «blasfemias». Sin un conocimiento personal de Jesús, cualquier teólogo, por más credenciales académicas que pueda poseer, se pierde en el laberinto de la misma teología. Sobre las aguas de la revelación de Cristo un niño puede nadar, pero un sabio se puede ahogar. No es conocer el Salmo 23, sino conocer al Pastor de ese Salmo. La contradicción teológica de muchos de nuestros seminarios, es que se está aprendiendo a hacer ejercicios teológicos con la mente, pero no con el corazón.

De una prerrogativa de perdón divino, el Señor se mueve a otra prerrogativa de sanidad divina. Notemos su apología teológica y cristológica: «Qué es más fácil, decir al paralítico: Tus pecados te son perdonados, o decirle: ¿Levántate, toma tu lecho y anda? Pues para que sepáis que el Hijo del Hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados (dijo al paralítico): A ti te digo: Levántate, toma tu lecho, y vete a tu casa» (Marcos 2:9-11). Como el Señor era Dios encamado, el perdonar o sanar enfermos eran tareas sencillas o fáciles para él. Con la sanidad física manifestada sobre aquel paralítico, el Señor da una demostración de que si Dios perdona pecados y si sólo Dios sana, entonces él tiene que ser Dios. Es de notarse que el perdón o la sanidad del alma antecedió a la sanidad del cuerpo. En nuestros días muchos asisten a cruzadas evangelísticas buscando lo segundo, primero; cuando lo espiritual tiene que tener prioridad. El pueblo corre más detrás de los milagros que en pos de la proclamación completa de la Palabra de Dios. Los buenos predicadores no son tan populares como aquellos que son usados en sanidad divina.

En otra ocasión, Pedro se acercó al Señor y le preguntó: «¿Señor, cuántas veces perdonaré a mi hermano que peque contra mí? ¿Hasta siete?» (Mateo 18:21). Pedro era el alumno que preguntaba teniendo ya una respuesta preconcebida en su mente. En su teología propia y personal, el límite del perdón era hasta la séptima ofensa del deudor.

Sin embargo, Jesús le da una extensión ilimitada a la práctica y al deber de perdonar. Él le dijo a Pedro: «No te digo hasta siete, sino aun hasta setenta veces siete» (Mateo 18:22). Para un buen matemático como Pedro, que en su oficio de pescador había desarrollado la habilidad de sumar y multiplicar, la respuesta era: «Pedro, no tienes que perdonar siete veces al mismo individuo, eso sería un egoísmo de tu parte, si él te ofende cuatrocientas noventa veces también tienes que perdonarlo». La lección práctica es que el perdón no tiene limitaciones.

Volviendo a la primera palabra dicha por Jesús en el Calvario, encontramos que en la misma, él acentúa, afirma y emula la doctrina del perdón. El perdonar y el olvidar son dos caras de una misma moneda. En el idioma inglés encontramos una misma raíz etimológica para perdón (forgiveness) y olvidado (forgetness). La palabra griega es «aphesis» y se emplea en el Nuevo Testamento diecisiete veces y se traduce: «Perdón, remisión y libertad». En su original griego encierra la idea de dejar libre y de remover. Esta primera palabra del Señor revela tres acciones: La oración, el ruego y la apelación.

I. La oración, «Padre…»

La palabra «Padre» en labios de Jesús significaba comunión, adoración, filiación, y oración. Al Él decir, «Padre» indicaba un estado de diálogo. A todo lo largo del ministerio terrenal del Señor, la oración fue parte integrante del mismo. En cuatro ocasiones, mientras Jesús oró, recibió la respuesta del cielo inmediatamente:

  1. En el bautismo — «Aconteció que cuando todo el pueblo se bautizaba, también Jesús fue bautizado; y orando, el cielo se abrió, y descendió el Espíritu Santo sobre él en forma corporal, como paloma, y vino una voz del cielo que decía: Tú eres mi Hijo amado; en ti tengo complacencia» (Lucas 3:21, 22).
  2. En el Monte de la Transfiguración — «Aconteció como ocho días después de estas palabras, que tomó a Pedro, a Juan y a Jacobo, y subió al monte a orar. Y entre tanto que oraba, la apariencia de su rostro se hizo otra, y su vestido blanco y resplandeciente… Y vino una voz desde la nube, que decía: Éste es mi Hijo amado; a él oíd» (Lucas 9:28-35).
  3. En la visita de los griegos — «Había ciertos griegos entre los que habían subido a adorar en la fiesta. Éstos, pues, se acercaron a Felipe, que era de Betsaida de Galilea, y le rogaron, diciendo: Señor, quisiéramos ver a Jesús… Padre, glorifica tu nombre. Entonces vino una voz del cielo: Lo he glorificado, y lo glorificaré otra vez» (Juan 12:20-28).
  4. En el huerto de Getsemaní — «Y él se apartó de ellos a distancia como de un tiro de piedra; y puesto de rodillas, oró… Y se le apareció un ángel del cielo para fortalecerle» (Lucas 22:41-43).

La agonizante tortura de la cruz no desanimó a Jesús ante el ejercicio de la oración. Su oración transcendió el sufrimiento presente y corporal que estaba experimentando. Esto me recuerda lo que nos dice el relato bíblico: «Y puesto de rodillas, clamó a gran voz: Señor, no les tomes en cuenta este pecado. Y habiendo dicho esto, durmió» (Hechos 7:60).

En la vida de todo creyente le asaltan momentos difíciles, cuando la angustia y el dolor humano hacen su invasión. Es entonces cuando un verdadero cristiano no se rinde espiritualmente ante el infortunio, las pruebas y los sinsabores de la vida; por el contrario, hace de la oración su aliada favorita.

Ningún profeta, rey, sacerdote o escritor antiguotestamentario había llamado a Dios, «Padre». Pero para Jesús, llamar a Dios «Padre» era un reclamo de su deidad, de su filiación divina y de su procedencia celestial:

  1. A los doce años de edad lo llamó «Padre» — «Entonces él les dijo: ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que en los negocios de mi Padre me es necesario estar?» (Lucas 2:49).
  2. Él le enseñó a sus discípulos a orar empleando el nombre «Padre» — «Padre nuestro que estás en los cielos…» (Mateo 6:9).
  3. Antes de resucitar a Lázaro empleó el nombre «Padre» — «Entonces quitaron la piedra de donde había sido puesto el muerto. Y Jesús, alzando los ojos a lo alto, dijo: Padre, gracias te doy por haberme oído» (Juan 11:41).
  4. Al predicar su retorno por la Iglesia usó la palabra «Padre» — «En la casa de mi Padre muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros» (Juan 14:2).
  5. En el Getsemaní oró empleando el nombre «Padre» — «Padre, si quieres, pasa de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lucas 22:42).

Una de las acusaciones que lo llevó al patíbulo de la muerte fue su reclamación de que era el Hijo de Dios:

  1. «Confió en Dios; líbrele ahora si le quiere; porque ha dicho: Soy Hijo de Dios» (Mateo 27:43).
  2. «Los judíos le respondieron: Nosotros tenemos una ley, y según nuestra ley debe morir, porque se hizo a sí mismo Hijo de Dios» (Juan 19:7).

En las palabras acusadoras de los escribas, fariseos y ancianos de Mateo 27:43 se cumplía una profecía mesiánica: «Se encomendó a Jehová; líbrele él; sálvele, puesto que en él se complacía» (Salmo 22:8).

«Padre» es una palabra dulce, saturada de ternura, confianza, seguridad y conmovedora, pronunciada por los labios del Señor Jesús. «Padre» es la máxima reclamación que Jesús hace de su naturaleza divina, de su misión eterna y de su comisión profética.

De Jesús aprendemos que tenemos acceso a un Padre Celestial, que nos oye en el «Calvario» de nuestras tragedias humanas, y en el suplicio de nuestro dolor existencial. Un Padre que no nos pide un lenguaje de profesionalismo clerical, de adornos de gramática retórica o teológica, de abluciones, de formulismos religiosos; sino que en nuestra simpleza humana, Él nos entiende y nos oye.

Más que nunca, es un imperativo para la Iglesia de esta presente generación, el cultivar la práctica habitual de la oración. Estamos tan entretenidos en programas y actividades, que nos hemos olvidado de la teológia de la oración. Si algo tiene a muchos creyentes viviendo vidas cristianas anémicas y faltas de entusiasmo, es que la oración ya no forma parte de su dieta espiritual. Se canta mucho, pero se ora poco. En muchos hogares el altar familiar se llama: Zenith, Sony, Panasonic, RCA, General Electric… ¿Por qué? El tiempo de orar se lo están dando al «dios electrónico» que tienen en el nicho de la sala. Personalmente, no estoy en contra de la televisión, siempre y cuando se use con sabiduría. Pero cuando la televisión se constituye en un dios falso delante del Dios verdadero, entonces en palabras del evangelista Yiye Avila: «Es un cajón del diablo».

II. El ruego, «perdónalos…»

Hace algún tiempo un caballero entró a mi oficina pastoral; deseaba entrevistarse conmigo. A medida que el diálogo tomaba su curso, y yo obtenía ciertos datos sobre su caso, él comenzó a llorar. «Pastor, yo tengo mucho odio en mi corazón», comenzó diciéndome, «he sido engañado por un miembro de mi familia, y siento un deseo intenso por cobrar venganza. Por favor ayúdeme, este odio no me deja comer, ni dormir y estoy a punto de perder mi trabajo».

Este caso se repite cientos de veces alrededor nuestro. El odio lleva a la venganza, la venganza al crimen, y el crimen a la lamentación. El odio produce enfermedades de orden psicosomático. La persona que odia jamás podrá ser feliz. Su propio odio le destruirá y le consumirá. Experimentará úlceras, presión alta del corazón, dolores de cabeza, depresión y en consecuencia sobre los sistemas digestivo y nervioso.

En la consejería pastoral que administré a aquel caballero le hice consciente de la terapia del perdón. Le dije: «A menos que usted no perdone a ese miembro de su familia, su salud continuará deteriorándose. Sé que es algo duro para usted, pero tiene que hacerlo». Aquella vida, con una gran conmoción emocional, me dijo: «Pastor, ore por mí para que pueda perdonar.» Así lo hice y creo que tan pronto este caballero practique el perdón en su vida, el volcán que está en erupción con la lava del odio, quedará extinto. La única cura contra el odio es el perdón.

Muchos convictos tienen tatuados sobre sus brazos estas palabras: VENGANZA, ODIO, LA LEY, MALDIGO AL JUEZ QUE ME SENTENCIÓ. Con estos tatuajes ellos alimentan en sus mentes resentimientos, odios, apatías y venganzas contra la persona que los acusó, el juez que los sentenció, el agente de la ley que los arrestó y el guardián penal que los vigila.

Jesús tenía toda la razón para pedirle al Padre una reacción vengativa, que enviara juicio sobre sus acusadores, jueces y verdugos, pero no lo hizo. Aun cuando Pedro le cortó la oreja derecha a Malco, el siervo del sumo sacerdote, el Señor le dijo a Pedro el impulsivo: «Mete tu espada en la vaina; ¿la copa que el Padre me ha dado, no la he de beber?» (Juan 18:11). También el Señor repuso: «¿Acaso piensas que no puedo ahora orar a mi Padre, y que él no me daría más de doce legiones de ángeles? ¿Pero cómo entonces se cumplirían las Escrituras, de que es necesario que así se haga?» (Mateo 26:53, 54).

No obstante, Jesús no ruega por castigo, pero sí intercede a favor de los que lo trataron mal. Por un momento pensemos en la situación de Jesús: Uno de sus discípulos, su propio tesorero, lo vendió por treinta monedas de plata, traicionándolo. El pago dado por Jesús, era el que se daba por un esclavo en la antigua Roma. La acusación que se le formuló fue inventada y fabricada. Los testigos que comparecieron fueron comprados. La ley judía fue violada unas treinta veces durante todo el proceso judicial al cual fue sometido el Señor. El juicio al cual fue sometido Jesús, en su séxtuple comparencia, tres veces con los romanos y tres con los judíos, era discriminador en su carácter. Antes de ser hallado culpable, ya estaba sentenciado a muerte en la conciencia de sus acusadores. Sus derechos de ciudadano fueron violados e ignorados. No se le tomó en cuenta su historial limpio; su trabajo social entre la clase pobre; las muchas personas que por El fueron sanadas; los individuos corruptos cuyas vidas fueron por Él transformadas para bienestar de la sociedad. En su juicio no le permitieron testigos a su favor. ¿Es eso justicia lo hecho por sus enemigos? Claro que no, cualquiera que estudie detenidamente el caso o proceso judicial del Señor, descubrirá la debilidad de este juicio.

Quizás una mentalidad como la del Licenciado Rafael

Torres Ortega, abogado y pastor en Puerto Rico, pueda algún día presentar un buen estudio al proceso judicial del Señor.

La justicia que le procesó, si es que la podemos llamar así, estaba sin la venda en sus ojos y carecía de una balanza. La justicia en nuestros días está prefigurada por una mujer con una balanza sobre su mano y con sus ojos vendados. La justicia se aplica por el peso de los hechos (habeas corpus) y no por lo que parece ser. Jesús no fue juzgado por sus hechos. Él fue juzgado, sentenciado y llevado al patíbulo de la muerte por sus prerrogativas divinas, su personalidad única, sus diferencias teológicas, su renovación espiritual, y el celo ministerial de un clero ya envejecido en sus tradiciones y formalismos.

Es interesante notar que aunque Jesús podía presentar una defensa substancial y apelar a un raudal de testigos a su favor no lo hizo y así cumplió la profecía: «Angustiado él, y afligido, no abrió su boca; como cordero fue llevado al matadero; y como oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció, y no abrió su boca» (Isaías 53:7).

En los evangelios encontramos varios pasajes donde se cumple la profecía mesiánica de Isaías:

  1. «Y levantándose el sumo sacerdote, le dijo: ¿No respondes nada? ¿Qué testifican éstos contra ti? Mas Jesús callaba. Entonces el sumo sacerdote le dijo: Te conjuro por el Dios viviente, que nos digas si eres tú el Cristo, el Hijo de Dios» (Mateo 26:62-62).
  2. «Y le hacía muchas preguntas, pero él nada le respondió» (Lucas 23:9).