ARGUMENTO

Para Robert Peterson

LA CIUDAD DEBE SER OSCURA, LAS CALLES DEBEN ESTAR desiertas. Los rieles de los tranvías deben parecer venas, el Arco da Rua Augusta debe surgir al fondo, pero las manecillas del reloj no deben existir, y la carátula debe estar en blanco. Su faz redonda debe engrandecerse ante nosotros, su vacío debe decirnos que el tiempo se detuvo hace mucho. Miguel Ậngelo montó varias imágenes sobre ese reloj, será sólo cuestión de seleccionarlas de acuerdo a la música. Aunque la música del inicio debe ser el silencio.

Yo no lo concebiría de esta manera si no fuera para introducir el primer episodio de una serie llamada La Historia Despierta, pero obedeciendo al principio de que, de vez en cuando, una entidad luminosa burla a los ángeles de la tragicomedia interminable, el silencio debe ser interrumpido por el sonido de los pasos que inicia la canción cante, la noche del veinticinco del cuatro, de mil novecientos setenta y cuatro. Así, el sonido de los pasos debe levantarse del suelo y prolongarse mientras se recorren las antiguas calles de Lisboa, con restos de pobreza esparcidos por la banqueta. Pasos y canción deben subir de tono y mantenrse en continnum, mientras Lisboa duerme. Las fachadas amarillas de las prisiones deben surgir cerradas, las altas puertas de las iglesias deberán estar mudas, las cornisas de los palacios, dormidas, las instalaciones de Rádio Renascença con las ventanas del segundo piso iluminadas. Es de allá, de una de ellas, desde donde proviene el sonido de la canción cante. En la carátula del reloj del Arco deben surgir, entonces, los números XII y IV. Será medianoche y veinte, la hora de la señal iniciada por los pasos. La carátula todavía no tiene manecillas. Los pasos se alejan y se desvanecen, no se extinguen, se prolongan como ruido de fondo. Pero la imagen de la oscuridad debe permanecer, y de ella deben emerger siluetas de soldados marchando y corriendo, muchos y diferentes, según el material preparado por Miguel Ậngelo, a lo largo de estos seis años. Tuvo todo este tiempo para crear estas imágenes. Las coordinó. De esta manera, mientras los militares marchan en la oscuridad y franquean las puertas de los cuarteles, se debe escuchar en off las siguientes palabras: «Sin saber cómo, me vi acostado en la cama sin haber atravesado la puerta, me vi joven, muerto, despedazado en la Guerra de África, muerto y bien muerto, y enterrado muy lejos, sin hijo ni hija, era casi analfabeto, y sólo tenía, allá muy lejos, un surco que me esperaba, y mi madre, todavía una mujer joven, casi tan joven como yo, vestida toda de negro, pendía sobre mi fotografía colgada en la entrada, entre santos y flores de papel, y fue cuando pensé que mi muerte en África no había servido para nada. Y no sentía ninguna pena por haber sido enterrado allá lejos, no sentía ninguna pena por regresar en un cajón de pino, no sentía pena de mí, ni de nadie, ni de nada, y sin pena de nada, como me habían enseñado a proceder, en caso de que fuera asaltado por la policía política, me quedé dormido vestido y calzado, sobre la cama de mi cuarto…». Son palabras de Ernesto Salamida, pronunciadas por otros, por varios. Voces yuxtapuestas de varios jóvenes, según lo preparó Miguel Ậngelo, mientras las figuras de los sublevados se multiplican de modo que el efecto obtenido sea el de que, en la Operação Fim de Regime, hayan participado cinco mil. Pero quien lo dirá será el propio Oficial de Bronce. En el aeropuerto, los aviones están en tierra, las embarcaciones en el Tejo están atracadas, la carátula del reloj muestra todavía sólo dos números, ninguna manecilla, de acuerdo con lo preparado por Miguel Ậngelo, mi amigo. El reloj continúa detenido.

Entonces, el Bronce debe surgir anunciando lo que va a suceder.

Su testimonio completo sobre los diferentes milagros debe entrar íntegro, incluyendo la introducción que muestra cómo pueden faltarle palabras a un hombre para explicar los hechos. Es muy importante que el Bronce, antes que otra cosa, diga lo que dijo: «Lo considero un milagro, señora mía. Sí, un milagro. Siendo yo un agnóstico, me gustaría emplear otro término más sereno, pero no lo encuentro. Y milagro ¿por qué? Por la coincidencia en el tiempo de tantos hechos inesperados. Miren. Graben mi opinión antes de que sea tarde». Por razones obvias, esta declaración debe ser incorporada intacta. No encuentro ningún otro testimonio que defina mejor el espíritu de La Historia Despierta. Y a ella debe añadirse la intención de conservar la memoria de los cinco mil, aunque las razones que llevaron al Bronce al grado de haber cargado sobre sus hombros esa tarea no puedan ser mencionadas. Esas razones deben ser borradas completamente, no deben constar en los archivos del Príncipe Real, mucho menos en las oficinas de la CBS, no abonarían nada en favor de un documental que debe sostener, de principio a fin, la tesis de que existió un intervalo luminoso. No nos interesa dirimir ese conflicto. No nos interesa oscurecer lo que puede quedar claro. A nosotros sólo nos interesa recuperar la metralla de flores que el tiempo dejó intacta. Y así terminará la intervención a cargo del Oficial de Bronce, introducción y portal de lo que seguirá.

En secuencia, antes de que desaparezca el Bronce, debe surgir la imagen de la puerta del Rádio Clube, imagen que Miguel Ậngelo trabajó con extremo cuidado a partir de los archivos. Y será el turno de Umbela, quien hablará sobre la imagen de la puerta franqueada por los ocho militares que asaltaron las instalaciones de la estación de radio, al inicio de la madrugada, sin provocar ningún tipo de alarma. La puerta surge al fondo, filtrada por las ramas de los árboles, después se acerca y se agranda. Umbela dirá: «Nunca ninguno de nosotros quiso amedrentar a nadie. Al contrario, queríamos que supieran que habíamos venido para protegerlos, esa noche y la vida entera. Protegerlos de la ignominia, de la injusticia y la prepotencia». Mientras tanto, en la carátula del reloj, debe surgir el número III. Al que deberán seguir los números IV, V, VI y VII, asociándolos con la trasmisión de los pasajes extraídos de los diferentes comunicados emitidos a lo largo de la madrugada e inicio de la mañana del veinticinco. Miguel Ậngelo mostró su capacidad, creó un montaje sobreponiendo las palabras leídas al ritmo de la marcha A Life on the Ocean Wave, A Home on the Rollig Deep. Del testimonio de Umbela no constará nada más. Es todo lo que nos interesa. La historia de su abuelo latinista, por más que la apreciemos, sus botas de niño, sus árboles, y sobre todo el caso de las tres mentiras salvadoras, no constarán, ya que si constaran podrían confundir los espíritus rápidos que no tendrán tiempo de discernir entre el verso y el reverso de tales mensajes. Tampoco deberá incluirse la traición de la que fue víctima, mucho menos las nueve acciones legales que promovió en contra el Estado y contra otros. Toda esa narrativa daría la idea de que el futuro resultó no ser tan imperfecto y que el inicio no podría haber sido puro. A la par de Umbela, lo que interesa es la música legada por la banda de los Royal Marines. Pasaron seis años hasta que logré hacer la separación entre lo que yo amo, y lo que yo le debo a Bob Peterson, de manera que le sea útil.

Es entonces que debe surgir el testimonio de la viuda de Charlie 8.

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Los diferentes momentos narrados sobre lo que pasó en el teatro del Terreiro do Paço, en la Rua do Arsenal y en la Ribeira das Naus, tal como los contó su marido, deben incluir aquella parte en que se dio la negativa previa por parte del alférez de caballería de disparar sobre el rostro de Charlie 8, así como sobre toda la alineación militar del Terreiro do Paço, lleno de gente, que estaba atrás, y en ese punto deberán mostrarse en la carátula del reloj de la Rua Augusta los números IX, X y XI. Sin embargo, las manecillas sólo deberán surgir, ambas colocadas sobre el XII del medio día, en el momento en que la viuda narra la subida hasta el Rossio. Ella dirá, con su extremo celo de viuda, que en ese pasaje su marido había echado a andar el reloj del tiempo. Dirá lo que le dijo a Margarida Lota aquel día de lluvia: «Contó mi marido que al dar la vuelta hacia el Rossio, cuando las tropas de Infantaria 1 se rindieron frente al Teatro Nacional, él le daba cuerda al reloj y empezaba a oírlo trabajar. Tanque tanque, tanque tanque. Decía que las horas del reloj habían empezado a sonar dentro de su cabeza. Decía él que sabía que cinco mil hombres, en ese momento, estaban haciendo girar las manecillas sobre la carátula de la historia». Y así en adelante. En ese momento, las manecillas del reloj completo deben empezar a girar. Por cierto, Miguel Ậngelo hace coincidir ese momento con la distribución de los claveles, y yo sugiero que el écran se llene de flores.

Es el momento de las flores.

Ese plano debe quedar lleno de pétalos. Cuando, en diciembre pasado, Bob logró que todos nosotros, los cinco enviados, nos encontráramos en Pennsylvania Avenue, y nos dirigiéramos al lobby del Four Seasons Hotel para hablar de La Historia Despierta, llegamos a la conclusión de que un día, eventualmente, se mezclará y confundirá la euforia de la Caída del Muro de Berlín con la euforia de las banderas en las calles de Praga y la imagen de las escalinatas de Budapest; pero las flores, ésas, serán nuestras. Los claveles. Sugiero, entonces, que de las flores se pase, directamente, al testimonio del cocinero hecho por su hijo, ya que el jefe Nunes se negó a hablar. De las palabras del hijo del cocinero, testimonio recogido posteriormente, por Margarida Lota, sólo debe constar la declaración siguiente: «Dijo mi padre que, caminando por la Baixa, aquella mañana, en busca de unas ropas que le faltaban, se dio cuenta de lo que estaba sucediendo, y al ver la columna avanzar, estalló de alegría. Suele decir mi padre. Me olvidé de todo y grité. Llévenme a mí, arránquenme la cabeza del cuerpo y hagan de ella una bala». Y afortunadamente el hijo del jefe Nunes, admirador de su padre, desempeña muy bien el papel que le corresponde, el de admirador incondicional. Pero el elogio que hizo al jefe Nunes, el cocinero, no cabe aquí, ni se usará para más tarde. Se va a quedar en el corazón de su hijo, y en el mío también.

Será entonces el momento de escuchar a Salamida, algo breve, como a él, por cierto, le conviene, ya que en la vida sólo piensa en una futura señal que tenga por tema el Monólogo para Fagot de Isang Yun, pues él piensa que se trata de un sonido que levanta del suelo a vivos y muertos, quienes, juntos, unen a Oriente y Occidente en una tierra única. Anda con la grabación en el bolso. De su discurso sobre el valor y el miedo, y la incredulidad que lo asaltó a él y a su compañero, sería interesante incluir por lo menos una parte, pero no deberá constar en un episodio concebido bajo la protección del rápido ángel luminoso que, por la velocidad con la que llega y luego desaparece, exige síntesis. Él dirá solamente: «Cuando más tarde me desperté oyendo decir que venía subiendo por la Rua do Carmo una columna de tanques cargados de soldados, con la población de la ciudad corriendo atrás, gritando e incitando, comprenderán lo que sentí. La resurrección me llegó, me puso mi ropa y me calzó mis zapatos». Contará tal como lo contó al lado de su madre con el anillo de reina. Sin embargo, más allá de sus palabras, interpretadas por varios, útil para este episodio, fue todo lo que él dijo. También de Tião Dolores, casi todo debe ser omitido.

Debe ser omitido todo lo que se relacione con su casa despojada, con su robe de chambre corto y, principalmente, todas las narrativas en torno a las fotografías captadas por él en el interior del Quartel do Carmo. Pues no debe introducirse en el primer episodio de La Historia Despierta ningún rasgo cómico y ningún rasgo trágico. Debemos quedarnos con la invocación de las imágenes de la calle, porque estamos empeñados en llevar a buen puerto una narrativa lírica. Dejemos la épica para Bill Buchner, James Ferenc y David Cech. Sorina Cuza, en Bucarest, pasado todo este tiempo, todavía no ha podido separar el estiércol de las pepitas de oro. Durante todos estos años, ésa también fue mi solicitud. Adelante. Así, regresando a Tião Dolores, el fotógrafo sólo dirá, envuelto en un abrigo de mujer, dirigiéndose a Margarida Lota: «Y, de brazos abiertos, me acerqué a ellos, olvidando que era un fotógrafo. Grité. ¡Hey! Pasen sobre mí, quiero ser su tapete, y empecé a correr atrás de ellos, desabotonándome y ofreciendo mi pecho, diciendo que mi padre había muerto en la sartén de Cabo Verde, contando mi vida a gritos, sintiendo todo lo que estaba sucediendo». En este punto, la selección de las fotografías hecha por Miguel Ậngelo muestra la euforia creciente de la multitud, por toda Rua Augusta. Ésas son de otros fotógrafos, no de Tião Dolores. Ese día, Tião Dolores sólo se acordó de que era fotógrafo más tarde. De él o de los otros, lo importante es que los árboles estén cargados de gente, que los vanos de las ventanas sean retablos de rostros y que, sobre un vehículo blindado, un periodista veterano se dirija a la multitud a través de un megáfono. Son las cinco de la tarde, el reloj del Arco tiene las manecillas vivas, vivísimas, puede verse el minutero dislocarse con un salto de liebre entre el XII y el I. Son las cinco y cinco. Aquí no interesa la tanqueta Bula, no interesan los abucheos atrás del blindado, todo ese ruido será omitido. Reconstrucción perfecta de la autoría de Miguel Ậngelo.

Para decirlo mejor. Los diferentes registros fotográficos deben mostrar cómo los carros militares se fueron llenando, a lo largo del día, de gente con flores. Sobre esas imágenes debe surgir el relato de los poetas. Ingrid narrará solamente la última parte del asalto al Quartel, desde los hombros de aquel que sería su novio, Francisco Pontais, pero tratándose de un testimonio centrado en los movimientos de su cuerpo y en los latidos de su corazón, desafortunadamente, a pesar de la excelente imagen, de su declaración sólo se usará un pasaje: «Y cuando el movimiento se hizo más denso, y yo quería ver lo que pasaba, y tenía que saltar en las puntas de los pies para avistar las puertas hacia donde las ametralladoras apuntaban, él me agarro por la cintura, yo salté hasta sus hombros y ahí me quedé». Nada más. Por suerte, en el momento en que termina la palabra quedé, Ingrid mira a su compañero, y Pontais sonríe a su mujer poeta. Ese momento debe ser utilizado, ya que siempre podrá darse noticia de su presencia en el documental. Por lo demás, todo lo que dijo Francisco Pontais a propósito del caso, no puede ser parte de un testimonio a propósito de una Historia Despierta. Disparos, furia, huellas rojas en el suelo, deseos de venganza, no, no pueden aparecer. Todo lo que pasó fue pacífico, y el resultado benéfico. Todavía se podría admitir que los poetas declamaran el poema Um día. Queda abierta la posibilidad. En ese caso, el poeta aparecería declamando la primera estrofa y la poeta la última. Francisco Pontais declamaría: «Un día, los muchachos serán elogiados. Pasarán entre multitudes floridas. Llevarán risa en la boca y los brazos levantados». Estoy de acuerdo con que en un episodio de esta naturaleza, poemas como éste, como el de Pontais, puedan crear una llama de utopía en los que están por venir, aunque sepamos que el poeta despreció su poema, y se burló de sí mismo al declamarlo. No me olvido de las cáscaras ni las espinas, ni de las letrinas derramadas sobre portales de las estrofas intermedias. Por eso no insisto. La última estrofa, declamada por Ingrid, aquella que habla de que el día del idilio llegará, sigue siendo opcional. Por redobladas razones, todo lo que fue narrado por ambos, sobre el gesto de Salamida frente a la cacerola, Esto es mi cuerpo, esto es mi pueblo, no puede aparecer, no sólo porque un corderito cabizbajo y muerto no entraría en un episodio de esta naturaleza, sino porque no llegó a grabarse. Sobre el testimonio de los poetas, es todo lo que hay. Que se regrese, entonces, a la Rua augusta.

En la carátula del reloj del Arco, las manecillas deben estar sobre el IX y el IV, es decir, las veintiuna horas y veinte minutos del día veinticinco de abril de mil novecientos setenta y cuatro. Principio de la noche. No hay imagen. La hora, sin embargo, debe mostrarse. Coincide con el momento en que el general del lorgnon apareció en el Quartel da Pontinha, el lugar del comando de la operación militar que llevó al golpe, y ayudado por su brazo derecho, inició la segunda fase del golpe, es decir, el inicio de la disensión. Es la última vez que la carátula aparece. Desaparece el reloj. Sobre ese momento están las palabras de El Campeador, que bien ilustran el anuncio del viraje. Es la respuesta a una pregunta de Margarida Lota. Ella está enfundada en un vestido oscuro, muy corto, el viento de Praia Grande le levanta la falda, y el caballo se mueve, respingando y pisoteando en el mismo lugar, aunque domable. Es una bella imagen de la entrevistadora. Ella pregunta: «Para usted, ¿cuál fue el momento más importante, en la bitácora de la revolución?». El Campeador responde, después de un breve hiato, invocando al general del lorgnon: «El general nos observaba a cada uno de nosotros a través de su lente de vidrio, como si el lente fuera un periscopio, y ordenaba anotar nombres y hechos, diciendo que era su intención distribuir prebendas a quienes habían hecho el golpe de Estado. Pero uno de nosotros avanzó y dijo: No queremos ninguna recompensa. No fue para eso, señor general, que arriesgamos nuestras vidas. No queremos nada para nosotros. Y tenga cuidado con nosotros, señor general. Mire que este día todavía no termina, la revolución todavía está en la calle, los tanques todavía no regresan a los cuarteles, y los muchachos que tienen las armas necesitarán dormir hasta el mes que viene». Es muy bello el testimonio de El Campeador.

Pero él no debe verse.

La figura del estratega debe estar ausente mientras él habla. Siempre que un mito habla, su barro pierde fuerza. A mi entender, los pasos que deberán confluir en el the biggest red oak pueden encadenarse de la siguiente manera. Debe retrocederse a la presentación de los poetas, sea la que sea, y en seguida pasar a la proyección de la fotografía del Memories. Aconsejo que se usen las imágenes que Miguel Ậngelo captó de las puertas del restaurante, en la actualidad, y que son las mismas de hace treinta años. En secuencia, debe proyectarse la imagen de los fotografiados, rostro por rostro, y en su conjunto, así como el reverso del portarretratos, con las inscripciones hechas por Rosie Honoré Machado. Los rostros recientes de los memorables envejecidos, y luego retroceder hasta sus imágenes juveniles, risueños, deslumbrados, en plena fiesta de alegría. Es necesario reconocerlos uno por uno, identificarlos, jugar con el desfasamiento del tiempo a nuestro favor, y no decir nada sobre la noche del Memories. Absolutamente nada. Todos ríen en la única fotografía de ese encuentro, pero ella ya está inmersa en la línea común del tiempo. Y nosotros buscamos, apenas, y solamente, la línea extraordinaria. Al frente. Incluso porque la imagen del estratega mirando hacia lo lejos, de pie, en medio del grupo, en la fotografía que nos ocupa, prepara, naturalmente, el siguiente paso. El Campeador sobre el caballo.

El Campeador ocupará el punto más alto, pero también en esta parte pido que el mito no diga nada. Es verdad que disponemos de frases incitadoras, palabras que muestran por qué razón su valor y vivacidad resisten la prueba del tiempo. Es verdad que en el documental el estratega podría decir lo que dijo: «Soy como Don Rodrigo Díaz de Vivar, aquel cuyo cadáver atado sobre la montura, con la espada amarrada a la mano muerta, cuando fue enviado al campo de batalla, seguía amedrentando a cualquiera. Yo voy a ser como él. Mi cuerpo convertido en cadáver todavía ha de ganar batallas». Sí, podría decirlo, pero yo sigo entendiendo que en La Historia Despierta, El Campeador no deberá decir ni estas ni otras palabras, para así poder decirlo todo. Ya lo dije. Cuando se está marcado por la historia, hablar es un riesgo evitable. Que lo hagan otros, que no corren ese riesgo. Su imagen silenciosa debe pasar de la fotografía del Memories directamente a su galope de acá para allá, junto a las olas, en Praia Grande. Muchas olas, mucho estallido de olas y mucho mar. Él se quedará junto a las olas, las imágenes que tenemos de sus carreras montando el alazán son de una calidad insuperable. Ninguno de mis colegas logró nada parecido, en el recorrido que hicieron por los países de sus padres y abuelos. Y además de eso, existe la última parte. El testimonio del padrino.

En relación a ese testimonio, la idea es de Robert Peterson.

Se trata de una intervención hecha en mil novecientos setenta y siete, en el Senado norteamericano, en el Comité para la Asistencia a los Países Extranjeros. No llego al punto de decir que el padrino pensó en aprovechar ese testimonio, cuando nos llamó a su casa en Brookmont, on the Maryland, Side of the Potomac River, el día en que cayó la nevada y él permaneció en traje de seda, y si no lo pensó el padrino, lo pensó el ahijado. De esa intervención, estoy de acuerdo en que sea utilizado por lo menos el pasaje que termina así: «Subrayo que todo eso fue hecho en dos años y sin derramamiento de sangre. Me parece que es un caso único en la historia del mundo». Perfecto. Según el concepto que circunscribe los doce episodios previstos, no debe existir ninguna otra declaración que se le compare. Propongo que la imagen de fondo siga siendo la del caballo transportando al jinete El Campeador a lo largo del rompimiento de las olas. Una cosa y otra, unidas. Además, unir la imagen del padrino sentado en su sillón, una tarde de primavera, en la Glassy House, recordando su intervención en el Senado, y la de El Campeador corriendo sobre el alazán en una playa portuguesa, unidas en una misma secuencia, es un tipo de osadía que la historia estará siempre engendrando. ¿Por qué no podría plantearse en un documental? En la Lisboa de setenta y cinco, ellos eran adversarios, estaban en los lados opuestos de la conspiración, y probablemente uno y otro, en el silencio de la noche, se amenazaban de muerte, aunque durante el día comieran juntos y jugaran tenis vestidos de blanco. A aquella altura, como bien se sabe, la entidad luminosa ya hacía mucho que había hecho su trabajo y, cansada, había agitado sus alas en retirada, dejándonos atrás de ella veinte, treinta, cuarenta, cien años, o el tiempo que sea necesario, para que podamos descifrar lo que verdaderamente pasó. image

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VIAJE AL CORAZÓN DE LA FÁBULA

I

REGRESÉ A LA CASA DE ANTÓNIO MACHADO A MEDIADOS de febrero, y al contrario de lo que a lo largo de cinco años había supuesto, al final, era bueno volver. El mismo aeropuerto del tamaño de una estación me pareció un lugar amable en donde todos los rincones me eran familiares. El taxi verde y negro con un mudo al volante no me disgustó, la avenida con los mismos árboles desnudos formados en fila me recibió bien, y si a lo largo de los últimos años yo había confirmado que la paz no es más que un grado menor en el orden de la armonía, el sosiego que de repente encontraba al regresar a los lugares pacíficos, me brindaba un confort que no esperaba. Me despedí del hombre mudo que tomó el dinero sin mirarme y bajé del taxi. Cuando estaba marcando el código de la puerta, el mudo llegó corriendo, gritando alto, para entregarme mi cámara fotográfica que había dejado olvidada en el asiento trasero. Estaba en la parte más alta de la Avenida da Guerra Peninsular, pero el encuentro con el taxista era lo que mejor me decía que la hija pródiga había llegado a casa.

Miré alrededor y ahí estaba la arcada, pintada del mismo color.

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El código de la puerta también seguía siendo el mismo y, después del elevador, la puerta se abría con la misma llave. A la entrada, el baúl negro, sobre el cual se ponían las bolsas, seguía ahí como desde siempre. Sobre él dejé la mochila que traía en los hombros. La misma atmósfera inconfundible de una casa habitada por un fumador me recibió. Por cierto, el fumador no estaba, estaba segura, era miércoles. Me asomé por la puerta de la sala y lo confirmé. Atrás de la tapa redonda del secreter, no había nadie. A pesar del fuerte olor a tabaco, al fondo de la oficina no había ninguna nebulosa ceniza. Posé la mirada en el secreter. Ahí estaba el florero de piedra donde mi padre, seguramente a mi espera, había puesto unas flores, el resto permanecía igual. Sin embargo, aquello que yo buscaba no estaba a la vista. Por lo menos algunos objetos habían cambiado de lugar.

Deambulé por la casa de António Machado.

La alfombra rala por donde destacaban algunos pedazos del entarimado era la misma, la larga mesa adornada con un cesto de fruta, igual. Las estatuillas de ojos ansiosos a las que mi padre atribuía el valor de obras patrimonio de la humanidad, continuaban perfiladas en el rincón de la mesa. Las paredes forradas de libros donde el polvo formaba capas y los insectos, nidos, estaban ahí, intactas como las había dejado. La cómoda baja sobre la cual las pipas en fila parecían adornos, era también la misma de cuando me había ido. Los utensilios para limpiar, soplar y apretar eran los mismos, y estaban acomodados de la misma manera. Hasta las cajas de tabaco, latas volteadas, de entre las cuales destacaban las Dunhill y las Dutch Mixture, tal vez fueran otras, pero parecían las mismas. Además, el mismo olor a humo impregnado, la casa entera del mismo color amarillento, manchas de nicotina acumuladas en el techo, todo de arriba abajo estaba igual. La sabiduría de António Machado posada en todos lados, su densidad, su antigüedad y su autoridad eran las mismas. Si nunca hubiera estado en las ciudades de los desiertos, quizás, tales detalles no serían importantes en el momento de mi llegada, pero yo había aprendido por allá, como nunca, que la piel de las cosas oculta la dimensión de quien las acomoda o las hace. Era por el hecho de que la piel de las cosas me condujera al corazón de los acontecimientos que algunos decían que yo podría convertirme en una reportera notable. Sí, podría. De momento la reportera había suspendido sus proyectos y había regresado a casa. A pesar de todo, no era tan malo. Sin embargo, el objeto que buscaba, y tras el cual había venido, no se encontraba a la vista, cuando yo habría jurado que, el día de mi partida, se encontraba posada en el librero, a la altura del secreter de António Machado. Era ahí que mi padre fumaba. Y en ese momento, pensé en su tabaco.

Conocía bien las diferentes etapas.

Todo comenzaba por la combustión del fósforo sobre el hornillo. Al principio una pequeña llama recta surgía brillando entre sus manos, pero luego era tragada con un sorbo hacia adentro de la pequeña cazoleta, y el hilillo de humo empezaba a desprenderse del artefacto como si fuera un trazo ondulado. Después era que se formaba la nebulosa, y en medio de las pronunciadas espirales, la figura de mi padre se nublaba y desaparecía. Con él desaparecían el secreter, el florero de piedra, la montaña de libros, acabando por desaparecer la misma pipa. Con relación a mi padre, predecir y fumar habían sido actos contiguos, pues, desde que tuve razón de ser, era ahí, en medio de la nube gris, donde se iniciaban el análisis y la crónica, listas de palabras pequeñas que no le daban suerte a nadie, pero que ilustraban el desorden del mundo, según decía Rosie Machado. Conocía el proceso como mi propia respiración.

Era atrás de aquella tapa de madera del secreter que desde siempre se habían escrito páginas imprescindibles para la construcción del futuro, y mientras no estuvieran terminadas, la solemnidad se sentaba esperando en todos los muebles de la sala. En esa época, si era verano, Rosie se quitaba los zapatos, y si era invierno, andaba en las puntas de los zapatos, dislocándose de un lado a otro, con un dedo sobre los labios. La hija de ellos era entonces muy pequeña para comprender razones abstractas que le exigían resoluciones tan concretas. Ya que, en el tiempo de Rosie, mientras papá escribía, era necesario permanecer en silencio en todas las habitaciones de la casa. No correr, no azotar las puertas, no tocar ningún botón que produjera ruido en el espacio donde se producía el humo, eran sus imperativos. Lo sabía muy bien. Durante las horas en que él permanecía inmóvil, fumando, ocupando su trono, atizando su trinchera, Rosie me sentaba en sus piernas y dibujaba perros con tres cabezas y lenguas bífidas. Decía — Je suis le dragon qui protège ton père de toi, little Machadiña. Voilà. Et ne dépasses pas la verrière. El marido de Rosie entraba a la casa, dejaba el portafolios, se quitaba la chaqueta y cruzaba la puerta de vidrio para irse a esconder en el humo, cuando la puerta todavía era demasiado pesada para que mis manos pudieran empujarla, aunque fuera un sólo centímetro. Mientras él escribía, la puerta de vidrio permanecía siempre cerrada, y yo no podía moverla, no podía cruzarla, no podía tocarla, cuando mucho, podía dejar la mancha pegajosa de mi lengua pegada en la superficie transparente, marca que Rosie Honoré Machado corría a quitar con una esponja húmeda y un trapo de lino. Pero ahora nada de eso importaba. Estaba abierta para que yo entrara. Dejé caer la última mochila al piso, me quité la gorra de visera de la cabeza. Había estado en el fragor de las batallas en Tikrit y Nayaf, y en agosto había recorrido el camino que lleva al cementerio de Wadi al-Salaam entre mujeres. Era huésped en la tierra de otros, una invasora capaz de reportear con elegancia la desgracia de los demás. Con tanta elegancia y eficacia, que había terminado por sentirme vencedora. A veces deprimida, pero vencedora. Bob Peterson me había desviado de mi ruta, yo había pensado que sería malo, muy malo y, sin embargo, para mi sorpresa, ante el secreter de tapa redonda de mi padre, yo podía decir algo como esto, si todo está en su lugar, la fotografía del Memories también ha de estar.

Necesitaba buscar con método.

Como era miércoles, día de reunión del consejo, y mi padre seguramente vendría tarde, podía muy bien dejar las mochilas tiradas sobre el baúl y la gorra tirada sobre las mochilas, que nadie las inspeccionaría con la mirada, nadie me preguntaría nada. Era bueno. Podía deambular a gusto por la casa de mi padre. Bob Peterson había dado sus instrucciones. Si António Machado tenía en casa el museo entero del que su hija a veces hablaba, ¿por qué no empezar por ahí? ¿Por qué no aprovechar el material doméstico? En ocasiones, vamos a buscar muy lejos lo que se encuentra debajo de nuestro asiento. Aprovecha bien lo que tienes en casa. Don’t look at the stars, the answer is just front of your face, decía. Fue así como Bob me convenció, durante los días de persuasión posteriores a la nevada de noviembre de dos mil tres. Por cierto, todavía me encontraba ante la mesa repleta de fajos de cartas, en la parte superior de la casa en Brookmont, Side of the Potomac River, y de vez en cuando, sucumbiendo a la tentación de una Historia Despierta, ya la fotografía del Memories se cruzaba por la cabeza. Imaginaba Lisboa, la casa de mi padre, su oficina totalmente opuesta a la del padrino de Bob, y la fotografía tomada durante una cena en agosto de setenta y cinco mezclándose con aquellas cartas como un pequeño monumento de amistad. Pero ahora era necesario tener paciencia, ya que algunos objetos habían sido cambiados de lugar y a primera vista no se notaba.

Es cierto que ahí estaban algunas de las fotografías tomadas durante los días de la revolución. Los tanques, las gorras volteadas de los militares, él abrazando a los militares, él mostrando un ejemplar de la primera edición libre de su periódico, los balcones de las instalaciones del periódico, las fotografías de la multitud, un periodista veterano con megáfono en puño sobre un tanque, los árboles cargados de gente, todo eso todavía adornaba tiras de pared y espacios delante de los libros, pero estaba todo más que visto, revisto, inútil, rebasado. Y ahí estaba António Machado y ella, Rosie Honoré, en los tiempos posteriores a la revolución, ella con una blusa de flores, él con unos lentes de aros gruesos, con aire de tortuga sabia, como decía Rosie, la tortue savante en action mentale, y después, ya en imágenes a colores, posteriores, el registro de cuando António Machado había estado en el Eliseu, en el Vaticano, o en la conferencia de Downing Street. Y también en Suecia, y frente al Kremlin, con un gorro de piel enfundado en la cabeza de tal forma que desaparecían sus lentes y sus orejas. Todos esos registros ocupaban diferentes portarretratos, marcos que parecían estar ahí ya no por sí mismos ni por su contenido, sino para proteger los lomos de los mismos libros. Y la misma escalera de cuatro peldaños de madera a la cual Rosie Machado solía llamar la escalera de Jacob, para alcanzar los mismos libros. U otros libros que eran siempre los mismos libros. Yo tenía la impresión de que todos los nuevos libros de António Machado eran iguales a sus libros anteriores. Pero en el último librero de la biblioteca todavía había unas fotografías. Trepé por la escalera de Jacob y arriba me quedé inventariando aquellas que mi padre había ido expulsando de los primeros niveles de la vista. O alguien lo había hecho por él. Ahí estaba. Casi tocando el techo, un portarretratos a lo largo que ceñía la imagen del grupo que yo había venido a buscar.

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Limpié la capa de polvo que se había acumulado en el vidrio y en el marco laqueado. Me senté en el último peldaño de la escalera de Jacob. Era un excelente reencuentro. En la fotografía del Memories, António Machado ocupaba el primer plano izquierdo de un grupo de varios, y Rosie Honoré, sentada a la derecha, se ubicaba en un plano intermedio en el rincón opuesto de la mesa. Ahí estaban los dos, separados por la misma mesa. Recordaba lo que solían decir. Éramos las gárgolas de ellos, decía ella. No, las gárgolas de ellos eran los poetas, decía él. Yo conocía la fotografía desde siempre, y creía reproducirla con precisión, pero al final de cuentas había conservado un recuerdo imperfecto. Tenía grabadas manchas en vez de rostros, y no me acordaba ni de la mesa. Ahora lo que me sorprendía era la nitidez de los contornos. Las facciones de los retratados emergían, debajo del vidrio, remarcadas bajo el intenso efecto de la luz. Un contraste blanco-negro profundo resaltaba relieves y sombras que yo no había registrado. El propio movimiento y la destreza resultante de la composición del grupo me sorprendían. No me acordaba bien de la dinámica del grupo, aunque supiera que había sido la mano de Tião Dolores, un fotógrafo cercano a papá, quien había dirigido el foco de luz y preparado el click remoto. Me tardé examinando el conjunto. Era perfecto. En cierta ocasión, allá en 2020 M Street, Bob Peterson había dicho que sería muy productivo si yo contara con una fotografía donde estuvieran reunidos los principales participantes en el golpe, tomada, si fuera posible, el mismo día, lo cual significaba que el ahijado reconocía Gan do la, pero desconocía la realidad. Que yo supiera, de esos días, no existían fotografías que los reunieran a todos, ni siquiera a algunos de los principales. Empero, aquella fotografía de grupo reproducía la imagen de algunos de ellos, en pleno estado de apoteosis.

Yo conocía a la mayor parte de los sublevados que ahí se encontraban, sabía que, en el reverso de la fotografía, formato veinte por treinta, había algo escrito por la mano de Rosie Honoré, aunque no me acordara de los detalles, también sabía que incluía un relieve dibujado de los fotografiados, sus nombres, o motes domésticos, sus petits noms, como decía ella, y ahora toda esa memoria vaga se confirmaba. Qué curioso. Cuando se viaja por el desierto, y todo lo que se mueve adquiere un significado, se da uno cuenta que los objetos poseen un alma que se expresa a sí misma. Pero en aquel caso no sólo el objeto hablaba por sí, sino que, para explicarlo, había algo escrito. Una inscripción detallada. Era lo que yo pensaba, sentada en lo alto de la escalera de Jacob. Ahí estaban el Oficial de Bronce, del pueblo para el pueblo, como más o menos había dicho el padrino de Bob, y Charlie 8, el que había muerto siendo todavía un niño, según él mismo, y El Campeador, the biggest red oak, como también había dicho el padrino. Todo escrito por la mano de Rosie Honoré, suponía yo, cuando ella todavía no usaba el apellido Machado. Bajo el reflejo de las figuras, que ella misma por cierto había dibujado, se podía leer con errores de portugués: Oferecida por Tião Dolores, em homenage a um jantar memorable. Prise no Memories, o 21 de agosto de 1975, tendo sido todos muito felices. E nous, lá estavamos. Eran las letras redondas de Rosie Honoré. Y de izquierda a derecha, seguían los números y respectivos nombres de cariño, agregados, formas que Rosie usaba para evitar llamar las cosas y a las personas por sus nombres propios. Como decía António Machado, Rosie Honoré no vivía en el teatro del mundo, vivía en el mundo del teatro, y eso se notaba, sin que fuera necesario montar un escenario. Es decir, bastaba hablar con Rosie.

Pero lo importante es que ninguna de aquellas figuras vestía ropa formal, la fotografía reproducía personajes oficiales disfrutando un momento de descanso. The Waking History. Charlie 8 aparecía sentado, replegado, de cierta manera empujado sobre su izquierda, por el brazo de Salamida, y sostenía una botella que parecía ofrecer a los ojos de alguien muy próximo que estuviera frente a él. Como si quisiera decir, vean cómo me transformo en una persona común, bebiendo entre amigos como cualquiera. Atrás, arriba de su cabeza, tres barbones, tres jóvenes de cabellos largos, desgreñados, dos de ellos levantaban sus vasos, el tercero, el menos barbón, sostenía en la mano un arma, apuntando al rostro de quien mirara. Era el Cui. A partir de la escalera de Jacob, yo hacía un esfuerzo para recordar lo que decía Rosie Machado sobre el arma empuñada por el Cui. Podía jurar que el arma era inofensiva, una pistola de juguete, un objeto de plástico que sólo producía un sonido de matraca que daría risa, una pistola de carnaval, y contrariaba a quien dijera lo contrario. Del lado opuesto, el cocinero del Memories, con toca blanca y tridente, era sin duda la figura más vistosa, apretado entre Tião, el fotógrafo, y El Campeador, el mayor roble rojo, según el padrino. Lo confirmaba, ahí estaba el grupo tal como lo había guardado en la memoria. Entonces bajé de la escalera, la acomodé, junté mis objetos de viaje y me encerré de prisa en la recámara. Ahora sí, That’s it, I got it now, tendría que decirle a Bob.

Cerré la puerta. Era mi cuarto, con el mismo librero, el mismo cartel del Théâtre du Feu, la misma mesa alineada.

No había duda, tendría que apoyarme en la fotografía del Memories, estaba segura de que había hecho mi descubrimiento. No sólo la fotografía en sí era de buena calidad, sino también la silueta de las figuras y la inscripción de Rosie Honoré confirmaban el carácter plástico de aquel documento, desde varios ángulos, excepcional. Según António Machado, nunca había sido reproducida. Y conocía las circunstancias en las que había sido obsequiada a mi padre para que la guardara como recuerdo de una noche memorable, según había escuchado contar cuando era niña. En ocasiones, papá les enseñaba la fotografía a sus amigos, y se quedaban un rato evocando los momentos que habían pasado juntos. Además, había sido por esos días que Rosie Honoré decididió seguir viviendo en Lisboa. Como nunca se habían casado, ésa era su fotografía de boda. Tal vez esa dimensión doméstica hubiera borrado las otras señales que de ella se desprendían, pero lo que la hacía relevante era la dimensión testimonial de un momento ocurrido a espaldas de la historia, y era sólo ese aspecto que me interesaba. Recordaba a Rosie Honoré y a António Machado tomar la fotografía para hablar de los objetos esparcidos sobre la mesa fotografiada como si fueran personajes vivos que pudieran salir del marco y caminar por la casa. Y, de hecho, los objetos no, pero al menos algunos de los fotografiados habían caminado por la casa. Me acordaba de dos figuras sentadas aquí y ahí. Cuando dos o tres contemplaban la fotografía y discutían o permanecían pensativos. La botella de Charlie, la pistola empuñada por el Cui, las langostas al vapor puestas en varios de los platos, la cacerola tapada y con una enorme asa, que estaba al frente del pecho de Salamida, eran elementos de evocación. Y se quedaban mirando las langostas y la cacerola tapaba como si fueran objetos de culto. Personalmente, lo que me interesaba, ahora que había retirado la fotografía del portarretratos y la examinaba pieza por pieza, eran los rostros de aquellos hombres y de las dos mujeres que integraban el grupo.

Porque además de Rosie, había otra mujer, la poeta Ingrid. Era curioso que en la inscripción del reverso de la fotografía la poeta no hubiera merecido un apodo, y sin embargo lo tenía y bien expresivo. En nuestra casa era conocida como Varita Mágica. Tampoco su compañero, Pontais, había merecido un sobrenombre. Pontais, al reverso de la fotografía era simplemente Francisco Pontais, tout court. También Nunes era tratado solamente con el nombre de cocinero, el jefe Nunes. Pero un mayor, a quien yo conocía por habernos encontrado algunas veces cuando llevábamos a pasear al perro al parque, y que en la fotografía había salido de lado, riéndose con el mantel, aparecía con el nombre de mayor Umbela. Hice una lista ordenada y pensé que, en tal situación, debía superar las diferencias que nos enfrentaban desde hace mucho, y consultar con mi padre. Pondría la fotografía desmontada sobre la mesa de la sala y lo confrontaría con la atribución que me había sido dada. António Machado podría perfectamente proporcionarme algunos datos que me faltaban. Al contrario del primer impulso, que había sido el de proteger mi hallazgo, pensé en exhibirlo y pedir su consejo. Rápidamente reculé. Todo lo que ganaría en información, lo perdería en espontaneidad y autoría.

Conocía bien a mi padre. A la más pequeña información que le pidiera sobre el caso, él volcaría sobre la mesa de la sala dos libreros completos, me proporcionaría una montaña de notas, buscaría en un cajón repleto de fotografías, procediendo a su anotación hasta la madrugada, y sobre mí lloverían recomendaciones, contactos, direcciones postales, disponibilidades para ir, llamar, conseguir, preguntar, manejar y mostrar en el terreno si fuera necesario. En menos que nada, António Machado ahogaría a su hija en posibilidades de reuniones con figuras que en un tiempo había conocido, asociándoles figuras actuales que interpretaban los hechos, y su saber y experiencia sobrevolarían sobre mi trabajo como una nube, un cúmulo ominoso, presidiendo toda y cualquier diligencia con su propia música de fondo dirigiendo la cadencia de su propio compás. Era necesario no alimentar ilusiones. Jamás António Machado podría disimular el exceso de testimonio y de autoría que cargaba con él. El exceso de compañerismo que lo hacía ponerse al lado de los que sufrían reveses. Ahí mismo en frente, colgado en una tira de pared, el desahogo premonitorio del argelino Tahar Djaout parecía haberse transformado en credo. Entretanto, había sido asesinado el argelino, y tamaña barbaridad ponía a mi padre en estado de alerta, incluso viviendo en paz y siendo libre de publicar todo lo que se le viniera a la cabeza. Pero ahí estaba expuesto el testamento del poeta magrebí, transformado en epígrafe y traducido al portugués para que no perdiera un átomo de su sentido, agregando a la mano de alguien e nós também.

Silêncio é muerte
e tu, se te calas
morres, e nós também
e se falas
morres, e nós também
então diz e morre. E nós também.

No, no podía intercambiar impresiones con mi padre.

Qué bueno que había llegado un miércoles, que había encontrado la fotografía del Memories, que la había quitado de su lugar y guardado para poder trabajar con ella libremente durante los días siguientes. Un sentimiento de triunfo me invadía cuando menos lo esperaba. Una sensación de armonía, la misma que sentía durante los reportajes, cuando me traían al intérprete idóneo, y de inmediato a la primera el muchacho, que apenas conocía cien palabras en inglés, me llevaba al lugar exacto, para hablar con la persona adecuada. Hay una estupidez inherente a las cosas, así como también hay una sabiduría, y esa realidad bipolar a veces nos muestra la cara izquierda y a veces nos muestra la otra cara. Al llegar, la fotografía del Memories se me presentaba mostrando su cara clara. Siendo así, ni siquiera hablaría de la foto con António Machado. La iba a guardar, él ni cuenta se daría de su falta, estaba tan arriba, amontonada con otras, cerca del techo, expulsada de la mirada viva del presente, relegada ya al sitio inactivo de la basura o al del recuento. De verdad podría determinar los años durante los cuales ni mi padre ni cualquier otra persona la había tocado, gracias al espesor de la capa de polvo que yo misma había retirado con un kleenex y la manga de mi chaqueta. Había sido necesario sacudir la manga. ¿Tal vez cinco o diez años? ¿O desde el principio del verano en que Rosie Honoré Machado se había ido para siempre? ¿Estaría confundida con los tiempos? En ese caso, serían dieciséis años. Aprendí en el desierto que en el polvo se encuentran escritos libros enteros. Un día, en la carretera para Nayaf, un viejo árabe nos dijo, por medio de nuestro intérprete, que toda la vida pasada y la vida futura se encontraban escritas en el polvo. O por lo menos uno de aquellos muchachitos que llevábamos con nosotros, pagando su peso en oro, así lo tradujo. Pero yo no quería abusar de la lectura del polvo que había encontrado en la casa de mi padre. Eran las diez de la noche, tal vez António Machado no tardara en regresar de su trabajo.

Me senté en el sofá de la sala y me dispuse a dormir.

Cuando desperté, mi padre estaba parado frente a mí, a pasos de distancia, tenía un portafolios en la mano y todavía tenía puesto el saco. Hubiera jurado que me miraba. Y después de darme un rápido abrazo de reencuentro con mi cuerpecito, me di cuenta de que su mejilla estaba roja y un poco húmeda. Señalé su portafolios redondo, abarrotado de papeles. Mucho trabajo, ¿no? El mundo no se detiene, el mundo no se detiene, qué fastidio. Dije lo que él solía decirme. Sí, algo de trabajo, hizo un gesto mi padre, riendo, como si hubiera acabado de empeñarse a favor de algún trabajo arduo, por cierto, un texto muy difícil que lo hubiera extenuado. «¡Un fastidio! Creí que nunca me iban a dejar en paz». Dijo mi padre. «Me obligaron a decirles que habías llegado y que me urgía verte. Hacía tanto tiempo, ¿no?». Permaneció callado por un instante. Después, agregó: «Ana Maria, te puedes quedar el tiempo que quieras, esta casa es sólo tuya, como sabes». Y se rascó la barba grisácea. Eso significaba que lo que me quería decir era: Ahora vivo solo. O entonces: Como sabía que venías, corrí a la persona que estaba viviendo aquí conmigo. Ya no me interesaba esa persona. Conocía los hábitos de mi padre, escuchaba palabras que él no decía, sabía muy bien cuál era el tipo de inquilinas que lo acompañaban.

Sin embargo, António Machado no me preguntó a qué venía, ni por cuánto tiempo, ni cómo, ni dónde. Se limitó a mirar alternativamente hacia mi persona y hacia los cuadros de la pared, y me di cuenta de que entre nosotros podría ser negociada una especie de tregua. Para ser más precisa, en aquel instante nos unía un sentimiento que podría llamarse deseo recíproco de establecer tácitamente un entendimiento mudo. Sentados, diciéndonos palabras vagas, riendo uno con el otro, se deslizaba sobre nosotros un tipo de paz. Era el 15 de febrero de dos mil cuatro.

Nuestro encuentro ocurrió hace seis años. image

II

EN LA TARDE DEL DÍA SIGUIENTE, CUANDO SALÍ A LA CA