Textos

Carlos Salem Sola

Diseño e ilustracion de portada

Cristina Reina

diseño y maquetación

Cristina Reina

Fotografía

Laura Muñoz

Número de edición

Segunda Edición

Fecha de edición

Diciembre 2016

Edición digital

Abril, 2019

Edición

MueveTuLengua

isbn

978-84-17284-43-5

 

 

 

 

 

Ya lo he contado más de una vez.

Hace ya tiempo, durante una noche de borrachera, un dudoso amigo —que también escribía—, decidió que debía machacarme verbalmente.

Tal vez porque yo acababa de publicar mi segunda novela. Y él no.

Como ignoré la provocación, tomó aire y volvió a la carga, acusándome de sostener «una pose literaria de pseudo-macarrismo neobukowskiano».

Eso me dijo.

Y no le pegué ni nada.

Siempre he pensado que si alguien suelta una frase tan enrevesada a las cuatro de la madrugada, es porque la vida ya le ha golpeado demasiado.

Pero no se conformaba y, tras tomar aire, gritó para que lo oyera todo el local:

—¡Tú nunca serás capaz de escribir una jodida historia de amor, Carlos Salem!

Yo pedí otro tercio de cerveza, porque si vas a pegarle un botellazo a alguien, es mejor que el recipiente esté lleno.

Luego di un fuerte golpe con el puño sobre la barra y grité:

—¡Yo también puedo escribir una jodida historia de amor!

Y me bebí de dos largos tragos el tercio de cerveza. Ligera de peso la botella, opté por no estrellarla contra su cabeza.

Me olvidé del asunto. Sobre todo cuando recordé que una novia o esposa frustrada le gritaba algo parecido a Chinaski en un relato. Mi dudoso amigo no era original ni siquiera para insultar.

Poco después, cuando organizaba mi primera colección de relatos, me sorprendió comprobar que la mayoría de ellos, mis preferidos, eran historias de amor.

De amor cutre o sutil.

De amor canalla o romántico. Casi siempre surrealista.

Nació así un libro que se tituló Yo también puedo escribir una jodida historia de amor, que tuvo una excelente acogida y hasta fue finalista de un premio al mejor libro de relatos del año.

Pero seguí escribiendo. Novelas. Poemas. Y relatos.

La narrativa corta nunca fue para mí una pista de pruebas ni un gimnasio para ejercitar mi prosa. El relato tiene una entidad propia, una exigencia, un aquí y ahora, que no perdona. Cuando en una entrevista me preguntan si prefiero el relato a la novela o viceversa, ignoro la inutilidad de la pregunta y trato de que la repuesta sea cierta.

Una novela es una pelea por el título, aunque sea el de campeón de tu barrio. Y para ganarla, hay que llegar en pie hasta el final.

Un relato es una pelea de callejón. Y dura tan poco, que si andas mal de reflejos, te ha tumbado antes de que armes tu guardia.

Cuando este volumen se publique, faltarán unos meses (pocos) para que se cumplan diez años desde que empecé a publicar.

No he dejado de escribir relatos, ni de sentir debilidad por los relatos de amor, a los que impongo dos condiciones: que no sean ñoños, ni insulten la inteligencia de quien lee.

Por eso este libro, que incluye –revisadas- las mejores historias de aquel, y muchas más que han ido surgiendo en este tiempo.

Hay mucha poesía y mucho humor, porque el amor, sin esos dos ingredientes, es gimnasia sin ganas, un trabajo mecánico.

¿Es que hay algo más surrealista que un enamorado?

Creo que no. Por eso, entre las nuevas historias, se repite un personaje muy querido para mí, un tal Sotanovsky, pariente lejano del protagonista de Un Jamón calibre 45, y por lo tanto alter ego inesperado del que escribe.

Detrás de su absurdo cotidiano, los amores de Sotanovsky son como los de todos nosotros: sublimes y ridículos y necesariamente necesarios.

A punto de cumplir diez años cumpliendo el sueño de escribir despierto, creí que había llegado el momento de ordenar en mi desorden vital todos los relatos de amor que no he querido perder por el camino.

El título es un homenaje a un proyecto de libro que probablemente nunca escriba, porque las mejores ideas hay que dejar que lluevan y no ordeñarlas, o eso creo. Prefiero una docena de microrrelatos que me siguen haciendo sonreír cuando los leo, y seguir admirando, absorto, el misterio de las mujeres con gato.

Por cierto: cuando publiqué aquella primera colección, mi venganza fue no decirle nada al amigo criticón, para que no pudiera pavonearse diciendo que yo había escrito gracias a él. Como soporta el alcohol mucho peor que yo, no recuerda el desafío.

Y mi venganza es que siga sin saberlo.

Puede que lo invite a alguna presentación de esta antología personal y definitiva.

Y no le diré nada.

Eso es casi mejor que romperle una botella de cerveza en la cabeza.

Solo casi.

En fin, que estas son, en estos primeros diez años como escritor, todas mis jodidas historias de amor.

Espero que las disfruten tanto como yo al vivirlas o verlas vivir.

Pero sobre todo, al escribirlas.

 

Carlos Salem

Madrid, 2016

 

 

 

 

Mujeres
con gato

 

Manual de instrucciones insuficientes

Boceto de una obra de mayores pretensiones, iniciada por el ex periodista y ex escritor al que -por haber olvidado su nombre en el taburete de algún bar de Madrid- sus escasos amigos llaman «el Poe», tras conocer a Angélica de la Guarda y enamorarse de ella.

Angélica, obviamente, era una mujer con gato.

El por qué el estudio sobre las misteriosas relaciones entre las mujeres con gato y sus gatos no alcanzó una mayor extensión y profundidad epistemológica, se comprende, de modo implícito, al leer mi novela El hijo pequeño de Dios, aunque esta última afirmación puede ser, en sí misma, una burda estratagema para que compres la citada novela.

Estas instrucciones insuficientes, en cambio, se entienden por sí mismas.

O no se entienden. Como las mujeres con gato.

 

Te equivocas

Tienen secretos en común, códigos que exceden los tópicos, sonrisas que siempre te dejarán fuera de su curva.

Y no me vengas con el cuento de la soledad y las compañías que no exigen nada más que un plato de pienso y un laguito de leche; no me cuentes la teoría banal sobre el privilegio de castrarlos como si nos castraran a nosotros, para que no nos maten las dudas en cualquier tejado ajeno.

Sabes que no, que es otra cosa lo que ocurre entre las mujeres y sus gatos.

Puedes pasarte medio siglo de tu vida intentando conocerlas y, tal vez, al ver afilarse alguna madrugada en la que te sientas absurdamente inmortal, creas que has logrado ver algo bajo las faldas de ese misterio de mujer con gato.

Te equivocas.

Y lo sabes.

Los gatos también.

Por eso sonríen así.

 

Equipaje de caricias

Las mujeres con gato viajan con ellos, aunque crean que los han dejado de guardia en sus pisos, al cuidado de sus plantas y macetas, custodios de los peluches y muñecos que certifican que siguen siendo niñas.

Los gatos no pagan billete de tren, porque basta verlos para saber que cuando vamos, ellos están de vuelta. De allí que ellas crean que los han dejado en casa, olvidando que una mujer con gato es mucho más que una asociación felina.

Pero si en mitad del trayecto, una mujer con gato (que cree viajar sin él), siente la necesidad de acariciar lo que deja atrás, allí está el lomo del gato, en la memoria, para que la caricia no deje más un leve surco de ausencia.

En los pisos temporalmente vacíos, los gatos centinelas recogen recuerdos felices para que las mujeres con gato, al volver, tropiecen con ellos y recuerden que ya están en casa.

Y los recuerdos, cuando ellas los levantan del suelo, ronronean.

 

Aunque no puedas verlo

Hay mujeres con gato que no tienen gato.

Pero lo tendrán.

O llevan, caminando a su ritmo, dos huellas más atrás, un gato intangible que se funde con su sombra, y que se encrespa cuando ve que están a punto de pisar la baldosa floja que espera en el camino de toda mujer, con o sin gato.

Las hay que no han conocido aún a ese felino de brumas que, más que perseguirlas, las protege, acaso porque la noche se come las sombras a lametazos y el gato, discreto, se deja lamer.

Hay mujeres que miman gatos hechos de suspiros, y con nuevos suspiros los amasan cuando cualquier otra presencia en su cama sería un dolor o una derrota.

Y una mujer con gato, aunque a veces pueda olvidarlo, es invencible.

 

Tu gato de los domingos

Las mujeres con gato no lo son impunemente, y acaban adquiriendo el carácter de los seres de los cuales son mascotas.

Así, saben pasar del bufido al ronroneo en una fracción de segundo, y reclaman su independencia para acariciar cuando y como quieren, pero se dejan consentir en ciertas tardes de domingo, cuando las penas son garúa que no empapa pero moja por dentro.

Nunca creas que podrás domesticarlas, no tienen alma de peluche sino pequeñas garras que, cuando te tocan, te recuerdan que eres vulnerable, aunque mientras duran esos momentos, sientas que ni el tiempo te puede matar.

 

Kafka in love

Una mujer con gato que dejaba pasar -por miedo- cualquier amor que no fuera imposible, se hartó de la sonrisa burlona de su felino.

Y lo cambió por tres canarios.

Uno se escapó de la jaula y voló por la ventana.

Otro murió de tristeza.

El tercer canario anda suelto por el piso, juega durante horas con un ovillo de lana, y cuando ella se olvida de ponerle el alpiste, maúlla.

Por las noches, duerme a los pies de su cama.

Y cuando ella murmura, dormida, el nombre de algún amante perdido, el canario sonríe, burlón.

Eso sí: el tapizado del sofá permanece intacto.

 

Simbiosis

Las mujeres con gato vaticinan el cambio de estaciones por la velocidad con que cae el pelo de sus felinos compañeros.

Los gatos de mujeres con gato vaticinan el cambio de estaciones por la velocidad con que caen los suspiros de sus felinas compañeras.

 

Trío

Ignoro qué hora es, algún momento entre el asombro de la noche y las dudas matinales.

En la habitación, los tres permanecemos despiertos para ignorar al amanecer. Yo sigo en su cama, el gato reina en una esquina del colchón y ella busca algo por el cuarto, desnuda y en puntas de pie.

El gato repite su caminar y no podría decir cuál de los dos es más felino, quién enseñó a quién esa forma de andar sobre tacones de aire.

Ella se exhibe y mi sexo lo agradece, pero al mismo tiempo es una niña que anda de puntillas porque cree que así podrá volar y puede; será siempre una muchacha golpeada e invicta, a la que nadie podrá derrotar, salvo ella misma.

Desaparece escaleras abajo y adivino que tras las ventanas cerradas de la buhardilla, la mañana comienza a cavar sus trincheras.

Cava bien, la mañana, en mi confianza, y me pregunto cuántas veces habrá bailado ella este ballet doméstico de mujer con gato, para unos ojos de paso con ganas de quedarse.

Interrogo mentalmente al gato, que se limita a mirarme burlón y sonríe con desprecio. Aparto la mirada y la fijo en el trozo del suelo en el que empieza o acaba la escalera de caracol, que hace honor a su nombre por la lentitud babosa con que tarda en devolvérmela.

La cabeza de ella asoma, el gesto entre el pudor y la picardía. Me basta con ver sus hombros para saber que ha subido como bajó, gatunamente en puntas de pie.

El gato ya no la imita, sólo me mira con ojos fijos y rasgados.

Ella trae algo, nunca recordaré qué es, y lo lleva al otro extremo del cuarto. Le digo que me encanta verla andar así y me responde que así es como camina cuando está a solas con su gato, o me invento esa respuesta, maldito titiritero manco, para convertir en futuro texto un momento-tatuaje que no querré borrarme.

Y sonrío, convencido de que no importa cuántas veces haya caminado así, importa que esta noche ella danza para mí, y su sonrisa augura que tal vez habrá más noches y el amanecer se retira, derrotado.

El gato me mira, comprende que comprendo.

Y me guiña un ojo.

 

Si Ícaro lo hubiera sabido…

Cuando un viaje te aleja, por unos días, de una mujer con gato, al volver confundes la vibración de los motores del avión con el ronroneo con el que tal vez ella te dé la bienvenida (o no), y asocias las turbulencias con esos cambios de estado de ánimo, tan suyos, que has llegado a extrañar.

En realidad, frecuentar los tejados de una mujer con gato se parece a viajar en avión: en ambos casos, estamos hablando de volar.

 

Instinto infalible

Harta de elegir siempre al hombre equivocado, aquella mujer con gato entrenó al suyo para que, con su instinto infalible, se ocupara de la selección de los candidatos.

Así, cuando el pretendiente de turno se plantaba ante su puerta armado con una sonrisa seductora y un gran ramo de rosas rojas, ella contenía la respiración mientras el animal emitía su veredicto inapelable.

Si arqueaba el lomo como una ballesta a punto de dispararse, estaba señalando a un hombre apresurado para el amor y pendiente solo de su propio placer, que sin embargo sería religiosamente fiel y económicamente estable.

Por el contrario, si enderezaba la cola en ángulo de 45 grados y la engrosaba en obvia referencia fálica (aunque tienen fama de sutiles, lo cierto es que los gatos no son dados a los eufemismos), anunciaba a un amante sabio y generoso, capaz de mantener la hoguera de la pasión durante toda la noche, pero que nunca tendría dinero para pagar la factura de la luz y sí una acusada tendencia a desaparecer por la mañana.

En cambio, si el minino, tras observar al cortejante, emitía en acompasada sucesión tres estornudos en fa menor, estaba proclamando la presencia de un varón que se tomaba su tiempo en las tareas de alcoba, siempre pendiente del gozo de su amada, y que al mismo tiempo era un tierno compañero y un triunfador responsable.

En resumen; la mujer sabría que estaba ante el hombre de su vida.

Años más tarde, cuando estaba en el umbral de la edad madura y pasaba las noches enumerando su lista interminable de fracasos amorosos, ella descubrió que su anciana mascota había enfermado y la llevó con premura al veterinario, quien le explicó que:

 

1) No hay pruebas de que los gatos en general posean un instinto infalible para detectar otra cosa que no sean ratones y pajarillos desprevenidos.

2) Su gato en particular era alérgico a las rosas rojas.

 

Aunque el facultativo le explicó que era posible prolongar la vida del animal, la mujer optó por la piadosa decisión de aplicarle una inyección letal.

El veterinario se compadeció de su dolor y la invitó a cenar.

Esto ocurrió hace meses y todavía están disfrutando del postre.

 

Para que conste en actas

Corresponde aquí desmentir la falsa hipótesis (difundida por supuestos eruditos), según la cual una mujer con gato, de modo inevitable, puede ararte la espalda en arañazos durante un momento de frenesí, o cruzarte la cara de pentagramas rojos, si algo en tu conducta la hace erizarse en desconfianza.

Nada más falso.

La observación empírica demuestra que la mujer con gato suele llevar las uñas cortas y hasta se deja mimar, siempre y cuando le permitas fingir que no se da cuenta, por aquello de la imagen.

Pero esos mismos dudosos especialistas callan, acaso por fidelidad a vaya uno a saber qué intrincada conspiración, un hecho irrefutable: suele ocurrir que la mujer con gato, en mitad de la más tierna caricia, sin maldad ni intención, acabe arañándote el alma –si es que crees en su existencia-, o en su defecto cualquier otro recóndito recipiente destinado a guardar tus recuerdos felices y futuras nostalgias.

Para que conste: casi no duele.

Y cuando te lames la herida, sabe a té negro.

Y a mango.

 

Instrucciones finales

Cuando el gato de una mujer con gato parece aceptarte, tiendes a creer que has conseguido una especie de garantía de que ella hará lo mismo, lo sientas sobre tus rodillas y dedicas buena parte de tu visita a acariciar su lomo. Y puede ocurrir que luego te encuentres en la calle, a las cuatro de la mañana y en plena nevada, preguntándote por qué.

Cuando el gato de una mujer con gato parece odiarte, te sientes inseguro, procuras no sentarte en su sillón favorito, y llegas a estar más pendiente de su mirada oriental que de los ojos de ella.

Y puede ocurrir que ella, sin embargo, te colme de felinos bailes y felices sobresaltos, dentro y fuera de la cama.

Cuando el gato de una mujer con gato parece no advertir tu presencia, debes hacer lo mismo: siéntate en cualquier sillón y asume que una mujer con gato es, ante todo, imprevisible: te aceptará o no, por motivos que jamás alcanzarás a comprender.

Pero, por si acaso, procura no pisar al gato.

 

El aleteo de una duda

…y fue así que Sotanovsky, al borde de la madurez, dio en reflexionar por vez primera sobre las trampas de la vida. Hasta entonces, las únicas preguntas que se había formulado eran prosaicas y no merecían un trabajo intelectual tan profundo. Su sed de conocimientos se saciaba con tragos breves como la consulta a un transeúnte cualquiera sobre la hora o el día de la semana que ambos atravesaban. Y se conformaba con poco, de modo que si el transeúnte le respondía, tras consultar su reloj, que eran «las verde y espagueti», o «señor mío, como todo el mundo sabe, hoy es intríngulis, y mañana, tortícolis», Sotanovsky seguía agradecido su camino, aunque en el fondo de su ser cosquilleara la sospecha de que eran las rojo y chuletón, el día a medio consumir era el bífidus, y mañana, estaba claro, sería oblongo. Pero por las dudas, saldría con bufanda y evitaría las corrientes de aire.

También le ocurría a menudo descubrirse con los recuerdos de otras vidas prendidos a su piel, como ese sudor febril que nos queda tras los sueños agitados. Sólo que en su caso, le sucedía en pleno día y, convencido de que estaba casado con una señora despampanante, o de que era un brillante neurocirujano, con toda naturalidad le proponía relaciones carnales a la primera mujer apetecible que se le antojaba la suya, o la realización de una lobotomía al paso a los peatones con cara de necesitarla. Y debía reconocer que, en los raros casos en que los solicitados accedían, quedaba mucho mejor como galeno que como amante.

Hasta cierto punto, la insurrección de los objetos le parecía lógica, y si su aparato de televisión cambiaba el canal que Sotanovsky seleccionaba, argumentando que el programa escogido era una bazofia, ¿quién mejor que la tele para opinar sobre lo que, sin duda conocía con más fundamento?

Cierto es que eso le hacía perderse con frecuencia el final de un apasionante partido de fútbol que al aparato le parecía mediocre, pero en este punto Sotanovsky se mantenía firme como una estatua de gelatina, y murmuraba: «qué sabrás tú lo que es correr por el césped, amiguito».

Tampoco, en todos esos años, le había causado inquietud hallar personas viviendo en su armario, porque Sotanovsky era un hombre informado que conocía la escasez de vivienda imperante en la sociedad actual, si bien le resultaba irritante que los ocupantes de su armario usaran su propia ropa, o peor aún, se mofaran de su gusto al vestir.

Pero durante algún tiempo le resultó desconcertante el hecho de que, cada vez que tomaba una ducha, al descorrer la cortina, saliera a un baño diferente del suyo. Esta errática conducta de las bañeras lo obligó en más de una ocasión a tener que cruzar la ciudad desnudo, perseguido por los furibundos propietarios de los baños que había invadido, y lo que es peor, sin haberse aclarado el pelo. También es cierto que, con relativa frecuencia, el viaje en bañera le había proporcionado aventuras eróticas inesperadas, con señoritas que solían exclamar después que, «follar, no follas bien, pero nadie negará que eres muy limpio, chiquirritín».

En un atisbo de perspicacia, había llegado a establecer cierta relación entre la duración de la ducha, la temperatura y el caudal del agua, y la localización del cuarto de baño en el que desembocaba. Lo descubrió por casualidad una tarde en que se quedó dormido mientras se duchaba y al salir se encontró en el cuarto de baño de una oronda viuda de Pekín, quién antes de permitirle marcharse lo obligó a cumplir trabajos sexuales que le costó horas comprender y sólo unos segundos realizar. Más difícil fue regresar a su propio baño, objetivo que alcanzó después de innumerables duchas y tras adquirir una alergia al jabón que lo acompañaría durante años.

Pensó en aprovechar esa rara conectividad ducheril para conocer mundo y hacer turismo por destinos inalcanzables para su exiguo presupuesto. Pero el plan se frustró tras comprobar que, aunque pudiera cerrar a tiempo el grifo para llegar al lugar escogido, invariablemente, cuando salía a la calle, estaba lloviendo.

Y Sotanovsky estaba bastante harto de duchas.

Tras varios años eludiendo el aleteo de una duda, creía estar a las puertas de la indolencia más feliz, y ya podían cansarse los semáforos de dedicarle guiños de luz azul, o los carteros de llevarle cada día cartas perfumadas remitidas por una tal Magdalena –que luego resultaban no incluir página alguna dentro del sobre vacío-; todo daba igual: él permanecía ajeno al asombro. Y cuando presentía el aleteo de una duda, optaba por pensar que eran gases.

Pero ahora, al divisar en el horizonte la hora de la madurez, en la que la sangre procesiona más lentamente pero las neuronas bailan con renovado entusiasmo el que acaso sea su último minué, el aleteo de la duda lo había asaltado con más fuerza.

«¿Y si en realidad yo fuera sólo un personaje —se dijo—, una marioneta de palabras sujeta a los antojos de un autor demente, o peor aún, un mediocre que intenta ocultar con extravagancias su evidente falta de talento?»

En el momento en que concluía tal pensamiento le acometieron agudos retortijones de estómago y una urgencia de utilizar el servicio que no admitía retrasos, pero la puerta del cuarto de baño se negó a abrirse, reclamándole como condición que recitara en voz alta una contraseña que desconocía.

—Vale, vale —dijo Sotanovsky en voz alta—: si soy un personaje, seguro que soy el fruto de la imaginación sin límites de un escritor genial.

Nunca supo si había ejecutado un acto de adivinación –porque en ese instante la puerta se abrió-, o recibido la comprobación de que, en efecto, él era el personaje creado por otro. Y en ese caso, pensó que se trataba de un autor bastante rencoroso, porque la urgencia estomacal no había desaparecido, y en todos los viajes que había realizado por el mundo – incluidos los de la ducha-, nunca había visto un inodoro con la tapa a rosca.

Tras salir del baño, relativamente aliviado –sólo le faltaron dos vueltas para desenroscar la tapa del inodoro a tiempo-, verificó que el aleteo de la duda, lejos de desaparecer, se tornaba más rotundo.

—«Si soy un personaje —pensó tratando de no pensar, por si acaso—, estoy dejando de serlo, porque cuando un personaje es consciente de sí mismo, comienza a liberarse de la voluntad de su creador y se vuelve dueño de su destino».

Decidido a poner a prueba su teoría, abrió la puerta de su armario de dos puertas y anunció a los treinta y siete coreanos que allí moraban que había llegado la hora de visitar a sus familiares. Los condujo hasta el baño, los hizo entrar a todos en la ducha y dejó abierto el grifo al máximo.

Cuando descorrió la cortina, los coreanos habían desaparecido, y en su lugar había treinta y siete zulúes y catorce ovejas.

Resignado, condujo a la pequeña tribu hasta el armario, acomodó a las ovejas bajo su cama y fue hasta el salón para descansar en su viejo sillón de orejas, del que siempre sospechó una sordera aguda o una discreción sin límites, ya que si bien llevaba años haciéndole confidencias, el mueble hasta entonces no había formulado comentario alguno.

Cómodamente sentado, Sotanovsky decidió no pensar más en su condición, pero la duda estaba desatada y en su aletear furioso le hacía cosquillas en la barriga. Pensó en todos los peligros que había sorteado en su extraña vida, y en otro rapto de lucidez comprendió que los filósofos, taxistas y meteorólogos que durante milenos habían reflexionado sobre el sentido de la vida, eran unos chapuceros:

«La verdadera trampa no es el sexo, aunque he de reconocer que ciertas posturas que me obligaba a perpetrar Luisa Marta eran francamente arriesgadas; la verdadera trampa, aunque los cinco años que invertí en conquistar a Claudia Eduviges antes de descubrir que era una estatua de escayola, en ciertas tardes de invierno se me antojan tiempo perdido, pese a que ella al final haya accedido a mis requerimientos amorosos y carnales».

Agotado por una reflexión tan extensa, dormitó un poco.

Pero al despertar el caudal de sus pensamientos seguía sin detenerse y era imposible saber qué porción del discurso se había perdido entre ronquidos:

«La verdadera trampa no es la tecnología, pese a que todavía me duele recordar aquella vez en que me mordí mis partes pudendas con mi propia dentadura postiza; la verdadera trampa no es la lucidez, porque ahora recuerdo que la tal Magdalena que desde hace lustros me envía cartas vacías, es la mujer de mi vida, y hubiera bastado con acudir al domicilio consignado en el remitente para hallarla y amarla para siempre, pero si no lo hice acaso fue por entender que una joven que envía sobres sin carta dentro, por perfumados que sean, no es una mujer de palabra».

No pudo reprimir un bostezo, pero prosiguió:

«La verdadera trampa no es la muerte, porque he muerto mil veces y al resucitar tenía las mismas deudas; no, la verdadera trampa no es la muerte, sino el ridículo. Y sea o no un personaje, no volveré a caer en él».

—¿Me oyes? —desafió al supuesto autor— ¡No volveré a caer!

Satisfecho, Sotanovsky se durmió profundamente sobre el sillón de orejas, que pareció emitir un suspiro de alivio ante el repentino silencio. Lo acunó con un cariño cansado y otoñal. Y sin dejar de mecerlo con pasos cortos y maternales, lo llevó hasta el dormitorio, donde con brazos amorosos lo desnudó y lo vistió con un traje de dama antigua pródigo en encajes, pero omitió ponerle ropa interior. A modo de sombrero le ató una sartén a la cabeza, y sin interrumpir el balanceo lo acercó a la ventana.

—No es que me guste hacerlo, pero es que eres de un pesado…—murmuró el sillón mientras se inclinaba y lo dejaba caer al vacío.

Sotanovsky despertó en el aire y optó por no asustarse, porque aunque se estrellara contra la calle, en el siguiente cuento volvería a vivir.

«La verdadera trampa no es la muerte, sino el ridículo», repitió.

—¡Y en el ridículo no volveré a caer! —agregó con toda dignidad, mientras subía y bajaba los brazos para frenar el descenso, el vestido rosa de dama antigua flameaba en el aire, y él creía ver llegar diferentes momentos de sus absurdas vidas, aleteando como dudas…

 

Qué extraño, amor