EL CASTILLO DE WINDSOR

V.1: abril de 2019


Título original: Windsor Castle

© de la traducción, Joan Eloi Roca, 2019

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2019


Diseño de cubierta: Taller de los Libros

Imagen de cubierta: Frith, William Powell - King Henry and Anne Boleyn Deer shooting in Windsor Forest, 1903

Corrección: Francisco Solano e Isabel Mestre Grau


Publicado por Ático de los Libros

C/ Aragó, n.º 287, 2º 1ª

08009 Barcelona

info@aticodeloslibros.com

www.aticodeloslibros.com


ISBN: 978-84-17743-12-3

IBIC: FC

Conversión a ebook: Taller de los Libros


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4


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EL CASTILLO DE WINDSOR

William Harrison Ainsworth



Traducción de Joan Eloi Roca

1

Sobre el autor

3

William Harrison Ainsworth (1805-1882) fue un popular escritor británico de novelas históricas, autor de cerca de cuarenta obras. Nacido en Mánchester, cursó estudios de Derecho, que ejerció brevemente antes de dedicarse enteramente a la literatura a partir de 1826, con la publicación de su primera novela.

Obtuvo su primer gran éxito con la novela Rockwood (1834), que narra las aventuras de Dick Turpin, un célebre bandolero del siglo xviii. La obra llevó a muchos a considerar a Ainsworth como el sucesor de Walter Scott. La gran acogida de su siguiente obra, Jack Sheppard (1839), lo afianzó como uno de los mayores representantes de la llamada «escuela de Newgate». El estilo tenía muchos detractores, entre ellos el escritor William M. Thackeray, por considerar que glorificaba la vida de los criminales que retrataba y, tras una airada polémica suscitada por un asesinato supuestamente inspirado por la novela de Ainsworth, este decidió abordar otras temáticas.

A partir de 1840, la obra de Ainsworth se centró en la novela histórica, entre las que destacan La torre de Londres, Old St. Paul’s o El castillo de Windsor. Fue un autor de gran éxito durante su vida, siendo muchas de sus obras auténticos best sellers. Muchas de ellas iban acompañadas de dibujos de George Cruikshank, el célebre ilustrador de las novelas de Charles Dickens.

Ainsworth combinó su trabajo literario con la labor de editor, participando en numerosas publicaciones como autor, editor y director y fundando su propia Ainsworth’s Magazine en 1842. A pesar de sus grandes esfuerzos, no alcanzó como editor cotas de éxito similares a las de su carrera de escritor.

El castillo de Windsor

La gran novela clásica sobre Enrique VIII y Ana Bolena


Año 1529. Enrique VIII ha hecho público su amor por Ana Bolena y quiere divorciarse de su esposa, Catalina de Aragón, a pesar de que son muchos los que se oponen a tal decisión. Cuando Mark Fytton, vecino de Windsor, muestra públicamente su rechazo a la relación del rey con Ana Bolena, Enrique ordena ahorcarlo. Sin embargo, antes de su ejecución, Fytton recibe en su celda la visita de un misterioso personaje que le ofrece salvar su vida a cambio de unirse a la banda de Herne el Cazador, que merodea por los bosques de Windsor y atemoriza a quienes se adentran en él. A partir de entonces, las vidas de los habitantes del castillo cambiarán para siempre.

Con una pluma elegante y una combinación perfecta de elementos históricos, juegos de seducción e intriga, Ainsworth nos descubre las luces y las sombras de la corte de Enrique VIII en una exquisita novela que ha sido comparada con las mejores obras de Lord Byron y Matthew Lewis.




«Un clásico de la literatura inglesa que merece llegar a una nueva generación de lectores.»

The Guardian


«Un vívido retrato de la corte de Enrique VIII.»

The Times


«El castillo de Windsor es una de las novelas cumbres de la literatura gótica. Ainsworth no tiene nada que envidiar a Lewis, Maturin o Byron.»

Stephen Carver


«Una de las obras más fascinantes de Ainsworth. El castillo de Windsor es un ejemplo excelente de su habilidad para combinar una narración vívida y apasionante con un escenario repleto de descripciones pintorescas y detalles históricos.»

S. M. Ellis

CONTENIDO


Portada

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Página de créditos

Sobre este libro


Libro I: Ana Bolena

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10


Libro II: Herne el Cazador

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10


Libro III: La historia del castillo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5


Libro IV: El cardenal Wolsey

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12


Libro V: Mabel Lyndwood

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7


Libro VI: Jane Seymour

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8


Notas

Sobre el autor

Sobre el traductor



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Notas

Todas las notas son del traductor.


Libro I


Capítulo 1


John Skelton (1460-1529), poeta satírico inglés.


Thomas Wyatt (1503-1542), poeta y diplomático inglés. Sus versos, en los que se deja sentir la triple influencia francesa, italiana y castellana, fueron publicados en la Tottel’s Miscellany, con otras poesías de poetas contemporáneos, entre ellos Surrey, Grimald, Baux… 


En la tradición popular inglesa, Herne el Cazador era un antiguo guardabosques de Windsor de quien se creía que a medianoche se paseaba, como un espíritu maligno, alrededor de un viejo roble que llevaba su nombre. Esta tradición aparece en Las alegres comadres de Windsor, de Shakespeare, y el presente libro la explica con detalle.



Capítulo 2


Se conserva la grafía inglesa en el diminutivo del rey Enrique VIII.



Capítulo 3


El Maypole, o danza de cintas, era un árbol cortado y adornado que se ponía en los pueblos, en algún lugar público, para bailar a su alrededor en el mes de mayo y en ocasiones señaladas o solemnes.


«H. R.» es el monograma real del soberano Enrique VIII, quien durante su reinado añadió la «R» del latín Rex, «rey».



Capítulo 4


Honi soit qui mal y pense, el lema de la Orden de la Jarretera, escrito en francés antiguo, se interpreta como «Que el mal caiga sobre aquel que piense mal».



Capítulo 7


Capilla que el rey Eduardo el Confesor erigió en honor de su santo patrón. Enrique VIII la cedió al cardenal Wolsey; este eligió a un escultor florentino (probablemente hijo o sobrino de Benedetto di Maiano) para construir un magnífico mausoleo de mármol y bronce soportaba una estatua yacente. La capilla se llamó desde entonces tumba de Wolsey.



Capítulo 9


Julio de Médicis, elegido papa en 1523. Se alió con Francisco I, con los príncipes de Italia y con el rey de Inglaterra contra Carlos V; esta unión, llamada santa porque el dirigente era el papa, le trajo desgracias. Sitiado en Roma por el ejército del emperador (1527), fue capturado y sufrió prisión siete meses; se salvó gracias a un disfraz. Clemente VII excomulgó a Enrique VIII por haber repudiado a Catalina de Aragón. 



Libro II


Capítulo 8


Cuando Enrique VIII mantenía buenas relaciones con el papa, publicó un libro titulado La defensa de los siete sacramentos, contra las doctrinas de Lutero. El papa quedó tan complacido con el libro que otorgó a Enrique el título de Defensor de la Fe. Desde entonces llevan el título los soberanos de Inglaterra. 



Libro III


Capítulo 1


De to wind, retorcer, y shore, orilla.


Medida antigua de superficie en la que se incluía el valor y las tasas aproximadas.


La Carta Magna fue un documento impuesto el 15 de junio de 1215 a Juan Sin Tierra por los barones sublevados, aliados con el clero y los ciudadanos de Londres. La hicieron necesaria las arbitrariedades, exacciones e injusticias de los Plantagenet, y fue, más que una Constitución nueva, la confirmación solemne de las antiguas libertades inglesas. Fue confirmada posteriormente por otros monarcas. La Carta del Bosque fue un documento promulgado probablemente en 1217 en el reinado de Enrique III que daba expresión formal a varias leyes que limitaban la extensión y privilegios de los bosques reales y que confirmaba al pueblo en sus derechos sobre estos. Fue revisada en 1224.


Raphael Holinshed (1529-1580), famoso historiador inglés, célebre por influir con sus Crónicas de Inglaterra, Escocia e Irlanda en dramaturgos como Shakespeare o Marlowe. 



Capítulo 2


«El cisne blanco, Dios me ha escogido».


«Ved una Orden que, a pesar de ser reciente, / dobla su número, iguales todos en condición; / prez de nuestra Inglaterra, defensa de la Corona, / bravos en la batalla, protectores de su príncipe; / inalterables ante el destino, fieles a su soberano, / por lo que sus varoniles piernas están ceñidas de azul. / Estos llamados de la Jarretera, de fe inmaculada, / en los campos de lucha se han cubierto de gloria, / y con mayor bravura han pagado los laureles conquistados».


«¿Cómo cantar canciones en tierra ajena?».


«Y allí, junto al muro de la torre, / plantaron un bello jardín; y en el rincón pusieron / un emparrado formado con ramas y ramitas / extendidas por doquier, de modo que con sus hojas / llenaba todo aquel lugar, / hasta el seto de enmarañado espino; / pero no pasaba por allí ni un ser viviente / al que se pudiese seguir con la mirada. / Frondosas crecían las ramas y las hojas, / sombreando aquellas avenidas, / y en el centro de todo podía verse / el punzante, verde y delicioso enebro / creciendo tan lozano con ramas aquí y allá / que parecía como si hubiese de cubrir con ellas / al que a él se acercara».


«Y luego volví a bajar la vista, / y vi pasear al pie de la torre, / muy sigilosamente, pues venía allí a llorar, / a la más bella y lozana joven flor / que jamás hubiese visto hasta entonces; / y aquella súbita aparición hizo /que toda la sangre de mi cuerpo / se agolpara en mi corazón». 



Capítulo 3


«… enrojeciendo con la sangre de reyes. / Y santos crepusculares, y empañados blasones…».


Téngase en cuenta que el presente libro fue publicado en 1843.


«Rey Eduardo IV y su reina Isabel Widville». El apellido de la reina en realidad es Woodville.


«Aquí, sobre el rey-mártir, el mármol llora, / e inmóvil, junto a él, duerme Eduardo, antaño temido; / la tumba reúne, allí donde la tumba es reposo; / y mezclados yacen el opresor y el oprimido».


Libro IV


Capítulo 1


De Las alegres comadres de Windsor, de Shakespeare. 


Se ha mantenido la grafía inglesa para la abreviatura del nombre de Catalina de Aragón.


Capítulo 4


Turnspit es el pinche de cocina que da vueltas al asador. Antiguamente, se daba este nombre a un perro de cuerpo largo y patas cortas al que, debidamente adiestrado, se le hacía dar vueltas al asador, dispuesto de una forma especial.


Capítulo 5


Bebida hecha a base de leche cuajada con vino y especias.


Capítulo 6


Antigua moneda inglesa.


Capítulo 10


Residencia construida para los sacerdotes de la capilla y los coristas. Año del Señor 1519. 


Libro VI


Capítulo 1


En la carta que antes de expirar dictó Catalina de Aragón dirigida al rey, lo llamaba «amado rey, señor y esposo», y terminaba: «Declaro que, en el momento en que mis ojos van a cerrarse para siempre, mi único deseo sería poder fijarlos en los vuestros». 


Capítulo 5


Jane Seymour murió al año de su matrimonio con Enrique VIII, doce días después de haber dado a luz a un hijo, que sería Eduardo VI. 


Enrique VIII hizo decapitar también a su quinta esposa, Catalina Howard, acusada de adulterio.


Sobre el traductor


Joan Eloi Roca es traductor y editor. Es licenciado en Derecho y Humanidades, con posgrados en Edición en el IDEC y en la Universidad de Stanford. En su trayectoria profesional ha trabajado para Tusquets Editores, Círculo de Lectores, Plaza y Janés, Random House Mondadori, Dom Quixote, Ediciones del Bronce y Editorial Planeta, donde fue director editorial de Planeta No Ficción. Además, es autor de la novela El primer templo, publicada por Editorial Viceversa (2009), y colabora con la revista National Geographic Historia.

Desde 2002, ha traducido más de cuarenta obras al castellano, entre las que se encuentran ¿Por qué manda Occidente… por ahora?, de Ian Morris; Constantinopla 1453, de Roger Crowley; El mar interior y Leviatán o la ballena, de Philip Hoare; Dinastía, de Tom Holland; Cuatro príncipes, de John Julius Norwich; y Los 13 relojes, de James Thurber, entre otros.

Capítulo 8


El cañonazo



El 16 de mayo tuvo lugar la vista del proceso de Ana Bolena en el gran salón de la torre Blanca, ante el duque de Norfolk, nombrado juez para la ocasión, y veintiséis pares del reino. El duque tomó asiento bajo un dosel real y a su lado se sentó el conde de Surrey, como delegado rey de armas.

A pesar de la elocuente y ferviente defensa, Ana fue declarada culpable. Se la obligó a despojarse de la corona y de las demás insignias de la realeza y fue condenada a morir en la hoguera o decapitada, según escogiera el rey.

Al siguiente día fue trasladada en secreto al palacio arzobispal de Lambeth, donde Cranmer declaró nulo y sin efecto su matrimonio con el rey, como si jamás hubiese existido. El rey dispuso que se le diera muerte con el hacha, y se fijó para la ejecución el viernes 19 de mayo, a mediodía.

Dejó la organización de la funesta ceremonia a cargo del duque de Suffolk, quien tenía orden de hacer disparar un cañonazo desde la cúspide de la torre Blanca, contestado desde varios puntos para poner fin al acto, y Enrique se dirigió al castillo de Windsor el jueves por la tarde. Había pedido la mano a Jane Seymour con anterioridad, y, mientras la desgraciada reina estaba encerrada en la torre, él se deleitaba con las sonrisas de su nueva amada y contaba las horas que le faltaban para hacerla suya. El martes que precedió a la ejecución, Jane se retiró a la mansión de su padre, situada en Wolffhall, Wiltshire, donde empezaron los preparativos para la boda, la cual debía celebrarse el sábado siguiente en privado.

Al llegar al castillo, Enrique anunció que a la mañana siguiente saldría de cacería por el gran parque y se retiró a su gabinete privado. Pero no permaneció mucho tiempo allí; se disfrazó de alabardero de la guardia y salió a la ciudad. Se dirigió a la fonda de la Jarretera, donde encontró a varios huéspedes discutiendo los acontecimientos del día, así como la fuerte cerveza de Bryan Browntance. Entre ellos se encontraban el duque de Shoreditch, Paddington, Hector Cutbeard y Kit Coo, quienes hablaban de la inminente ejecución.

—¡Oh, la vanidad de la riqueza terrenal! —exclamó Bryan mientras levantaba las manos—. Tan solo hace siete años que esta bella reina entró por primera vez en el castillo con el rey con la mayor pompa, esplendor y poder, y parecía que con muchos años de vida y de felicidad por delante. Y ahora, ¡condenada a muerte!

—Pero, si ha engañado al rey, bien merece su castigo —dijo el duque de Shoreditch—. Yo decapitaría a mi propia mujer si me gastase la misma mala pasada… Es decir, si pudiese.

—Tenéis razón: «Si pudieseis» —contestó Paddington—. Decapitar a una esposa es un privilegio real del que no puede disfrutar ningún súbdito.

—Lo que yo no puedo comprender es cómo el rey prefiere a lady Jane Seymour —dijo Hector Cutbeard—. A mi modo de ver, no tiene punto de comparación con la reina Ana.

—Tiene unos ojos azules muy bonitos y una cara muy agradable —replicó Shoreditch—. ¿Qué os parece, maestro? —añadió mientras se volvía hacia el rey—. ¿Qué pensáis de lady Jane?

—Que está medianamente bien, amigo —dijo Enrique.

—Pero, en comparación con la última, es decir, con la presente reina, ¡pobre mujer!, pues aún le quedan unas pocas horas de vida. ¿Qué os parece en comparación con ella?

—Creo que Jane Seymour es más bonita, desde luego —contestó Enrique—. Pero puedo estar equivocado.

—No del todo, amigo —dijo Cutbeard—. Al menos compartís el criterio de vuestro soberano. Jane Seymour es bella, sin duda, pero también lo era Ana Bolena. ¡La de reinas bonitas que veremos desfilar por el trono! El rey Enrique tiene buen gusto y gran destreza. Sus procedimientos constituyen un raro ejemplo para sus súbditos, y les enseña cómo desembarazarse de las esposas que estorban. Todos nosotros nos divorciaremos o ahorcaremos a nuestras mujeres cuando estemos cansados de ellas. Casi me gustaría estar casado para hacer el experimento. ¡Ja, ja, ja!

—Bien. Brindemos a la salud del rey —exclamó Shoreditch—, y deseémosle que pueda tener tantas esposas como quiera. ¿Qué te parece, amigo? —añadió volviéndose hacia el rey—. ¿No quieres hacer este brindis?

—¡Claro que sí! —contestó Enrique—, pero me parece que el rey quedará contento por ahora con lady Jane Seymour.

—Por ahora, sin duda —dijo Hector Cutbeard—, pero tiempo vendrá (y no tardará mucho) en que Jane estorbará tanto como ahora estorba Ana.

—¡Ah, bribón! ¿Te atreves a decir eso? —gritó Enrique, enfurecido.

—Pero si no he dicho nada malo —respondió Cutbeard, que palideció—. Solo he manifestado el deseo de que el rey sea feliz a su manera. Y como parece que le encanta cambiar de esposa, pido a Dios que pueda tener todas las que guste.

—Muy buena explicación —repuso Enrique, riendo.

—Dejadme brindar también a mí —dijo un arquero muy alto en quien nadie se había fijado hasta entonces y que se levantó en un rincón de la sala—. Brindo por el verdugo de Calais y por que su trabajo de mañana sea perfecto.

—¡Ja, ja, ja! ¡Qué buen brindis! —exclamó Hector Cutbeard.

—Coged al que lo ha pronunciado —mandó el rey, levantándose—. ¡Es Herne el Cazador!

—Me burlo de tus amenazas aquí y en todas partes, Enriquito —gritó Herne—. Ya nos veremos mañana.

Arrojó el vaso de cuerno al rostro del hombre que estaba más cerca y desapareció tras saltar por una ventana que tenía a su espalda.

Cuando quedó descubierta la identidad del rey, tanto Cutbeard como Shoreditch temieron haberle molestado por la libertad con la que se habían expresado, pero este calmó sus temores al darles un cariñoso cachete en la mejilla y salió del local para regresar al castillo por donde había salido.

Hacia las diez de la mañana del día siguiente, Enrique salió a cazar por el gran parque acompañado de un nutrido séquito. Estaba serio y enfurruñado y los demás parecían taciturnos. A pesar de que encontraron muchos ciervos, el rey no dio orden de soltar a los perros hasta que, de pronto, saltó uno magnífico y dio orden de que todos le persiguieran, y añadió que se reuniría con ellos en Snow Hill una hora más tarde. Todos entendieron por qué el rey buscaba la soledad y por qué quería subir a la colina, así que, sin decir una palabra, partieron detrás del ciervo.

El rey cabalgó lentamente a través del bosque; se detenía a menudo a escuchar los distantes gritos de los cazadores y se fijaba en las sombras proyectadas sobre el césped, que se acortaban a medida que se acercaba el mediodía. Al fin llegó a Snow Hill y se quedó bajo los árboles de la cumbre.

Desde este punto se admira una magnífica vista del castillo, que se destaca entre los bosques cubiertos de follaje intensamente verde. La mañana era luminosa y espléndida; en el cielo no se veía una nube, y, como había llovido ligeramente la noche anterior, el aire era fresco y las hojas, de un verde magnífico. Los pájaros cantaban alegremente en los árboles y al pie de la colina pastaba un rebaño de ciervos. Todo era delicioso, lleno de una paz que ablandaba el corazón más empedernido.

Las vistas conmovían a Enrique, pero un terrible tumulto hervía en su pecho. Fijó su mirada en la torre Redonda, que se veía claramente, y desde la cual se daría la señal convenida; intentó escudriñar el horizonte, pero la fantasía de Enrique estaba tan poderosamente excitada que imaginó estar viendo la terrible tragedia que se desarrollaba en la torre.

«Ahora sale al césped, frente a la capilla de San Pedro —se decía Enrique a sí mismo—. La veo tan claramente como si estuviese allí. ¡Oh, qué bella está! ¡Y cómo mueve los corazones a sentir compasión! Suffolk, Richmond, Cromwell y el alcalde están allí para recibirla. Se despide de sus sirvientes, que están llorando, sube las gradas del cadalso con gran entereza, mira en derredor suyo, y habla a los espectadores. ¡Qué silencio guardan todos, y qué clara y musical es su voz! Me bendice, lo oigo, lo siento aquí. Ahora se despoja de sus vestiduras y se prepara para el golpe final. El hábil verdugo de Calais le da instrucciones y prueba el filo de su arma. Ana se despide de sus damas, y de recuerdo hace un regalo a cada una. Vuelve a arrodillarse y reza. Se levanta. Ha llegado el aciago momento. Aún conserva su entereza; se acerca al tajo y pone su cabeza. El hacha se levanta… ¡Ah!».

La exclamación se la arrancó un pistoletazo en aquel momento desde la torre Redonda, seguido por el profundo estampido de un cañonazo.

En ese momento, una rara silueta montada en un caballo negro como el carbón apareció galopando por la espesura y se dirigió hacia Enrique, a cuyo caballo espantó e hizo retroceder.

—¡Este es el toque de difuntos por Ana Bolena! —gritó Herne mirando severamente a Enrique y señalaba a la torre Redonda—. Ya ha terminado la sangrienta tarea; ya estás libre para casarte una vez más. ¡Corre a Wolffhall y trae a tu nueva consorte al castillo de Windsor!


¡A la obra! ¡A la obra! Duendes, registrad el castillo de Windsor por dentro y fuera.



Hay un cuento antiguo según el cual Herne el Cazador,

que alguna vez fue guardabosque de Windsor,

se pasea a medianoche durante todo el invierno

alrededor de un roble, con grandes cuernos como los de un ciervo en la cabeza;

y allí hiela el árbol y ataca al ganado,

y hace que la vaca vierta sangre en vez de leche,

y sacude una cadena de la manera más espantosa y temible.

Habéis oído hablar de ese espíritu y sabéis bien

que los antiguos, llenos de superstición,

recibieron como una verdad,

y como tal transmitieron a nuestros días,

la fábula de Herne el Cazador.



Las alegres comadres de Windsor, Shakespeare

Libro I

ANA BOLENA

Capítulo 1


El solitario paseo del conde de Surrey por Home Park. De la visión que tuvo en la cañada encantada. Y de su encuentro con Morgan Fenwolf, el guardabosques, bajo el roble de Herne



El 21 de abril de 1529, vigésimo año del reinado del grande y poderoso Enrique VIII, en uno de los atardeceres más bellos que se vieran en la demarcación más encantadora de Inglaterra, un joven elegante, con aspecto de paje, paseaba por la terraza de la muralla de la parte norte del castillo de Windsor y contemplaba el magnífico paisaje. A mano derecha se encontraba Home Park, con antiquísimos robles de los que Inglaterra se sentía orgullosa, espinos quizá más antiguos que los robles, extensos matorrales, altos olmos y acebos. La hermosa disposición de los árboles era extremadamente artística. En un claro cubierto de césped se elevaba un magnífico roble y bajo sus ramas pacía una manada de ciervos. Al lado podía verse un intrincado zarzal, madriguera de los conejos, y se extendía una tupida arboleda en la que no penetraban los rayos del sol. En la misma zona, por la disposición de los robles, se había formado una larga avenida natural por la que cruzaban libremente los ciervos. No faltaban figuras humanas para dar más interés a la escena. A lo lejos se veían dos guardabosques, cada uno con un par de mastines, cuyos ladridos resonaban en el bosque. Por el camino que conducía al castillo caminaba un grupo de halconeros con sus bien adiestradas aves en la mano, y se oía el campanilleo de sus cascabeles, y, al pie del muro de la terraza, un trovador tocaba su rabel, cuya música escuchaba un guarda con el uniforme verde Lincoln, con un arco al hombro, una aljaba llena de flechas a su espalda y una gentil damisela cogida de la mano.

A la izquierda, la vista era diferente, pero no menos bella. La formaba la ciudad de Windsor que, aunque de menor tamaño, era más pintoresca, integrada, casi en su totalidad, por una larga hilera de casas humildes, negras y blancas, con altos gabletes y pisos salientes, que bordeaban los lados oeste y sur del castillo por el río de aguas plateadas, cuyo curso se divisaba a lo largo de muchas millas, y reflejaba los mortecinos colores del cielo, y por el venerable colegio de Eton, circundado por una arboleda y una vasta extensión de campos de cultivo y bosques, aldeas, iglesias, edificios antiguos, monasterios y abadías.

El joven que hemos mencionado sacó del bolsillo unos papeles, reflexionó unos segundos y escribió unas líneas. No tendría más de quince años, quizá menos, pero no es aventurado predecir que se convertirá en un hombre vigoroso, pues era alto, bien desarrollado, y sus extremidades, ágiles y proporcionadas. Su aspecto mostraba madurez e inteligencia; su frente, ancha y tersa, estaba sombreada por multitud de rizos castaños; la nariz era larga, recta y bien formada; su boca, carnosa y sensual, y la barbilla, puntiaguda. Sus ojos, grandes y oscuros, tenían una expresión melancólica, y su tez el rico, nítido y broncíneo tinte que se encuentra en Italia y España, y es raro en un natural de nuestro clima. Su vestimenta, aunque elegante, era sobria; consistía en una casaca de satén negro con ribetes de oro veneciano, medias bordadas del mismo material, camisa con curiosos bordados de seda negra sujetada en el cuello con broches del mismo color, manto de terciopelo negro con adornos de oro y ribetes de satén carmesí, borceguíes de terciopelo negro, y un holgado gorro del mismo material. Llevaba armas, un estoque y una daga, ambos con empuñaduras y adornos de oro y vainas de terciopelo negro. Mientras paseaba, oía el murmullo de las voces que cantaban vísperas en la capilla de San Jorge. Se abrió una puerta de las habitaciones privadas del rey, y de ella salió un hombre de aspecto marcial que se dirigió hacia él. Su rostro era ancho y bronceado, ensombrecido por una espesa barba, negra como el carbón, cortada a la moda de la época, con unos enormes bigotes. Llevaba una cota de malla que despedía reflejos del interior de los pliegues de la capa bermeja y un casco de acero; debajo de la capa sobresalía una larga espada. Cuando se halló a unos pasos del joven, se anunció tosiendo fuertemente, pues este, de espaldas, no se había percatado de su presencia.

—Así que componiendo un himno para vísperas, ¿verdad, señor de Surrey? —exclamó riendo, y el joven se metió apresuradamente los papeles en el bolsillo—. Haréis la competencia a maese Skelton,* el poeta laureado, y a su amigo sir Thomas Wyatt* en poco tiempo, pero dígnese vuestra señoría dejar un momento la compañía de las celestiales musas y tocar tierra, para que pueda informarle de que, en vuestro nombre, he dado las instrucciones para la fiesta que su majestad dará mañana.

—Supongo que no habréis olvidado ordenar al capitán Bouchier el arreglo de las habitaciones en las que debe hospedarse mi encantadora prima, la señora Ana —preguntó el conde de Surrey, con una significativa sonrisa.

—Os aseguro que no, señor —contestó el otro con una sonrisa—. Estará alojada tan suntuosamente como la misma reina de Inglaterra, porque le destinamos sus propias habitaciones.

—Perfecto —dijo el conde de Surrey—. ¿Y habéis tomado las necesarias disposiciones para recibir al enviado del papa, el cardenal Campeggio?

Bouchier hizo una reverencia.

—¿Y respecto al cardenal Wolsey? —preguntó.

El capitán hizo una nueva reverencia.

—Para ahorrar a vuestra señoría más preguntas —dijo—, os diré en pocas palabras que todo ha sido llevado a cabo como si lo hubieseis hecho vos mismo.

—Sed un poco más concreto, capitán. Os ruego que me deis detalles —apremió Surrey.

—Con mucho gusto, señor —contestó Bouchier—. En nombre de vuestra señoría, pues, como vicechambelán, con cuya autoridad me he presentado, he reunido al deán y a los canónigos del cabildo de San Jorge, al noble ujier del Bastón Negro, al gobernador de los caballeros limosneros y a los oficiales de la Casa Real, y en un bello discurso (que me enorgullecería que se asemejara al que habría pronunciado vuestra señoría con sus conocimientos poéticos) les he dicho que el rey, que se encuentra en Hampton Court con los cardenales Wolsey y Campeggio, discutiendo el divorcio de la reina Catalina de Aragón, se propone celebrar la gran fiesta de la nobilísima Orden de la Jarretera en su castillo de Windsor, el día de San Jorge, pasado mañana, y, por consiguiente, es soberano deseo que la capilla de San Jorge esté adornada con las mejores galas, que en el altar mayor se ponga el tapiz que representa al santo patrón de la Orden montado a caballo y se decore con las más valiosas imágenes y ornamentos de oro y plata, que la tribuna real y los sitiales de los caballeros de la Orden estén guarnecidos con ricas telas y los respectivos escudos de armas en los respaldos de los sillones, y todo dispuesto a la hora tercia (hora tertia vespertina, como se dice en la ordenanza del rey), en cuyo momento empezará la fiesta.

—Tomad aliento un momento, capitán —dijo, riendo, el conde.

—No es necesario —contestó Bouchier—. Además, he dado la orden procedente de lord chambelán para que el ujier del Bastón Negro amueblara y arreglara convenientemente el salón de San Jorge, tanto para el banquete de mañana como para la gran fiesta de pasado mañana, y he ordenado al deán y a los canónigos del cabildo, a los limosneros y a los demás oficiales de la Orden que estén preparados para dicha fiesta. Y ahora, tras cumplir con mi deber, o, mejor, con el de vuestra señoría, tengo la satisfacción de resignar mi cargo de vicechambelán para volver a ocupar el de simple caballero, y volver a Hampton Court, donde estaré a vuestra disposición a vuestro regreso.

—Lo cual no será, por lo menos, hasta dentro de una hora —respondió el conde—, porque tengo intención de dar un solitario paseo por Home Park.

—Para buscar, supongo, inspiración para alguna poesía, o quizá para meditar sobre los encantos de la Bella Geraldina, ¿verdad, señor? —contestó Bouchier—. Pero no quiero ser indiscreto. Solo me permito rogaros que tengáis cuidado de no acercaros al roble de Herne. Se dice que el demonio corre por allí al anochecer y amedrenta a los que se cruzan en su camino, e incluso los agrede. Al toque de queda tendré que salir del castillo y trasladarme con vuestros servidores al local de la Jarretera, en Thames Street, donde esperaremos vuestra llegada. Si estamos en Hampton Court hacia medianoche, tendremos tiempo suficiente, y, como la luna saldrá en una hora, el camino será muy agradable.

—Saludad de mi parte a Bryan Bowntance, el buen hospedero de la Jarretera —dijo el conde—, y decidle que os proporcione una botella de su mejor licor para que bebáis a mi salud.

—No os apuréis —contestó el otro—. Por mi parte, ruego a vuestra señoría que no eche en olvido mi advertencia sobre Herne el Cazador. No soy supersticioso, pero he oído contar cosas muy raras sobre las apariciones de este personaje, y no me aventuraría a acercarme al árbol después del anochecer.*

El conde se echó a reír con cierto escepticismo, pero el capitán reiteró sus advertencias antes de despedirse. Este volvió por donde había venido, y Surrey prosiguió hacia un puentecillo levadizo que cruzaba el foso por la parte oriental del castillo que comunicaba con el pequeño parque. Al pasar el puente levadizo le dio el alto un centinela; pronunció el santo y seña, pasó libremente y siguió hasta el portal que daba al parque.

Paseó por el blando y tierno césped, con una pisada tan ligera y silenciosa como la de un cervatillo, hasta llegar a una honorable haya, al extremo de la arboleda.

En este lugar hizo un alto para contemplar el castillo. Detrás de este se había puesto el sol, lo que dilataba el imponente aspecto del edificio y doraba la hilera de torres y murallas reconstruidas, conocidas con los nombres de la torre Brunswick, la torre Chester, la torre Clarence y la torre Victoria, ahora rosadas por los últimos rayos del sol.

El joven conde se sentó al pie del haya, donde se entregó a sus ensueños poéticos un rato, hasta que decidió regresar y, en pocos minutos, la parte del castillo que había contemplado quedó a sus espaldas. La escena que ahora se le ofrecía comprendía las dos fortificaciones recientemente reformadas para dejar sitio a las torres de York y de Lancaster, entre las que había una puerta a la que se accedía por un puente levadizo a la torre del rey de armas, que ahora lleva el nombre del monarca en cuyo reinado había sido erigida, Eduardo III, a la residencia del ujier del Bastón Negro, a la torre del lugarteniente, actualmente torre de Enrique III, a la línea de murallas fortificadas, que constituían los alojamientos de los caballeros limosneros, a la torre ocupada por el gobernador de dichos caballeros y su funcionario, a la puerta de Enrique VIII y, por último, a la torre del canciller de la Jarretera. Un leve tinte rosado coloreaba los pináculos de la capilla de San Jorge, detrás de las torres mencionadas; con esta única excepción, la totalidad de la imponente construcción era fría y gris.

El capitán Bouchier y sus acompañantes salían en aquel momento por la puerta superior, antes del toque de queda, en cuyo instante el puente levadizo se levantó y los jinetes desaparecieron. Todo quedó en silencio, salvo por el rítmico paso de los centinelas, que resonaba en la profunda quietud.

El joven conde no hizo el menor esfuerzo por reunirse con el grupo de Bouchier; contempló el antiguo edificio hasta que palideció en la oscuridad y, con paso decidido, se metió por un sendero que cruzaba el parque, en dirección al puente Datchet, y se adentró en lo profundo del bosque. Debido a la espesura del follaje y las grandes ramas de los árboles, la oscuridad era casi impenetrable, y a duras penas se veía a un metro de distancia. Aun así, no vaciló en sus pasos, y siguió avanzando con una sensación placentera por las dificultades con las que tropezaba. De repente, le sorprendió una fosforescente luz azul que brillaba entre los zarzales, a su izquierda, al pie de un roble enorme, cuyas gigantescas raíces surgían como retorcidas serpientes, y vio algo de aspecto fantasmal, pero de apariencia humana. Llevaba el torso cubierto con pieles de ciervo y un casco formado por un cráneo de ciervo del que emergían dos grandes astas que protegían la cabeza; de su brazo izquierdo colgaba una pesada y mohosa cadena en cuyos anillos ardía un fuego fosforescente, y en la muñeca derecha llevaba posado un búho de enormes proporciones, con las plumas erizadas, cuyos ojos despedían una luz rojiza.

Impresionado por la aparición, el joven conde creía estar en presencia de algo sobrenatural y, a pesar de su carácter valeroso, apenas pudo reprimir un grito de miedo. Mientras se santiguaba y pronunciaba con fervor una oración contra los malos espíritus, la luz y la figura espectral desaparecieron, y en el lugar se oyó el tintineo de la cadena, el chillido del búho, una horripilante carcajada, unos terribles sollozos, hasta que todo quedó en silencio.

El joven conde permaneció inmóvil unos instantes, hipnotizado, y, en cuanto se aseguró de que el espíritu se había desvanecido, se apresuró a salir del matorral. En ese momento apareció la luna llena, que iluminó y llenó de calma y belleza la naturaleza que le rodeaba, lo que produjo un magnífico contraste con la terrorífica visión que había presenciado. Antes de aligerar el paso y abandonar el lugar, miró rápidamente, con temor, el valle encantado, y un enorme, brillante y solitario roble, a poca distancia, atrajo su atención.

Era precisamente el árbol relacionado con la leyenda de Herne el Cazador, al que el capitán Bouchier había aconsejado que no se acercara, y recordó la advertencia. Detrás del árbol percibió una figura, que al principio creyó que podía ser el cazador fantasma, pero su temor se desvaneció cuando la persona dio un grito al acercarse.

Aliviado al ver que debía entendérselas con un ser de este mundo, Surrey comprobó que el motivo de su alarma era un joven de proporciones verdaderamente atléticas y, a juzgar por su aspecto, se trataba de un guardabosques.

Vestía un justillo de tela verde Lincoln con la insignia real bordada en plata sobre el pecho, y la cabeza protegida por una gorra plana de tela verde adornada con una pluma de faisán. Bajo el brazo derecho llevaba un arco, de su tahalí colgaba un largo cuerno con la punta plateada y en el cinto se veía un cuchillo de montaña. Los rasgos de su rostro eran duros y acentuados, con cejas negras y pobladas, boca ancha y ordinaria, y ojos oscuros, de siniestra y maligna expresión.

Le acompañaba un enorme mastín de aspecto salvaje, al que daba el nombre de Bawsey, cuya fiereza tuvo que contener al aproximarse Surrey.

—¿Habéis visto algo, señor? —preguntó al conde.

—He visto a Herne el Cazador, o algo que se le parecía muchísimo —contestó Surrey.

Y, con pocas palabras, explicó la visión que había tenido.

—Sí, sí, habéis visto al diablo cazador, sin duda —contestó el guardabosques cuando terminó el relato—. Yo no he visto la luz, ni oído la carcajada ni los sollozos de que habláis, pero Bawsey se acurrucó a mis pies y gañía, por lo que adiviné que algo malo ocurría en los alrededores. ¡Dios nos ayude! —exclamó mientras el mastín se agachaba a sus pies y dirigía la mirada al roble, con un lastimero quejido—. Algo vuelve a presentir este animal.

El conde esperaba presenciar algo así como el tronco del árbol despanzurrado y el fantasma del cazador saliendo de él. Pero no vio nada, él al menos no lo vio, porque, a juzgar por el temblor que agitaba los miembros del guardabosques, por su mirada fija y su angustiado rostro, contemplaba algo que le aterrorizaba.

—¿No lo veis, señor? —dijo este, al fin, con voz temblorosa—, está dando vueltas al árbol y pegándole fuego. ¡Oh! Ahora se dirige hacia nosotros… ¿No le veis?

—No —contestó Surrey—. Pero no nos detengamos aquí.

Y, mientras decía esto, cogió del brazo al guardabosques, a quien el contacto le hizo volver en sí, pues soltó una exclamación de temor y empezó a andar hacia el parque, seguido por Bawsey, con la cola entre las patas. No se detuvieron hasta dejar el roble encantado a una considerable distancia.

—Así pues, ¿no le habéis visto? —dijo el guardabosques, agotado, mientras se enjugaba las espesas gotas de sudor que perlaban su frente.

—No —contestó Surrey.

—Es muy raro —replicó el otro—. Yo le había visto en otras ocasiones, pero nunca como se ha aparecido esta noche.

—Vos sois el guardabosques, ¿verdad, amigo? —preguntó Surrey—. ¿Cómo os llamáis?

—Me llamo Morgan Fenwolf —contestó el guardabosques—. ¿Y vos?

—Soy el conde de Surrey —replicó el joven noble.

—¡Cómo! —exclamó Fenwolf mientras hacía una reverencia—. ¡El hijo de su gracia, el señor de Norfolk!

El conde asintió con la cabeza.

—Así pues, vos debéis de ser el joven noble a quien veía con el hijo del rey, el duque de Richmond, hace tres o cuatro años, en el castillo —dijo el guardabosques—. Habéis crecido tanto que no os reconocía.

—No es de extrañar —contestó el conde—. He estado en Oxford, y hace poco terminé mis estudios. Es la primera vez que estoy en Windsor desde la época de la que vos habláis.

—He oído decir que también estaba en Oxford el duque de Richmond —observó Fenwolf.

—Estábamos en el Cardinal College juntos —contestó Surrey—. Pero los estudios del duque terminaron antes que los míos. Él me lleva tres años.

—Supongo que vuestra señoría volverá ahora al castillo —dijo Fenwolf.

—No —contestó Surrey—. Mis acompañantes me esperan en el local de la Jarretera, y, si queréis acompañarme, os obsequiaré con una jarra de buena cerveza para que se os pase el miedo de esta noche.

Fenwolf aceptó muy agradecido, y ambos se pusieron en marcha en silencio, cada uno absorto, recordando la visión de la que habían sido testigos. De este modo descendieron la colina hasta la puerta de Enrique VIII y penetraron en Thames Street.

Capítulo 2


De Bryan Bowntance, el hospedero de la Jarretera. Del duque de Shoreditch. De las atrevidas palabras que dijo Mark Fytton, el carnicero, y cómo dio con sus huesos en la torre Curfew



El conde y su compañero descendieron por la colina hasta vislumbrar la Jarretera, una pequeña pero acogedora fonda detrás de la torre Curfew.

El séquito del conde estaba reunido frente al pórtico, muchos descabalgados, sujetando a sus corceles por las riendas. La puerta de la fonda se abrió y apareció un personaje gordo, de aspecto jovial, calvo y de tupida barba gris, vestido con un justillo de estameña parda, con una enorme jarra de cerveza en la mano. Su aparición fue bienvenida con un alegre griterío por parte de los presentes.

—¡Venid aquí, caballeros! —gritó mientras levantaba la jarra—. Tengo la mejor cerveza de Windsor para beber a la salud de nuestro alegre monarca, el rey Hal,* y que conste que le doy el diminutivo sin ánimo de faltar al respeto.

—Naturalmente —dijo uno de los concurrentes—. Yo se lo di en su presencia, no hace mucho, y le hizo tanta gracia que rio con ganas. Aprecio a nuestro rey, y con gran satisfacción bebo a su salud y a la de la señora Ana.

Y vació la jarra.

—Se dice que la señora Ana vendrá mañana a Windsor con el rey y los caballeros de su séquito. ¿Es así? — preguntó el hospedero de la Jarretera mientras volvía a llenar la jarra, y la ofrecía uno de los presentes.

El aludido movió afirmativamente la cabeza, pero estaba demasiado ocupado bebiendo para poder hablar.

—Entonces veremos cosas extrañas en el castillo —dijo el hospedero—, y en la Jarretera se consumirá mucha cerveza. ¡Ay! Cómo han cambiado los tiempos, desde que yo, Bryan Bowntance, seguí los pasos de mi padre, y me nombraron hospedero de la Orden. Fue en 1501, hace ya veintiocho años, cuando el rey Enrique VII, Dios tenga en su gloria, gobernaba el país, y su hijo mayor, el príncipe Arturo, aún vivía. En aquel año, el joven príncipe se casó con Catalina de Aragón, nuestra reina, para morir poco después, ante lo cual el anciano rey no quiso perder la dote de la princesa porque apreciaba más sus tesoros que su carne, y la casó con su segundo hijo, Enrique, nuestro gracioso soberano, a quien Dios guarde. La gente decía que esta pareja no sería feliz, y ahora vemos que acertaron, porque es más que probable que terminen divorciándose.

—No habléis tan alto —dijo uno de los más significados caballeros—, porque ahí llega nuestro joven señor, el conde de Surrey.

—No importa —contestó el hospedero, con desenfado—. No he dicho nada delictivo. Quiero a mi rey, y si él quiere divorciarse, espero que su santidad se lo conceda, y eso es todo.

Mientras decía estas palabras se oyó una fuerte algarabía en el interior de la fonda, y un hombre salió despedido tan súbita e impetuosamente que casi fue a dar de lleno con Bryan Bowntance, que iba a entrar a ver qué ocurría. Quien acababa de ser expulsado de este modo era un joven de buena complexión física que, encolerizado por lo que acababa de sucederle, se volvió contra el hospedero, a quien cogió por el cuello y amenazó con estrangularle. El séquito del conde corrió en su auxilio y lograron salvarle y, tan pronto se vio libre, Bryan increpó a su agresor con gritos en los que se mezclaba la ira y la sorpresa.

—Pero ¿qué te pasa, Mark Fytton? ¿Te has vuelto loco o crees que soy un animal para que me ataques de esta manera? Mi excelente cerveza debe de haberte confundido la mollera.

—Este bribón estaba hablando mal del rey —dijo un fornido joven, cuyo vestido, de la más fina tela verde, el arco y el carcaj de flechas que colgaba de su espalda demostraban que era un arquero—, y por eso le hemos expulsado.

—Bien hecho, capitán Barlow —dijo el hospedero.

—Más vale que os dirijáis a mí como duque de Shoreditch —contestó el arquero—, porque desde que su majestad me confirió el título, a pesar de que fue una broma cuando gané el cuerno de plata, siempre lo he usado. Mis vecinos de Shoreditch me tratan como excelencia, y pido el mismo respeto de vuestra parte. Mañana estarán conmigo mis compañeros, los marqueses de Clerkenwell, Islington, Hogsden, Pancras y Paddington, y veréis qué gallardo grupo formamos.

—Perdonad mi falta de respeto —repuso el hospedero—. No ignoro la distinción que os otorgó el rey en la última fiesta celebrada en el castillo, pero ahora vamos al grano. ¿De qué hablaba Mark Fytton, el carnicero?

—No me atrevo a repetir sus palabras, hospedero —contestó el duque—. Pero se ha expresado en términos impropios para su majestad y la señora Ana.

—No debió decirlo con mala intención —replicó el hospedero—. Es un fiel súbdito del rey, aunque, cuando bebe, tiene tendencia a buscar camorra.

—Bien dicho, honesto Bryan —dijo el duque—. Tenéis la cualidad del buen y gran señor: la de pacificador. Dale al muchacho un vaso de cerveza para que borre las palabras que ha dicho y brinde por el rey, y le desee un rápido divorcio y una nueva reina, y que venga a sentarse con nosotros.

—No tengo ningún deseo de sentarme con vos, autoproclamado duque —replicó Mark—. Al contrario: si preferís quitaros esta bonita casaca y salir conmigo al prado, os daré motivos para que os acordéis largo tiempo de mí.

—¡Buen desafío, valiente carnicero! —gritó uno del séquito de Surrey—. También deberías hacerte llamar duque.

—O cardenal —gritó Mark—. No sería el primer caso.

—Ahora se burla de la Iglesia en la persona del cardenal Wolsey —dijo el duque—. Además de traidor, blasfemo.

—Bebe a la salud del rey, Mark —intervino el hospedero con intención de pacificar los espíritus—, y cállate.