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.DISIDENCIA.

EN EL CUERPO

perspectivas feministas

Catalina Aparicio Villalonga, Marta Pérez Arias,

Miguel Vagalume, Silvia Agüero, Rosa María García,

Rosa Cobo, Lucía Asué Mbomio Rubio

Disidencia en el cuerpo.

Persectivas feministas

Primera edición, 2019

De los textos:

© Catalina Aparicio Villalonga, © Marta Pérez Arias,

© Miguel Vagalume, © Silvia Agüero, © Rosa María García,

© Rosa Cobo, © Lucía Asué Mbomio Rubio.

De la traducción del artículo de Marta Pérez Arias:

© Miguel Ángel Blanco

Diseño de portada:

© Sandra Delgado

© Editorial Ménades, 2019

www.menadeseditorial.com

ISBN: 978-84-120204-1-0

Prólogo

Desde antiguo la cuestión del cuerpo y su relación con aquello que se ha solido denominar «alma» se ha tratado de manera directa o indirecta por muy diversos autores: Heráclito, la escuela pitagórica, Demócrito con su monismo materialista, Epicuro y, por supuesto, Platón y Aristóteles, pero también ha sido discutido por los padres de la Iglesia católica o por algunos filósofos olvidados por Occidente como Averroes. De igual manera, tenemos la glándula pineal de Descartes y finalmente el auge del conductismo y diversas teorías de corte materialista-monista, como puede ser el marxismo, que ha implicado el desplazamiento del dualismo que imperó durante gran parte de la historia. El cuerpo, durante gran parte de la antigüedad, y no siempre, se ha visto como una «cárcel», la prisión que encierra al alma. No obstante, el cristianismo, para poder asumir ciertos dogmas de fe, ha tenido que poner en valor el cuerpo, si bien siempre por debajo del alma, aquella parte más cercana a Dios. En este sentido, se trataba de un «ayudante» del alma, siempre supeditado a ella. En cambio, ahora el cuerpo ya no es el escudero del alma, sino, y en la sociedad occidental, dejando atrás a la filosofía y a la psicología, es lo que se es, es decir el «yo». Esto tiene implicaciones sumamente relevantes, puesto que socialmente se entiende como el reflejo de lo que se es, de lo que somos y de lo que queremos. En este sentido, el auge del sistema capitalista y, por ende, de la sociedad posmoderna y neoliberal, ha implicado la individualización del cuerpo. Esto es, el cuerpo se somete a una serie de modificaciones para poder así diferenciarse del resto y, en consecuencia, crear un espacio único que sea límite entre la comunidad y el «yo».1 Estas modificaciones hay que entenderlas más allá de las operaciones estéticas, la forma de vestir o el maquillaje, pues también engloban cambios en la postura, en la forma de ser y estar en el mundo: cómo nos sentamos, cómo comemos, cómo lloramos, cómo expresamos los sentimientos o cómo andamos. Foucault establece que esto se debe a una:

[...] forma de poder [que] emerge en nuestra vida cotidiana, categoriza al individuo, lo marca por su propia individualidad, lo une a su propia identidad, le impone una ley de verdad que él tiene que reconocer y al mismo tiempo otros deben reconocer en él.2

Esta forma de entender la corporeidad solo es posible en una sociedad como la nuestra, occidental y tendente al culto de lo individual. Como ejemplo contrario, podemos encontrar el recogido por Maurice Leenhardt; los canacos consideran al cuerpo como una parte más del medio natural y, por ende, la muerte no es fin, es el reencuentro con la tierra, una fusión. Ahora bien, si tenemos en cuenta el concepto de biopolítica de Foucault, la ecuación se complica, puesto que el cuerpo es convertido en el centro y víctima de la normalización a la que el poder nos somete. Esta normalización e intervención es llevada a término por las instituciones sociales y políticas: la escuela, la universidad, la cárcel, etc.3 El cuerpo es, pues, también un campo de batalla, pero aún falta un elemento: el género.4

Asimismo, y en relación con este concepto, tendríamos las tesis de Butler al respecto de la performatividad:

Para Butler, tanto la sexualidad canónica, hegemónica, como la transgresora, «ininteligible», se construyen mediante la performatividad, es decir, por medio de la repetición ritualizada (iteración) de actos de habla y de todo un repertorio de gestos corporales que obedecen a un estilo relacionado con uno de los dos géneros culturales. Esta repetición ritualizada no es opcional, sino que se basa en un discurso regulativo, una exigencia constante del entorno, encaminada a «producir aquellos fenómenos que regulan y constriñen» la conducta en relación con la identidad sexual. Cuando se produce el resultado esperado, tenemos un género y una sexualidad culturalmente considerados congruentes con el sexo del sujeto.5

Sobre Butler y la intersección entre género o sexo, cuerpo y performatividad, Rosa García, en su artículo, desgranará estos conceptos que pueden resultar complejos, pero también necesarios para la crítica feminista, se esté de acuerdo o no con lo enunciado por la autora estadounidense.

Por tanto, el cuerpo es «cultura, [...] una representación de lo diverso y diferente»6 y, en consecuencia, está sujeto a las dinámicas sociales y culturales de un sistema capitalista, patriarcal, racista, capacitista y, por qué no, especista. Por tanto, el cuerpo está sometido a las normas sociales, a la eticidad y, por ende, al Poder.

Por todo ello, cuando se es mujer negra, lesbiana, gitana, transgénero o diversa funcional, el cuerpo es sometido mediante políticas de intervención social.7 Estas técnicas nos agreden, pero también nos silencian. Nuestro dolor, físico o mental, se banaliza, se convierte en quejas sin fundamento, en aquello que llaman cuentitis. Por eso, ya no solo la rebelión, la performatividad o la dramatización ha de ser nuestra única forma de lucha al respecto de la motorización del cuerpo, sino, también, el lamento, la queja, la exteriorización del sufrimiento, de las vulnerabilidades, de los procesos fisiológicos, biológicos y médicos que nos marcan, que nos dejan huellas. Aprender a exteriorizar aquello que nos atenaza: gritar.

Disidencia en el cuerpo: perspectivas feministas nace de estas nuevas formas de lucha, del cuerpo por el cuerpo, de poner en el centro del debate aquello que nos hace fuertes, pero igualmente vulnerables; también, de negarnos a ser intervenidas y violentadas obstétrica y sexualmente, medicalizadas; de decir basta a las injerencias en nuestro cuerpo, en nuestro espacio; de oponernos a que nos quiten el control de nuestros cuerpos, ergo, de nuestra sexualidad, pero, de igual modo, aprender a combatir desde él; de rechazar frontalmente que se comercialice con, y se cosifique, aquello que solo nos pertenece a nosotras.

Catalina Aparicio nos explicará cómo nuestros cuerpos son manipulados quirúrgicamente para cumplir con los cánones estéticos y cómo no tener miedo de nuestros colgajos, estrías, tetas caídas o arrugas.

Marta Pérez Arias, en su artículo traducido por Miguel Ángel Blanco, nos propone una nueva forma de lucha para combatir la ansiedad desde el feminismo y la respiración de combate. Nos recuerda la importancia de hablar sobre aquello que nunca hablamos, la enfermedad mental, la falta de aire, el miedo al fracaso, la necesidad de ser mujeres válidas que conlleva dolor mental.

Miguel Vagalume nos habla, desde la perspectiva sexológica, sobre sexualidades disidentes y diversas, de aprender a habitar el cuerpo sin miedo ante lo que deseamos, aunque siempre con cuidado y reflexión.

Silvia Agüero nos muestra cómo incide la violencia obstétrica y payocentrista en el cuerpo de las mujeres gitanas. La lucha de las mujeres gitanas, de la que, en la mayoría de las ocasiones, se olvida el feminismo hegemónico, también ha de ser puesta en valor, mencionada, recordar que las gitanas no solo sufren el machismo, sino también el racismo y el de la peor calaña, puesto que dentro del propio movimiento feminista no faltan voces que menosprecian a nuestras compañeras romaníes.

Rosa María García nos acerca a las tesis de Butler al respecto del cuerpo y del género. Asimismo, introduce la discusión sobre dos categorías que han marcado el feminismo de las últimas décadas: «sexo» y «género». ¿Son necesarios ambos? ¿Qué relación tienen con el cuerpo? ¿Cuál es la postura de Butler al respecto? ¿Cómo se relacionan? García da respuestas a algunas de estas cuestiones y abre el diálogo hacía a un nuevo marco teórico.

En último lugar, Rosa Cobo establecerá las relaciones entre prostitución y violencia corporal, así como de las redes de trata sexual y de cómo estas se aprovechan no solo del Patriarcado, sino también del sistema racista y capitalista.

Asimismo, a modo de anexo, se incluye una entrevista realizada por Lucía Asué Mbomio Rubio a Mayra Santos-Febres, escritora boricua, referente feminista y negra, puesto que, aunque en ella no se hable expresamente del género, sirve de testimonio para comprender la intersección entre género, raza y cuerpo. Se trata de pasar de la tesis a la praxis.

¡A leer!


1 Le Bretón, D. (2002). Antropología del cuerpo y Modernidad. Buenos Aires: Ediciones Nueva Visión

2 Foucault, M. El sujeto y el Poder. En: Escuela de Filosofía Universidad ARCIS, 7. Disponible en: http://www.philosophia.cl/biblioteca/Foucault/El%20sujeto%20y%20el%20poder.pdf

3 Foucault, M. (1999). Vigilar y castigar: nacimiento de la prisión. México: Siglo XXI editores.

4 Utilizo este término sin explicar la problemática que le rodea, ya que se trata de un prólogo.

5 Castellanos, G. (2008). «Determinación y libertad en la construcción de las subjetividades subordinadas y colectividades politizadas». En: Identidades colectivas y reconocimiento, p. 12. Cali: Univalle. Citado en: Duque, C. (2010). «Judith Butler y la teoría de la performatividad del género». En: Revista de Educación y Pensamiento, 17, pp. 85-95.

6 Toro-Alfonso, J. (2007). «Juntos, pero no revueltos: cuerpo y género», Revista Puertorriqueña de Flosofía, v. 18, San Juan.

7 Uso el concepto de política porque corresponden al ámbito de la comunidad y la represión se ejerce, de forma consciente o inconsciente —es un debate que no cabe en este breve prólogo— colectivamente y, por tanto, ya es política.

DISIDENCIA EN EL CUERPO

perspectivas feministas

MUJERES

Catalina Aparicio Villalonga1

El término «mujer» es en lengua castellana una palabra agreste y áspera, cuya severidad fonética, tal vez aportada por la «j» y la «u», vaticina un contenido poco amable, nada acorde con su significado, al menos con el que la tradición ha pretendido transmitir. Se trata de un vocablo que ha querido designar al individuo hembra de la especie humana, lo que se vino a llamar el sexo débil, vinculado a virtudes tales como la amabilidad, bondad, dulzura, ternura, belleza, fragilidad, y a un sinfín de cualidades blandas con las que desde tiempos inmemoriales se le identifica. Y, sin embargo, el castellano, quizá la lengua más sincera, creó una voz muy poco adecuada para connotar tanta delicadeza. El motivo de ello no puede ser otro que el contenido negativo que se oculta tras la farsa de querer retratar a la mujer como dechado de dignidades, pues también desde los orígenes se la ha asociado con toda una sarta de vicios y perversiones. Así, mientras que en otras lenguas románicas prevalece la impostura, creando términos exquisitos, afines al compendio de bondades que de manera engañosa se le adjudica a la mujer, en el castellano sobresale ese sustrato nocivo que también siempre se le ha supuesto.

No es mi pretensión, sin embargo, desarrollar aquí una tesis filológica, sino más bien llamar la atención sobre la terrible carga que las mujeres llevamos sobre nuestras espaldas, una servidumbre a la que hace honores el término que en castellano sirve para designarnos; y ello porque ‛mujer’ connota dureza, rigor, aspereza, agresividad y rabia, mucha rabia, la ira de sufrir desde los inicios la incomprensión, el maltrato, la sumisión, el agravio, la ofensa, el ultraje, el escarnio, la humillación, la vergüenza, la ignominia, la iniquidad, la perversidad, el desprecio, y tantas otras malquerencias que conducen a la degradación. Pero no es ese su único contenido, pues, ‛mujer’ también denota indocilidad y rebeldía. Y es a esa noble insubordinación e indisciplina a la que quiero ahora apelar, no sin antes hacer una breve reflexión.

Desengáñense todos aquellos que aún sostienen que en los últimos tiempos se ha producido una emancipación de la mujer. No voy a negar ninguno de los múltiples e importantísimos logros que intrépidas y luchadoras mujeres conquistaron en Occidente, ni el desarrollo de los movimientos feministas transformadores de la sociedad, pero sí quiero sostener que tras la tenue apariencia de igualdad se esconde aún un drama que nada tiene que ver con la libertad, autonomía e independencia.

Permítaseme, no obstante, que no me adentre en esta ocasión en los oscuros laberintos del maltrato físico y sí lo haga en las no menos lúgubres marañas de la mortificación estética, sin que ello suponga ignorancia o indiferencia alguna por la extensa lista de desigualdades que la mujer sufre en nuestras «civilizadas» sociedades.

De todos es sabido que el negocio de la cirugía estética ha encontrado en la mujer su más preciado objeto. Con sutiles maniobras de comercialización, primero se diseña el proceso de planificación del producto que se quiere vender, para después ejecutar y controlar el proyecto con el objeto de que el intercambio sea satisfactorio tanto para la consumidora como para la empresa que lo promueve. La venta de los productos estéticos procede de manera idéntica a la de cualquier otra promoción comercial, sin que en ningún caso el hecho de que se comercie con la peligrosa alteración del cuerpo humano entrañe ninguna cautela.

Primero triunfaron las manipulaciones de los apéndices del rostro: nariz y orejas fueron las pioneras candidatas de una revolución quirúrgica que, tras tímidos inicios centrados en aferrar pabellones auditivos más separados de lo deseado y en enderezar tabiques nasales desviados, pronto habría de desembarazarse de sus inaugurales escrúpulos para protagonizar una de las más lamentables actividades profesionales de nuestro tiempo. En efecto, aun reconociendo el noble ejercicio de esa cirugía estética capaz de prodigar extraordinarios beneficios con las reconstrucciones de lo que la enfermedad o el accidente destruyó, debo ahora vituperar con decisión aquella otra que se enriquece con el negocio vil de fomentar sueños inalcanzables sustentados en inseguridades, frustraciones, desprecios y desengaños. Eso sí, con la impagable ayuda de una industria mediática que abona en las almas femeninas la baja autoestima a fuerza de ofrecer cánones de belleza creados en los laboratorios de diseño.

El mal ya estaba hecho, porque a la desdicha que provocaba una nariz torcida pronto se le habría de añadir la existencia penosa de tantas mujeres que, avergonzadas por el tamaño de sus mamas, necesitaban con urgencia el implante de prótesis con el objeto de poner fin a sus intensas cuitas, como si la felicidad de una mujer dependiese del tamaño de sus pechos. Y por supuesto no hablo de tantos y tantos cirujanos que implantan las necesarias prótesis tras una mastectomía, sino de la legión de desaprensivos que, por interés particular, ya sea económico o sexual, intenta hacer creer a la mujer que su bienestar depende de la posesión de una vistosa delantera.

Ahora bien, no vayan ustedes a pensar que alguna mujer queda fuera de las garras de esta codiciosa industria quirúrgica, porque si unas la necesitan por defecto, otras la requieren por exceso, siendo igual de proclives a la intervención tanto las mujeres con pequeñas ubres como aquellas con quienes la naturaleza se ha mostrado generosa dotándolas de extraordinarias tetas. Desde la misma técnica se implantan prótesis descomunales y se rebajan excesivas glándulas causantes de dolores de espalda y desviaciones de columna, argumento este solo utilizado para indicar las reducciones y nunca para frenar la solicitud de desmesurados tamaños, de donde se deduce que más allá del bienestar, otros son los foscos motivos que dinamizan las decisiones facultativas. Y no olvidemos los flácidos bustos, caídos y blandos por efecto de la maternidad y lactancia; esos también son carne de cañón para la implacable silicona. Porque la tiranía de la estética artificial no perdona ni se conmueve con la generosidad de tantas madres que, espléndidas, sacrifican la tersura de sus senos en beneficio de sus crías. En realidad, las mamas deshinchadas y lacias deberían ser orgullo de hembra y reclamo de macho, como signo de maternidad consumada y muestra de fertilidad. Pero todo tiene su doble faz, y a los enormes provechos de la cultura hay que oponerle los asimismo gigantescos perjuicios, que con mayor intensidad sufren las mujeres.

Y en el mismo sentido podríamos referirnos a cuantas pseudopatologías son causa de intervención, porque cuando la edad, reflejada en la piel y en los cambios del cuerpo, debería ser un grado por cuanto da testimonio de la sabiduría y experiencia acumulada en una larga vida, se ha vuelto contra toda lógica para pasar a significar inmediato desahucio, el retiro obligado del mundo activo, el sufrimiento de la triste indiferencia; y como en casi todo, con mucha más dureza para las mujeres, quienes alrededor del climaterio están ya por completo desterradas, a pesar de sus inimaginables esfuerzos por mantener una lozanía imposible a base de hambres, gimnasias e intervenciones.

1 Catalina Aparicio Villalonga es profesora de filosofía en educación secundaria. Es maestra, logopeda, licenciada y doctora en Filosofía por la Universitat de les Illes Balears. Es autora de diversos artículos publicados en revistas científicas y del libro Heteras en la Antigua Grecia (2019)..