pajaro_rojo_habla_ebook.jpg

Pájaro rojo habla

Viejas leyendas indias * Historias del pueblo nativo americano * Por qué soy pagana * El sueño y la tormenta * Ópera de la Danza del Sol

ZITKALA-ŠA

Traducción, prólogo y notas:

Gloria Fortún

Pájaro Rojo habla

Primera edición, 2019,

de los originales Old Indian Legends, American Indian Stories,

Why I am a Pagan, Dreams and Thunder, The Sun Dance Opera

De la traducción, notas y prólogo:

© Gloria Fortún

Diseño de portada:

© Sandra Delgado

© Editorial Ménades, 2019

www.menadeseditorial.com

ISBN: 978-84-120159-5-9

PRÓLOGO

Zitkala-Ša, seudónimo literario de Gertrude Bonnin, nació en la Reserva de Indios Yankton de Dakota del Sur en 1876, año de la batalla de Little Bighorn, enfrentamiento armado entre las tribus lakota, cheyenne y arapajó contra el Ejército de los Estados Unidos que resultó en una victoria de la coalición india liderada por míticos jefes tribales como Caballo Loco y Jefe Gall. Las consecuencias de este episodio fueron las violaciones sistemáticas por parte del gobierno estadounidense al Tratado de Laramie de 1868 por el que este iba a devolver las propiedades arrebatadas a los sioux. Tras descubrir oro en ellas en 1873, estas tierras resultaron deseables de nuevo. Un año después de la batalla, casi todos los sioux se habían rendido. Fue una época de cruel violencia para el pueblo nativo americano, que se vio mermado y sumamente empobrecido. Este periodo de agresión fue reemplazado a partir de la Ley de Dawes de 1887 por una política masiva de asimilación por la que los indios perdieron los derechos sobre sus tierras y el gobierno fundó internados que separaban a los niños y niñas indios de sus familias con el fin de educarlos de tal manera que toda su cultura tribal quedara borrada.

Zitkala-Ša nació pues en esta época de transición reflejada en los escritos autobiográficos que podemos leer en la segunda parte de este volumen. Resulta curioso la omisión en ellos de la masacre de Wounded Knee, que tuvo lugar precisamente cuando estaba de vacaciones escolares en su casa de la reserva, muy cerca de la de Pine Ridge donde sucedió todo. Un tiroteo del Ejército de Estados Unidos resultó en el asesinato de trescientos hombres, mujeres y niños nativo americanos. Los veinte miembros del regimiento que mataron a más personas fueron galardonados con una Medalla de Honor. A pesar de no mencionar este vil episodio, Historias del pueblo nativo americano destila la rabia de un pueblo que se ve empujado a las reservas, despojado de sus derechos y obligado a elegir entre colaborar o morir.

Desconocemos quién fue su padre, aunque sabemos que se trató de un hombre blanco. Su apellido es el del segundo marido de su madre y padre de su hermano David (Dawée en sus narrativas). Tras una infancia de libertad en la reserva, asistió a una escuela asimilacionista y luego a la universidad, para después enseñar durante un corto periodo. Cuando su trabajo de maestra le hizo sentir cómplice de las políticas de gobierno para erradicar su cultura decidió convertirse en escritora y recuperar las leyendas y tradiciones de su pueblo. Fue entonces cuando adoptó el nombre de Zitkala-Ša, que en lakota significa Pájaro Rojo. En los cuentos que la autora recoge en Viejas leyendas indias y en El sueño y la tormenta, muchas veces fábulas al tener como protagonistas a animales personificados, no solo se nos muestran las costumbres nativo americanas, sino también su modo de pensar, tan vinculado con la naturaleza que a veces es inseparable. Así, Zitkala-Ša nos hace ver que los «rostros pálidos» no solo les despojaron de sus tierras y de su cultura, sino que también trataron de destruir su esencia, su espíritu, muchas veces con éxito.

A pesar de que en sus textos autobiográficos tampoco hace mención a su mestizaje, sí que cuenta cómo desde que entra en el mundo blanco sufre racismo constantemente. Recordemos que las personas indias de Estados Unidos no obtuvieron la ciudadanía hasta 1924 y que aún hoy en día son tratadas como ciudadanas de segunda categoría.

Desde niña, Zitkala-Ša, tiene que luchar para proteger su individualidad mediante pequeños actos de rebelión que culminaron en su vida adulta con la composición de la Ópera de la Danza del Sol junto al músico William Hanson, representada por primera vez en 1913 y que logró llegar a Broadway. El gobierno federal quiso prohibir el ritual de la Danza del Sol por considerarlo «bárbaro, salvaje y pagano». En realidad lo que resultaba inadmisible es que dicho baile reuniese entre nueve y quince mil personas durante una semana. Permitir que tantos indios se congregasen en un mismo lugar suponía una amenaza, ¿y si se organizaban?

Zitkala-Ša es un fiel reflejo, a veces lleno de contradicciones como toda vida humana, de las múltiples influencias culturales de su época: su crianza sioux, su educación en un internado católico, las oportunidades que como «nueva mujer» empezaba a tener en una época de emancipación feminista y su activismo nativo americano, que le llevó a cofundar y presidir en 1926 el Consejo Nacional de Indios Americanos (NCAI).

Zitkala-Ša disfrutó en vida de la popularidad de su obra. Publicó en prestigiosas revistas y las narraciones de Viejas leyendas indias aparecieron en los libros de texto de muchas escuelas estadounidenses. Los escritos de su vida se cuentan entre las primeras autobiografías nativo americanas que no habían pasado por el filtro de un traductor o editor. Estos textos reflejan la influencia de su educación no india, pues los hace en forma de bildungsroman o relato de formación y transición de la niñez a la vida adulta, al estilo de las más conocidas novelas decimonónicas europeas y estadounidenses. Sin embargo, da una vuelta de tuerca al género al contarnos, no cómo crece y evoluciona una niña, sino el modo en que su educación en la cultura blanca mina su espíritu.

Lo que convierte a Zitkala-Ša en una escritora única y en una admirable activista en pos de la recuperación de su cultura es que muestra a su gente como «la civilizada» y a la blanca como «la bárbara», al contrario de lo que se propagaba en su época. La forma en que logra guiar a quien lee sus textos provoca que lo familiar nos cause extrañeza e incomodidad (unos zapatos, un corte de pelo) y anhelemos la vida sencilla de las llanuras del Oeste, a pesar de que probablemente no la hayamos experimentado nunca.

Tras su muerte en 1938, sus escritos dejaron de editarse y no volvieron a salir a la luz hasta la década de los setenta en Estados Unidos. En España es la primera vez que la mayor parte de su corpus literario se edita en un solo volumen. Traducir a Zitkala-Ša ha sido un honor y un reto. Con las notas al pie que he incluido, espero acercar aún más los textos a quienes abordan por primera vez la lectura de esta valerosa sioux. Escritora, editora, violinista, profesora y activista, Zitkala-Ša hizo uso de la educación destinada a alienarla para empoderar políticamente al pueblo nativo americano. Pájaro Rojo habla. Escuchemos.

Gloria Fortún

Pájaro rojo habla

Viejas leyendas indias * Historias del pueblo nativo americano * Por qué soy pagana * El sueño y la tormenta * Ópera de la Danza del Sol

Zitkala-Ša

I

VIEJAS LEYENDAS INDIAS

PREFACIO

Estas leyendas son reliquias de la que una vez fue la tierra virgen de nuestro país. Estos y muchos otros son los relatos que el pequeño aborigen de cabellos oscuros amaba escuchar por la noche, junto a la hoguera.

Para él, los elementos personificados y otros espíritus formaban parte de un vasto mundo que se encontraba alrededor del fuego central del wigwam.*

Iktomi, el tejedor de trampas, Iya, el Devorador, y el Viejo Doble-Rostro no son criaturas inventadas.

Existían otros mundos de folclore legendario para el joven aborigen, tales como «Los Hombres-Estrella del cielo», «Los Pájaros del Trueno despiden relámpagos en zigzag por los ojos» y «Los misteriosos espíritus de los árboles y las flores».

Bajo el cielo abierto, acurrucados muy cerca de la tierra, los viejos contadores de historias dakota** me han relatado estas leyendas. En las dos Dakotas, la del Norte y la del Sur, he escuchado con frecuencia la misma historia una y otra vez en boca de distintos narradores.

Aunque fui capaz de reconocer cada leyenda sin mucha dificultad, me encontré con el hecho de que las representaciones variaban mucho en los pequeños incidentes. En general, uno ayudaba al otro a restaurar algún vínculo perdido en el personaje original del relato. He tratado ahora de trasladar el espíritu nativo de estos cuentos —incluidas sus raíces— a la lengua inglesa, puesto que en los últimos siglos América ha adquirido una segunda lengua.

Las viejas leyendas de América pertenecen tanto al pequeño patriota de ojos azulados como al aborigen de cabellos oscuros. Que cuando crezcan, altos como los adultos sabios, no pierdan el interés en estudiar con mayor profundidad el folclore indio, estudio que demuestra con contundencia nuestro parentesco cercano con el resto de la humanidad, que señala con dedo firme la gran hermandad entre las personas y que impresiona por la honestidad con la que se contempla la vida desde la entrada del tipi.*** Si resulta ser cierto que todo depende de «los ojos de quien mira», entonces en el aborigen americano, al igual que en cualquier otra raza, la sinceridad de sus creencias, aunque estuvieran basadas en meras ilusiones ópticas, merece un poco de respeto.

Después de todo, en el fondo no parece ser muy diferente a cualquier otra persona.


* Vivienda en forma de cúpula de una sola estancia típica en algunas culturas nativas norteamericanas. Consta de un armazón de madera cubierto por materiales como hierba, corteza, cañas o pieles. De montaje más complicado que los tipis, tampoco podía transportarse como se hacía con estos. Las mujeres eran las encargadas de construirlos. (Todas las notas al pie son de la traductora).

** Una de las tres divisiones lingüísticas de la tribu nativa norteamericana sioux. Las otras dos son lakota y nakota.

*** Tienda cónica cuyo armazón de palos de madera está recubierto de pieles de animales. Las mujeres armaban y trasladaban estas viviendas, decidiendo la localización y disposición del poblado. Su portabilidad era muy importante para la vida nómada de determinados pueblos nativos estadounidenses. Curiosamente, Zitkala-Ša utiliza de forma intercambiable wigwam y tipi.

IKTOMI Y LOS PATOS

Iktomi es un espíritu-araña. Viste leotardos marrones de piel de ciervo con largos y suaves flecos a ambos lados y calza pequeños mocasines* decorados con cuentas. Lleva la raya en mitad de su larga cabellera oscura, peinada en dos trenzas envueltas en cintas de un rojo intenso que cubren sus orejillas pardas para caer después por delante, sobre sus hombros.

Incluso maquilla su divertido rostro de rojo y amarillo y dibuja dos anillos negros alrededor de sus ojos. Lleva una cazadora de piel de ciervo, con cuentas de colores brillantes bien cosidas en ella. Iktomi viste como un verdadero guerrero dakota. Lo cierto es que su maquillaje y sus pieles de ciervo son la mejor parte de él, si es que la vestimenta forma parte de lo que es un hombre o un espíritu.

Iktomi es un tipo astuto. Nunca anda metido en nada bueno. Prefiere extender una trampa antes que conseguir lo más mínimo mediante la caza honesta. ¡Para qué!, exclama riendo con la boca bien abierta cuando alguien cae rápidamente en una de sus farsas.

No puede imaginarse una vida mejor que la suya. A menudo su propia arrogancia le hace darse de bruces contra el sentido común de otras personas.

El pobre Iktomi no puede evitar ser un tanto granuja. Mientras siga siendo un espíritu travieso no podrá hacer amistades. Nadie quiere ayudarle cuando se mete en líos. Nadie le quiere de verdad. Quienes admiran su cazadora de cuentas o sus leotardos con largos flecos acaban marchándose hartos y cansados de sus vanidosas palabras y de su risa cruel.

Así que Iktomi vive solo en un wigwam cónico de las llanuras. Un día estaba en el interior de su tipi, sintiéndose hambriento. De repente salió de este a toda velocidad, arrastrando su manta. La extendió con rapidez sobre el suelo, arrancó la hierba alta y seca con las dos manos y la lanzó raudo sobre la manta.

Hizo un nudo con los cuatro extremos y colocó el ligero fardo de hierba sobre su hombro.

Arrancó una delgada ramita de sauce con su mano izquierda, la que tenía libre, y se puso en marcha dando brincos. El fardo rebotaba de lado a lado contra su espalda mientras corría por la tierra desigual. Pronto llegó al final de la llanura y se detuvo delante de la montaña para tomar aliento. Con aire malévolo, chasqueó sus labios resecos como si estuviera saboreando una carne tierna y dirigió su mirada directamente al espacio que se extendía encima del pantanoso fondo del río. Se protegió del sol del oeste con la delgada palma de su mano y escudriñó las tierras bajas mordiéndose sus propias mejillas al mismo tiempo.

—¡Ajá! —resopló, satisfecho con lo que veía.

Un grupo de patos salvajes bailaban y se daban un festín en el pantano. Extendiendo las alas de punta a punta, se movían arriba y abajo dibujando una amplia circunferencia. Dentro de este anillo, alrededor de un pequeño tambor, se sentaban los cantantes elegidos, moviendo sus cabezas y pestañeando.

Cantaban al unísono una alegre canción de danza mientras tamborileaban animadamente.

Por un camino serpenteante que había cerca apareció la silueta encorvada de un guerrero dakota. Cargaba a sus espaldas un enorme fardo. Se apoyaba en un bastón de madera de sauce, tambaleándose bajo su carga.

—¡Eh! ¿Quién anda ahí? —preguntó un viejo pato curioso sin abandonar su danza circular hacia arriba y hacia abajo.

En ese momento los tamborileros estiraron sus cuellos llegando a estrangular su canción por echar un vistazo al extraño que pasaba por allí.

—¡Eh, Iktomi! Viejo amigo, por favor, dinos qué llevas en tu manta. ¡No te vayas tan rápido! ¡Detente! ¡Alto! —le instó uno de los cantantes.

—¡Para! ¡Quédate! ¡Muéstranos lo que llevas en la manta! —rogaron otras voces.

—Amigos míos, no debo arruinar vuestra danza. Oh, no tendríais ningún interés si supierais lo que llevo en mi manta. ¡Seguid cantando! ¡Seguid bailando! No debo enseñaros lo que llevo a mis espaldas —respondió Iktomi, empujando sus propios costados con sus codos. Esta respuesta deshizo el anillo por completo. Ahora todos los patos se apelotonaban junto a Iktomi.

—¡Tenemos que ver lo que llevas! ¡Tenemos que saber lo que hay en tu manta! —gritaron en sus dos oídos. Algunos incluso rozaban el fardo misterioso con sus alas.

Dándose codazos a sí mismo de nuevo, el astuto Iktomi dijo:

—Amigos míos, lo único que llevo en mi manta son unas canciones.

—¡Oh, déjanos entonces escuchar tus canciones! —rogaron los curiosos patos.

Finalmente, Iktomi accedió a cantar sus canciones. Llenos de deleite, todos los patos batieron sus alas y gritaron juntos:

—¡Hoye, hoye!

Con gran cuidado, Iktomi depositó su fardo en el suelo.

—Primero construiré una casa redonda de paja, pues jamás canto mis canciones en el exterior —anunció.

Dobló ramitas verdes de sauce con rapidez, clavando los extremos de cada uno de los postes en la tierra. Los cubrió enteros con juncos y hierba. La choza de paja estuvo lista en un momento. Uno a uno, los patos gordinflones se introdujeron por una pequeña abertura, la única que había. Iktomi sonreía de pie junto a la puerta mientras los patos, sin apartar la vista de su fardo de canciones, se metían en la choza.

Iktomi empezó a tararear sus peculiares canciones con una extraña voz grave. Los patos, sentados en círculo alrededor del misterioso cantante, tenían los ojos muy abiertos. La penumbra reinaba en la choza de paja, pues Iktomi no se había olvidado de tapar la pequeña entrada. De repente, su canción estalló en una voz atronadora. Cuando los asustados patos se removieron inquietos en sus asientos, Iktomi disminuyó el compás de su voz. Estas fueron las palabras que cantó: «Is̈tokmus wacipo, tuwayatunwanpi kinhan is̈ta nis̈as̈api kta», que significa: «Debéis danzar con los ojos cerrados. Quien ose abrirlos, tendrá para siempre los ojos rojos».

El círculo de patos sentados se alzó y con las alas pegadas al cuerpo comenzaron a danzar al ritmo de la canción y el tambor de Iktomi.

¡Y vaya si bailaban con los ojos cerrados! Iktomi dejó de tocar el tambor. Comenzó a cantar más alto y más rápido. Parecía estar moviéndose en el centro del anillo. No había pato que se atreviera a parpadear. Todos cerraban los ojos con fuerza y bailaban con mayor ímpetu si cabe. ¡Arriba y abajo! De un lado a otro brincaban y daban vueltas en aquella danza ciega. A cualquiera le hubiera parecido un baile difícil.

Finalmente, uno de los bailarines no fue capaz de mantener los ojos cerrados. Se trataba de Skiska, que miró con los ojos entrecerrados a Iktomi, quien se hallaba en el centro del círculo.

—¡Oh-oh!—graznó aterrorizado—. ¡Corred! ¡Volad! ¡Iktomi os está retorciendo el pescuezo y rompiéndoos el cuello! ¡Escapad afuera y volad! ¡Volad! —gritó. Los patos abrieron los ojos inmediatamente. Allí, junto al fardo de canciones de Iktomi, yacían boca arriba la mitad de los suyos.

Escaparon volando por la abertura que había hecho Skiska en su huida aterrorizada.

Pero mientras se elevaban cada vez más alto hacia el cielo azul se chillaban unos a otros:

—¡Oh! ¡Tus ojos están rojos-rojos!

—¡Y los tuyos están rojos-rojos!

Las advertencias del tarareo susurrante habían resultado ser ciertas.

—¡Ajá! —exclamó riendo Iktomi mientras desataba los cuatro extremos de su manta—. Se acabó el estar sentado en casa, muerto de hambre.

Se dirigió a su hogar cargando con esfuerzo los deliciosamente gordos patos envueltos en su manta. Abandonó la pequeña choza de paja a merced de los vientos y las lluvias.

Cuando llegó a su propio tipi en lo alto de la llanura, Iktomi encendió un gran fuego en el exterior. Clavó palos con las puntas afiladas alrededor de las chispeantes llamas. En cada poste ató un pato para que se asara. Enterró unos cuantos bajo las cenizas para que se cocieran. Desapareció en el interior de su tipi, para volver a emerger con unas cuantas conchas enormes. Estas hacían las veces de platos. Colocó una debajo de cada pato que estaba asándose, mientras murmuraba:

—La dulce grasa que gotean tendrá un sabor estupendo con las pechugas cocinadas.

Iktomi amontonó más ramitas de sauce en el fuego y se sentó junto a él con las piernas cruzadas. Su largo mentón apuntaba hacia las llamas rojizas, mientras que sus ojos no se apartaban de los patos que iban dorándose.

Chasqueaba los huesudos dedos justo por encima de sus tobillos. De cuando en cuando aspiraba con impaciencia el sabroso aroma.

El impetuoso viento que revolvía el fuego jugaba también con un viejo árbol chirriante que había detrás del wigwam de Iktomi.

De un lado a otro, el árbol se balanceaba y gritaba con la voz de un hombre anciano:

—¡Ayuda! ¡Me romperé! ¡Me caeré!

Iktomi encogió sus anchos hombros, pero ni una sola vez apartó la vista de los patos. La grasa ámbar se derramaba sobre los platos nacarados, gota a gota, haciéndole sentir placer. Pero el viejo hombre-árbol seguía pidiendo ayuda a gritos.

—¡Hē! ¿Qué es ese ruido que hace que me duela el oído? —preguntó tapándose la oreja con la mano.

Se puso en pie y miró a su alrededor. El chirrido venía del árbol. Se puso a escalarlo para descubrir tan desagradable sonido. Sin darse cuenta, apoyó el pie sobre una rama rota. Justo entonces una ráfaga de viento que pasó por allí unió los dos extremos de la rama. El pie de Iktomi se vio atrapado en esa fuerte garra de madera.

—¡Ay, me ha machacado el pie! —aulló como un cobarde. En vano trató de tirar de él para liberarse.

Estando prisionero en el árbol alcanzó a divisar a través de sus lágrimas una manada de lobos grises que merodeaban por la llanura. Agitando sus brazos hacia ellos, gritó tan alto como pudo:

—¡Hē! ¡Lobos grises! ¡Ni se os ocurra venir por aquí! Estoy atrapado en el árbol y mi banquete de patos se está enfriando. No os acerquéis a comeros mi festín.

Cuando escuchó las palabras de Iktomi, el líder de la manada se volvió a sus camaradas y comentó:

—¡Vaya! ¿Habéis oído a ese estúpido? Dice que ha preparado un banquete de patos. ¡Vayamos rápido a comérnoslo!

Los lobos se dirigieron a los dominios de Iktomi.

Desde el árbol, Iktomi observó cómo los lobos hambrientos devoraban sus deliciosos patos gordos y dorados. Cada vez le dolía más su pie. Les escuchaba romper los pequeños huesos redondos con su fuerte dentadura y comerse el tuétano grasiento. El dolor era ahora muy fuerte y se extendía desde el pie al resto de su cuerpo.

—¡Hin-hin-hin! —lloriqueaba Iktomi. Verdaderas lágrimas dejaban manchas marrones sobre sus mejillas pintadas de rojo. Los lobos comenzaron a abandonar el lugar mientras se relamían. Entonces, Iktomi gritó como si fuera un niño que hace pucheros—. ¡Al menos me habéis dejado los que se estaban cociendo bajo las cenizas!

—¡Ho! ¡Po! —exclamaron los malvados lobos—. ¡Dice que hay más patos bajo las cenizas! ¡Vamos a por ellos!

Regresaron trotando al fuego extinguido y con sus garras extrajeron los patos con tal rapidez que una nube de cenizas frises se elevó sobre ellos.

—¡Hin-hin-hin! —gimió Iktomi cuando los lobos hubieron puesto pies en polvorosa. Demasiado tarde, la fuerte ráfaga volvió y al pasar por ahí y separó los extremos rotos de la rama del árbol. Iktomi había sido liberado. Pero, ¡qué lástima! Ya no le aguardaba banquete alguno de patos.


* Zapatos masculinos de piel sin curtir que tienen la suela dura. Carecen de cordones o cualquier otra forma de sujeción y se calzan de un solo gesto.

LA MANTA DE IKTOMI

Iktomi estaba sentado en la soledad de su tipi. El sol no era sino un delgado hilo que venía del oeste.

—¡Qué malos son esos lobos grises! ¡Se han comido mis ricos y gordos patos! —refunfuñaba mientras se mecía a sí mismo hacia delante y hacia atrás.

El vil recuerdo de esos lobos hambrientos se le había quedado grabado. Por fin dejó de balancearse y permaneció sentado, rígido como una piedra.

—¡Ya sé! Iré a ver a Inyan, el bisabuelo, y rezaré para pedirle comida.

Salió apresurado de su tipi y con su manta sobre uno de los hombros, se aproximó a una enorme roca que había en la ladera.

Medio agazapado, medio corriendo, llegó hasta Inyan y se abalanzó sobre él con los brazos extendidos.

—¡Abuelo! Ten compasión de mí. Me muero de hambre. Estoy famélico. Proporcióname alimentos. Bisabuelo, ¡dame carne para comer! —sollozó. Mientras hablaba no dejaba de acariciar el rostro del grandioso dios de piedra.

El todopoderoso Gran Espíritu, creador de los árboles y de la hierba, puede escuchar la voz de quienes rezan de muy variadas formas. Era el deseo de mucha gente poder recitar sus plegarias a Inyan, la enorme y dura piedra. Era el bisabuelo, pues había permanecido en la ladera durante muchas estaciones. Había observado una y mil veces cómo la pradera se recubría de un manto de blanca nieve para después convertirse en una sábana verde brillante.

Imperturbable durante innumerables lunas, descansaba sobre la colina eterna, escuchando las oraciones de los guerreros indios. Ya estaba allí antes del descubrimiento de la flecha mágica.

Ahora que Iktomi rezaba y lloraba ante el bisabuelo, el cielo del oeste estaba rojo como un rostro iluminado por el fuego. El atardecer vertía una suave luz sobre la enorme piedra gris y la solitaria figura que había junto a ella. Se trataba de la sonrisa del Gran Espíritu sobre el abuelo y el hijo descarriado.

Sus oraciones habían sido escuchadas. Iktomi lo sabía.

—Abuelo, acepta mi ofrenda, pues es todo lo que tengo —dijo Iktomi extendiendo su raída manta sobre los fríos hombros de Inyan. Después de eso Iktomi, feliz a causa de la sonrisa del cielo vespertino, caminó por un sendero que conducía a un barranco cubierto de matorrales. No tuvo que adentrarse demasiado en los arbustos cuando se encontró de frente con un ciervo que yacía en el suelo, herido recientemente.

—¡Esta es la respuesta del cielo rojo del oeste! —exclamó Iktomi, alzando sus brazos.

Extrajo un cuchillo largo y delgado de su cinturón y convirtió las mejores partes del animal en grandes filetes. Afiló algunas ramas de sauce y las clavó alrededor de una pila de leña lista para prender. Era en estos postes donde pretendía asar el venado.

Mientras frotaba enérgicamente dos largos palos para hacer fuego, el sol del oeste desapareció del cielo, ocultándose en el horizonte. El crepúsculo cubrió todo cuanto había a su alrededor. Iktomi sintió el aire frío de la noche sobre su cuello y sus hombros desnudos.

—¡Vaya! —tuvo un escalofrío mientras limpiaba su cuchillo en la hierba. Lo guardó en una funda adornada con cuentas que colgaba de su cinturón y se puso en pie para mirar a su alrededor. Volvió a tiritar. ¡Vaya! ¡Uf! Estoy helado. ¡Ojalá tuviera mi sábana! — susurró caminando alrededor de las ramas secas y los afilados postes. De repente se detuvo y dejó caer los brazos. —El viejo bisabuelo no siente el frío del mismo modo que yo. No necesita mi vieja manta como yo la necesito. Ojalá no se la hubiera dado. ¡Oh, creo que subiré donde está y la recuperaré! —exclamó volviendo su rostro hacia la gran piedra gris.

Bajo el cálido sol, Iktomi no había necesitado su manta, por lo que había sido muy fácil para él separarse de un objeto que no iba a echar de menos en ese momento. Pero el gélido viento nocturno había dejado congelada su apasionada ofrenda de agradecimiento.

Así que subió la ladera corriendo y castañeteando los dientes durante todo el camino, hasta llegar junto a Inyan, el símbolo sagrado. Tomó su raída manta por una de las esquinas y tiró de ella.

—¡Devuélveme mi manta, viejo bisabuelo! ¡Tú no la necesitas y yo sí!

Esto no estaba nada bien, pero Iktomi lo hizo, pues su fuerte no era la sabiduría. Se ciñó la manta sobre sus hombros y descendió la colina con premura.

Pronto llegó al borde del barranco. Una medialuna que parecía un arco brillante se alzaba en el horizonte del suroeste, cada vez más alta.

Iktomi estaba inmóvil, de pie bajo esta pálida luz, como un fantasma entre los matorrales. Su hoguera aún no estaba encendida. Sus postes puntiagudos estaban tan desnudos como él los había dejado. ¿Pero dónde estaba el ciervo, el venado que había tenido aún caliente entre sus manos hacía tan poco tiempo? Había desaparecido. Tan solo quedaban en el suelo los huesos secos de unas costillas, como si de dedos gigantescos saliendo de una tumba se tratara. Iktomi estaba desconcertado. Al rato se agachó sobre los huesos blancos y secos, tomó uno y lo agitó. Los huesos vacíos repiquetearon. Iktomi los dejó caer. Dio un asombrado respingo. Aunque estaba envuelto en una manta, sus dientes castañetearon más que nunca. Su desacertado razonamiento te dejará boquiabierto, pequeño lector, pues en lugar de arrepentirse por haber recuperado su manta, gritó lo siguiente entre sollozos:

—¡Hin-hin-hin! ¡Ojalá me hubiera comido el venado antes de ir a por mi manta!

Estas lágrimas ya no lograron conmover al Generoso Dador. Eran lágrimas egoístas. A esas el Gran Espíritu nunca les presta atención.

IKTOMI Y LA RATA ALMIZCLERA

Junto a un lago blanco, bajo un enorme sauce, Iktomi estaba sentado sobre el suelo desnudo. La pila de ceniza caliente hablaba de un fuego reciente. Con los tobillos cruzados alrededor de un cazo de sopa, Iktomi se inclinaba sobre el delicioso pescado hervido.

Introdujo su cuchara negra de cuerno en la sopa con rapidez, pues estaba hambriento. Iktomi no tenía horarios regulares de comida. Con frecuencia, aunque tuviera hambre, se quedaba sin comer.

Bien escondido entre el lago y la zizania, se aferraba con recelo a su cazo de pescado. Desconocía cuándo volvería a comer, por lo que pretendía llenarse ahora para poder aguantar el tiempo suficiente.

—¡How, how,* amigo mío! —dijo una voz entre la zizania. Iktomi se sobresaltó. Casi se atraganta con la sopa. Desde donde estaba sentado, buscó con la mirada por entre los largos juncos, alzando su enorme cuchara de cuerno.

—¡How, amigo mío! —volvió a decir la voz, esta vez más cerca de él. Iktomi se dio la vuelta y vio a una rata almizclera que estaba empapada, pues acababa de salir del lago.

—¡Oh, es mi amiga la que me ha dado un susto! Ya pensaba yo que había una voz de espíritu hablando entre la zizania. ¡How, how, amiga! —La rata sonrió. En sus labios pendía un «claro que sí, amigo mío» aguardando a que Iktomi le preguntase: «Amiga mía, ¿por qué no te sientas junto a mí y compartes mi comida?».

Esa era la costumbre de las gentes de las llanuras. Pero Iktomi permanecía en silencio. Tarareaba una vieja canción mientras seguía el ritmo golpeando el cazo suavemente con su cuchara de cuerno de búfalo. La rata almizclera comenzó a sentirse incómoda ante la falta de hospitalidad y deseó estar bajo el agua.

Después de un rato largo Iktomi dejó de tamborilear con su cucharón de cuerno y mirando a la rata almizclera dijo:

—Amiga mía, vamos a echar una carrera para ver quién gana este cazo de pescado. Si lo hago yo, no tendré que compartirlo contigo. Si ganas tú, podrás tomarte la mitad. —Poniéndose en pie de un salto, Iktomi empezó inmediatamente a ajustarse el cinturón.

—Amigo Ikto, ¡no puedo echar una carrera contigo! No soy una corredora veloz y tú eres ligero como un ciervo. Nosotros dos no echaremos ninguna carrera —respondió la hambrienta rata almizclera.

Iktomi se quedó pensando, con una mano en su larga barbilla. Sus ojos estaban fijos en el aire. La rata almizclera le miraba por el rabillo del ojo sin mover la cabeza. Observaba al taimado Iktomi urdiendo un plan.

—¡Ya sé! —dijo Iktomi, posando repentinamente la mirada sobre su visitante inoportuno—. Yo acarrearé una gran piedra sobre mi espalda. Eso aminorará mi rapidez habitual. Así, la carrera será justa.

Dicho esto, posó una mano firme sobre el hombro de la rata almizclera y caminó por la orilla del lago. Cuando llegaron al otro lado Iktomi buscó por los alrededores para encontrar una piedra pesada.

Dio con una medio oculta en el agua menos profunda. La arrastró a tierra firme y la envolvió en su manta.

—Ahora, amiga mía, tú correrás por el lado izquierdo del lago y yo por el otro. ¡El premio de esta carrera será el pescado hervido en aquella cazuela! —dijo Iktomi.

La rata almizclera ayudó a cargar la pesada piedra sobre la espalda de Iktomi. Después se separaron. Cada uno tomó un estrecho sendero que atravesaba los altos juncos que bordeaban la orilla. Iktomi empezó a darse cuenta de lo pesada que era su carga. El sudor descendía por su frente como si se tratara de un adorno de cuentas. Jadeaba cada vez con más frecuencia.

Miró al otro lado del lago para ver por dónde iba la rata almizclera, pero no vio ni rastro de ella.

—Bueno, eso es porque la zizania la oculta —se dijo en voz alta. Pero no observó que la hierba alta de la orilla se revolviera para dejar pasar a la corredora—. Vaya, ¿habrá ido tan rápido que la hierba removida ha vuelto a quedarse quieta? —exclamó Iktomi. Este pensamiento le llevó a abandonar la pesada piedra—. ¡Se acabó! —dijo palmeándose el pecho con las dos manos.

Como un rayo, se dirigió hacia la meta. Retazos de juncos y hierba caían sobre sus pies. Casi sin pensarlo, Iktomi siguió corriendo.

Pronto llegó al montó de cenizas frías. Iktomi se detuvo en seco como si se hubiera llegado a un precipicio invisible. Sus ojos oscuros tenían un halo blanco alrededor mientras miraba el suelo vacío. ¡El cazo de pescado hervido había desaparecido! ¡La criatura de las aguas no podía verse por ninguna parte!

—Ay, ¡si hubiera compartido mi comida como un verdadero dakota no la habría perdido toda! ¿Por qué no se me ocurrió que la rata almizclera correría debajo del agua? ¡Nada mucho más rápido de lo que yo jamás correré! Es esto lo que ha hecho. ¡Se ha reído de mí por llevar un peso sobre mis espaldas mientras que ella iba más rápido que una flecha!

Gimoteando de esta forma, Iktomi introdujo sus pies en la orilla. Se agachó hacia delante con ambas manos sobre las rodillas y miró las profundidades.

—¡Allí estás! —exclamó—. Te veo, amiga mía, sentada con tus tobillos alrededor de mi pequeño cazo de pescado. Amiga mía, estoy hambriento. ¡Dame una espina!

—¡Jajaja! —rió la criatura de las aguas, la rata almizclera. Las carcajadas no salieron del lago, sino que descendieron de lo alto.

Con sus manos aún sobre sus rodillas, Iktomi volvió el rostro hacia el gran sauce. Abriendo mucho la boca, rogó:

—Amiga, amiga mía, ¡dame una espina para roerla!

—¡Jaja! —rió la rata almizclera, e inclinándose hacia la rama donde estaba sentado, soltó una espina puntiaguda que cayó justo en la garganta de Iktomi. Iktomi casi muere asfixiado antes de lograr sacársela. Sentada en el árbol, la rata almizclera se reía a carcajadas.

—La próxima vez debes decir a las amistades que te visiten: «Siéntate junto a mí. Compartamos mi comida».


* Saludo empleado en algunas lenguas nativo americanas. Significa: «He hablado».

IKTOMI Y EL COYOTE

A lo lejos sobre la llanura, el sol estival brillaba con fuerza. La gruesa maleza gris se desperdigaba en montones por aquí y por allá sobre un manto verde. Un solitario Iktomi, vestido con sus pantalones de ante adornados con flecos, atravesaba la pradera. Sus cabellos oscuros y sin cubrir brillaban bajo la luz del sol. Caminaba por la hierba sin seguir ninguna ruta establecida.

Recorrió la gran llanura yendo de un arbusto a otro. Alzaba ligeramente sus pies para apoyarlos más adelante con cuidado, como si fuera un gato salvaje que merodeaba sin hacer ruido a través de la gruesa hierba. Se detuvo al poco de pasar por un enorme matorral de salvia silvestre. Inclinó la cabeza de un hombro a otro. Avanzó aún más y se inclinó de un lado a otro, primero sobre una cadera y luego sobre la otra. Más adelante se agachó, estirando su largo y delgado cuello como si fuera un pato, para averiguar lo que se hallaba bajo un abrigo de piel que había más allá de un matorral de gruesa hierba.

¡Era un bello lobo de la pradera de rostro gris! Tenía el oscuro y afilado hocico plegado entre su cuatro patas encogidas y su elegante y tupido rabo estaba enrollado en su hocico y sus patas. ¡Un coyote profundamente dormido a la sombra de un matorral! Esto fue lo que pudo ver Iktomi. Dio pasos cautelosos, uno detrás de otro. Así se acercó cada vez más a la bola de pelo que yacía inmóvil bajo la salvia.

Ahora Iktomi estaba a su lado, observando los párpados cerrados que en ningún momento se estremecían. Apretó los labios hasta convertirlos en delgadas líneas y asintiendo lentamente, se agachó sobre el lobo. Acercó su oreja al hocico del coyote y no escuchó ni un amago de respiración.

—¡Muerto! —exclamó por fin—. Muerto, pero no hace mucho tiempo, pues ha recorrido estas llanuras. Puedo verlo en la pluma reciente que ha cogido con su garra.

Sujetó la garra con la pluma de ave enganchada y exclamó:

—¡Vaya, aún desprende calor! Me lo llevaré a casa y haré un asado para mi cena. ¡Jaja! —se rió. Cogió al coyote por sus dos patas delanteras y las dos traseras, se lo pasó por la cabeza y lo cargó sobre sus hombros. El lobo era grande y para llegar al tipi había que recorrer un gran trecho de la pradera. Iktomi caminó fatigosamente con su carga, chasqueando sus hambrientos labios. Parpadeó para impedir que el sudor salado que recorría su rostro le entrase en los ojos.

Durante todo ese tiempo, el coyote sobre sus espaldas contemplaba el cielo con los ojos muy abiertos. Sus largos y blancos dientes brillaban mientras sonreía y sonreía.

«Recorrer el camino con mis propias patas es cansado, pero que te lleven como si fueras un guerrero después de una valerosa lucha es muy divertido», pensaba el coyote. Nadie le había llevado a sus espaldas antes y la experiencia le deleitaba. Tumbado perezosamente sobre los hombros, parpadeaba guiños azulados de vez en cuando. ¿Nunca has visto a un pajarito parpadear guiños azulados? Así es como se convirtió en un refrán para la gente de las llanuras. Cuando un pájaro observa desde la distancia tus extrañas costumbres, sus ojos emiten un fino destello blanco azulado que desaparece tan rápido como vino, tan rápido de hecho que piensas que se trata de un misterioso guiño azulado. A veces, cuando los niños están somnolientos, parpadean guiños azulados, mientras que otros que son demasiado orgullosos como para dirigir miradas amistosas a la gente parpadean de esta fría manera de pájaro.

El coyote adolecía de sueño y de orgullo. Sus guiños eran casi tan azules como el cielo. Su nuevo gozo se vio interrumpido cuando el balanceo llegó a su fin. Iktomi había alcanzado su morada. El coyote ya no se sentía adormilado, pues se estaba deslizando por los brazos de Iktomi. Caía, caía a través del espacio, hasta que se golpeó contra el suelo con tal fuerza que durante un momento no pudo respirar. Preguntándose lo que haría Iktomi a continuación, permaneció tumbado donde había caído. Iktomi tarareaba una canción, una de las de su fardo de misteriosas canciones, dando saltitos y brincos como si estuviera danzando en una fiesta imaginaria. Amontonó unas cuantas ramas de sauce secas y las fue partiendo en dos contra su rodilla. Encendió un gran fuego en el exterior. Las llamas crecían mostrando sus colores rojizos y amarillos. Iktomi regresó donde estaba el coyote, que había estado observándolo todo con los ojos entrecerrados.

De nuevo lo cargó por las patas delanteras y traseras, balanceándole de un lado a otro. Entonces, cuando el coyote estaba sobre las llamas rojas, Iktomi le soltó. Una vez más, el coyote cayó a través del espacio. El aire caliente penetró sus fosas nasales. Pudo ver la hoguera roja y esta vez dio contra un lecho de brasas chisporroteantes. Escapó de las llamas de un salto. Sus talones esparcieron una lluvia de ascuas rojas sobre los brazos y los hombros desnudos de Iktomi. Perplejo, Iktomi pensó que había visto a un espíritu salir del fuego. Se quedó boquiabierto. Se puso la palma de la mano sobre la cara, tapando su boca. Apenas pudo contener un alarido.

El coyote rodó una y otra vez por la hierba y frotó sus sienes contra la tierra hasta que logró extinguir el fuego que amenazaba su pelaje. Los ojos de Iktomi parecían a punto de salirse de sus órbitas mientras de pie trataba de enfriar con su aliento una quemadura sobre su oscuro brazo.

Sentado sobre sus patas traseras, en el lado de la hoguera opuesto a Iktomi, el coyote se puso a reírse de él.

—En otra ocasión, amigo mío, no des nada por sentado. ¡Asegúrate de que el enemigo esté verdaderamente muerto antes de encender un fuego para cocinarlo!

Dicho esto se marchó en un trote tan veloz que su largo y peludo rabo formaba una línea recta con su lomo.