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Nova Casa Editorial

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© 2019, Paulo Moura

© 2019, de esta edición: Nova Casa Editorial

 

Editor

Joan Adell i Lavé

Coordinación

Silvia Vallespín

Portada

Vasco Lopes

Maquetación

Daniela Alcalá

Traducción

Salvador Martínez

 

 

Primera edición: febrero de 2019

ISBN: 978-84-17589-75-2

 

 

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YOU ARE WELCOME TO ELSINORE

Entre nosotros y las palabras hay metal fundido
Entre nosotros y las palabras hay hélices que andan

Y que pueden matarnos violarnos sacar
De lo más profundo de nosotros el más útil secreto
Entre nosotros y las palabras hay perfiles ardientes
Espacios llenos de gente de espaldas
Altas flores venenosas puertas por abrir
Y escaleras y manecillas y niños sentados
A la espera de su tiempo y de su precipicio

A lo largo de la muralla que habitamos
Hay palabras de vida hay palabras de muerte
Hay palabras inmensas, que nos esperan
Y otras, frágiles, que dejaron de esperar
Hay palabras encendidas como barcos
Y Hay palabras hombre, palabras que guardan
Su secreto y su posición

Entre nosotros y las palabras, sordamente,
Las manos y las paredes de Elsinor.

Y hay palabras nocturnas palabras gemidas
Palabras que nos suben ilegibles a la boca
Palabras diamante palabras nunca escritas
Palabras imposibles de escribir
Porque no tenemos cuerdas de violines
Ni toda la sangre del mundo ni toda la amplitud del aire
Y los brazos de los amantes escriben muy alto
Mucho más allá del azul donde mueren oxidados
 

Palabras maternales sólo sombra sólo sollozo
Sólo espasmo sólo amor sólo soledad deshecha

Entre nosotros y las palabras, los enclaustrados
Y entre nosotros y las palabras, nuestro deber de hablar

Mário Cesariny

 

 

 

EL EXTREMO OCCIDENTAL

Paulo Moura

 

MIL KILÓMETROS DE LITORAL

Una moto, una tienda de campaña y un bloc de notas. Este fue el punto de partida que definió el viaje. La moto, para garantizar el máximo de movilidad y alcance con un mínimo de recursos y equipaje. La tienda, para asegurar autonomía, levedad y desposeimiento. El bloc para registrar y contar las cosas que pasaran. Todo quedaba reducido a lo esencial: una Triumph Tiger 800 negra, con dos portaequipajes laterales de aluminio que llevaban ropa y libros, utensilios para preparar comidas ligeras, un ordenador portátil y adaptadores de corriente que permitían conectarlo a la batería de la moto, y también una bolsa impermeable detrás, con la tienda, el saco de dormir, un colchón hinchable y una pequeña silla desmontable.

Estas eran las condiciones. El propósito: recorrer la costa portuguesa, desde Caminha a Sagres, y de ahí hasta Monte Gordo, para encontrar historias.

Para mí, los viajes siempre supusieron aventura pero no siempre ocio. Es necesario trabajar mucho para que se vuelvan interesantes. No basta con ir a los sitios. Hay que hacer que las cosas ocurran. Hay que buscar, preguntar, investigar e interpelar. Necesitamos hilos narrativos, pretextos que hagan nacer las intrigas.

En el libro Voces de Chernóbil, Svetlana Alexievich, premio Nobel de literatura en 2015, cita a un hombre que combatió en la gran batalla de Moscú, en 1942. Su recuerdo de la Segunda Guerra Mundial era este: «Me senté en una trinchera. Disparé mi ametralladora. Quedé enterrado tras una explosión. Me sacaron de allí medio muerto». Sólo años después comprendió, leyendo libros y viendo películas que participó en uno de los acontecimientos más importantes del siglo XX. Estuvo allí, vivió un drama personal y casi sacrificó su propia vida pero no comprendió nada.

Un viajero activo es todo lo contrario de esto. Recorrer la costa portuguesa en moto durante el verano no constituye propiamente un reportaje de guerra, pero no por eso nos entregaremos a la indolencia contemplativa. Si hay diversas formas de viajar la mía será siempre la del reportero.

También por ese motivo este viaje no es lineal. Tuvo un inicio y un propósito: partí de Caminha en julio de 2015, para producir una serie de historias para la revista 2, suplemento del periódico Público. Pero me sucedió, de la misma manera que al combatiente de Svetlana, que pasaba por las cosas sin verlas. Quedan estas grabadas en algún punto oscuro de la memoria y sólo después se van revelando, como trazos imprecisos en una película fotográfica.

Quiere esto decir que es necesario volver atrás, dar la vuelta, volver a los lugares. Las historias contadas en este libro no surgieron todas en ese primer viaje. Algunas son posteriores y otras anteriores, dos de ellas fueron el resultado de desvíos del itinerario —aunque no del rumbo— y, una docena de veces, fue necesario salir de la carretera y meterse en un barco.

De Caminha a Monte Gordo, es posible viajar casi siempre por el litoral. Durante más de mil kilómetros, se planea por carreteras sinuosas, desiertas o turísticas, entre dunas y pinares, se sube por montañas costeras, se atraviesan estuarios, bocas, ríos, rías, lagunas, playas, barrancos y ciudades de mar.

Es un viaje prodigioso e inolvidable. El sereno itinerario de las cigüeñas y el recorrido angustiado de las fieras a lo largo de las rejas. Es el gran viaje portugués. Podemos hacerlo una vez en la vida o a lo largo de toda una vida, pero no podemos evitarlo.

 

CAPÍTULO 1


La playa es lo mejor
de nosotros mismos

 

ÍNSUA
Una isla pide auxilio

Hay dos barcos que van a la isla: el del restaurante y el de Mário. La isla está situada a 200 metros de la costa, frente a la playa de Moledo y el bosque de Camarido, pero quien quiera ir allí tiene que llegar hasta el restaurante Ínsua, en Caminha. Allí, en la orilla del río, hay un muelle que comparten los dos concesionarios: por un lado Mário Gonçalves de Vasconcelos, de 64 años, antiguo pescador y dueño de un pequeño barco de madera; y por el otro, Pedro Machado, de 33 años, y Sebastião Nunes, de 27, que tienen una lancha moderna y regentan, respectivamente, la empresa Minha Aventura y el restaurante.

Los viajes a la isla están monopolizados por estos dos barcos, pero Ínsua está abandonada de facto. Nadie sabe quién cuida de ella, o sea que nadie lo hace. Se entiende que los barqueros tienen un estatuto especial. Por el simple hecho de tener acceso a ella, son vistos como los dueños de la isla. Viene siendo así desde siempre.

A finales del siglo XIV, algunos monjes de Galicia y Asturias, molestos por el apoyo de Castilla al Papa de Aviñón durante el Gran Cisma de Occidente, huyeron hacia el Miño. Dirigidos por Fray Diogo Arias, construyeron el convento de Santa Maria da Ínsua.

En 1462 les fue concedido un estatuto de privilegio a los dos pescadores que habitualmente transportaban a los monjes hasta la isla. Desde entonces, el hecho de proporcionar el acceso por barco a Ínsua se fue convirtiendo casi en un título nobiliario. Eran una especie de condes de Ínsua.

El uso militar de la isla comenzaría en 1580, el año de la pérdida de la independencia. Una armada gallega ocupó el convento como demostración de apoyo a la causa de los Felipes. A comienzos del siglo XVII, la isla fue objeto de varios ataques de piratas, muchos de ellos británicos, cuya corona estaba en guerra con la española. La inseguridad era tal que en 1623 ya sólo había dos monjes en el convento.

Con la recuperación de la independencia nacional, y para que no sobreviniesen más peligros desde allí, Ínsua fue definitivamente transformada en cuartel. Don Diogo de Lima, gobernador de armas de la antigua provincia del Minho, dirigió la construcción de la fortaleza. Monjes y soldados comenzaron a habitar la isla, en una convivencia conturbada. En 1807, durante la Invasión Francesa, Ínsua fue ocupada por una fuerza española que capitularía al año siguiente ante los ejércitos napoleónicos. En 1834, los liberales disolvieron las órdenes religiosas y, desde entonces, tanto el fuerte como el convento quedaron abandonados.

El edificio, de una gran complejidad arquitectónica, comenzó a degradarse. Su mantenimiento, que dependía del Ministerio de Defensa, pasó al de Finanzas, de este al Instituto Portugués del Patrimonio Arquitectónico, y finalmente al Instituto Politécnico de Viana do Castelo. Todas las instituciones deben estar orgullosas del trabajo realizado: el fuerte está en ruinas.

• • •

Mário ha sido pescador desde niño. Estuvo 14 años en la pesca del bacalao, trabajó por cuenta ajena en grandes barcos y más tarde de forma independiente. En el navío Senhora das Candeias, se especializó en abrir y salar el pescado. Le llamaban Navaja negra. Cuando el Senhora das Candeias fue retirado por imposición de la CEE, Mário se quedó a trabajar en el Club de Ínsua, un elegante club de Moledo que tenía aquí un embarcadero.

El edificio de ese club sería adquirido por Sebastião Nunes y uno de sus hermanos para abrir el restaurante Ínsua, especializado en pulpo al horno. Mário trabaja ahora por cuenta propia. Realiza paseos en barco hasta la isla y por el río Miño, en directa competencia con la compañía de Sebastião y Minha Aventura, que alquilan bicicletas y barcos, organizan paseos de avistamiento de pájaros, hacen viajes a la isla y proponen itinerarios en barca a la luz de la luna.

Tras la isla el mar es de un azul oscuro y agitado. Una pequeña lancha neumática roja pesca peligrosamente entre las olas, junto a las rocas que marcan la desembocadura. La isla tiene una playa por un lado y rocas por el otro. Algunos bañistas toman el barco y vienen para disfrutar de esta playa. Dejan un rastro de botellas y envases de plástico. El fuerte está ocupado por un grupo de viejos radioaficionados que han obtenido el permiso para montar aquí las antenas durante dos semanas.

Se muestran indignados con mi presencia. «Esto es una zona militar», dicen. Y llaman a la Policía.

«¿O sea, que usted piensa que basta con llegar a la isla, así, sin más?», me dice el policía por el teléfono del radioaficionado. «Hace falta una autorización».

Brillando, medio enterrada en la arena, una botella cerrada parece haber sido dejada por un náufrago que no consiguió enviar su mensaje. Ínsua, la única isla abandonada de Portugal, pide auxilio.

 

AFIFE
Un casino en el pueblo

Visto a lo largo del río Miño, con sus bancos de arena y los montes españoles al otro lado, hasta Moledo, frente a la isla de Ínsua, el mar es verde y está revuelto a causa de las corrientes y los ventarrones, mientras que las playas son blancas y salvajes.

La carretera que dirige el viaje es la Nacional 13, hasta Viana do Castelo. Pero antes de llegar a Vila Praia de Âncora hay siempre un camino por la costa. Después, la N13 hasta Gelfa y Afife, poblaciones discretas, con maizales entre los montes y el mar, engastado de peñascos que lo unen a la playa, con una continuidad que da la sensación de que todo es parte del mismo archipiélago de nieblas y colores intensos.

Afife está alejada del mar. Casi no se ve, casi no existe, y hay que salir de la carretera para encontrar el pueblo. Ya en el centro, entre la escuela primaria y la Junta Municipal de Distrito, se yergue un magnífico palacete de dos pisos, paredes amarillas y ventanas blancas: es el Casino Afifense.

El casino aporta un aire de bohemia mediterránea de entreguerras, de un Montecarlo impregnado de una fantasía sudamericana. Nos da la sensación de que, si entrásemos, la orquesta seguiría tocando, el salón estaría abarrotado y los engalanados burgueses del lugar arrastrarían, a paso de foxtrot, a las muchachas hasta rincones fuera del alcance visual de sus padres, acomodados en los palcos. Pero las puertas están cerradas. El estado de conservación del edificio es excelente. Todo está intacto y resulta atrayente, aunque no se pueda entrar. Es un mundo prohibido.

La culpa es del presidente de la asociación, que no quiere hacer del Casino un lugar accesible, según algunas voces acusadoras de la zona. Aunque, según el presidente, estas personas están demasiado ancladas en el pasado.

Lo extraño, sin embargo, no es que el Casino esté cerrado. Lo extraño es que aquí, en este pueblo de poco más de mil habitantes, hubiese un casino.

Solamente el bar se mantiene abierto, en una parte independiente del edificio, con su terraza en el paseo y su clientela fiel, casi toda mayor de 60 años. Tomás Pinto, un hombre meticuloso y agitado, que usa bañador tanto en verano como en invierno, viene aquí todos los días, como si el tiempo fuese una dimensión congelada.

Tiene el pelo blanco, la tez bronceada, la mirada de artista incomprendido y 63 años de edad: podría entrar de traje y corbata (con el abrigo siempre apretado, según las reglas definidas por la asociación) en la sala de espectáculos del Casino Afifense el día del baile do Caldo Verde, de juego «legítimo» o de la representación de Antígona, en la que hasta los cascos de los soldados atenienses estaban fabricados por toneleros locales.

Nada ha cambiado de sitio. Ni Tomás Pinto, ni el Casino, ni el pueblo de Afife, al hilo del mar, de los cultivos y de los maizales. Nada ha cambiado y, a la vez, todo.

Para quien pasa de largo, Afife no parece más que un lugar de veraneo. Un reducto de belleza pura donde algunos ricachones se hicieron construir casas de vacaciones, donde ciertos artistas de éxito y antiguas familias inglesas del vino de Oporto buscan refugio y tranquilidad.

Al contrario que Moledo y otras playas de la zona, aquí se mantiene la distancia respecto al mar y a las miradas. Es un lugar opuesto a la ostentación, de carácter altivo y elitista, como además, por determinismo del paisaje, siempre fue.

Afife no es tierra de pescadores, como Âncora y otras poblaciones de la costa norteña. Es una zona agrícola, pero de producción tan pobre, que los hombres válidos emigran desde que se tiene memoria. Se iban a Lisboa, Oporto y Coimbra y, de ahí, a todos lados del país, para trabajar en la construcción civil como pintores, revocadores y encaladores. Algunos se fueron a España, Brasil, Uruguay, Argentina o Norteamérica.

Pero desde el siglo XVIII, sería en Oporto donde alcanzarían una mayor especialización. En un libro de registros de ingresos y gastos de la iglesia de Santa Marinha de Vila Nova de Gaia, se menciona como maestros encaladores en las obras de restauración, iniciadas en 1745, a los hermanos Manuel Alves Bezerra y Mateus Alves Bezerra, naturales del lugar de Agro de Cima, en Casa das Catôrras, distrito de Afife, en Viana do Castelo. En el mismo documento, guardado en el Archivo Provincial de Oporto y citado en una monografía de Afife, escrita por Avelino Ramos Meira en 1945, se hace también referencia, probablemente para justificar el generoso pago de cuatro monedas, al hecho de que los hermanos Bezerra hubieran trabajado previamente en las obras de la Iglesia y Torre dos Clérigos bajo la dirección del arquitecto italiano Nicolau Nasoni.

Sería con él y con sus obreros con quienes los afifenses aprenderían el arte de los techos en estuco, que introdujeron en Portugal —de extrema utilidad en las reconstrucciones tras el terremoto de 1755—, y que acabó por extenderse por el país, pasando y perfeccionándose de generación en generación. Después de la Primera Guerra Mundial, muchos estucadores afifenses encontraron trabajo en Francia donde aprendieron a hacer encajes de cal y yeso en los estilos Luis XV, Luis XVI e Imperio.

Durante los siglos XIX y XX, surgen estucadores afifenses que se mencionan por todo el país, sea por la autoría de obras, sea por la fundación de escuelas.

Los Bezerra y sus descendientes vendrían a firmar trabajos de mucha importancia en Lisboa, Oporto, Guimarães y otros lugares. Fueron también estucadores legendarios los hermanos Ferreirinha, el maestro José Moreira, conocido como el Francés —se dice que porque su madre fue violada por un soldado napoleónico durante la invasión de 1810—, y Domingos Meira, que sería condecorado con la Comenda da Ordem de Cristo y a quien se debe, por ejemplo, la decoración del gran salón del Palácio da Pena, en Sintra, de diversos salones en el Palácio das Necessidades, del Duque de Loulé y de decenas de palacios.

En esa edad de oro, entre el siglo XIX y la primera mitad del siglo XX, en Afife solo se quedaban prácticamente las mujeres para trabajar en la agricultura. La mayoría de los hombres se dedicaba al estuco o a artes afines y vivía fuera de su tierra. En todas partes les precedía el prestigio y el respeto, y eran vistos más como intelectuales que como artífices. Se presentaban en las obras con levita y sombrero alto, o de frac, con cuello blanco, pantalón de fantasía y bombín, según la monografía de Avelino Meira, él mismo hijo y nieto de estucadores.

No se ensuciaban las manos. Supervisaban los trabajos y, en las fases estrictamente creativas de su función, mandaban que los obreros saliesen y obraban solos, encerrados en el recinto, para que los secretos de su arte decorativo superior no quedasen expuestos.

Y es esta gente, que se enriqueció no mediante el comercio sino por la sofisticación de su arte, esta especie de aristocracia del espíritu nacida del pueblo, la que fue refinando una pasión por el teatro.

Siempre existieron, como en todos los pueblos, las piezas religiosas que se representaban en el atrio de las iglesias, junto a la capilla de la Senhora da Lapa o incluso en el solar de la casa conocida como «do Firranca da Pôça». Pero en determinado momento del s. XIX esas manifestaciones populares empezaron a ser tomadas muy en serio. Algunos actores se especializaron y aumentó el nivel de exigencia.

Era una forma de mantenerse unidos a la tierra pero también de diferenciarse: eran personas con sensibilidad y buen gusto que querían desmarcarse de la rudeza del campo.

En 1859 fue fundada la primera de una serie de asociaciones culturales, solidarias y de recreo: la Sociedad del Teatro Afifense. En un solar donado por un afifense, y tras la creación de una sociedad por cuotas con 28 miembros, en la que cada uno debía pagar una libra de oro, se construyó un teatro de piedra y cal, donde se llevarían a escena las obras Milagres de Santo António, Morgadinha de Val-Flôr o Fausto, entre otras.

Casi todos los estucadores aprendieron a actuar y, según se decía, algunos muy bien, tanto en la vertiente dramática como en la cómica. Se invitó a algunos directores teatrales venidos de fuera, pero los actores eran todos de Afife. Sólo hombres, por supuesto, ya que en esa época no estaba bien vista la exhibición de las damas en el escenario. Los personajes femeninos eran, por lo tanto, representados por hombres, papeles que, según el autor de la citada monografía, «algunos interpretaban con relativa naturalidad».

Camilo Ramos, de 68 años, conservador del Registro Civil jubilado y expresidente del Casino Afifense, recuerda el caso relatado por su padre, estucador, del actor que consintió en representar un papel femenino pero se negó a afeitarse el bigote. En una fase más tardía, el propio padre de Camilo, que trabajaba en Lisboa, ensayaba en su habitación alquilada las piezas durante todo el año, junto con otros artistas contemporáneos, y preparaba los espectáculos de la Navidad en Afife.

El que distribuía los textos por todo el país era el director teatral Lúcio Amorim, Pirilau, un gran seductor y bon vivant de esos tiempos de euforia, que llegó a seducir a la madre de Camilo, antes de convertirse en amigo del padre. Contaba Camilo que un día, años más tarde, Pirilau llegó al Casino Afifense particularmente emperejilado, con frac y corbata, para jugar al tresillo, que estaba de moda en esa época. «Te has vestido para el combate», comentaron los amigos, aludiendo a sus míticas lides de don Juan. Pero no se trataba de eso. Pirilau lo hacía todo a lo grande y esa noche, al final de la cual se suicidó —cosa que explicaba en una nota previamente escrita—, debía ser una gran noche para él.

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El éxito de la Sociedad del Teatro condujo en 1885 a la fundación, con 57 socios iniciales, de la Sociedad Recreativa Afifense, que se instaló en un edificio de la plaza do Cruzeiro, aunque posteriormente se trasladaría al edificio del viejo teatro. Además de las obras teatrales, se organizaban también bailes y se fomentaba el desarrollo del pueblo. Una de las conquistas de la Sociedad Recreativa fue, tras siete años de encendidas discusiones en las reuniones de la Asamblea, la creación de la escuela primaria femenina.

Hubo un argumento que tuvo un gran peso en la aprobación de esta osada iniciativa: las chicas debían aprender a escribir sus propias cartas de amor a los novios que vivían fuera. Al verse obligadas a pedir a terceros que las escribiesen, sus tiernos secretos de adolescencia acababan en boca de los demás, poniendo en entredicho la vida social de sus familias.

A finales del siglo XIX, las diferencias entre grupos con simpatías monárquicas y republicanas acabarían provocando una escisión en la Sociedad Recreativa. En 1899 se creó el Club Afifense, de tendencia republicana, que proporcionaba asistencia médica a los socios, además de las actividades ya habituales. Durante años, las dos sociedades funcionaron en paralelo, con un creciente número de socios comunes, hasta que optaron por fusionarse de nuevo. Se creó así en 1929 la Asociación del Casino Afifense, que funcionó en la sede de la antigua Sociedad Recreativa, hasta la construcción de su nuevo edificio, en 1935.

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No se sabe por qué se escogió la designación de «casino». Probablemente por influencia gallega o francesa. Se sabe que la intención nunca fue crear un local de juego, sino un centro de eventos culturales y sociales. Tampoco se sabe quién diseñó la planta original del edificio: si fue algún afamado arquitecto de fuera o si fue el propio promotor del proyecto, el afifense Tomás Fernandes Pinto, estucador y emigrante durante cerca de cuarenta años en Brasil, donde hizo fortuna.

Tomás Pinto se distinguió en el teatro desde muy pronto. Hay registros de su nombre en las actas del club desde 1914, año en que interpretó la obra Uma Tourada do Ribatejo. Aparece también mencionado como director de escena.

Cuando regresa a Afife siendo ya rico tras una carrera como constructor civil en el estado de Maranhão trae consigo, como un Fitzcarraldo a la inversa, el sueño de construir un teatro en su tierra.

No fue nada fácil. La idea era megalómana y cara, y suscitó resistencias. Se constituyó una sociedad para la obra —Edificadora S.L.—, se recaudaron fondos mediante cuotas extraordinarias a los socios, donativos, ingresos de fiestas y espectáculos, e incluso subvenciones del Estado. Pero sólo la compra de los terrenos costó 186000 reales, y el presupuesto inicial de la obra, de 75000 reales, fue ampliamente superado.

En una asamblea general del casino, el maestro de obras, António Folha, llegó a declarar que por ese dinero no aceptaría tan magna obra, so pena de llevar a pique su propia empresa. Pero fue en ese momento cuando Tomás Pinto se levantó y pronunció un memorable discurso en el que afirmaba que él mismo llevaría a cabo la obra, corriendo con todos los gastos necesarios. Folha acabaría aceptando la obra, pero todos los (grandes) gastos adicionales fueron asumidos por Tomás.

Cuatro años después del inicio de los trabajos, en 1935, se inauguraba el imponente casino afifense, un símbolo de tenacidad, buen gusto y poder, diferente a los otros edificios de la región.

Se compone de un lujoso salón de espectáculos y bailes con capacidad para quinientas personas, con dos galerías, un piso principal y un escenario espacioso, dotado de telón y de una enorme tela de proscenio, pintada hace más de cien años por el artista Ferreira Alves para el antiguo teatro, que fue posteriormente ampliada para adaptarse así a las mayores dimensiones del casino.

El suelo del salón tiene dos posiciones: puede estar nivelado con el escenario para su uso en bailes y fiestas, o quedarse casi un metro y medio por debajo del escenario y con inclinación de anfiteatro para los espectáculos. Este movimiento se dirige desde el sótano del edificio, mediante un ingenioso y rarísimo sistema, a través de cuatro husillos manipulados por cuatro hombres al mismo tiempo.

En el primer piso aún se encuentra el Salón Noble, junto a la sala de juegos y la biblioteca. Fue decorado con estuco y pinturas por artistas de la zona en estilo Luis XVI, con frisos dorados y tonos patinados de marfil.

«Venir a los bailes y espectáculos del casino era una señal de distinción», explica António Jardim, de 68 años, el actual presidente de la asociación. No era un lugar para todo el mundo. Constituía una señal de exclusividad y diferenciación en una región pobre de pescadores, agricultores y recolectores de sargazo.

La entrada estaba reservada a los socios y no podía ser socio del casino cualquiera. Sólo podía conseguirse a propuesta de otro socio y con la aprobación de la junta general, que no tenía por costumbre facilitar el proceso.

Durante cerca de cinco décadas, y hasta la decadencia de los años 80, se sucedieron los espectáculos, las fiestas y los bailes en el casino, atravesando, tras las etapas monárquica y republicana, el Estado Nuevo y la Democracia. Las tertulias de Pedro Homem de Melo, poeta de Afife, continuaron después de su muerte. La prisión de Gungunhana constituyó un pretexto para un baile grandioso, pero en 1969, en plena huelga de estudiantes en Coimbra, José Afonso vino al Casino a cantar Os Vampiros, bajo la vigilancia de siete policías secretas en la puerta. Camilo Ramos, entonces estudiante de Derecho en Coimbra y uno de los que llevó a cabo la iniciativa, fue requerido por la policía bajo sospecha de haber desviado en secreto dinero de los ocho mil reales del caché de Afonso para los huelguistas.

Ya después de 1974 hubo espectáculos con cientos de artistas, como el recital de los cuatrocientos poetas en 1984, que incluyó a Natália Correia, Ary dos Santos y contó con la música de Antonio Vitorino de Almeida, Carlos Paredes y Trovante. Pero eso fue ya el canto del cisne, en una época en que el boom del movimiento asociativo vendría a vaciar el casino de propósito y de sentido.

Para Tomás Pinto, sobrino nieto del emigrante brasileño que construyó el edificio, el mundo continúa parado en aquellas noches de los años 60 en las que venía a bailar y a ligar en los bailes de verano o de carnaval.

Las fiestas, que no debían ser muy diferentes de las de décadas anteriores, duraban hasta las dos de la mañana y eran momentos privilegiados en los que la vida se concentraba. No había otras diversiones y las chicas, fuera de estas noches excepcionales, casi no salían de casa. Si alguna se atrevía a quedarse en la calle hasta un poco más tarde, tenía inmediatamente derecho a una ofensiva amonestación de la madre: «He tenido que ir a buscarte con una lámpara».

Tomás se acuerda del Conjunto Alegria, la orquesta del padre de Quim Barreiros, que tocaba el vals, el tango o el fox-trot. También recuerda cuando llegó la moda del twist, precursor del rock ´n´ roll, interpretada por la nueva banda Os Xornas, y las protestas de los socios más conservadores. «Fue una lucha. La gente escupía desde los palcos a la pista de baile mientras bailábamos el twist».

En general, las reglas eran estrictas y el código de conducta riguroso. Para los hombres era obligatorio llevar zapatos bien lustrados, traje y corbata, y el abrigo ceñido. Ciertas noches de verano era tanto el calor, con quinientas personas apretadas en el salón, que la dirección del casino se reunía de urgencia para autorizar que los hombres se abrieran la chaqueta.

Las chicas casaderas, que se sentaban en las sillas laterales del salón a la espera de que alguien las invitase a bailar, tenían que vestirse de «campesinas», con los trajes tradicionales de la región del Miño.

«Las personas estaban obligadas a bailar guardando una compostura terrible», recuerda Tomás. Había que hacer progresar los movimientos del baile en un sentido contrario a las agujas del reloj, para que no hubiese choques ni contacto, y era obligatorio mantener una distancia púdica con la pareja, ferozmente fiscalizada por el jefe de sala, que distribuía comentarios y amenazas a los mancebos que perdían la cabeza. «Tiene que haber espacio para que pase el aire», decía, colocando la mano entre los pechos jadeantes.

Si algún socio reincidía en el abuso, era retirado y llevado a la dirección para una reprimenda o una sumaria expulsión de la fiesta. En casos más graves, se llevaba una discreta tunda de los guardias de seguridad y podía ser expulsado de la asociación tras una deliberación por parte de la junta de socios.

Todo esto se hacía para garantizar un ambiente selecto en los bailes, que provocaban la envidia de toda la región. Con el mismo propósito, las mujeres no podían entrar solas en la fiesta (en general, sólo los cabezas de familia podían ser socios, acompañados de esposas, hijas y criadas). Una vez en el casino, las damas podían bailar, pero no ir solas al bufé. Hasta las criadas podían bailar, pero más tarde, cuando ya no hubiese ninguna señora en la pista.

Los chicos se agrupaban junto al escenario y se iban acercando a las chicas para solicitar un baile que podía ser rechazado, lo que suponía una vergüenza. Desde los palcos, los mayores que observaban lanzaban enseguida un comentario:

—Ya te han dado calabazas. Vete al bar y bebe para olvidar.

Y la vergüenza podía ser aún mayor si, tras un no, el imberbe lo intentaba con la moza de al lado y se llevaba otra negativa, cosa probable porque esta última no querría parecer menos exigente que la amiga.

Tomás evitaba esto abordándolas por la retaguardia. Hasta hoy, no hay testigos de las innumerables negativas que se llevó, antes de conseguir los favores de la chiquilla que actualmente es su esposa.

Ahora el Casino Afifense es un caserón vacío pero Tomás sigue viniendo aquí todos los días. Se sienta en el bar para conversar, frecuenta las reuniones de la asociación, como Camilo Ramos y muchos otros, manteniendo vivas las viejas polémicas, las viejas discusiones. «Aquellas estructuras metálicas no debían haberse colocado en las columnas. No quedan armoniosas», se exalta, como si eso tuviese alguna importancia.

António Jardim, que no es natural de Afife y asumió recientemente la presidencia de la asociación, tras un vacío de poder, tiene planes para el casino. «Puede llegar a ser el tercer polo cultural de la comarca, después del Teatro Sá de Miranda y del Centro Cultural de Viana», afirma. Está intentando que el ayuntamiento de la ciudad de Viana do Castelo asuma el caso para poder solicitar fondos comunitarios. «Será un teatro para espectáculos más intimistas, para un público más específico».

El Casino Afifense es un club perdido en el tiempo. Poco importa que los socios sean todos de la tercera edad y que, por tener la tarjeta de pensionistas, ya ni paguen las cuotas.

 

LAS CIUDADES DEL MAR

Viana do Castelo constituye la frontera entre dos mundos. Hacia el norte, domina la Naturaleza. Toda construcción humana se somete a sus leyes y a su perfección.

La mirada busca instintivamente las aristas del paisaje para diseñar a partir de ellas un círculo respirable y embriagarse de verde, brumas y agua. Como el éxtasis sin límites que acontece tras haber aprendido a amar la curva menos apetecible de un cuerpo.

Hacia el sur, domina el compromiso con lo humano. La luminosa Esposende, en la desembocadura del Cávado, forma junto con las playas de Ofir y Fão un complejo donde muchos habitantes de Oporto, Braga o Guimarães construyeron sus casas de vacaciones. Es una laguna apacible pero domesticada. Puede recorrerse con el mar a la vista, volviendo siempre a la N13. Esta carretera sigue paralela a la A28 hasta Oporto y ya no la voy a abandonar, desde Fão a Apulia, de ahí a A-Ver-o-Mar y, después hasta Póvoa do Varzim y Vila do Conde.

Cerca de A-Ver-o-Mar pernocté en uno de esos falsos campings llenos de caravanas con extensiones de lona y chapa, y equipados con televisores y lavadoras. Y, al avanzar desde Póvoa a Vila do Conde, que forman una aglomeración continua unida por la zona pesquera de las Caxinas, se siente, quizás más que en cualquier otro punto de la costa, que se acaba de entrar en una ciudad del mar.

Por primera vez desde el inicio del viaje, experimento esa fascinación provocada por las comunidades humanas complejas. Hay un inexplicable magnetismo en Vila do Conde. Apetece investigar sus cosas y sus misterios.