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UN LUGAR
EN EL PARQUE

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UN LUGAR EN EL PARQUE

JULIA OTXOA

A L B E R D A N I A

A S T I R O

Para Ricardo

TIEMPOS MODERNOS

En estos momentos, Josef Hájeck, critico literario, contesta una carta del escritor Bohumil Hrabal.

Estimado Sr. Bohumil: he recibido su carta en la que me pide opinión sobre el relato La metamorfosis del joven escritor Franz Kafka en quien usted ve grandes dotes literarias.

He leído el relato y he de decirle en primer lugar que tal y como está escrito no es en absoluto publicable. He de reconocer que a este joven escritor no le falta talento, exhibe un derroche de imaginación considerable, pero no sabe organizar sus fantasías, superpone unas a otras sin orden ni concierto, hasta el punto de que el lector se encuentra con una narración que a medida que avanza menos sabe él cual va a ser su fin. El autor quiere contar muchas cosas, pero no las hilvana bien. Si no se atan bien todos los cabos de la trama narrativa, el conjunto carece de consistencia, no resulta creíble y todo puede derrumbarse como un castillo de galletas mojadas, que diría nuestro gran maestro Svaty Blahoslav refiriéndose a todos esos escritores, en su mayoría jóvenes, que tienen demasiada prisa en acabar cuanto antes sus relatos, como si esto de la literatura fuese una absurda carrera de obstáculos contrarreloj, en la que lo único que interesara fuera el tiempo en el que se hace el recorrido.

En fin, ya ve que determinar, delimitar, concretar los distintos aspectos que componen una historia es algo realmente importante a la hora de elegir la dirección que va tomar este o el otro argumento.

Está luego el tema desorbitado de la historia de un hombre que despierta una mañana convertido en escarabajo. ¡Dios santo! Un escritor no puede inventar hasta el extremo de hacer absolutamente increíble lo narrado. La literatura que se pretenda de calidad tiene que tener visos de realidad. Y eso de transformarse en escarabajo es algo que se acerca a la fantasía propia de hombres de otro tiempo, cuando las bases del pensamiento no eran tanto científicas como mitológicas. Ahí está para comprobarlo el famoso poema mitológico La metamorfosis del poeta griego Ovidio, en el que a través de doscientas cincuenta fábulas se narran las transformaciones de héroes fabulosos en plantas, animales y minerales.

Pero en nuestros días, en pleno siglo xxi, es impensable que un escritor se enfrente a la realidad con tales quimeras. No se sostiene en un mundo tan avanzado tecnológicamente como el nuestro, un tipo de literatura tan sumamente irracional y absurda. ¿Cómo defender la publicación de un relato de estas características en los tiempos actuales? Nuestra época es otra, en ella el hombre ha pisado por primera vez la Luna, ha conseguido la clonación, repitiendo ovejas con exactitud admirable, ha progresado vertiginosamente en el mundo de las telecomunicaciones, la ciencia, la informática etc. Todo lo que nos rodea es progreso y modernidad.

Lamento decepcionarle con respecto a este escritor, pero mi opinión es que necesita mayor formación literaria, leer con asiduidad es esencial para un escritor que quiera llegar a escribir correctamente. El Método de estilística de Leo Vannier sería una obra muy recomendable en este caso, así como algunos postulados de la Estilística moderna del profesor Charles Belínay. Y sobre todo mirarse en el espejo de aquellos grandes escritores nacionales que jamás cayeron en la trampa de la imaginación desbocada, como Jaroslav Novák, Anna Medková, Stanislav Hálek, etc. Todos ellos forman el preciado patrimonio de nuestra memoria colectiva.

En este preciso instante un moscardón de gran tamaño se posa sobre el extremo superior izquierdo de la carta, el señor Hájeck lo aparta de un manotazo, pero de nuevo vuelve a posarse en el mismo lugar, esta vez acompañado de un segundo moscardón; sospechando que han entrado de la calle, se levanta y se dirige hacia la ventana, pero comprueba que ésta como todas las de la casa están perfectamente cerradas.

Al volver hacia su escritorio observa que los dos moscardones se han posado sobre la lámpara de su estudio, y que un tercero revolotea por el pasillo. Comienza a sentir un ligero sudor en las palmas de las manos, se quita una de sus zapatillas y con ella en la mano persigue a los tres moscardones por toda la casa. Falla una y otra vez en sus intentos de darles muerte, al final, contabiliza un cuarto moscardón y comienza a pensar que tal vez todos ellos procedan de algún alimento en malas condiciones. Esta posibilidad le hace abandonar al instante la caza y dirigirse de inmediato hacia los armarios de la cocina y el frigorífico, pero no encuentra por ningún lado nada en mal estado.

Vuelve a sentarse ante la carta, pero al instante, un súbito pensamiento lo inmoviliza por completo, ¿y si alguien ha escondido en algún lugar de la casa un gato muerto o algo parecido, en venganza por alguna de sus críticas literarias hacia la obra de uno de esos escritores que van de genios por la vida? La semana pasada se lo hicieron a Josef Komensky, prestigioso crítico literario del diario Pueblo, y el pobre hombre tardó más de una semana en descubrir un gato en avanzado estado de putrefacción, escondido en el armario donde guardaba sus camisas.

A estas alturas de sus pensamientos, el señor Hájeck está francamente nervioso y suda por todo el cuerpo, mientras, inmisericordes los cuatro moscardones revolotean alrededor de su cabeza, como si tuviese el pelo cubierto de una gruesa capa de miel.

Trata de seguir escribiendo, pero las imágenes de un probable gato pudriéndose en algún rincón de sus armarios se lo impiden. Así que se dedica a pensar en otras hipótesis que puedan justificar la existencia de aquellos moscardones. Tal vez –piensa– vengan de los restos descompuestos de alguna rata, alguna de esas que últimamente han invadido a miles la ciudad.

Ante semejante invasión, él, como todos los vecinos del inmueble, ha tomado sus medidas colocando trampas y platitos con veneno por toda la casa. Y es que con las ratas hay que andarse con mucho cuidado, son inteligentísimas, y aunque uno ponga extremo cuidado en cerrar cuidadosamente puertas y ventanas, ellas aprovechan cualquier agujero para introducirse en los pisos.

Todas ellas proceden del cinturón de chabolismo que rodea la ciudad, una extensión de vertederos en la que malviven hacinadas entre la suciedad y la miseria más de 25.000 personas; la mayor parte de ellas inmigrantes que han huido de sus países para intentar mejorar sus condiciones de vida. De nada sirve que las autoridades hayan intentado aislar la zona con kilómetros de vallas electrificadas para separar esa podredumbre del ámbito de la ciudad, las ratas se las ingenian perfectamente para socavar túneles y andar tranquilamente por donde les venga en gana.

Sólo que a veces envalentonadas como están, pagan caro su atrevimiento, quedando atascadas por docenas en las tuberías, pudriéndose allí mismo y convirtiendo el agua potable en pestilencia. Provocando pequeños accidentes, sin ir más lejos, el mismo señor Hájeck encontró el otro día una diminuta cabeza de ratón en su tetera.

En todo esto piensa mientras recorre todas y cada una de las trampas de la casa, comprobando que están vacías y que los platitos con veneno siguen intactos. Vuelve y se sienta de nuevo ante la carta, a su alrededor siguen zumbando los cuatro moscardones; nervioso, fuera de sí, les tira a modo de proyectiles sus dos zapatillas, pero ninguna da en el blanco. Desasosegado, descalzo y mojado totalmente por el sudor, se levanta y se acerca a la ventana, fuera todo parece estar en orden; la gente, incapaz de vencerlas, se ha acostumbrado a la presencia de las ratas, y éstas corren y saltan confiadamente entre los coches y los peatones, como si de algún modo supieran que tienen a la ciudad rendida.

Fatigado se retira de la ventana y se sienta otra vez, a estas alturas de la carta desea acabarla cuanto antes, así que prosigue sin hacer demasiado caso a los cuatro moscardones que se han posado ahora como negro anillo sobre el dedo anular de su mano derecha.

Como le iba diciendo, querido Bohumil, no veo en este relato de La metamorfosis que me adjunta nada salvable, tan sólo un disparate sin pies ni cabeza, que dice bien poco de este joven como escritor. Se lo ruego, aconséjele dejar esa literatura delirante, esas fabulaciones, y sobre todo, recomiéndele dejar en reposo por ahora esa descabellada historia, que no la envíe a editor alguno, haría el más absoluto ridículo; que la reescriba pasado algún tiempo de un modo más razonable y acorde con nuestra época.

En fin, Bohumil, lamento profundamente no poder compartir con usted la admiración por este Franz Kafka. Lástima de juventud. ¿Qué es lo que pasa por la cabeza de todos estos jóvenes escritores para escribir semejantes cosas? No me lo explico.

De todos modos, sepa que siempre me sentiré profundamente halagado con su amistad, esperando que cada vez que lo necesite, acuda a mí como hasta ahora.

Un cordial saludo,

Josef Hájeck

OTO DE AQUISGRÁN

Cuentan que el emperador Oto de Aquisgrán era tan sumamente perfeccionista, que, acometiéndole una vez un agudo ataque de melancolía profundísima, y decidiendo en medio de tristes delirios acabar con su vida, tuvo tan extremado cuidado en dejar bien acabados y atados los asuntos de la corte, que antes de pasar a mejor vida pasó años y años despachando con sus consejeros, firmando tratados y recibiendo en mil audiencias. Hasta el punto de que al fin todo en orden, el pobre emperador Oto, ya muy anciano y enfermo desde su lecho de muerte, no recordaba realmente el extraño motivo que le había tenido toda su vida sumido en aquel delirante y frenético ritmo de trabajo, no conocido jamás en ninguna corte imperial.

VIDA EN LA CIUDAD

Bárbara Mendieta era una mujer que tenía tres o cuatro cabezas diferentes, lo del número variaba según los días, a veces tenía tres y otras, cuando tenía muchas cosas en qué pensar y sobre todo muchas cosas pendientes de hacer, le crecía la cuarta cabeza.

Por lo general iba siempre por ahí con al menos dos cabezas. Era una mujer muy ajetreada, tanto, que a veces perdía alguna de sus cabezas, incluso hubo un día que perdió todas las que tenía y se convirtió en una mujer sin cabeza.

Fue entonces cuando conoció a Filiberto Leideger, un famoso veterinario que por aquel entonces recorría el país impartiendo conferencias en universidades y centros culturales; y como entre las muchas ocupaciones de Bárbara figuraba la de trabajar como fotógrafa para uno de los periódicos de la ciudad, aquella mañana la enviaron al aula magna de la Facultad de Filosofía, donde Filiberto Leideger impartía su conferencia sobre “Las interrelaciones entre la metafísica humana y la animal”.

Al finalizar el acto, Bárbara se acercó a Filiberto Leideger para sacarle una foto para el periódico, él se dio cuenta enseguida de que aquella fotógrafa era una mujer sin cabeza, así que primero se dejó fotografiar y luego, en un aparte, amablemente le habló a Bárbara de su falta de cabeza; le aconsejó que pensara en su salud y que redujera el número de sus múltiples ocupaciones y sobre todo, como medida urgente, que pusiera un anuncio en la prensa dentro de la sección de objetos perdidos, para encontrar al menos alguna de sus cabezas, podría dar resultado, todo era cuestión de intentarlo.

A Bárbara aquella idea le pareció magnífica y salió de la Facultad de Filosofía con una excelente opinión de aquel famoso veterinario que defendía las profundas interrelaciones metafísicas entre el ser humano y el mundo animal. Se quedó muy impresionada por lo sorprendente de sus teorías y sobre todo quedó muy agradecida por la sugerencia posterior que sobre sus cabezas perdidas le había hecho el señor Leideger. Lo primero que hizo aquella misma tarde fue poner un anuncio en el periódico: en él prometía una recompensa para quien encontrara alguna de sus perdidas cabezas, aunque bien sabía ella que mucha recompensa no sería posible dadas sus escasas posibilidades económicas.

A la semana de poner el anuncio la habían llamado cinco personas interesadas en la búsqueda de alguna de sus cabezas, pero entonces, escuchándoles a todos ellos, Bárbara se hizo una pregunta que la sumió en un profundo desasosiego. ¿Cómo describir a todas aquellas amables personas las características de sus extraviadas cabezas, si ella misma lo ignoraba? Nunca había tenido tiempo para pensar en ellas, ya que cuando éstas crecían sobre sus hombros andaba tan ocupada con sus diversos trabajos que para nada se miraba en los espejos, así que nunca supo cómo eran, ni tan siquiera si el color de sus cabelleras era rubio, moreno o pelirrojo.