Morir por Perón : hombre que lee / Edgardo Lois ; dirigido por Jose Marcelo Caballero ; edición literaria a cargo de Marcela Serrano. - 1a ed. - Buenos Buenos Aires : Pluma y Papel, 2012. E-Book. ISBN 978-987-648-048-2 1. Narrativa Argentina. 2. Novela Histórica. I. Caballero, Jose Marcelo, dir. II. Serrano, Marcela, ed. lit. CDD A863

Morir por Perón

© 2012 Edgardo Lois

© 2012 de esta edición eBook Argentino

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Director Editorial: José Marcelo Caballero

Coordinadora de edición: Marcela Serrano

Ilustraciónes de cubierta: Daniela López de Casenave

ISBN 978-987-648-048-2

Primera edición eBook: Febrero 2012

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Hecho en Argentina – Made in Argentina

Para Gabriel Montergous, amigo y maestro

In Memoriam

Para Hugo Ditaranto, amigo y maestro

Mi recuerdo para Alfredo Pavón

In Memoriam


Un día, tu corazón

ya no será más niño:

aprenderás en los viejos rosetones

verde desvaído

y te llevarán por lozas y floreros

y placas a la intemperie

y te recomendarán los rosales púrpuras del vino

como otra rosa más, pero de amarillo.

Se me va sobre mi sombra de esta tarde

el río lento

de lo visto y lo vivido.


Néstor Groppa

Pocos, pero algunos mueren no vencidos.


Macedonio Fernández

Índice

Para Hugo Ditaranto, amigo y maestro

Agradecimientos

Un hombre que lee: el narrador

Nacer en Boedo

1

Cada vez más lejos de la pelota de cuero con tiento

2

Leyendo las paredes de la historia

3

La historia se viene encima

4

Resistir en Corrientes y Esmeralda

5

6

Subir a la montaña

7

La receta de los colores

8

Radicales entre las sombras

9

El chajá en la ciudad gótica del fondo

10

Nosotros vamos a hacer la revolución para usted

11

Bucólicamente

12

El día 29 de mayo amanece tenso

13

Los sueños de la preponderancia paulatina

14

Un pomelo Pindapoy para empezar la mañana

15

¡Los vamos a pisar como cucarachas!

16

1972, al sur en 22 de agosto

17

La patria ¿peronista o socialista?

18

No queremos carnaval, asamblea popular

19

Yo sé ganar y yo sé perder

20

La muerte el 74

21

El 75 ejército montonero

22

El diluvio de marzo

23

Mirando hacia Roma

24

La derrota

25

¿Por qué no vamos a la plaza?

26

La emigración y el gol argentino

27

La puerta

28

Campeones

29

Compañero

30

Paréntesis

31

La lejanía

32

Exilio

33

Momento

34

Un hombre que lee, aprende, recuerda, camina

Un hombre que invita a leer: el narrador

Nota

2

Inés siempre llega tarde. Cada día abre el local con casi media hora de retraso.

El mate, boluda, el mate y llego siempre tarde como una boluda. Inés llega todos los días con el pelo mojado, pelo castaño, largo, casi lacio, no importa el frío, no importa que cada vez que sale del edificio se acuerde de que su mamá siempre recomendaba, Inés, no salgas con el pelo mojado. Así Inés sabía que hay momentos y mandatos que son posibles de superar, más allá de los repiqueteos en los interiores de la memoria, y que están las otras campanadas, esas que por más que pasen los días no te dejan salir de tu edificio.

Cayó una gota de agua helada sobre una ajada edición de Ferdydurke de Witold Gombrowicz. La gota, desprendida del cabello de Inés, fue aplastada, casi al instante, con un ejemplar de la desaparecida editorial Kraft, Calle Corrientes entre Esmeralda y Suipacha de Bernardo González Arrili. El cenicero lleno de filtros retorcidos, el mate abandonado desde la noche anterior, el paquete de galletitas de cereal, un par de lapiceras, y una pilita de volantes mostrando la espalda para poder anotar títulos, teléfonos, nombres y cualquier resto consignable del día acompañaban, en la totalidad del mostrador pequeño, los libros que aplastaron la gota de agua helada que se desprendió del pelo de Inés.

Hoy era día de limpieza, pero Ana Nieva, Ana, no vendría, y era una suerte; hoy Inés no tenía ganas de hablar sobre nada. Boludeces, siempre hablamos boludeces, se dice Inés con cada “chau” dirigido a una Ana que pisa con sus cincuenta años de trabajo, una vez a la semana, la vereda de este local ubicado en su Buenos Aires. Cada uno con su Buenos Aires, cada uno con la que te toca y cada tanto, cada uno con la que elige, así dijo Inés en una reunión con gente conocida y no tanto, así dijo alguna vez cuando le pintó la noche de filosofada; Filosofada barata como mi vida, dijo, pero esta cita pertenece a una noche a pura soledad.

Los miércoles venía Ana; pero en este día miércoles había avisado que no podía venir; Que tengan un buen día de miércoles, fue el deseo ofrendado por alguien desde la radio y que acompañaba el silencio de Inés. Se cortó el murmullo del motor que levantaba la cortina metálica, y habían terminado los parpadeos histéricos de los tubos fluorescentes. El local estaba listo para la mortecina cadencia, para el escaso y gris goteo humano que convocaba, a lo largo de todo el día, la existencia de la librería de viejo que atiende Inés con pelo mojado, pollera corta a pesar del frío, pulóver con cuello alto tipo polera, labios pintados con algún tono de rojo, botas cortas y gastadas pero que todavía se la bancan y medias negras para la falda negra. El narrador elige usar este término porque se niega a utilizar para prenda femenina tan delicada el que comúnmente parece designar una reunión de pollos.

Los dos libros fueron a un estante, la suciedad del cenicero fue a la basura; con dos dedos arrastró una galletita de cereal fuera del paquete, pero antes del primer mordisco, prendió un cigarrillo con el segundo disparo del encendedor de mierda que ya había empezado a fallar. Los encendedores, a partir del 2000, vienen para la mierda, era también un pensamiento y una afirmación recurrente en los días de Inés.

En esta mañana tampoco tenía ganas de que entrara ningún viejo, ninguna vieja, ningún hijo, ninguna hija, ningún sobrino, ninguna sobrina, ninguno, nadie, perteneciera al equipo que perteneciera, a vender los libros propios o los libros del muerto, la muerta, el siempre incomprendido o la siempre incomprendida que amontonaba estas cositas de papel amarillo; abuelo, papá, mamá, tía, eran los títulos nobiliarios de aquellos viajeros en el seguro camino que los llevará a ser simples olvidados y olvidadas.

Inés siempre quiere ayudar a la gente, Para que zafen, para que se levanten y anden o vuelen o rajen. Pero no siempre puede. A veces sí, comprando los libros más caros de lo que debería, y para después disimular los números sobre el papel. Pero, a veces no, y entonces debe caer sobre la presa, viejo, vieja, y todo aquel que se anote, y capturar los libros por las monedas más miserables. Luego todo es cuestión de multiplicar por el número que se le ocurra a ella o a Roberto, y esperar a que alguien hurgue en los estantes o en las mesas.

Inés era buena o intentaba serlo, hasta que sentía sobre su hombro derecho la palabra, el mandato, otro más, del dueño de la librería; Bueno, así es el mundo, arriesgaba como descargo, y entonces ya no era tan buena porque aceptaba la cadena de mandos, la palabra del presidente, Yo, Roberto Teufelo, soy el dueño, el señor, el maldito que pone la plata para que esta mierda funcione. Así imaginaba Inés la declaración del principio que regía el poder, así imaginaba cada vez que no podía esquivar el bulto y no podía ser buena, más buena, buenita, Gracias hijita, en la a veces conflictiva acción de comprar libros viejos a personas desesperadas por una moneda.

Así entonces el principio de este día de miércoles para una Inés buena y no tanto, un día más en la librería agazapada en el centro de todas las posibles Buenos Aires; una librería sobre una calle lateral, una calle lenta, una calle de perfil, podría afirmarse; en ella, Inés Pagani tiene el pelo un poco, apenas un poquito, más seco.

Leyendo las paredes de la historia

Los exámenes se tomaban en un edificio, en uno de los departamentos del primer piso con vista a la calle, ubicado sobre la calle Paraná. Felipe estaba conforme con el curso. Siempre tuvo la sensación de que era algo serio. Alex Raymond era el dibujante de Rip Kirby y de Flash Gordon, era mucho mérito, y él, Felipe, era uno de los que habían tomado el curso de historieta por correspondencia de Alex Raymond. Quizá haya sido el curso de historieta el causante de que Felipe prestara tanta atención a las pintadas callejeras que se sucedían en Buenos Aires. Una curiosidad con su centro de interés en la factura y la ocurrencia. Fue El Griego quien primero lo informó del origen de la sigla, que proponía una clara expresión de deseo, ¡Perón vuelve! La letra P contenida por los brazos abiertos de la V corta era deudora de la fórmula ¡Cristo vence!, representada por una cruz entre los brazos abiertos de la V corta. En la mirada atenta de Felipe, en su mirada de historieta que recién comenzaba, apareció la certeza de que los trazos de las pintadas de la historia no se detendrían en la amistosa apropiación peronista del símbolo cristiano. La certeza apareció cuando una mañana encontró en una pared del barrio la P de Perón, pero dentro de una V corta metamorfoseada; a la letra en cuestión le habían crecido patas que caían desde sus manos en alto hasta el renglón imaginario de la pared, así la V de vuelve ya no era tal, sino M recién llegada que informaba un estático muera, sí, ya no vuelva, ahora muera. Cuestiones de la vida y sus invitaciones, se podría fantasear que dijo un Felipe un tanto chistoso.

La metamorfosis no quedó ahí; la pintada sufriría una modificación más. Los partidarios de Perón procedían a tachar la P deshonrada, y a agregar una R de Rojas a la derecha de la otrora V corta devenida en intimidante M. Felipe esperaba una nueva vuelta de tuerca sobre las paredes, pero nada sucedió. Tiempo después se recriminaría haber estado tan despreocupado como para sólo estar pendiente de los trazos de las pintadas, y no haberse detenido en sus significados. Felipe se sentiría tan dolido como cuando El Griego pasó a ser testigo de las bombas de junio.

El Griego y Felipe hablaban cada vez más, se habían ido acercando de a poco; así se fueron entregando esos pequeños secretos de pibes amigos, a conciencia. Nunca ocurrió, como sí ocurriría en el después, que alguno de los dos se fuera de boca antes de ser el tiempo para irse de boca, así el mecanismo y los tiempos de la amistad.

Felipe, ante todo, pertenecía al barrio, primero era de Boedo y de su grupo de amigos del barrio de Boedo, y luego, como segunda pertenencia, estaba el colegio, en eterno segundo puesto. Era casi un imposible que alguien de la barra del colegio entrara o tan solo visitara a la sociedad constituida a base de exclusividad boedense; y en cambio, sí era posible que alguien del barrio, alguien destacado o en vías de destacarse entre los pensamientos del presentador, de aquel que lleva al amigo a otro lugar porque el pibe es de oro, de primera, de confianza, obtuviera un pase abierto para extranjeros bienintencionados. Para ser de la barra, para gozar de la pertenencia, había que entender que aquello que le pasara a uno de sus integrantes le pasaba a todos. Luego, El Griego era de la barra de Boedo por derecho adquirido a través de vivienda y callejeadas con hermanos, y era El Griego el único que cruzaba el puente que llevaba hasta el segundo grupo de Felipe.

Yo vi los aviones desde el tanque de agua de mi casa y quería que lo mataran, porque mi papá quería que lo mataran y mi mamá también, pero después, al otro día, había mucha gente muerta, pobre gente, y entonces no me aguanté y lloré atrás de la parecita del tanque de agua, para que no vieran los viejos, así dijo El Griego a Felipe en el momento justo. Después, con los años, El Griego se dará cuenta de que fue su alegría ignorante de purrete ante tanta muerte, la causante de que él, El Griego, se parara, casi al instante, en la otra vereda, la opuesta a la de mamá y papá. El Griego, adhirió al peronismo por curiosidad, por ser testigo de tanto grito entre la gente de la calle, de tanta resistencia, pero ante todo, por haberse sentido tan mal después de haber festejado el zumbido de los Glosters cuando estaba subido al tanque del agua de su casa.

Felipe y El Griego no serán los únicos pibes del barrio que comenzarían a preguntarse por qué pasaba lo que pasaba. La proscripción del peronismo, la prohibición de nombrar a Perón, o la mismísima lluvia de bombas y metralla sobre la Plaza de Mayo, bien valía unas preguntas; a muchos no les cerraba que los supuestamente buenos pudieran ser tan malos.

El Ni vencedores, ni vencidos de Lonardi apuntó a un peronismo sin Perón; luego del golpe la CGT quedó vacía, los dirigentes brillaron y brillarían por su ausencia, sólo quedaron los trabajadores, y entonces la Libertadora abrió o trató de abrir su juego sobre el paño. En un pasillo de la Casa Rosada se escuchó que un contralmirante decía, Quiero aclararles que esta revolución se hizo para que el hijo del barrendero muera barrendero.

Para acompañar y apoyar los aires de la época, entraron en acción los comandos civiles apretando sindicatos, una extraña manera de democracia se jugaba en las manos de integrantes de la Acción Católica, Radicales, Socialistas y “Nazionalistas”.

El Griego le dijo a Felipe, Esos son nenes de mamá, dicen que los Anarquistas nunca fueron de los comandos.

La resistencia peronista a la Libertadora arrancó anárquica y así seguiría durante los años siguientes. Los gremios fueron el refugio del peronismo; aún intervenidos por los militares, fueron el lugar desde donde pelear por los convenios colectivos de trabajo así como el apoyo vital para cualquier acción de la resistencia; fueron el espacio ideal para que los políticos peronistas reunieran a la gente. En los gremios se formará la nueva dirigencia, y en las calles del primer 17 de octubre sin Perón, no habrá ninguna manifestación peronista.

Felipe y El Griego leían en el colegio libros como Marianela de Benito Pérez Galdós, o Don Segundo Sombra de Ricardo Güiraldes. Felipe también leía algunos poemas de Walt Whitman que encontraba entre los libros de su madre. Los dos eran amigos de las aguafuertes de Roberto Arlt, y mientras leían sumaban además otros nombres y lugares. Andrés Framini del Gremio Textil, junto a Lino Natalini de Luz y Fuerza, pasaron a ser los titulares de la CGT; los dos hombres impulsaron un paro, para el 2 de noviembre, que al final no llegó a ser, y plantaron una huelga para el 14 del mismo mes. El gobierno dijo, Absolutamente ilegal protestar porque los trabajadores pierdan sus derechos adquiridos; debido al decir del gobierno, muchos trabajadores fueron presos, y Felipe y El Griego supieron que el capitán Patrón Laplacette era el patrón interviniente de la CGT.

Felipe y El Griego debutaron con un becerro, uno de la barra tenía la casa libre y la ofrendó para la ceremonia. Entraron a la mina con un piloto en la cabeza, y luego completaron el número de doce miembros ansiosos que se juntaron para donar, por primera vez o para no perder el ritmo ya adquirido, la mitad del valor de una entrada de cine por cabeza. Era cuestión de pagar, entrar al garaje con colchón en el piso, ponerla en la mujer alquilada, y ser un poco más hombre, es decir, tener algunas cosas más para contar hasta que llegara el futuro.

Los padres de Felipe no sabían que Felipe leía los diarios, que escuchaba la radio, y ante todo, no sabían que Felipe escuchaba lo que se decía en la calle y que así se enteraba de otros temas, de otros detalles, de esos nombres pronunciados a media voz, y que sobre esos nombres conversaba con El Griego, que era especialmente prolífico a la hora de obtener información. Conocí a uno, decía El Griego; Un amigo del tipo que conocí el otro día contó que…, decía El Griego. Los padres de Felipe entonces no sabían cuánto es lo que escucharía Felipe en esos años de resistencia, pero sin dudas sería mucho, muchísimo más jugoso que lo escuchado en el Glostora Tango Club y en los Pérez García a la hora de la cena. Tampoco supieron del becerro y de la media entrada de cine como manera de actuar, al fin, en una de sexo; ni que jamás terminaría de leer El lobo estepario de Herman Hesse. Pasarán los años y Felipe se irá olvidando, si es que alguna vez las supo, de las razones por las que lo dejó de leer y pasó a otro libro de Hesse; de éste no guardará recuerdo del título, pero afirmará al ser consultado en el futuro, El personaje vive en una barraca acompañado por una calavera numerada, creo que tiene el número 39.

De recuerdos y olvidos se construye la vida, y El Griego recuerda las bombas de junio; en cambio, el recuerdo, el primer dolor de Felipe, comenzó el 9 de junio del 56, mientras respiraba entre el curso de historieta de Alex Raymond y el entretenido análisis de algunas pintadas callejeras.

3

La cañita voladora entró por una de las ventanas abiertas del segundo piso.

Así cuenta la leyenda cómo Rodrigo, el dueño del edificio, murió en el incendio que la cañita voladora ocasionó entrando por una de las ventanas del segundo piso. Rodrigo, el señor Rodrigo, vivía en el tercer piso entre un poco de roña y muchos libros viejos.

Mucho papel, señor Rodrigo, en el segundo piso, y mucho papel también en el tercero. El fuego iniciado tuvo la lógica que la cañita voladora no tuvo. El fuego quemó el segundo piso y enseguida manoteó el tercero; en cambio, la saeta voladora arrancó en las alturas, en la terraza de un edificio, en un balcón, desde una ventana enemiga, quién sabe, y partió rauda, aseguran los testigos, hacia abajo, siguiendo la línea de avance que casi nunca eligen las cañitas voladoras.

Fue entonces la ausencia de suerte o el destino contranatura, la guía de este espíritu ígneo a la hora de su puntual descenso del cielo hasta el infierno nacido en las profundidades del aire, apenas unos pisos más abajo, en Buenos Aires.

El señor Rodrigo era un tipo de guita; no cualquiera era dueño de un edificio así en los últimos años de los 90, y sin pertenecer a grupo económico alguno. Rodrigo tenía guita, plata, dinero, y como está escrito, tenía su muerte marcada en el lomo de una cañita voladora fabricada en China. De tener se trata en esta vida, así lo asegura la pobreza globalizada de este mundo. Tendrás y no serás pobre; tendrás y entonces no estarás englobado en la pobreza, lo único generalizado en los 90. Entonces Rodrigo tuvo guita hasta que fue desglobalizado por la muerte.

La guita le había permitido comprar este edificio con un local importante en la planta baja, y sumado a éste, tres pisos, tres de los mejores gustos de la heladería hacían la torrecita. Un viejo edificio, un hermoso y viejo edificio.

La torre de Rodrigo estaba ubicado sobre una calle lateral; una calle lenta, alguien podría describirla así. Podría afirmarse que el señor Rodrigo compró el edificio sobre una calle de perfil, sobre una de las tantas calles perfiladas de Buenos Aires.

El señor Rodrigo vivía como un ermitaño, como un extraño ermitaño. Hubiese podido vivir bien, y sin embargo podría asegurarse, y así lo hacían sus vecinos, que vivía en la mugre física y filosófica. No hablaba con nadie, no cambiaba de ropa, y nadie lo había visto llegar.

Nada más tenía las llaves, y si se es dueño de las llaves, todo está bien.

El local siempre cerrado; sólo la puerta se hacía a un lado cuando Rodrigo, el señor Rodrigo, llegaba con un flete y descargaba cajas de regular tamaño y paquetes atados con hilo. Toda una carga que contenía papel, mucho papel con forma de libro.

Nunca hubo testigos para el interior del local y los pisos superiores, pero puede llegarse a su aspecto aproximado haciendo memoria. Es de suponer que todos estos lugares que guardan libros viejos están armados a imagen y semejanza del piso, un segundo piso, que el señor Juan Carlos Pubill, un histórico librero de viejo, tenía sobre la calle Talcahuano, casi esquina Corrientes.

Pubill tenía unas seis o siete habitaciones llenas de libros viejos. Se había quedado sin local a la calle, y desde un amplio departamento atendía a una muy selecta clientela. Una vieja puerta de madera y en dos hojas, con vidrios y bronces, abría el juego. Una escalera de mármol blanco, gastado por tanto caminante, llevaba hacia las alturas. En el segundo piso había una única puerta, alta y de una sola hoja. En el interior se podía caminar por altas habitaciones unidas entre sí por pequeños pasillos y puertas casi tan altas como los techos. Quizá hiciera falta un Huysmans para describir los muebles. Viejos, construidos con maderas de alcurnia; y viejas también las estanterías que se alzaban desde el zócalo hasta el techo. Un poco de aire entraba al lugar a través de la ventana que Pubill siempre tenía abierta sobre Talcahuano, y algo más llegaba desde el hueco del edificio; de ahí provenían gran parte de las sombras que siempre había en el lugar. Pisos de madera y tierra, fantasmas y ácaros. Una vieja alfombra, algunos sillones en dudoso estado y lámparas viejas con bombitas de pocos vatios. Así el ambiente de una legítima librería de viejo.

El epílogo de la leyenda del señor Rodrigo cuenta entonces que la puerta del local siempre estaba cerrada, y al parecer no ocurría lo mismo con las ventanas, en especial con las del segundo piso. Hizo falta la navidad indicada, y papá noel trajo todas las cenizas que hicieron falta para que un tal Roberto Teufelo caminara, inexpresivo, en silencio, solo, sin bomberos alborotados a su alrededor, por el esqueleto de huesos renegridos del segundo y tercer piso del edificio que había pertenecido al señor Rodrigo, ya perdido con sus cenizas entre las cenizas que trajera papá noel en la navidad indicada.

Roberto Teufelo tenía las llaves y una buena cantidad de libros en el local cerrado y el primer piso.

A diferencia del señor Rodrigo, ubicará su vivienda, su hábitat íntimo, en el segundo piso del edificio y nunca dejará abierta una ventana en las cercanías de la navidad.

La historia se viene encima

John William Cooke, radical de origen y al 2 de junio de 1956, cabeza del Comando Nacional, quizá la única herramienta organizada en pos de la vuelta de Perón, fue detenido. Con él cayó casi toda la cúpula de la agrupación, que contaba entre sus miembros a César Marcos, Raúl Lagomarsino y Héctor Saavedra.

Nadie logró escuchar, el 9 de junio de 1956, la clave: En la madrugada se cortan las frutas, que debía emitirse por radio desde la ciudad de Rosario. Luego de la transmisión, los militares insurrectos y los civiles que estaban al tanto del alzamiento, debían tomar cuarteles, radios, comisarías, y entre distintos objetivos, debían copar la antena del Automóvil Club, pero la jugada no fue posible.

El general Juan José Valle se dio cuenta de que todo era una trampa. Habían entrado, los militares afines a la Libertadora tentaron a los militares peronistas para que armaran la intentona, hicieron el primer nudo y esperaron a que la piola se tensara. El alzamiento fue promovido por el enemigo, que así fue dueño de todos los detalles del plan. Se pretendió tomar el Regimiento de Infantería de Palermo, pero en el momento de la verdad, ya estaban todos presos. Las acciones fueron sorprendidas a mitad de camino; en La Plata, en la sede del Regimiento 7, el Teniente Coronel Oscar Lorenzo Cogorno, entendió que todo estaba perdido. La movida estaba terminada a pesar del apoyo de los civiles, a pesar de haber tomado las comisarías, las radios y las instituciones públicas. Rápida llegó la metralla de los aviones, y el mayor poder de fuego del enemigo enseguida fue evidente. En Rosario, la revolución en marcha fue rápidamente sofocada. Fallaron las comunicaciones. En la Embajada de Haití se refugió el general Oscar Raúl Tanco. Hasta él, hasta el interior de la embajada, llegó el general Juan Constantino Quaranta. No dudó un instante, y varias personas quedaron de espaldas a las rejas que dan a la calle marcando el perímetro de la propiedad. Quaranta estaba hambriento de gatillo. Se detuvo un colectivo de la línea 19, y los pasajeros empezaron a gritar, No, no los maten, al tiempo que corrieron hasta las rejas. El coche de la 19 partió del lugar con todos los detenidos. En el Primer Cuerpo de Ejército en Palermo, serán consignados los nombres de todos, menos el del general Tanco. Había Ley Marcial, Tanco debía ser fusilado, y antes debía desaparecer su rastro.

El general Valle sabía que, hacía unos días, apenas habían escapado cuando la requisa intentó hacerse un lugar en la casa de Jorge Daniel Paladino; Ése fue delegado de Perón hasta que el viejo le volcó el pulgar, dirá El Griego en el futuro. Valle sabía de las detenciones; sabía que muchos de los que debieron salir, no salieron; sabía que habría simulacros y más simulacros de fusilamiento; y también sabía que habría fusilamientos. En los basurales de José León Suárez, el jefe de la policía de la provincia, Teniente Coronel Desiderio Fernández Suárez, asentó jurisprudencia fusiladora sobre un grupo de personas que estaban reunidas en una casa. Esperaban la transmisión de la clave para comprobar la veracidad de tanta palabra suelta. A correr los vencidos, pudo haberse escuchado en el basural. Corrieron a encontrar la muerte Nicolás Carranza, Francisco Gariboti, Vicente Rodríguez, Carlos Lizaso y Mario Brion. Siete peronistas siguieron pensando que todavía estaban vivos.

John William Cooke no estuvo de acuerdo con el alzamiento. Existió una disputa por las armas. Los militares querían comandar el movimiento, dominarlo en todos sus detalles, y los civiles pedían armas. No hubo un acuerdo total. Contra el paredón de la cárcel de Caseros, esperando durante horas a una parca que no vendría, estuvieron Andrés Framini y John William Cooke.

El general Valle se entregó luego de lo que en apariencia era la derogación de la Ley Marcial. No más fusilamientos, basta de sangre, pero la palabra “derogación” presentó problemas de escritura para los personeros de la Fusiladora. Valle fue fusilado en la Penitenciaría de la calle Las Heras. Fue fusilado contra el frontón donde se jugaba paleta, a las once de la noche, y no recibió el disparo de gracia.

Es posible que el general Valle quisiera llegar al poder para recuperar la historia peronista, quizás a través de un llamado a elecciones, y así lograr la vuelta de Perón; quizá quisiera volver a ser el que era, uno de los generales de la Junta de Generales a quien Perón entregara su renuncia. Su muerte fue letra mayúscula en la escritura de la palabra Resistencia.

Fue El Griego, cuando dijo, Vení, vamos, el que abrió para Felipe un nuevo mundo; un mundo que respiraba bajo la línea de flotación callejera, un mundo que pasaba por debajo de las mesas de café, en diagonal a la esquina más oscura. Felipe supo que Perón hablaba, habló esa primera vez para Felipe, y daba órdenes, indicaba caminos posibles para que esos escuchas entraran en acción, para que accionaran la resistencia. El pueblo peronista debía resistir, así ordenaba Perón, y el pueblo peronista quería resistir. Desde la cinta traída por las manos anónimas de ciertos contactos ocultos en la misma diagonal que llevaba a la esquina más oscura, Perón dijo, y Felipe escuchó, que el trabajador debía oponerse al gobierno; alguien agregó luego del final del mensaje, Y, las cosas se rompen, y las cosas no quedan bien. El Griego le dijo a Felipe al oído, Las fábricas, las fábricas. Felipe salió de la casa pensativo, había escuchado a Perón y a la gente; El Griego estaba exultante, Fue una suerte, ¿te das cuenta…?, estar ahí y haber escuchado, va a volver, yo sé lo que te digo, va a volver, y ahí estuvimos, ahí recibimos las instrucciones de Perón, sí, un privilegio.

Felipe siguió acompañando a El Griego a las reuniones clandestinas, no a todas, pero iba y escuchaba para después poder cambiar figuritas con el amigo. En esas incursiones, que podían llevarlo a una casa desconocida o a la casa de la vecina de tantos años, Felipe creyó encontrar señales de una especie de religión, algo así se respiraba en esos lugares, como en una iglesia, como cada vez que fue a la iglesia sin saber muy bien para qué, la asistencia, el discurso, y el rezo; ¡Perón vuelve! ¿Algo místico?, pudo haber preguntado El Griego; Sí, es místico escuchar la voz del General en el exilio, para muchos es místico, pudo haber contestado Felipe a la pregunta hipotética.

En esas reuniones era posible escuchar historias; y también se escuchaban historias en las calles del barrio, si se estaba atento y si se estaba marcado como un pibe de confianza. Felipe y El Griego supieron de las reuniones en algunos colectivos que recorrían la provincia de Buenos Aires, de qué manera iban subiendo al mismo interno, en distintos lugares de la ruta, los participantes de la reunión. El encuentro se iniciaba cuando desaparecía el último extraño. El conductor era amigo, y entonces se aprovechaba la soledad y el resto del trayecto hasta la terminal. Estos tipos, bueno, como nosotros, no se pueden reunir, está prohibido, dijo El Griego, y Felipe contestó que ya sabía. Los que asistían a las reuniones que se organizaban en las cercanías inmediatas a las palabras de Perón, entraban a las casas de a uno, y así, en esa casa, parecía que todos dormían, nunca una luz encendida, nunca una palabra. Felipe escuchó la historia de los velorios, se organizaban reuniones en velorios. Se elegía el muerto y se consignaba la dirección entre los asistentes al encuentro. Se encontraban en la sala velatoria, cada uno rendía homenaje al muerto que jamás había visto, y se acomodaban en algún rincón; ¿el tema?, el próximo caño, Perón vuelve, el General dijo.

El caño puesto al viaducto Sarandí será el caño estrella del año 56. Entre estas pequeñas aventuras y presencias, El Griego y Felipe, ya casi rozando los primeros pasos míticos de la resistencia, empezaron a testimoniar las sangres sucesivas. La historia se viene encima, había escuchado Felipe de boca de su padre. La historia arrancó, para El Griego, con el bombardeo a la plaza, para Felipe con los fusilamientos en los basurales de José León Suárez; ahora la historia se hacía, entre otras cuestiones, a caños. Felipe escuchó, Los caños son caños, caños simples, el explosivo va adentro, a Alsogaray ya le regalamos uno, ¿meter un caño…?, y, minuto, minuto y medio, por ahí, dos.

El Griego largó la carcajada cuando Felipe le contó, En la calle, un tipo arrinconó a otro y le dijo vos sos de Boca y peronista, así que parás. En las fábricas se enfrentó al gobierno; los gremios fueron el centro del universo resistente. La primera vez que se cantó la marcha peronista en público, con el gran público, después del golpe, fue en la cancha de Vélez. Y en los barrios, en la navidad de los barrios más pobres, siempre alguno sacaba el parlante a la calle y era el tiempo de la marcha. Había mujeres que se juntaban en los mercados a gritar, a protestar por el aumento de los precios. Se decretaban huelgas y eran acompañadas por infinidad de pequeñas acciones que contribuían a complicar la vida cotidiana. Todos debían saber que Perón vuelve.

Felipe le dijo a El Griego, Perón vuelve porque vos lo traés; Qué vivo, claro, respondió El Griego.

En las huelgas se paraban colectivos amenazando al conductor con botellas llenas de agua que simulaban terribles Molotov; se unían gomeras y bolitas contra los caballos de la policía montada; entre un puñado de amigos se provocaba a los policías de las garitas, que salían en rápida persecución, y a la vuelta se encontraban con las garitas decoradas con nerviosos ¡Perón vuelve! Ser de la resistencia era pensar en algún movimiento y darle para adelante.

Soy de la resistencia por mi familia, pibe, allá en el campo nadie se olvida del estatuto del peón, le dijo un tipo de manos curtidas a Felipe, y El Griego, feliz, muy feliz, agregó, ¡Viste, viste!

Había caños para las fábricas que no paraban en las huelgas; siempre atenta la resistencia y aprovechando los espacios, como recomendaba el General, Cuando el enemigo está, nada; cuando el enemigo no está, todo. Así plantaban el merecido de pólvora que gentilmente arrimaban algunos de los compañeros, Porque compañeros hay en todos lados, Felipe, en todos. Bombas de alquitrán contra el transporte público, pintadas furtivas, cortes de luz, sabotajes en la telefónica, intimidaciones, arena en el tanque de nafta, miguelitos cerca de los coches de los funcionarios.

Sabés que los agarraron, varias veces los agarraron cuando tiraban miguelitos, sabés qué hicieron, Felipe, nada de arrugar, uno maneja y el que tira miguelitos va escondido en el baúl del coche, por un agujerito, por ahí meten clavo. Se imprimían volantes y se repartían en mano, porque con tanto milico en la calle nadie se iba a agachar a juntar uno. También agarraban a los que hacían los volantes, caían todos presos, la policía sabía exactamente quién era quién, hasta que se avivaron, Felipe, nos avivamos, las huellas, Felipe; Y claro, la tinta fresca y sin guantes, Griego, pero andá a agarrar papeles con guantes.

El Griego iba y venía desde y hacia todo lugar posible; junto a Felipe nació en él una relativa inclinación por la lectura. Felipe había sumado a las de Hesse y Whitman, las páginas de Lucha obrera aportadas puntualmente por su amigo. Ambos leyeron sobre Augusto César Sandino, sobre Lenin, Trotsky, la Revolución Rusa y la Revolución en Bolivia. En la casa de Felipe, mientras las páginas se sumaban, todo transcurría con normalidad. Se pensaba en las vacaciones, sin lujo, pero vacaciones al fin, y por lo tanto el ahorro se seguía guardando en la latita recaudadora. Felipe era responsable con los estudios, y entonces, como premio, era tratado por sus padres con una consideración ganada en buena ley. En la casa de Felipe las monedas no faltaban; era vivir en una realidad esforzada que alcanzaba a tapar de un lado, pero que iba corta del otro: a él poco le importó tener que usar siempre la ropa heredada de los primos.

Felipe leyó, bajo el mismo tanque de agua donde El Griego lloró después del bombardeo de la plaza, un volante que le había acercado la mano amiga. Lo leyó completo, en silencio, y después releyó, en voz muy baja, para el aire debajo de ese tanque, para El Griego, y para él, algunos fragmentos, […] Con fusilarme a mí bastaba. Pero no, han querido ustedes escarmentar al pueblo, cobrarse la impopularidad confesada por el mismo Rojas, vengarse de los sabotajes, cubrir el fracaso de las investigaciones, desvirtuadas al día siguiente en solicitadas de los diarios, y desahogar una vez más su odio al pueblo. De ahí esta inconcebible y monstruosa ola de asesinatos. […] Vivirán ustedes, sus mujeres y sus hijos bajo el terror constante de ser asesinados. Porque ningún derecho, ni natural ni divino, justificará jamás tantas ejecuciones. […] Sólo buscábamos la justicia y la libertad del 95 por ciento de los argentinos amordazados, sin prensa, sin partido político, sin garantías constitucionales, sin derechos obreros, sin nada. No defendemos la causa de ningún hombre ni de ningún partido. […] Como cristiano, me presento ante Dios, que murió ajusticiado, perdonando a mis asesinos, y como argentino, derramo mi sangre por la causa del pueblo humilde, por la justicia y la libertad de todos, no sólo de minorías privilegiadas.

Así releyó Felipe estos fragmentos de la carta que el general Juan José Valle dirigió al general Pedro Eugenio Aramburu, el 12 de junio de 1956.

4

En una librería se venden libros. En una librería de libros viejos se venden, por ejemplo, todos los libros que había acumulado el señor Rodrigo. Por qué los acumulaba, por qué los acumuló, nadie lo sabe; pero ahí estaban y ahí estaba el local, repleto de libros y vacío de propósito.

Roberto Teufelo, vestido de negro riguroso, abrió la puerta de la entrada que llevaba directamente al primer piso del edificio. Ahí había acondicionado el escritorio, había ubicado una silla frente al mismo y dos detrás. Las estanterías de las paredes estaban repletas de libros acomodados en el más puro de los caos. Los estantes arrancaban en el piso y trepaban hasta el techo, los lomos de los libros parecían colgar desde la altura evidenciando el paño angosto de la madera del estante y la necesidad de mostrarse de los libros; así es como los libros se abisman para llegar hasta las manos de una persona. El abismamiento oprimía el ambiente oscuro y poco ventilado, agregando un peso importante al aire y agitando las posibles variantes de mil derrumbes.

En una de las sillas que dominaban el escritorio se sentó Melchor del Valle, y en la otra, Roberto Teufelo. Un minuto después ocupaba su lugar frente al escritorio, un muchacho de unos treinta años, de complexión robusta, orillando la gordura y que al instante trató de exhibir sus habilidades de charleta.

Teufelo lo cortó en seco, justo cuando Pedro, este su nombre, se encaminaba en el recitado de un largo poema, puro amor, sentimiento e impostura, referido a su extraña y apasionante relación con los libros y con todo aquello que tuviera que ver con el arte. La voz, la orden, de Teufelo sonó como si algún otro hubiese hablado, como si su voz viniera de muy lejos, por ejemplo, desde el último estante que tenía sobre su cabeza. La palabra no pareció bien pronunciada; Pedro apenas la entendió. La palabra, la orden explícita y arrogante que Teufelo dijo en ese momento, quedó colgada en el aire y parpadeando como la luz amarilla de un semáforo parpadea en Buenos Aires y sugiere una pausa, una mayor atención. Momento, dijo por fin el señor Roberto Teufelo. Pedro aplicó el freno en su representación mientras marcaba la zona de frenaje para luego retomar.

Mi nombre es Roberto Teufelo, soy el dueño de todo este…, mi circo, con local en planta baja y también de los tres pisos que lo sepultan…, su voz seguía llegando de lejos.

Él es un amigo de muchos años, sé los rudimentos necesarios como para abrir un negocio como este, ahora, señor hablador y un tanto excedido en peso, ¿podrá trotar escaleras?, pero esta no es la pregunta, exijo saber si usted conoce realmente de libros o sólo arrima las virtudes típicas de toda vida de payaso poeta y hablador, de esta manera Teufelo apretaba, empujaba.

Pedro murmuró unas palabras para él mismo mientras buscaba la respuesta adecuada en su repertorio, pero jamás imaginó las bondades del oído de Teufelo. Su voz parecía venir de lejos, pero su oído pareció estar dos metros delante de él. Antes de que Pedro pronunciara la primera palabra, la voz dijo presente, Para que te quede claro, madre no tengo ni tuve, ni me interesa tenerla, así que me podés decir hijo de puta, pero en voz alta, gordo cobarde.

Andá a la puta que te parió igual, loco hijo de puta, dijo Pedro al tiempo que se paraba y encaraba hacia la escalera.

Melchor del Valle dijo en la puerta, Gracias por venir, joven, y Pedro intentó partirlo con la mirada, pero no lo logró.

En el momento en que la puerta volvía a cerrarse, Melchor del Valle alcanzó a ver que se acercaba una muchacha. La vio dudar, ¿es acá o no es acá?; de una bolsita que llevaba en una de sus manos, sobresalía el diario. La chica dudó todavía más cuando descubrió que la estaban mirando desde el interior.

Dio un paso atrás, y entonces Melchor abrió la puerta.

La señorita viene…; Sí, por el aviso; Entre, entre; Pero, qué raro, soy la única, dijo mientras subía por la escalera.

Sí, una linda casualidad, la verdad es que hay tan poco trabajo que cada vez son menos los que miran el diario como usted, dijo Melchor del Valle; Ojalá hoy tenga suerte, dijo ella.

Ella se llamaba Patricia. Teufelo la vio entrar; ella dijo, Buenos días, para luego tomar asiento; estaba nerviosa, era dos veces tímida.

Él la miraba con esmero, la recorría minuciosamente con sus ojos grandes y muy abiertos.

Me llamo Roberto, Roberto Teufelo y soy el dueño del próximo circo que en breve funcionará en el local que está al lado de la puerta por la que usted entró; Me llamo Patricia, dijo Patricia con cara de manzanita roja lustrada en la tormenta.

Hola, Patricia, ahora que nos conocemos un poco más, ¿siempre usás camisitas blancas con voladitos y cintita negra al cuello?, el tono irónico de la voz lejana de Teufelo comenzaba a rondar a una nueva presa.

No sé, señor; ¿No sabés?, y decime, siempre te sentás con las piernitas tan juntas, ¿será bueno, conveniente, recomendable, para una persona que entiende de libros?; No sé, señor, y la manzanita temblaba en la rama, y las rodillas le dolían de tanto apretarlas antes, durante y después de decir “No sé, señor”.

Ella tan respetuosa, tan educada, tan roja de vergüenza, tan desamparada ante un personaje que aparentemente se había despertado en un mal día y algo más.

Patricia le tenía miedo, y sus ojos rodaban por el piso lleno de tierra y hojas que habían perdido su lugar en algún libro.

¿Qué sabés de libros?; No sé, muchas cosas; ¿Qué sabés de dios?; ¿De dios?; Sí, nenita, de dios, porque parece que venís desde él, desde sus cercanías, desde ese mundo pelotudo en que tanta gente dice “No sé”.

La nenita se quedó helada, cerró los ojos, dijo “Buenos días” y se fue, según Teufelo, a refugiarse en una iglesia para tomar los hábitos con soda.

Roberto Teufelo, 47 años, viejo amigo de Melchor del Valle o Melchor del Valle viejo amigo de Teufelo. Un tipo, un incipiente empresario que apostó al aviso de trabajo en el diario; un tipo en busca del empleado ideal. Alguien que sepa de libros, y que no intente ser payaso y mentiroso, o ser monja en una ciudad ubicada en la axila de dios, y eso para los que creen en los favores de la axila. Teufelo quería, como siempre quiso, la exclusividad, sentirse único. Si había que ser devoto de una religión, todos deberían seguir la que él construyera.

Pero la moneda cayó del otro lado, cambió la dirección del viento y la cañita voladora que a veces impide la vida se apagó en el aire, cuando Inés Pagani entró y se sentó frente a Teufelo.

Sí, sé de libros, ya trabajé en una librería, porque cerró, sí, soy lectora y también conozco al público, en la vida trato de hacer lo que puedo y, a veces bien, a veces me sale mal, así es la vida en Buenos Aires, no todos podemos vivir en la ciudad en que quisiéramos vivir.

Inés Pagani dejó el número de teléfono, desató su efectivo cruce de piernas, y dio las gracias.

Cuando Melchor del Valle asomaba desde la escalera, Teufelo dijo, No es una santa, duda, puede ser una hermosa creyente y además sabe de libros.

Sí, puede ser, dijo Melchor del Valle.