XIII.
LA RESTAURACIÓN DE LA JERARQUÍA

«Nuestro objetivo en Birmingham será influenciar el tono de pensamiento y opinión predominante en los diversos sectores altos y bajos de esta sociedad, promover el Catolicismo, poner de manifiesto las lagunas del Protestantismo, y especialmente ocuparnos de la gente joven»1. Con estas breves palabras describe Newman la tarea que trata de realizar en el Oratorio y desde el Oratorio. Son metas afirmativas todas ellas, porque el aspecto polémico antiprotestante de su actividad no es un fin en sí mismo sino que se ordena únicamente a provocar la crisis positiva y creadora de la conversión en todas las personas que deban atravesarla.

Poco antes de escribir estas líneas, Newman había tenido ocasión de ejercitar aspectos importantes de este programa pastoral mediante las doce conferencias religiosas que, por sugestión directa de Wiseman, había pronunciado en el Oratorio de Londres desde el 9 de mayo al 4 de julio2.

Wiseman tenía gran interés en aprovechar para beneficio católico el malestar y disgusto religiosos que el caso Gorham había originado entre anglicanos próximos a la Iglesia. Newman recibió con cierto agrado una sugerencia que le permitía dirigirse públicamente a antiguos correligionarios que militaron un día en el Movimiento de Oxford y se encontraban aún bajo su influencia espiritual.

Pensaba por este tiempo que el Movimiento no estaba muerto ni apagado, porque las convicciones y sentimientos religiosos que se habían sembrado durante aquellos años decisivos permanecían vivos en numerosos anglicanos y, oportunamente estimulados, podrían ser causa de nuevas conversiones. Hizo por tanto profundamente suyo el deseo del obispo e impregnó estas memorables conferencias con toda la intensidad e intención proselitistas que eran compatibles con su carácter respetuoso y enemigo de cualquier estilo de agresividad en asuntos espirituales. Vuelve ahora por sus fueros el mismo Newman de quince años antes, que tanto sabía de transmitir a otros con ardor y serenidad su propia visión religiosa, con el fin de disipar perplejidades y provocar decisiones inaplazables3.

La redacción de las conferencias demandó un gran esfuerzo. Exigió a Newman largos períodos de trabajo, que se prolongaba con frecuencia hasta horas avanzadas de la noche; y le obligó sobre todo a una gran tensión anímica. La contundencia y el tono inapelable con el que denuncia el carácter religiosamente artificial del Anglicanismo no podían expresarse sin dolor. Era para él como un deber agotador e ingrato. «Escribo mis conferencias intelectualmente más a contrapelo de lo que recuerdo haber hecho algo en mi vida»4.

Las lectures despertaron una comprensible expectación. Allí se encontraban entre otros el novelista Thackeray y Doyle, el dibujante más prestigioso del Punch, hombres de letras y numerosos periodistas, amigos anglicanos como Henry Wilberforce, y Richard Hutton, futuro biógrafo de Newman, que pudo escribir: «jamás una voz se demostró más apta para persuadir sin irritar. Singularmente suave, perfectamente libre de cualquier tono dictatorial, y sin embargo rica en todo lo necesario para expresar patetismo, asombro, ironía...»5.

Con marcada brillantez y habilidad dialécticas, Newman expone lo que para él constituyó la raíz del Movimiento de Oxford y su razón de ser última. «El primer principio del movimiento de 1833 fue que la Iglesia debía disfrutar de un completo poder sobre su credo, su liturgia y su enseñanza»6. Es decir, debía ser absolutamente independiente del poder civil. Lograr esta situación de libertad para la Iglesia era la meta central de los tractarianos. La esencia del movimiento no fue la Vía Media, que en último término se reveló como un compromiso doctrinal vacío7.

La única idea propiamente dicha de aquella gran iniciativa reformadora, su primer principio —insistía Newman—, «era la libertad eclesiástica; la doctrina a la que fundamentalmente se oponía era, en términos eclesiásticos, la herejía de Erasto, y, en términos políticos, la Supremacía Real. El objeto de sus ataques era el Establishment, considerado en cuanto tal. No descuido ni niego los aspectos teológicos, rituales y prácticos del Movimiento. Me refiero a lo que puede llamarse su forma. Los escritores del grupo Apostólico de 1833 se emplearon a fondo por mantener las altas doctrinas de la fe, de los principios dogmático y sacramental, de los Sacramentos, los ritos litúrgicos y los medios de perfección cristiana, pero consideraban que todos estos grandes artículos doctrinales se hallaban protegidos y garantizados por la independencia de la Iglesia... Pensaban que el dogma se mantendría, los sacramentos serían administrados y la santidad cristiana se encontraría venerada y cultivada si la Iglesia era instancia última en su poder espiritual; pero que el dogma se vería sacrificado al pragmatismo, los sacramentos serían sometidos a la crítica de la razón, y el ideal de la perfección devendría objeto de ridículo, si la Iglesia se convertía en esclava del Estado»8.

Comprobado el hecho irreversible de que la Iglesia de Inglaterra no era otra cosa que una creación legal del Estado sin vida propia, que se comportaba como un simple servicio público sometido al control gubernamental, y que su vida dogmática y religiosa dependían de las fluctuaciones de la opinión pública nacional, se imponía a los antiguos tractarianos la necesidad de ser coherentes y abandonarla, para entrar en la Iglesia católica.

Decía Newman: «Si Dios no ha desplegado en vano ante vuestros ojos las páginas de la antigüedad sino que las ha grabado en vuestros corazones; si ha depositado en vuestras mentes la percepción de la verdad, que una vez recibida difícilmente puede perderse, y una vez poseída podrá reconocerse siempre; si habéis sido favorecidos en alguna medida, mediante su gracia, con el don sobrenatural de la fe... no podéis albergar ya ninguna confianza en el Establishment, sus sacramentos y sus ritos. Debéis salir de él, debéis separaros de él, debéis volverle la espalda, debéis renunciar a lo que ha devenido —y sabéis ahora que fue siempre— una impostura»9.

«Me decís, hermanos —observaba el orador—, que tenéis clara evidencia de los influjos de la gracia en vuestros corazones... Me decís que os habéis convertido del pecado a la santidad, o que habéis obtenido gran ayuda y consuelo en momentos de prueba... Admito vuestros hechos, pero admitid vosotros mi explicación de ellos. Lo que os ha ocurrido puede tener lugar incluso fuera de la Iglesia... Todo lo que sabemos es que la gracia concedida de ese modo a determinadas personas se ordena en último término a conducirlas al Catolicismo»10.

Newman escribirá años más tarde en la Apología pro Vita Sua (1864) que las Conferencias de 1850 no iban dirigidas en realidad contra la Iglesia de Inglaterra. Pretendían solo, sin enjuiciar la situación de otros anglicanos, decir a los «hijos del Movimiento de 1833» que el deber de ellos era hacerse católicos, dado que el Catolicismo constituía de hecho el fin y la salida natural de aquel movimiento11. Puede parecer una interpretación benigna que Newman hace tácticamente de sus propias palabras catorce años después. Lo cierto es que las Conferencias estaban pensadas para hombres cultos y que su autor no buscó disminuir ni debilitar con ellas la autoridad del Anglicanismo sobre la multitud religiosa del País12. «Es un deber patente —había dicho— no ocuparse en destruir instituciones religiosas —aunque no sean católicas— si no pueden reemplazarse con algo mejor». «Pero inhibirse —añadía—, por el temor de perjudicar a esas instituciones, de salvar las almas de los individuos que viven en ellas sería mera sabiduría humana, traición a Cristo y falta de caridad hacia sus redimidos»13.

Newman se ha expresado en cualquier caso con un ardor y una agresividad que difícilmente se encontrarán en otros escritos de su vida católica14. Tal vez por eso considera que se trata de un episodio y de una publicación coyunturales que cumplirán suficientemente su fin si logran en el momento algunos efectos saludables15.

La verdad es que Newman ha legado a la posteridad una pieza única de controversia religiosa, con una argumentación que es imposible ignorar y difícil de rebatir. Dedicado por el autor al obispo Ullathorne, el volumen de las doce Conferencias se publica durante el verano de 1850 con el título de Lectures on certain difficulties felt by Anglicans in submitting to the Catholic Church.

A pesar del acento optimista que estos textos respiran, el autor ya no piensa por este tiempo en la «conversión de Inglaterra» como una meta factible y no comparte del todo los entusiasmos de algunos eclesiásticos.

Newman recibe a principios de agosto el grado de doctor en Sagrada Teología, que le confiere Pío IX. La comunicación le llega a través de Ullathorne, encargado por Roma para transmitirle el rescripto con el nombramiento. El nuevo doctor agradece inmediatamente el honor que se le hace —en este caso un honor debido— con una breve y expresiva nota al obispo: «Escribo unas líneas apresuradas para dar las gracias a vuestra Señoría por su amable carta y expresar mi vivo agradecimiento al Santo Padre por haberse fijado en mí de modo tan benévolo. Escribiré también a Monseñor Barnabò y al doctor Wiseman. No poseo título alguno que me haga acreedor a un honor tan grande, con excepción de lo que sería suficiente para hacer doctor a cualquier católico sincero, es decir, un serio deseo de servir a mi madre la Iglesia, de la que soy el último y más inmaduro hijo»16.

La referencia a Wiseman y el momento de la concesión de este merecido doctorado hacen pensar inevitablemente que el obispo vicario de Londres —que se encuentra en Roma para ultimar la reconstitución de la Jerarquía católica en Inglaterra— ha sugerido y logrado la distinción, en reconocimiento a la labor pública que Newman desarrolla en favor de la causa de la Iglesia y especialmente a las recientes Conferencias pronunciadas en el Oratorio londinense.

El hecho mismo de la colación del doctorado parece indicar que Newman disfruta en la Curia romana de un notable prestigio. Faber se pronuncia en tal sentido cuando a principios de octubre —después de recibir noticias romanas de Wiseman— escribe al oratoriano de Birmingham Joseph Gordon: «te interesará mucho saber que, desde el Santo Padre hasta el último prelado, la confianza en vuestro padre y la estima hacia él son ilimitadas. El Papa, todos los Cardenales y Monseñor Barnabò hablan del padre Nevman o Neüman con sincero afecto y ternura y desean que llegue a ser, más aún de lo que ha sido hasta ahora, un gran instrumento en manos de la Providencia para la conversión de muchos en Inglaterra. No debe por tanto desanimarse por pequeñas contradicciones domésticas o venidas de fuera, sino hacer su trabajo confiada y generosamente. Te participo todo esto a ti en vez de comunicárselo a él, porque temo que, si le escribo directamente, su modestia podría urgirle a no decir nada»17.

Es difícil evitar la impresión de que Faber no escribe con absoluta candidez y que detrás de sus palabras parece insinuarse el reproche —compartido o formulado tal vez por eclesiásticos romanos— de que la labor apostólica que Newman realiza en Birmingham —¡a diferencia de la que hacen los oratorianos de Londres!— no logra todos los frutos que podían esperarse de ella.

Newman no oculta su satisfacción por el doctorado recibido, que viene como a respaldar a los ojos de seguidores y críticos su modo de entender y practicar la teología18, y también el estilo apostólico intelectual que —sin preterir ni descuidar la pastoral popular ordinaria— trata de poner en obra desde el Oratorio. Nada mueve a Newman, sin embargo, a considerarse un teólogo profesional y de hecho piensa que una de las lagunas mayores del mundo católico inglés es la falta de una teología y de unos teólogos que sean capaces de responder a las cuestiones que, cada vez con mayor frecuencia, se le plantean a la Iglesia tanto a nivel doctrinal y catequético como científico y cultural19.

He llegado mientras tanto el momento de resolver definitivamente la cuestión de St. Wilfrid, que se arrastra desde hace más de dos años. Newman decide cerrar la misión que allí regentan los oratorianos y, para disminuir el malestar y la previsible oposición de un Ullathorne contrariado, invoca el rescripto de Roma que en noviembre de 1849 le instaba a desempeñar los fines del Oratorio y no otros diferentes, como sería el trabajo misional que desarrollaban, por ejemplo, los pasionistas.

De acuerdo con Faber y la comunidad de Londres20, Newman resuelve intentar el establecimiento de un College católico, semejante en alguna medida a los de St. Cuthbert, en Ushaw, Prior Park, en Gales, o Stonyhurst, promovido por los jesuitas. El nuevo proyecto presentaba, no obstante, una gran diferencia respecto a los Colleges católicos existentes. Mientras éstos eran instituciones mixtas, que educaban alumnos corrientes junto a futuros sacerdotes, la idea de Newman era fundar un centro exclusivamente para laicos.

Pero la apenas esbozada iniciativa termina muy pronto en un previsible fiasco, porque los demás Colleges, a los que Newman se ha dirigido para comunicarles sus planes y solicitar colaboración, se muestran comprensiblemente reacios a prestarla. El rector de Prior Park le envía una contestación amable pero escéptica acerca de las posibilidades de iniciar una nueva aventura educativa para los escasos chicos católicos disponibles21. Los jesuitas de Stonyhurst no responden a su carta22. Pero a última hora también los oratorianos de Londres —que se declaraban más confesores y predicadores que profesores— muestran su disconformidad con el proyecto. A pesar de que lamenta prescindir de un lugar común a los dos Oratorios de Birmingham y Londres, único vínculo material de comunicación y colaboración entre ambos, Newman se plantea finalmente la necesidad de prescindir de St. Wilfrid. Comunica en septiembre a Lord Shrewsbury que los oratorianos no pueden continuar allí, y una vez asegurado que los redentoristas comprarán la casa, aquellos la abandonan para siempre el día 26.

Newman piensa ya por estos meses en el traslado a una sede definitiva dentro de Birmingham, que no tenga los inconvenientes de la que ocupan provisionalmente en Alcester Street. Los oratorianos han decidido construirla en el distrito de Edgbaston, que está bien situado y aventaja a las demás zonas de la ciudad en número de familias católicas. Durante el verano de 1850 se distribuye una carta circular en la que se describe la actividad espiritual y formativa que lleva a cabo el Oratorio de San Felipe y se solicita ayuda para edificar la iglesia.

Se explica en la carta cómo los servicios prestados por la Congregación «se hallan especialmente adaptados a las necesidades del tiempo presente y consisten principalmente en atención ininterrumpida del confesonario a lo largo del día, orientación de la gente joven, actos populares de culto, predicación, conferencias, e impulso de la instrucción tanto sagrada como profana»23. Los oratorianos calculan un gasto de siete mil libras. Newman se ve envuelto una vez más en las numerosas y complejas gestiones que lleva consigo la obtención de dinero. Mucha correspondencia de estos meses son cartas personales que mueven a la generosidad o que la agradecen. En diciembre se ha comenzado la construcción de la casa con fondos propios de los miembros de la comunidad y Newman confía en acometer muy pronto las obras del templo24.

La comunidad de Birmingham ha sufrido algunos cambios en sus componentes. Robert Coffin y William Penny han dejado el Oratorio para incorporarse a los redentoristas y al clero secular, respectivamente. Llegan en cambio Edward Caswall y William Neville, que procedía de Leeds y había sido clérigo anglicano. Las defecciones de Coffin y Penny producen desilusión y disgusto en Newman. Teme que el tipo de vocación oratoriana que intenta diseñar en estos años iniciales de su empresa espiritual pueda ser más teórico que práctico, y que su capacidad de reflejar por escrito y explicar de palabra la idea de Oratorio que posee supere sus cualidades reales de fundador. Conserva, sin embargo, la calma y piensa que estas crisis personales de los que se marchan manifiestan en último término que la vocación oratoriana es una vocación definida que requiere condiciones humanas y espirituales bien determinadas. «Han ocurrido diversas cosas desagradables —escribe a la viuda de John Bowden—, pero uno no debe lamentarlas. Nada indica tan poderosamente que somos una Congregación y que tenemos una idea de lo que somos, como el hecho de que algunos se vayan. Y si unos se van, otros vienen. Es llamativo que los dos padres romanos que se han marchado (Coffin y Penny) son los dos únicos que no estuvieron conmigo en Littlemore... Nuestra casa se levanta en Edgbaston»25.

La actitud de Newman hacia los católicos hereditarios, que siempre fue de respeto, acercamiento sincero y crítica moderada y razonable cuando fue necesario, se decanta progresivamente en una dirección de creciente simpatía. Había concebido desde el principio el papel del Oratorio como una contribución a la tarea de aglutinar los sectores que, con procedencias y mentalidades diversas, se agrupaban en la Iglesia católica. Por tanto, vivió en todo momento la preocupación de sintonizar con los old Catholics, a pesar de conocer la relativa incomprensión con que era visto por algunos.

Sus deseos de colaboración y relaciones cordiales no obedecían a consideraciones tácticas. Procedían de la estima profunda que un espíritu como el suyo tenía que albergar hacia los representantes de una tradición genuina y venerable. Inglés hasta la médula, Newman había percibido cada vez mejor el estilo particular de un modo católico de ser que procuraba armonizar la idiosincrasia del carácter británico y los valores universales encarnados por Roma. Esta valoración ganó en intensidad con el mayor conocimiento de las personas que los años y el trato hubieron de proporcionarle, y también por reacción contra posturas y opiniones negativas adoptadas en ocasiones por los oratorianos de Londres.

Cuando preparaba el Oratorio de Inglaterra en Roma, Newman había tenido ya ocasión de expresar a Wiseman su deseo de contar con old Catholics para constituir la nueva comunidad oratoriana26. Desde 1846 había frecuentado el trato de George Errington (1804-1886), figura máximamente representativa del Catolicismo tradicional inglés. Errington fue nombrado en 1851 obispo de Plymouth y designado coadjutor de Wiseman en 1855. Poseía un carácter de inflexible integridad, así como amplios conocimientos teológicos. Fue por este motivo consultado por Newman en numerosas ocasiones. Ambos hombres mantuvieron siempre una relación cordial, que es digna de notar si tenemos en cuenta que Errington fue depuesto por Roma en 1860 a causa de sus serias desavenencias con Wiseman y terminó sus días muchos años después bajo el techo de William Clifford, obispo de Clifton, que llegó a ser un excelente amigo de Newman.

Newman hubo de padecer, sin embargo, la oposición de John Lingard (1771-1851), famoso historiador de la vieja escuela católica que nunca consiguió familiarizarse con los conversos. Todavía en 1850 podía comunicar Lingard a John Walker, canónigo de la diócesis de Beverley, una clara confesión de sus sentimientos con las siguientes palabras: «No me gusta Newman. Tiene demasiada fantasía y demasiado entusiasmo». Un juicio muy distinto del que formulaban los que le encontraban pesimista y apagado.

Lingard profesaba hacia Wiseman reservas aún mayores y se había permitido en diversas ocasiones comentarios cáusticos sobre el vicario del distrito londinense. Veía probablemente a Wiseman y a Newman como partes de un mismo proyecto para anular el espíritu tradicional del Catolicismo inglés, y aunque clasificar juntos a los dos resultaba simplemente fantástico, Lingard tenía demasiados años para cambiar su mente y su percepción de la situación eclesiástica en Inglaterra.

Por prudencia y convicciones Newman se encontró obligado a expresar con cierta frecuencia su disconformidad y disgusto por las críticas que los oratorianos de Londres dirigían a los «viejos católicos». Las observaciones enviadas por escrito a John Dalgairns en abril de 1849 equivalen a una severísima y tajante corrección27 y lo mismo puede decirse de sus comentarios sobre un artículo28 y unas conferencias «ultramontanas» de Faber en 185029.

El gobierno eclesiástico de los católicos ingleses había atravesado varias fases, que reflejaban las dificultades y avatares de una historia rica en cambios sociales y crisis políticas. Desde 1581 a 1594 la denominada Misión inglesa fue gobernada por William Allen desde el continente. En 1598 se inicia un período que se prolonga hasta 1621, en el que la Misión es dirigida por tres prelados consecutivos que llevan el título de arciprestes. Gregorio XV nombra a William Bishop en 1623 primer Vicario apostólico con rango episcopal.

En 1687 se designan dos vicarios apostólicos con sede titular, que al año siguiente se elevan a cuatro. Este régimen de cuatro Vicarios papales, que dependen de la Congregación romana de Propaganda Fide, llega hasta 1840. Cada Vicario Apostólico rige una parte del país, que se divide a estos efectos eclesiásticos en cuatro distritos: Norte, Medio, Londinense y Oeste. En 1840 se decide duplicar los distritos, que según la nueva nomenclatura son los de Norte, Yorkshire, Lancashire, Londres, Zona central, Este, Gales y Oeste. La restauración de la Jerarquía ordinaria que se lleva a cabo finalmente en 1850 supone por tanto el coronamiento de un largo proceso de organización.

Hasta 1850 los católicos ingleses se regían por la normativa establecida en 1753 por Benedicto XIV con la bula Apostolicum Ministerium30. Era un régimen que, bueno en su momento, no respondía ya a la situación de la Iglesia en el siglo xix ni a las legítimas aspiraciones de la mayoría de sus miembros. Los cambios experimentados por la comunidad católica en las primeras décadas, la abrogación en 1829 de las últimas leyes discriminatorias y el extraordinario crecimiento que se había producido en pocos años exigían una organización eclesiástica renovada, capaz de impulsar y dirigir el dinamismo católico del país. El sistema de gobierno mediante Vicariatos Apostólicos, sujetos a las directrices de la Congregación de Propaganda Fide pero a la vez hondamente replegados sobre sí mismos y al margen de las grandes corrientes del Catolicismo europeo, suponía un anacronismo patente.

Los sacerdotes ingleses deseaban vivamente la terminación del régimen misional, que supondría la introducción del derecho canónico, la erección de cabildos con voz en el nombramiento de obispos y una mayor estabilidad en los cargos y beneficios diocesanos. La prensa católica se había ocupado del asunto en 1829, a raíz de la emancipación civil, y volvió a hacerlo a partir de 183331. Los vicarios apostólicos, menos entusiastas que su clero en la futura creación de una Jerarquía para Inglaterra, habían sido invitados por Roma a presentar un plan para una nueva organización del gobierno eclesiástico en el país. La dilación en elaborarlo motivó que la Congregación de Propaganda enviara directamente un proyecto que, por influencia del cardenal Acton, residente en la Curia y adverso a restaurar la Jerarquía, se limitaba de momento a duplicar el número de Vicariatos.

En la reunión anual de 1845 los vicarios papales, que eran ocho desde 1840, deciden solicitar formalmente de Roma la restauración de sedes episcopales ordinarias. Pero hasta julio de 1847 —Pío IX había sido elegido Papa un año antes— no sale Wiseman hacia la Urbe, comisionado para llevar a cabo las gestiones. Será Ullathorne, sin embargo, quien inicie en mayo de 1848 la negociación que permitirá restaurar la Jerarquía. Ullathorne había aceptado el encargo de sus colegas y llegado a Roma en plena agitación política. «Los clubs revolucionarios —escribió más tarde— mantenían al pueblo en un estado de constante excitación y revuelo. En tales circunstancias era imposible no verse profundamente impresionado por la calma y tranquilidad de la Santa Sede, que en medio de toda aquella conmoción encontraba tiempo para los asuntos de la Iglesia universal y para dedicarse a cuestiones de carácter tan concreto como la de nuestra Jerarquía»32.

El tacto y la diligencia de Ullathorne contribuyeron eficazmente al éxito de las conversaciones y, aunque diferencias entre católicos ingleses e irlandeses aconsejaron a última hora una pausa de varios meses, la Bula papal Universalis Ecclesiae quedó preparada en el verano de 1850 para su publicación y ejecución.

Wiseman fue informado oficialmente por Pío IX en audiencia del 13 de septiembre sobre la decisión de restaurar la Jerarquía en Inglaterra y el día 30 era designado arzobispo de Westminster y creado Cardenal. Se procedía a erigir las diócesis de Westminster, Southwark, Hexham, Beverley, Shrewsbury, Liverpool, Salford, Birmingham, Nottingham, Northampton, Plymouth, Clifton y Newport and Menevia. Se evitaban nombres y lugares de diócesis anglicanas existentes, lo cual tuvo un efecto beneficioso, más allá de lo puramente formal y legal, para la organización eclesiástica católica, porque los nuevos centros diocesanos se constituyeron en su mayoría teniendo en cuenta los recientes cambios de población ocasionados por la revolución industrial y la movilidad social que trajo consigo.

Los nuevos obispos recibían todas las facultades y poderes necesarios para regir sus sedes, como era el caso de los obispos residenciales de cualquier otra nación del continente. Pero la Iglesia en Inglaterra continuaba bajo el ámbito de competencia de la Congregación romana de Propaganda fide. Parecía existir todavía en Roma un vago temor de espíritu galicano en sectores del clero inglés e incluso en algunos obispos.

La restauración fue recibida por los sacerdotes ingleses con sentimientos ligeramente encontrados, no desde luego por el acontecimiento mismo, que era vivamente deseado, sino por determinados aspectos de su realización. La Bula no preveía, por ejemplo, ningún cambio de status en los miembros del clero corriente, que permanecían como misioneros removibles de sus cargos pastorales a discreción de los obispos.

La nueva situación eclesiástica católica no desagradó en principio al gobierno inglés, que no la había obstaculizado. La Jerarquía era vista en realidad como secuencia lógica de la emancipación civil de 1829, venía a facilitar las relaciones con la Santa Sede, permitía a Londres un cierto influjo mayor y favorable, a través de Roma, en los difíciles asuntos de Irlanda, y al menos teó­ricamente hacía a los católicos ingleses algo menos dependientes que antes de la Curia romana.

Pero una vez más en la historia de la Iglesia en Inglaterra hubo que presenciar un virulento y desproporcionado brote nacional de sentimiento anticatólico. Favorecida por lo que se estimó tono arrogante de la primera carta pastoral de Wiseman —compuesta en Roma con el pomposo título «Desde la puerta Flaminia»— y sobre todo avivada por sectarios editoriales del Times, una campaña de inusitada violencia verbal y a veces física envolvió al país entero, tanto a nivel de estamentos dirigentes como de masas populares.

Era patente que, aunque la educada opinión pública de Inglaterra comenzaba con timidez a demostrar una creciente tolerancia hacia el Catolicismo, la pasión religiosa podía aún inflamarse súbitamente y cambiar de signo en poco tiempo un proceso de aceptación social que parecía irreversible. La restauración de la Jerarquía, calificada como «agresión papal», provocó ingenuos comentarios reales, declaraciones airadas del primer ministro, John Russell —que juzgaba incompatible la Bula Universalis Ecclesiae con la supremacía de la corona—, y acerbos ataques del Times, la revista Punch y otras publicaciones de gran difusión.

El Times llegó a hablar del acontecimiento como «uno de los mayores actos de locura e impertinencia perpetrados por la corte de Roma desde el tiempo en que la Corona y el pueblo de Inglaterra se habían librado de su yugo» y lamentaba que el Papa se dispusiera a «emplear en Westminster renegados de nuestra Iglesia nacional para restaurar una usurpación extranjera sobre las conciencias de los hombres y sembrar división en nuestra sociedad política».

El Punch de estas semanas solía publicar caricaturas ofensivas de Newman tan frecuentemente como lo hacía de Wiseman: el cadavérico monje y el grueso e hipócrita Cardenal. La Jerarquía anglicana no tardó en presentar a la reina una declaración de protesta «contra este intento de someter a nuestro pueblo a una tiranía de la que se había liberado con la Reforma». Muchos católicos tradicionales que habían contemplado con recelo las iniciativas para restaurar la Jerarquía creían ver justificados sus temores. Incluso nobles tan representativos del Catolicismo histórico inglés como el duque de Norfolk decían encontrar dificultades para armonizar la obediencia a la nueva Jerarquía ordinaria con la lealtad católica a la Soberana33, aunque uno de los hechos que más lamentaba el duque era probablemente el fin del patronato laical para el nombramiento de cargos y beneficios eclesiásticos.

Wiseman procuró inmediatamente calmar las histéricas e injustificadas reacciones de sus compatriotas y reparar en la medida de lo posible el daño que habían causado de momento a la causa católica. La soñada conversión de Inglaterra se le revelaba una utopía. Pero todavía era tiempo de explicar el sentido preciso de las medidas papales a todo el que deseara escuchar y juzgar las cosas con sensatez. «No puedo sino lamentar profundamente —escribe Wiseman al primer ministro a comienzos de noviembre— las erróneas y retorcidas opiniones que los periódicos ingleses presentan sobre los actos de la Santa Sede en relación con el gobierno espiritual de los católicos ingleses... Por lo que a mí respecta, deseo afirmar que he sido investido con una dignidad puramente eclesiástica, que no poseo ninguna potestad civil o temporal, y que mis deberes son los mismos que han sido hasta ahora: promover la vida espiritual de las gentes que tengo encomendadas, especialmente la multitud de nuestros pobres»34. Días después publicó el Cardenal una elocuente apelación al pueblo inglés, que fue publicada el día 20 por el Times35.

No era fácil desgraciadamente tranquilizar a una opinión pública educada en la intolerancia de lo católico y siempre dispuesta a rasgarse las vestiduras y proclamar su indignación por cualquier iniciativa de la Iglesia romana. El gobierno hubo de introducir en el Parlamento un bill sobre Títulos eclesiásticos, que hacía delito el uso en Inglaterra de títulos concedidos por una «autoridad extranjera». Esta ley nunca llegó a ser aplicada y cayó pronto en el olvido, pero sirvió a Lord Russell para expresar su sintonía con los sentimientos mayoritarios de sus compatriotas y reaccionar contra la «agresión papal».

Observaciones y comentarios formulados por Newman durante este tiempo indican cierta sutileza en sus juicios acerca de la restauración de la Jerarquía. Deplora vivamente el revuelo anticatólico, pero cuando se expresa en confianza parece poner en duda la sabiduría de haber colocado a todo un Cardenal al frente de los nuevos obispos. Juzga una ironía que los mismos clérigos Old Catholics que han contribuido eficazmente a la creación del régimen ordinario critiquen la iniciativa restauradora a raíz de la agitación anticatólica36.

Pero Newman piensa que la Jerarquía representa en definitiva un gran paso afirmativo y que es una medida que debe ser apreciada en un marco de fe en la Iglesia y en su futuro37. La crisis que ha provocado —viene a decir— contribuirá a una actitud cada vez más realista por parte de los católicos y a un apostolado más eficaz y silencioso, sin aparato externo ni ostentación innecesaria38. «Si hay una consideración que con preferencia a otras debe hacernos a los ingleses agradecidos hacia Pío IX —escribirá en 1864— es la de que, al darnos una Iglesia propia, ha preparado el camino para que nuestros hábitos mentales, nuestra manera de pensar, nuestros gustos y nuestras virtudes tengan un sitio y encarnen un modo de santificación dentro de la Iglesia católica»39.

La restauración de la Jerarquía era un hecho consumado y representaba un paso de obvia trascendencia en la historia del Catolicismo inglés. A partir de la nueva situación, Wiseman iba a ser el protagonista principal de una actividad que convertiría un plan de gobierno eclesiástico local en un esquema de centralización y romanización crecientes. Los días de una Iglesia católica en Inglaterra controlada en cierta medida por influyentes laicos estaban contados. Desde ahora serían Roma y los obispos quienes tuvieran la última palabra. La importancia de la contribución inicial de Wiseman a la consolidación y expansión ulterior del Catolicismo inglés resulta innegable. Puede, sin embargo, imputársele alguna responsabilidad en la injusta acusación de Galicanismo con la que describió frecuentemente la conducta y actitudes de otros católicos, incluidos diversos obispos. Wiseman tendía a considerar como deslealtad hacia Roma lo que no era muchas veces sino oposición a su estilo personalista y errático de gobernar. La resistencia que opuso a interferencias laicales ilegítimas en el gobierno de la Iglesia impregnó en último término su mentalidad y su actividad toda de un acusado clericalismo que, junto a otros motivos, enfrió progresivamente sus relaciones con muchos excelentes católicos, entre ellos Newman.

La designación de los obispos para las nuevas sedes no fue asunto fácil. No había tantos candidatos cualificados como hubiera sido deseable40 y los nombramientos recayeron sobre hombres competentes y virtuosos, vinculados en su mayoría a la tradición católica inglesa y poco afines a la mentalidad y al espíritu que Wiseman trataba de introducir41.

Circulan rumores insistentes, recogidos y aireados por la prensa antes de conocerse todos los nombramientos, de que Newman va a ser designado para regir alguna de las nuevas diócesis y se habla en concreto de Nottingham. Aunque no es fácil saber qué fundamento les atribuye, él expresa claramente su repugnancia a aceptar un cargo episcopal. Unos meses antes había escrito a Faber en respuesta a opiniones similares: «Por lo que se refiere a mi posible nombramiento de obispo, nadie que sea leal a San Felipe puede desearlo seriamente. No hay extremo al que no esté dispuesto a llegar para impedirlo. Gastaría cientos de libras en mensajes a Roma»42. A principios de enero de 1851 parece considerar el nombramiento como una posibilidad real y próxima, y reitera de nuevo a Faber, entre otros, su disposición contraria y la determinación firme de evitarlo43.

Está convencido de que ser obispo no es lo suyo. Es una dignidad que no responde a sus aspiraciones ni a su carácter, y que comprometería además seriamente su vocación y dedicación al Oratorio. «Todo el mundo tiene su sitio, y el mío está donde ahora me encuentro»44. Esta es la primera ocasión en la que Newman —no sabemos con cuánto fundamento— se ve obligado a considerar el tema del episcopado en relación con su propia persona. No será la única vez que deba reflexionar y pronunciarse sobre el mismo asunto.

Como respuesta a la campaña anticatólica de la «agresión papal», Newman decide emprender un ciclo de conferencias que se inician el 30 de junio en el Corn Exchange de Birmingham y continúan semanalmente hasta el 1 de septiembre.

El propósito de estas intervenciones —que se presentan con el título de Conferencias sobre el Catolicismo en Inglaterra— es analizar y criticar los prejuicios anticatólicos —de origen religioso, social y político— que han arraigado en la sociedad y el alma inglesas. No era intención del conferenciante «demostrar el origen divino del Catolicismo, sino remover algunos de los obs­táculos morales e intelectuales que impiden a los protestantes reconocerlo; porque no cabe esperar —dice el orador— que los protestantes hagan justicia a una religión a cuyos miembros odian y ridiculizan»45.

Newman apela al buen sentido de sus compatriotas para que adviertan honestamente los viciosos presupuestos de sus juicios y sentimientos contra la Iglesia romana y los católicos. Mientras que todos los apologistas y escritores católicos anteriores habían intentado el arduo e interminable método de responder una por una a objeciones, críticas y calumnias concretas, Newman procura desnudar y exponer de manera directa y radical los prejuicios generalmente irracionales que fundamentan y nutren la animosidad anticatólica en el país. Mediante un uso magistral de la ironía, el humor y la sátira46, ofrece un modelo consumado de exposición polémica que, sin detenerse en asuntos dogmáticos, se centra en la defensa de la vida, las actitudes y la mentalidad católicos, desfigurados habitualmente por el protestantismo político-religioso.

Como ocurrió en las conferencias pronunciadas el año anterior en el Oratorio de Londres, Newman muestra también en esta ocasión un estilo de elocuencia y una brillantez literaria que representan cierta novedad en su vida de predicador. Parece asumir ahora el tono y los rasgos de un verdadero orador, lleno de su tema y con el deseo de llegar pronto al alma de los oyentes. No son características nuevas en él, pero si en Oxford era reservado, sencillo, pausado, analítico y reflexivo, en Birmingham destacan más su acento moderadamente retórico y su exhortación encendida47. Nunca partidario de la polémica ni de la controversia, que podían en su opinión ser útiles para confundir a un adversario pero no servían para establecer la verdad48, estos discursos llaman, no obstante, la atención por la efectividad y contundencia de la argumentación y del lenguaje.

Muy a su pesar, Newman se vio envuelto en frecuentes controversias a lo largo de su prolongada vida y demostró sobradamente que, si hubiera elegido una carrera jurídica o parlamentaria, los recursos polémicos que su mente y su inventiva le permitían utilizar habrían sido simplemente formidables y casi siempre fatales para el adversario. El anglicano Charles Kingsley lo experimentaría a su costa en 1864, aplastado por la inapelable Apología pro Vita Sua que había provocado con sus ofensivos comentarios.

La línea argumental de estas conferencias apunta a mostrar que la oposición principal al progreso y difusión del Catolicismo en Inglaterra debía buscarse no en los razonamientos protestantes sino en una tradición protestante que dominaba en casi todas las minorías religiosas del país y determinaba las reacciones y sentimientos del gran público. Bajo la influencia de esta tradición, los ingleses habían llegado a identificar sumariamente al Protestantismo con el buen sentido religioso, civil y político, mientras que cualquier manifestación de lo católico equivalía sin más a superstición, oscurantismo y tiranía.

Newman piensa que los protestantes ingleses —incluidos los anglicanos, si se exceptúa a los hombres del Movimiento de Oxford— nunca han concedido al Catolicismo la oportunidad de defenderse ni de aparecer ante la opinión pública británica según su verdadero ser. Les ha movido a ello —dice— un instinto de defensa. «Vuestras artificiales flores —son palabras del conferenciante— poseen la suavidad y el colorido de la naturaleza hasta que se las compara con el artículo genuino y fresco, recién traído del jardín. Se detecta la moneda falsificada si se la hace resonar con la auténtica. Así ocurre con la religión. El Protestantismo no es, en el mejor de los casos, sino una bella pieza de cera, que no parece muerta sólo porque no se la confronta con la Iglesia que verdaderamente respira y vive. La Iglesia viva es el test y la refutación de todas las falsas iglesias. Por lo tanto hay que eliminarla por cualquier medio; hay que pisotearla, romperla, vestirla como un felón, reducirla por hambre, desfigurar sus rasgos, si deseáis mantener vuestra vacía ficción en su lugar de orgullo. Pero de ningún modo concedáis a la Iglesia juego limpio. No se os ocurra hacerlo. La luz deslumbrante de su figura, la santidad que brilla en su semblante, la melodía de su voz, la gracia de sus movimientos son demasiado para vosotros. Ennegrecedla, convertidla en cenicienta, no escuchéis nada de lo que diga...»49.

El orador trataba de explicar al hilo de sus intervenciones semanales cómo el Protestantismo exhibía realmente, al hablar acerca de los católicos, la misma incoherencia que injustamente les reprochaba a ellos, y cómo vivía acríticamente de una tradición propia alimentada de prejuicios y hecha inexpugnable mediante una estudiada ignorancia de todo lo católico. La sumaria descalificación de la Iglesia que hacían los protestantes de su tiempo se basaba para Newman en una petición de principio. «Dicen que somos supersticiosos porque ser supersticiosos es hacer lo mismo que nosotros hacemos»50.

En la quinta conferencia, pronunciada el 28 de julio, se refirió Newman, como ejemplo de calumniosa maquinación anticatólica, a la propaganda desarrollada poco tiempo antes en Inglaterra por un fraile apóstata italiano apellidado Achilli. Patrocinado por diversos grupos protestantes, Achilli se había presentado en el país como una inocente víctima de la Inquisición romana y de una feroz e injusta persecución religiosa. La verdadera historia de Achilli era en realidad la de un normal y justificado proceso eclesiástico por delitos de corrupción cometidos por el acusado con mujeres jóvenes, y había sido relatada por Wiseman en las páginas de la Dublin Review51. Movido por estas circunstancias y confiado en las pruebas documentales que el Cardenal parecía tener de sus afirmaciones sobre Achilli, el conferenciante expuso pública y elocuentemente el carácter del exfraile italiano y las calumnias contenidas en sus acusaciones contra la Iglesia católica y sus representantes.

Las Lectures terminaban con unas consideraciones que se apartaban de lo polémico e iban exclusivamente dirigidas a los laicos católicos. Newman percibe con claridad que el futuro de la Iglesia en el país depende de la labor constructiva, paciente y bien orientada que los católicos consigan llevar a cabo en el terreno espiritual, cultural y cívico. Puede decirse que en las últimas palabras de esta memorable serie se ofrece a los oyentes y luego a los lectores del libro un esbozo de Iglesia en acción donde el laicado ocupa un lugar determinante. Las observaciones de Newman suponen exactamente lo contrario a una visión clerical de la actividad de la Iglesia en el mundo.

«“Hay un tiempo para el silencio y un tiempo para hablar” —dice Newman con palabras de la S. Escritura—: el tiempo para hablar ha llegado... Deseo un laicado que no sea arrogante ni precipitado en el hablar, que no sea discutidor sino hecho de hombres que conocen su religión, que han penetrado en ella, que saben donde están, lo que profesan y lo que no profesan, que conocen tan bien su credo que son capaces de dar razón de él, y que poseen suficiente conocimiento de la historia para defenderlo. Deseo un laicado culto y bien instruido. No niego que ya lo seáis, pero pretendo ser severo e incluso, como dirían algunos, excederme en mis exigencias. Deseo que aumentéis vuestros conocimientos y que cultivéis vuestra razón, que percibáis bien las relaciones de una verdad con otra, que aprendáis a ver las cosas tal como son y que comprendáis cómo se comportan recíprocamente la razón y la fe, cuáles son las bases y principios del Catolicismo y dónde se encuentran las incoherencias y absurdos principales de la teoría protestante»52.

Es fácil advertir en estas palabras una nota de contraste con lo que comúnmente se esperaba entonces de los laicos católicos. La mayoría de los oyentes nunca había escuchado una exhortación semejante ni se había asomado a los horizontes de apostolado intelectual y responsabilidad cristianas que aquel discurso les señalaba. «En todos los tiempos —continuaba Newman—, el laicado ha sido la medida del espíritu católico. Los laicos salvaron la Iglesia en Irlanda hace tres siglos y la traicionaron en Inglaterra. Nuestros dirigentes fueron fieles pero nuestro pueblo fue cobarde. Debéis ser capaces de expresar lo que sentís y lo que pretendéis, además de sentirlo y pretenderlo; capaces también de llevar a la comprehensión de otros las ficciones y falacias de vuestros adversarios; y capaces de responder las acusaciones contra la Iglesia a la satisfacción, no de los fanáticos, sino de los hombres de buen sentido...»53.

La nueva situación eclesiástica del país y las perspectivas que parece abrir para el desarrollo de la Iglesia refuerzan en el ánimo de Newman la convicción de que los obispos necesitan absolutamente del laicado si han de conseguir una verdadera y creciente presencia católica en la sociedad inglesa54. Los prelados en su mayoría no percibían las cosas del mismo modo. El hecho era bien conocido por Newman, que, a pesar de su innegable admiración y gran respeto hacia Ullathorne —que era hombre razonable y moderado—, observaba con cierta preocupación que el buen obispo de Birmingham manifestaba con frecuencia lo que parecía ser un verdadero «horror of laymen»55 y una consiguiente incomprensión hacia el papel que los laicos y sus opiniones sobre educación, política, cuestiones sociales y culturales, etc., debían desempeñar en aquella hora de la Iglesia.

No fue una casualidad que, concluidas las últimas conferencias de Newman en el Corn Exchange, Ullathorne le hiciera partícipe de sus reservas acerca de las observaciones que había hecho sobre los laicos. Le parecían desde luego exhortaciones correctas, pero temía que pudieran estimular en muchos de ellos el afán de controversia y un espíritu de excesiva independencia respecto a sus pastores56.

El ilustre converso no se equivocaba cuando hablaba en confianza de la comprensible mentalidad clerical de su amigo el obispo de Birmingham. Precisamente en la primavera de 1851 se ocupaba Newman de iniciar las actividades de la asociación laical que, vinculada al Oratorio, representaba una de sus más queridas iniciativas apostólicas personales. Se trataba de movilizar a hombres jóvenes con el fin de formarlos intelectual y doctrinalmente, fomentar su vida espiritual y estimular su responsabilidad cristiana en las actuaciones temporales. La asociación estaba abierta a católicos y protestantes, contemplaba la intervención de otros laicos como conferenciantes, etc., y declaraba ser una empresa espiritual no eclesiástica57.

La serie de conferencias en el Corn Exchange fue publicada como libro en septiembre, con el título The Present Position of Catholics in England. Newman dedicaba el volumen al irlandés Paul Cullen, arzobispo de Armagh, que precisamente pocas semanas antes le había ofrecido promover una universidad católica en Irlanda. Newman conocía a Cullen desde los tiempos de su estancia en Roma y los dos hombres mantenían relaciones cordiales.

Aunque las presentes conferencias habían recibido un eco muy débil en la prensa, puede afirmarse que resultaron de gran importancia para consolidar el prestigio de su autor entre los católicos y para iluminar a los protestantes aspectos oscuros de su psicología respecto a la Iglesia romana. Una de estas intervenciones —la referente al italiano Achilli— iba a desencadenar, sin embargo, una crisis en la vida de Newman. Parecía claro a fines de agosto que el exfraile preparaba contra él una demanda judicial por calumnias. «Lamento oír —le escribe Edward Badeley, un abogado recientemente convertido— que se encuentra usted amenazado con un proceso, pero en realidad no me sorprende. Cuando leí la quinta conferencia pensé que la denuncia era una consecuencia nada improbable... Si el doctor Achilli interpone una acción por calumnia, temo que va a ser para usted casi imposible demostrar la verdad de sus acusaciones, dada la gran dificultad de reunir las pruebas necesarias»58.

Newman se ha hecho ya a la idea del proceso y se anima con la solidaridad que halla entre todos los católicos que conoce —ingleses e irlandeses—, dispuestos en la medida de sus posibilidades a afrontar los gastos que habrán de realizarse. Newman se va a convertir pronto en el símbolo de un Catolicismo injustamente perseguido.

El 27 de octubre tiene lugar formalmente la denuncia judicial. Resulta evidente que los jueces están contra Newman y que un ambiente de prejuicio protestante domina al tribunal. Convencidos de la imposibilidad de obtener justicia, los abogados del acusado sugieren la posibilidad de un compromiso y recomiendan a éste que retracte las acusaciones. Pero Newman sabe bien que no puede hacerlo sin infligir una herida profunda a la causa católica y decide que el proceso siga su curso.