José Luis Guil Guerrero

 

Exilio en Berbería

 

Image

 

 

Primera edición: abril de 2017

 

© Grupo Editorial Áltera

© José Luis Guil Guerrero

 

ISBN: 978-84-17029-14-2

ISBN Digital: 978-84-17029-15-9

 

Difundia Ediciones

Monte Esquinza, 37

28010 Madrid

info@difundiaediciones.com

www.difundiaediciones.com

 

IMPRESO EN ESPAÑA — UNIÓN EUROPEA

 

 

INTROITO:
En el Umbral del Infierno

En aquella fría mañana de domingo, doce de Rabî Al-Awwal del año ochocientos ochenta y ocho1, las tropas nazaríes se hallaban acampadas en el lomo de una suave colina rodeada de viejos olivos, en pleno Campo de Aras, aún muy próximas a Lucena. Los soldados habían recibido instrucciones para terminar su yantar con premura; Alí-Atar, anciano alcaide de Loja y experimentado merodeador en tierras de infieles, acababa de planificar la retirada con los amires. El zorro plateado –como le llamaban sus hombres con admiración–, a pesar de sentirse bien seguro sobre aquel privilegiado promontorio, presentía que podría estar fraguándose alguna celada contra ellos; su olfato de viejo sabueso jamás le había engañado. Él sabía que nunca estarían seguros teniendo cercanas las tropas del conde de Cabra; conocía de sobra a ese terco e impetuoso noble castellano y su afán de cosechar gloria a costa de los nazaríes. Ya había advertido repetidas veces del inminente peligro a su yerno, Bu Abdal-lah, quien no parecía acabar de saciarse con el saqueo de aquellas tierras, pues se había empeñado en lanzar sus tropas una y otra vez contra las bien defendidas puertas de Lucena, aunque siempre sin éxito. Por suerte, esa misma mañana, el nazarí se había decidido a dar la orden de regreso. Ojalá lo hubiera hecho antes; el paisaje comenzaba a cambiar a su alrededor con inquietante rapidez. Tras un luminoso amanecer, una insidiosa niebla se cernía sobre el perdido olivar en el que se desarrollaba el repliegue del ejército nazarí, y aquellos solitarios campos adehesados comenzaban a cubrirse con un fino y blanquecino velo de vapor, lo que confería al entorno un aire fantasmagórico.

—No me place este silencio —dijo Alí-Atar al sultán con inquieta voz—; la mejor estrategia sería que nos cubrierais la retirada. Desplegad la caballería, yo guiaré a la tropa con los prisioneros y el botín a toda prisa rumbo a Loja.

Dando la razón a aquel avezado militar, las atalayas nazaríes, siempre vigilantes del terreno próximo, mediante un penetrante acorde de bocinas emitieron la señal convenida: un ejército cristiano de hombres a caballo se dirigía a toda velocidad hacia las tropas granadinas.

—¡Ordenad toque de timbales, rápido! —. De inmediato, el régulo musulmán instruyó a su ayudante de campo, Ahmed, de dar la alerta para afrontar la batalla. Como un solo hombre, impulsados por los redobles marciales, los jefes de la alta aristocracia militar de Granada espolearon sus caballos para situarse en torno a su emir, mientras que la caballería se ordenó en cuadros compactos, interpuestos entre la posición de los gerifaltes del sultanato y el lugar por donde se esperaba la llegada de los guerreros castellanos. Por su parte, estos no se demoraron; protegidos por la impunidad que les confería aquella espesa niebla, avanzaron decididos a afrontar el combate hasta que se hallaron a unas dos cuerdas de distancia de los musulmanes, donde detuvieron su marcha, como si procedieran a estudiar el próximo escenario de batalla. Mientras tanto, los nazaríes escudriñaban atentamente el horizonte para intentar adivinar las intenciones de los cristianos.

— ¿Conocéis esa bandera? —Bu Abdal-lah preguntó a Ahmed por una extraña insignia que emergía a través de las volutas de vapor más próximas, la cual portaba un jinete en la primera línea de la caballería enemiga. En Granada estaban familiarizados con todas las enseñas que usaban los gobernadores castellanos próximos a la frontera, pero aquel guion era inédito en aquellas tierras. El sultán miraba tal estandarte con honda aprensión, intentando reconocer la naturaleza a la que correspondería la silueta que mostraba; un animal entonado de amarillo sobre fondo verde, imagen nueva para todos ellos a juzgar por la cara de extrañeza que notaba en sus súbditos.

—Señor, no recuerdo haber visto nunca ese pendón; no es ni el del alcaide de los Donceles ni el que usa el conde de Cabra; se trata de un animal, sin duda, pero… ¿cuál? ¡Cubríos! —. Ahmed no tuvo tiempo de terminar la frase; un enjambre de afiladas líneas negras surgía a través de la bruma, endiabladamente rápidas, como si un aire traidor hubiera condensado una lluvia de muerte que súbita surcaba el aire hacia ellos. Sin darles tiempo a reaccionar, un sinnúmero de silbidos que se resolvían en golpes secos, como chasquidos de una lengua gigantesca, envolvió a las tropas nazaríes. Al unísono, por doquier se alzó un coro de exclamaciones ahogadas y desesperados lamentos. Los caballos comenzaron a emitir lastimosos relinchos, que pronto se mezclaron con los gritos de dolor de los jinetes que caían al suelo heridos. Aquella primera salva de flechas no duró más de un minuto, pero su eficacia fue endiablada: decenas de jinetes habían sido derribados de sus monturas; unos se hallaban tumbados por el suelo, mientras que otros colgaban de sus albardas cabeza abajo y con los pies aún asidos a los estribos, ensartados por venablos que traspasaban sus cuerpos de lado a lado. El olor a sangre, unido a los gritos de dolor de los moribundos, hizo que algunos caballos comenzaran a cabriolear peligrosamente. El emir haló varias veces la cincha de su montura, intentado tranquilizarla, y luego miró a ambos lados con recelo, temiendo la vuelta del enjambre de acero que había acabado con muchos de sus mejores hombres. De súbito, reparó en la ausencia de Ahmed, al notar que su caballo, aún a su lado, mostraba vacía la silla que instantes atrás le sustentara. Como un autómata, dirigió la vista al suelo para buscar a su fiel servidor, tratando de reconocer sus ropajes en las vestimentas de los desafortunados como él abatidos. Fue tan solo un instante; sumido en aquel infame baño de muerte que los anegaba, apenas pudo mantener durante unos escasos segundos la mirada que le devolvió el desencajado rostro de Ahmed. Los movimientos espasmódicos de su pecho, donde un venablo sobresalía latiendo al ritmo de los estertores de su corazón, junto a la visión de la abundante y espesa sangre que fluía de su boca, le hicieron comprender que se hallaba agonizando irremisiblemente, ya en brazos de una cercana muerte. Entonces el emir espoleó su caballo con furia, intentando huir de aquella imagen, pero sin haber meditado bien hacia dónde dirigirse; tan solo quería alejarse del umbral de un infierno en el que las flechas volvían a silbar a su alrededor, incesantes, como rayos pertinaces enviados por una impiadosa tormenta que quisiera fulminarlos a todos ellos. Poco después de haber iniciado la retirada, al notar cómo la mayoría de sus hombres lo habían seguido en aquella corta e insensata galopada, el emir detuvo su caballo en seco, volvió el rostro atrás y ordenó:

—¡Seguidme! ¡Replegaos! ¡Sin demora!

Bu Abdal-lah no sabía exactamente de dónde provenían las flechas, pero tras recordar el ángulo con el que las había visto atravesar los cuerpos de sus soldados, intuyó que el rumbo más favorable para ellos podría ser en dirección a un cenagoso arroyo cubierto de vegetación, el mismo que a su llegada a aquella ingrata tierra enlenteciera su marcha, al que los cristianos conocían como arroyo Martín. Al mismo tiempo que huía, también buscaba con desesperación la bandera de Alí-Atar, a quien había echado en falta desde el comienzo de aquel sangriento envite. De súbito, frenando su loca galopada, de entre la bruma surgió la espesa línea de sauces que señalaba el cauce del arroyo, pero por desgracia no a la altura del vado que a su llegada usaran para dirigirse a Lucena. No tenían opción.

—¡Vamos, media vuelta, formación de combate! —. Bu Abdal-lah gritó con desesperación nuevas instrucciones a sus hombres al mismo tiempo que haló de la cincha de su montura para obligarla a girar.

Los jinetes granadinos comprendieron que no tenía sentido continuar huyendo; de internarse en aquellas cenagosas aguas, los castellanos, que venían pisándoles literalmente los talones, los sorprenderían vadeándolas y darían buena cuenta de ellos en pocos minutos, por lo que no lo dudaron y se dispusieron a cumplir la orden del régulo nazarí.

—¡Cargad contra ellos sin miedo! ¡Allah lo quiere! —ordenó a gritos el emir.

El primer embate fue brutal. Al grito de Alláhu Akbar, los guerreros nazaríes, a cuyo frente se situaron aquellos abencerrajes a los que su señor gustaba llamar “la flor de la casa de Granada”, espolearon con ímpetu sus caballos, y cabalgando a la jineta, protegidos por sus adargas de cuero y ondeando en el aire sus brillante alfanjes, cargaron contra la primera línea de castellanos que ya se dibujaba a través de la espesa bruma. Por su parte, los soldados cristianos, ocultos sus cuerpos tras grandes y ovalados escudos, avanzaron con sus afiladas lanzas dirigidas al frente y bramando ¡Santiago! ¡Santiago! A los pocos minutos de iniciarse la galopada, los jinetes de ambos bandos, aunando el empuje de sus carreras enfrentadas, en medio de un pavoroso estruendo se empotraron con saña entre sí. En forma simultánea al choque, docenas de hombres cayeron al suelo, en tanto que por doquier emergió un estridente fragor de metal entrechocando, con el que se mezclaron los gritos de dolor, exclamaciones de rabia y amenazas de los guerreros de ambos bandos.

Los granadinos llevaron la peor parte en aquella batalla; tanto el conde de Cabra como el alcaide de los Donceles habían advertido repetidas veces a sus hombres: “no arrojar las lanzas a los musulmanes; usarlas para picar sin descanso a los jinetes” De esa forma, evitando el combate cuerpo a cuerpo, en el que sabían que los musulmanes podrían aventajarlos, los castellanos herían y derribaban de sus monturas uno tras otro a aquellos fieros abencerrajes.

En menos de una hora, el Campo de Aras quedó cubierto por una dantesca alfombra de guerreros muertos. Tras resistir varios embates de los cristianos, mediada una corta lucha a ropa franca, los cadáveres de los nazaríes atestaban el suelo, aunque unos pocos intentaban escapar a la desesperada. El emir, huido del escenario de batalla nada más notar la adversa suerte de sus tropas, optó por cabalgar a lo largo del curso del cauce del arroyo en busca de un vado. Él conocía la naturaleza traidora del cieno que ocultaban aquellas aguas, pero sin otra opción a la que aferrarse, se vio obligado a intentar sortear el canal. La suerte no acompañó al nazarí; de inmediato, los cascos de su caballo quedaron irremisiblemente absorbidos por el pegajoso limo del fondo. Al notar cómo la falta de impulso de su cabalgadura le impedía ascender hasta la otra orilla, el emir optó por dirigirse aguas abajo a través del cerrado cauce, confiado en que los escarpados taludes que delimitaban aquel riachuelo lo ocultaran a los ojos de los cristianos. Pero los astutos peones del alcaide ya habían reparado en aquel elegante personaje que intentaba escapar, al que ansiaban capturar. Ellos conocían la traicionera condición del fondo del arroyo y, tras comprender la naturaleza de la celada en la que había caído el nazarí, se limitaron a recorrer la rivera buscando un buen lugar para enfrentarse a su presa, para cosechar al que sería su más preciado trofeo tras la batalla.

Mediado un corto y fatigoso discurrir por aquel ingrato cauce, el emir se topó con dos guerreros castellanos que le cerraban el paso amenazándole con sendas picas. El nazarí se dispuso a enfrentarse a sus enemigos y vender cara su vida, pero tras un breve intercambio de golpes de cimitarra, mediada una corta lucha a cintarazos, Bu Abdal-lah fue derribado de su montura. Cuando sus captores se disponían a acuchillarlo, se decidió a ofrecer rescate a cambio de su vida.

— ¡Deteneos! Perdonadme la vida y obtendréis el más grande tesoro que nunca podríais imaginar —suplicó el emir con agónica voz.

El guerrero cristiano que lo mantenía preso con una cuerda que le rodeaba el cuello, al notar sus suntuosas ropas y sus muy ornadas armas, mientras apretaba el dogal que lo atenazaba, preguntó:

— ¿Quién eres? ¿Cuál es tu rango en Granada?

Con el fin de no dar ventaja a aquellos cristianos por saberse en posesión del heredero de Alhamar, este optó por identificarse como un prominente caballero de la ciudad.

—Soy un rico noble de la casa de los abencerrajes, hijo del caballero Aben Alnayar; respetad mi vida y seréis recompensado con gran generosidad.

Los victoriosos peones no lo dudaron; intuían en él un botín en ciernes, por lo que de inmediato procedieron a atarlo y conducirlo a prisión. Primero fue llevado al castillo de Cabra, como uno más de los muchos prisioneros que habían sido tomados tras la batalla. Cargado de cadenas en el patio de armas del castillo, el sultán tuvo entonces la oportunidad de ver con detalle el guion que había llevado a la victoria a los guerreros del conde, el cual ondeaba ahora sobre la torre del homenaje exhibiendo la imagen de una cabra, que al nazarí se le antojó desafiante y ufana. Extrañado, preguntó a uno de los soldados cristianos que lo vigilaba, el cual hablaba algarabía:

— ¿Qué pendón es ese? ¿Es de algún nuevo conde instalado en estas tierras?

—No; es del conde de Cabra —respondió el guerrero, muy sonriente ante la cara de estupefacción que mostraba aquel dignatario musulmán—; cuando acudió desde Baena a daros guerra, con las prisas, olvidó allí su enseña, y necesitado de una tomó esta aquí en Cabra, que tan buen fruto nos ha deparado. No me extraña que no la conozcáis; hacía casi cien años que este guion no salía al combate. Pero barrunto que ahora cambiará su suerte.

A los pocos días, Bu Abdal-lah fue trasladado junto a otros nazaríes notables al castillo de Lucena, reclamados por el alcaide de los Donceles, Diego Fernández de Córdoba, quien consideraba a algunos de aquellos guerreros como parte de su botín. Alentados por su sultán, los soldados musulmanes guardaban estricto silencio en torno a su identidad. Pero por desgracia, algunos de sus súbditos recién ingresados en el mismo calabozo y que no estaban al tanto de sus instrucciones, al verlo preso y en tan lamentable estado, comenzaron a proferir de inmediato grandes y ruidosas lamentaciones. Delatado así de su real condición, Bu Abdal-lah se vio abocado a confirmar su noble abolengo ante sus captores, los cuales no tardaron en hacer saber estas buenas nuevas al rey Fernando, quien de inmediato dio orden de trasladarlo a Porcuna, donde el emir permanecería encerrado todo el tiempo de su cautiverio.

 

PRIMERA PARTE
DE ANDARAX A FEZ

 

I. ÓBITO EN LA ALCAZABA
DE ANDARAX

Sumido en una extraña mezcla de angustia y fascinación, incapaz de asistir con serenidad a la agonía que atenazaba a su moribunda esposa, Boabdil desistió de vivir aquella fuerte tensión mucho tiempo más, y optó por abandonar la lúgubre estancia donde la larga enfermedad de la sultana parecía llegar a su final. Miró entonces a través del círculo de sombras extendidas en torno al lecho, buscando el mejor camino posible para la huida, y cuando notó que todas las miradas convergían en la enferma, se deslizó a través de la penumbra como un animal asustado, libre del acoso de la atención de sus súbditos y satisfecho de poder ocultar la perplejidad que intuía que en su rostro afloraba.

Detenido ante el estrecho corredor de salida, miró al negro vacío que parecía aguardarlo, comienzo de un espacio que no existía; abismo hacia la nada que se abriera ante sus ojos. El emir lanzó entonces una última y furtiva mirada a Moraima, y tras notar que seguía presa de los estertores que hasta entonces la habían atenazado, cuidándose mucho de no dar un paso en falso que pudiera delatarlo, salió de aquel oscuro recinto a través de un largo pasillo ornado con coloridos tapices y alfombras, sin que nadie reparara en su huida.

Guiado por la tenue luz de los candiles que clareaban el angosto corredor, Boabdil accedió al patio de armas de la pequeña fortaleza en la que ambos residían desde hacía algo más de un año, mientras la incesante salmodia que tanto le había inquietado se extinguía, cada vez más lejana, a sus espaldas. Entonces sintió como si el aire fresco al que toda la noche había anhelado por fin lo acogiera, y envuelto en él comenzó un corto y rápido paseo en torno al perímetro de las murallas que rodeaban aquel perdido castillo. Sin embargo, muy pronto notó cómo sus piernas flaqueaban, lo que le obligó a buscar el apoyo de una de las columnas que soportaban la balconada del claustro anejo al alcázar, sobre la que amoldó su cuerpo.

De súbito, un dulce e intenso aroma a jazmín abrió algunos olvidados pliegues de su memoria. La penetrante fragancia de aquellas flores le despertó recuerdos de años pasados, siempre impregnados de su perfume. Su olor le había resultado tan familiar en la niñez que se había vuelto insensible a su percepción; pero ahora, meditó melancólico, la lejanía de su añorada Alhambra le había devuelto la capacidad de sentirlo, lo que desafortunadamente también lo trasladaba a un tiempo de amargos y dolorosos recuerdos. Incómodo ante esta reflexión, movió su espalda repetidas veces contra el pilar en el que se halla recostado, aplastando así nuevas ramitas del jazminero de la columnata y acrecentando aún más aquel acusador aroma en su mente.

Tras unos minutos en los que recreó antiguas vivencias, ya algo más calmado, el sultán sintió la necesidad de conocer cómo se encontraba su esposa. Entonces, como si formara parte del aire, se deslizó a través de la espesa penumbra que en ese momento constituía para él el mejor refugio posible, y dirigió sus pasos hacia un estrecho ventanuco abierto a la alcoba de la que acababa de huir. A la luz de unas pocas velas, el sultán adivinó las difuminadas formas del lecho de Moraima, y procedió a interpretar cualquier indicio que le permitiera conocer su estado. Mientras, limpiaba obsesivamente el sudor de su rostro con un almaizal de seda, gesto repetido hasta la saciedad esa noche, sintiendo cada círculo que su mano trazaba como un nuevo reproche vertido en su conciencia. Una vez que hubo notado cómo la lenta agonía de su esposa acrecentaba, comenzó a revivir sucesos acaecidos años atrás, culpándose de la extraña enfermedad que desde varios meses y sin tregua la consumía.

Recordó entonces cómo la enfermedad había surgido incontenible: primero fueron fuertes vómitos; después, intensos dolores de vientre y una espesa orina, sanguinolenta y hedionda; por último, su piel se había tornado ulcerosa y pigmentada de una forma inquietante. Nada pudo hacer el físico, en tanto que la postración de la sultana aumentaba día tras día. Semejaba la misma enfermedad que había enviado a su hijo al Paraíso, cuya muerte agravó los males de su madre sobremanera. Además, ambos habían enfermado exhalando un extraño y fuerte olor a ajo, como una maldición prendida en su aliento, pero sin haberlo comido antes. Esto era lo que más había desconcertado al físico, quien no recordaba haber tratado antes ningún caso similar, y al que como solución tan solo se le había ocurrido recomendar el no ingerir comida alguna que lo contuviera, así como masticar ruda varias veces al día. Inútil precaución; apenas cumplido el duelo por su pequeño, también Moraima parecía a punto de fallecer con esa fúnebre señal en sus labios ¿Por qué Allah no le había mandado ese terrible olor a él, ese mal y sufrimiento, liberando así de todo ello a su esposa? Entonces, la pregunta que siempre se había hecho volvió a brotar con fuerza en su conciencia:

¡Por qué la muerte nunca ha querido ni quiere nada conmigo!

En incontables batallas la había buscado con ansia. Desde muchos años atrás, el sultán comparaba su avidez por ella con la que, durante las pasadas guerras, mostraban los cautivos cristianos por los destilados alcohólicos con los que les tentaban, gracias a los cuales conseguían arrancarles sus secretos y obtener ventajas en el batallar; pero indiferente a su demanda, el negro caballo del diablo jamás se había detenido a su lado; este siempre se procuraba otra cosecha de él apartada. Ahora, como en sueños, le asediaban imágenes de todas las ocasiones en las que él también había sentido el aliento a ajo de la muerte cercano, preguntándose por qué un impiadoso azar siempre había conseguido arrebatarle tal privilegio.

Mientras se hacía estas y otras reflexiones, inmóvil y sumido en un insoportable silencio que, sin embargo, también constituía para él su único aliado, notó cómo su madre y varios parientes trataban de animar con desesperación a la moribunda. A fin de cuentas, su vida estaba en manos del Todopoderoso, y en último extremo podría obrarse un milagro, por todos esperado. No obstante, un disimulado cuchicheo que desde la lejanía percibió entre su madre y su hermana le indicó que el temido óbito de su esposa parecía estar muy próximo. Entonces se sintió humillado por su huida, y se reprochó una vez más su cobardía por alejarse del lecho de muerte. Sin embargo, prefería esa guarida en la penumbra; sentía aquella oscuridad como un espacio más digno para él, y además quería privar a Moraima de la imagen de impotencia que desde hacía tantos años había intentado disimular ante ella y sus súbditos. En cierto modo, temía que al morir ella pudiera llevarse consigo ese mal recuerdo suyo al partir hacia el Paraíso, y que ese instante infame fuese el elegido como resumen de toda una vida hacia la que ahora sentía una gran vergüenza.

El sultán fue entonces consciente de su envidia hacia la muerte que sobre la cercana estancia se extendía; aunque no sabía si lo atraía esta o su deseo de alcanzarla, como oposición a una vida que se le antojaba insoportable y en la que se sentía sin rumbo; siempre empujado por las decisiones de su madre y bajo un designio desfavorable, situación que paulatinamente le había llevado a perder el interés por la vida.

Una repentina actividad sobrevenida en la cercana sala distrajo al emir de sus ensoñaciones. Desde su refugio, observó cómo sus familiares, dispuestos en círculo en torno a la enferma, procedían a cambiarla de postura para orientarla hacia la Quibla, mientras con velada voz recitaban versículos del Corán y la Shahada. También notó cómo una leve claridad comenzaba a insinuarse por el mismo ángulo hacia el que acababan de orientar a la moribunda, en forma paulatina a como se desvanecían las primeras estrellas. El cielo pasó entonces a constituir un referente para medir el paso de un tiempo al que había sentido toda la noche helado, como a una mortaja a la que tensara desde su propia ansiedad.

Un lúgubre y apagado clamor le indicó que se le estaban recitando a Moraima los testimonios de la Fe musulmana, instándola a repetirlos, y a reconocer a los Doce Imanes.

Ashhadu an la ilaha illa Llah2….

Súbito como una centella, el Al-Adhan ritual iluminó durante unos instantes el vacío del patio de armas de la fortaleza. Con la precisión de una daga afilada, el rezo de la oración del alba que con poderosa voz entonó el almuecín rasgó al unísono la oscuridad de la noche, el aroma a jazmín y el vapor de sándalo procedente de la alcoba de la que había huido el sultán. Esta sencilla oración agitó a todos los que daban consuelo a la agonizante, y como impulsados por su voz, se irguieron al unísono gesticulando y cuchicheando sin cesar. Los congregados habían reparado en la ausencia de Boabdil, y no parecían hallarse dispuestos a evitarle el presenciar los últimos momentos de vida de su esposa…

El sultán percibió entonces con angustia cómo una gran sombra avanzaba a través del pasillo con paso decidido, en la que de inmediato reconoció la figura de Aisha, su madre.

En un repentino destello de lucidez, Boabdil reparó en su intenso miedo hacia ella. Nunca había sido tan consciente de ese sentimiento como hasta ese momento, en el que lo reconocía y comprendía con claridad. Intentó una nueva huida; pero un espeso vaho de pavor le atenazaba las piernas, imposibilitándole andar. Sin poder ya contener sus recuerdos, a la misma velocidad con la que la imagen de su madre crecía amenazante, repasó un sinfín de acciones ya pasadas y acompañadas de la misma turbación que ahora sentía.

Aisha detuvo sus pasos ante su hijo. Había adivinado los pensamientos que como flechas atravesaban su mente, por lo que optó por guardar un premeditado silencio, mientras le examinaba con la misma dura mirada de siempre, gozando por anticipado del terror que sabía que con esa actitud podía inspirar a su hijo.

—Bu Abdal-lah…

La vista de Boabdil se nubló al escuchar su nombre pronunciado en los labios de su madre, entonado en una forma muy lenta y sonora, en la que cada sílaba era arrastrada en una cadencia que parecía brotar desde muy adentro de su cuerpo.

—Bu Abdal-lah… ¿Por qué estás aquí?

A pesar de que se había acostumbrado a que sus súbditos le llamaran Boabdil, por haber adoptado la pronunciación castellana de su nombre, su madre siempre optaba por llamarle como siempre había hecho.

El sultán enmudeció, incapaz de enfrentarse a aquella sencilla pregunta. Intuyendo la naturaleza de lo que atormentaba a su hijo, Aisha decidió insistir, para tratar de sacar el máximo partido posible de su estado de ánimo.

—Munkar y Nakin3 aguardan a tu esposa, para preguntarle sobre sus actos en la vida y pronunciar un veredicto ¿Quieres que sepan que la has abandonado al final del camino, dejándola sola ante el juicio que decidirá su suerte?

Ashhadu anna Muhammadan Rasulu Llah…

Como un estentóreo mensaje del más allá, el vigoroso reclamo a la oración del almuecín estalló en el patio por segunda vez en la madrugada, anunciando en el rezo previo a la aurora que Muhammad era el enviado de Allah. Esto aumentó sobremanera la agitación de Boabdil, impidiéndole pronunciar palabra alguna.

Aisha percibió cómo su autoridad atenazaba a su hijo e intuyó que no necesitaba añadir nada nuevo a lo ya dicho, por lo que se dio la vuelta con brusquedad para retornar a la sala que acababa de abandonar, sabiendo que el sultán se limitaría a seguirla.

Una nube de gimoteos y comentarios velados acogió a Boabdil cuando se mostró de nuevo ante sus súbditos. Detenido en el umbral, la sensación de vacío se acrecentó en él con vértigo incontenible; la sala pareciera otra, el espacio semejara haberse dilatado. El contorno de sombras que trazaba el halo de humildes candiles que rodeaban a la moribunda parecía ahora tan amplio como el cielo nocturno que acababa de dejar atrás. El sultán sintió cómo sus ojos se nublaban al contemplar en su lecho de muerte a Moraima, quien con débil voz se ocupaba de dictar sus últimos deseos. Armado con cálamo y tintero, a los pies de la cama, bajo la luz de una sencilla lámpara de aceite e inclinado sobre una pequeña mesa, el adoul4 anotaba sus palabras.

Sintiendo el peso de sus pies paralizados, el nazarí fue incapaz de aproximarse a su esposa; pero pudo escuchar cómo con un débil hilo de voz la sultana instruía acerca de sus últimas voluntades. Era consciente de su próxima muerte y pedía entregar el dinero obtenido con las ventas de sus tierras a los alfaquíes, a cambio de sus rezos.

Después de este último y claro mensaje, tras agotar unos confusos sonidos a modo de inteligible balbuceo, la joven esposa recorrió con la mirada la estancia, como si buscara a alguien indefinido; pero enseguida dejó caer a un lado la cabeza con cara de honda decepción. Entonces, sostenida por los brazos de su hermano Alí, el cual le susurraba algunas palabras de consuelo, Moraima elevó su pecho tratando de aspirar un aire que parecía extraño a su cuerpo. Pero después de unos pocos intentos inútiles, alzó de nuevo la mirada y pronunció unas débiles palabras, de las cuales el emir solo pudo reconocer el final de la última, “..ijafar”. Luego, tras mirar al vacío y reflejar en su retina el destello del candil que iluminaba al escribiente, desplomó su cabeza sobre el lecho, sumida en la consternada e incrédula mirada de sus súbditos.

Usando para esta acción tan solo unos pocos segundos, el adoul, cuando notó la expresión inerte del rostro de la sultana, se incorporó con una rapidez que denotaba que ya se había enfrentado a aquella misma situación muchas veces, cortando con su cuerpo el mismo aire que había sido ingrato para Moraima, tomó un candil del suelo para iluminar la quietud de su rostro y extrajo un pequeño espejito de uno de sus bolsillos. Tras colocarlo sobre los labios de la moribunda de modo que pudiera recoger su improbable aliento, quedó inmóvil, con la mirada fija en la fría superficie. Pasada una tensa espera de casi dos minutos, con la cabeza gacha, el escribiente volvió el rostro en dirección a Boabdil, quien de inmediato reconoció en su expresión apenada un claro mensaje: la sultana acababa de expirar.

 

 

II. LA RAUDA5 DE ANDARAX

Un tenso silencio descendió sobre la quietud de la estancia en la que acababa de fallecer la sultana, mientras la celosía comenzaba a tamizar una temprana luz. Deslizándose ante la incredulidad que rezumaban los ojos de los congregados, Boabdil recorrió lentamente la distancia que lo separaba del cuerpo sin vida de Moraima, como si cada una de las losas que pisaba le quemara.

Ya junto al lecho, inclinado sobre su esposa, asió su mano y comenzó a lamentarse con amargura. Su madre, mirada verde y felina, lo contempló adusta y sin emitir un solo parpadeo. Blanco de todas las miradas, sin poder disimular su intenso miedo, el sultán se desplomó sobre el borde de la cama. Durante unos interminables minutos en los que solo turbaron el silencio los amargos gimoteos del emir, los finos haces de luz comenzaron a brotar en la ahora sala mortuoria.

Pacientes, los reunidos esperaron a que Boabdil terminara de entregar su adiós a la última reina nazarí. Cuando sus lamentos se extinguieron, Aisha lo expulsó de su lado mediante un seco empujón. Luego se acercó a la fallecida, cerró su boca y ojos y extendió sus miembros. Tras este obligado rito, la sultana madre ordenó a uno de sus súbitos cubrirla con una sábana blanca, y a otros que encendieran candiles y velas en torno al lecho. Mientras la estancia clareaba, la prima más allegada a la difunta se acercó al emir y, bajando prudentemente la mirada, solicitó su permiso para llevar a cabo el baño purificador, la colocación de la mortaja, la oración mortuoria y el entierro de la difunta. Incapaz de pronunciar palabra alguna, Boabdil asintió a todos estos requerimientos con un afirmativo gesto de la cabeza.

Las mujeres de la familia, dando muestras de conocer a la perfección el ritual al que se estaban enfrentando, se turnaron de inmediato en ir hasta el cercano río a proveerse de agua fresca. Con ella lavaron el cuerpo de la reina tres veces, tal y como manda la tradición islámica. A continuación, el cadáver fue perfumado con almizcle y diversos ungüentos aromáticos y, siguiendo las tradicionales normas de su fe, fue envuelto en un sudario blanco sin coser, ni en la cabeza ni en los pies. Una vez cumplimentado este sencillo ceremonial, Moraima fue colocada sobre unas parihuelas y cubierta con una túnica de fino paño, y así se ultimaron los preparativos para darle sepultura.

El imán más allegado a la familia nazarí, el cual se había presentado en la fortaleza pocos minutos después del fallecimiento, se dispuso a oficiar las plegarias fúnebres por la joven sultana. Ya ante su presencia, el cuerpo de Moraima fue extendido de espaldas por sus primas ante el ministro de la fe, con la cabeza girada hacia la derecha y los pies dirigidos a la izquierda. Con mirada dolida y ausente, el clérigo se orientó hacia la Quibla y luego, coreado por aquellos que la habían asistido en los últimos instantes de su vida, dedicó a la fallecida unas sentidas oraciones de despedida.

Las manos extendidas con el dorso hacia arriba, entonando la triste salmodia:

…Señor nuestro, llena de tu gracia a Muhammad y a la familia de Muhammad, como colmaste con tu gracia a Abraham y a la familia de Abraham. Y bendice a Muhammad y a la familia de Muhammad como bendijiste a Abraham y a la familia de Abraham. En verdad que Tú eres Loable, Majestuoso…

—Permanece tranquilo, irá a Allah —susurró la prima de Moraima mientras volvía su rostro muy despacio hacia el de Boabdil, la misma que había solicitado el permiso para el ceremonial. Su voz fluía como una suave brisa ahogada en el murmullo de rezos. De inmediato, esta percibió cómo las lágrimas se desbordaban en los enrojecidos ojos del ya viudo emir, y comenzaban a surcar su pálida tez.

—Izra’il6 surcará el cielo con ella, y el interrogatorio de la tumba será blanco, corto será su tiempo en la espera del Juicio Final, donde ya juntos aguardaréis el veredicto de Allah —continuó solícita ella, con la esperanza de proporcionar algún descanso al atribulado espíritu del desconsolado emir.

Acabados los rezos, bien entrada la mañana y bajo un sol de julio sofocante, los cinco hombres de más confianza de la familia nazarí cargaron la parihuela que sustentaba el cadáver sobre sus hombros y salieron de la pequeña fortaleza, a cuyas puertas se les incorporó de inmediato el numeroso grupo de personas que desde que amaneciera esperaba su salida.

Tensos como la abrasadora quietud del aire, los congregados descendieron por el empinado talud que nacía bajo las murallas del alcázar, y luego cruzaron el río que bordeaba al pueblo a través de un sencillo puente de madera. Al paso de la numerosa comitiva, los resecos crujidos de los travesaños se mezclaron con un intenso aroma a menta aplastada que desde el cauce ascendió hasta aunarse con el cortejo fúnebre, como si desde esa fragancia Moraima diera su postrer adiós. Estaban enterrando a su sultana; la última del reino de Granada y la que sería también la primera y última de Las Alpujarras.

Los incondicionales súbditos, alineados en pos del cuerpo, serpentearon por una estrecha y empinada vereda que discurría a través de una colina inmediata a la que albergaba al alcázar. Esta se hallaba abundantemente poblada de higueras que ya mostraban la verde promesa de sus frutos, cuyo áspero e intenso aroma también acompañó al cuerpo de la joven sultana a lo largo de todo el recorrido.

Tras un corto trayecto, la comitiva alcanzó una pequeña explanada excavada a media altura de aquella colina, dónde se ubicaba el macáber de la taha. Un espeso enjambre de mosquitas rojizas, que pululaba sobre una alfombra de ciruelas aplastadas, inició el vuelo cuando el cortejo fúnebre traspasó el umbral, como si saludara a la muerte. Unos pasos después, detenida aquella procesión frente a la oquedad que constituiría la sepultura de la sultana y guardando un antiguo y estricto protocolo, los oficiantes procedieron a entonar una sencilla oración. Finalizado este rezo, el cadáver de Moraima fue depositado en la reciente fosa, donde descansaría en contacto con la tierra y mirando hacia la Meca.

Nuestra comunidad te sepulta en el nombre de Allah y en la religión de Muhammad. Este es el sepulcro de una sultana que reinó en Granada y que murió en el destierro en esta taha de Andarax. Fiel devota de Allah y de su profeta Muhammad, hija de Alí-Atar, alcaide de Loja, esposa de nuestro amado emir Bu Abdal-lah y madre de nuestro legítimo príncipe. Santifique Allah su túmulo y le señale un lugar elevado en el Paraíso, y derrame Allah por siempre sobre esta sepultura el rocío de su Cielo

Como en sueños, al mismo tiempo que escuchaba la triste, pero a su vez reconfortante plegaria, Boabdil observó cómo el cuerpo de su esposa reposaba ya en aquella sencilla tumba. Muy pronto, unos pequeños azadones comenzaron a rellenar el espacio que aún permanecía libre sobre ella. Flanqueado por su madre y hermana, contemplando un ritual que desde hacía algunos años a todos les resultaba excesivamente familiar, Boabdil se sentía incapaz de ofrecer la imagen que podría esperarse de un emir ante su pueblo.

—Soy el emir… —meditaba, mientras contenía las lágrimas, observando cómo su esposa desaparecía bajo rápidas y resecas paladas de tierra caliente, al mismo tiempo que se instalaba en su conciencia el macáber desenterrado de la rábida de la Alhambra dos años atrás—; soy el emir de un pueblo exiliado y de una pequeña taha, humillado y vencido en innumerables batallas; pero debo a mis súbditos una compostura digna.

Boabdil no podía afrontar una absoluta falta de razones para continuar viviendo; ese último año había visto morir a uno de sus hijos y después languidecer de pena a su esposa, lo que la había llevado a fallecer a ella también. Además, tantos amigos habían sido sepultados varios meses atrás, antes de entregar Granada… Eran demasiados cadáveres para cargar sobre sus espaldas en un tiempo muy corto. Pero no pudo continuar sus reproches, pues la fosa ya se hallaba colmatada con la grisácea tierra característica de las Alpujarras, anunciando así el obligado regreso al alcázar.

Sin lograr pensar en nada, como si se encontrara en Karbala asistiendo al Ta’ziyeh7, el emir contempló el pedregoso túmulo que ya se elevaba sobre el cuerpo de Moraima, y cómo aquel había sido rematado con unas lajas de pizarra a modo de estelas, para señalar la ubicación de cabeza y pies.

De súbito, una inesperada nube acogió a los oficiantes bajo su sombra, aliviándolos así de la cegadora luz que los había acompañado desde el comienzo del ritual. Todos entendieron el sentido de aquel signo que el cielo les ha mandado, pero nadie comentó nada, tan solo continuaron con su piadoso quehacer. Con titubeantes manos, se comprobó la solidez de las recién erguidas piedras, y luego fueron ubicadas sobre el conjunto funerario diversas inscripciones del Corán. Cuando la simetría del túmulo gozó de la aprobación general, como desde una sola garganta se rezó la fatiha8, y entonando esta lúgubre oración los oficiantes se alejaron con suma lentitud de la tumba real. Tras recorrer unos cuarenta pasos, en forma espontánea, el rezo de la profesión de fe sustituyó al anterior; la sultana necesitaba ahora de su apoyo, pues los dos ángeles comenzarían en seguida a formular un sinfín de preguntas a la difunta para comprobar la solidez de su fe.

Seguido de su único hijo, de su madre, hermana y fieles servidores, Boabdil retornó abatido a su residencia. Al cruzar el patio en el que la noche anterior había buscado refugio, Jairém, al que el emir consideraba como al más fiel de sus criados, detenido junto a una de las numerosas columnas pobladas de jazmines, gritó ansiosamente:

—¡Syd9, vuestro visir regresa, por la ladera que baja del monte bermejo, mirad Syd!

Boabdil elevó la vista para superar los rojos tejados que rodeaban al patio de la fortaleza y murallas. Tras buscar entre las numerosas quebradas que surcaban la vecina montaña, observó cómo a través de un angosto sendero que como un arco rasgaba el horizonte, una caravana multicolor encaminaba sus pasos hacia el pueblo. Al final de una larga reata de mulas y custodiado por jinetes armados, apreció con nitidez el colorido carruaje de Aben Comixa, su visir, quien tantos años de servicio le había ofrecido.

—Jairém, decid a mi enviado que le recibiré en palacio, pasados tres días.

Tras pronunciar estas palabras con semblante ausente, Boabdil continuó caminando hacia su cámara privada. Sus acompañantes permanecieron en el patio de armas, por entender que su emir quería estar solo. Sin saber muy bien qué hacer, se dispusieron en círculo en la zona más umbría del patio, donde pronto se instaló entre ellos un grave silencio, tan solo quebrado por el rítmico murmullo de la fuente. El borboteo del caño serenó el ánimo de los criados y de la familia real allí reunida. De súbito, una voz ondulante comenzó a recitar suras del Corán, la cual fue de inmediato coreada por todos los congregados, entonando así un rezo colectivo que duró varias horas.

 

 

III. LA ENCOMIENDA
A ABEN COMIXA

—No es posible hablar con el emir; tenemos órdenes de impedir que nadie lo moleste durante el duelo por la sultana —dijo uno de los guardias personales de Boabdil a un impaciente Comixa, mientras cruzaba dos largas lanzas ante su pecho, indicando así la imposibilidad de acceder a la cámara del régulo de la Taha.

Desde su regreso a Andarax el visir intentaba una entrevista con su emir, pero siempre sin éxito. Cada día, desde el amanecer y acompañado de dos criados, deambulaba sin rumbo aparente ante la puerta de la fortaleza, esperando escuchar alguna voz anunciadora de que Boabdil le aguardaba para conocer el resultado de su encomienda en Barcelona. Muchas eran las personas que trataban de averiguar los pormenores de sus negociaciones con los reyes cristianos, entre ellos los ministros del sultán; sin embargo, hasta ese momento, nadie había conseguido que el astuto visir hablara.

Boabdil no se hallaba ahora disponible para recibir a su visir; nada más finalizar el entierro de Moraima, había decidido encerrarse en sus aposentos. Durante su retiro, solo tuvieron noticias de él los criados que a diario le llevaban agua y alimentos. Siguiendo las instrucciones de su señor, estos dejaban la comida junto a la puerta de su estancia, y para hacerle conocer que su yantar se hallaba dispuesto daban tres pequeños golpes en la puerta y luego se retiraban con suma discreción. La única señal visible del buen estado de Boabdil era percibida a través de los escasos restos que sin comer y colocados con pulcritud junto ante la entrada de la estancia aguardaban para ser retirados por sus sirvientes, indicando así la necesidad de un próximo refrigerio. De esta única pero inequívoca forma el resto de la corte se informaba de la presumible buena salud del sultán.

Aisha decidió no turbar a su hijo durante todo el tiempo de duelo, quizás por entender que su presencia podría distraerlo del hecho de enfrentarse a su propia desdicha. En ningún caso la sultana madre quería ser un alivio a su dolor en lugar de acrecentarlo; algo que desde su salida de Granada se había convertido para ella en una fiera obsesión: hacerle sentir cada nuevo día la pérdida del emirato.

Boabdil abandonó su alcoba después de tres días de encierro. Muy temprano en la mañana, dirigió sus pasos al patio de armas del alcázar, donde requirió la presencia de sus ayudantes de cámara, quienes de inmediato aparecieron provistos de toallas y aguamaniles. Una vez que los sirvientes fueron instruidos acerca de las ropas que su emir quería vestir, este se dirigió a la sala de baños y en ella permaneció durante una hora. Tras un largo y concienzudo aseo, el nazarí se mostró de nuevo ante su familia, que ya lo esperaba junto a sus criados, pues la noticia de que el sultán por fin había abandonado su retiro había corrido de boca en boca con extrema rapidez.