Joanna Russ

 

Escritora, académica y feminista, Joanna Russ (Nueva York, 1937 - Tucson, 2011) mostró desde muy temprano una gran afición por la escritura. Nacida en El Bronx, de padre y madre docentes, se graduó en la Universidad Cornell en 1957, donde fue alumna de Vladimir Nabokov, y cuatro años después obtuvo un Máster en Humanidades en la Yale Drama School. Más tarde sería profesora de literatura inglesa en la Universidad de Washington. En 1968 publicó Picnic on Paradise, convirtiéndose junto a Ursula K. Le Guin en una de las pioneras de la ciencia ficción feminista. A este género pertenecen también relatos como When It Changed (1972), ganador del Premio Nébula, o Souls (1982), galardonado con el Premio Hugo. Su obra más célebre es El hombre hembra (1975), novela que combina sátira y ficción utópica para reflexionar sobre la identidad sexual y los roles femeninos tradicionales. Russ es también autora de importantes ensayos, entre los que destacan Cómo acabar con la escritura de las mujeres (1983) y What Are We Fighting For? Sex, Race, Class, and the Future of Feminism (1998). Un auténtico privilegio que ya sea parte de la familia de Barrett y Dos Bigotes.

 

 

 

 

Gloria Fortún

 

Gloria Fortún (Madrid, 1977) es la penúltima de ocho hermanas y hermanos de quienes heredó los libros de Los Cinco de Enid Blyton y la condición de escritora de la familia. Desde los siete años y hasta la adolescencia «publicó» una revista mensual con los acontecimientos más significativos de su casa, incluidos resúmenes de Falcon Crest para quienes se habían perdido algún capítulo. Con dieciséis años envió unos cuantos relatos a Carmen Martín Gaite y esta la llamó por teléfono para darle algunos consejos que nunca ha olvidado. En la universidad estudió filosofía y filología inglesa, pero donde más aprendió y sigue haciéndolo es en el activismo feminista y en los círculos literarios. Tiene una hija que se llama Eyre, en homenaje a la novela de Charlotte Brontë. Actualmente combina la escritura y la traducción con su trabajo como community manager y la gestión del espacio feminista Fundación Entredós, donde imparte distintos talleres. Su última traducción es el libro de relatos de escritoras estadounidenses La nueva mujer (Dos Bigotes, 2017), seleccionados y prologados por ella misma. Está terminando su primera novela. Todo esto y más en gloriafortun.com.

 

 

 

Título original: How to Suppress Women’s Writing

Primera edición: octubre de 2018

 

 

Diseño de cubierta: Raúl Lázaro

Traducción: Gloria Fortún

Corrección: Editorial Dos Bigotes / Editorial Barrett

Tipografía de cubierta: Abril, de Typetogether

 

© Originally published as How to Suppress Women’s Writing.

© 1983 by Joanna Russ. All rights reserved.

© del prólogo: Jessa Crispin

© de la edición: Editorial Dos Bigotes / Editorial Barrett

www.dosbigotes.es / info@dosbigotes.es

www.editorialbarrett.org / info@editorialbarrett.org

 

ISBN: 978-84-948936-4-3

 

Todos los derechos reservados. La reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio, deberá tener el permiso previo por escrito de la editorial.

 

PRÓLOGO

Jessa Crispin

Tengo una visión. Las calles de Manhattan están repletas de profesores universitarios, críticos profesionales, editores y jueces de premios literarios. Todos ellos visten sus poco favorecedores trajes de chaqueta —podrían permitirse ropa de mejor calidad, pero claro, eso indicaría a su público que conceden importancia a algo como la belleza— mas se los están arrancando para sustituirlos por sacos de arpillera. Arrodillados, se engalanan con cenizas[1].

Salen reptando lentamente de sus rascacielos de cristales azulados, de sus estaciones de cercanías, de sus viviendas fuera del campus para unirse a la masa. Lo que se oye no es un alarido, sino un gemido sordo e incesante. Unos cuantos, los más dramáticos y necesitados de atención, se azotan a sí mismos con ramas y látigos de nailon. Todos estos hombres, todos estos hombres blancos, cada hombre que alguna vez le dijo a una editora adjunta mientras la acorralaba contra la pared «Ya sabes que estoy en un matrimonio abierto», cada hombre que alguna vez empleó la palabra «melodramáticas» para describir las memorias escritas por una mujer o «elocuente» para describir la actuación de un hombre negro o que dedicó dos párrafos a especular sobre el cuerpo de una autora o de un autor trans en lo que se supone que era una reseña sobre su obra, cada profesor que usa letras de Kanye[2] en una conferencia para demostrar que está en la onda pero cuyos programas de las asignaturas que enseña son totalmente blancos, cada hombre que se ha referido a una Brontë, a Emily Dickinson o a James Baldwin como escritores menores: todos ellos están aquí.

Han venido a expiar sus pecados. Han venido a pedir la absolución. Han sido forzados a encontrarse con su inconsciente, por fin han visto que su sesgo es real —que han sentido la necesidad de creer que cualquiera que no fuese como ellos era un cantamañanas o carecía de interés— y esta información les ha puesto en evidencia.

Las aceras están abarrotadas de gente que ha sido apartada o traicionada: cada persona que ha sido marginada u obviada en la historia de la literatura. Les interesa el espectáculo, pero muestran escepticismo. Ya han presenciado antes este tipo de representaciones, este despliegue de «¿Cómo podía estar tan equivocado?» al que sigue, bien una vuelta a su antiguo comportamiento, levemente modificado, bien un intento de echar un polvo. No obstante, les hipnotiza el show y les decepciona ser aún capaces de sentir esperanza: esperanza de que se les vea como son en realidad y no a través de las proyecciones de estos hombres.

Cuando los hombres alcanzan finalmente el agua, lanzan sus ropas a las hogueras que llevan encendidas toda la noche. El hedor a poliéster quemado invade el aire. «Perdonadnos», gritan mientras ceden sus puestos a su público y escriben cartas de dimisión. «No nos habíamos dado cuenta».

Al leer Cómo acabar con la escritura de las mujeres de Joanna Russ me pregunté qué demonios quedaba por hacer. Esta clase de críticas se lleva haciendo durante décadas; hace mucho que existen libros, que se celebran conferencias, que se escriben ensayos personales, que se publican estadísticas y estudios científicos sobre el sesgo inconsciente. Sin embargo, ahí tenemos a críticos como Jonathan Franzer, preguntándose si la belleza física de Edith Wharton (o la falta de ella, según su valoración del rostro y el cuerpo de la autora) afectó su escritura; ahí tenemos una cultura literaria que aún hoy sigue dominada por un pequeño segmento de la población; y ahí tenemos esa sensación de que toda contribución significativa en el mundo de las letras ha sido realizada por el hombre blanco heterosexual, una sensación reforzada a través del sistema educativo, los libros de historia y el mundo que nos rodea.

Ni siquiera cuando Russ escribió su libro esta queja era una novedad, hecho que no le resta ningún valor. Siempre es un acto de valentía levantarse y decir estas cosas, aun a riesgo de que te consideren una desagradecida. Tu montoncito de migajas puede hacerse todavía más pequeño.

¿Qué hace falta para terminar con esta inflexibilidad? El libro de Russ es un intento formidable. Muestra indignación sin ser pretencioso, es exhaustivo sin ser aburrido y es serio sin carecer de sentido del humor. Aunque se publicó hace treinta y cinco años, en 1983, no describe un mundo muy diferente al que habitamos en la actualidad.

Vale, algunas cosas han mejorado. La proporción de firmas en relación a sexo y raza ha mejorado, lo cual se debe, no tanto a que las editoriales hayan tenido una especie de revelación, como a las continuas campañas online que las dejan en evidencia. Los supuestos inconscientes que crean nuestras expectativas sobre las escritoras, la literatura negra o la LGTB siguen siendo con frecuencia los mismos. Si miramos más allá de los números, al contenido, podremos comprobar que los hombres blancos siguen siendo los expertos, que siguen siendo la objetiva y universal voz de la razón. Sucede con frecuencia que a las escritoras y a los escritores negros únicamente se les pregunta sobre cuestiones de negritud, la vida de barrio, deportes o música. Que a las mujeres solo se les pregunta sobre sus sentimientos, cómo compatibilizan trabajo y vida o sobre temas domésticos. A las y los escritores homosexuales se les pide escribir sobre políticas de identidad o sobre sexualidad. Suma y sigue. (Pero mientras estamos en ello, aún seguimos escuchando sobre todo a los hombres blancos, quienes desean ofrecer la objetiva y universal voz de la razón, no a esa gente rara ni a quienes no se conforman con lo que se espera de su género ni a las personas místicas ni a las marginadas por otra cosa que no sea su sexo o su raza, y yo anhelo que también formen parte de la conversación).

Así que pregunto, y preguntaré todas las veces que haga falta: ¿qué tiene que pasar para que reconsideremos definitivamente el modo en que la literatura ha sido dominada por una visión reducida del mundo, para que nos demos cuenta de que nuestras ideas de grandeza se ven afectadas por nuestra necesidad de creer que somos grandes, como también lo son nuestro género y nuestra nación, y para que la pluralidad radical nos parezca emocionante y bella y no una amenaza para nuestro frágil ser?

Russ no escribía «como una mujer», por lo que no está claro qué debemos hacer con ella. No escribía sobre espacios domésticos o interiores; su estilo no es bello ni diplomático. Como crítica y escritora de no ficción, en especial en esta obra y en la extraordinaria Somebody’s Trying to Kill Me and I Think It’s My Husband: The Modern Gothic, no se limita a nombrar la injusticia, sino que va en busca de su origen. Comprende que un Yo delicado necesitará definirse en contra del Otro, y demuestra la suficiente inteligencia como para entender que esto no es cuestión de misoginia en sí, sino de algo que tiene el potencial de infectar a todas las personas. Esa necesidad de que el Otro sea algo concreto, de modo que cuando el Yo se refleje pueda ser algo mejor, crea una lente que imposibilita que veamos al Otro sin arriesgar el Yo. Solo somos capaces de juzgar el arte a través de esta lente, a no ser que nos neguemos con obstinación.

Las mujeres blancas hacen esto a las mujeres de color, la gente rica se lo hace a la gente pobre, los hombres gais se lo hacen a las lesbianas o a las personas bisexuales. Y por supuesto, si por lo que fuera viviéramos en un matriarcado, las mujeres se lo harían a los hombres. Puede que al leerla, esta resulte una observación banal, y sin embargo muy poca gente la ha escrito antes. Esto convierte a Russ en una crítica más aguda que alguien como Angela Carter, cuya obra ha ingresado en el canon femenino debido a su tendencia, a pesar de su gloria salvaje, a decir cosas banales acerca de la dinámica masculina/femenina. La comparaba sin demasiados matices con la dinámica depredador/presa. Carter escribe «como una mujer», así que sabemos lo que hacer con ella. Solo se me viene a la cabeza otra crítica que se moviera en el mismo plano complicado de Russ. Se trata de Brigid Brophy, a quien también se ha abandonado injustamente, dejando que se marchite en la oscuridad.

Como novelista y escritora de relatos cortos, Russ no se limitaba a crear brumosas utopías feministas en sus space operas[3] de ciencia ficción, ni escribía al estilo de colegas masculinos como Heinlein, Haldeman o Ellison, con sus (supuestamente) enormes penes en el espacio. En libros como We Who Are About To... y El hombre hembra, hizo uso del género especulativo para hablar del presente, no solo para reconstruirlo, acercándose más a Samuel Delany que a otras escritoras más femeninas como Marge Piercy u Octavia Butler. Poseía una mente privilegiada, una a la que no le costaba desdeñar los lugares comunes y las tramas facilonas y autocomplacientes para poder centrarse en el problema oculto bajo estos elementos. En We Who Are About To... nos desvela, con firmeza y erudición, historias de supervivencia contra todo pronóstico, tema en el que tantos autores tienden a recrearse irreflexivamente, pero que en su caso no son narraciones heroicas de resistencia sino verdaderas historias sobre gente que está dispuesta a hacer el daño que sea necesario al mundo, a otras personas o al medio ambiente si con ello aseguran su bienestar y su seguridad. Esta mujer logra penetrar de forma tan profunda en nuestro inconsciente colectivo que resulta sorprendente que su trabajo haya logrado ver la luz del día.

Sería agradable pensar que una escritora o escritor inconformista que carga con el peso de algún tipo de etiqueta (mujer escritora, autor/a queer o…) no se deslizaría entre las grietas de la historia de la literatura, pero por supuesto esta es una de las formas de acabar con la escritura de las mujeres, tal y como nos cuenta Russ en este trabajo. Todas tenemos que soportar las expectativas que otras personas tienen sobre nosotras, pero los castigos resultan ser más severos para algunas desviaciones que para otras.

Una forma en que Russ y otras escritoras como ella —escritoras de todos los géneros y razas y sexualidades que se niegan a cumplir con las expectativas de su audiencia— son castigadas es que no se perciba su influencia. Russ escribió sobre esto en Cómo acabar poniendo como ejemplo a Emily Dickinson, quien, a pesar de terminar siendo considerada un genio, también es vista con frecuencia como una criatura singular sin antecesoras en las letras estadounidenses. No tiene madres, no tiene hijas. La gente, y por gente me refiero a los críticos comprometidos con el mantenimiento de la hegemonía masculina, no traza una genealogía que comience con la poesía contemporánea y que lleve a Dickinson porque estos críticos nos aseguran que «ella no ha tenido influencia sobre nadie». La leemos, sí, pero no está integrada; los críticos no localizan a nadie que siga su tradición. Por tanto, escritoras como Dickinson se convierten en casos excepcionales que se encuentran apartadas de la historia de su propia nación o de su propia tradición artística. Se trata de un rechazo disfrazado de halago.

Y esto es lo que pasa con Russ. De cuando en cuando se dice su nombre, se menciona su existencia, pero no ha sido incluida en el loco mundo de la ciencia ficción de los años setenta y ochenta, ni en el de la escritura femenina, ni ciertamente en el de la literatura estadounidense. No vemos a sus madres, no vemos a sus hijas, porque los críticos les dan de lado sin remordimiento alguno. (Puede que esto parezca una queja sin importancia —el hecho de no encontrar un espacio como escritoras— pero desde luego no es un cumplido tratar a una autora como si fuera una extraña, hubiera llegado en un platillo volante o hubiese crecido de la tierra. Todas las personas que se dedican a la escritura tienen influencias, su trabajo se lleva a cabo dentro de una tradición, y si dicha tradición está dominada en el mundo académico por, digamos, Hawthorne y Hemingway, o Heinlein y Dick, ello refuerza la singular importancia de estos escritores, y da a quienes aspiran a escribir y buscan una tradición el mensaje de que estos y no aquellas ayudarán a mejorar su escritura. Así se refuerza la hegemonía).

A pesar de ello, su influencia se percibe sobre todo en otras voces devaluadas o marginalizadas. Christopher Priest, que usa los poderes interrogativos de la especulación de una forma muy parecida a la de Russ, es un claro seguidor de su tradición. Sería difícil encontrar un lugar para el libro profundamente extraño de Katherine Dunn, Amor profano, en el panorama literario conservador de los ochenta si Russ no le hubiera hecho un poco de sitio al luchar durante años por ser publicada. Las voces contemporáneas más excitantes de este género literario, como por ejemplo Nnedi Okorafor, escriben siguiendo sus pasos.

Yo llegué a Russ por otros medios, a través de Riot Grrrl y AK Press[4] y de los antiestéticos libros de bolsillo de Kathy Acker publicados por Grove Press, viéndola mencionada por chicas punk rock que creaban su propia cultura a través de fanzines y cintas de música cuando no se encontraban a sí mismas en la cultura de masas. Por tanto, considero que su legítima estirpe incluye a todas esas jóvenes con el pelo mal cortado a propósito, que dedicaban su tiempo a fotocopiar manifiestos en papel rosa chillón, que escribían letras de Sleater-Kinney[5] con rotulador permanente en sus vaqueros y que durante una temporada fueron muy activas en Livejournal[6]. Este traspaso extraoficial de escritura femenina de chica a chica, de mujer a mujer, es algo que Russ destaca aquí como antídoto para las mujeres obviadas en el entorno académico. Si la historia oficial se niega a contarte de dónde vienes, siempre puedes crear tú esos caminos.

Este libro, Cómo acabar con la escritura de las mujeres, resulta familiar y al mismo tiempo extraño; forma parte de un género de escritura reconocible, pero también diferente. La autora se niega a llegar a conclusiones fáciles, se niega a que su exasperación nuble su razonamiento y se niega a que nadie —nadie— se libre de su escrutinio. Tampoco se disculpa por su tono serio. Después de todo, ¿qué es el arte sino la expresión de cómo vivimos y cómo nos sentimos? No puede separarse de la vida, ni ser frívolo o excesivo, ya que es el modo en que articulamos nuestras almas. Y si nuestras almas están enfermas debido a que no hemos analizado el racismo, la misoginia o la homofobia, entonces examinar y criticar el arte es otra forma de mirar directamente y de diagnosticar lo que pasa en nuestras almas. O puede serlo, en las manos correctas.

He aquí mi temor: que si Russ es redescubierta, si vuelve a estar en los estantes de las librerías, reintegrada, su obra puede colocarse erróneamente entre otros libros escritos por mujeres o por gente marginalizada que hablan de las injusticias que sufren. (Ponedla donde le corresponde, en un espacio sin etiquetas, donde estén la crítica literaria, los ensayos, o simplemente en las repisas de literatura. Libradla de la indignidad de formar parte de un subgrupo).

Ahora que las mujeres están tomando la voz y el poder, tendemos a negarnos a ver nuestros propios prejuicios inconscientes y a evitar que otras personas se percaten de ellos señalando los prejuicios que otra gente tiene contra nosotras con el fin de distraer su atención. Existe un mercado cada vez mayor para esto en la escritura de las mujeres, porque no requiere que usemos la cabeza y, como Simone Weil, otra criatura excepcional sin madres ni hijas, dijo una vez: «No hay nada tan cómodo como no pensar».

Las mujeres blancas (heterosexuales, de clase media y conformes con su género) son ahora un mercado establecido, así que a nosotras también nos bailan el agua. Al parecer a las mujeres también nos gusta reafirmarnos las unas a las otras al igual que hacen los hombres. A medida que las mujeres logran hacerse camino en los pasillos del poder que hasta ahora habían ocupado y defendido los hombres, van demostrando que se comportan de la misma forma que sus predecesores. También ellas demonizan, malinterpretan continuamente y etiquetan a otros sectores de la población. Se puede ver en los premios literarios para mujeres (no debería sorprender a nadie que la poderosa élite encontrara constantemente a este pequeño grupo de mujeres, el que más se asemeja a ellos, como «las mejores»), se puede ver en la forma en que las mujeres que se dedican a la crítica literaria escriben sobre los libros de otras personas, se puede ver incluso en el modo en que las mujeres escriben ahora acerca de los hombres poderosos. Utilizan exactamente las mismas tácticas que describe Russ en este libro. En 2015 una mujer blanca se quejó del sexismo en el mundo editorial, un hombre negro respondió quejándose del racismo de las mujeres blancas que trabajan en el mundo editorial y otra mujer blanca (imitada por otras mujeres blancas del entorno conservador) le pidió en la revista The New Republic que por favor cerrara la boca, que el sexismo es sin duda peor.

Me preocupa que las nuevas lectoras de este libro se vean a sí mismas sobre todo como las silenciadas y no como las silenciadoras, que se nieguen a reconocer sus propios prejuicios inconscientes y la forma que toman, como por ejemplo dar la espalda a una autora o a un autor caribeño por resultar demasiado local y no lo suficientemente universal, o negarse a leer a un escritor o escritora queer porque «a mí no me van esas cosas, ¿sabes?». Me preocupa que nos estemos subdividiendo en pequeños sectores de población muy específicos y que solo se me incentive a leer libros de otras solteronas blancas, heterosexuales y de clase media, mujeres con el sol en Cáncer y el ascendente en Tauro que vienen del Medio Oeste pero ahora viven en una zona urbana, porque son las que pueden entenderme y hablar mi idioma. Que la literatura enseña empatía es un cliché. Puede ayudarte en ese proceso, pero solo si te esfuerzas mucho para luchar contra el impulso de tratar la literatura como si fuera un espejo. El primer paso es darte cuenta de que estás haciendo precisamente eso.

Creo que lo que Joanna Russ estaba haciendo era tratar de averiguar cómo podemos conocernos verdaderamente unos a otros: cómo podemos traspasar esa línea de ver lo individual a ver la humanidad que compartimos. Este es un proyecto radical. Así que te aliento a que como lectora o lector no busques aquí tu propio nombre ni tu propio género. No dejes que este libro refuerce tu visión del mundo. No lo uses para no pensar. La deuda que tenemos con Russ es mayor. Todas somos sus hijas.


[1] Alusión al versículo bíblico Mateo 11:21. Sacos y cenizas son símbolos de duelo y arrepentimiento. (Todas las notas al pie son de la traductora)

[2] Kanye West, rapero estadounidense.

[3] Subgénero de ciencia ficción que relata aventuras que tienen lugar en el espacio y en un tiempo futuro.

[4] Editoriales independientes, feminista y anarquista respectivamente.

[5] Grupo estadounidense de música feminista que tuvo su apogeo en los años noventa.

[6] Plataforma que es al mismo tiempo una red social y una comunidad de blogs. Es popular sobre todo en países de habla inglesa y en Rusia.

 

 

 

 

 

 

 

Dedico este libro a mis estudiantes.

 

INTRODUCCIÓN

GLOTOLOG, s., std. Intergaláctico, actual:

Especie sabia dominante Tau Ceti 8 conocida por la práctica del frumento, forma de arte que combina modalidades de llamada a los cerdos en la Tierra con el vocablo empleado en Marte para describir una caída involuntaria en el hielo y el drof uránico (velar amorosamente por el lento crecimiento y maduración de los cristales, envolviéndolos en sus ocho extremidades). El frumento, actividad muy valorada por la especie glotolog, se lleva a cabo (según los relatos oficiales sobre dicha práctica) casi exclusivamente por glotolog de aleta de buccino (o «Pal-Mal»). Estudiantes de este arte glotologuiano han encontrado indicios de las considerables contribuciones realizadas por seres de aleta de medialuna, de lunares o moteados, pero los historiadores del frumento (que suelen ser de la forma de aleta de buccino) tienden a ignorar tales esfuerzos o a considerarlos mediocres, faltos de estructura, únicamente de interés técnico o, sobre todo, na poi frumenti («carentes del espíritu de frumento adecuado»). Sin el necesario poi frumenti, según un famoso crítico glotologuiano, el frumento pierde su carácter artístico y se convierte «en un griterío antiestético, mientras que se deslizan con sus barrigas, de forma estúpida y sin sentido, a través de superficies resbaladizas» (Frument Kronologa, q.v.).

Una creencia tradicional glotologuiana muy extendida es que el comportamiento y el aspecto exterior de los glotolog de lunares, de aleta de medialuna, espinados y moteados —así como su falta relativa de éxito en la práctica del frumento— indican que la esencia central (o nerd) de estos grupos difiere de la de los glotolog de aleta de buccino, cuya esencia superior (super-nerd) les permite formar parte no solo de la aristocracia artística del planeta, sino también de la social y económica, disfrutando por tanto de ventajas demasiado abundantes y variadas para enumerar aquí.

Ni que decir tiene que la ciencia intergaláctica ha descubierto entre estos braquiópodos que típicamente viven en el autoengaño tan solo diferencias reproductivas y cromáticas menores, las cuales tienen escasas consecuencias directas en su comportamiento y desde luego carecen de la abrumadora importancia atribuida por la cultura glotolog.

Así, «como un glotolog» ha entrado a formar parte de la jerga intergaláctica como sinónimo de un autoengaño ridículo respaldado por elaboradas ficciones ampliamente extendidas que conllevan a una considerable tergiversación de la información. Por consiguiente:

Na potukoi natur vi Glotologi ploomp chikparu («Aseguras que tus clases subordinadas son verdes por naturaleza, sin embargo, una vez cada periodo diurno las sumerges en zumo de chikparu; te comportas como un glotolog») —Aldebarán 4.

Shloi mopush gustu arboretum, li dup ne, voi Glotolog! («Cuando el gorgojo hembra demuestra una habilidad inusual al subir por el árbol, apartas los ojos y aseguras que se trata de un gorgojo macho, ¡qué asquerosamente glotolog por tu parte!) —Dispar 2.

GLOTOLOG, s., coloq. Intergaláctico, actual:

Control de la información sin censura directa.

Si se supone que ciertas personas no tienen la capacidad de producir «gran» literatura, y si esta suposición es uno de los medios utilizados para mantener a esas personas en su lugar, la situación ideal (socialmente hablando) es aquella en la que se previene que esas personas produzcan cualquier tipo de literatura. Sin embargo, una prohibición formal tiende a arruinar el juego. Es decir, si se sigue sin alfabetizar al campesinado, alguien pensará tarde o temprano que el analfabetismo impide totalmente la literatura escrita, sea esta buena o mala, y que si la literatura significativa solo se puede producir, por definición, en latín, la costumbre de no enseñar latín a las niñas provocará de nuevo, tarde o temprano, que alguien se pregunte qué ocurriría si esa situación cambiara. Los argumentos a favor de mantener las cosas como están son demasiado circulares para que satisfagan a nadie. (De hecho, tales cuestiones se sacaron a la luz en Europa una y otra vez en los últimos siglos, llevando con el tiempo a que se hicieran reformas).

En una sociedad que se define como igualitaria, la situación ideal (socialmente hablando) es aquella en la que los miembros de los grupos «inadecuados» tengan la libertad de dedicarse a la literatura (o a actividades igualmente significativas) y aún así no lo hagan, probando por tanto que son incapaces de ello. Pero ay, dales un poquito de libertad real y lo harán. Por consiguiente, el truco reside en hacer que la libertad sea tan solo nominal y después —puesto que habrá quien aún así lo haga— desarrollar diferentes estrategias para ignorar, condenar o minusvalorar las obras artísticas resultantes. Si se hace bien, estas estrategias darán como resultado una situación social en la que la gente «inadecuada» tiene (supuestamente) la libertad de dedicarse a la literatura, al arte, a lo que sea, pero en la que muy poca lo hace, y aquella que se atreve lo hace (aparentemente) mal, así podemos dejar el tema de una vez por todas.

Los métodos indicados más arriba son variados, pero tienden a tener lugar en ciertas áreas que resultan clave: prohibiciones informales (que incluyen la disuasión y la falta de acceso a los materiales y a la formación), negar la autoría de la obra en cuestión (esta estrategia abarca desde un simple error de atribución a sutilezas psicológicas que hacen que la cabeza te dé vueltas), ninguneo de la obra en sí misma de distintas formas, aislar la obra de la tradición a la que pertenece y su consiguiente presentación como anómala, afirmaciones de que la obra indica el mal carácter de la autora y por tanto su interés se debe meramente al escándalo que provoca y no debiera haberse escrito (esto no terminó con el siglo XIX) y simplemente ignorar las obras, a sus autoras y toda su tradición, siendo esta última la técnica más comúnmente empleada y la más difícil de combatir.

Lo que sigue no pretende ser una historia. Más bien, es el esbozo de una herramienta analítica: patrones que se repiten en las técnicas para acabar con la escritura de las mujeres.