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Carola Aikin

 

 

Las primaveras de Verónica

 

 

 

 

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Carola Aikin, Las primaveras de Verónica

Primera edición digital: octubre de 2018

 

ISBN epub: 978-84-8393-634-4

 

© Carola Aikin, 2018

© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2018

 

 

Colección Voces / Literatura 266

 

 

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She sees her life pass before her in rapid succession, like clouds, different shapes and different colors, merging, passing into one another, the story of her life being pulled out of her, like the pages pulled from a book.

 

Edna O’Brien, The Light of Evening

 

 

 

Ella ve pasar su vida en una sucesión rápida, como nubes de distintas formas y distintos colores que se fusionan, se superponen unas sobre otras. La historia de su vida arrancada de ella, igual que se arrancan las páginas de un libro.

 

Edna O’Brien, La luz del atardecer

 

La primavera de Verónica

 

Ay, el mar me ha estado trayendo sueños, y sus lenguas tiraban de mí, deliciosamente, y yo me dejaba, otro poco me resistía. Ahora te quiero, ahora no. Yo flotaba, arriba y abajo. Por todos lados siempre había mar.

–¡Despierte, despierte, Verónica! ¡Se acabó la siesta! Traiga que le pongo la bata.

Y ahora me dejo, ahora no.

–¡Es usted ingobernable!

Así ha de ser una cuando se sueña con él.

–Pero ¿adónde va? ¿No le he dicho un millón de veces que las ventanas no se abren? ¡Que se me van a poner malos los otros abuelos!

 

El mar es un animal inmenso. A veces respira, a veces no, y cuando calla todo enmudece, surge de nuevo este mundo, el olor a limpio putrefacto, los corazones abandonados dentro de los cuerpos, el orden, el orden. ¿Por qué nos hemos dejado atrapar?

 

–¿Por qué nos hemos dejado atrapar? –pregunto.

Ella suspira.

–No empecemos. Hay sitios muchísimo peores que este, si yo le contase. Y déjese las uñitas tranquilas, no se me ponga nerviosa. ¡Que no me tire las uñas! Hoy no se araña. Hoy es el primer día de primavera, doña Vero. ¡Diablo de mujer! ¡Deje ya las ventanas! Es usted ingobernable. Venga que la peine.

 

–Ahora –digo, y ahora no voy.

 

A lo lejos las palmeras bailan como hembras rabiosas frente al mar, allá en el paseo bordeado de edificios feos, feos.

–¡Que no se asome! ¡Es que me hace perder la paciencia! Un guardia civil necesitamos, solo para vigilarla a usted.

Y la tonta se marcha de la habitación porque la harto y tiene tanta tarea. Pero ha vuelto a dejarse la llave en el armario. ¡Bendita tonta! Aprisa abro, hurgo el maletín con mis tesoros, los meto en una bolsa de plástico. Ay, la petacona, y mi libro… Ay, mi vestido chanel. Un trago, un traguito solo. Me abrocho la bata. Camino despacio. Por los pasillos: pasamanos. Por los pasillos: cautela. Luego las puertas transparentes, giratorias y… ¡A correr! ¡A correr callecitas bajo mis pies!

Por fin las aguas, el aire del puerto que no deja de alborotarme el cabello, mi pelo largo, tan blanco, tan viejo.

–Vas en bata y zapatillas –me digo, pero sigo deliciosamente caminando hacia los muelles.

¡Los barcos, los barcos! Se prepara tormenta. Todo se va llenando del brillo plateado de las jarcias, de sus tintineos, ay, que suenan como campanas de boda en la tarde. A través del ventanuco de un velero descubro dos cuerpos acostados, y ella, tan guapa, me sonríe en secreto, me saluda con la mano, corre las cortinas. Se quejan, susurran las maderas del barco, como violines borrachos cantan, se mecen y cantan.

 

Es primavera. Let me sing you the song of the fish of the sea…

 

–¡Vístete, Verónica! –gritan las palmeras en la luz enrarecida que cae, cae entre cielo y océano, sobre edificios, coches, paseantes.

Y aprovecho que abarrotan las aceras, que entran, salen de comercios y cafés. Nadie me siente entrar en la tiendecita de ropa vintage, absolutamente nadie, tan pendientes están del cielo.

–¡Aquí nos estalla la gorda! ¡La regorda!

Se han apagado las luces, no hay electricidad en el pueblo, y la dueña de la tienda y sus clientas están como hipnotizadas, no se apartan del cristal. Me agacho en la penumbra, saltan mi camisón y mi bata, huyen las viejas zapatillas de mis pies. Entre estantes y colgadores saco mis tesoros de la bolsa. ¡Rápido, rápido! Me pongo el vestido, mi vestido blanco, mi chanel. Frente al espejo, en esa penumbra, acaricio la seda, veo una mujer pensativamente pensando.

Un sombrero, un bello sombrero alado, de tono marfil, me llama desde un rinconcito. Tiemblan mis dedos.

–Esto es robar –me digo–. ¡Aprisa! Aprisa los pantis, los tacones, el carmín, dos labios rojos. Porque… ¿Quién es una sin un sombrero? ¿Quién es una? ¿Eh?

 

Tic-toc, tic-toc-tac, blanco salvaje, tacones de coral, ¿Será una sirena blanca que se viene a desposar? Mi chanel vuela entre la gente, en la playa se revuelcan las orillas. Y en lo profundo duermen las ciudades bajo el agua, ya sin leyes. ¡Ja! ¿Qué va a haber leyes ahí donde todo es mar? Saco la petaquita. ¡Por mis primaveras! ¡Por mi sombrero! ¡Por la tormenta que viene!

 

–¡Un perro! –aúlla alguien–. ¡Un perro suelto!

Hay desbandada de piernas, muchas piernas, empujones con carritos de bebé. ¡Qué barbaridad! Es un pobre mil leches con un trozo de cuerda atado al cuello.

 

¡Chapeau, Chapeau! –oigo que lo llaman.

–¡Corre perrito, corre! –le digo, y su rabo sacude pantorrillas y traseros.

 

Y, en el jaleo humano, una señora ha caído de bruces:

–¡Va libre como un demonio! –chilla rabiosa–. ¡Como un demonio!

 

¡Chapeau, Chapeau! –insiste la voz masculina, honda.

 

Ha empezado a resoplar un aire denso, oscurecido. Será francés. Chapeau, sombrero, ¡qué nombre para un perro!, y el perro me saluda con ganas de que juguemos en la playa los dos.

 

–¿No le da vergüenza? ¿No ha visto el cartel? ¿O es que está ciega?

Me río. La señora que me increpa debe de ser alemana, por el acento y por ese grupo de gente robusta que va con ella y que le ha ayudado a ponerse en pie. Va llegando más gente y ella no para los gritos, como si yo fuese la culpable del atropello.

–¡No se pueden los perros aquí!

Ay, no me llega al escote, pero me atemoriza.

 

Al perro Chapeau ya no se le ve, con el agobio, con este agobio ha salido disparado. En el ajetreo de cuerpos, de curiosos, una mujer me toca en el hombro. Miro con horror a la dueña de la tiendecita vintage.

–Abuela, ese sombrero no es suyo.

–¡Pero el vestido sí! –contraataco.

–Sea buena –repite ella con tono de persona comprensiva–, devuélvamelo.

 

La alemana y ella, tengo a las dos casi encima, casi pisando mi maravilloso chanel. Se me encorvan las uñas, me duelen los dedos, explotan mis risas fuertes, feroces.

Pardon, pardon –interviene el amo de Chapeau, el mil leches.

 

Respiro. Intento calmarme un poco. Al menos la dueña del sombrero ha dado unos pasos atrás. Pero la matrona alemana ruge:

–¡Aquí, aquí los perros están absolu-ta-men-te prohibidos!

–Excusez, madame. –La mano francesa se posa en mi brazo–. Je suis desolé.

¡Cómo brilla su boca grande! Pienso en los jugosos tomates de mar. No le veo bien el rostro. No le veo hasta que la alemana tiene que retroceder a la fuerza, pues el caballero ha depositado su enorme capacho de playa, cargado de cervezas, prácticamente sobre sus pies.

–Ustedes, ustedes… ¡Unos borrachos, lo que faltaba!

 

El caballero o no entiende o no se inmuta, es tan pedagógico. Hay que ver qué bien explica que el perro es suyo y que, desafortunadamente, se le fue:

–Je m’excuse, mes dames.

 

Y todo en medio de este viento azulado y a la vez amarillo-loco de chispas de bombillas que van a estallar. Su camiseta chillona refulge en el aire tormentoso, los rollitos de tripa le ruedan por fuera de la bermuda pantalón, las piernas arqueadas, barbudas, la cabeza grande, la boca roja. Recuerdo el cuento del sapo y la princesa. Inevitablemente pienso en el beso. Sopla más fiero aún ese pringue de sal y de aguas, las nubes trepan cielo arriba, qué extraña oscuridad.

 

–¡Deme ahora mismo el sombrero, doña Verónica! –La fastidiosa tendera, erre que erre–. ¡Parece mentira! ¡Tendré que llamar para que vengan a por usted!

Y no, no me dejará en paz, no se moverá de mi lado hasta que el viento no me levante bien las faldas del vestido, hasta que el sombrero no salga volando por los aires y mis cabellos se desbaraten como pájaros sin rumbo.

–¡Qué horror de melenas! –gritará alguien.

Y yo convulsa, las manos torpes, retorcidas, que solo saben sacar las uñas y arañar:

–¿Es que esto no acabará nunca? –Aprieto los puños. El viento me envuelve en espirales.

 

Abro los ojos cuando intuyo que no queda nadie a mi alrededor.

–Ay, mi pelo, mi vestido. Ay, yo, bajo esta lluvia furiosa de primavera.

En la acera el capacho caído, un reguero de latas de cerveza. Las palmeras tiritan, y aún más viento, aún más. Pronto los truenos, relámpagos como arpones.

––Ay, los veleros, ay.

La gente ha huido. Han corrido a refugiarse. Todos juntos, todos a salvo, tras los plásticos de las terrazas de los cafés. Allí estará la dueñecita de la tienda, con su teléfono móvil, tiruliru, tiruliru, haciendo sus pesquisas.

 

Estoy sola. Saco la petaca. Sí, sola.

–¿Y qué?

 

Las palmeras tiritan, pero no es por frío.

 

Quizá ahora me estén mirando todos ellos, con sus ojillos, sus mentes vulgares. Quizá aplasten sus caras contra esos plásticos para observarme mejor:

–¡Ahí, ahí! ¡Es ella! ¡Qué foto! ¡Qué estampa! ¡Y por allá llega él!

–¿Quién, el macarra?

–¡Miren, miren esos dos monstruos recién salidos del mar!

 

El francés ha llegado sin el perro, con parsimonia. El cuello le palpita, le palpita como si fuese un cuello de toro. Sus glúteos se agachan y se levantan para recoger latas y más latas del suelo. Saco mi petaquita, la vacío de un trago. Le mordería esa boca colorada que frunce según va echando sus cervezas al capacho.

Ça y est –canta el francés, tan tranquilo, y va una–. Ça y est –y encesta otra.

–¡Qué rabia!

Lanzo la petaca por ahí.

–¿Y qué si tiro por ahí la petaca?

 

Él sigue serio en su cometido, muy serio. El cielo cayéndonos encima. Una especie de naufragio interminable. Estoy llorando.

 

Pero, por arte de magia, todo se detiene. Apenas se distingue el rumor de las olas cuando él habla al fin:

Dommage pour votre chapeau. Una pena, lo de su sombrero –dice, ahora resulta que hablamos la misma lengua.

Se me acerca, me alisa las faldas del vestido, otra vez su firmeza sobre mi piel. Mete las manos en un bolsillo de la bermuda:

¡Et voilá! –ríe, y saca el sombrero muy, muy arrugado.

Nos miramos. En sus ojos hay una rueda gris perla que gira, que indaga, que aprieta, que suelta, que se pierde, se difumina, se aleja, se focaliza en mí.

Merci beaucoup –susurro.

Madame, je vous en prie.

 

Sé que va a invitarme a ir en busca del perro, a irnos juntos los tres. ¡Ha tomado mi mano! ¡Ay, el mar! El mar está lleno de sorpresas desordenadas, late desordenadamente frente al paseo. La gente empieza a atreverse a salir. Un coche de policía circula con lentitud sospechosa. Se para. Circula. Aún está lejos.

 

¿Y yo qué? ¿Lo digo o no lo digo?

Lo digo:

–No tendrían por qué encontrarnos.

–No –responde mi caballero–. No tendrían por qué.

Me sonrojo:

–Amanecería tarde. Tus latas vacías. Tirados el capacho, un tacón. El perro suelto y nosotros dormidos.

–El otro zapato nunca aparece. Los dos un revoltijo en la arena. A un lado mis ropas de hombre. Al otro, tu vestido chanel.

 

Me quedo sin aliento, las ideas escapadas:

–¿Así que sabe que llevo un chanel?

 

Al francés le gusta reírse. Cuando lleguemos a la playa le voy a besar.

–Cuéntame un cuento –dirá–. Me encantan los cuentos.