No pasar (Do Not Cross)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Editorial Dos Bigotes

 

No pasar
(Do Not Cross)

 

Dora Pavel

 

Traducción de Doina Făgădaru

 

 

 

 

Primera edición: octubre de 2018

Título original: Do Not Cross

 

DO NOT CROSS © 2013 by Dora Pavel

 

© de la traducción: Doina Făgădaru

 

© de esta edición: Dos Bigotes, a.c.

Publicado por Dos Bigotes, a.c.

www.dosbigotes.es

info@dosbigotes.es

 

isbn: 978-84-947963-7-1

 

Diseño de colección:

Raúl Lázaro

www.escueladecebras.com

This book has been published with the support of the Romanian Cultural Institute (through the TPS programme)

Este libro ha sido publicado con el apoyo del Instituto de Cultura Rumano (mediante el programa TPS)

 

La traducción de este libro se rige por el contrato tipo propuesto por ACE Traductores.

 

 

 

 

 

 

Thank God, it’s not that simple
In My Secret Life

Leonard Cohen

 

1

Es obvio que me odian. Mi rebelión no es la fuente de su odio. Mi repentina fama les ha pillado por sorpresa. Ellos habían luchado por ella, cada uno por separado y todos juntos, en todo lo que hacían, por todos los medios, pero no repararon en cómo la había conseguido yo. De la noche a la mañana, me convertí en el héroe del día, en uno indiscutible. La superioridad y la arrogancia de mis semejantes se podían haber manifestado de cualquier otra forma, pero no en lo que ahora se me da muy bien a mí. Y a mí, de verdad, se me da muy bien. Sé que al menos en unos centenares de kilómetros a la redonda no tengo ningún rival digno. Los rehenes, como los secuestradores, escasean. Mi predecesor, el último secuestrado que, de hecho, sobrevivió al experimento, murió hace poco, de un modo estúpido, ante la mirada de unos desconocidos, al caerse de una barca y golpearse la cabeza en un torneo de pesca. No tenía ganas de correr la misma suerte, de tener un final tan absurdo. Y se entiende el porqué: una vez llegado «arriba» y haber logrado esta pizca de fama, no la puedo dejar escapar. Sin embargo, el momento en que mi juego llegará a su fin no puede estar lejos. Por muy maravilloso que se presente todo a mi alrededor, siento muy hondo la cercanía del horror. Y la víctima de este inminente fracaso no soy solamente yo.

Miré con compasión a la «fiera». El hombre daba cabezadas con la pistola en una mano y el cuchillo en la otra. Creo que lo podía haber reducido en cualquier momento porque además estaba cansado. Un largo bostezo suyo me devolvió la sensación, tantas veces imaginada, del contacto con los colmillos de los leones, cuando veía las manos de los domadores que se demoraban demasiado tiempo en la profundidad de la boca llena de babas. Pese a ser incólumes, afilados y cortantes, apoyados en ambos lados de la mano parecían blandos, elásticos y de goma. Un desgaste que no proviene ni de la degradación física ni moral de la especie. Su desgaste es de orden metafísico: la negación de la fiera cautiva a seguir inyectando agresividad en ellos. Una forma superior de renuncia. Desde hace milenios ya no se puede hablar de ningún rastro de vanidad en una de las más crueles y sangrientas bestias de cuatro patas. Desde la primera doma. La reputación de los leones desapareció cuando su primera generación fue seducida por el hombre.

Ruido de helicóptero. Otra vez. Levanté la cabeza. Es otro, diferente al del mediodía. Puede que no relevaran al primero y tan solo hayan pedido refuerzos. Que yo sepa, la ciudad dispone de un único aparato de este tipo para casos de emergencia. Incendios, avalanchas u otras desgracias. Cuando bajé la mirada ya era demasiado tarde: el fugitivo había desaparecido. Me quedé petrificado e intenté adivinar si estaba cerca. No me gustaba estar acorralado, por muy grande que llegara a ser nuestro acercamiento en este lapso de tiempo. Por muy atenuada que ahora pudiera estar su posible sed de sangre. Me tuvo muchos minutos con la espalda pegada a su pecho. Treinta y dos veces pasó el cuchillo de una mano a otra y, las mismas veces, lo restregó por mi cara. Hacía gestos espasmódicos, me empujaba de vez en cuando, sin motivo, me obligaba a arrodillarme y golpeaba mis corvas con la punta de la bota. Cada agresión parecía producirse después de un nuevo renacer y todavía no entendía su naturaleza. Y con cada golpe él se ponía a gemir, no yo, como si yo fuera el maltratador. No me malinterpretes: no me quejo. He superado la fase del miedo. No lo niego, también lo tuve. Pese a lo que había imaginado que podría pasar a mediodía, ahora, de noche, todo es más llevadero, casi delicado. Excepto el maloliente aliento pegado a la nuca. Olor fétido a fruta podrida o prohibida. Lo que está ocurriendo no parece ser una condena a muerte. Por lo menos no todavía. Parece que el huido se quiere ganar mi confianza, intenta transmitirme la impresión de que sin él yo no podría vivir. Me hará sentir su ausencia. El hombre no es un bruto. Es un hombretón, pero no un bruto. En el peor de los casos, es un bruto triste. Y limpio. Las uñas las tiene cuidadas y cuando menos te lo esperas, hasta demuestra modales de señorito. Pero aun así, es muy arriesgado. Tengo que aceptarlo, porque un loco amenazado es eternamente imprevisible.

De todos modos, por el momento, el mejor refugio es su cercanía. Mientras él se defiende a sí mismo, también me defenderá a mí. Intenté adivinar por qué me había soltado y hacia dónde se había ido. Quedarme aquí, solo, podría ser fatal.

Una voz llegada de ninguna parte me alerta. ¡No te muevas, corres peligro! No sé lo que ven ellos. Y sé que no les importo nada. La advertencia solo les libra de la conciencia del deber. Nada importará dentro de un día, o de dos o quizás de unas horas, después de capturar al fugitivo. ¿Capturarlo? Si lo cogen de «mutuo acuerdo» les obedecerá. Otro caso clínico para seguir investigando. Si no, habrá que aniquilarlo. Y a mí también me cogerán. Me había preguntado muchas veces cuándo y cómo sería. ¿Dónde iba a pasar? Había hecho muchas conjeturas. Ninguna era esta. Me imaginaba muerto en un accidente, quemado vivo en un incendio. Me imaginaba morir de viejo. Agotado, sin fuerzas, tumbado en la «cama hospitalaria» de mi sufrimiento, sucio, rezumando pus de las heridas, olvidado por todos. Me abandonaría a mí mismo y solamente la muerte me salvaría de la repulsión. A veces, la deseaba. Me veía desplomado en el peldaño más bajo de la degradación humana, quizás loco también, en la celda de los peligrosos, sobre la paja fría y sórdida, sentado sobre mis piernas y con la mirada perdida, esperando a los «visitantes». A los más «humanos». Me veía examinado por todas partes, compadecido e invitado a comer las sobras de su comida, pinchado y escupido, azuzado y amenazado con sus puños. ¡Qué voluptuosidad! ¡Qué inestable llegué a ser!

El papel de rehén era el último que me podía imaginar. Pero ahora me está gustando. Me siento un privilegiado. Cualquiera no se beneficia de la compañía de un psicópata fugado. Perseguido, cazado. Junto a él, me cazan también a mí. Supuestamente para defenderme. Los hipócritas. En realidad, repito, no les interesa mi suerte, no les importo. Yo no. Y si me sacrifican o si me libro, ellos seguirán estando amenazados.

Escuché mi nombre por los megáfonos, está vez con claridad. Y la hoja del cuchillo. De vuelta, su brillo me empapó de sudor. De un codazo, el huido me ordenó contestar. Ponerme en contacto con ellos. Me empujó unos pasos hacia adelante. Las vértebras de mi cuello chirriaron levemente. Él estaba en la penumbra, apuntándome con la pistola. No hacía falta. Guiado por él, pegué un salto desde el bosque hacia la luz, a campo abierto. Me arañé con las malas hierbas. Me alisé la camisa a la altura del pecho y me ajusté los pantalones a las caderas. Había anochecido y me percaté de lo sucio que yo también estaba. Pero, por el momento, esto era lo de menos. Hice una señal al vacío. Sí, colaboraré. Marchaba paralelo a la carretera. A la derecha, muy cerca, el huido iba a la misma altura que yo. Solo yo lo veía. Avanzaba tal y como me indicaban, seguido y perseguido por el helicóptero desde las alturas. La carretera se extendía a unos doscientos metros desde el primer edificio. Me flanqueaban dos coches, pero sin acercarse. Cuando me ordenaron detenerme, tres tipos armados hicieron ademán de abalanzarse sobre mí. Les insté a que se mantuvieran a distancia. Vi incertidumbre en sus ojos. Uno les dijo que obedecieran. Miraban hacia atrás con miedo, como si mi presencia conllevara otra, más peligrosa.

Creo que habían evacuado la zona.

Desde un coche que apareció de la nada, un oficial casi salió despedido. Estuvo a punto de caerse de bruces antes de incorporarse. Hizo una señal a los tres para que se quedaran en su sitio, para que nos vigilaran. Estábamos los dos cara a cara, él sobre el asfalto y yo fuera. Percibí la zona acordonada como si se tratase de un auténtico comando antiterrorista. No di ni un paso más. El oficial estiró una mano, asintiendo con la cabeza al ver que vacilaba y me sugirió que me quedase allí. No sé si lo hacía por generosidad o por instinto de autoprotección.

¿Su nombre?, preguntó él, y yo le contesté, lo sabe de sobra, ¿por qué me obliga a repetirlo?, y él continuó, así lo dice la ley, y yo me conformé y se lo dije, Cezar Braia, aunque sabía que no era mi obligación decírselo, me cuestionaba, se entretenía en buscar algo, una justificación a mi «desviación», y quizás lo acababa de encontrar en mi entonación, en mis inflexiones vocales, en mi comportamiento, mi voz siempre ha provocado la curiosidad de los que me escuchan, ¿por qué tengo la voz ronca?, y yo les explicaba a todos, decenas de veces, que desde que nací la he tenido así. ¡Vale, vale!, Cezar Braia, dijo el policía, pero ¿por qué tienes esa voz?, y yo le contesté automáticamente, después de soltar un suspiro hastiado por la pregunta, porque así es mi voz, ¡vale!, ¡vale!, ¿y por qué y desde cuándo es así?, insistía él, tal y como hice yo con mis padres cuando era niño, en el primer curso de primaria, pero solo porque también me lo había preguntado la maestra, y seguramente los tuyos te dieron una explicación a esta ronquera, la tiene que haber, dijo ella, quizás te habías resfriado y ellos no te cuidaron bien, no te trataron bien o recurrieron a un maldito cirujano, que te fastidió las cuerdas vocales y ahora estás así, con esta nueva vibración, y seguía la demostración de la maestra, no hay nada más desagradable que un timbre así, y todos lo imitan de una u otra manera, cada vez que abres la boca, y retomas la pesadilla desde el principio, con el primero que te encuentras.

No comprendo nada, retomó el hilo el oficial un poco abrumado por mis explicaciones, ¿entonces te han intentado estrangular o no?, eso es lo que quiero saber, no, no me han estrangulado, le contesté, ¿te das cuenta de la situación en la que estamos?, dijo él, vosotros o yo, balbuceé intrigado, ¡nosotros!, y él continuó, quiero que me escuches. ¿Un trago?

Metí la pata imprudentemente al hacer una pausa antes de contestar, el hombre lo había intuido en cuanto me tendió la botella desde la distancia, tenía una sed tremenda después de deambular toda la tarde de aquí para allá, tenía incluso un ligero temblor en los brazos y un débil entumecimiento en la punta de los dedos, sin embargo resistí, ¡no, gracias!, la comisura izquierda de mi labio temblaba con intensidad, me preguntaba si él no se había dado cuenta también, apreté con los dedos, pero el temblor del músculo no cedía, no sé si se puede hablar de algún músculo en esa parte de la cara. El individuo mostraba una serenidad total. Decidí mantenerlo cerca de mí un poco más de tiempo, su presencia me tranquilizaba y para ello debía ser fuerte.

Sabes que te necesitamos, prosiguió él, lo sé y no me importa, las réplicas se sucedían una tras otra como si fueran leídas en un teleprónter, sé que no te importa, pero te importa él, lo que era cierto, así que reconocí, nuestra suerte era común. Quizás el enfermo tenga otra opción, intervino el oficial, sería bonito darle una oportunidad, nosotros queremos salvarle, sabía que solo piensan en él y no en mí, dije, él os proporciona el curro. Las leyes están de su lado, dijo el oficial, fingiendo no entender mi comentario, y yo aproveché para replicarle, por favor, no empecemos con la cantinela de los «derechos humanos», tendrían que cambiarla por «la ley para la captura del hombre» o «para torturarlo y exterminarlo», serían las más idóneas, llevas razón, en cierto modo, reculó el policía, que tenía un acento extraño, no sé de dónde lo habían sacado sus superiores y por qué lo habían puesto justo a él de mediador, no era un lugareño, no tienes que saber de peculiaridades dialectales o de un habla concreta para darte cuenta, sin embargo no se trataba de esto, no era esto lo que me molestaba, sino su cara redonda, musculosa, los ojos hinchados por el insomnio, era el tipo de varón obligado a afeitarse a diario, porque al llegar la noche, como ahora, parecía que no se había rasurado.

No me vengan con estas cosas, le dije, de todos modos, hablamos idiomas diferentes, ¿qué desea? Un armisticio. ¡Que pare el juego! Yo no juego, le dije cortante, y él contestó, déjalo así, créeme, es mejor para ti. No lo dejo, a mí nadie me tiene que decir qué y cuándo debo hablar y cuánto, así que le recordé que no fui yo quien pidió la entrevista y no me digan qué es lo mejor para mí. Entonces el oficial puso sobre la mesa su último argumento, sabes muy bien que te podría detener ahora mismo, en este instante, no le hice caso, por supuesto que no lo harán, le dije, no pueden hacerlo sin que se produzca ningún tiroteo, él está detrás, armado hasta los dientes, créanme, mi muerte no les servirá de nada, empiezas a entrar en razón, ¿por qué no nos servirá?, dijo él, no me pondré a su disposición, no tengo por qué hacerlo, no sé mucho más que vosotros, le dije y él se calló.

Miré hacia el bosque. Pese a mi bravuconada, en algún lugar, entre mis omóplatos, un músculo vibraba como una mariposa en una red. Al más mínimo movimiento, podía ser exterminado. Estiré los hombros, pero fue en balde. Apenas me sostenía en pie y no quería que esto me delatara, decidí atacar yo, qué les hemos hecho, por qué demonios no nos dejan en paz.

Las preguntas lo pusieron en guardia. La crispación de su cara intentaba ocultar su consternación. Nada más desalentador que un interlocutor medio loco, como yo le parecía, y quizás me dispongo a darle la razón, muchos fingen estar locos, pero pocos lo están de verdad, sin este incidente yo tampoco me hubiera conocido del todo, solo ahora puedo afirmar, también yo soy un loco, uno que no pudo aprovechar la ventaja de serlo, habría sido una lástima no haber sabido lo que era capaz de hacer, y mira lo que puedo hacer, desprenderme de todo, jugar la carta más arriesgada de mi vida, y no en absoluta soledad, sino en compañía de un auténtico psicópata, huido de un manicomio (y además, peligroso), tener a todos en jaque, aquí, donde nadie puede intervenir, apenas me podía contener de decirle todo esto al oficial, creo que el hombre tenía algunos conocimientos de psicología, si pensaba que podría continuar la discusión conmigo, en definitiva, ¿tú cómo ves estas cosas?

Reconozco que la inversión de roles me descolocó un poco, aunque en su lugar yo hubiera hecho lo mismo, el tono conciliador es el único con el que puedes aplazar una reacción de rechazo absoluto y él lo sabía. Quería ganar algo de tiempo, sin contar demasiadas cosas, así que dije, es sencillo, esto no va a seguir como hasta ahora, la verdad era que no tenía nada que decir, tampoco yo sabía lo que quería hacer.

Espero propuestas, mordió el anzuelo enseguida, con habilidad.

Si tuviera que hacer una propuesta justa y acorde a mi gusto, esta sería que se retirasen y que nos dejasen en paz, dije, ¿retirarnos de dónde?, contestó de repente el oficial, y respondí automáticamente, ¡de nuestro territorio!, y él, nuestro, ¿qué quieres decir?, entonces puse en práctica la archiconocida teoría, ninguna «fiera» se desplaza libremente fuera de su territorio, ningún fugitivo, por lo visto parece que aquí está a gusto, cerca de la montaña, donde vosotros habéis llegado en masa y habéis invadido su espacio, es un abuso clamoroso y yo comparto su criterio, donde este pobre viva, mientras esté con vida, yo también viviré, nada de lo que decía me parecía una exageración, los argumentos me salían sin dificultad, a borbotones, justo así, pensé inmediatamente después de formular la respuesta, y eso me ocurre con frecuencia, hablar antes de pensar y solo después oír y aprobar lo que he dicho, aquí, donde nos encontramos, en este lugar del bosque, el instinto animal del acosado reclama sus derechos. ¿Quizás es un reproche?, agregó el oficial, sí, puede, contesté evasivamente, asombrado yo mismo por mi osadía. Esta vez su ataque fue frontal, saltándose algunas etapas, di sinceramente, ¿por qué haces esto?, ¿cuánto tiempo piensas seguir así?, eres muy joven todavía, ¿no te das cuenta de que te expones a un gran peligro intentando seguirle la corriente a este desgraciado? Me eché a reír, reí a carcajadas, ¿insinúa que no nos quiere perder de vista ni a mí ni a él?

Exacto.

Falso, dije, únicamente pensáis en vosotros, dije, y el oficial, entre estos «vosotros», sabes muy bien, hay gente inocente, niños y en primer lugar, ¿quién nos garantiza que podemos vivir con vosotros en libertad, tanta como os quede?, sé razonable, hombre, no os queda mucha, te lo digo yo, recapacita, te lo aseguro, será mejor para los dos, y yo añadí, ¿se refiere al «bien» que tuvimos hasta ahora?, y el oficial, entiendo que tienes un dilema, tú tampoco fuiste feliz, supongo que no lo fuiste, esto lo puedo comprender, reflexiona e intentaremos ayudarte. Reí otra vez, el hecho de que solo negocien conmigo… ¿qué puedo decir?, ¡al majara ese lo podrán engañar, pero a mí no!

Si nos llevaras hasta él… sabemos que puedes, eres el único que puedes…

Trucos fáciles, dije, aunque supongo que es usted sincero.

Reunió valor, se arriesgó preguntando en un tono más autoritario, ahora «entendía» de psicología, de vez en cuando es aconsejable utilizar un tono severo en el encuentro con una mente perdida, dime, dijo él, ¿de verdad no te importa?, y yo, no tengo ganas de hablar de él, estoy cansado, basta, es suficiente, me gustaría irme. Aunque estaba furioso, todo esto lo dije con cierta precaución, con distinción y elegancia, como si estuviera rechazando con un suspiro afectado una comida con los compañeros de trabajo.

El oficial estiró un brazo hacia mí, igual de distante, sugiriéndome que permaneciese en el sitio, luego esbozó un gesto hacia el coche. Se abrió una puerta. El que estaba dentro no llegó a poner un pie en el suelo. Desde el bosque se escuchó el primer disparo. Los dos siguientes rozaron con destellos la carretera. El oficial levantó las manos y me indicó con la cabeza el bosque, gritando con un tono muy grave y apacible, nada sarcástico, ¡vuelve con él, cuando acabes lo que tengas que hacer, háznoslo saber, tendrás todo mi apoyo!

No le contesté. Aún no me había repuesto del susto. Esperaba a que unos brazos me estrechasen para atraparme. Me pareció absurdo. En la carretera, en el sendero, nadie. Me sentí ridículo y desamparado, como un canario expulsado de su jaula. Arrojado al silencio previo a la muerte.

 

2

Tardé algo de tiempo en dar con él. Estuve perdido más de media hora, haciendo pequeñas paradas en alguna fuente o cerca de los contenedores de basura rebuscando en las bolsas restos de comida. Saltó delante de mí desde una valla y tengo que reconocer que me asustó. Me sobresaltó. Nada más percatarse de que lo había visto, se colocó unos diez metros por delante de mí. Con el vientre pegado al suelo y el arma apuntando hacia mí. Permanecía callado. Parecía mudo. Parecía un extraño. Creo que él también sufría. ¿A causa de qué? No tengo la menor idea. Calculaba el ritmo de su respiración mirando el pálpito de su abdomen, inusualmente rápido, como si tuviera fiebre. Pensé en la propuesta del oficial. Quizás tenía razón y el doble suicidio no estaba lejos, y de eso solo yo sería el culpable. Quizás la primera víctima podría ser yo mismo, el loco rebelde prolongaría su vida después de obedecer a alguno de sus impulsos criminales y de acabar conmigo.

Lo cierto es que no sé lo que quiero. Tengo que confesar que el enfrentamiento con el agente me dejó agotado. Debo admitir que no me esperaba tal planteamiento, lleno de comprensión. No sé cómo interpretar sus titubeos. Si ellos mismos son capaces de aceptarlo significa que todavía tienen dudas y más paciencia que un santo. La posición en la que me ponen es también de amenaza, me advierten de los límites de mi singular acción, pero a la vez es una posición privilegiada que me da la ilusión de un acto de benevolencia y de un cierto protagonismo. ¿No llevo soñando toda la vida con ello? Tardé solo medio día en convertirme en alguien muy importante, seguramente mi nombre ya está en boca de todo el mundo. Lo vi impreso en letras mayúsculas en una esquina del periódico, me imaginaba que era el tema de conversación en la calle entre conocidos, en la cama entre amantes, declamado desde la cátedra, en las clases y anfiteatros, susurrado, en la ventana, por los temerarios que soñaban con deportes extremos, murmurado con nostalgia por los recién llegados del Himalaya.

del hombre, sí, el hombre es el enemigo

Estoy cansado. Lo miré con ternura. El fugitivo se adormecía, sonriente. Como si hubiera escuchado y disfrutado de mi discurso. No pudo haberlo hecho. No se había movido. Me acerqué hacia la luz y miré el reloj. Apenas pasaba la medianoche. Sabía que muchos no pegaban ojo por mi culpa.

Seguro que tú tampoco dormías. Quizás no sabías nada, preferiría que no supieras nada.