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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Daphne Atkeson

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un extraño en casa, n.º 242 - octubre 2018

Título original: Room…But Not Bored!

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-216-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

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Si te ha gustado este libro…

1

 

 

 

 

 

Con tacones y un traje de oficina, con dos monstruosas maletas y el ordenador colgado al hombro, Ariel Adams se quedó en las escaleras de piedra que bajaban hasta la casa en la playa que acababa de adquirir. Entrecerró los ojos para protegerse de los rayos del sol de California y se preguntó que había hecho para merecerse aquel infierno.

La mayoría de la gente pensaría que una playa de arena blanca, el océano y las gaviotas graznando y hundiéndose en el agua para pescar conformaban una imagen pintoresca y atractiva, perfecta para darse un baño refrescante, construir castillos de arena y dar un paseo al atardecer. Pero Ariel Adams no era como la mayoría de la gente.

Para ella, la playa no era agradable. Era una superficie demasiado granulosa por la que andar y olía a pescado. El sol quemaba y producía ampollas, y la sal del mar le picaba en la piel.

No, a Ariel no le gustaba la playa. Y sin embargo, tenía que vivir allí.

Estaba exhausta. Acababa de bajarse del avión que la había llevado allí desde Londres y tenía jet lag. Lo único que le apetecía era dormir durante una semana seguida, pero no podía permitirse ese lujo. Tenía que pensar en cómo iba a empezar su propio negocio de consultoría dos años antes de lo que había planeado. Se apoyó en la barandilla, desmoralizada, hasta que repitió mentalmente el lema de su madre: «Hay que mirar hacia delante».

Lo primero que tenía que hacer era cruzar aquella playa sin estropear las medias de seda que se había comprado en honor a su nueva vida en Londres, la vida que Trudy había tirado por la ventana. Por la ventana del piso veintisiete del edificio donde estaba la oficina de su cliente, Paul Foster, para ser precisos. A aquella altura, las ventanas ni siquiera se abrían.

—Paul y yo estamos enamorados —le había dicho Trudy, con el aire ligero de una heroína de romance, como si aquello fuera suficiente para explicar cómo una mujer razonable se había convertido en una tonta con la mirada de un cervatillo.

Ariel había intentando razonar con ella. Le había pedido que le concediera seis meses al asunto para convencerse de que sus sentimientos eran reales. Pero no. Dos días de sermones no habían conseguido hacer que la mirada de amor se desvaneciera de la cara de Trudy. Paul se iba a dar la vuelta al mundo, y ella lo acompañaba.

—Cuando el amor llegue, acéptalo, no importa dónde te lleve —le había dicho Trudy. ¿Acaso sus hormonas se habían vuelto locas? ¿La habían hipnotizado? ¿Qué?

Aquel no era el plan. Y hacer planes era la especialidad de Business Advantage, la empresa de Trudy, a la que Ariel había entrado a formar parte hacía seis meses. Se habían conocido trabajando juntas en el proyecto de fusión de dos empresas, una de ellas, la de Paul Foster, y Trudy se había quedado tan impresionada con el talento de Ariel que le había pedido que se asociara con ella, para ayudarla en aquel proyecto y en todos los demás.

Aquello encajaba a la perfección con su idea del futuro. Había planeado trabajar con Trudy durante dos años, o hasta que se sintiera lo suficientemente segura como para establecerse por sí misma. Pero todo sus planes se habían ido al traste. Por Trudy. Por el amor.

Foster también se había vuelto loco. Enamorarse había hecho que se decidiera a vivir la vida intensamente. También influía el hecho de que le hubieran diagnosticado erróneamente un cáncer. Por aquellas dos razones de peso, él había replanteado su escala de valores. Ariel estaba de acuerdo con que los hombres de negocios se replantearan su escala de valores, pero para mejorar sus empresas, no para abandonarlas.

Ella tenía muchas esperanzas puestas en aquella experiencia en Londres. Era su gran oportunidad, la primera de su vida, de ser parte activa en el proceso de evolución de una importante empresa, y se forjaría una sólida reputación en los negocios. Aquello le proporcionaría caché y elegancia. Por no mencionar todos los contactos internacionales. Y Londres, en sí, era una ciudad magnífica.

Pero la aventura sólo había durado tres semanas, y había tenido que volver a Los Ángeles para empezar su propia empresa, solamente con un nombre, la información, los contactos que le había cedido Trudy y su propia valentía.

Antes de que Ariel se marchara, Trudy le había dado lo que quedaba de Business Advantage, lo cual no era mucho, ya que las dos habían terminado con los clientes de Estados Unidos antes de hacer el viaje a Londres.

Y Ariel se había quedado sola. Con un suspiro, descendió por las escaleras que conducían a la casa, situada en Playa Linda, donde viviría hasta que sus finanzas le permitieran mudarse a un lugar más apropiado.

Trudy se había sentido tan culpable por abandonarla, que prácticamente le había regalado aquella casa, vendiéndosela por una cantidad ridícula que además podría pagarle en unos cuantos años, así que Ariel no había dejado escapar la oportunidad. Aunque para ella vivir allí era como estar de camping, la casa era una buena inversión. Mucha gente pensaba que vivir en la playa era el nirvana.

Y, al menos, tenía una casa. Antes de irse a Londres había dejado su apartamento, que parecía estar hecho a medida de sus gustos y sus hábitos, y había metido sus cosas en un guardamuebles, incluido todo su equipo de oficina.

Cinco pasos más abajo, el tacón se le torció peligrosamente; perdió el equilibrio y se dio con el codo contra la barandilla.

Un chico que llevaba una tabla de surf la tomó del brazo.

—¿Está bien, señora?

¿Señora? Tenía sólo veintinueve años, no era ninguna señora, demonios. Tenía edad de salir con aquel chico, no de ser su madre. Era a causa de su indumentaria, seguro. Llevaba un traje de chaqueta oscuro, una blusa de cuello alto y un moño, y seguramente estaba tan fuera de contexto como una solterona victoriana en un club de striptease.

—Estoy perfectamente —le soltó al chico, y él siguió su camino sin echar ni una mirada atrás.

Ariel terminó de bajar los escalones y empezó a caminar por la la playa con cuidado de no estropearse las medias. La casa estaba en las faldas de una pequeña colina, a la que se llegaba por una estrecha calle. Si Ariel hubiera tenido la llave del garaje, habría podido entrar por allí y evitar la playa, pero no la tenía.

Mientras caminaba, iba pensando en su trabajo. ¿Qué pasaría si no encontraba clientes enseguida? No tenía ningún problema a la hora de entender lo que necesitaban y hacer su trabajo, pero tenía un punto débil: venderse a sí misma. Aquella era la especialidad de Trudy. Su ex socia sabía cómo persuadir y engatusar, pero sin embargo, en aquel punto Ariel estaba perdida. Y aquella era una cualidad muy necesaria, sobre todo cuando se empezaba un negocio desde cero.

¿Qué pasaría si se moría de hambre? No, de ninguna manera. Ella era una superviviente y una trabajadora nata, exactamente igual que su madre. El padre de Ariel había muerto cuando ella tenía tres años, y su madre no se había hundido. Había conseguido dos trabajos, uno en una lavandería y el otro en una cafetería. Siempre había conseguido llegar a fin de mes. Su madre había salido adelante.

Ariel había pasado mucho tiempo jugando bajo las mesas de la cafetería. Las camareras le hablaban en su típico tono práctico y le ladraban para que saliera de debajo de las mesas cuando había muchos clientes, y jugaban con ella, con la Barbie y con Ken en los momentos de tranquilidad. Y todavía a su edad, cada vez que olía el jabón de una lavandería, se ponía contenta.

Mientras caminaba por la arena de la playa, pensó que sobreviviría. Y si las cosas empeoraban, siempre podría encontrar un trabajo por cuenta ajena, temporalmente, por supuesto.

El sudor estaba empezando a humedecerle los costados de su carísimo traje, y aquello significaba una factura de la tintorería. Intentó pensar en cosas refrescantes mientras avanzaba arrastrando las maletas, cuyas ruedas no servían de nada por la arena. Ya casi había llegado. Sólo un pequeño esfuerzo más.

Cuando por fin estuvo frente a la casa, se quedó mirándola. Era pequeña y vieja. Parecía que una buena ráfaga de viento podría llevársela por el aire. Ella había pasado un fin de semana allí con Trudy, haciendo los planes para su nueva empresa, y recordaba la casa más bonita. Durante un segundo se sintió decaída.

«Pintoresca y acogedora, con un encanto rústico». Así la describiría en el anuncio de la inmobiliaria para intentar venderla en cuanto anduviera lo suficientemente bien de dinero como para mudarse. «Recordarás esto y te echarás a reír», se dijo a sí misma, cerrando los ojos para visualizarlo…

Su marido y ella caminando entre las rosas del jardín de su rancho en Thousand Oaks. Su dulce voz en el oído, preguntándole: «¿Recuerdas cuando eras una novata que vivía en una casucha destartalada?». Ella miraría hacia arriba, a sus ojos, porque por supuesto él sería mucho más alto, y reiría encantada. «Mírate ahora», continuaría su adorable esposo, «has contratado un empleado y así tienes mucho más tiempo para estar conmigo, tu marido que te adora. ¿Te apetece nadar?».

Y entonces, los dos se zambullirían en su piscina olímpica y nadarían, mirándose y sonriendo.

Ariel suspiró y abrió los ojos, reconfortada por la visión del glorioso futuro que le esperaba. Tenía que ponerse en marcha. Sólo que no había dormido en treinta y seis horas y estaba muy cansada…

Empezó a subir las escaleras del porche tirando de las maletas, sudando y resoplando del esfuerzo. Sacó la llave de Trudy del bolso y la metió en la cerradura, pero alguien la abrió desde dentro. Ella se tambaleó, dio dos pasos hacia delante y se chocó con el pecho cálido, sólido y desnudo de un hombre.

Él la tomó por los hombros y la sujetó durante unos segundos para que recuperase el equilibrio. Tenía las manos fuertes y los ojos muy azules.

—Ho-la —dijo, mientras la sostenía.

Desconcertada por la sorpresa, y por el hombre, sólo pudo responder «hola», antes de que un enorme perro blanco y negro del tamaño de un oso saliera corriendo de la casa. Detrás de él iba un niño con una gorra, que se paró para darle una palmada en el brazo al hombre. Después gritó:

—¡Tú la llevas! —y bajó corriendo por las escaleras hasta la playa, detrás del perro.

—¡Tiempo muerto! —respondió el hombre, y después bajó la mirada hasta Ariel—. Lo siento. Soy Jake Renner —dijo, y le tomó la mano para estrechársela, con los ojos llenos de risa al ver su confusión.

—Ariel Adams —dijo ella débilmente.

—¿Puedo ayudarte en algo? —preguntó él. Era un poco más alto que Ariel, rubio, y estaba muy moreno. Tenía el cuerpo musculoso y demasiado expuesto, salvo lo que estaba debajo de un bañador hawaiano. Estaba muy relajado para ser alguien a quien acababan de sorprender ocupando ilegalmente la casa de la playa de Trudy.

—¿Es esta la casa de Trudy Walter? —quizá se hubiera confundido de casucha. Ojalá.

En aquel momento sonó su móvil y respondió la llamada.

Jake Renner se apoyó contra el quicio de la puerta y la observó.

—¿Qué? —dijo, irritada—. ¿Dígame?

—¿Ariel? —aquella voz era la de su amada ex socia.

—Gracias a Dios, Trudy. Estoy en la casa, y, no te lo vas a creer, pero…

—Hay un hombre. Ya lo sé —le dijo Trudy—. No tuve oportunidad de decírtelo. Lo contraté antes de que nos viniéramos a Londres para que hiciera algunos arreglos y pintara para poder vender la casa.

Ariel miró a Jake, que continuaba observándola, y después se volvió y se alejó unos pasos para continuar la conversación con un poco de privacidad.

—Me gustaría que me lo hubieras dicho.

—Te lo estoy diciendo ahora. Y hay una cosa más… Puede que viva ahí una temporada. Como parte del trato, le dije que podía quedarse hasta que terminara la reforma.

—¿Le dijiste que podía vivir aquí? —preguntó ella con la voz temblorosa. Después le dedicó a Jake una débil sonrisa.

—Es bueno tener a alguien ahí para que vigile un poco las cosas. Era para matar dos pájaros de un tiro.

—Tenías que haberme avisado.

—Supongo que estaba distraída. Y tú te marchaste tan rápidamente… Jake es un buen chico, es completamente de fiar. Ha trabajado para mis vecinos, y también cuidaba de sus hijos mientras ellos salían a hacer recados, o a trabajar. Es muy amable. He hablado con él varias veces.

—Pero, ¿él va a vivir aquí? —le preguntó Ariel entre dientes—. ¿Conmigo? —y de nuevo, intentó sonreír a Jake.

—Hay dos habitaciones, Ariel. Y él no te va a atacar, ni nada por el estilo… a menos que tú quieras, claro —y entonces añadió, en un tono más bajo—: Si yo estuviera en tu lugar, déjame decirte que… guau.

¿Guau? Aquello no era propio de Trudy.

—¿Por qué me dices eso? —le preguntó Ariel exasperada, con la esperanza de que Jake no hubiera oído nada de aquello.

—El amor está por todas partes, Ariel. Párate a oler las rosas.

¿Oler las rosas? Todo lo que Ariel olía era a algas y a pescado… y a una esencia de coco que Jake Renner llevaba en el cuerpo.

—Muy bien, ya hablaremos de esto.

—Lo digo de veras —insistió Trudy—. Replantéate la vida. Yo he empezado a pintar acuarelas de nuevo.

Ariel se mordió la lengua.

—Estoy segura de que te llevarás muy bien con Jake. Tiene muy buen carácter.

Ariel lo miró. Tenía muy buen carácter y un cuerpo muy musculoso. Irradiaba una confianza en sí mismo y una tranquilidad de las que atraían a las mujeres. Ella misma sintió una chispa por dentro. Uno no podía resistirse a la llamada de la naturaleza, supuso, no importaba que fuera inconveniente.

—Míralo de esta forma —continuó Trudy—. Si no te gusta el color de la pintura o los azulejos que yo elegí, puedes cambiarlos. Yo lo pagaré. Si quieres, añade unas cuantas cosas más mientras él esté disponible.

—No puedo permitírmelo. Y no quiero nada más. Yo… oh, demonios, tengo demasiadas cosas en las que pensar.

—Lo vas a hacer muy bien, Ariel. Conseguir clientes no es tan difícil. Además, tu trabajo habla por sí mismo. Empieza con los contactos que yo te he dado, usa mi agenda, y llámame para cualquier duda. Si estoy en algún sitio en el que haya teléfono, claro —y se rió—. En serio. Tienes todo lo que necesitas para tener éxito.

Todo, excepto los clientes.

—Te agradezco tu fe en mí —le dijo Ariel—. Hablaremos pronto.

—Adioooós.

¿Adioooós? ¿Qué le había hecho aquel Paul Foster a la sensatez de Trudy? Ariel colgó frustrada y metió el móvil de nuevo en el bolso. Después miró al hombre semidesnudo que la observaba con algo de desconcierto.

—Entonces, supongo que eres el pintor —dijo ella, intentando sonreír.

Él inclinó la cabeza para asentir.

—Y el que arregla los marcos de las puertas, el carpintero, el escayolista y, posiblemente, el electricista, a juzgar por los cortocircuitos que hay en el baño.

—¿Cortocircuitos en el baño? —repitió ella, sombríamente—. Tengo que sentarme —dijo, y se inclinó para tomar el equipaje y entrar en la casa.

Jake le quitó las maletas, las levantó como si no pesaran nada y le sostuvo la puerta para que entrara. Al pasar a su lado, Ariel percibió una vez más su olor a sol cálido y a coco. Agradable de una forma playera.

Miró a su alrededor en el diminuto salón y se le encogió el corazón. Casi no había sitio para sentarse. El mobiliario estaba cubierto con telas, y había tablones y herramientas por todas partes.También había una tabla de surf y dos bicicletas apoyadas en una pared, una de ellas, desmontada.

Jake dejó las maletas en el suelo, apartó la tela que cubría el sofá y le señaló galantemente un sitio para que se sentara. Ella se dejó caer de un modo muy poco femenino.

—¿Mejor?

—Un poco.

Jake se sentó en una silla muy cerca de ella; se le movieron los músculos de las piernas y del pecho con aquel sencillo gesto. El motivo por el que se fijaba en su cuerpo en un momento como aquel era un misterio. Debía de ser a causa del agotamiento. No podía apartar la mirada de él, como si se hubiera quedado hipnotizada por un objeto brillante.

—Esto es un poco confuso —dijo, intentando aclararse las ideas—. Trudy me vendió esta casa mientras estábamos en Londres y ahora…

—Y ahora yo se la estoy arreglando. No hay ningún problema —dijo él. Tenía los ojos más azules y la boca más expresiva del mundo. Y ancha, como si se pasara la mayor parte del tiempo sonriendo.

—Sí, si hay problemas —corrigió ella—. Tengo que vivir aquí, ¿sabes? Y trabajar aquí. Y…

—No te preocupes. Soy un compañero de piso estupendo.

—Estoy segura de que lo eres, pero, de verdad, no quiero un compañero de piso —ni una obra en casa. Era evidente que Jake no era de los que trabajaban ordenadamente. Las herramientas y los materiales estaban desparramados por todas partes. Sólo Dios sabía cómo estaban el resto de las habitaciones.

—Yo tampoco, pero soy flexible —dijo él, y se encogió de hombros—. Te puedes quedar con la habitación principal, ya que es tu casa.

Ella se quedó mirándolo.

—Como acabo de decir, me gustaría tener la casa para mí sola.

Él le devolvió la mirada, pestañeó y sonrió.

—Soy consultora —le explicó ella. Era un trabajo que requería concentración, tranquilidad y orden, y, como mínimo, una habitación que le sirviera de despacho. Paseó la mirada por la sala y la encontró de la misma forma que encontraba su vida en aquel momento: caótica y confusa. Se sintió desesperada. Apoyó los codos en las rodillas y apoyó la cabeza entre las manos.

—Creo que ahora estás un poco asustada. Vamos a esperar unos días, a ver qué tal resulta todo.

Ella levantó la cabeza y lo miró.

Él sonrió.

—¿Qué pasa, que quieres echarme hoy? ¿Quieres que ya duerma en la playa?

—Estoy segura de que tienes amigos o familia con los que puedes quedarte.

Él se quedó mirándola con aquellos ojos tan azules. Ariel sabía que el silencio era un arma para negociar, mediante la cual se conseguía que el adversario acabara soltando una respuesta afirmativa, y ella sentía que estaba a punto de sucumbir, quizá porque Jake era tan desconcertantemente guapo y estaba tan… desnudo. Y parecía que veía más de lo que ella quería revelar.

—¿Acabas de llegar a la ciudad? —le preguntó amablemente.

—Sí. Acabo de llegar de Londres.

—Y estarás muy cansada. Pareces derrotada. ¿Por qué no te quitas ese traje y descansas un poco? Cuando te sientas mejor, podemos hablar de esto con más calma.

Ariel reprimió el impulso de decirle que ya habían hablado del aquello. Ella se quedaba y él se iba. Ya le había dado una pista de que iba en serio, pero no quería decírselo con demasiada aspereza. Él no tenía la culpa de que Trudy los hubiera puesto en aquella situación.

—Ven conmigo y te enseñaré tu habitación —dijo, y la tomó por el codo. Normalmente, a ella no le gustaban los hombres que pensaban que podían tocarla cuando acababa de conocerlos, pero él era diferente, amistoso, agradable y con ganas de ayudarla, sin presionarla. Y la soltó en cuanto ella se hubo levantado.

Lo siguió hasta un pequeño pasillo que conducía a dos habitaciones y un baño; todavía sentía el calor de sus dedos en el codo.

—Yo me cambiaré a esta otra habitación —le dijo Jake, señalándole la de invitados. ¿Qué había sido del cuarto ordenado y agradable en el que se había quedado cuando había estado allí con Trudy? Estaba llena de botellas de oxígeno, trajes de neopreno, aletas…

¿Cómo era posible que alguien encontrara la cama, y mucho menos pudiera dormir allí? Y lo peor de todo era que le faltaba la mitad de la pared. A través del borde del muro veía la otra habitación y la cama donde debía de estar durmiendo Jake.

—¡No hay pared! —exclamó ella, volviéndose a mirarlo.

—La madera se pudrió por la humedad, así que tuve que tirarla.

—¿Y cómo vamos a…? Quiero decir… no podemos dormir así —era como si estuvieran en la misma habitación.

—Te prometo que no ronco —dijo él, y después le leyó los pensamientos—. Pondremos una sábana, si quieres. Y relájate, no te molestaré. Nada de sonambulismo, ni de ninguna otra cosa.

Ariel supo a lo que él se refería con aquel «de ninguna otra cosa», y se sintió vagamente ofendida porque lo hubiera dicho tan rápidamente. Ella era razonablemente atractiva, pero él la había desestimado exactamente igual que el chico de la tabla de surf que le había llamado «señora». Llevaba moño porque era cómodo y además dejaba ver uno de sus mejores rasgos, el cuello.

—Con la sábana vale por esta noche —dijo con firmeza, intentando no hacer caso a aquella ofensa a su feminidad—. Y mañana puedes buscar otro sitio donde mudarte.

—Mira tu habitación —respondió él, ofreciéndole una mano para que saltara un tablón que había en el camino. Ella no la tomó. Podía entrar en su habitación por sus propios medios. En su cuarto había más cosas de Jake, cosas personales en desorden, bañadores por el suelo, camisetas en una esquina, una guitarra y un banco de ejercicios. Realmente, se había instalado por completo en las tres semanas que llevaba allí.

—Las sábanas están limpias, las cambié ayer, pero si quieres volveré a hacerlo ahora.

—No, estoy segura de que están bien.

—Es un buen colchón. Pruébalo —dijo él, y se acercó.

—No es necesaria ninguna demostración, gracias —de ninguna manera iba a dejar que la tumbara en la cama ni se iba a quedar mirando a Jake, medio desnudo.

Él se agachó a su lado y tomó una camiseta. Flexionó los músculos de los muslos y los de las nalgas. Guau. Era posible que Jake pareciera perezoso, pero no había nada de perezoso en su cuerpo. No tenía ni un gramo de grasa en las piernas, ni en los brazos ni en la espalda, y tenía los músculos del abdomen muy marcados, gracias, sin duda, al banco de ejercicios. La imagen pasajera de Jake levantando pesas hizo que a Ariel le temblaran las piernas.

Jake se incorporó. Ella apartó la mirada, pero era demasiado tarde. Él la sorprendió mirando y sonrió.

—Me llevaré mis cosas después, para que puedas dormir ahora. Quítate la ropa, descansarás mejor.

—Estoy perfectamente, gracias —respondió ella.

Parecía que él mismo la estaba desnudando con los ojos, así que cruzó los brazos sobre el pecho.

«Me has pillado», concedió él con la mirada, alegremente.

Aquella mirada penetrante la resarció por su comentario anterior. Podía ser superficial por su parte, pero como mujer, se sintió mejor.

—¿Qué te parece que te haga un batido de plátano? —le preguntó él—. Necesitas potasio. Volar baja mucho el nivel de sales.

—Gracias, no es necesario. Estoy bien. Sólo necesito dormir.

—Entonces, cuando te levantes —Jake se marchó de la habitación, ocupando todo el hueco de la puerta mientras salía. Ariel se dio cuenta de que él se había librado del desahucio porque ella no había dicho nada. Tendría que rectificar aquello más tarde, amable, pero firmemente. El agotamiento y la atracción súbita que había sentido por él habían debilitado su determinación habitual. Se echaría una buena siesta y atacaría de nuevo más tarde.

Se aseguró de que la puerta estuviera cerrada, se quitó la chaqueta, la falda y la blusa, y el sujetador por debajo de la combinación, que iba a usar como camisón.

Después se quitó los zapatos y las medias, las dobló cuidadosamente y las puso sobre la cómoda. Se echó en la cama y cerró los ojos. Era tan delicioso tumbarse… Todo sería mucho mejor después de una buena siesta.

El olor a coco de Jake le llegó a la nariz desde la almohada… agradable, aunque demasiado íntimo. Le recordaba tanto a él, que casi no podía dormir.

Estaba a punto de conseguirlo cuando oyó golpes y ruidos en la cocina. Después, el horrible sonido de la batidora. No había duda de que Jake estaba haciéndose un batido.

Después de eso, alguien llamó a la puerta. Ariel oyó la risita de un niño, los ladridos de un perro y los arañazos de las uñas en la madera del suelo. Dios. Su nueva casa era demasiado pequeña para dos personas, especialmente si una era tan ruidosa, popular y, tenía que admitirlo, tan atractiva como Jake Renner. Demasiado como para disfrutar de la tranquilidad. Demasiado como para dormir.

Lo mejor sería que Jake encontrara otro lugar en el que quedarse, o ella misma lo encontraría por él.

2

 

 

 

 

 

Jake le dio a Rickie un par de tablones y un bote de pintura y le prometió que lo ayudaría a construir la cabaña sobre el árbol al día siguiente. Rickie había estado pidiendo aquella cabaña desde el día que Jake había llegado, hacía tres semanas. El niño estaba solo y sus padres se estaban divorciando, así que Jake había jugado unas cuantas veces con él y después había ido a presentarse a su madre, para que la mujer estuviera tranquila. Además, había conocido a la niñera, una cita en ciernes, y las cosas habían mejorado mucho.

En aquel momento no podía salir. Tenía que arreglarle la bicicleta a Barry y quería estar por allí cuando se levantara su nueva compañera de piso. Bajó el volumen de la música, en deferencia hacia la bella durmiente, aunque creía que la había oído moverse por la habitación.

Nerviosa. La manera de comportarse con él le había demostrado que estaba preparada para la acción. A pesar de la confusión del jet-lag, el moño, el traje y su postura erguida hablaban alto y claro sobre su personalidad. Era algo agresiva y muy seria.

Él no iba a mudarse. Había dejado su apartamento anterior, y necesitaba tener sitio para todo su equipo. Le gustaba vivir en el mismo lugar en el que trabajaba, y no podía permitirse el lujo de pagar un alquiler si quería ahorrar para el viaje de su hermana Penny.

Tendría que conseguir que Ariel se sintiera cómoda viviendo con él para que olvidara esa idea de que él se marchara de la casa.

Ajustó las marchas de la bicicleta de Barry e hizo girar los pedales. Mucho mejor. Le gustaba trabajar con sus manos y arreglar máquinas. Aquello era algo que había aprendido de su padre, el almirante don limpio y ordenado, y le había compensado de alguna forma por todas las normas, las imposiciones y la tristeza mientras crecía.

Ojalá su padre no fuera tan duro con Penny como lo había sido con él. Penny lo negaba, pero era demasiado buena y dulce como para rebelarse.

Aquello le recordó a Jake que habían planeado que ella fuera a hacerle una visita a la casa de la playa aquel fin de semana. No era una buena idea, teniendo a la casera allí mismo. Tener a una invitada adolescente, aunque fuera tan lista y buena como Penny, iba a molestar a Ariel Adams. Dejó la bicicleta y descolgó el teléfono para posponer la visita un par de semanas.

—¿Dígame? —su padre. Demonios. Odiaba hablar con aquel hombre, odiaba su tono de disgusto.

—Hola, señor.

—Jake, ¿qué tal?

—Muy bien, señor. ¿Está Penny?

—Sí, sí está —pausa. Silencio—. No has venido por casa en dos meses.

—He estado ocupado. He tenido mucho trabajo… —dejó que las palabras se desvanecieran.

—Le debes a tu madre presentarte en casa de vez en cuando.

Para la inspección. Zapatos brillantes, corbata bien anudada. Su padre era de la Marina hasta los huesos.

—Iré en una o dos semanas.

—¿El sábado día quince? Se lo diré.

—Eso depende… —empezó a decir, pero la última cosa que quería era tener otra discusión con su padre—. Muy bien. El quince.

El almirante se quedó silencioso al otro lado de la línea. Debía de tener algo más en la cabeza, o si no, ya habría ido a buscar a Penny. Aquellas conversaciones eran tan embarazosas para su padre como para él.