Lo que el anís ha unido,

que no lo separe el poli

 

 

 

 

 

 

 

 

Los personajes, eventos y sucesos que aparecen en esta obra son ficticios, cualquier semejanza con personas vivas o desaparecidas es pura coincidencia.

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cual-quier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación, u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art.270 y siguientes del código penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español De Derechos Reprográficos) Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

 

© Noelia Medina 2018

© Angy Skay 2018

© Editorial LxL 2018

www.editoriallxl.com

04240, Almería (España)

 

Primera edición: agosto 2019

Composición: Editorial LxL

ISBN: 978-84-17516-07-9

 

 

 

 

 

 

 

Para Ma Mcrae, porque te mereces esto y más.

 

índice

 

Agradecimientos

1

Hasta luego, Lucas

Ma

2

Topa carnero

3

Necesitamos refuerzos

4

Misión: Provocar un infarto al novio

5

La multa le va a salir cara

Angelines

6

¿Pedimos algo más?

Ma

7

Muti de «mutilada»

Anaelia

8

Fábrica de penes

Ma

9

Destino: Escocia

10

Autostop

11

Mortadela con aceitunas

12

Se me ha caído un mito

13

Una bomba de relojería

14

Casa

15

Planeando una venganza

16

El puercoespín

17

Bolita

18

Secuestrar a Azucena

19

Una y otra vez, una y otra vez

20

Pepe Toni, tienes un problema

21

El alemán

22

Enamorada de verdad

23

Eres un exagerado

24

Fiesta de penes con sorpresa incluida

25

¿Bailamos?

Epílogo

Fin

 

 

Agradecimientos

 

 

Si nos ponemos a contar los momentos que hemos vivido desde que nos conocemos, me faltarían días y páginas para hacer estos agradecimientos. Por lo tanto, voy a hacerlo de manera muy breve, si es que una página es breve.

A la una, por ser una seguidora como la copa de un pino sin pedir nada a cambio, por nuestra primera toma de contacto en ese evento con tus «amiguis», por los cafés que le siguieron después y por las charlas que, sin saber cómo, un día comenzaron haciendo largos viajes.

A la otra, por cruzarse en mi camino con aquel pantalón rosa y aquellos detalles tan extraños sobre cómo putear a alguien, por presentarse en la feria de Sevilla con un buen punto de vista sobre cómo atraer a la gente y por seguir apostando por acercarte a esta pequeña familia, pero, sobre todo, por no mandarme a la mierda en más de una ocasión cuando se trata de algo como esto.

Y, sin duda, el día que mejor recuerdo es aquel que nos juntamos por primera vez de verdad, las tres, tú con un pañuelo negro en la cabeza haciendo el idiota, yo riéndome de ti apoyando tus teorías mientras la rubia nos miraba con cara de «¿A aquella qué le pasa, que parece tonta?».

Pues sí, gracias a eso tenemos este libro en nuestras manos, y digo nuestras, porque ya sabéis que siempre generalizo y hablo de nosotras, de las tres.

Gracias por vivir tantas experiencias juntas, por soportarnos en los buenos y en los malos momentos, por haber creado ese grupo en el que jurasteis y perjurasteis que no se hablaría, por decir «De esta agua no beberé…», por todos los instantes que nos quedan y por tener claro que, si algún día esto se va a la mierda, ya sabéis que nos iremos todas de cabeza :).

Por todas estas cosas del destino y las que nos buscamos, gracias por estar en mi vida, Ma McRae y Noelia Medina.

Ma Mcrae, este libro es para ti. Este libro es una joya que hemos creado con todo el cariño del mundo y ojalá te guste tanto o más que a nosotras mientras lo escribíamos. ¡Que viva la jornada intensiva, el Amaretto y el anís! Pero, sobre todo, que nuestra amistad sea para siempre y que dentro de muchos muchos años, con un bastón y un buen copazo, podamos leerlo juntas.

Gracias a mi madre y a mi hermana por ser siempre mis pilares en las buenas y en las malas, en los aciertos y en las equivocaciones, aunque, sobre todo, en mis momentos de locura.

Y a todos vosotros, mis provocadores y provocadoras, gracias por seguir dándome la fuerza que necesito para continuar.

 

Angy Skay

 

 

Si cuando entré en aquel bar de Málaga alguien me hubiera dicho «¿Ves a esa de ahí?, ¿la que está sentada en la esquina de la mesa, haciendo la tonta con un pañuelo liado en la cabeza a modo de melena larga y remedando a una chica gangosa? Sí, sí, esa, la que te ha dicho hola por compromiso al coro de todas las demás y ni siquiera te ha mirado. Pues que sepas que va a convertirse en alguien muy especial en tu vida, alguien a quien nunca querrás dejar ir, en una amiga. Y la otra…, la de su lado, la que se ríe de esa manera tan peculiar que hace que todos se giren para mirarla… Bueno, a esa ya la conoces, pero todavía no te imaginas cuánto te queda por saber de ella y lo que va a significar para ti. De ellas». Si me lo hubieran dicho, habría respondido… Nada, no habría respondido nada, yo no hablo con chiflados. Sin embargo, habría tenido razón.

Cómo me alegro de haber estado en el lugar y en el momento oportunos para entrelazar nuestros caminos, Uni. Cómo me alegro de haberme dejado llevar, de haber confiado en vosotras a pesar de toda la desconfianza que nos invade. ¡Cuánto me alegro de haber faltado a mi promesa y haberme emprendido en este camino de escribir a cuatro manos, de compartir falta de sueño y ahogarme con las risas!

En este libro te dejamos con todo nuestro cariño un pedacito de cada una de las tres. Te dejamos vivencias, inventos, fantasía y realidad para que lo abras cuando quieras y sigan ahí, intactos, provocando sonrisas. Es nuestro único objetivo: que sonrías, que lo disfrutes tanto como nosotras lo hemos hecho escribiéndolo, teniéndote muy muy presente e imaginándonos tus caras conforme avances en esta locura.

Feliz cumpleaños, Ma.

Os quiero, y creo que es la primera vez que os lo digo.

Este libro también habla de eso, de las primeras veces, que en ocasiones tan primeras no son, porque ese querer ha estado ahí, mudo, pero demostrándose día a día. Y ya sabéis que a la mafia de tres nos gustan más los hechos que las palabras.

A ti, que estás leyendo esto, haciendo que este regalo tenga más fuerza, más significado.

A quien aguanta mi ausencia metida en el despacho casi tantas horas como tiene el día para que cumpla mis sueños, y en el poco ratito que me ve, me sonríe.

A mi familia. Sois mi todo.

A ti, lector, que le das sentido a esto.

 

Noelia Medina

P.D.: Nos estamos volviendo unas soplapollas.

 

1

 

 

Hasta luego, Lucas

 

 

Ma

 

 

 

—No sé por qué no cambias de coche —renegué, observándome en el espejo.

Recibí una mirada acusatoria de Angelines, quien despegó la vista de la carretera durante unos instantes. Le hice una mueca para no darle importancia a sus ojos reprochadores y me dediqué a colocarme el pelo como buenamente pude, dadas las pintas que llevábamos: de playa, lo que venían siendo pareos llamativos con colores chillones, bañadores de distintos estampados —de tigre, de cebra y el mío de leopardo—, chanclas de dedo con las suelas de esparto —de esas que, si te descuidas, se te clavan las astillas hasta en el alma— y pelos a lo loco recogidos de cualquier manera. Pero eso sí, maquilladas como si fuésemos a una gala de los Óscar.

—Es una reliquia, por si no lo sabías. —Añadió esto último con retintín.

—«Es una reliquia, mimimimi». Angelines, que llegamos antes andando que en el coche —me burlé.

Recibí un manotazo en mi hombro izquierdo que hizo que un pinchazo me recorriera el brazo hasta mi muñeca, momento en el que pasábamos por un bache en el que no frenó, como de costumbre.

—¡Eres una bruta! ¡Se me acaba de salir la matriz de su sitio! —exclamé.

—¡Y tú una puñetera quejica! —me chilló para hacerse oír, ya que llevábamos la música a tope—. Y, por favor, quita a Camela ya, que no lo soporto más. Me está dando sueño.

La miré horrorizada.

—Pues entonces pongo a Pimpinela. —Sonreí. Ella achicó sus ojos en mi dirección.

Escuché las carcajadas de Anaelia detrás de mí y me giré lo que pude, ya que el espacio era tan sumamente reducido que si queríamos meter una sola silla más en el coche, alguna tenía que salirse. Hice un gesto con mis ojos para que me dijese de qué se estaba riendo y esta negó con la cabeza. Seguramente, sería alguna chorrada de las que veía en sus redes sociales.

—Mira cómo se cae el pavo este —nos dijo.

Me pasó el teléfono móvil y, efectivamente, era un vídeo de los típicos que si semejante hostia te la pegabas tú, como mínimo perdías cuatro dientes mientras el de tu lado hacía recuento de piezas perdidas riéndose de ti. La publicación se esfumó por arte de magia o, mejor dicho, debido a mis manazas, y en la pantalla apareció la cuenta atrás de la gran mamona que me había robado el novio.

Anaelia lo vio y se apresuró veloz a quitarme el teléfono.

—No te esfuerces. No me importa —le dije con desinterés.

—Oh, claro que lo hace —me aseguró.

—No. Si no, mañana no iríamos a la boda de mi exnovio, ¿recuerdas?

—Tienes que entrar diciendo que estás embarazada o algo. —Angelines, como de costumbre, echando leña al fuego.

—¡Ja! Imagínate la cara de los invitados. Yo creo que la novia se muere de un infarto. Pero no estaría de más que soltaras alguna fresca. Ya nos estoy viendo, entrando como si nada en la iglesia —imaginó Anaelia, moviendo las manos exageradamente.

Aunque de imaginaciones nada, porque al día siguiente las tres nos plantaríamos en la boda de mi ex, el que ni siquiera se había dignado a dejarme y ya se estaba casando. Ilógico, ¿verdad? Pues para que veáis que la realidad supera a la ficción. Aunque sobre este tema tengo que hacer un repunte para que os pongáis en situación.

Resulta ser que, hace algún tiempo, salía con un chico. La cosa iba bien, viento en popa, como se suele decir, y de la noche a la mañana me enteré por Facebook —dichosa red, que si te descuidas, cuenta toda tu vida— de que estaba con otra. Y no otra cualquiera, no... Un batacazo en toda regla.

—Tenemos que llevarnos un megáfono, por si se da el caso, vocearle —puntualizó Angelines.

—Si todos los invitados de la novia son tan repipis y gilipollas como él, van a morirse cuando nos vean con ese cacharro —añadió Anaelia—. O cuando nos vean, simplemente.

—Pues unos cuantos menos para pagar el cubierto. Encima le hacemos un favor al novio soplapollas.

Las dos rieron a carcajadas, pero yo me mantuve con la boca cerrada. En realidad, no me importaba hasta cierto punto, pues encontrarse en mi situación no era plato de buen gusto, y eso que ya había pasado un tiempo, pero la espinita seguía arañándome. No sabía cómo terminaría el día siguiente, pero sí tenía claro que, por lo menos, ellas estarían conmigo, y después de que acabara todo, lo celebraríamos con una buena botella de anís. Y no penséis que esa bebida es solamente para personas mayores. Ya os confirmo que eso es un mito.

Al llegar a la enorme cuesta que había previa a la playa del cabo de Gata, en Almería, suspiré. «Menuda paliza cuesta para arriba, cuesta para abajo», pensé, pero no dije nada porque siempre era la quejica de la tres.

—Buf, me está dando hasta pereza —añadió Angelines.

—¡Vamos! Que eso nos vendrá bien para el culo —nos aseguró Anaelia con euforia.

—Mira, lo dice la esquelética. ¿A esta cuándo la echamos del grupo? —pregunté.

Teníamos por costumbre decir que la que estuviera en mejor forma o simplemente dejara un gramo y se le notara, al poco tiempo era nominada para abandonar el grupo de WhatsApp que teníamos las tres; algo que nunca hacíamos, claro estaba.

Nos bajamos del coche y nos dirigimos a la parte trasera del vehículo, y digo trasera porque Anaelia tuvo que quitarse mil y una cosas de encima para poder poner los pies en el suelo, entre ellas un enorme flotador amarillo de pato inservible. Y mientras hacía eso, lo único que se escuchaba era el sonido de las botellas al chocar en nuestra nevera rosa.

—Una reliquia dice… —murmuré, y me oyó.

—¡Oh, venga ya! Será que te encuentras a mucha gente con este coche. ¡No me jodas!

Miré la chatarra —o eso era para mí— de punta a punta. Un Seiscientos de color blanco, con más años que el cagar, tan pequeño como una caja de cerillas y, aun así, todavía tenía cojones de defenderlo y no admitir que necesitaba un coche nuevo. La dejé renegando, pero en realidad no escuchaba ni lo que decía.

Me fui al maletero y agarré la puerta en el aire, que también estaba rota. Le lancé una mirada de «¿Ves? Esto es lo que pasa por tener un coche viejo». Me apartó la mano y la sujetó ella mientras rebuscaba algo en los bolsillos de su vestido playero. Arrugó el entrecejo al no encontrarlo. Yo esperaba con los brazos cruzados, ya que las tres no cabíamos para sacar las cosas.

—Parece que somos quince en vez de tres.

—Anaelia, esto siempre nos pasa. ¿Has echado el anís? —le preguntó Angelines.

—¡Hombre! ¡Pues claro! ¿Es que no has escuchado las botellas? —le contestó la aludida.

—Anís… Eso tiene que estar para bebérselo a cuarenta grados a la sombra. Verás qué cebollazo vamos a coger para irnos después —añadí, mirando la cuesta y resoplando.

Me pasaron la sombrilla fucsia, como mi pelo corto, y la misma que yo elegí en su día. Después vinieron tres sillas, dos neveras más grandes que el coche —que tampoco era difícil— y tres bolsas en las que no sabía ni qué llevábamos para tanta carga, pero en las que entraba un cuerpo descuartizado a la perfección.

—Ma, ¿has cogido mi mechero? —quiso saber Angelines.

—Sí, creo que me lo he dejado en el asiento.

—Pues yo no llevo ninguno —nos dijo Anaelia.

Me giré sobre mis talones, dejando todas las cosas desparramadas sobre el asfalto y ganándome otra mirada fulminante, esta vez por parte de las dos.

—Luego dices que se rompen las cosas… —farfulló Angelines.

Negué con la cabeza sin hacerles caso y me contemplé en el cristal lleno de barro hasta la goma del techo. Me recoloqué la pamela de un blanco roto que las tres llevábamos igual, ajusté el pareo rosa a mis curvas y, tras escuchar un resoplido por parte de las que se suponía que eran mis mejores amigas, abrí la puerta y me tumbé bocabajo en el asiento para coger el dichoso mechero.

—¿Dónde estás?... —murmuré, hablando sola.

Moví mi mano por los huecos de los asientos sin encontrarlo. Seguí mi curso arrastrándome un poco más, dándome cuenta de que no llegaba, y me apoyé en algo duro como una piedra. Vi el mechero a lo lejos tirado en el suelo y lo alcancé con rapidez en el momento en el que mi cuerpo dio un traspié y casi estampé la boca contra el asiento para dejarme allí los dientes. ¿Os imagináis que al día siguiente fuera a la boda sin ellos? «No, no, no, solo me faltaba eso».

—¡Coño con el mechero!

Arrastré mis manos hasta que salí del vehículo y lo levanté en señal de victoria a la vez que miraba a las dos mujeres que se encontraban de espaldas a mí y que estaban cogiendo todas las cosas que había esturreado minutos antes. Sin querer, mis ojos se fueron en dirección a mis uñas, ya que, antes de caerme dentro, había notado cómo una de ellas se me desportillaba.

—No, si todavía me rompo una uña antes de la boda.

—Ven a ayudarnos, que, tanto madrugar, y al final vamos a llegar a la playa cuando esté llena.

Suspiré al escuchar a Anaelia y, con mala cara, fui a apoyar la mano en el coche para hacerme de rogar un poquito más, pero mi cuerpo se desvió lo suficiente hasta que casi caí de lado en el suelo. De repente, mis ojos se abrieron como platos al ser consciente de que el coche no estaba donde minutos antes lo habíamos aparcado y de que las ruedas se oían moverse con lentitud. Sin salir de mi asombro, dirigí mi rostro en su dirección, viendo que pillaba carrerilla cuesta abajo.

—¡¡Se nos va el coche!! —grité a pleno pulmón.

Anaelia y Angelines también giraron sus cabezas, dejando las cosas en el suelo peor de lo que lo había hecho yo, mientras me esforzaba en seguir al coche a toda mecha cuesta abajo. La chancla se me cruzó por la parte trasera en uno de los pies y me faltaron los pelos de un calvo para echar el cuerpo sobre el asfalto.

—¡¡Te mato!!

Fue lo único que escuché de la boca de Angelines cuando las tres corríamos detrás del coche; tarea meramente imposible, ya que cogió una velocidad, bajo mi punto de vista, sobrehumana. O eso o que, efectivamente, la cuesta, una de las que te daba pánico mirar desde abajo por lo empinada que era, había ayudado un poco.

No tuvimos opción a nada más, pues había llegado a su fin. Un gran estruendo resonó en toda la playa cuando el Seiscientos se estrelló contra el chiringuito que había a los pies de esta, donde hasta ahora nos tomábamos nuestros mojitos. Me llevé las manos a la boca, siendo consciente de que el pequeño movimiento dentro del ya siniestro coche había sido a consecuencia de haber quitado el freno de mano sin querer mientras buscaba el dichoso mechero.

Los ojos de mis amigas no conseguían cerrarse, y pude ver una mosca rondando por la boca de Angelines que espantó de un fuerte manotazo mientras desviaba su atención hacia mi persona.

«Almería, a veintisiete de agosto de 2017, el Seiscientos ha fallecido», pensé, y gracias a mi lengua que no lo dijo, porque, de ser así, me habrían pegado una paliza entre las dos. «Hasta luego, Lucas». Recordé a mi adorada Archena, en Murcia, cuando pregonaban en el pueblo a los cuatro vientos quién había fallecido y dónde sería la misa. Me lo imaginé hablando sobre el Seiscientos en plan: «Ha fallecido en Archena el joven Seiscientos, más conocido como “la chatarra de la Angelines”, hija de Mercedes la Zapatera, por lo que sus padres, hermanos, primos y demás familia quedarán eternamente agradecidos a todos los que asistan a dicho acto. Casa mortuoria Tanatorio Cano Fuca. La misa tendrá lugar en la iglesia parroquial San Juan Bautista a las seis de la tarde. Rogamos una oración por su alma».

Los ojos de Angelines me quitaron más rápido que el viento esos pensamientos.

—Tú… Tú… —No podía ni hablar.

Su dedo señaló el coche y, segundos después, empezó a gritar como una camionera en medio de la calle, seguida de una Anaelia que la apoyaba y negaba con la cabeza tanto que pensé que le daría tortícolis o algo por el estilo. De fondo pude apreciar las voces del dueño del chiringuito, que señalaba en nuestra dirección mientras un remolino de gente se acercaba al vehículo, el cual estaba echando humo debido al golpe. Todos murmuraban, miraban hacia nosotras y hacia la chatarra. Después reparaban en la terraza completamente destrozada y volvían a alarmarse. Tampoco era para tanto, ¿no?

Me fijé en que una de las sillas se había incrustado en la luna delantera y pensé que si el coche tenía arreglo, ya nos cabía uno más.

—¡¡Ahí están!!

Y ese sonido por parte del dueño me hizo pensar en una caza de brujas, por lo tanto, mis pies se pusieron en funcionamiento cuesta arriba, dejando a mis amigas y todas nuestras pertenencias en el suelo.

—Pero ¿adónde va? ¡Marisa! —voceó Anaelia.

Pocas veces me llamaban por mi nombre, excepto en las ocasiones que lo requerían, como aquella. No es que tuviera miedo a las represalias, pero en condiciones como esa lo mejor era salir despavorida.

—¡¡No digas mi nombre!! —le contesté sin dejar de correr. Paré un segundo y las miré con la respiración agitada—. ¿Por qué no corréis? ¡Que nos van a linchar!

Ambas alzaron una ceja y elevaron su dedo índice en mi dirección, instante en el que sentí una fuerte respiración a mi lado. Me giré con una flojera que me soltó hasta la barriga, o eso creí, dados los retortijones que sentía; supuse que por los nervios. Y, de repente, entre esa encrucijada de pensamientos y sensaciones varias, me enamoré.

—¿Se puede saber adónde va, señorita?

 

2

 

 

Topa carnero

 

 

 

 

 

 

No sabía cómo habían llegado tan rápido ni si estaban allí por nosotras, pero me daba igual. Un adonis moreno, alto, de ojos negros y profundos y creando un conjunto muy bien hecho por su madre estaba delante de mí con un uniforme de policía. Me tomé un solo segundo para observar a mis amigas a lo lejos y a otro poli que se bajaba de un coche de patrulla ya aparcado a un lado, del que seguramente había salido mi dios. Este decía algo, porque sus carnosos labios se movían sensualmente dirigiéndose a mí, pero yo no le oía.

—Señorita, ¿puede responderme? —Alzó más la voz.

—¿Qué? —le pregunté, todavía ida.

—¿Estaba intentando darse a la fuga?

—¿Fuga? ¿Qué fuga?

Recé interiormente para que se refiriera a mi huida y no se me hubiera escapado una gota de pipí debido a los nervios. Miré hacia abajo con disimulo para comprobar que mi pareo rosa a conjunto con el bañador de estampado de leopardo no había sufrido ningún percance. No, todo estaba correcto. También supliqué para que aquello fuera una pantomima montada por Angelines y Anaelia y que los polis fueran gigolós disfrazados para hacernos un estriptis en la playa con motivo de la despedida de soltera que casi habíamos planeado y que nunca se llevó a cabo gracias al hijo de puta de mi ex, si se le puede llamar así a alguien que no te ha dejado oficialmente. ¡Era imposible que les hubiera dado tiempo de avisar a la poli y a ellos de venir! Tenía que ser mi despedida sorpresa, sí, pero no tenía pinta, sobre todo porque el otro policía se dirigía a mis amigas y las llevaba hasta donde me encontraba con cara de pocos amigos. O, quizá, todo estaba muy bien montado.

—Estaba corriendo en dirección contraria al chiringuito —se giró levemente para señalar el coche empotrado, silla extra incluida, y alzó una ceja— en el que se ha estampado su coche.

—Ah, no, no.

—¿Cómo que no? Pero si lo hemos visto con nuestros propios ojos. Estábamos patrullando por la zona cuando se ha estampado y usted ha salido corriendo.

—No, no, digo que el coche no es mío. —Alcé las manos—. Es de esa. Esa que viene ahí refunfuñando. Si yo no tengo ni carné de conducir. Y no crea que no he intentado sacármelo, ¿eh?, que lo he hecho muchas veces. Y no porque sea torpe, que no lo soy, es que no me dan la oportunidad de demostrar mis dotes. ¡Siempre que tengo examen pasa algo! Además, ¿cómo voy a tener yo un tartajo de esas características?

—Pues por lo menos tengo coche —se escuchó decir con enfado y retintín a Angelines, que subía desganada la cuesta y llegaba a nuestra altura.

—Tenías —le recalcó Anaelia.

El que parecía dueño del chiringuito apareció a galope, casi derrapando, sudando, ahogado y chillando improperios hacia nuestra persona.

—¡¿Y a este qué le pasa?! —grité malhumorada—. Ni que nos fuésemos a ir.

Angelines, Anaelia y los dos polis se giraron para mirarme con ironía, cejas alzadas incluidas. Vale, el miedo me había podido un poquito y había impulsado levemente mis piernas hacia la dirección contraria, pero es que no veía manera factible de arreglar los desperfectos causados y dudaba que ese cacharro pudiese sobrevivir a semejante golpe.

—Le tomaremos declaración a las dos partes y después nos encargaremos del vehículo. Ve llamando a la grúa —le ordenó el todopoderoso policía a su compañero, que era poderoso a secas—. Seguramente, el vehículo haya quedado siniestro. Si no es así, arrancarlo y desplazarlo en esas condiciones no será posible.

—¡Y mi bar qué! —gritó enfurecido el dueño del chiringuito—. ¡Está destrozado! ¡Han roto la vitrina de los mariscos y se han escapado!

—Tranquilícese, señor. Lo solucionaremos.

—¿Que me tranquilice? ¡¿Sabe cuánto cuesta lo que había ahí dentro?! Bogavantes, cangrejos…

Comenzaba a molestarme que le hablara así a mi hombre, pero antes de poder replicar y defenderlo, el otro policía intervino:

—Tranquilo. Véngase conmigo. Mi compañero se encargará de ellas y lo solucionaremos. El seguro se hará cargo de los daños, y seguramente también de sus cangrejos.

—¡Eres libre, Sebastián! —se escuchó decir por lo bajito a Anaelia medapenatodo, amante acérrima de los animales. El hombre se giró para fulminarla lleno de ira y, automáticamente, a Angelines le entró su inoportuno y característico ataque de risa.

—Por favor, compórtense —nos reprendió mi hombre—. Están riéndose de algo muy serio. Han destrozado el negocio del que ese señor se alimenta cada día.

—¡Oye, que yo me he quedado sin mi coche! —soltó Angelines, para después reprenderme con la mirada.

—No me mires así, que te he hecho un favor.

—Y digo yo, ¿cómo nos llevamos ahora todo eso? —preguntó Anaelia.

Sombrillas, sillas, neveras, el inútil flotador con forma de pato de color amarillo, libros… Todo estaba desparramado en el suelo. Era tan ridícula la situación...

—Venga, va —me acerqué sensualmente al morenazo, poniéndole ojitos—, decidme ya que ahora es cuando este hombretón se arranca los pantalones de un movimiento y se queda en gayumbos para refregarme todo el manubrio mientras se contonea sexy. —Toqué su pecho suavemente mientras lo miraba a través de mis pestañas.

—Pero ¡qué hace! Suélteme inmediatamente o tendré que llevarlas a comisaría.

Y por la mirada de mis amigas y el rictus serio del uniformado, me di cuenta de que al día siguiente tendríamos boda, pero que yo me había quedado sin despedida de soltera.

 

Nos encontrábamos en la puerta del depósito de la policía con nuestras gigantes pamelas, bañadores, pareos y todas las pertenencias que casi no entraron en el coche donde nos habíamos desplazado. Fumábamos un cigarro tras otro, sin parar de movernos con desesperación y sin saber muy bien qué hacer. Solo se escuchaban resoplidos y lamentos por parte de Angelines, que demasiado poco me había recriminado durante el trayecto en el coche patrulla por lo que había liado en apenas unos minutos. Anaelia, en absoluto silencio, algo muy extraño en ella, se mordía las uñas sin que nadie la reprendiera por ello.

Al día siguiente teníamos la boda, así que, supuestamente, en nuestros planes iniciales habíamos decidido que, tras un par de horitas de playa para broncearnos, nos tomaríamos una tarde de belleza y preparativos. Sin embargo, estábamos esperando a que la aseguradora —que gracias al cielo el cacharro tenía— viniese a verificar el estado del coche y derivarlo o no a la chatarrería. Una idiotez. No hacía falta ser un experto en la materia para deducir que no era buena señal que la parte delantera de un pequeño Seiscientos estuviera incrustada completamente en la trasera. Vamos, que si no fuera porque la silla del chiringuito se había sumado, lo habría convertido en un biplaza. Pero, aunque yo ya lo supiera, desde que la había cagado sobando al policía no me atreví a abrir la boca. Bastante había hecho ya.

—¿Y si nos bebemos un chupito de anís? Así calmamos un poco los nervios.

Angelines y yo miramos a Anaelia con horror, aunque fue Angelines quien habló:

—Mmm… Recapitulemos. Hace como unos cuarenta putos grados a la sombra, dando gracias a que hay algo de sombra, estoy esperando a que me digan si mi coche va directo a la chatarrería…

—Que también se podría tirar en una papelera, con lo pequeño que ha quedado —la interrumpí sin pensar, y Angelines casi me enseñó los dientes, así que me callé de nuevo, recordándome mi voto de silencio.

—He tenido que aguantar a Ma durante todo el trayecto intentando ligar con el policía —continuó Angelines como si no la hubiese cortado—, el capullo de la aseguradora no aparece, ¿y tú —le puso mucho énfasis mientras apretaba los dientes— decides que es buena idea bebernos un chupito de anís?

La aludida asintió sin darle importancia alguna a la recriminación de Angelines.

—Cuando te den la noticia, sea cual sea, no te importará tanto, y encima llevaremos menos peso en las neveras de vuelta. No sé dónde está el problema. Todo son ventajas.

La cuestión era que Anaelia siempre tenía buenos argumentos para beber. Y si no los tenía, se los inventaba. De hecho, fue ella quien nos vició al anís, posteriormente al Amaretto y a todo lo que se terciara. Y si no había motivos para hacerlo, ella también los encontraba.

—Lo de irnos menos cargadas a la vuelta no suena mal, sobre todo por el arsenal que tenemos ahí. —Señalé nuestros artilugios colocados en un rinconcito, apoyados en la pared del depósito.

Angelines suspiró.

—Y tampoco lo de tomarme mejor la noticia. Saca la jodida botella.

No estaba caliente, para suerte nuestra, así que nos acomodamos en la acera con las espaldas pegadas a la pared —todo lo cómoda que se puede estar con el culo sentado en lava— y bebimos un chupito cada una del tapón de la botella mientras mirábamos al frente en silencio. Me fijé en la base militar, normalmente desértica, pero de la que salía y entraba muchísima gente aquel día.

—¿Otro? —nos preguntó Anaelia con el tapón ya colmado, solo segundos después de que el líquido hubiera abrasado mi garganta.

Las dos asentimos sin protestar y nos pegamos otro lingotazo.

Y otro.

Y otro.

La gente seguía entrando y saliendo de la base, y aunque nos separaban algunos metros, podía visualizar a dos militares custodiando la puerta, subfusiles en mano. Aun así, la gente pasaba sin problemas. Yo era una obsesa de los militares, y siempre que tenía ocasión, convencía a Angelines para que se adentrara todo lo posible con el coche. Hacía mucho que no sucumbía a mis súplicas, pues después, una vez cerca de los hombretones armados, abría el cristal de la ventana y les gritaba piropos que a mi amiga no le sentaban bien. Pero es que a Angelines pocas cosas le sentaban bien cuando estaba conmigo, como piropear a los militares, toquetear los botones del metro, negarme a que unos ancianos custodiaran la puerta de emergencia del avión o estampar accidentalmente su coche convirtiéndolo en un biplaza. Ella sí que era la quejica del grupo, aunque yo la quería igual.

—La mierda de la asegudadora no viene —balbuceó Angelines de repente, tras un largo rato en silencio.

—Pues a mí se me ha desintegrado hasta el bañador del calor. Se me está convirtiendo en tanga —les comenté.

—¿Otro chupito? —nos preguntó Anaelia.

—Otro chupito —le respondimos desganadas las dos restantes al unísono.

Teníamos la misma capacidad para beber que para meternos en problemas, así que cuando el perito de la aseguradora terminó de examinar el coche y nos informó de que el Seiscientos, como mucho, se había quedado en un doscientos que no servía absolutamente para nada, solo pudimos reírnos a carcajada limpia ante la mirada estupefacta y asustadiza del hombre. La noticia graciosa no era, pero la casi media botella de La Castellana que nos habíamos pimplado a chupitos la hizo más llevadera.

—La compañía les proporciona la grúa y el desplazamiento en taxi de todos los ocupantes del vehículo cuando ustedes lo deseen.

Angelines asintió con pesadez, ahora sin reírse, quizá asimilando que se había quedado de verdad sin coche.

—¿Quieren que avise ya? —nos preguntó el hombre bajito de gafas sofisticadas sacando el móvil de un bolsillo del pantalón.

Mis amigas asintieron, pero yo intervine con rapidez:

—No, un momento. ¿Habrría posibilidad de guarrdar nuestras cosas ahí dentro un rratito y llamar un poco más tarde al taxi?

Las dos me miraron con el rostro fruncido; no sabía si por mi pregunta o por el alargamiento involuntario de las erres. Cosas de haberle pegado dos veces más al anís mientras el hombre nos explicaba todo, supuse.

—Eh… Claro, no hay problema. Yo tengo que irme, pero les dejo la tarjeta con el número de contacto.

—Genial, grracias.

Si el gafitas hubiera aparecido igual de rápido que se había marchado, yo no me habría cogido la cogorza que llevaba encima. Sentía mis ojos pequeños, casi cerrados, y la lengua gorda, sin hablar de los chorretones de sudor que corrían por mi cara. No quise pensar en el maquillaje; peor se me habría puesto con el agua del mar.

¿Sse puede ssaber qué te passa? —Si mis erres estaban acentuadas, las eses sevillanas de Anaelia se metían en el sentío.

—Todo el mundo está entrrando en la base militar. Yo quiero.

—Ah, no…, eso sí gue no. Ya hemos tenido bastante por hoy, ¿no? —soltó enfurecida Angelines, mirándome a mí.

—Qué ataque más grratuito. Me estás echando toda la culpa a mí. ¡No haberrme mandado a porr el mechero!

—Cállate, Ma, cállate —me dijo, hablando un poco gangosa. Cosa del anís también, seguramente.

—Venga, porrfi, y te juro que no te pido nunca nada más.

—Que no.

Porrfi.

¿Noss bebemoss otro chupito? —nos preguntó Anaelia, tapón colmado en mano.

¡Gue dejes ya de beber, ostias! —Angelines intentó quitarle el tapón y la botella, pero antes de que lo consiguiera, esta se lo había bebido.

—Yo te acompaño, Ma. Total, ssi esstá entrando todo el mundo, ¿por qué no vamoss a entrar nossotras? Venga, vamoss a meter lass cossass dentro y vamoss.

Me da igual, no pienso ig con vosotras. ¡Yo me voy a mi casa! —sentenció Angelines con mal humor.

Menos de cinco minutos después, estábamos las tres llegando a la puerta de la base.

Decidimos que era buena idea camuflarnos entre la multitud. Todavía no habíamos averiguado el porqué de tanta afluencia de personas, pero nos daba igual. Nuestro objetivo era ver militares, así que nos integramos en un grupito de unas seis personas que charlaban animadas y, con disimulo, caminamos en silencio hacia la entrada principal. Lo de hacerlo en silencio había sido idea de Angelines. Al parecer, se nos notaba a seis kilómetros el extraño acento, sin contar con el tufillo que salía de nuestras bocas. Con nerviosismo, dimos un pasito tras otro hasta que topamos con los dos guardas, uno a cada lado de la puerta.

«No lo mires a los ojos, no lo mires a los ojos. Te notará el miedo», me dije, así que, optando por la opción viable, le miré el paquete directamente, y madre mía… Dudé de cuál era el verdadero subfusil. Si quedaba algo de mi bañador, acabada de desintegrarse también.

—No pueden pasar —nos dijo una voz grave, pero yo continué caminando sin levantar los ojos del pantalón. Aquello no podía ser un cipote; tenía que ser una arruga—. ¿Me están oyendo? —¿Una arruga tan tan gruesa? ¡Eso era un cipote! Madre del amor hermoso. Si estaba muerto y se dejaba ver así, no quería imaginármelo vivo.

—Señorita, hemos dicho que no pueden pasar —dijo otra voz masculina, y un arma se interpuso en mi camino, cortándome el paso.

Ahora sí alcé la mirada sin más remedio y enfrenté al militar de la pistola gruesa de los pantalones. Después miré a mi derecha, para comprobar que a mis amigas también las tenían retenidas.

¿Nosotrras? —le pregunté.

El tipo asintió, pero no dijo nada.

—¿Y nosotras porgué no y ellos sí? —cuestionó Angelines con indignación.

El militar más cercano a ella nos miró de arriba abajo, alzó una ceja y sonrió burlón. Nos examinamos rápidamente. Vale que quizá no fuéramos muy elegantes con las pamelas, los bañadores y las chanclas, pero teníamos derecho a pasar como todo el mundo.

—Tenemos deerecho a entrrar. ¡Quiero la hoja de rreclamaciones!

Anaelia se tambaleó un poco y se sujetó a mi hombro.

—¿Y ssi mejor noss vamoss a cassa a bebernoss lo que queda?

—Están obstruyendo el paso. Señoritas, tienen que marcharse.

—Nos vamos porgue gueremos, no porgue tú lo digas. —Angelines se dio la vuelta, nos sujetó a ambas por el brazo y nos hizo caminar.

Desaparecimos de allí todo lo dignas que las circunstancias nos permitieron ante la mirada burlona de los trajeados, que sí podían entrar. ¿Dónde irían, con el calor que hacía?

¿Llamamoss al taxi? —nos preguntó Anaelia.

—¿Al taxi? ¡Yo entro ahí como que me llamo Maguía de los Ángeles…!

Y se calló, porque se apellidaba Folla Doblado, algo que la había perseguido durante toda su infancia y ahora en su juventud. Parecerá gracioso, y lo era, pero no para ella. De hecho, éramos defensoras de que unos padres que combinando sus apellidos le crearan esa desgracia a un hijo, no tenían derecho a procrear. Mercedes, la madre de Angelines, siempre decía que no era para tanto, que había más de cuatrocientas personas que se apellidaban así en el país, pero aquello no era consuelo para ella. Sin hablar de Anaelia Boca Negra, aunque con Angelines al lado, ella lo llevaba mejor.

—Pero ¿no decías que no querías entrrar?

—Eso era antes de gue ese mongolo nos vacilara. Vamos, ya encontraremos la manera.

Si la base militar era grande, nuestras ganas de pasar y las agallas de mi amiga lo eran más. No sabía cuántas vueltas habíamos dado ya, pero estaba al borde del desmayo y las ganas de ver militares se me habían pasado considerablemente, además de la cogorza, que había desaparecido de sopetón con el paseo y el sol de agosto. Anaelia no paraba de hablar, diciendo que prefería estar en la playa o en casa con el aire acondicionado, y Angelines buscaba y buscaba sin parar un lugar por el que colarnos.

—¡Mirad! —gritó de repente después de mucho caminar—, ¡ahí hay un agujero! ¡Podemos pasar!

Busqué dicho hueco con la mirada y casi me caí de espaldas al ver un agujerito de mierda.

—¿Piensas que me cuele por ahí? Pero ¡si tiene el tamaño para un niño de seis años! —protesté.

—Pues te encoges, que estamos aquí por ti.

—Eso, eso —añadió Anaelia.

Me callé. Quizá, ahora que lo estaba viendo sin los efectos del anís, todo parecía más ridículo. Íbamos a colarnos en un lugar colmado de personas que tenían armas y permiso para usarlas solo porque dichas personas estaban buenísimas. Y todo había sido idea mía. ¿Cómo me negaba ahora que las había convencido?

Refunfuñando, me dirigí al agujero. Angelines, con fuerza bruta, consiguió abrir un poco más los alambres de la valla metálica; lo suficiente para que entrara un niño de seis años y un mes, aunque me ahorré el comentario. Como pude, pasé primero un pie a la vez que metía la cabeza y un brazo, para después repetir la acción con la otra mitad del cuerpo y colarme dentro. Angelines repitió la acción sin ningún altercado y esperó al otro lado a que Anaelia pasara.

—La cabeza primero a la vez que el brazo y la pierna derecha —le indiqué.

Pero se ve que en su cuerpo pequeño el anís aguantaba más, porque cayó de boca y el pareo se le quedó enganchado a un alambre que sobresalía, dejándole el culo en pompa en el aire y los piños en el suelo.

—Se ha tomado lo de la cabeza en sentido literal —le informé a Angelines, que muerta de risa intentaba levantar a nuestra amiga.

Cuando lo conseguimos, me percaté de que tenía toda la boca llena de tierra y la risa se apoderó de mí también, flaqueando mis fuerzas y tirándome casi al suelo a reírme.

Tardamos unos minutos en recomponernos y, a hurtadillas, buscamos el lugar para incorporarnos a lo que fuera que sucediera allí dentro. Nuestra sorpresa al adentrarnos fue descubrir que estaban jurando bandera.

—Ya estamos dentro, así que podemos actuar con normalidad —nos dijo Angelines.

—Sí, cuando Anaelia se quite la tierra de los dientes —bromeé, y esta me fulminó con la mirada.

—¡Ostia, mirad, también hay desfile! —grito Boca Negra, en esos momentos tirando a marrón—. ¡Y tienen a la cabra suelta y todo! —Señaló al animal, que rondaba cerca de nosotras.

Sin disimular, nos adentramos y nos mezclamos con la gente mientras lo observábamos todo. Al parecer, no pasábamos desapercibidas, pues notábamos las miradas curiosas sobre nosotras, las mismas que nos resbalaban por las respectivas setas. Estaba embobada viendo a aquellos hombretones uniformados de cuerpos anchos jurar lealtad a su país cuando la voz de una de mis amigas que no conseguí diferenciar me alarmó:

—¡Ma, cuidado, cuidado!

Me giré con rapidez, y pude comprobar que la puta cabra que campaba a sus anchas hacía unos minutos venía directa hacia a mí a una velocidad que no creía posible para un jodido animal de sus características. Por instinto, grité y corrí en dirección contraria, pero antes de avanzar apenas unos metros, sentí un topetazo impactar en mi culo que me desplazó unos metros.

—¡Su puta madre! —grité de dolor mientras corría y miraba hacia atrás, controlando la distancia que me separaba de la cabra: ninguna—. ¡Cabronas, ayudadme!

Sentí otro topetazo que me atravesó el culo e intensificó el dolor, que ascendió hasta mi hueso coxis. Algo me hizo tropezar; la chancla de plástico del pie derecho se me había roto y ahora la llevaba enganchada a un dedo, dificultando la carrera. Anaelia y Angelines corrían tras nosotras con cara de angustia sin poder alcanzarnos y la gente se abría paso entre murmullos. Corrí y corrí todo lo que pude, hasta que visualicé un grupo amplio de militares en fila. Era el desfile, pero poco me importaba si quería conservar el culo de la manera que mi madre lo había formado.

El tercer topetazo me hizo levantar los pies del suelo, perder el equilibrio y la pamela. Tras un traspié, me recompuse y corrí un poco más hasta los militares. Me escondí detrás de uno con la respiración descompasada, usándolo como escudo humano. De repente, el sonido del desfile se detuvo, se formó un revuelo de voces y cuchicheos y los soldados, antes en fila, comenzaron a dispersarse intentando hacerse con la cabra, que más que una cabra parecía un cerdo engrasado incapaz de ser atrapado. Aprovechando la ayuda, corrí en dirección contraria, pero la muy puta me había cogido entre ceja y ceja, y antes de que me fuese posible ganar distancia, otro topetazo me impulsó unos metros hacia adelante. Por primera vez en mi vida me arrepentí de mi pelo de color fucsia que tanto llamaba la atención.

—¡Me cago en todos tus putos muertos y en el cornudo de tu padre! —le grité dándome la vuelta, cansada de correr y con un dolor punzante desde la pierna izquierda hasta mi espalda. Me desenganché la chancla rota, la sujeté con fuerza y se la tiré a la cara, dándole de lleno en el hocico—. ¡Te voy a pegar un bocado en la yugular y te voy a matar!

La cabra me miró a los ojos fijamente y, por un momento, la descubrí asustada. Corrí tras ella descalza de un pie, cambiado los papeles, y al alcanzarla le pegué una patada en culo que la hizo berrear. Seguramente, me dolió más a mí que a ella debido a la desnudez de mis dedos, pero me dio igual y volví a darle otra.

—¿Duele, so puta, duele? —Le di otra, esta vez alcanzando su tobillo.

Cegada por la rabia y dispuesta a devolverle todas y cada una de las embestidas, corrí más de lo que jamás habría imaginado con una sola chancla hasta alcanzarla de nuevo, pero justo cuando le iba a dar otro puntapié, un militar se cruzó en mi camino y la atrapó.

—¡Suéltala! ¡Suéltala que la mato! —grité.

—¡Ma, Ma, tranquila, solo es una cabra! —Unos brazos me sujetaban con fuerza, frenándome.

—¿Solo es una cabra? ¡Que nos dejen solas en un mano a mano! ¡La mato, juro que la mato! Me ha reventado el culo la muy puta.

—Ya está, por favor, que nos está mirando todo el mundo —reconocí la voz preocupada de Anaelia.

Ahogada, con la respiración descompasada y sudando a mares, miré a mi alrededor, intentando volver al lugar en el que estaba. Cientos de personas trajeadas y correctamente vestidas nos observaban con asombro. Anaelia y Angelines con su pamelas y trajes de baño me sujetaban, intentando acompasar también sus respiraciones, y un tipo rubio de metro ochenta y pico nos inspeccionaba desconcertado con la cabra en las manos.

De pies a cabeza, lo seguí con la mirada, parando para corroborar por su traje ajustado que cargaba hacia la izquierda y que lo hacía bien. Después continué por su torso exageradamente trabajado y llegué a su rostro blanquecino, barba recortada, ojos celestes como dos perlas y pelo rapado por los lados y de un rubio anaranjado. No pude ver más, pues el gorro tapaba lo demás, pero, de repente, mi enfado había menguado hasta desaparecer de un plumazo.

—Me he enamorado —dije en voz alta, pero, al parecer, no lo suficiente para que él se enterara.

—¿Qué has dicho? —me preguntó con mal humor.

—Que me he enamorado de ti.

Me quedé mirándolo fijamente, ignorando el fuerte agarre de mis amigas, que tiraban sin disimulo para que cerrase la boca. Él me mantuvo la mirada en silencio, haciendo eterno el momento, hasta que unos compañeros se acercaron para quitarle la cabra de las manos y el rubio se dio la vuelta para marcharse.

No, no podía irse sin más. Necesitaba saber algo sobre él, era el amor de mi vida. Y vale que yo me enamoraba con facilidad y decía aquello muy a menudo, pero aquel hombre no era normal. Tanta perfección no podía ser humana.

—Mackay, ¿qué ha pasado?, ¿quiénes son las locas esas? —le preguntó uno de los compañeros mientras lo instaba a caminar.

Mackay. Se apellidaba Mackay, y me sonaba a Escocia, ya que conocía todo lo relevante sobre aquel sitio. A decir verdad, no solo lo conocía; me apasionaba.

Él se giró una vez más y me miró.

—No lo sé —susurró, clavándome sus ojos azules.

Me quedé embobada viéndolo avanzar, hasta que la voz de Angelines me sacó de mi ensimismamiento:

—Mierda… No puede ser.

Y antes de que preguntásemos a qué se refería, una voz conocida dijo:

—¿Otra vez vosotras? No me lo puedo creer…

Allí estaba mi hombre, mi otro amor de uniforme, solo que esta vez iba acompañado por muchos compañeros más, y cada uno de ellos traía unas esposas en las manos.

—Lo siento, pero tenemos que llevaros a comisaría, y esta vez no hay aseguradora que solucione los desperfectos.

Y, una a una, nos colocaron las esposas delante de todo el mundo y nos encaminaron hacia la salida.

Por mucho que nos esforzamos, ya no había dignidad para caminar; no sin una chancla, cojeando, sin pamela, el pareo de Anaelia roto, la boca llena de tierra y Angelines pegándole voces al policía para que le aflojara las esposas. Si algo era seguro, es que al día siguiente estaríamos en todos los titulares de los periódicos locales y provinciales.

Por lo menos le quitaba algo de protagonismo a mi ex en el día de su boda. Que se jodiera.

 

 

 

3

 

 

Necesitamos refuerzos

 

 

 

 

 

 

Media hora más tarde, sin nada en el estómago y con un gruñimiento de tripas que se escuchaba en toda Almería, nos llevaban esposadas hacia la entrada de la comisaría. Noté la mano del poli buenorro en mi hombro mientras me dirigía por unas escaleras que bajaban. Tan ensimismada estaba en su contacto que no reparé en las voces que provenían de detrás de mí:

—¡He dicho que no me toque! Como me ponga un solo dedo encima otra vez…

La voz de Angelines sonaba enfadada, pero de verdad. Miré al hombre que la acompañaba y no pude por menos que disgustarme. Era calvo, barrigón, y el sudor le caía por la frente como si fuese una cascada en vez de su piel. Anaelia iba lanzándole miradas asesinas al otro poli menos macizo que acompañaba con anterioridad al morenazo que estaba a mi espalda, y este le hizo indicó con la cabeza para que nos siguiera. Ella le sacó la lengua, haciendo un gesto infantil de burla que me hizo sonreír.

No estábamos en posición de ponernos tontas, y menos después de aquel enfrentamiento con la dichosa cabra de la legión, pero a Angelines, cuando alguien la encendía…, no había quien la parase.

—Te rompo la mano —siseó, y se giró para encarar al barrigón.

—Angelines… —intenté que se tranquilizara.

—Eso, eso, ¡que no somos delincuentes! ¡Y nos llevan hasta con las esposas! —Anaelia metiendo cizaña, como de costumbre.

—¡Pienso ponerles… —pensó— lo que sea! Por abuso de autoridad. No hemos hecho nada para que se nos trate así. ¡Quitadnos las esposas! —bufó encabronada.

El poli buenorro se despegó de mi cuerpo tan rápido que el frío me invadió, y eso que dentro de la comisaría el calor seguía siendo asfixiante. Se acercó a ella con tranquilidad y la miró desde su posición, gesto que pensó que amansaría a mi amiga, pero no sabía cuán equivocado estaba. A esa no había quien la domara.

—Señorita, si no se tranquiliza, solo empeorará las cosas.