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Universidad de Guadalajara


Dr. Miguel Ángel Navarro Navarro

Rector General



Dra. Carmen Enedina Rodríguez Armenta

Vicerrector Ejecutivo



Mtro. José Alfredo Peña Ramos

Secretario General



Dr. Aristarco Regalado Pinedo

Rector del Centro Universitario de los Lagos



Dra. Rebeca Vanesa García Corzo

Secretaria Académica



Mtra. Yamile F. Arrieta Rodríguez

Jefa de la Unidad Editorial del Centro Universitario de los Lagos



Primera edición, 2018.



© Fernando Solana Olivares



ISBN 978-607-547-092-4



D.R. ©
Universidad de Guadalajara

Centro Universitario de los Lagos

Av. Enrique Díaz de León 1144, Col. Paseos de la Montaña, C.P. 47460

Lagos de Moreno, Jalisco, México

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Se prohíbe la reproducción, el registro o la transmisión parcial o total de esta obra por cualquier sistema de recuperación de información, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electro-óptico, por fotocopia o cualquier otro, existente o por existir, sin el permiso previo por escrito del titular de los derechos correspondientes.



Hecho en México /
Made in Mexico

 














A Juan Rulfo, el inagotable.

 

 













El primer movimiento dispone
un pensamiento junto al otro,
el siguiente aspira siempre

de nuevo al mismo lugar.

Un movimiento construye
tomando en la mano piedra tras
piedra, el otro apresa siempre
de nuevo la misma.



LUDWIG WITTGENSTEIN

 

1









«Quisiera ser Dios para resolverles sus problemas, pero me es imposible en este momento». La voz se escuchó sobre la orquesta que apenas callara, cuyos ecos sonaban en el atrio de esa catedral desnivelada.

El director iba a exigir un acorde a sus músicos para silenciar la frase, pero el gobernador le ordenó con la mirada que no interviniera. Quien hablaba era un hombre alto y delgado, al que le costaba esfuerzo devanar su discurso. Siempre comenzaba así Jesús Gonthier.

—Una proclama: se lo dije —susurró el comisario al oído de su ayudante. Los dos se mantenían sentados atrás del gobernador y compartían el temblorcillo indignado de todos los notables que asistían a la ceremonia cívica. Enfrente de ellos, con el templo a sus espaldas, hablaba Gonthier:

—Quisiera serlo, pero siempre que lo intenté he fracasado. Este lugar derrota a todos los que lo intentan. Nosotros perseveramos. Por eso estamos aquí: para reclamar lo que nos despojan.

La pequeña orquesta escuchó el golpe seco que dio su director en el atril a pesar de estar atenta al discurso del hombre alto y delgado. El músico desobedeció al gobernador y lanzó una andanada de notas para acallar a Gonthier. Sus partidarios protestaron. Atrás del líder aparecieron brazos con los puños crispados y mantas rayadas de consignas ondearon embravecidas sobre dos centenas de desharrapados.

—Un motín: se lo dije —advirtió a voz en cuello el comisario poniéndose de pie. Los invitados de las filas de adelante saltaron de sus sillas para corear las voces que el gobernador azuzaba. La música subía de tono y el mal vestido batallón de policía situado en uno de los extremos de la plaza del atrio comenzaba a moverse hacia las huestes de Gonthier para desalojarlas. También una media docena de pistoleros que habían rodeado la plaza hasta llegar a unos metros del muro donde estaba el orador. Gonthier se dio cuenta de la maniobra que podía atraparlos y mandó a su gente salir caminando hacia un lado, cerca de donde los músicos y el estrado de los notables parecían ser un riesgo menor. Gritando consignas avanzaron todos alrededor de todos, protegiendo entre ellos al dirigente que sobresalía en el centro de un círculo urgido de superar ese rectángulo de piedra catedral con tres lados ocupados y uno abierto apenas.

El gobernador Ibarra sacó su pistola y apuntó a Gonthier, blanco que se movía diagonalmente para alcanzar el extremo del atrio en que terminaban las gradas y seguían las rectilíneas calles del pueblo, ahora vacías. La cólera desvió el disparo del gobernador, pero la descarga animó a otros a probar puntería contra el remolino en fuga. Los pistoleros que seguían al grupo hicieron fuego y el pánico de la huida cubrió al grupo de Gonthier que se confundió entre tantos y salió de la plaza.

Las esquinas del atrio estallaron y la gente se dispersó por las calles. El grupo de opositores se fracturó en pequeñas unidades que partieron rápidamente sin la impedimenta de las mantas que arrojaran al huir, ahora semejantes a sudarios para los tres o cuatro cuerpos caídos sobre las losas del atrio.

—No era el momento —dijo el gobernador, volteando con enojo hacia el comisario Antúnez.

—Nos precipitamos, señor. Pero habrá otra vez —justificó el comisario, mientras los ocupantes de las gradas parloteaban la emoción de las balas y el mortal peligro corrido por Gonthier, su enemigo. Antúnez ordenó que se retiraran los cadáveres. Uno era de los suyos.

Hasta el gobernador, que tenía la mirada perdida en el punto del horizonte donde la ciudad terminaba y surgía la ondulante serranía, se aproximó el director de la orquesta para disculparse por el arrebato musical. Era un hombrecillo escuálido, de ojos penetrantes y gestos bruscos, cuyo uniforme lo había comprado el ayuntamiento al anunciador de un circo que años atrás pasara por el lugar. El anciano director actuaba con una dignidad ignorante de su aspecto. Luego de escucharlo el gobernador lo despidió con dos o tres monosílabos.

Después tuvo enfrente a Flavio Belmar, el asesor político que debía fidelidad a don Mateo Maza. Carraspeó y dijo:

—Señor, le advertí que esto podía ocurrir. Hemos descuidado hacer política.

—Sí, ya lo ha mencionado varias veces: tenaz resistencia, prolongada penetración. Pero este asunto es otra cosa, Belmar.

Ibarra decidió retirarse y su séquito lo acompañó hasta la casa de gobierno. El asesor se marchó por la esquina opuesta, a lo largo de una calle construida con el arte de la sombra a pleno sol. Las puertas y las ventanas de las casas estaban cerradas.

El sol a plomo que jugueteaba con los oros falsos del traje del director, a quien Belmar vio a la distancia, le mostró la felicidad del mediodía, de la mitad del camino hacia donde iba. Pensó que cuando el músico había golpeado en el atril instantes atrás para estrangular la predicación de Gonthier, él también había visto lo mismo: una exacta línea de luz y su continuación en la sombra. «Entonces, dura», se dijo, «no acaba aún el mediodía».

2









Lleva varios años de disputar el espacio del ágora a dementes como Rambo, un pistolero, o a Gabrielota, una gorda tugurienta, o a piezas mayores como el mismo Anticristo, quien manda a su íncubo Gasolino, un muñeco tiznado y semidesnudo que hace cabriolas de salvaje y aspira tanques de combustible en los vehículos estacionados hasta que un día quede muerto por ahí. El enemigo no había aparecido aún porque Oseas desplegaba una guerra sin cuartel en su contra.

Acababa de hacerlo al cruzarse con un hombre que siempre insistía en darle dinero y él en pedírselo. Le contó su más reciente internación en el psiquiátrico cambiando los verbos y mezclando las voces narrativas. Entre onomatopeyas le pidió un veintón de varos y alargó las sílabas como si hubiera dicho «Om». Emitió un par de insensateces más antes de seguir su camino. Pero sobre todo aprovechó el encuentro para infiltrar mentalmente al hombre que le daba dinero y conducirlo a poner una queja municipal contra el Anticristo por exhibición de pornografía en el zócalo, espacio-tiempo de su nuda propiedad personal. Así se movía.

No exageraba. El Anticristo iba en un traje blanco de dos piezas tachonado de símbolos cristianos al modo de una primera comunión, calzaba zapatones negros bien boleados y peinaba su melena con brillantina, la cual remataba en la nuca con una cola de pato. Llevaba consigo un atiborrado portafolio negro del que extraía revistas con fotografías de mujeres desnudas, las mostraba a los transeúntes y entonaba oraciones luego de persignarse.

Esa era la parte activa del deseo del Anticristo en el zócalo. La otra acción, la caída alcohólica, daba comienzo a las cuatro de la tarde. Bebía hasta comenzar el crepúsculo, cuando salía del zócalo tambaleándose, con la melena despeinada y el traje manchado, para refugiarse en el cuarto de azotea que la familia de buen apellido le tenía puesto a su orate.

Oseas desconfiaba de las dos partes de la rutina. Nadie puede vivir entre la raja de los mundos sin dos condiciones: nadie que lo ayude a uno, nadie que logre estar con uno. Miembros del zoológico humano como Rambo o Gabrielota obedecían las reglas. El Anticristo no.

Algunas botellas de coca-cola al tiempo, pues fría producía cambios químicos y el pensamiento propio podía ser asaltado por fuerzas mentales externas, y uno o dos litros de leche tomada de empaques puestos al revés, únicos bebibles sin consecuencias. Algo de pan y antojitos del patio de humo del mercado, por la tarde al estar quemados y comprarse baratos. Y Oseas no ingería nunca los fármacos recetados por la banda médica enemiga durante las internaciones hospitalarias decididas por sus parientes. Saliendo del manicomio tiraba a la basura las grageas antisicóticas de las dosis. Se sentía de nuevo al pie del cañón.

Al cumplir su propia profecía de ese Viernes Santo y posar su pie manchado de aceite en el zócalo, heredad que le correspondía por derecho cósmico, revisó la situación en la que se encontraba. Tiempo atrás Oseas se había ocupado en abrir y cerrar el lugar, pero al extender sus cadenas magnetizadas y sus candados cabalísticos por el cuadrante de la plaza se topaba con dormidos que creen estar despiertos, quienes se burlaban y llegaron a amenazarlo. Decidió dejarla abierta las veinticuatro horas, con las preocupaciones que una propiedad en tales condiciones puede acarrearle al propietario. Pactó tácitamente con Rambo que sus duelos armados se celebraran del otro lado del zócalo y no en el Portal de Flores bajo el jardín, los meros rumbos de Oseas, quien en una vida anterior habíase asomado por un balcón de esa casa junto al libertador Morelos y sus capitanes para arengar al pueblo oaxaqueño. El pistolero aceptó el trato porque tenía considerables adversarios que atender en esa región del cuadrante, y los dos conspiraron contra Gabrielota, la tehuana insinuante que decía ser amante de Porfirio Díaz y ahora pesaba ciento treinta kilos de carne fofa, faldas rotas, huipiles mugrosos, arrugas de hierro, colgijos industriales y aliento podrido.

Rambo no la quería porque a pesar de haberla vencido frecuentemente en duelos públicos donde sus mercuriales manos disparaban más veloces que ella las pistolas invisibles, la mujer nunca había caído fulminada como debía. Ninguno de los muchos adversarios del pistolero se desplomó jamás, a excepción de Oseas, que aplicando una técnica del arte de la guerra decidió hacerle creer por una vez al matón que sus proyectiles lo derribaban. Rambo lo agradeció, y nunca supo del escudo que la mente de Oseas, volviéndolo invulnerable, proyectaba al exterior.

Oseas gesticuló para dictarle a su memoria la composición de campo. Ciertos gestos eran aprobatorios y otros no. Allá el que estuviera ahora escuchando en su cabeza, pero el profeta profetizaba el estado de lo que veía mediante una telegrafía facial de muecas-destrucción: a unos metros, hacia el reloj grana óxido de Catedral, se multiplicaban plásticos que repetían en hileras la oferta chatarra de ilusiones por unos pesos; sentía palpable la energía oscura de los apiñados paseantes en la plaza, que entre todos ocultaban los ángulos y escondían las columnas y multiplicaban los rincones del hirviente hormiguero alrededor de la casa de oración.

Para curarse de lo que percibía, Oseas recordó una tarde de Viernes Santo cuatrocientos setenta años atrás, uno después de fundado el mercado, corazón patente de este zócalo, y así recordó una tarde igual y la propiedad suya, porque él era un profeta diestro en descifrar las inscripciones hechas por un dedo misterioso en la pared.

Son las tres de la tarde y el sol es tapado por las nubes. Oseas está mirando hacia el quiosco y lanza una instrucción mental a los músicos que sombríamente tocan en él para que se callen. Lo hace para ganarle el punto al Anticristo y avanzar así en territorios estratégicos. O porque es su homenaje esquizo al Crucificado. Emite un gesto ceremonial y sobre los paseantes cae primero una niebla y después un eclipse, el que sobreviene cuando en la tarde apasionada ocurre el asesinato de Dios. A continuación, siendo el tiempo en el espacio uno de sus dominios, Oseas da la orden debida para que las cosas del mundo se reanuden. Normal.

3









La estación de Yera fue abandonada hace muchos años. Cerca de ella se alza el túnel ciego de La Engaña. Estoy parado afuera del edificio central, sólido y de tres plantas, con chimeneas rotas que sobresalen en sus techos de pizarra, lajas de lastras grises llenas de moho, y una fantasmal caseta de pasajeros a su lado. Alguna vez habrá sido recorrida por el ferrocarril, pero ahora es una vía muerta de la que debo marcharme mañana temprano. Los pinares que rodean la estación silban rasposamente y sus agujas gotean la neblinosa lluvia que lenta y regular no deja de caer. El frío cala los huesos y oprime el cuerpo. Mi gabán chorrea empapado. Entro a guarecerme en un salón sin puertas. Hace un mes que murió mi padre y ahora estoy aquí. Debo tener trece años, catorce quizá, pero mi alma es más vieja. Ayer me despedí de la perra Liria, que movió la cola sin venir a mí, como asegurándome que ella cuidaría todo durante mi ausencia; y antes de enfilarme hacia el camino de San Roque para bajar por los saltos del Miera, cortar la sierra y alcanzar el puerto de Santander, me volví a mirar por última vez, recortadas sobre la pared de piedra de la casa familiar que abandonaba, las siluetas de Adela, Vega y Lucía, mis hermanas que me decían adiós. El crepitante fuego que hago con ramitas verdes apenas entibia mis ateridas manos. Yera comienza a cubrirse de sombras más densas.

Me adormezco sobre mi gabán humedecido y recuerdo una tarde del verano anterior cuando el rebaño ya estaba en los corrales y el sol iba hundiéndose en la tierra. Adela bruñía en la leñera un cuenco de bronce. La luz se filtraba por las rendijas de las tablas. Mil rayos tocaban su cuerpo vigoroso. De pronto dejó el cuenco a un lado y alzó la falda negra para rascarse el muslo. Su piel tembló. Cada uno de los pequeños vellos rubios casi invisibles que envolvían su pierna se incendiaron a la luz moribunda del sol. La mano subió hasta descubrir toda la entrepierna. Nada llevaba bajo la falda. Su pubis era un montecito de hojas doradas y el color del otoño cubría su secreto. Corrí sin aliento. Entre las peñas que atisbaban el mar humedecí la hierba, mientras la imagen de esa visión trastornaba mis sentidos.

El fuego poco a poco entibia mi cuerpo y seca mi gabán. Cuántos días han pasado. Adela seguirá con su vela de flama y la novena a la Virgen del Bosque. Mis hermanas bajarán por la tarde a adivinar desde el risco la lejana línea marina; y don Manuel Cisneros estará aguardando en la escuela de muros de argamasa sin alumnos. Los mesabancos polvosos, el mapamundi roído por las esquinas. A pesar de su soledad irá a diario. Paseará su levita lamparosa frente al cromo de los reyes católicos colgado en la pared y dormitará en su escritorio de madera de roble, despertando sobresaltado cada vez que sueñe el despido de su modesta posición. Verá al fantasma del hambre burlándose desde los mesabancos vacíos. La bujía de Adela es una luz cegada. Sus rezos son invocaciones que nadie escucha. Sus lágrimas manchan de plata su falda negra. Sus ojos miran al vacío.

4









Ese día de marzo la bahía estaba grisácea, sin luces que rayaran sus aguas densas. Sonidos de eco provenían del puerto. Gritos de gaviotas en las crestas del oleaje, porfiadas por impulso propio y por la mañana indecisa. Filas de pelícanos rasantes duplicaban la geometría del mar. La calma trenzaba una red que había capturado a la gente y a las cosas. Tal era el escenario del desembarco y la nave aguardaba paciente como la luz que no irrumpía, como las fijas siluetas en el muelle a la distancia. Con la misma lentitud, pues cualquier gesto que quebrara el sopor era imposible, una lancha de vapor se desprendió del muelle hacia el barco. El agua que zurcaba no era azul como el acero, parecía un metal inmóvil.

Envuelta por los graznidos de las aves, la lancha se colocó delante del barco para llevarlo a tierra. Entonces la luz desplegó su abanico y un suspiro hondo puso en movimiento a quienes iban a bordo y a los estibadores de enfrente, a los funcionarios de la aduana y a los que esperaban pasajeros. Se apilaron en cubierta los equipajes y el muelle saludó a la nave como en día de buen tiempo. Las diligentes cosas simples despertaron. Un viajero sonrió, otro consideró al agua un líquido familiar, una mujer desabotonó con discreción el cuello de la blusa para refrescarse.

Mi abuelo viajaba en ese barco que cruzó el Atlántico. Casi niño y reciente huérfano, su solitaria travesía fue mitigada a veces por la simpatía de los emigrantes que ahí iban. Su infancia montañesa dedicada a guardar rebaños y mirar en silencio bosques y pastizales, pájaros y plantas, pequeños animales, había alcanzado para que sobreviviera acumulando esperanzas al irse a dormir y al día siguiente lo que la divina providencia mandara. De entonces le quedó una expresión triste en la mirada y la voluntad de no desfallecer.

Cuando la lancha hizo tocar muelle al barco subieron a él los funcionarios de la aduana. Mi abuelo se coló atrás de una familia que viajaba desde un pueblito cántabro cercano al suyo. En la mano llevaba el papel migratorio doblado con esmero junto con la carta de presentación a los parientes indianos. Del cuello le colgaba un escapulario bordado por las hermanas. Cuando estuvo en tierra se despidió de los compañeros del viaje, preguntó por la estación del tren y caminó hasta ella. En el corto trayecto lo asaltó la extrañeza: las desemejanzas con sus montañas iban desde los colores, una lujuria inesperada, hasta los aromas, torbellinos flotantes para los que no tenía comparación.

El puerto respiraba el desprendimiento de los lugares donde las gentes se van y llegan, solo pasan. Mientras caminaba entre símbolos radicales, mi abuelo repetía el nombre inédito: Veracruz, simple y enfático, insolente, en un puerto de emociones inmediatas sin tiempo ni espacio para demorarse, donde el instante se cierra en sí mismo y no puede durar.

—¿Adónde vas, niño? —le preguntó a mi abuelo un hombre negro y alto, de cabellera rizada, vestido con una camisa lila que parecía manto cuaresmal. Con su radiante dentadura pronunciaba las palabras como en otro idioma.

—Voy a Oaxaca.

—¿Y vas en tren?

—No. Caminando por la vía.

—¿Pero sabes lo que dices?

—…

—No vas a llegar nunca. O vas a tardar meses. O te vas a perder.

La camisa del hombre ondeaba como un lienzo puesto a secar. Mi abuelo siguió caminando hacia un largo andén de madera tan rumoroso como el muelle que acababa de dejar. El hombre argumentaba todavía con suaves maneras, pero mi abuelo no lo escuchaba. Era cierto, nunca llegaría a Oaxaca. Aunque por fin llegara. Dejar el pequeño pueblo montañés significaría no alcanzar ningún sitio, vagabundear hasta el final. El andariego.

Las vías del tren se tocaban a lo lejos, serpientes de hierro que comprometían su dualidad. Investigó que sus contadas monedas solo cubrían el importe del pasaje. Se resignó a caminar. Con el atado al hombro, hecho de ese mantón tan querido por Adela, el que los domingos cubría sus cabellos, enderezó sus pasos por la vía: confiaba en que los rieles acabarían por pasar cerca del lugar donde un pariente lo aguardaba. Mateo Maza caminó, con voluntad ignorante caminó. Comió lo que pudo comer. Durmió donde pudo dormir. De tanto caminar llegó.

5







La ciudad abrió portones y ventanas para absorber al grupo perseguido. Gonthier salió de ella. Un puñado de fieles lo escoltaron a caballo hacia la sierra Juárez, cerca de Guelatao, donde se escondería de las batidas que Ibarra lanzara. Estaba extenuado y confundido. Su acción política parecía haber llegado a un punto sin retorno, mucho más que otras veces.

Se bamboleaba sobre la silla del animal que subía en fila por un sendero apenas visible entre el tupido bosque de madrugada. «Dios dará», se dijo, «Dios dará», siguiendo aquella metáfora de su discurso interrumpido en la plaza. Era escaso su sentido del humor, pero hizo una mueca de sonrisa cuando recordó los rostros de Ibarra y sus esbirros, de los notables del pueblo congestionados por la ira. Pensó después en el director de orquesta, quien con un golpe de batuta logró callarlo, y un lancetazo de rencor llegó a su mente.

Ante el irritante psíquico se obligó a pensar en otra cosa. Repasó los detalles del atentado de la mañana del domingo, mientras el gobernador colocaría la primera piedra de una polvorienta carretera hacia los manantiales de San Andrés Huayapan, población situada a pocos kilómetros de la cañada por la cual su caballo ascendía trabajosamente. Le intrigaban las consecuencias que el acto tendría sobre el escritor inglés, invitado de honor al estreno de la obra pública aún no comenzada, y quien sin saberlo había dado la idea a Gonthier.

En una carta copiada por alguna de las criadas comprometidas en la red de espías del líder sublevado, el corresponsal que firmaba como D. H. Lawrence lo enteró de ello: «Visité al gobernador del estado en el palacio. Es un indio de la sierra, pero parece un abogadito mexicano; es muy simpático. Solo que todo esto es una simple locura. Me pidió que asista a la inauguración de un camino por las montañas. Todavía no han iniciado la construcción del camino. Por eso es por lo que vamos a inaugurarlo. Y durante la comida campestre puede ser que lo asesinen. De todas maneras, este es un mundo loco, y la gente cada vez me aburre más, más y más. Es curioso: incluso un indio zapoteca, cuando se convierte en gobernador no es más que un tipo en traje dominguero, sonriendo y haciendo planes».

El caballo resoplaba al tantear las piedras del sendero y Gonthier veía el precipicio que cortaba la montaña ya iluminada por el sol en las copas de sus grandes pinos. Una cabaña surgió sobre un claro, desde su techumbre ascendía un hilo de humo. Los tres jinetes descabalgaron. Una mujer que esperaba en el umbral de la cabaña abrazó a Gonthier cuando fue hacia ella.

—¿Te parece que está bueno cumplirle sus miedos?

—Quizá fue el mismo Ibarra quien se lo dijo.

—No sería capaz de confesarse así. Menos con un inglés. Este percibió el temor del yope flotando en el ambiente y lo volvió una anticipación.

Gonthier hablaba con quienes hasta ahí lo habían seguido: Leyva, un panadero retirado que era lugarteniente de la organización, y Castellanos, un mixteco con cara de atravesado. La mujer estaba sentada en un rincón escuchando sin intervenir. Se llamaba Trinidad y era la amante del dirigente político desde que había llegado a Oaxaca proveniente de Juchitán. Decidida, esbelta y bella, era más joven que ese hombre que no la tocaba a menudo.

—No quiero matarlo —dijo Gonthier.

Los otros se sorprendieron. Trinidad también.

—Quiero que haga el ridículo. Que el inglés vea sus desfiguros y hable de ellos. Nada más. Y que se siga asustando. ¿Castellanos, me oíste bien?

—Entonces, unos petardos. Y una vacada en estampida. Y mucho ruido alrededor, pastizales quemados, reflejo de espejos, nubes de polvo y gritería —dijo Leyva, sabiendo de lo que hablaba.

Los dos hombres extendieron la mano al dirigente, ignoraron a Trinidad y salieron a cumplir la orden. Gonthier se echó en un catre y durmió profundamente.

Mientras tanto, Lawrence caminaba por la ciudad pensando en el tiroteo de la víspera e intrigado por el silencio oficial. La oficina de Ibarra no había confirmado la invitación al paseo del domingo, y ninguno de sus conocidos locales podía explicarle lo que pasaba, la enunciación y no el enunciado. Pero sabía de la agitación de los últimos meses.

En la misma carta copiada por las espías de Gonthier, Lawrence contaba su apreciación: «Todo es muy inseguro, y en verdad muy confuso. Los indios son pequeños salvajes extraños, y malévolos agitadores los bombardean con trocitos de socialismo, haciendo que todo sea un enredo. No es exageración: hay una especie de caos. Lo sabes: el socialismo es un fracaso. Hace de la gente una masa blanda, y especialmente de los salvajes. Y setenta por ciento de esta gente son verdaderos salvajes, más o menos como eran hace trescientos años. La población criolla se pudre sobre el salvaje populacho. Y aquí el socialismo es la farsa de farsas, pero muy peligroso».

Decidió acercarse hasta el palacio cerrado a piedra y lodo para ver al secretario del gobernador. Le franquearon el acceso después de un rato y lo recibió Ibarra en persona a la puerta de su gran despacho, sin más protocolo que una zalamera sonrisa. «Claro que no, claro que no», dijo ante cada preocupación externada por el inglés en su corto español. Se encontrarían el próximo domingo como estaba convenido, y tendrían un paseo inolvidable, él se lo aseguraba.

Lawrence se marchó por los amplios y silenciosos corredores del palacio, convencido de que todo el arte del gobierno, incluso para este cordial y elusivo indio zapoteca, estaba basado en la negación.





Gonthier soñó con Flavio Belmar, ahora asesor de Ibarra, pero años atrás adversario y camarada en la organización obrero campesina. En el sueño discutían como solían hacerlo, cuando las fiebres oratorias eran la enfermedad política del grupo que Gonthier pretendiera curar con la radicalización, alternativa que rechazaba Belmar, negociador a ultranza y escéptico de la acción directa. Era el recuerdo de algún debate sostenido ante la asamblea.

Belmar lo interrumpía con frases breves cada vez que hablaba, hasta que Gonthier estalló:

—No es con la táctica de interrumpirme que lograrás hacerme callar, Belmar.

—No te exaltes, Gonthier.

—Tengo tanta autoridad como tú y más experiencia de masas…

—Bueno, he de darte la razón, pero…

—¡Carajo, Belmar, deja de interrumpirme como un imbécil!

—Estás dirigiéndote al secretario general del comité…

—No, estoy hablando con Flavio Belmar, provocador y demagogo.

—Te exijo respeto.

—Primero requiero el tuyo. Déjame hablar.

Por fin el adversario enmudeció. Lo había derrotado con el arte del buril, una forma retórica enseñada por el jesuita Gracián que dando tumbos había llegado luego de doscientos años hasta esa izquierda oaxaqueña discursiva y opositora. Ahora Belmar no despreciaba vestirse de catrín y asistir a las ceremonias burguesas, pero entonces su devoción socialista parecía ejemplar. Tal vez comenzó a cambiar esa misma tarde, pensó Gonthier, ya despierto mientras veía las pequeñas cintas de luz filtrándose por las contraventanas de madera. Escuchó ruidos y llamó a Trinidad.

Lawrence resolvió ir al zócalo para recoger alguna información entre los extranjeros. Eran dueños de tierras y minas recientemente despojados por la revolución agrarista, y ahora parroquianos ansiosos del lado poniente de los portales, donde aguardaban los trámites para que el gobierno les restituyera el valor de sus bienes, desconfiados todos entre sí y atentos a que ninguno negociara por su cuenta. Se sentó a la mesa de Charles Hamilton, un gringo de San Francisco enriquecido con las minas y robado de golpe en Taviche, locuaz y muy amable. Le encantaban las historias de la región y contó una. Dijo que se llamaba «Un año entre los dientes»: una tarde un hombre de veinte años de edad creyó que estaba comiendo carne humana. Estaba preso en una salitrosa y antigua cárcel oaxaqueña y el guiso que le arrojaban entre los barrotes de la reja le parecía de materias sospechosas. El rojo de la salsa semejaba un plasma sanguíneo, la emulsión amarilla era un derrumbe orgánico de materiales porosos como plastilina, el verde moteado del platón recordaba la selva donde había sido capturado y luego traído hasta este lugar: Xashaca, el nombre con que lo llamaba el oído inglés de ese joven pirata adolescente, el grumete Perkins, baja del corsario Drake en las playas de Huatulco.

Vivo y estupefacto llegó a un pequeño formato. La escaramuza en la playa había sido poco clara. Dos o tres disparos de mosquete, el vuelco de la lancha donde iba el grumete, el agua salada hasta la nariz y después dos o tres oaxaqueños de talla limitada y bravísimos, panzones, de manta blanca y ojos fieros, acarreando a golpes sonrientes pero bien dados al joven invasor.

—Xashaca.

—No. Oooaaxaca.

Ninguna de las lecciones sirvió con él. Sus captores eran hombres buenos que vivían aburridos y acabaron hablando con Perkin, ahorro coloquial oaxaqueño, para que este les contara los usos de su tierra. Un día abordaron el tema de la cocina.

—Perkin, ¿ustedes comen chileatole? —le preguntó el jefe político.

—No, señor —respondió el otro en su media lengua de medio oído, en su español grumoso.

—¿No saben rebanar unos cuantos elotes y partir los demás en trozos? —indagó el jefe, y todo su cabildo del siglo diecisiete se echó a reír a carcajadas.

—No, pero ya comí sus tamalitos de anís y su guiña doo bendabuaaa. Son infames, sangrientos, adictivos —dijo Perkin, alerta ante las salidas del jefe.

—¡Ah! Y aún le faltan varios: tortuga en achiote, coloradito, con un buen téjate porque aquí es seco. Siempre se necesita lo fresco para sentarse cómodos, masticar despacio y cumplir con las tres tareas. Si no, ¿para qué comer? Aunque nos gustan los ingleses. ¿Mole de chivo, tamales de armadillo, amarillo de tembolocates y frijoles con hierba de conejo? ¿Más, Perkin? —jugaba.

—¿Cuáles tres tareas? —preguntó este, queriendo eludir el aro sardónico que sus captores le lanzaban.

—Olor, color y sabor —contestó el jefe, consumidor de enfrijoladas, de ojos luminosos y vivaracho como los chapulines que ingería a menudo.

—Y un poco de sangre y cierto color de mierda y un sabor angélico —confesaba Perkin, deturpador de los platos que le deslizaban entre las rejas de hierro. —Aunque no puedo estar sin ellos—reconocía, domesticado por el cinismo corsario de ese observatorio etnográfico: los indios jugaban con él.

—¿Y ya sabe que alguna vez contaremos el tiempo así, comiendo? ¿Bautizando cada mes con el nombre de un platillo? —presumía el jefe, para impresionar a sus subordinados y ganar la competencia que la agilidad mental del preso le había planteado, desde el comienzo de su español de tasajo y sus reuniones por la tarde, cuando bebían un espumoso chocolate que Perkin olía y no le convidaban.

—¿Se van a comer el calendario? —preguntaba Perkin, deseoso de que le sirvieran por entre los barrotes unos tamales de iguana o un mole de camarón.

—Lo pintarán nuestros artistas. Los maestros pintores. O cantores —decía el jefe.

Años después, ya liberado, Perkins consignó la aventura de su cautiverio y se esforzó en Londres para publicar dos libros en cuarto, suscritos por él para un editor arruinado que lo engañó, razón que explica por qué es imposible encontrarlos hoy en día: El grumete de Drake y Culinaria de los hiperbóreos. El último es el único que ha sobrevivido en dos ejemplares; y en uno de sus capítulos cita la profecía de doce apóstoles pintores que en el futuro se reunirán para pintar su orgánica comida en el zodiaco de los cadáveres abiertos y guisados con plasma y agua hirviendo en aliños para que corra por la garganta como sangre propia, pura carne que uno se come de la memoria arcaica. Se sabe que al inglés no lo quisieron sus contemporáneos. Cenaba a solas con una sonrisa en el rostro y hablaba de cosas increíbles.

—¿De dónde saca usted esas historias? —preguntó Lawrence a Hamilton cuando este acabó, celoso de la imaginación narrativa que mostraba alguien que solo quería la restitución de sus propiedades.

Hamilton cambió de plática. Le contó a Lawrence que él y otros de los presentes irían a la inauguración del camino, que buscaban a Gonthier hasta debajo de las piedras, que la cárcel de la ciudad estaba repleta y que Ibarra parecía controlar la situación. El escritor inglés se marchó del zócalo siguiendo una línea de sombra por la acera. Al dar la vuelta en la esquina hacia el hotel Francia pensó en la historia contada por Hamilton, y se dijo que narrar era como tejer.

6









Oseas sale del zócalo con el tiempo encima. Debe poner al día su libretita sin que lo distraigan. Va al rincón del contrafuerte de Catedral que le queda delante, donde la penumbra forma un rectángulo estrecho y oscuro. Se arrima al muro y saca de uno de sus bolsillos interiores un envoltorio de papeles cubierto con ligas que le lleva algunos instantes desenredar. Toma un pequeño lápiz de entre sus ropas y anota sus actividades más recientes. Está a cargo del escenario de la realidad, no deja cabos sueltos ni permite que la energía decaiga, deduciendo correctamente que de una primera fecha resultan todas las demás. «Viernes 3 de abril de 1521», escribe, el día cuando se fundó la ciudad por primera vez. Pero se despobló, y fue hasta el año siguiente cuando dos españoles, padres de la patria, la refundaron con la determinación de morir en el lugar. Entonces anota: «Viernes 3 de abril de 1522». Pero entonces no existía aún el mercado. Así que corrige: «Viernes 3 de abril de 1523». Suma siete, calcula Oseas; y decide ser amanuense del tiempo. Luego de la fecha pone el nombre primero que tuvo la ciudad, «Segura de la Frontera». Subraya la cuarta palabra, «Frontera», traza un guión y escribe «Xashaca»: «Frontera-Xashaca». Hasta ahí llega. El zócalo reclama su atención. Debe ver a sus locos.

Oseas es un historiador loco, dice la Gabrielota, pues uno siempre es otro para los otros. Y anda por acá. Quien ya se marchó hoy, ojalá y no vuelva, es el Anticristo. Rambo acecha en la distancia sus duelos al sol, pero no es historiador y está loco. La Gabrielota es un elemental, un ectoplasma envidioso de la potestad profética. Oseas ve de reojo y con simpatía a los paseantes, familias, parejas y extranjeros en el zócalo, pasen, murmura, pasen, están en su casa. Todos son muertos vivos, odres vacíos cuyas mentes son fofas, y a veces el profeta suele husmear en ellas para así divertirse y descansar.

Oseas es un habitante del tiempo. No fue un eterno retorno lo que encontró en lo alto de las escaleras de La Soledad, sino un momento permanente, justo un Viernes Santo, cuando el Crucificado le reveló que él sería su profeta y que actuara como mejor le pareciera en su representación. Un dedo que surgió de la nada escribió en el muro del convento lateral su nombre, inscripción que desde entonces ahí permanece y solamente él puede leer. Supo entonces que el tiempo era un cuerpo fijo, un cubo transparente de extremo a extremo donde podía ir y venir.

Consulta el reloj y decide que es el momento de beberse una coca-cola, la que esté más caliente en la bolsa de plástico. Se da cuenta de que cualquier enemigo pudo cambiar en su ausencia la composición química del líquido. Las bolsas son laboratorios personales que no se abandonan nunca, por eso dejó la suya a buen recaudo, protegida con intensas magnetizaciones. La coca-cola tibia es esencial para el funcionamiento de la máquina. Mira hacia arriba y nota la sarcástica sonrisa del Anticristo posada en una rama. Ya sabe quién violó el campo de fuerza de su bolsa sacramental. Siente revolverse la cólera en sus entrañas.

Oseas lleva un libro en la mano. Lo imagina, más bien. Lo tuvo, más bien. Son las actas de la fundación de la ciudad, aquellas que el padre Gay dijo haber visto alguna vez circulando entre de la plebe sin poder rescatarlas. Oseas debió haberlas escrito. No es historiador, como dice la Gabrielota, sino escritor, más bien. Su escritura hace que los actos del mundo se realicen, que el zócalo se llene o se vacíe. Agazapado junto al puesto de periódicos, invisible para lograr ser humilde, como requiere el creador ante sus creaturas, el profeta bebe con sorbos de pájaro su tibia bebida magnetizada contra los tóxicos del enemigo.

Tal libro es un secreto que busca Oseas. Recuerda haberlo escrito en un alto grado de lucidez sagrada, ebrio de su conciencia múltiple, él que es abstemio, cuando tuvo la certidumbre de que el tiempo se compone de todas las posibilidades: cada una de ellas ya está creada y habita el mundo en estado potencial, mientras un resultado sigue a otro los dos están presentes en un punto condensado del mismo espacio: Frontera-Xashaca. Oseas busca el regreso de aquel momento, cuando era el redactor de las actas que daban testimonio de la voluntad de quienes decían llamarse Juan Sedeño y Hernando de Badajoz para fundar una ciudad que los librara del pueblo que equivocadamente habían erigido antes, llamado Segura de la Frontera: caluroso en extremo, poblado de mosquitos, chinches y sabandijas venenosas.

Rambo descansaba la espalda en un pilar, con las manos sobre las pistolas que cargaba, y la Gabrielota yacía despatarrada junto a la fuente. Oseas debía realizar un acto vibratorio, cambiar su densidad y levantar la tela de las cosas para pasar al otro lado. El mundo está hecho de diminutas partículas de luz que vibran a diferentes velocidades y Oseas puede vibrar a voluntad. Cualidad singular que recibió aquel día, don de su estado trascendente, predestinado, gracias al cual ha penetrado en otras zonas del tejido tiempo sabiendo que basta un acto supremo de la mente para cambiar la densidad física mediante rápidos balanceos. Pero el zócalo está rebosante por los cuatro costados de gente que abandona los templos luctuosos pero ya festivos en la gloria sabatina de mañana, y no debe correr el riesgo de que alguno de ellos, asustado, denuncie la maniobra cuántica del profeta. Él dicta el mundo, él es el dueño del sitio, él lleva las actas de su crónica, y aun así existen peligros cuando los vivos que están muertos lo rodean a uno. Oseas decide quedarse en la plaza al pie del cañón. Convoca la conclusión del día, invoca la noche para que llegue. Profetiza que pronto oscurecerá.

7









Después de algunos años dedicados a trabajar de sol a sol en la tienda del tío, quien había emigrado años atrás a Huajuapan, durmiendo sobre el mostrador del negocio y ahorrando centavo a centavo mi abuelo estuvo en condiciones de abrir un pequeño negocio de venta de ropa y otras menudencias. Con la mercancía a lomo de mulas trepaba por la agreste serranía y visitaba caseríos insospechados. Llevaba telas, mantas de algodón, sombreros, percales, mercería; también ungüentos y bálsamos, polvo de ipecacuana, hojas de sen, tinturas de belladona y valeriana, magnesia, ruibarbo, aceite de tolú, píldoras de éter, sebo de león, agua de contrasusto, y recetaba a indígenas que lo llamaban «patroncito». Fueron entonces las noches cuajadas de estrellas entre los órganos implorantes sobre la costra de granito de la Alta Mixteca. Nunca supo bien por qué dejaba la tienda del tío para subir a esas montañas inhóspitas. «Acabar de hacerse hombre», dijo el tío, cuando aprobó su iniciativa.

Y Mateo Maza se entregó a sentir. Sus sueños eran febriles. Su memoria una yegua de espuma que tensaba sus músculos y afiebraba su frente. El recuerdo de caricias simples y descubrimientos secretos terminaba en Adela, la hermana mayor que era la madre. Aquella que había dejado pasar el galanteo de los hombres de la comarca para encerrar sus senos redondos y sus muslos esbeltos en los deberes de un hogar huérfano. Adela, la de las manos suaves, la del pelo de cometa. La que cuidaba. La que consolaba. La del amor atento.

Una tarde bajó hacia Teotitlán. Había escuchado de ese lugar cuyo nombre antiguo significaba «Lugar de dioses». Un viento cerrado que cambiaba de dirección acompañó el descenso de la recua y la revelación del paisaje. Una monotonía engañosa donde la repetición de tonos cromáticos y cactos, espinas de gigante, el vuelo en círculo de los zopilotes, la bóveda celeste que los enhiestos órganos, brazos implorantes, nunca tocarían, todo eso lo llenaba de inquietud.

El crepúsculo borraba los ángulos de las cosas cuando alcanzó unas cuantas viviendas decrépitas a la orilla del camino. Un viejo indígena apoyado en su bastón a la puerta de una de ellas no respondió al saludo de Mateo. Este bajo de la cabalgadura y abrió frente al anciano un envoltorio de telas. La mirada del otro lo ignoró. Después de un vago gesto para pasar la noche ahí afuera, el viejo se perdió en la penumbra de su choza.

Mi abuelo liberó las mulas, desensilló el caballo y fue a apilar la carga al abrigo de una pared de adobe. Prendió un fuego de ocotes y tendió su lecho. De madrugada, luego de sueños agitados, un ruido lo despertó. Una joven indígena sostenía frente a él una pieza de manta azul tomada del envoltorio que horas atrás ignorara el viejo, y lo miraba fijamente. La joven se acercó hasta rozarlo con su larga falda bordada de grecas. Se inclinó para dejar la tela en el suelo. Al incorporarse se alzó la falda. Dos torres oscuras coronadas por una hierba negra. Ante Mateo volvía a estar Adela. Pero de su color dorado, de aquel otoño que lo conmoviera, el montecillo había perdido su resplandor vesperal. Mi abuelo acercó los labios a esa hierba oscura. Sus sentidos se desmandaron. Tumbados en tierra los cuerpos fueron el círculo y el arpa, las estrellas cayeron por barrancos, el suelo mineral fue fértil en el abandono de la carne. Hasta la fragua del sol contuvo su irradiación.

Al llegar a Teotitlán mi abuelo ya era otro, quizá dueño de sí mismo. Conocía el misterio y su manera. Y su sexo podía alzarse en medio de tempestades. Un alfanje para la ceremonia. Decidió poseer lo que nunca pertenece a ninguno por entero: buscó mujer, para sí y para las riquezas que se prometía, para crecer en esas latitudes su estirpe, que sería dueña de destinos y propiedades.

Había olvidado el honesto lino y el sobrio algodón de Adela. Ahora Mateo Maza quería mujeres cuyos ojos no repitieran la redondez de aquellos que miraban rocas, praderas, mares. Con pezones morenos, orlados de violeta, en pechos que desviarían los labios hacia valles y redondeces de tono igual.

Dejó el negocio de telas y remedios para comerciar con ganado. De la Mixteca bajaba palma trenzada, anís, piezas de barro, que en los puertos zapotecas y en las sabanas verdes cambiaba por reses. Con vaqueros a su servicio subía grandes hatos a las ciudades. Cada viaje lo iba acercando a la esposa. Cada viaje era una victoria.

Por las planicies del Istmo de Tehuantepec, donde el viento vulnera los oídos y asusta a los animales, mi abuelo llenaba sus horas especulando augurios: las cañas quebradas a su paso era anticipo de la honra, la marea marrón de reses en movimiento era su opulencia, la risa de un pequeño pastor y el sombrero que hacía volar como dragón prometían lo esperado.

En una ocasión Mateo Maza descansaba en la plaza de Huajuapan. Flanqueada por laureles solares, la fuente de cantera al lado del quiosco estaba tomada por un enjambre de niños jugando. Paseaba gente de todas condiciones, elegantes parejas, recatadas matronas, indígenas sosegados. La luz del sol daba de lleno en los ojos de mi abuelo, cuando el repentino paso de un cuerpo la interrumpió un instante: una silueta femenina vestida de amarillo.

Torso gentil y orgulloso. Hembra dueña de su belleza. Amarilla como el maíz dulce. De muslos limpios, de pechos de doncella. Virgen sonriente y despreocupada. Virgen que corre. Virgen que los niños mojan. Mujer de todos los nombres: dama sin torre, refugio, cántaro, pozo, luna, silbo del trigal. O virgen de los laureles luminosos, virgen solar. Mi abuelo cedió a sus sentidos enamorados y se dedicó a buscar el nombre de aquella silueta que al cegarlo se había vuelto otra luz.

Se enteró de ella y supo que por lo pronto era inalcanzable: sus mayores habían erigido templos y encomiendas, bautizado regiones y abierto rutas comerciales. Alguien deslizó el nombre de la joven criolla en el oído de Mateo Maza. Porque el tiempo oscila se propuso hacerla suya, juntar el oro que la podría comprar.

8









El fuego humea y las brasas son pequeñas figuras efervescentes. Mi vida sobresale en ellas. Yo soy otro, el que seré. Me adentro en una contemplación donde el tiempo y yo vamos siendo. Mi futuro se muestra en los rescoldos de una leña húmeda que por fin el fuego ha calcinado. La estación de Yera descansa inmóvil mientras el túnel de La Engaña acaso penetró el espacio para doblegar al tiempo y enseñarme lo que vendrá, lo que ha sido. Mi padre murió hace días y con él mi niñez. Crecí en un pueblo de pastores que desde antiguo se trasladan ellos y sus rebaños a través de los pastos de un alto valle. Amplias terrazas y praderas, contrafuertes verdecidos a los que se llega por estrechas gargantas. Los densos bosques protegen ese traslado cíclico. Ahí viven dioses rústicos y es legendaria la leche de sus vacas y de sus nodrizas. Me pregunto por la fragancia que tendría la de Adela, un néctar que nadie probará. Senderos zigzagueantes cruzan los montes donde la gente deja ofrendas al gran Pan, a las ninfas que le sirven y a la diosa Flora, su divina pareja. Ningún extraño podría identificar esos sitios sagrados: muescas profundas en troncos nudosos, unas piedras apiladas anteriores a todo, un ángulo del sendero, ciertos celajes y nieblas, ciertos helechos. En cualquier parte del bosque, en los planos de sus terrazas, en las laderas, en las solanas que se ven aquí y allá.

La costumbre construye los sitios de poder. Tal es la base de nuestra historia. Mi padre murió aquí, mi abuelo antes y antes los abuelos de él. Todos nacieron y murieron en esta tierra de Oña. Como nuestras madres, viviendo vidas que ya vivieron y viven otra vez. Hay quienes se marchan de aquí para no volver, pero hace generaciones que nadie ajeno llega a establecerse entre nosotros. Los oñates son un pueblo endógeno, explicó don Manuel Cisneros ante la desatención de aquella aula casi vacía porque las familias iban moviéndose de pasto en pasto durante el año. «Mis orígenes, en cambio, a diferencia del suyo, están en el desierto. Tal es la matriz de mi gente. En el desierto uno aprende a ser lo que tendrá que ser. Solo la memoria y la muerte nos acompañan. Y en el desierto, que no tiene principio ni tiene fin, la conciencia no puede rendirse al miedo. Pero hay dos caminos: el delirio o la fiereza. También en la desnudez del desierto se encuentra a Dios. Durante siglos mi pueblo surcó la arena, sus armas fueron el valor y la soledad».

Quizás era un dictado del maestro que ninguno escribió, salvo Rojo, hijo de Palos, el del prado vecino al nuestro por la parte de abajo. En los bosques y en los collados de aquí resultaba lo mismo: delirio o fiereza, valor y soledad.

¿Es irremediable que aquello aparezca con esta claridad obstinada? Veo a Adela, a Vega y a Lucía danzando alrededor de un fuego de zarzas y ramas de abeto. Las tres miran un cuenco de agua y cantan un estribillo:



Sabrá de su pasado y de su futuro igual.

Espejo de agua,

espejo de agua,

ponte a contar,

para que nosotras se lo digamos tal cual.



La perra Liria está echada y mirando a cierta distancia el conjuro. En el punto Yera-La Engaña suceden acciones paralelas. Mi padre hablaba de aquellos momentos surgidos en el bosque donde se podía cambiar el curso de algo. Un camino, decía, para intervenir en el tiempo y a veces verlo, uno que conocen los pastores. Entre nosotros son sabios quienes practican ese arte. Esta noche que parece inmóvil estoy delante de un punto de elección. Alguien susurra en mi cabeza una frase: «Es la pausa entre la inspiración y la espiración donde se ocultan todos los misterios». Creo que en los espacios intermedios de mi respiración es donde se producen los saltos que doy en el tiempo. Mis hermanas danzan e invocan mi nombre para que surja el destino. Así voy contándome la vida, en los intervalos, en las pulsaciones de las brasas, cuando no respiro. Afuera la noche es un manto impenetrable y yo me acurruco en la esquina húmeda de los muros. La pequeña fogata me ve.