...Y de repente comprendió todo: aquel niño había sido, quien asesinara a sus propios padres. Cualquiera pudo olvidarse de un detalle tan pequeño.

Se levantó de la cama. Miró por la ventana.

Sonrió despectivamente, como si sonreír no tuviera significado alguno.

Cualquier gesto era apropiado y no lo era.

¿Qué pasaría ahora que conocía la locura?

Se llevó la mano a la cabeza, se rascó, aunque no tenía comezón, giró su cuello hacia un lado, hacia el otro, pensando en todo lo que estaba ocurriendo en estos simples instantes, el destino del universo podría cambiar, en un girar de cabeza, giró entonces.

Lo sabía, debía ir hacia el otro costado, pero era mejor así.

Golpearon a la puerta.

Abrió.

—No lo puedo creer.

—Créelo y haz lo que es correcto.

—Muy bien.

Las esposas apretaban un poco.

—¿Cómo has descubierto que eras tú?

—Cometí un grave error... Me subestimé a mí mismo.

Un óvulo que se cierra cuando entra un espermatozoide.

Una boca de mujer mete la lengua después de dar un beso.

Esas dos imágenes lo resumirían todo.

Mientras tanto yo silbaba, la araña tejía.

DHRILLORGE

EL OJO DE DIOS

Quindt, Nicolás Alejandro

Dhrillorge II : el ojo de Dios / Nicolás Alejandro Quindt. - 1a ed . – Buenos Aires : Nicolás Alejandro Quindt, 2016.

Libro digital

208p.

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-33-9974-9

1. Novelas de Ciencia Ficción. 2. Novelas de Suspenso. 3. Novelas Policiales. I. Título.

CDD A863

© Nico Quindt2016

Queda hecho el depósito legal establecido por la ley 11.723.

Ø


Esas dos imágenes lo resumirían todo.


…Y entonces aquel niño se quedó paralizado por el miedo, en un rincón de la fría habitación. Frente a él, se encontraban sus padres muertos. Los cuerpos de estos estaban totalmente ensangrentados y mutilados. Mientras que, en una esquina, justo entre el techo y la pared, una araña tejía una tela.

20 años más tarde…


TIANO


No sé bien donde comenzó mi búsqueda de la nada o mejor podría llamarle mi escape de todo. Sólo sé que anduve un largo tiempo vagando para olvidar que el mismo rencor que había corroído mi mente, la había arraigado a mi conciencia y a mi memoria, a esa asquerosa cuna de recuerdos congelados.

Encendí la colilla de un cigarrillo que había encontrado en el suelo, justo al lado de una gruesa vomitada. Me revolvió el estomago, pero tenía muchas ganas de llenar mis pulmones de humo. Observaba el fuego mientras bebía los últimos tragos de una caja de vino que infectaba desesperanza, abandono. Corroída como mi propia vida.

Que inmundo destino me marcó, una mala decisión y todo puede estar perdido. Del amor al odio, de la fama al anonimato, de la abundancia a la mendicidad, del glaciar al infierno; en un simple pestañeo. Eso era vida y muerte, y ninguna me conmovía, sólo apestaban incluso tanto como yo.

«¡Qué trágico sentido del humor me conserva con vida!» —Pensé.

Acabé el vino y me recosté sobre un cartón en el piso frío, y justo en el momento en que estaba por entrar al empírico mundo de los sueños, el único en el que quisiera perderme para siempre, se aproximó a mí, una bella joven.

—Abuelo ¿quiere venir a dormir a mi departamento? —Me preguntó tristemente, podría ser su padre no su abuelo. Supongo que la apariencia no me ayudaba mucho.

Yo me incorporé y asentí con la cabeza. Era una chica de alrededor de veinticinco o veintiséis años. Rubia, de figura perfecta, ojos claros, y rostro angelical.

—Me llamo Kiara —me dijo mientras caminábamos hacia su departamento. Ese nombre no era muy frecuente, ¿sabría su significado?, no me importaba decírselo.

Simplemente la escuché durante todo el camino, por miedo a decir algo inoportuno y tener que ir a dormir nuevamente a la calle en una de las noches más frías de las que me tocó vivir a la intemperie. Fría como mi alma o mis sentimientos quizás.

Desglosando silencios incómodos, miradas molestas y falta de temas de conversación, llegamos hasta su vivienda. Ella me enseñó la habitación en la que eventualmente dormiría y yo reverencié su gesto con otro, modesto y corto, quizás algo forzado.

—Aquí vas a dormir, si quieres comer algo, solo abre la heladera y toma lo que gustes —expresó sin reparo alguno.

Sus palabras me sonaban extrañas, como si estuviese acostumbrada a pronunciarlas, como si no fuese la primera vez que traía a un indigente a dormir a su hogar. Retomó aquel mensaje casi ensayado cuando se estaba retirando, simulando que lo había olvidado, pero en realidad dudaba.

—Ah, y si mañana no tienes donde dormir, puedes venir también.

—Te agradezco muchísimo, pero mejor me voy a acostar en el suelo, no es bueno acostumbrarse a dormir en una cama cálida y blanda —dije sin demasiada convicción.

—Pero yo te estoy ofreciendo que vengas a dormir todas las noches aquí —me replicó.

—Lo siento, mi lugar está en la calle —dije.

—Aunque no lo creas te comprendo perfectamente —me contestó con tono de dar por finalizada la conversación y se retiró, seguramente a reposar, o a mirar televisión o a esas estúpidas cosas que hacen los jóvenes para malgastar su vida, y luego llegar a viejos y arrepentirse de no haber aprovechado mejor su tiempo.

Desperté saboreando unas fuertes contracturas, como todas las mañanas de mi vida. Kiara estaba ya levantada, preparando el desayuno. Tenía un alma muy bondadosa y era increíblemente hermosa, irresistible a engañarla o abandonarla. Hechos que seguramente la habían llevado a estar sola.

Desayunamos dos hamburguesas de soja con queso y luego un café, y algunas rodajas de pan tostado untado con mermelada. ¿A qué sabía esa mierda? No lograba distinguirlo; tantos años comiendo solo basura, habían borrado mi sentido gustativo. Conversamos sobre trivialidades y nos marchamos: yo sin rumbo, ella hacia su trabajo; y esa, mi libertad, era lo único que me daba una frugal sensación de superioridad cada tanto. Antes de alejarse me recordó que podía ir a dormir a su departamento cuando quisiera. Le agradecí nuevamente.

—Voy a estar en la plaza, si te acuerdas, pasa a buscarme.

—Te lo prometo —dijo, y nos despedimos. Ella me dio un beso, cosa que me resultó curiosa, ya que hacía demasiado tiempo que una figura femenina no tenía contacto con mi piel áspera y sucia.


Mi día transcurrió como todos los demás. Las horas pasaban de largo sin notar que yo estaba vivo y se acumulaban dentro de la nada. Kiara estuvo allí a la hora que prometió y caminamos nuevamente hacia su departamento. Esta vez sí hubo una charla, aunque un poco breve y sin altura.

Estábamos cenando. Algo totalmente incomodo para mí y sobre todo para Kiara. Pero la joven, con el carisma típico de su edad y la ventaja de encontrarse en un lugar habitual para ella y ser, de alguna manera, la anfitriona, se decidió a romper el hielo.

—¿Cómo es que alguien llega a abandonarse?

—¿Esa es la pregunta? —Contesté.

—No, ¿cómo es que no te casaste o tuviste hijos, o un empleo?

—Tengo esta misma apariencia desde los veintidós años ¿crees que alguien podría darme empleo o casarse conmigo?

—Estás mintiendo o exagerando como todos los viejos.

—Estás desconfiando y subestimando a un viejo como todos los jóvenes, como yo lo hice alguna vez, porque creía que llegar a viejo era cosa de estúpidos o de cobardes y ahora comprendo: siempre fui un estúpido y un cobarde —ella sonrió tras mi patético paralogismo de pura basura.

Al terminar la cena, juntamos los platos y utensilios de la mesa y nos dispusimos a lavarlos, y esta vez sería yo quien rompiera el silencio con una pregunta trivial, pero que estaba muy de moda por esos días.

—¿Has oído algo acerca de una chica de aproximadamente tu edad que mueve cosas con la mente? Se dice que está en el país.

—No, pero son puras tonterías, acaso ¿crees en esos cuentos? —Contestó sin miramientos

—¿Cómo sabes que son cuentos? ¿Alguna vez has intentado mover algún objeto con la mente? ¿Te has puesto a mirar fijamente alguna cosa hasta que se moviera?

—Claro que no.

—Y entonces ¿cómo sabes que no puedes hacerlo? Le pones límites a tu cerebro, lo convences de que no puede hacer ciertas cosas sin siquiera intentarlo.

Ella me miró con descreimiento, pero asumiendo la razón que yo tenía, por supuesto no se pondría jamás a intentar mover algo con la mente, pero era cierto que nos ponemos límites antes de saber de qué somos capaces.

—También dicen que lee la mente —agregué.

—Eso sería algo terrible, imagina por un momento ¿quién podría ser amigo de alguien que sabe absolutamente todo de ti?

—Solamente alguien capaz de soportar la verdad en la cara.

—Nadie soporta la verdad.


Al siguiente instante estaba contemplando mi imagen en el espejo de una vidriera. El tiempo agradable se va tan rápido como una estrella fugaz. Observaba mi cara arrugada, oscura; mis ojos perdidos, mis dientes podridos, mi pelo sucio, desprolijo… «Como ha pasado el tiempo» —me dije a mí mismo.

…Y siempre en vano, sin rumbo, sin más destino que la tumba, sin más pertenencias que mis propios fracasos. Todos los espejos me reflejaban muerto, todos los caminos me conducían al féretro y estaba muy vacío para llenar ese hueco con mi cuerpo.

—Señor, disculpe, pero le da mal aspecto a mi negocio y si no se retira voy a tener que llamar a la policía —me dijo una jovencita muy bonita y educada que parecía una princesa.

—Ya me voy, disculpe la molestia —me excusé.


Me había convertido en un menesteroso, me había sentado en las aceras de la vida a observar como los demás, patéticos y decadentes, correteaban de aquí hacia allá. «¿Vendrá nuestro porvenir a socorrernos cuando estemos agobiados por no poder soportar el peso de un tiempo ya agotado?»

Vencer la ilusión es el único camino que elegiría un hombre libre, pero nunca se quisiera escapar de ella sin una desilusión anterior que haya logrado desarticular un motor sentimentaloide. De acuerdo con este fundamento, a seguir, el camino hacia la libertad sería definitivamente este: ilusión, desilusión, muerte.

Nací para ser un perdedor y lo más detestable es haber vivido olvidándolo.


*

Me senté contra el paredón que estaba en la parte lateral de la plaza de las fuentes y a las dos horas se hicieron presentes varios jóvenes ladrones que venían de cometer algún ilícito, estaban contando y repartiendo el dinero del botín cuando una patrulla policial subió furiosamente sobre el césped de aquella plaza. Los jóvenes corrieron y escaparon saltando el viejo tapial que nos rodeaba y se dispersaron. Los policías dispararon a quemarropa hasta vaciar los cargadores de sus armas y se aproximaron prepotentemente hacia mí.

—¿Quiénes eran los pendejos que estaban recién aquí, viejo de mierda?

—No lo sé —respondí.

—Llévalo que allá adentro se va a acordar hasta del número de documento de cada uno —dijo un superior; y me condujeron violentamente hacia el coche patrulla.


Llegamos al departamento de policía, yo miraba desconcertado hacia todos los lados, esperaba que de momento a otro comenzaran los golpes. Me esposaron a una silla de metal y allí comenzó el interrogatorio.

—A uno le dicen mugre; al otro, sarna… —dije en confesión por los golpes que me habían propiciado.

—Dime los apellidos.

—¿Cómo voy a saber los apellidos? Yo no pregunto los apellidos, eso lo hacen ustedes.

Luego de que me apalearan un buen rato, me dejaron ir. En realidad, sabían que yo no estaba con ellos, pero tenían ganas de divertirse, y si algo los divertía era golpear a los pobres infelices como yo, que nada podían hacerles en represalia.

La vida es un sueño miserable, más bien una hermosa pesadilla, una muerte deliciosa y un nacimiento traumático. Hay gente como yo que definitivamente nació para fracasar, para ser un asco, para no ser nadie…

Kiara se estaba arreglando en el baño, mientras la puerta de este permanecía abierta, yo la contemplaba recostado en la alfombra.

—Charles Chaplin fue a un casting para imitar a Charles Chaplin y quedó en tercer puesto. —Hice aquel chiste estúpido que finalmente logró su objetivo. Kiara rió forzosamente.

—Las mujeres son todas estúpidas: se peinan, se pintan, se maquillan y lo único que al hombre le interesa usar es la vagina. Se tendrían que poner una cinta adhesiva en la boca y listo. —Agregué sin saber por qué me estaba tomando tal atrevimiento, quizás me empezaba a agradar esa muchacha

—Qué machista —condenó ella.

—Yo machista, ¿quién es la que se está arreglando para un hombre?

—¿Cómo adivinaste que voy a ver a un chico?

—Yo no sabía que ibas a ver a un chico, ahora me entero. Y mi comentario no fue machista, fue realista, no se trata de machismo o feminismo, la mayor causa del fracaso en las parejas se debe a la ignorancia, por ejemplo: cuando el hombre o la mujer están, digamos, enamorados o calientes, en el cerebro se liberan algunas sustancias, entre ellas, la dopamina. Cuando el hombre tiene un orgasmo, libera una considerable cantidad de endorfinas, que combinadas con la dopamina producen una sensación de somnolencia, adormecimiento y relajación. Por lo tanto, luego de tener sexo, desea dormir. En la mujer, en cambio, cuando tiene un orgasmo se libera adrenalina, que combinada con la dopamina genera fragilidad, lasitud; se siente vulnerable e insegura, por lo tanto, necesita contención, pero ¿qué sucede? Su compañero necesita descansar y cuando ella intenta abrazarlo para paliar su angustia éste cree que ella lo hace por molestarlo, por caprichos de las mujeres, y ella cree que él no la abraza porque los hombres son todos unos hijos de puta que sólo quieren coger y no les interesa nada de la mujer, y en realidad ambos se equivocan porque no es una cuestión de molestar o de ser un hijo de puta, son necesidades físicas, el organismo le pide a uno dormir y al otro buscar contención, y esas necesidades orgánicas no se satisfacen si los dos las ignoran como lo que son: necesidades. Por lo que, lo único que resolvería esta lucha sin tregua es que el hombre la contenga por algunos minutos entendiendo la necesidad de su compañera y que ella comprenda que él necesite descansar y no pretenda que la abracen dos horas y ya, solucionado. El conocimiento lo arregla todo.

—Estoy muy impresionada, ¿podrías ayudarme? —preguntó con timidez

—Dime ¿en qué?

—Mi problema es que ya hace tanto tiempo que no tengo una cita que no sé cómo hacer, qué decir…

—¿Cómo lo conociste?

—Del colegio, era compañero de curso, siempre me gustó, pero nunca me animé a decirle nada. Y lo encontré hace tres días, nos pusimos a conversar, me dijo que estaba muy linda y me invitó a salir.

—Mh… me suena a que se peleó con su novia hace poco y te quiere coger para olvidarse de ella más pronto.

—¿Por qué dices eso?

—Es clásico.

—Que mente retorcida que tienes… ¿para ti todo es mierda? ¿Nada puede ser sincero? ¿Ya has perdido todas las esperanzas en la gente?

—No todas, pero me daría pena que un imbécil jugara contigo, eres una de las pocas personas confiables y honestas que conozco, sino la única.

—Gracias —me contestó inclinando la cabeza hacia un costado y sonriendo brevemente.

—¿Has tenido novia alguna vez?

—Sí. —Dije bruscamente.

—Dale cuéntame… ¿Cómo la conociste?

—¿A quién?

—No sé, a alguna.

—No las conocí a ninguna, ciertamente, hasta el día de hoy sigo sin conocerlas.

Se hizo un silencio entre nosotros, ese tipo de silencio que semejaba a un muro al que costaba derrumbar.

—Te doy un consejo —proseguí—. No tienes que serle fiel a tu novio nunca, o se marchará, los hombres no quieren mujeres fieles, quieren putas que finjan ser lo que no son, como las mujeres tampoco quieren amabilidad, sólo se mantienen cerca de un hombre si éste las maltrata y las humilla...

—Eso no es cierto, has dado con la mujer equivocada para tus sofismas. Yo soy fiel porque es mi forma de ser, no por una cuestión de aceptación cultural, nada más que mi corazón y mi integridad me obligan a serlo, y no quiero que la persona que esté conmigo se sienta obligada a serlo, eso es algo que debe nacer en uno, estar arraigado a uno.

Me dejó sin palabras. Si bien era muy noble lo que pensaba y sentía, y tenía absoluta razón en todo, de nada le serviría para enfrentar el mundo real, toda su nobleza se iría al carajo prontamente.

—Tu falta de orgullo y vanidad te va a condenar a ser una desdichada en manos de un hijo de puta.

—¿Y qué pretendes, que sea una engreída?

—Le preguntaron a Salvador Dalí: “¿qué es lo mejor que le puede pasar a un pintor?” Y él respondió: “lo mejor que le puede pasar a un pintor es ser español y llamarse Salvador Dalí”.

Ella sonrió, esta vez no forzosamente.


*

Kiara había dicho que pasaría a buscarme por la estación de trenes, ni bien terminase su jornada. Se fue y me dejó solo en el departamento. Yo me recosté un momento y luego me puse a hurgar en sus cosas. Revisé todos los muebles y lo que había guardado en ellos, hasta que, en uno de los cajones de un armario, encontré algo que no esperaba encontrar en mi vida, algo que no podía ser otra cosa más que una casualidad extraordinaria o un excepcional plan elaborado por un guionista de cine o el mismo Dios, no podía ser de otra manera. Quedé perplejo al contemplar esa fotografía. Vaya si cualquier persona en mi lugar no lo hubiese hecho. La guardé en el bolsillo de mi saco y me obligó a desaparecer de aquel sitio.

Cuando Kiara llegó a la estación, el tren arrancaba. Ella no me vio, pero yo la observé interrogando a un par de personas. Seguramente estaría averiguando si me habían visto a mí o al menos eso me pareció.

Ø


Una boca de mujer mete la lengua después de dar un beso.

KIARA


Llegué a la estación a la hora convenida pero no lo vi por ningún sitio, temía que cometiera una locura, no sé por qué tenía ese presentimiento, por eso quería hallarlo, para intentar disuadirlo, pero por lo que sabía, había llegado demasiado tarde. De todos modos, como para no rendirme, pregunté por él a varias personas que estaban aguardando en aquella estación y luego cuando divisé el tren marcharse a lo lejos, ese que se estaba yendo ni bien llegué, algo en mí, me decía que allí se iba.

Me fui a mi departamento sola. Me senté sobre el sofá a descansar un rato. Al otro día me esperaba un evento muy especial y gratificante para mí, nos había llevado años de rehabilitación hasta que por fin sucedió, Mélany, mi mejor amiga, volvió a caminar. Un accidente automovilístico la había dejado postrada en una silla de ruedas. Los médicos habían dado los pronósticos más desalentadores. Por suerte estaban equivocados totalmente. La fundación a la que yo le prestaba servicios voluntarios se dedicaba a cuidar, contener, y ayudar a personas con movilidades reducidas, y además, ayudar a que, personas que hubiesen sufrido accidentes o enfermedades motoras, pudieran revertir dicha situación a través de costosas rehabilitaciones para las cuales se recaudaban los fondos necesarios.

Estaba tan nerviosa por aquel acontecimiento que me tomó largo tiempo poder conciliar el sueño.

La mañana despertó mis sueños gráciles y me desperezó el rose de las sabanas sedosas y perfumadas de bosques y acantilados.

Me dirigía hacia el oeste de la ciudad, donde entregaríamos a Mélany su tan esperado: alta y la veríamos caminar nuevamente de manera protocolar.

Estaba mirando los automóviles, las casas, los negocios, el aplastante basurero en que se habían convertido aquellos campos con calles de tierra en las que el pasto asomaba desde las zanjas. El ser humano se especializaba cada día un poco más en borrar los paisajes, en eliminar la naturaleza y en suplantarla por ruinas, oxido y cemento. Quiere que todo esté gris para ver por todos lados como en realidad se ve por dentro. El animal desfallece ante lo ridículo de su avaricia, lo contempla sin ánimos de tomarlo como vida y estaría dispuesto a reírse sólo para expresar lo que ha vivido junto a este fenómeno.

Bajo estas reflexiones me detuve al oír y ver a una mujer golpear a su hija e insultarla. Primero había pensado en no inmiscuirme, pero eso es lo que hace todo el mundo, no inmiscuirse, permitir que los derechos sean aplastados, que la integridad sea pisoteada; y odiaba tener que cruzar los brazos para ver en mis narices como se degradaba la naturaleza, la humanidad, el mundo y la sensibilidad.

—¡Señora, usted no puede golpear de esa manera a la niña! —Interferí.

—Usted no se entrometa, es mi hija y hago lo quiero.

—No señora, se equivoca, usted no hace lo que quiere, la niña tiene derechos y usted los debe respetar.

La mujer comenzó a golpearme despiadadamente, una seguidilla de puñetazos en el rostro, de los cuales, al no estar acostumbrada a pelear, no pude evitar ninguno. Uno de los golpes me dio justo en el mentón y me hizo tambalear; la vista se me nubló y caí al suelo inconsciente.

Cuando recobré el conocimiento, estaba tendida en la camilla de un precario centro de salud.

—Un hombre la encontró en la calle, la rescató de una maniática que le estaba pisando la cabeza —dijo la enfermera que cuidaba de mí. Era una señora de rasgos delicados y bastante joven para la voz madura que poseía.

—¿En dónde está él? —Pregunté sorprendida, pero casi sin fuerzas.

—La dejó y se fue.

Siquiera había tenido oportunidad de agradecerle, vaya héroe anónimo. Me pareció demasiado raro que alguien haga algo así y no quiera algún tipo de gratificación. Todavía quedan caballeros desinteresados que ayudan por el simple mandato de su conciencia, pensé para mí misma.

—La mujer que la golpeó está detenida, si usted quiere presentar cargos en su contra...

—No, no lo haré —interrumpí.


A veces pienso que si el ser humano está atravesando las últimas agonías de su miseria: hambre, pestes, catástrofes, calentamiento global, guerras y demás, es todo producto de su estupidez; que es una pérdida de tiempo interesarse por él, que sería más rentable intentar salvar a los animales y plantas, pero no puedo evitarlo, lo humano que hay en mí, me empuja.

Pasar frente al zoológico, el lugar que más apesta de esta ciudad. Sombras de lo que fueron animales salvajes, eso es lo que queda de ellos. Existen ochocientas once especies extintas, las últimas registradas: el visón marino, el ganso Sheldgoose y dos especies de hipopótamos dan cuenta de nuestra ignorancia, ya que se pudo evitar que esto sucediera. En cierto momento éstas, estuvieron en una lista roja de especies en peligro; como hoy lo están el antílope Saiga, el camello bactriano silvestre, el lince ibérico, el ratón de agua etíope, el caballito de mar de cola de tigre, el buitre de pico delgado, y otros. Y no sólo eso, sino que estas especies arrastran a otras a la extinción, como es el caso de la mariposa parantica aspacia que al estar en peligro una especie de enredadera, de la cual depende para sobrevivir, ella también lo está.

Me gustaba ir al zoológico de niña, ya no me agradaba más.

Recordaba que cierta vez, en la vereda de este mismo zoológico, me senté a dialogar con un sujeto que se dedicaba a la venta ambulante de objetos elaborados por él mismo, artesanías como se les llamaba comúnmente, y nunca voy a olvidar sus palabras cuando yo le repetía que quería salvar la tierra.

—Entonces deberías odiar a los seres humanos —me dijo.

—No quiero odiarlos, quiero ayudarlos a que entiendan —le repuse.

—Entienden, pero no les importa, esperan que otro lo haga por ellos, así está establecida la sociedad y nada los cambiará.

Le pregunté acerca de si había comido o no, durante ese día y me respondió negando con la cabeza, por lo que compré comida y ambos almorzamos sentados en aquella vereda. El hombre me ofreció regalarme una artesanía por mi favor. Yo escogí la más fea de todas, la que quizás tendría menos posibilidades de vender y luego me fui.


A veces me sentía remando a la contraria de la corriente, sentía que tenía que hacer lo que estaba haciendo, pero ¿a quién le importaba? Esa era la pregunta que me mortificaba. Uno de mis logros, de los pocos logros que habíamos conseguido, la desviación de todos los desagües tóxicos que varias de las fábricas de un parque industrial vertían en un río, no había tenido ni la más mínima repercusión. El agua ya apestaba y la fauna acuática había casi desaparecido por completo, las fábricas tuvieron que purificarse, volcando sus desechos en enormes estanques con ácidos. De esto hacía ya cinco años y la última vez que estuve en aquel río, al cual yo iba a pescar con mi padre cuando era niña, vi como volvían sus aguas a retomar su color, olor y consistencia, casi puras. El clásico olor a río y no el verde tóxico con olor putrefacto que había alcanzado. La gente estaba retornando al lugar y yo allí sentada entre tantos y nadie.

Recuerdo una de las discusiones que había tenido con el dueño de una de esas fábricas, el debate iba encaminado hacia cualquier rumbo, las evasivas eran constantes.

—¿Usted tiene hijos? —Le pregunté.

—Sí —me respondió.

—¿Y qué está haciendo por sus hijos?

—Trabajo diez horas diarias por mis hijos.

—Trabaja en un lugar responsable de contaminar cuarenta mil litros de agua por día. Se calcula que en diez años ya no habrá más agua potable, pero si se sigue sumando gente a colaborar como usted lo hace, cinco años serán más que suficientes, eso es lo que hace por sus hijos, dejarlos sin agua. El error de las generaciones pasadas y presentes es ese, justamente nunca mirar hacia el futuro.


Ninguno de los presentes vino a darme las gracias, no es que esperase recibirlas, pero el hecho era que nadie sabía por qué las aguas volvían a ser lo que eran, por qué ahora se podía nadar en ellas y cinco años atrás no, no sabían que había gente que estaba haciendo cosas para que la realidad mejore y eso me desalentaba.

Ingresé en aquel evento y fui aplaudida por todos, mi corazón casi se escapa de mi caja torácica. Luego de todo el protocolo estúpido que suele haber en estos acontecimientos me invitaron a que diera un discurso. Subí al estrado y comencé a improvisar como era típico en mí. De sobra sabía lo que debía decir: simplemente lo que sentía y lo que pensaba, sin siquiera molestarme a quien pudieran desagradarle mis comentarios. El presentador me llamó un orgullo nacional. Yo lo miré de mala manera.

—Lamento comunicar que no soy nacional de ningún modo, gozo del estatuto de apátrida, y sé que muchos se sentirán incómodos con esta declaración, pero yo no puedo sentirme patriota, ni arraigada a un país, porque el mundo me forjó y yo soy del mundo, y donde haya hambre quiero estar, donde haya guerra quiero estar, y no hay fronteras para el dolor, la injusticia, el crimen... como no hay bandera para la desgracia, el odio, el racismo y la muerte; por lo tanto yo me siento parte de ustedes, pero no puedo hacerme eco de ningún tipo de nacionalismo, cuando veo que de hecho, ciertos patriotismos fueron causa de muchos atropellos y genocidios —expliqué.

Luego de mis palabras no recibí los aplausos que tuve cuando apenas ingresé. Es simple, a la gente le gusta que le mientan, la verdad la toman como un insulto, si me hubiese parado a decir que amaba a mi país, todos me hubieran ovacionado sin saber siquiera por qué.

Me retiré entonces de aquel recinto, ni bien pude ver maravillada a mi amiga Mélany caminar tan suavemente que me arrancaba una lágrima con cada paso.

La vida está siempre dispuesta a ser amada, solo nosotros somos incapaces de hacerlo y huimos de ella por miedo a ser felices, nada más, a vivir simplemente. Las metas, los anhelos, las ambiciones no hacen a las ganas de vivir. Sólo disfrutar cada instante, saborear cada segundo sin evadirnos hacia el próximo o querer recuperar el anterior.


Llegué a la estación de trenes a tomar el que me conducía a mi hogar, cuando en el suelo de esta distinguí a un mendigo recostado como un perro se recuesta luego de comer, lo miré como queriendo encontrar en él, algún parecido superfluo con el que había tenido durmiendo en mi departamento y con quien tanto me reconfortaba estar. De pronto él se irguió de una forma tan enérgica que no hubiera creído posible, a juzgar por la manera en que estaba acostado, como si una fuerza desconocida lo impulsara,

—Tú… —me dijo— si tú, eres un ser perfecto… has actuado antes, has supuesto una previsión metafísica, te has ayudado a ti misma antes de tu desgracia.

No entendí lo que quiso decirme, supuse que estaba loco. El tren estaba arribando y yo decidida a abordarlo, pero por alguna razón quise mirar nuevamente a aquel mendigo y cuando lo hice ya no estaba, me sorprendió vaya a saber por qué, y en ese momento impreciso, ilógico, que es el que uno nunca se explica cómo fue, porque es el instante antes de que algo diera vuelta nuestro destino para siempre y se pregunta ¿cómo es que no hay una especie de Dios que pueda prevenirnos?, que detenga el tiempo y nos deje pensar en ¿de qué manera vamos a dar ese siguiente paso, de qué manera vamos a vivir ese siguiente segundo? Un joven pasó delante de mí apresuradamente con un teléfono celular en la mano, arrebatándome la cartera que llevaba conmigo; y ni bien llevó a cabo esta acción, me arrastró hacia su lado, llevada por el acto reflejo de intentar conservar mi pertenencia, y perdí el equilibrio cayendo debajo de las ruedas del tren. Todo se tornó oscuro. Un dolor intensísimo me sobrecogió.


Kiara se arrastró, casi inconsciente, abrumada por el dolor, aturdida por la circunstancia en la que se encontraba, hasta un teléfono público que estaba justo detrás de ella, a unos pasos, colgado en una de las columnas que sostenían el techo de aquella estación que si se le preguntara en este momento como era, diría que era un lugar completamente desconocido, aunque lo hubiese visto todos los días durante años. Descolgó el tubo auricular y marcó un número sin siquiera mirar los dígitos que oprimía. Era otro acto reflejo, el de la desesperación que nos conduce a pedir ayuda; pero su cerebro estaba tan confundido por la agonía y la desesperación que olvidaba que no tenía a quien llamar, que no ordenaba dos conceptos juntos.

Se desvaneció antes de poder hablar.


Un sujeto y su mujer la ayudaron a acomodarse. Desesperados, reaccionaron, sin embargo, correctamente quitándose algunas prendas para hacerle un torniquete en cada pierna, o en lo quedaba de ellas. Luego, la señora tomó el tubo del teléfono, colgó el mismo y se dispuso a llamar nuevamente, se dio cuenta que ella no había discado ningún número en particular, sino mas bien había oprimido dígitos al azar, sin siquiera ver, solo queriendo expresar su consternación, su necesidad de ser ayudada en ese momento terrible.