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LA PRÁCTICA DE LA HUMILDAD

PRESENTACIÓN

GIOACCHINO PECCI NACIÓ en Carpineto el año 1810 de una familia de la pequeña nobleza italiana. Sintió y siguió —a pesar de los consejos familiares de que sirviera en la administración pontificia como su padre— la llamada al sacerdocio, recibiendo la ordenación en 1837. Se doctoró en Sagrada Teología y empezó a ser conocido por su valía en los ambientes vaticanos.

Fue elegido para desempeñar algunas misiones difíciles de gobierno en los propios territorios de la Iglesia (recordemos que le tocó vivir momentos críticos de independencia nacional y de anticlericalismo); y desempeñó los encargos recibidos con tanta habilidad y destreza que Gregorio XVI le nombró Nuncio en Bélgica (1843), donde el futuro Pontífice se encontraría plenamente metido en las corrientes intelectuales y políticas de la Europa que entonces empezaba a remover sus propios cimientos: las raíces cristianas que hoy algunos quieren negar con claro desconocimiento o clara intención ideológica.

Tres años más tarde (1846) el papa, como reconocimiento a su valía apostólica, le nombró obispo de Perugia, sede que regiría hasta su marcha a Roma, más de un cuarto de siglo más tarde. En 1876, muerto el Secretario de Estado, Antonelli, fue llamado a la curia por Pío IX y, un año más tarde, sería nombrado Camarlengo. A comienzos de 1878 sería el sucesor de este papa con el nombre de León XIII. Murió el 20 de julio de 1903.

No hablamos aquí de la trayectoria de su pensamiento ni de la labor de gobierno. Son temas muy conocidos de los que, además, no es este el lugar de comentarios. Sabido es el afán de renovación teológica, a la par que puso a Tomás de Aquino como modelo del quehacer teológico; sabido es, por otro lado, que condenó los errores del modernismo con la publicación del Syllabus; que vivió en tensión entre el Kulturkampf —que puso a los católicos frente al II Reich—, el josefismo imperante en Austria y las numerosas promulgaciones de leyes anticatólicas en Francia, en Portugal o en España. Lo que nos interesa es presentar su obra La práctica de la humildad, escrita en la década de 1860 y destinada a los seminaristas de Perugia. Son los años en que fue procesado por excitación al desprecio y descontento contra las leyes civiles del reino de Italia, mientras seguía ganando amistades incluso entre los enemigos de la Iglesia y ofreciendo, con profunda humildad, esas contradicciones al Señor.

Se ha dudado sobre la autoría del libro —llegándose a hablar incluso de un sacerdote francés contemporáneo—, aunque es muy probablemente del cardenal Pecci. Así nos aconseja aceptado el hecho de que todas las ediciones, desde un principio, hayan tenido al obispo de Perugia como autor. Posiblemente se deban estas disquisiciones a que no se trata de una obra escrita con el rigor de una pieza dogmática, sentando previamente las bases doctrinales de las que se van sacando las conclusiones, sino una obra moral o ascética, que es raramente utilizada por el futuro Pontífice. Sin embargo, durante la lectura —meditada, que es lo aconsejable— se verá cómo aparece un personaje que habla personalmente, y habla con la autoridad y el modo propio de la introducción: Este librito que os dedicamos, hijos queridísimos, os enseñará a practicar la humildad, es decir, os enseñará a poner los cimientos de la perfección cristiana (Introducción)... No pienses que adquirirás la humildad sin las prácticas que le son propias (n. 7)... Convéncete de que no eres buen consejero de ti mismo (n. 28)... y a modo de prólogo, antes del número 1, dice: si quieres adquirir esta perla preciosa, que es la prenda más segura de santidad y la señal más cierta de predestinación, recibe dócilmente los avisos que te voy a dar y ponlos fielmente en práctica.

José María Sanabria

INTRODUCCIÓN

LA HUMILDAD ES EL fundamento de la perfección cristiana, en la común opinión de los santos Padres. «Para llegar a ser grande —escribe san Agustín— hay que empezar haciéndose pequeño». ¿Queréis levantar el edificio de las virtudes cristianas? Es muy alto: procurad pues poner una base muy honda gracias a la humildad, porque quien quiere construir un edificio ha de excavar los cimientos en proporción a su tamaño y a la altura a que quiere levantarlo[1].

Este librito que os dedicamos, hijos queridísimos, os enseñará a practicar la humildad, es decir, os enseñará a poner los cimientos de la perfección cristiana. Considerad, pues, la importancia que tiene para vosotros que estáis obligados a ser perfectos como vuestro Padre celestial[2]; por lo cual estamos seguros de que nuestro regalo os agradará, como nueva prenda del amor que os tenemos, y, sobre todo, como medio eficacísimo para la salvación de vuestras almas, que es el negocio más importante que tenéis entre manos.

Un último motivo nos ha movido a aconsejaros este libro: el fin de la carrera eclesiástica que habéis emprendido[3]. Fin que consiste no solo en alcanzar vuestra santificación, sino también en promover la de los demás, ensanchando el reino de Cristo con los mismos medios que Él empleó en su vida mortal, y la humildad de corazón fue su principal distintivo. Con esto podréis vencer la soberbia del mundo y sembrar en todos los corazones la mortificación y la humildad de la Cruz. Y —ya que Jesucristo quiso hacer antes de enseñar— si, a ejemplo suyo, vosotros llegáis al ministerio sacerdotal ya formados en la práctica de la humildad, de ese inagotable manantial de todas las virtudes brotarán las palabras de aliento, de estímulo, de celo, que confirmarán a los justos en la santidad y atraerán, a los que están en el vicio y la perdición, hasta el camino de las virtudes y la salud.

Sed, por lo tanto, cada uno de vosotros ese discípulo que va recibiendo de estas páginas que os dedicamos —como de un Maestro espiritual— las lecciones sobre la práctica de la humildad; y no olvidéis nunca, mis queridos hijos, que el mayor consuelo que nos podéis dar es que seáis humildes, mansos y obedientes. Confiando en veros siempre así, y deseando que lo seáis realmente, al bendeciros a todos en el Señor os exhortamos con todas nuestras fuerzas, una vez más, a que pongáis todo vuestro empeño en cumplir lo que este libro os aconseja.

Gioacchino cardenal Pecci,

obispo de Perugia.


1 Cfr. I Cor. 4,7. ¿Qué tienes que no hayas recibido? Y, si lo has recibido, ¿a qué gloriarte como si no lo hubieras recibido?

2 Cfr. Mat. 5, 48. Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial.

3 Efectivamente es un regalo para los seminaristas y los sacerdotes jóvenes, que están comenzando su nueva vida de servicio al prójimo; pero no dudamos que es igualmente efectivo para todo cristiano que se decide a poner los medios necesarios para ser santo, como lo es, también, la exigencia apostólica que viene a continuación: promover la santidad de los demás.