ANATOMÍA DE LOS FANTASMAS

 

 

 

ANDREW TAYLOR

 

Traducción de Melissa Arcos

Título original: Anatomy of ghosts

Diseño de la cubierta: Salva Ardid Asociados, basado en un diseño de Pepe Far

Primera edición impresa: noviembre de 2014

Primera edición en e-book: enero de 2017

© 2011 Lydmouth Ltd.

© de la traducción: Melissa Arcos Percy, 2014

© de la presente edición: Edhasa 2016

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ISBN: 978-84-350-4654-1

Producido en España

Nota del autor

El siglo XVIII no fue un período glorioso para las universidades inglesas (en Escocia supieron hacer las cosas mucho mejor). En Oxford y Cambridge cada colegio universitario seguía su propio rumbo con poco más para guiarlos que sus estatutos, que al igual que los planes de estudios, tenían al menos dos siglos de obsolescencia. Para los estándares de 1780, Jerusalem hubiera sido considerado un colegio conservador y algunos de sus miembros hubieran sido tenidos por un tanto excéntricos, pero esto no era algo inusual en la época.

Aquellos que conocen la actual Universidad de Cambridge se habrán percatado de las considerables similitudes que existen entre el ficticio Jerusalem y el totalmente real Emmanuel College, pero quisiera destacar que estas semejanzas sólo se refieren a su configuración y a algunos aspectos de su historia más temprana. También quisiera agradecer la ayuda que me prestaron la Dra. Sarah Bendall y Amanda Goode, miembro y archivista, respectivamente, de Emmanuel College. La Dra. Bendall es, junto con los profesores Peter Brooke y Patrick Collinson, coautora del libro A History of Emmanuel College (The Boydell Press, 1999), una obra esclarecedora sobre la evolución y organización de un colegio universitario de mediano tamaño a lo largo de más de cuatrocientos años.

El Club del Espíritu Santo es, obviamente, ficticio. A pesar de que hay rumores, pero no pruebas fehacientes, de que existieron sociedades secretas de carácter báquico en las universidades, no es fácil seguirles la pista por su propio carácter intrínseco. Sin embargo, sí hay pruebas de la existencia de tales hermandades en otros ámbitos de la sociedad, pero en la década de 1780 casi todas se mostraban mucho más dóciles y discretas en sus costumbres de lo que habían sido.

Los nombres de las calles de Londres y Cambridge que he empleado en el libro existían en el siglo XVIII, pero no siempre coinciden con los nombres actuales.

Deseo dar las gracias a Roger Crowley, Martin Dow, Alick Miskin y Christopher Trillo por permitirme usar sus nombres; a Elizabeth Manners por conseguir la patente real de la reina Isabel I para Jerusalem, y a Vivien Green, mi agente, y a mis editores de Michael Joseph por su paciencia, entusiasmo y meticulosa habilidad editorial. Por todo lo demás doy las gracias a mi mujer, Caroline.

ANDREW TAYLOR

ANATOMÍA DE LOS FANTASMAS

Prólogo

No estaba sola. Nunca lo estaría. Y la razón la tenía entre sus manos.

Cambridge era una población extraña. La polución nocturna de Fens fluía sobre la durmiente ciudad. Las calles languidecían bajo una niebla densa y espesa, casi palpable. Ella jamás había estado a tan altas horas de la noche sola, sin al menos un criado que le alumbrara el camino.

Pero no estoy sola.

Bajo sus pies, el suelo era traicionero. Trastabilló dos veces hasta casi caer. Ojalá hubiera llevado unos zapatos apropiados. Al cruzar el puente de la Magdalene, patinó sobre el hielo. Sus piernas volaron y cayó bruscamente, con un gemido, sobre el duro suelo. Un terrible frío le subió por todo el cuerpo a través de la fina tela del vestido cuando el abrigo se le arrebujó alrededor de los hombros.

Pero aún sostenía la llave. Y no estaba sola. Rápidamente se levantó y empezó a correr.

No había luna ni estrellas. Las pocas farolas de Corporation aportaban una luz débil e irregular. Cruzó el puente sólo alumbrado por la frágil luz de un farol en el arco de entrada del colegio universitario, pero fue peor aún, pues sintió que todo el mundo la miraba mientras caía de nuevo al suelo.

Ralentizó el paso bajo las ventanas de la cafetería. De repente, una mano apareció entre las sombras y, asiéndola de la manga, la empujó hacia la oscuridad. Ella blandió la llave como arma hacia su atacante. Se topó con algo suave y flexible. Un chillido. Y estaba libre de nuevo.

Echó a correr. Sentía un dolor en el costado. Los pulmones se le desgarraban por el esfuerzo y notaba cómo la sangre se le acumulaba en los oídos.

Había conseguido llegar a Jerusalem Lane. Avanzó tambaleándose a lo largo de la calle, de un lado a otro, hasta que se torció el tobillo con el borde de una alcantarilla.

Quieta ante la verja, intentó recuperar el aliento. La mano le temblaba tanto que no conseguía encontrar la llave correcta. Respiró hondo, estremeciéndose, y lo intentó de nuevo. Finalmente oyó el suspiro del metal, que encajaba en la cerradura, y la llave se deslizó en el lugar correcto. Le dio la vuelta y el cerrojo cedió.

Empujó la puerta y tuvo el paso libre hacia el jardín...

CAPÍTULO 1

Avanzado el crepúsculo del jueves 16 de febrero de 1786, la última cena se acercaba a su fin. El nuevo apóstol ya había prestado juramento, firmado el libro de ingreso en el club y bebido de un trago el contenido del cáliz –regalo del difunto Morton Frostwick– al son de vítores, gritos y silbidos. Había llegado el momento de los brindis que precedían al punto álgido de la ceremonia.

–Apuren sus copas, caballeros –ordenó Jesús, sentado a la cabecera de la mesa–. ¡Todos en pie! ¡Un brindis por Su Majestad el Rey!

Los apóstoles se pusieron en pie, algunos no sin cierta dificultad. Cuatro sillas cayeron tumbadas al suelo y alguien volcó una botella.

Jesús alzó su copa:

–¡Por el Rey! ¡Que Dios lo bendiga!

–¡Por el Rey! ¡Que Dios lo bendiga! –respondió un coro bramante.

Los apóstoles, muy orgullosos de su patriotismo y adhesión al trono, vaciaron sus copas de un trago.

–¡Que Dios lo bendiga! –repitió desde el otro extremo de la mesa San Mateo, que remató su apasionada exhortación con un hipo.

Jesús y los apóstoles volvieron a tomar asiento y se reanudó el murmullo de la conversación. La luz de las velas iluminaba la alargada sala de techos altos. Sobre la mesa flotaba un cimbreante manto de humo. En la chimenea de mármol ardía un gran fuego. Las cortinas estaban echadas. Los espejos situados entre los ventanales reflejaban el fulgor de las llamas, los destellos de la cubertería y la cristalería, y el brillo de los botones de la librea de los caballeros. Todos los apóstoles vestían la misma chaqueta de un verde intenso forrada de seda y adornada por delante y en los puños con unos prominentes botones dorados.

–¿Cuánto más tengo que esperar? –preguntó el joven sentado a la derecha de Jesús.

–Ten paciencia, Frank. Todo a su debido tiempo –respondió Jesús antes de elevar la voz–: Rellenen sus copas, caballeros.

Jesús sirvió a su vecino y llenó su copa mientras observaba a los demás obedecer como corderos.

–Ahora brindaremos de nuevo –susurró al oído de Frank–, y después daremos paso a la ceremonia y el sacrificio.

–¿Sabe la señora Whichcote que voy a ser santificado esta noche? –inquirió Frank girándose hacia Jesús, el codo apoyado en la mesa.

–¿Por qué lo preguntas?

Frank se sonrojó hasta las orejas.

–Yo... yo sólo me lo preguntaba. Como voy a pasar la noche aquí, pensé que quizá lo sabría.

–No lo sabe –respondió Jesús–. No sabe nada. Y no debes decirle nada. Esto es cosa de hombres.

–Sí, sí, claro. No debería habértelo preguntado –se disculpó al tiempo que le resbaló el codo de la mesa. Si Jesús no lo hubiera sujetado, habría acabado en el suelo–. Eres un tipo afortunado, ¿sabes? ¡Es tan hermosa!... ¡Maldición! No me lo tengas en cuenta, Philip, no debería haber dicho nada...

–No te estaba escuchando. –Jesús se puso en pie e ignoró las disculpas implorantes de Frank–. Señores, ha llegado el momento de otro brindis. Todos en pie. ¡Yo maldigo a la Gran Puta de Babilonia, su pestilencia romana Pío VI! ¡Que se pudra en el infierno hasta el fin de los tiempos con toda su caterva papista!

Los apóstoles vaciaron sus copas y estallaron en aplausos. Este tradicional brindis se remontaba a los orígenes del Club del Espíritu Santo. Jesús no sentía ninguna animosidad personal hacia los papistas, de hecho su madre era católica de nacimiento, pero abandonó su religión al casarse y adoptó la de su marido, como toda buena esposa.

Jesús esperó a que amainaran los vítores y aplausos.

–Tomen asiento, caballeros.

Las sillas rascaron el pulido suelo de madera. Al sentarse, Santiago se apoyó en el filo de la silla y cayó rodando por el suelo, mientras que San Juan salió corriendo a ocultarse detrás de un biombo situado en el extremo de la sala, desde donde se lo oyó vomitar con virulencia. Santo Tomás, por su parte, se alejó de la mesa, se desabrochó el calzón e hizo aguas menores en el bacín de la cómoda colocado para tal efecto cerca de la mesa.

Sonó un golpeteo ahogado en la puerta detrás de Jesús. Sólo él lo oyó. Se levantó y la entreabrió apenas unos dedos.

Fuera se encontraba el lacayo, que sostenía una palmatoria en la mano y lo miraba con ojos asustados.

–¿Qué sucede? –preguntó Jesús.

–Disculpe, señor, la señora desea hablar con usted en privado.

Jesús cerró la puerta en sus narices y regresó con paso tranquilo y sonriente a la mesa. Reposó el brazo sobre el respaldo de la silla de San Pedro, que se hallaba a su izquierda, y le habló al oído.

–Volveré enseguida. Debo asegurarme de que está todo listo. Si comienzan a impacientarse, haz que brinden por sus queridas.

–¿Ya es la hora? –inquirió Frank–. ¿Ha llegado el momento?

–Casi –respondió Jesús–. Créeme, la espera bien vale la pena.

Jesús los dejó solos. Para captar la atención de Frank, San Andrés le preguntó por las aptitudes del perro de aguas irlandés como cazador. Una distracción pasajera, aunque efectiva.

Jesús abandonó la sala y cerró la puerta de caoba tras de sí. Fuera, el aire era mucho más fresco. Estaba en un rellano cuadrado iluminado por las dos velas de un candelabro situado junto a una pequeña ventana sin cortinas. Acercó unos instantes la cabeza al cristal y dejó marcado un círculo de vaho. A pesar de la negra noche, pudo vislumbrar una luz junto a la puerta lateral de Lambourne House.

Descendió con rapidez las escaleras del pabellón. Ubicado al fondo del jardín, su distribución era muy sencilla: el gran salón ocupaba toda la primera planta y una escalinata conducía al vestíbulo, donde había dos puertas. Una daba al jardín y, la otra, a un estrecho pasillo que recorría la longitud del edificio y conducía a un porche cubierto junto al río y a varias estancias pequeñas. El lacayo, que respondía al absurdo nombre de Augustus, estaba sentado en un banco del vestíbulo. Al ver a su amo, se levantó de un salto e hizo una reverencia. Jesús hizo un gesto con la cabeza y el lacayo abrió la puerta del pasillo. Pasó junto a él sin decir una palabra y le cerró la puerta en las narices.

Las velas ardían a pares en los candelabros de las paredes y formaban esferas de luz en la oscuridad. Jesús llamó a la segunda puerta y ésta se abrió.

La señora Phear le hizo entrar y se puso de puntillas para susurrarle algo al oído.

–Esta mocosa nos ha fallado.

La habitación era pequeña y estaba pintada de color blanco, como una celda, pero el fuego de carbón que ardía en la chimenea le daba un aire acogedor. Las cortinas estaban echadas y los postigos cerrados. El mobiliario era sobrio: una pequeña cama con un dosel blanco, una mesa y dos sillas. Sobre la mesa había una botella de vino y una de licor, además de dos copas y un cuenco con nueces. En la repisa de la chimenea descansaba una palmatoria, la única fuente de luz aparte del fuego.

–¿Nos ha fallado? –repitió Jesús.

–Compruébelo usted mismo –instó la señora Phear, que vestía un hábito de monja con una toca negra que enmarcaba y oscurecía su rostro–. Use la vela.

Jesús cogió la palmatoria y se acercó a la cama. Las cortinas del dosel estaban retiradas. Una joven yacía boca arriba, su melena rubia cubriendo la almohada. Tenía las muñecas y los tobillos atados con unos cordones blancos a los postes de la cama y llevaba un camisón blanco de cuello abierto. Debía de haber sido hermosa en vida, pensó Jesús, el tipo de muchacha que daba la impresión de poderse quebrar en un millón de pedazos si se la estrujaba con la debida fuerza.

Se inclinó sobre ella. Era muy joven, unos trece o catorce años. Tenía la tez pálida y las mejillas sonrosadas, casi púrpuras. Los ojos estaban abiertos y los labios separados. Acercó la vela a su rostro. Salía espuma de su boca y un hilillo de vómito resbalaba por la comisura de los labios. Los ojos le saltaban de las órbitas.

–Maldita sea.

–Es un desperdicio –corroboró la señora Phear–. Estoy segura de que era virgen.

–Zorrita estúpida... ¿Cómo puedo tener tan mala fortuna? ¿Qué ha sucedido?

La mujer se encogió de hombros.

–La arreglé para el caballero y fui a buscar más velas a la casa. Antes de marcharme, me pidió que le pusiera un par de nueces en la boca. Cuando regresé ya estaba así. Todavía tiene el cuerpo caliente.

Jesús se enderezó sin apartar la vista de la joven.

–Parece como si la hubieran asfixiado.

Echó una mirada a la habitación.

–Cerré la puerta con llave –declaró la señora Phear en tono neutro–. Debe de haberse atragantado con las nueces, nada más que eso. El lacayo no se ha movido del vestíbulo y no ha visto a nadie. Por cierto, ¿es de fiar?

–No es más que un crío. ¿Y dice que no ha oído nada?

–Las paredes son gruesas.

Jesús recorrió la habitación con la vela. La señora Phear aguardó con las manos entrelazadas y la vista clavada en el suelo.

Jesús señaló hacia el techo, al gran salón en la planta superior.

–No puedo defraudar a Frank Oldershaw, a él menos que a nadie. No me lo puedo permitir.

–Supongo que no querrá poseer a la chica así.

–¿Así? ¿Muerta? –preguntó Jesús, atónito.

–Todavía está caliente.

–¡Es evidente que no la va a querer así!

–¿Pero se daría cuenta?

–¡Madre de Dios! Sí, señora mía, se daría cuenta. No está tan borracho. Además, la gracia de todo este juego es el forcejeo. De eso se jactan después; de eso, y de la sangre en la sábana.

–¿Y no hay manera de fingirlo?

Jesús negó con la cabeza.

–El forcejeo, no. Y mucho menos con la cara así. No funcionaría.

–Entonces ¿le va a decir que tiene que esperar? –tanteó la señora Phear mientras retorcía el dobladillo de la capa con los dedos.

–Está muy impaciente. Y no está acostumbrado a que le lleven la contraria. No podremos apagar su ardor con cualquier moza de Barnwell, eso si lográramos encontrar una a estas horas. ¿Cuándo cree que podrá conseguir a otra muchacha?

–Quizá dentro de un mes o así. Aunque no será fácil, sobre todo tan pronto después de ésta.

–Ese hombre vale mucho más que todos los demás juntos –declaró Jesús–. No puedo decirle que la chica ha muerto. Le diré que se ha asustado al sospechar lo que la aguardaba y se ha escabullido en la noche.

–Y tenemos otro problema –añadió la señora Phear–. ¿Qué hacemos con... con esto?

Jesús se volvió para contemplar el cuerpo lechoso de la joven sobre la blanca cama cuando, de repente, se precipitaron los acontecimientos: sonaron pasos y voces fuera y alguien giró el pomo de la puerta. Jesús trató de impedirlo, pero la cama se interpuso en su camino. Al oír el revuelo, la señora Phear se volvió con sorprendente agilidad, pero se le enganchó la falda en la esquina de la mesa y no logró liberarse antes de que la puerta se abriera.

En el umbral apareció Frank Oldershaw tambaleante. Tenía el rostro enrojecido y llevaba el chaleco desabrochado.

–Por fin te encuentro, Philip –masculló–. ¡No puedo esperar ni un segundo más, estoy que ardo!

Al percatarse de la presencia inesperada de la señora Phear, titubeó, pero estaba demasiado borracho como para detenerse.

–¿Dónde has escondido a mi pequeña y dulce virgen? –farfulló en un susurro mortecino.

* * *

El cuerpo fue hallado en Jerusalem la mañana del viernes 17 de febrero. Todavía no había amanecido, pero una luz grisácea bañaba los jardines de la universidad y permitía vislumbrar el contorno de las cosas, aunque no los detalles. Todo estaba en silencio.

El hombre que descubrió el cadáver fue John Floyd, conocido por todos –a veces incluso por su mujer– como Tom Heces. Tom era tan moreno como su apodo y un experto en localizar bagatelas, recuerdos olvidados y secretos excretados.

El Colegio Universitario Jerusalem ocupaba unos ocho o nueve acres de terreno. Estaba flanqueado en tres de sus lados por un alto muro de ladrillo que se erigía sobre un murete medieval de escombro y piedra revocada. El cuarto lado lindaba con los edificios del rectorado. Todos los muros estaban rematados por hileras de picas. Detrás de la capilla, la Laguna Larga trazaba una curva hacia el sudeste. La laguna se alimentaba de un arroyo que habían canalizado los frailes en tiempos inmemoriales, mucho antes de que Jerusalem fuera ni siquiera un pensamiento. Al otro lado de la laguna se hallaban el Jardín de los Licenciados y el Jardín del Rector y, más allá de la agrupación irregular de los edificios del colegio, se extendía gran parte de la ciudad.

A esa hora de la mañana los únicos sonidos audibles eran el taconeo de los zuecos que protegían el calzado de Tom y el chirrido de las ruedas de hierro de la carretilla que empujaba por el sendero. Tom trabajaba en cuatro colegios de la universidad: Sidney Sussex, Christ’s, Jerusalem y Emmanuel. Prefería trabajar en invierno porque le pagaban por volumen y no por horas. Además, en verano tenía que acudir con más frecuencia por los malos olores. Tom trabajaba para un mayorista de grano retirado al que los estudiantes llamaban «el comerciante de mierda», porque obtenía unos modestos ingresos de la venta de estiércol académico a granjeros y jardineros.

Esa mañana hacía tanto frío que Tom apenas se notaba las manos. Acababa de limpiar el servicio del rector, tarea nunca agradable, y empujaba la carretilla por el sendero situado detrás de la residencia rectoral, un camino que estaba a punto de resultarle sorprendentemente productivo. El sendero se detenía en una verja que el señor Mepal, jefe de los bedeles, acababa de abrirle, y proseguía por un intricado puente de madera que cruzaba la laguna. Las ruedas de la carretilla retumbaban como truenos amortiguados sobre las tablas de madera. Tom giró a la izquierda, hacia el pequeño retrete de las criadas de alcoba, que se ocultaba pudoroso en un extremo de los jardines de Jerusalem.

El sendero bordeaba la laguna bajo la sombra de un árbol enorme. En la zona de mayor penumbra, bajo las ramas, Tom resbaló con una placa de hielo y cayó al suelo cuan largo era. La carretilla volcó sobre la hierba helada y se vertió al menos la mitad de su pestilente carga; la pala, hasta entonces en precario equilibrio sobre ésta, se deslizó en el agua.

Aterido, Tom enderezó la carretilla. Debía limpiar la porquería lo mejor posible y esperar que la lluvia se ocupara del resto antes de que nadie se diera cuenta, pero la pala había caído en la laguna y no podía hacer nada sin ella. El agua de la orilla tampoco debía de ser tan profunda, pensó. Se quitó la chaqueta marrón y se arremangó la camisa por encima de sus codos huesudos. Cuando estaba a punto de meter la mano en el agua, advirtió un objeto oscuro que flotaba a uno o dos metros de la orilla, entre unas finas placas de hielo.

Al principio pensó que sería una sábana o una camisa que habría caído a la laguna por las fuertes ráfagas de viento del este que habían soplado en los últimos días, pero de pronto se le ocurrió que aquel objeto flotante podía ser algo de más provecho, como la capa o la toga de algún juerguista borracho lanzada a la laguna la noche anterior. En más de una ocasión había recuperado capas y togas de pozos negros que después había devuelto a sus dueños, o bien vendido a algún comerciante de uniformes de segunda mano.

Tom Heces sumergió el brazo derecho en el agua helada y gimió de frío. Mientras pensaba en la ira vengativa de Mepal si descubría lo sucedido –un riesgo que aumentaba con cada minuto que pasaba– rozó, aliviado, el mango de la pala con los dedos.

A pesar de que el cielo estaba cada vez más claro, el maldito árbol tapaba buena parte de la luz. Tom se enderezó y miró otra vez la cosa flotando en el agua. Si era una capa o una toga, podía reportarle unos beneficios nada desdeñables.

Cogió la pala con una mano y la alargó hacia la cosa, que se encontraba justo debajo de la oscilante superficie de la laguna. El agua empezó a entrar en uno de los zuecos y traspasó el zapato agrietado. Intentó atrapar la cosa con la pala, pero se zafó de él. Fue entonces cuando decidió inclinarse un poco más hacia delante y el zueco resbaló en el barro.

Cayó a la laguna con un grito. El frío le golpeó como una barra de hierro. Abrió la boca para gritar y tragó agua. Movía los pies desesperado buscando un apoyo en el fondo de la laguna, pero las algas se enrollaron en sus tobillos. No podía respirar. Agitaba los brazos, tratando de mantenerse a flote y encontrar algo a lo que aferrarse. Cuando volvió a hundirse, agarró con la mano derecha un racimo de ramas podridas, todas con algo dentro del tallo que no se quebraba. Sus pies se hundían en el barro, un barro que lo abrazaba y succionaba cada vez más hacia el fondo.

Tom Heces no se percató de que estaba gritando. Se encontraba más allá del pensamiento, casi más allá de los sentidos, pero mucho antes de saber a lo que se aferraba, supo que no había nada vivo en aquello que se enroscaba en sus dedos. Tuvo la certeza de que lo que tocaba estaba muerto.

CAPÍTULO 2

Otra ciudad y otro curso de agua. Lo que más recordada John Holdsworth de la casa junto al Támesis era su pálida y brillante luz, una luz que iluminaba durante todo el día las habitaciones que daban al río. Esa luz era un quinto elemento formado por aire, agua y fuego lívido.

Georgie solía decir que las aguas del río eran fantasmales, que carecían de luz. En ocasiones afirmaba haber visto apariciones que se reflejaban oscilantes en las paredes de la casa. Una noche, los despertó a todos con sus gritos. Lloraba porque un barquero que se había ahogado en el muelle de Goat Stairs había venido a buscarlo para llevarlo consigo al fondo del río. Después, Holdsworth pensaría que ese sueño había sido una premonición de lo que iba a suceder, un augurio como ningún otro, pues la muerte por ahogo se convertiría en el acuoso hilo conductor de su triste vida.

En noviembre de 1785 Georgie resbaló sobre una placa de hielo mientras jugaba en las escaleras de Goat Stairs. Cuando intentó incorporarse, se tambaleó y tropezó con una soga atada a una baliza. Su madre, Maria, fue testigo de todo: vio caer al agua a su hijo, un niño rebosante de energía y vitalidad que, en cuestión de segundos, pasó de estar a su lado a no estarlo.

Había marea alta y, al caer, Georgie se golpeó la cabeza contra el lateral de una barcaza de carbón. Quizá fuera el golpe lo que acabó con su vida, pero ese día hacía mal tiempo y la muy cargada barcaza cabeceaba contra la pared del muelle. Pasaron al menos diez minutos antes de que pudieran sacar a Georgie del agua y no pudo determinarse la causa de la muerte con exactitud. Su cuerpo, atrapado entre el muelle y la barcaza, había sufrido lesiones graves. Era probable que Georgie se hubiera ahogado antes, pero no había manera de saberlo a ciencia cierta.

Holdsworth prefería pensar que su hijo había muerto en el acto, que lo había matado la caída, quizás un golpe en la cabeza. No supo lo sucedido hasta que fueron a buscarlo a la tienda de Leadenhall Street, momento en que lo invadió una culpa inmensa y un agradecimiento intolerable por haberse ahorrado la espantosa visión de ver caer a su hijo hacia su muerte.

A partir de ese momento, nada fue bien. ¿Cómo podían ir bien las cosas? Maria se encerró tanto en su dolor que hasta se negó a encargar una lápida. Decía que no era correcto, que Georgie no podía estar muerto del todo. Se pasaba casi todo el día en casa rezando o en el cementerio, junto al pequeño túmulo de Georgie. Además, empezó a gastarse el dinero en una mujer que aseguraba poder comunicarse con los espíritus y que afirmaba poder ver a Georgie y hablar con él, que estaba feliz y que le mandaba su cariño. Según esa mujer, Georgie pasaba los días jugando con corderitos y otros niños en un enorme prado verde y soleado donde sonaba música celestial.

Poco a poco, Maria fue vendiendo todos sus objetos de valor: los anillos, casi todos sus vestidos y sus mejores muebles. Alimentaba a esa mujer con dinero y, como contrapartida, ésta le explicaba una y otra vez que Georgie pensaba en ella, que le mandaba mimos y palabras cariñosas, que pronto estarían juntos y que Dios no permitiría que volvieran a separarse jamás.

A veces Holdsworth no sabía qué le pesaba más, si su aflicción por Georgie o su enfado con Maria. Ambas emociones se entremezclaban. Aunque estaba en su derecho de prohibir a su esposa que visitara a esa mujer, e incluso de pegarle si lo desobedecía, nunca tuvo el coraje de hacerlo. Ya cargaba con suficiente culpa por no haber podido salvar a su hijo. En una ocasión, Maria le comentó que Georgie le mandaba recuerdos y que le había dicho que pronto estarían los tres juntos con los ángeles en el cielo. Al oírlo, Holdsworth se enfureció y Maria jamás volvió a explicarle nada.

Holdsworth decidió verter toda la ira que llevaba dentro en la escritura de un pequeño libro sobre historias de fantasmas pasadas y presentes, tanto de autores modernos como clásicos. Al menos eso era mejor que pegar a su mujer. Empezó con la historia del espíritu de Georgie sin indicar los nombres de los protagonistas. Holds­worth explicó que la madre de Georgie necesitaba creer en el espíritu de su hijo, pero que una mujer malvada se había aprovechado vilmente de su pena e ingenuidad. En el libro, Holds­worth sostenía que no se deben tomar en serio las historias de los muertos que visitan a los vivos. Algunas de ellas, escribió, no son más que supersticiones dirigidas a niños y mujeres incultas; otras se basan en la buena fe, pero son fruto de la confusión y la imaginación, fenómenos naturales que tienen una explicación científica, pues la ciencia es capaz de desvelar los misterios de muchas de las verdades del universo de Dios. Según él, algunas historias contienen una moraleja útil o ejercen un efecto balsámico sobre las mentes de los niños o los ignorantes y, por consiguiente, tienen cierto valor como parábolas, pero jamás deben tomarse como prueba de una intervención divina o incluso demoníaca. Holdsworth concluía la obra diciendo que nunca había conocido una historia de fantasmas que no tuviera una explicación científica o que mereciera ser tomada en serio por las mentes más cultivadas.

Decidió titular el libro La anatomía de los fantasmas y lo imprimió en su pequeña imprenta de Maid Lane, en Surrey. Publicó su obra en periódicos y la vendió en su tienda de Leadenhall Street. El libro causó un pequeño revuelo: un crítico anónimo de la revista Gentleman’s Magazine lo acusó de ser poco menos que ateo, mientras que dos sacerdotes que discrepaban de sus argumentos denunciaron el libro por blasfemo. En Bishopsgate, el párroco de la iglesia de St. Ethelburga lanzó un airado sermón contra el libro, algunos extractos del cual se publicaron en el Daily Universal Register y por lo tanto fueron comentados en miles de salones públicos y privados de todo el país. De resultas de ello, las ventas alcanzaron una cifra respetable; toda una suerte si se tenía en cuenta que, tras la muerte de Georgie, pocas cosas habían ido bien.

Holdsworth vendía libros nuevos y usados, panfletos, material de escritura y remedios medicinales. Dos meses antes de la muerte de Georgie, Holdsworth había solicitado dos préstamos por sumas considerables, uno para ampliar la tienda y otro para comprar la biblioteca de un coleccionista particular cuyos herederos no sentían especial interés por la lectura. Tras la muerte de Georgie, Holdsworth apenas había acudido a la tienda y un dependiente descuidado guardó la colección recién adquirida en el sótano, donde el húmedo invierno destruyó dos terceras partes del lote. Por otro lado, el encargado de la imprenta cayó enfermo y se marchó, por lo que Holdsworth entregó el mando a su ayudante, que resultó ser un granuja y un borracho que arrambló con todo lo que pudo. Para rematarlo todo, una noche la dejadez del ayudante tuvo peores consecuencias que su carácter canallesco, pues, al acabar la jornada, olvidó una vela encendida en la imprenta. Al día siguiente, la imprenta y todo su contenido se habían esfumado. Holdsworth también perdió en el incendio toda la mercancía que había trasladado del sótano de Leadenhall Street, incluidos casi todos los ejemplares de La anatomía de los fantasmas que habían sobrevivido a la humedad.

A Maria no parecían afectarle estas desgracias. Aparte de ir a la iglesia, no salía de la casa de Bankside, cercana a Goat Stairs, y pasaba la mayor parte de sus horas de vigilia rezando o encerrada con la mujer que hablaba con los espíritus y le transmitía mensajes consoladores de Georgie.

Un día del mes de marzo, Holdsworth consiguió traspasar el muro mental de permanente ausencia de su mujer y hablar con ella, aunque no por motivos que fueran de su agrado. El contrato de alquiler de la casa vencía el día de San Juan y no podían renovarlo, ni siquiera por un trimestre más. Aunque no estaba en bancarrota todavía, le explicó, estaba peligrosamente cerca de estarlo y por ello debían abandonar la casa.

–Yo no puedo marcharme de aquí –protestó Maria.

–Siento que deba ser así, pero no hay otro remedio.

–Pero yo no puedo abandonar a Georgie.

–Amor mío, él ya no está en esta casa.

Maria negó vehemente con la cabeza.

–Sí lo está. Su presencia terrenal sobrevive en el lugar donde nació y vivió. Su alma nos contempla desde el cielo. Si no estamos aquí, no podrá encontrarnos.

–No te preocupes, Georgie siempre estará con nosotros, en nuestro corazón.

–No –respondió cruzando las manos sobre el regazo. Maria era una mujer menuda, tranquila, pulcra y serena–. Debo quedarme con mi hijo.

Holdsworth tomó las manos de su esposa entre las suyas, pero no respondieron a su contacto. Maria ni siquiera lo miró. A Holds­worth no le importaba haber perdido la imprenta, que se subastaran en una semana los restos de la tienda de Leadenhall o no tener dinero suficiente para pagar las deudas, le importaba que su mujer se hubiera convertido en una extraña para él.

–Todavía nos quedan unas semanas para hacernos a la idea. Podemos hablarlo y decidir cuándo y cómo volveremos, si eso es lo que deseas. Además, aunque no podamos entrar en la casa, podremos pasear por delante de ella cuantas veces deseemos. Poco a poco nos iremos acostumbrando.

–Georgie dice que te envía todo su cariño –articuló Maria con voz infantil–. También dice que mamá y papá no deben abandonar su querido hogar.

Al oír estas palabras, Holdsworth sintió que la ira se apoderaba de todo su ser y propinó un puñetazo a Maria, que se refugió temerosa en un rincón mientras él rompía una silla y atravesaba con el puño una de las ventanas que daban al río.

Jamás había pegado a su esposa y nunca volvería a hacerlo. Holdsworth permaneció de pie en el salón observando la sangre que goteaba del punto de la mano donde se habían clavado los dientes de Maria y rompió a llorar por primera vez desde que era niño. Su mujer lo contempló sentada en el suelo con una mezcla de dolor y asombro; se tocó la sien y miró la sangre en la mano. También le sangraba el labio y unas gotas habían manchado el suelo de madera. ¿Quién hubiera podido imaginar que un golpe podía causar tanto daño?

Holdsworth ayudó a su mujer a levantarse, la besó y la abrazó, al tiempo que le aseguró que, por supuesto, pronto estarían los tres juntos en el cielo. Pero ya era demasiado tarde.

Esa noche se acostaron temprano. Para su gran alivio, Holds­worth durmió profundamente. El sueño era el único refugio que le quedaba y, cuando le invadía, lo acogía con avidez. Por la mañana le despertaron unos golpes en la puerta. Maria ya no estaba a su lado en el lecho donde Georgie había sido concebido y había nacido. Se había ido al agua cerca de Goat Stairs.

Es curioso ver lo rápido que se desmorona una vida cuando le quitan sus cimientos. En ese instante de crudo despertar, Holds­worth tuvo la impresión de que le arrebataban los fundamentos de su ser. A pesar de seguir habitando el mundo físico, un mundo que existía en el tiempo y el espacio y que estaba poblado por personas de carne y hueso, tenía la sensación de no estar hecho de la misma materia que el resto de los humanos. Era como si su cuerpo hubiera sufrido un proceso químico que hubiera alterado su composición y lo hubiera tornado tan etéreo como la misma niebla del río.

A diferencia de Georgie, Maria fue recuperada sin magulladuras en el cuerpo, aparte del labio partido y una pequeña marca de color púrpura del tamaño aproximado de un penique en la sien izquierda. Llevaba puesta toda la ropa.

En la investigación judicial Holdsworth y dos vecinos explicaron que Maria tenía por costumbre salir por las mañanas temprano a tomar el aire y pasear por Bankside, y que a menudo se quedaba un rato en los alrededores de Goat Stairs, donde el pasado mes de noviembre había fallecido su hijo como consecuencia de un triste accidente. La niebla fue considerada una de las causas del suceso. Dos marineros que se hallaban en la zona a esas horas corroboraron que esa mañana apenas podía verse a un palmo de distancia, y que mucho menos podía distinguirse el reflejo de la catedral de San Pablo en el agua. También se tuvo en cuenta el estado de las escaleras, que, gastadas y cubiertas de algas, eran muy resbaladizas. A falta de pruebas que indicaran lo contrario, el juez de instrucción, un hombre bondadoso, no dudó en sentenciar que la muerte de Maria había sido el resultado de un accidente.

Unos días más tarde, Holdsworth contempló el féretro de su mujer siendo introducido en la tumba de su hijo. Apartó la mirada para evitar ver el pequeño ataúd de Georgie.

Ned Farmer estuvo a su lado durante el funeral, mientras que la señora Farmer se unió al pequeño grupo de personas congregado a sus espaldas. Holdsworth y Farmer habían sido aprendices juntos. En su infancia, Farmer había sido un niño grande, torpe y bonachón y, en la edad adulta, se había transformado en un hombre grande, torpe y bonachón. La única decisión astuta que había tomado en su vida había sido casarse con la hija de un adinerado impresor de Bristol, aunque no fue realmente él quien tomó la decisión, sino la joven en cuestión. Una vez muerto su padre dejándola a ella como única heredera, la señora Farmer creyó llegado el momento de mudarse a Londres y probar suerte en la capital, puesto que era el mejor lugar para hacer fortuna en el sector de la impresión y la venta de libros. Convenció a su marido para que hiciera una oferta a Holdsworth por lo que quedaba del negocio que había construido a lo largo de toda una vida de trabajo. No fue una oferta generosa, pero al menos era más segura que la subasta, que conllevaba un gran riesgo. Ned también le dijo que estaba interesado en alquilar la casa de Bankside.

–A Betsy le gusta la casa porque está junto al río y es práctica –explicó–. Además, se niega en rotundo a vivir encima de la tienda... Discúlpame, John, esto debe de ser muy doloroso para ti.

–No es el río lo que me causa dolor –respondió Holds­worth–, ni la casa.

–No, por supuesto que no. Por cierto, ¿sabes dónde vas a vivir?

–No lo he pensado todavía.

–Entonces, si te parece, podrías quedarte con nosotros hasta que estés mejor.

–Es muy amable de tu parte, Ned, pero quizás a la señora Farmer...

–¡No se hable más! Betsy hará lo que yo le diga. –El optimismo era otra característica que Ned había conservado inalterable desde la infancia–. Dalo por hecho.

Quedarse con los Farmer en la casa del río no era una solución ideal, pero al menos era un arreglo práctico que le permitía no tener que tomar más decisiones por el momento.

Holdsworth sabía que no duraría mucho allí. Maria siempre le había dicho que dormía como los muertos, pero en su primera noche en la casa de Bankside como huésped de los Farmer no durmió como los muertos, sino que soñó con ellos.

Soñó que, mientras enterraban a Maria, había visto el pequeño ataúd de Georgie en el fondo de la tumba. Tenía la tapa abierta y la madera estaba astillada, como si alguien hubiera intentado entrar o salir. Mientras el párroco hablaba sin cesar, surgió de repente una marea negra del ataúd. Las olas subían y bajaban al ritmo de las plegarias, retrocediendo y avanzando cada vez con más fuerza.

Holdsworth se despertó, pero la marea seguía subiendo, extendiéndose por sus piernas como la melaza. Iba subiendo más y más, hasta empapar su camisa de dormir. Un martillo le golpeó el pecho. No podía respirar. El dolor era tan intenso que no podía gritar.

Pronto la marea negra alcanzaría su boca y sus fosas nasales. Y, después, se ahogaría.

CAPÍTULO 3

La madrugada del martes 23 de mayo de 1786 John Holdsworth se despertó antes del amanecer. Tumbado en la cama, escuchó el crujir de las vigas y del maderamen, el suspirar del viento contra los ventanales y el roncar del criado al otro lado del tabique. Vio agrandarse poco a poco las hendiduras de luz que atravesaban los postigos. Al romper el alba, se levantó, se vistió, bajó las escaleras descalzo y alcanzó sigiloso la calle antes de que la criada se despertara. La noche anterior había oído discutir a los Farmer sobre su estancia en la casa. Sabía muy bien que era la señora Farmer quien llevaba los pantalones en ese hogar y que sus razones se impondrían, sólo era una cuestión de tiempo.

Era una hermosa mañana. La gran cúpula de la catedral de San Pablo refulgía blanca en el agua, su contorno bien perfilado sobre el cielo azul, donde un cúmulo de nubes surcaba el horizonte como veleros en el mar. El río estaba repleto de barcazas. La marea estaba baja y los raqueros ya peinaban las dos riberas. Sobrevolándolos y arremolinándose en torno a ellos las gaviotas graznaban, chirriaban y amagaban picotazos. El día era más claro de lo habitual y el humo que escupían las innumerables chimeneas parecía dibujado con tinta sobre el cielo azul.

Holdsworth caminó a lo largo del río hasta el puente de Londres. A esa hora de la mañana parecía que sólo los pobres se aventuraban a salir a la calle. «La pobreza –se dijo mientras cruzaba el río– es un estado que favorece la adquisición de un conocimiento práctico de las debilidades y locuras de la condición humana.» Él jamás había reparado en los pobres cuando nadaba en la abundancia, excepto para considerarlos unos seres molestos, como los piojos, o puestos en el mejor de los casos, unos meros espectadores del gran teatro de la vida en el que sus superiores eran los protagonistas. Murmuró estas palabras de viva voz y un hombre que acertaba a pasar por ahí lo evitó receloso dando un rodeo. Al final, lo único en la vida que merecía la pena saberse es que una tripa vacía lo enloquece a uno un poco.

Cuando llegó a Leadenhall Street, uno de los aprendices ya estaba retirando los postigos. Holdsworth tenía guardado su carretilla y lo que quedaba de su negocio en una pequeña caseta de ladrillo en el patio, que en tiempos fue el taller del encuadernador, pero Ned Farmer había decidido subcontratar esta parte del negocio porque su mujer consideraba que era más rentable así, quizá con razón.

Holdsworth destapó la carretilla, salió con ella por el callejón que daba al patio y avanzó con paso lento por Leadenhall Street. Algunos días deambulaba hacia el oeste hasta Picadilly. En cualquier caso, nunca permanecía demasiado tiempo en un mismo sitio. El entramado de calles de la ciudad era como un gran emporio en el que cada vendedor tenía su feudo, que protegía con enorme celo de la invasión de otros comerciantes. Los libros que acarreaba eran de escaso valor, morralla que había sobrado de la subasta, pero era mejor que nada. Al menos le permitían ganar algo de dinero y evitar caer en la penuria más absoluta y la completa dependencia de la bondad de Ned Farmer.

Tras tomar un magro almuerzo a base de pan, queso y cerveza en una tabernucha de Crompton Street, inició un retorno escalonado hacia el centro. En la esquina de Leadenhall Street, un pajarero estaba recogiendo el tenderete y Holdsworth decidió ocupar su lugar. Era un buen sitio. Siempre que podía, montaba allí su puesto.

Hacía buena tarde, y eso era bueno para el negocio. Al poco rato se acercaron unas tres o cuatro personas a revolverle la mercancía. Casi todo lo que vendía Holdsworth eran sermones y obras religiosas, pero también tenía libros de poesía, algunos ejemplares encuadernados del Rambler y varias ediciones de los clásicos, aunque su valor había menguado a causa de las manchas de humedad y el tizne del humo del incendio. Uno de los curiosos era un hombre bajo y con joroba que llevaba una chaqueta del color del rapé. Su piel, curtida y oscura, asemejaba la encuadernación del libro que examinaba: las Odas de Horacio. Holdsworth lo observó con disimulo. Parecía un hombre respetable, quizá fuera un boticario o un profesional de otro oficio, pero también le había parecido respetable el hombre de la semana anterior con cara de párroco rural que se metió en el bolsillo un tratado de Longino en el instante en que Holdsworth se distrajo con otro cliente.

El hombre se rascó el cuello con la mano derecha, sus dedos deslizándose como pequeñas sanguijuelas bajo la innecesariamente gruesa bufanda. En cuanto percibió la mirada de Holdsworth, retiró la mano, hizo una pequeña reverencia y se acercó a él.

–¿Tengo el honor de dirigirme al señor Holdsworth? –inquirió con voz ronca, casi susurrando.

–Lo tiene.

A veces había antiguos clientes que reconocían a Holdsworth y charlaban con él un rato, bien impulsados por la curiosidad, bien por la lástima. Él siempre les daba conversación porque podían acabar comprando un libro. El orgullo era un lujo que no podía permitirse.

–Tenía la esperanza de que fuera usted.

La conversación fue interrumpida por un joven de mirada triste que adquirió un ejemplar del Serious Call de Law. El hombrecillo se hizo a un lado y se entretuvo hojeando las páginas de Horacio mientras Holdsworth cerraba la venta. En cuanto se marchó el cliente, levantó la vista del libro.

–He pasado por la tienda del señor Farmer –carraspeó haciendo una mueca de dolor–. Espero que no le moleste que me refiera a ella así.

–No hace más que decir la verdad, caballero. Ahora le pertenece.

–Sea como fuere, me dijo que quizá lo encontraría aquí.

–¿En qué puedo ayudarlo? ¿Busca algún libro en particular?

–No, señor Holdsworth. No busco un libro, lo busco a usted.

–Pues ya me ha encontrado. ¿Qué desea?

–Disculpe por no haberme presentado. Mi nombre es Cross, Lawrence Cross.

Ambos se saludaron con una inclinación de cabeza. Los clientes ya se habían marchado.

–Tengo algo que proponerle.

–Lo escucho.

–La calle no es buen sitio para hablar de ello. ¿Cuándo finaliza su jornada?

Holdsworth comprobó la posición del sol.

–Quizá dentro de media hora. Después tengo que llevar la carretilla a la tienda del señor Farmer.

El señor Cross se rascó otra vez el cuello.

–Eso me convendría. ¿Sería usted tan amable de reunirse conmigo en el café St. Paul? Digamos dentro de cuarenta minutos.

Holdsworth aceptó la invitación y el hombrecillo se alejó presuroso. Veinte minutos más tarde, entró en el patio tras la tienda para dejar la carretilla a buen recaudo durante la noche. Albergaba la esperanza de poder escabullirse sin ser visto, pero Ned Farmer salió disparado del establecimiento como una flecha y lo agarró del brazo.

–¡Qué incívico comportamiento, John! Marcharte así, sin una palabra –lo riñó al tiempo que le daba unas palmadas amistosas en el hombro–. ¿Adónde has ido esta mañana? Te has marchado nada más cantar el gallo.

–Me he levantado temprano. No podía dormir.

–¿Y adónde vas ahora con tanta prisa?

Holdsworth respondió que tenía una cita, pero le ocultó la verdadera razón de su premura. Lo cierto era que encontraba la conversación alborozada de Ned casi tan difícil de soportar como su bondad inagotable. Cuando estaba fuera de casa, lejos de su mujer, Ned daba rienda suelta a toda su simpatía y amabilidad, que a Holdsworth le resultaban mucho más insoportables de lo que jamás hubiera podido imaginar.

–Ha venido un hombre preguntando por tu paradero –comentó Ned, solícito–. Un tipo arrugado, como un macaco con neumonía. Le dije que quizás estarías en la esquina –agregó Ned mientras un fruncimiento se dibujaba en su amplia cara sonrosada–. Espero haber actuado bien.

–Desde luego.

–¿Significa eso que te ha encontrado?

–Lo veré más tarde. Ésa es mi cita.

–¡Te lo dije! A un hombre de tu reputación le tienen que llover las ofertas por los cuatro costados. Aguanta y todo se enderezará con el tiempo. –Ned se sonrojó hasta el granate–. ¡Maldita sea mi lengua! Es más larga que mi prudencia. Te pido disculpas. Está claro que sólo me refería al tema pecuniario.

Holdsworth sonrió.

–Todavía no sé lo que quiere ese hombre.

–Quizá quiera comprar algunos libros y busca asesoramiento.

–No tiene el aspecto de un hombre que pueda permitirse demasiados lujos.

–¡Bah! Los libros no son un lujo, son alimento para la mente.

* * *

A pesar de que Holdsworth llegó antes de la hora convenida, el señor Cross ya estaba sentado en una de las pequeñas mesas junto a la puerta.

–He pedido un poco de jerez –murmuró–. Confío en que le guste.

Holdsworth tomó asiento. Su interlocutor no parecía tener prisa alguna por explicarle el motivo de la reunión.

–Es usted un hombre alto y corpulento –observó. Me ha resultado fácil distinguirlo entre la multitud. Y es usted joven todavía.

–Pero no inexperto.

–No lo dudo.

Mientras esperaban el jerez, Cross parloteó del tiempo, de las calles atestadas de gente y del insoportable hedor del río. El camarero no tardó en volver. Holdsworth se alegró de ver que también traía un plato con galletas. El primer trago de jerez se deslizó caliente hasta su estómago para subir al instante en cálida ráfaga hasta el cerebro.

El señor Cross dejó la copa sobre la mesa y sacó del bolsillo una cajita de rapé hecha de cuerno. Dio unos golpecitos a la tapa, pero no la abrió.

–No debe de ser fácil para usted.

–Discúlpeme, pero no sé a qué se refiere, caballero.

–Quien debe disculparse soy yo. Sin ánimo de parecer impertinente, esta tarde lo he estado observando. Soporta usted su desgracia con gran dignidad.

Holdsworth inclinó la cabeza a modo de asentimiento mientras pensaba que el hombrecillo aventuraba mucho sin conocerlo apenas.