UNA RAZÓN PARA VIVIR




V.1: junio, 2018


Título original: Barely Breathing

© Rebecca Donovan, 2013

© de la traducción, Patricia Mata, 2018

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2018

Todos los derechos reservados.


Diseño de la serie Breathing: Estudio Nuria Zaragoza

Imagen de cubierta: martin-dm / iStockphoto

Corrección: Cristina Riera y Andrea Arroyo


Publicado por Oz Editorial

C/ Mallorca, 303, 2º 1ª

08037 Barcelona

info@ozeditorial.com

www.ozeditorial.com


ISBN: 978-84-16224-97-5

IBIC: YFM

Conversión a ebook: Taller de los Libros


Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.


UNA RAZÓN PARA VIVIR


Rebecca Donovan

Serie Breathing 2


Traducción de Patricia Mata

1




Para Elizabeth, una amiga llena de talento.

La búsqueda de palabras me condujo hasta ti,

en quien encontré una compañía perfecta

y una amistad preciosa.





Sobre la autora

3

Rebecca Donovan es una autora norteamericana de novelas New Adult. Estudió en la universidad de Missouri-Columbia y vive con su hijo en una tranquila ciudad de Massachusetts.

Rebecca se considera adicta a la música, le encanta ir a conciertos, es una viajera impulsiva y está dispuesta a probarlo todo al menos una vez en la vida.

La serie Breathing ha vendido más de un millón de ejemplares y ha estado en las listas de más vendidos del USA Today y del Wall Street Journal.

Una razón para vivir


Algunas heridas son eternas y solo el amor puede aliviarlas



El secreto de Emma Thomas ha salido a la luz. Tras sufrir maltratos físicos en casa de sus tíos durante años, la joven decide dejar atrás su terrible pasado gracias a la ayuda de su amiga Sara y el amor de Evan. Pero los recuerdos no dejan de atormentarla y Emma descubrirá que algunas heridas nunca se cierran del todo. 

Solo una persona conseguirá darle la tranquilidad que necesita: un joven solitario y misterioso que la entiende como nadie es capaz de hacerlo, ni siquiera Evan…



«Una serie desgarradora pero llena de esperanza que me ha cautivado de principio a fin.»

Colleen Hoover, autora best seller del New York Times


«Una lectura intensa, emocionante y maravillosa.»

Megan J. Smith, autora best seller del USA Today



Serie Breathing 2

CONTENIDOS

Página de créditos

Sinopsis de Una razón para vivir

Dedicatoria


1. Vuelve a intentarlo

2. Fuegos artificiales

3. Todavía me quieren

4. En «casa»

5. La gente cambia

6. Estilos de vida

7. Vida social

8. Intensidad

9. No está bien

10. Distracción

11. Mucho mejor

12. Que le den al Día de San Valentín

13. Una reacción exagerada

14. Bajo la superficie

15. Otra oportunidad

16. ¿Estás preparada?

17. Asustada

18. Hora de contar historias

19. Esperando a que llegue el viernes

20. No puede haber algo «normal»

21. Follones

22. Patas arriba

23. Límites

24. Feliz cumpleaños

25. Otra vez desde cero

26. Decepción

27. Límites desdibujados

28. Llevarlo al extremo

29. Consejo paternal

30. Un futuro inesperado

31. ¿Y si…?

32. En el bosque

33. Consecuencias

34. Confesiones

35. Todo el mundo sufre

36. Sin descansar

37. Introducirse en una pesadilla

38. Encubrimiento

39. Ayudarte a respirar

40. La pura verdad

41. Poder de sugestión

42. Algo a lo que aferrarse

43. Espontaneidad

44. Al final

Epílogo


Agradecimientos

Sobre la autora

Agradecimientos


Aunque que escribir es una aventura solitaria, publicar un libro no lo es. Hay mucha gente que juega un papel decisivo a lo largo de una tarea de tal magnitud; ya sea porque me brindan apoyo emocional y me regalan palabras de ánimo; o porque se van leyendo el libro y se asustan tanto al darse cuenta de que aún les queda mucho para el final que casi les da un ataque; o porque examinan cada oración y palabra hasta que están construidas a la perfección. Puede que yo produzca desde una isla pequeña, pero estoy rodeada de un vasto océano de amigos a quienes quiero y que me asombran con todo su esplendor.

Antes que nada, tengo que darle las gracias a mi ayudante, Elisabeth, por ser tan paciente y brillante. Ha sido la compañera perfecta y ha pulido mis palabras hasta que estas resplandecían con orgullo. Nos complementamos la una a la otra a la perfección, hasta el punto en que sus palabras se convierten en mías y las mías, suyas. Es la persona más buena que he tenido el placer de conocer.

A Faith, por ser la voz de la razón y estar siempre presente. Si alguna vez tengo dudas, siempre está ahí para aportar su punto de vista y su sinceridad, que valoro muchísimo. Seguiría sus consejos incluso aunque me llevaran por las calles más oscuras, porque sé que acabaré exactamente donde debo estar, sana y salva.

A Emily, por ser mi sol y mi calor cuando necesito que alguien me recuerde que en el mundo todo es maravilloso. También porque es la encargada de volverme a encarrilar en el camino correcto cuando me he desviado demasiado. Sé que nunca me voy a perder porque la tengo en mi vida.

A Courtney, mi amiga de ojos brillantes y sonrisa todavía más radiante, porque se le ocurren las frases más ingeniosas y siempre consigue que me pase días riendo. La actitud es la clave para llegar a cualquier lugar; con ella, conquistaremos el mundo.

A Amy, por ser brillante y humilde. Me emociona que haya puesto su granito de arena en nuestro equipo y que le haya dado a la historia ese toque extra que necesitaba para ser espectacular.

Al equipo fabuloso de Trident Media Group, por creer en mí, sobre todo a mi agente, la maravillosa Erica Silverman.

A Tim Ditlow, por aceptar mi voz, y a todo el equipo de edición de Amazon Publishing, por mejorarla.

Hubo unos pocos elegidos que leyeron Una razón para vivir en distintas etapas de su redacción; cuando aún estaba en pañales, y a lo largo de su evolución hasta estar casi listo para publicar. Pero también hubo muchos otros que me escucharon, me alabaron, me animaron y lo celebraron conmigo a lo largo de todo el proceso. ¡Muchas gracias a todos!

Y, por último, quiero dar las gracias a mis fans, que son realmente increíbles, y que me siguen con entusiasmo desde que publicamos Una razón para respirar. Vuestra pasión siempre me inspirará para crear palabras dignas de que las leáis.

Prólogo


Hace seis meses, estaba muerta. El corazón no me latía en el pecho. El aire no circulaba entre mis labios. Ya no quedaba nada y yo había muerto.

No es fácil reflexionar sobre el hecho de haber dejado de existir, por mucho que me esforzara a lo largo de estos años en pasar desapercibida. Por tanto, he decidido que no voy a pensar más en eso.

La psicóloga me pidió que describiera en este diario cómo me siento y lo que me pasa por la cabeza. Tras meses evitándolo, se me ha ocurrido que podría intentarlo solo una vez, y quizá así consiga descansar por fin. Lo dudo mucho, pero a estas alturas probaría lo que fuera con tal de dormir.

De verdad que no recuerdo nada de lo que había ocurrido aquella noche. A veces, en las pesadillas que tengo, entreveo momentos fugaces y siento pánico, pero ignoro los detalles. Y tampoco es que tenga intención de rellenar esas lagunas.

Me había despertado en la cama de un hospital, sin apenas poder hablar y con moretones oscuros en el cuello. Me habían vendado las muñecas, donde la piel me había quedado en carne viva; un cabestrillo reducía el movimiento del hombro que se me había dislocado y la escayola que me habían puesto tras la cirugía reparadora me ocultaba el tobillo. No sé qué había ocurrido para que hubiera terminado en ese estado. Lo único que ahora me importa es que sigo respirando.

La policía me había hecho preguntas. Los médicos me habían hecho preguntas. Y los abogados también me habían hecho preguntas. Sin embargo, cada vez que empezaban a perfilar los detalles, yo los interrumpía o me iba de la habitación. Evan y Sara me habían prometido que ellos tampoco lo mencionarían. No habían estado allí aquella noche, pero sí que habían presenciado todo el juicio, por corto que hubiera sido.

Carol…

Me cuesta hasta escribir su nombre. Se había declarado culpable, de modo que no tuve que verla. Ni tuve que testificar. Tampoco tuve que oír las declaraciones de los testigos. Habían citado a Sara y a Evan, pero fui incapaz de comparecer, por mucho que los abogados hubieran solicitado mi presencia.

Y George… Por lo poco que había oído, él estuvo allí aquella noche. Fue él quien había llamado a la ambulancia. No habían presentado cargos contra él. Yo les había suplicado que no lo hicieran, porque Leyla y Jack necesitaban a su padre. Y ahora… Ahora ni siquiera sé dónde están. Espero que recuerden lo mucho que No puedo, lo siento. Pensar en ellos es demasiado doloroso.

Sara y Evan no se han apartado de mi lado desde aquella noche. He intentado convencerlos de que estoy bien, pero solo con mirar las marcadas ojeras que tengo saben que no es verdad. En realidad, no quiero que me dejen sola.

Había salido en la prensa, pero como fue un juicio a puerta cerrada y el acta judicial está sellada porque soy menor (estoy segura de que el padre de Sara se había encargado de que así fuera), los periódicos no habían tenido mucho sobre lo que escribir.

Sin embargo, toda la ciudad se había enterado del intento de asesinato, de modo que ya os podéis imaginar cómo ha sido volver al instituto, o que la gente me vea por Weslyn: susurran, me señalan con el dedo, sus miradas me siguen a todas partes. Me he convertido en una especie de celebridad morbosa: soy la chica que sobrevivió a la muerte.

Incluso los profesores me tratan de un modo diferente, como si esperaran que en cualquier momento me fuera a desmoronar. Los que conformaron el pequeño grupo que me había interrogado aquel día se muestran especialmente cautelosos. Al fin y al cabo, su intromisión fue lo que había iniciado toda esta odisea. Ya habían llamado a la policía antes de hablar conmigo y luego llamaron a George cuando me fui corriendo del instituto.

Carol debió de enterarse de que habían llamado a George, o puede que alguien de algún organismo del Estado hubiese contactado con ella para investigar si las acusaciones eran ciertas. Ocurriera lo que ocurriese, Carol había sentido la necesidad de obligarme a desaparecer, a toda costa. Y para siempre. Pero no importa la razón que la había impulsado a hacerlo. Ahora ya no puede causarme ningún daño.

Siento mucho dolor. Eso no lo voy a negar, y menos cuando sé que nadie va a leer este diario. Es probable que nunca vuelva a tener el tobillo como antes, de modo que se convertirá en un recordatorio constante de lo mal que lo pasé. Me esforcé mucho en recuperarme y, a pesar de lo que me habían dicho los médicos, volví al campo de fútbol al cabo de cuatro meses. Al principio, lloraba en la ducha después de cada entrenamiento y cada partido: casi no podía soportar el dolor. Pero ahora apenas lo noto.

Ya no veo las cosas como antes. Tampoco me siento como antes. No sé cómo explicarles esto a Sara y a Evan. No sé si lo entenderían; no estoy segura ni de entenderlo yo.

Ella quería matarme.

Me repito una y otra vez que ya no está. Sigue en la cárcel, donde puede quedarse confinada para siempre, por lo que a mí respecta. Sin embargo, aún no me siento segura. Sobre todo por la noche, cuando cierro los ojos y me la encuentro allí, esperándome.

Tengo que irme de Weslyn. Necesito alejarme de las miradas, de las sombras que me acechan. Del dolor que me atenaza y me paraliza cuando menos me lo espero. Solo tengo que esperar seis meses, y no tendré que aguantarlo más. Empezaré de nuevo, y con las dos personas a las que más quiero en el mundo.

Sin embargo, mi vida es cualquier cosa menos previsible, y en seis meses aún pueden pasar muchas cosas. 

1. Vuelve a intentarlo


«Solo es una pesadilla». Reconocí ese pensamiento que intentaba rescatarme de las manos que me arrastraban hacia las profundidades más oscuras del agua. Pero el pánico que sentía acalló la razón y pegué una patada tan fuerte como pude. «Solo es una pesadilla», oí que me decía mi propia voz, que intentaba hacerme despertar.

Bajé la vista hacia el agua turbia, me ardían los pulmones por no poder respirar. Las manos se habían convertido en unas garras largas y afiladas y, al dar la patada, una me perforó el tobillo, de modo que me mantenía anclada debajo del agua. Una nube fluida me rodeó cuando la sangre empezó a manar entre las uñas que tenía clavadas. Forcejeé para zafarme de la garra, pero solo conseguí que penetrara aún más en la carne. Grité de dolor y el aire ascendió en forma de burbujas. Estaba a punto de aspirar agua y morir cuando sentí el peso de algo sobre la cara.

Había dejado de parecer una pesadilla.

Me incorporé de golpe en la cama con un grito ahogado, lo que hizo que un cojín se me cayera de la cabeza. Desorientada y jadeando, examiné la habitación. Sara estaba de pie al lado de su cama, paralizada, con los ojos y la boca abiertos de par en par.

—Lo siento mucho —murmuró—. Me había parecido que decías algo. Creía que estabas despierta.

—Y estoy despierta —dije, con una rápida exhalación. Respiré hondo para atajar el pánico.

Sara seguía atónita, incluso después de haberme recuperado.

—No tendría que haberte lanzado ese cojín a la cara. Lo siento mucho.

Frunció el ceño, se sentía culpable.

—Pero ¿qué dices? —pregunté, pasando por alto su disculpa—. Solo ha sido una pesadilla, estoy bien. —Volví a respirar hondo para intentar controlar el temblor que me delataba y me tapé con el edredón. Se me pegó a la piel, completamente cubierta en sudor.

—Buenos días, Sara —dije, aparentando tanta normalidad como pude.

—Buenos días, Emma —respondió ella al cabo de un rato, después de verse obligada a salir de su estupor cargado de remordimientos. Y solo con eso, había conseguido que dejara el tema, gracias a Dios—. Voy a ducharme, tenemos que darnos prisa. Nos vamos dentro de una hora.

Cogió sus cosas y desapareció.

Había intentado mentalizarme para ese día durante más de un mes. No había servido de nada. Solo con pensarlo, ya me daba un ataque. Y, finalmente, había llegado el momento.

Me desplomé de espaldas sobre la cama y me quedé mirando la claraboya que había en el techo; aquella mañana, el sol se escondía detrás de la nieve, de un blanco resplandeciente.

Contemplé el dormitorio, una habitación que no tenía ningún vínculo real conmigo: un enorme televisor de pantalla plana colgaba de la pared y en la esquina se alzaba un tocador con un montón de maquillaje bien colocado, que Sara me había puesto demasiadas veces. El espejo tenía enganchadas fotos de amigos riendo y las paredes estaban decoradas con cuadros de colores vivos. No había nada que recordara la vida que yo había tenido antes de llegar allí. Ese era el lugar en que me había escondido, donde me había resguardado de las opiniones del resto, los susurros y las miradas.

¿Por qué estaba allí? En el fondo, ya lo sabía. Si de mí dependiera, me quedaría allí para siempre. Tampoco es que tuviera otro sitio donde ir, y los McKinley nunca me iban a echar. Ellos eran la única familia que tenía y siempre les estaría agradecida. Pero, en realidad, eso no era del todo cierto. No eran la única familia que tenía.

De ahí que, cuando el teléfono sonó mientras Sara estaba en la ducha, hiciera acopio de valor, me llevara el teléfono a la oreja y contestara:

—Hola.

—¡Anda, lo has cogido! —exclamó mi madre, sorprendida—. Me alegro de poder hablar contigo por fin. ¿Cómo estás?

—Estoy bien —respondí. El corazón me martilleaba en el pecho—. Esto… ¿Tienes planes para esta noche?

—Sí, voy a la fiesta de unos amigos. —me informó. Sonaba tan incómoda como yo me sentía—. Oye, tenía la esperanza de que pudiéramos intentar…, no sé… Quiero decir… ahora prácticamente vivo en Weslyn, así que si algún día decides que quieres…

—Sí, claro —solté, antes de llegar a perder los nervios—. Me mudaré contigo.

—Ostras, vaya, qué bien —replicó, con un entusiasmo tenso—. ¿De verdad?

—Por supuesto —le aseguré, intentando parecer sincera—. A ver, pronto me iré a la universidad, así que es mejor que intentemos recuperar la relación ahora, antes de que me vaya a la otra punta del país, ¿no?

Se quedó callada, probablemente intentaba digerir el hecho de que me acabara de autoinvitar a vivir con ella.

—Mmm… claro, tienes razón. ¿Y cuándo crees que podrías mudarte?

—Bueno, como vuelvo al instituto el lunes, ¿qué te parece el domingo?

—¿Te refieres a este mismo domingo? O sea, ¿de aquí a tres días?

No intentó disimular el pánico que impregnaba su voz. El corazón me dio un vuelco: ella no estaba preparada para que volviéramos a vivir juntas, ¿verdad?

—¿Te va bien? Bueno, no necesito nada, solo una cama, o un sofá, si no. Pero si es demasiado… Lo siento, no tendría que haber…

—No, no, me va perfecto. —Se le trababa la lengua—. Tengo tiempo para prepararte la habitación, así que… tranquila, no hay ningún problema. El domingo, entonces. Vivo en la calle Decatur. Te mandaré un mensaje con la dirección exacta.

—De acuerdo. Pues nos vemos el domingo.

—Sí, ajá —replicó mi madre, con la voz aún teñida de impresión—. Feliz Año Nuevo, Emily.

—Igualmente —le deseé, antes de colgar el teléfono.

Alcé la mirada al techo. «¿Qué acababa de hacer? ¿En qué estaba pensando?».

Cogí las cosas y me crucé con Sara de camino al baño, mientras intentaba controlar el terror creciente que empezaba a brotar. Sin embargo, cuando salí del lavabo, ya me había hecho a la idea. Era lo correcto.

—Tengo que deciros algo —empecé, después de sentarme en el taburete al lado de Sara mientras su madre, Anna, se servía café en una taza—. He hablado con mi madre esta mañana…

—Ya era hora —me interrumpió Sara—. Solo has estado ignorándola unos seis meses.

—¿Y qué quería? —preguntó Anna, de manera alentadora, ignorando a su hija.

—Pues… me voy a mudar con ella este domingo.

Contuve la respiración y observé cómo recibían la noticia.

La cuchara de Sara resonó al chocar con el cuenco de cereales, pero ella no abrió la boca.

—¿Por qué has decidido que esa es la mejor opción? —preguntó Anna, con calma, y desvió la atención del silencio reprobatorio de mi amiga.

—Es mi madre. —Me encogí de hombros y aclaré—: Pronto me iré a la universidad, y no creo que tenga otra oportunidad para arreglar nuestra relación. En realidad, no he sido justa con ella, y hace tiempo que ella intenta retomar el contacto, así que he pensado que esta sería la mejor manera de hacerlo.

Anna asintió mientras reflexionaba sobre mi explicación. Sara se levantó y se dirigió, decidida, hacia el fregadero para dejar el cuenco. Seguía sin mirarme a la cara.

—Bueno, tendré que hablarlo con Carl, porque somos tus tutores hasta que cumplas los dieciocho. Y me gustaría conocerla antes de tomar una decisión, ¿de acuerdo?

Asentí. No me esperaba esa respuesta. No estaba acostumbrada a tener unos padres que se preocuparan por mí de verdad, de modo que no sabía qué decir.

—Entiendo por qué quieres intentarlo —me aseguró, con una sonrisa tenue—, solo tenemos que hablarlo antes, eso es todo.

—Gracias —dije, y le devolví la sonrisa—. Para mí es importante recuperar la relación con mi madre.

Sara subió las escaleras hecha una furia, sin decir nada. Suspiré y la seguí.

—Venga, va, suéltalo —le pedí sin rodeos a Sara, que estaba preparando la mochila de mala manera porque pasaríamos la noche fuera de casa.

—No tengo nada que decir —replicó ella.

Pero, en realidad, sí tenía algo que decir; solo tuve que esperar tres horas de trayecto en coche hasta el hotel y un día entero preparándonos para que lo admitiera.


***


Cuando volvimos al hotel, después de pasarnos el día dejando que nos prepararan y arreglaran de pies a cabeza, ya estaba agotada, y aún no había empezado la velada. O quizá lo que me ocurría era que la decisión improvisada de irme a vivir con mi madre me consumía la energía. Fuera lo que fuera, lo estaba pasando mal porque no tenía ganas de hacer nada de lo que teníamos planeado esa noche.

—No entiendo por qué te vas a vivir con ella —me reprendió Sara, de sopetón, mientras me pasaba el pincel por los párpados—. ¿No podríais haber empezado, no sé, hablando, a lo mejor? Es que no me parece buena idea. Fue ella la que te abandonó, Em. ¿Por qué quieres volver a estar con ella?

—Sara, por favor —le imploré, en voz baja—. Lo necesito. Sé que a ti te parece una locura, pero para mí es importante. Además, no me vas a perder ni nada por el estilo. Y si al final resulta que es una experiencia horrible, volveré a vivir contigo. Pero tengo la sensación de que debo darle otra oportunidad.

Sara suspiró dramáticamente.

—Sigo creyendo que no es buena idea, pero… —Hizo una pausa—. Eres una de las personas más tozudas que conozco y sé que, si eso es lo que quieres, no podré convencerte de que cambies de opinión. Esto…ya puedes abrir los ojos.

Hice lo que me decía y parpadeé; notaba el rímel pegado a las pestañas.

Sara reflexionó y, al final, supe que se daba por vencida cuando puso los ojos en blanco. Continuó:

—De acuerdo, vete a vivir con ella. Pero más vale que no haga ninguna estupidez, como cuando te dejó con la psicópata.

Sonreí. Me encantaba la actitud protectora de Sara.

—Gracias. Esto… ¿qué tal estoy?

—Alucinante, por supuesto —se regodeó, mientras contemplaba su obra maestra: yo—. Voy a ponerme el vestido y ya estaremos listas para encontrarnos con los chicos en el vestíbulo.

Cogí la nota que nos había estado esperando cuando volvimos al hotel y con el pulgar acaricié esa letra tan elegante.


Queridas Emily y Sara:


Estoy muy contenta de que hayáis llegado bien y espero que disfrutéis pasando la tarde juntas. Me hace mucha ilusión veros esta noche en la cena. El coche os pasará a buscar, y también a Evan y a Jared, a las 18.45, porque tenemos la reserva a las 19.00.

¡Estoy segurísima de que os encantará todo lo que haremos esta noche!


Atentamente,

Vivian Mathews


—Espero no hacerle pasar vergüenza —alcé la voz para que Sara me oyera a través de la puerta del lavabo.

—Cálmate, no te pongas nerviosa —respondió ella—. Para Vivian es importante que vayas. ¡Si hasta convenció a Jared de que me invitara para que yo también pudiera acompañarte!

Sonreí, sabía que Jared no necesitaba que lo convencieran.

—Bueno, ¿qué te parece? No me has dicho nada de lo guapa que estás.

—Ah, pues…

Me puse delante del espejo de cuerpo entero y lo que vi me arrancó una sonrisa. El reflejo conservaba un leve parecido con la chica que prefería llevar vaqueros y una coleta, con la que aún no dominaba el arte de maquillarse sola. Los ojos almendrados le refulgían bajo una capa de rosa centelleante, enmarcados por unas pestañas negras. Tenía las mejillas ruborizadas y los labios carnosos, pintados con brillo de labios, me devolvían la sonrisa.

Me giré hacia un lado, y las capas de chifón ondearon con el movimiento. Con el dedo, recorrí el dibujo que hacía el bordado rosa pálido del corpiño ceñido de color champán. Sara había elegido una cinta del mismo tono de rosa que había trenzado con mi propio pelo, de modo que parecía que llevaba una diadema. Me había ondulado el resto del cabello y me lo había recogido con mucho arte a la altura de la nuca. Agarré el complemento que me faltaba y me lo puse en el cuello. Acaricié el diamante brillante con las yemas de los dedos, como había hecho el día que él me lo había regalado.

Cuando Sara salió del lavabo, me volví hacia la puerta, con una expresión radiante y dispuesta a agradecerle el cambio de imagen que me había hecho, pero, al verla, me quedé sin palabras. El vestido azul zafiro que llevaba le acariciaba el cuerpo y rozaba sus curvas con un centelleo ondulante. Los rizos rojos le caían en cascada sobre el hombro derecho. Parecía una diosa.

—Pobre Jared, la que le espera —dije, boquiabierta—. Sara, estás preciosa.

No sé por qué me había impresionado tanto. Con razón ella era la chica más deseada del instituto, pero supongo que yo casi nunca era consciente de ello. Para mí, solo era mi amiga Sara. Pero al verla así, era evidente que tenía una figura de modelo y una belleza helénica.

Sara sonrió con picardía y exhibió los dientes blancos y perfectos que escondía tras unos labios rojos y brillantes.

—Uy, sí, pobre.

—Sara, por favor, no me digas que te vas a acostar con él —le supliqué.

—Tranquila, no tengo intención de hacerlo —dijo, poniendo los ojos en blanco—. Pero eso no significa que no podamos divertirnos.

El teléfono emitió un pitido que me distrajo: había recibido un mensaje. «He hablado con Carl y hemos llamado a Rachel. Es un encanto, ella también quiere que te mudes. Hemos quedado para conocerla el sábado, pero creo que todo irá bien y podremos hacer la mudanza el domingo».

Sara me dio la chaqueta y una bolsa en la que había un regalo para Evan.

—Tus padres me dejan que me vaya a vivir con ella —anuncié.

—Bueno, entonces supongo que ya es oficial —respondió, mientras sujetaba la puerta abierta para que la siguiera.

—Supongo que sí. —El estómago se me encogió al asimilarlo.

Doblamos la esquina y llegamos al vestíbulo, y al ver la espalda de su americana negra hecha a medida, creí que las rodillas me iban a ceder. Recorrí su espalda con la mirada hasta llegar al pelo castaño, que solía estar siempre despeinado, pero esa noche lo llevaba hacia un lado, lo que le confería un aspecto distinguido. Estaba absorto en la conversación que mantenía con su hermano y no se había dado cuenta de que nos habíamos acercado.

Evan dejó la frase a medias al ver que Jared abría la boca de par en par. Por la cara que había puesto Jared mientras Sara se le acercaba con aire despreocupado, estaba claro que esa noche lo iba a pasar mal, pobre.

No me sentía las piernas cuando Evan se dio la vuelta. Se me paró el corazón cuando me encontré con sus ojos de color azul acerado y, cuando esbozó esa sonrisa perfecta, me ruboricé. Solo hacía dos semanas que no lo veía, porque se había ido a esquiar, pero, por algún motivo, me daba la sensación de que volvía a verlo por primera vez.

—Hola —susurré.

Él dio un paso hacia delante para cogerme de la mano. Desde que nuestras miradas se habían encontrado, no habíamos apartado la vista ni un segundo.

—Hola —respondió, sonriendo todavía. Inclinó la cabeza para besarme, pero Sara nos interrumpió:

—Nos tenemos que ir o llegaremos tarde.

—Cierto —respondió Evan, y nos devolvió a la realidad de golpe, a un vestíbulo lleno de gente vestida de gala que iba y venía y que, seguramente, se dirigían a la misma celebración que nosotros. Evan me ayudó a colocarme la chaqueta, me puse los guantes de piel para resguardarme del frío de enero y volví a cogerle la mano.

—¿Qué es eso? —preguntó Evan, señalando la bolsa.

—Una sorpresa —respondí, sonriendo. Hacía tantos días que quería dársela, que ya no aguantaba más.

—Yo también tengo una —dijo con una sonrisita de suficiencia mientras me abría la puerta.

—¿Una qué?

—Una sorpresa para ti —especificó, ensanchando la sonrisa, lo que hizo que mi rubor se acentuara.

Me agaché para entrar en la limusina y me senté al lado de Sara, que se había acomodado enfrente de Jared. Evan se vio obligado a sentarse al lado de su hermano, de modo que tuvo que soltarme la mano. Alcé la vista e intercambiamos una mirada que lo decía todo: «yo también quería sentarme a tu lado».

La limusina llegó a una entrada para coches con forma circular adoquinada y el conductor se bajó para abrirnos la puerta. El restaurante se asemejaba más a una mansión que a un establecimiento para comer, ya que la parte superior estaba llena de aleros y había ventanas iluminadas en todas las plantas.

Nos condujeron a un patio reservado que habían acristalado durante la temporada de invierno y que ofrecía una vista espectacular del océano, encrespado y negro.

—¡Estupendo! Ya habéis llegado —nos recibió Vivian con alegría y los brazos abiertos. Cuando sus hijos se inclinaron para darle un beso en la mejilla, ella los agarró por los hombros. Y después de que ellos nos hubieron ayudado a sacarnos las chaquetas, Vivian admiró cómo íbamos Sara y yo:

—Bellísimas —proclamó, y nos envolvió a cada una en uno de sus típicos abrazos, que siempre iban acompañados de un beso que apenas rozaba la mejilla—. Venid, sentaos.

Stuart ni se inmutó. Ni siquiera nos había echado un vistazo desde que habíamos llegado, y mantuvo la mirada fija en el vasto océano, mientras sujetaba un vaso lleno de un licor de color caramelo y hielo.

Como Vivian insistió, tomamos asiento. Me aseguré de sentarme al lado de Evan en una mesa rectangular; Jared y Sara se colocaron delante de nosotros, y Vivian y Stuart, uno en cada punta. Evan me estrechó la mano por debajo del mantel y me tranquilicé al instante.

Entonces, empezamos la típica conversación sobre trivialidades que se hace por educación. Intenté no participar, a no ser que se dirigieran a mí, y, como no podía ser de otro modo, cada vez que me hicieron una pregunta o un comentario, me pillaron con la boca llena o bebiendo. Sara apretaba los labios con fuerza para evitar que se le escapara la risa, lo que me hacía sentir todavía más incómoda y avergonzada.

Tras sobrevivir esa cena tan estresante, me excusé para ir al baño y quedé con Evan en que nos encontraríamos en el vestíbulo.

Me costó trabajo sujetarme bien arriba las capas de chifón para evitar que cayeran dentro de la taza del váter.

Estaba delante de la puerta del lavabo, alisándome el vestido, cuando oí:

—No quiero volver a hablar del tema.

Me quedé quieta. No sabía si debía doblar la esquina o esperar a que acabaran. Agradecí no haberme acercado al oír la respuesta:

—Ella no es tu futuro, Evan. Ya va siendo hora de que te des cuenta. No voy a dejar que desperdicies la oportunidad de entrar en Yale e irte a la otra punta para seguir a una chica, especialmente a esta.

—No puedes decidir por mí, papá. —Evan se mordió la lengua—. Tampoco esperaba que tú fueras a entenderlo.

—Stuart, ¿qué estáis haciendo? —los llamó Vivian, desde lejos—. Vamos a llegar tarde.

Seguí sin moverme, desplomada contra la pared del baño, con el corazón martilleándome el pecho con fuerza. Los pensamientos se me agolpaban en la cabeza. ¿A qué venía eso? Ya me había dado cuenta de que Stuart había mantenido una actitud retraída durante toda la cena, pero no tenía ni idea de que fuera porque yo no le gustaba. Cuando asimilé la desaprobación de Stuart, me empezó a temblar el labio.

Me lo mordí y respiré hondo para serenarme; luego, doblé la esquina y forcé una sonrisa al ver a Evan, que me esperaba con mi chaqueta en el brazo.

—¿Estás bien? —preguntó, mientras analizaba mi expresión.

Ensanché la sonrisa y asentí. Metí los brazos por las mangas de la chaqueta dándole la espalda a Evan, por miedo a que se percatara de la verdad. Evan sujetó la puerta y dejó que yo encabezara el camino hasta la limusina. Sara y Jared estaban delante de nosotros, absortos en una discusión sobre quién creían que era el mejor guitarrista. Evan me cogió la mano.

—¿Estás temblando?

—Hace frío —mentí. Me entraron ganas de poner los ojos en blanco al oír esa respuesta automática, pero me contuve a tiempo.

Evan me pasó un brazo por encima de los hombros para ayudarme a entrar en calor. Intenté calmarme acurrucándome contra su cuerpo.

—Madre mía. —Sara admiró la mansión iluminada mientras la limusina avanzaba poco a poco detrás de las otras.

Se me hizo un nudo en el estómago de lo nerviosa que me puse. Me sentía como si encabezara la cola para subirme a una montaña rusa extremadamente peligrosa.

—Solo son personas —me aseguró Evan. Se había dado cuenta de que estaba conteniendo la respiración. Espiré, intentando relajar los hombros mientras lo hacía, y le apreté la mano.

Solo eran personas, pero lucían joyas de todos los colores, se movían con elegancia, enfundadas en esmóquines hechos a medida, y se dedicaban a juzgar al resto y a hacer comentarios maliciosos. Nos abrimos paso entre cuerpos cubiertos de brillantes que centelleaban bajo la luz de las velas. Las voces se arremolinaban a nuestro alrededor con la misma cadencia que el suave jazz que tocaba la banda en el salón de baile.

Mirara hacia donde mirara, solo veía brillo.

—Señora Mathews, es increíble —dijo Sara, embobada—. Nunca había visto algo tan bonito.

—No sé si mis hijos estarán de acuerdo con eso —respondió Vivian, esbozando una sonrisa deslumbrante.

Noté cómo se me encendían las mejillas cuando Evan me estrechó la mano con fuerza.

—Ha resultado ser todavía más espectacular de lo que me imaginaba. Me hace muy feliz que estéis todos aquí hoy, conmigo. Tengo que ir a saludar a unos cuantos invitados más, pero luego espero al menos un baile, Evan. —Se le alzaron las comisuras de la boca cuando sus ojos se encontraron con los de su hijo y se alejó con pasos majestuosos, mientras el vestido de color marfil antiguo flotaba su alrededor. Vivian era la viva imagen de la sofisticación, y más con el pelo rubio recogido en un moño francés. Yo admiraba lo serena que se mostraba siempre, incluso en un entorno que para mí era completamente abrumador.

—¿A qué se refería? —preguntó Sara, dirigiéndose a Evan—. ¿Es que eres bailarín profesional y no nos lo habías dicho, o qué?

Jared se rio, y Evan le lanzó una mirada de advertencia.

—Evan es la pareja de baile de mamá. Mi padre se niega a bailar y como yo suspendí las clases…

—¿Fuiste clases de baile? —lo interrumpió Sara, entre carcajadas.

—Sí —admitió Evan, al fin—. A mi madre le encanta bailar y, al parecer, soy el único que le puede seguir el ritmo sin pisarle los pies.

Al decir esto miró a Jared, que le hizo muecas, burlándose con desdén.

—Me muero de ganas de verlo —añadió Sara, con una sonrisa traviesa.

Encontramos un juego de divanes en una esquina, alejados de tanta conversación sofocante, y nos enfrascamos en una charla sobre el viaje que los dos hermanos habían hecho a Francia para ir a esquiar.

—Ay, Em, ¿se lo has dicho ya a Evan? —saltó Sara, de repente.

Por un momento, tuve miedo de que acabara de arruinar la sorpresa que me había esmerado en envolver en una caja y que llevaba en la bolsa.

—No —dije, despacio. Pero luego recordé a qué se refería y mientras asentía con un ligero gesto de cabeza, añadí—: Ah, me voy a mudar a casa de mi madre este fin de semana —declaré, como quien no quiere la cosa; como si los informara de que me iba a comprar un par de zapatos nuevos.

Jared no tenía ni idea de por qué era un anuncio importante, pero Evan entrecerró los ojos y preguntó:

—¿Que qué?

—Tu madre te busca —nos interrumpió Stuart, detrás de nosotros.

Evan se dio la vuelta y vio que Vivian buscaba con la mirada entre la gente. Cuando lo localizó, levantó la mano.

—Ahora vuelvo —dijo Evan, antes de levantarse para acompañar a su madre a la pista de baile.

Me volví hacia Sara, pero ella y Jared ya se abrían paso entre la multitud para no perderse el espectáculo, así que me quedé sola con Stuart. Como creía que no podía irme sin parecer una maleducada, intenté pensar en algo inteligente que decir, pero acabé comentando:

—Qué fiesta tan alucinante, ¿no?

Me miró detenidamente, como si hubiera dicho algo en otro idioma, negó con la cabeza y se fue.

«Pues muy bien» articulé, sin emitir ningún sonido, mientras echaba un vistazo en derredor, para descubrir si alguien había sido testigo de esa humillación. Avancé como pude entre la multitud, a ratos a empellones, mientras cruzaba el salón. La pista de baile estaba llena de parejas, pero entre ellas había una que destacaba. Se movían como si flotaran, con facilidad y elegancia, al ritmo tranquilo de la canción de Sinatra que interpretaba un cantante larguirucho.

—Madre mía —exclamó Sara, a mi lado, con una copa de champán en la mano—, sí que saben bailar, sí.

Abrí la boca de asombro cuando vi cómo Evan llevaba a Vivian: se erguían con una postura perfecta y él le acunaba la mano en la suya. A ella le brillaban los ojos mientras giraban por la pista de baile y movían los pies al unísono.

—Ya os lo había dicho —comentó Jared—. Son tan buenos que impresiona, ¿verdad?

—Muchísimo —coincidí, mientras reflexionaba en que aún había muchas cosas que desconocía de Evan.

La canción acabó y la multitud los ovacionó. Evan parecía incómodo, pero Vivian sonreía, radiante. En ese mismo momento, una mujer con el pelo blanco y corto que llevaba un vestido negro de manga larga se acercó al micrófono. Stuart se acercó a Vivian mientras Evan nos localizaba y venía a nuestro encuentro, al otro lado de la pista de baile.

«Guau», articulé para que me leyera los labios cuando me pasó el brazo por la cintura. Él se encogió de hombros, avergonzado, y dirigió su atención a la mujer, que ya había empezado a hablar.

Estaba enumerando lo mucho que Vivian había conseguido con su labor filantrópica a lo largo de los años, reconocía su éxito y agradecía su dedicación a cada causa y organización. Vivian no solo había donado su tiempo, sino también su pasión. Escuché con atención, completamente anonadada al conocer todo lo que había hecho Vivian. La presentación terminó con un aplauso atronador mientras la mujer de pelo blanco entregaba un premio de cristal a Vivian y le daba un beso en la mejilla.

La música se reanudó y fuimos a reunirnos con Vivian, igual que el resto de los invitados, que la felicitaban con cariño. Evan abrazó a su madre, luego Jared hizo lo propio y Sara los imitó. Cuando la rodeé con los brazos, ella me estrechó con más fuerza que nunca; fue el abrazo más largo que me había dado hasta entonces. Vivian me susurró al oído:

—Me alegro tanto de que sigas aquí con nosotros…

Se me saltaron las lágrimas cuando entendí a qué se refería. Me soltó y la arrastraron en otra dirección mientras la cubrían de alabanzas.

Evan me tomó de la mano y me sacó del gentío. Yo seguía sumida en aquel instante que su madre me había regalado y aún me daba vueltas la cabeza de la emoción.

—¿Por qué no nos vamos? —me propuso Evan al oído.

—¿Qué? ¿Ya quieres irte?

Analicé su expresión, desconcertada.

—Sí. Quiero enseñarte algo.

—Vale —accedí, todavía muy confundida.

Fuimos a buscar los abrigos, y Evan me guio hacia el exterior sin despedirse de nadie.

2. Fuegos artificiales


Evan me condujo a través del camino de entrada, lleno de limusinas y coches de lujo aparcados uno detrás de otro. Cuando llegamos al aparcamiento, reconocí su BMW.

—¿Qué hace aquí tu coche? —pregunté con recelo.

—Lo he traído antes —respondió, con una sonrisa pícara. Entonces me di cuenta de que eso formaba parte del plan, era la «sorpresa» que había mencionado antes, mientras salíamos del hotel.

Abrió la puerta del copiloto y sacó una mochila, de la cual extrajo unas zapatillas de deporte. Lo observé, inquieta, ya que se suponía que esos zapatos estaban en casa de Sara, y eso significaba que Sara también estaba en el ajo.

—Me pareció que te serían más cómodas que los zapatos de tacón —se explicó, mientras tiraba los zapatos de vestir negros que llevaba al suelo del coche.

También se quitó la americana y la corbata y se ató los cordones de sus deportivas. Me senté en el asiento del copiloto y también me cambié los zapatos.

En otras ocasiones, ya había intentado descubrir lo que tenía planeado, pero nunca lo había conseguido; así que sabía que lo mejor era seguirle la corriente sin hacer demasiadas preguntas (a menos que nos llevara al borde de un precipicio y me pidiera que saltara. En ese caso, sí que le diría algo).

Evan me volvió a coger de la mano, nos alejamos del coche y seguimos caminando por la calle adoquinada, flanqueada por farolas. Notaba cómo mi hombro rozaba su cuerpo a cada paso, y un aire frío se arremolinaba a nuestro alrededor. El cielo estaba despejado, de modo que la luz de la luna nos iluminaba como si fuera un foco.

No habíamos avanzado demasiado cuando Evan me guio a través de dos arbustos que delimitaban la propiedad que lindaba con el camino.

—Evan, ¿adónde me llevas? —le pregunté, asustada. Me daba miedo que estuviéramos entrando en una propiedad sin autorización y nos pillaran.

—Tranquila. No están en casa —me garantizó. Nuestros pies crujían al caminar sobre una capa brillante de nieve virgen.

Alcé la mirada y descubrí que ante nosotros se alzaba una mansión muy alta, con un tejado lleno de aristas espectaculares. No había luz en ninguna ventana.

—Ya, pero seguro que tienen un sistema de alarma o algo por el estilo —argüí, mientras echaba un vistazo a nuestro alrededor, nerviosa, esperando que en cualquier momento aparecieran las luces intermitentes.

Reanudé la marcha tras él, tambaleándome, porque el suelo se hundía a cada zancada. Me vi obligada a levantarme el vestido para no tropezar en la nieve, que me llegaba hasta los tobillos.

—Deja de preocuparte —se rio, y me agarró del codo para ayudarme—. Mi madre conoce a la familia que vive aquí, incluso estaban invitados a la gala de esta noche, pero están en Brasil. Yo mismo hablé con ellos y les conté lo que quería hacer. Me dijeron que no les importa en absoluto. Además, no nos vamos a colar en su casa.

—¿Seguro? —le pregunté, todavía recelosa.

—Seguro —afirmó, esbozando de nuevo una sonrisa—. Confía en mí.

Caminamos al amparo de la larga sombra de la mansión hasta llegar a la terraza que había en la parte de atrás del edificio. Me detuve en seco al advertir una luz que titilaba.

—Me ha parecido que decías que no había nadie.

Evan se volvió a reír, le hacía gracia ver lo nerviosa y asustada que estaba.

—No hay nadie. La hoguera es para nosotros. Le he pagado un extra al conductor de la limusina para que viniera a encenderla y trajera nuestras cosas aquí antes de que llegáramos.

—Ah.

El lugar era precioso: había dos sillas bajas de madera, con reposabrazos y respaldo, perfectas para disfrutar del paisaje; estaban orientadas hacia la pequeña hoguera, que quemaba en un hogar abierto en el suelo de piedra de la terraza, protegida bajo un saliente. Sobre la pequeña mesa arrinconada a un lado, descansaban un altavoz portátil Bose y mi regalo.

—Oh, qué bonito —observé, regalándole una sonrisa de oreja a oreja.

Nos acercamos al fuego que crepitaba y nos quedamos allí, de pie, para absorber el calor que desprendía. Evan se colocó detrás de mí y me rodeó la cintura con los brazos para estrecharme en un abrazo. Me volví y, cuando lo tuve de frente, le susurré con una sonrisa ridícula en los labios:

—Te he echado de menos.

—Yo a ti también. —Evan se inclinó hacia mí.

Noté que tenía la nariz fría cuando, al besarme, me rozó la mejilla, pero su aliento me calentó todo el cuerpo. Presionó sus labios sobre los míos con delicadeza y alargó el beso lo bastante como para dejarme sin respiración, justo antes de apartarse. Mantuve los ojos cerrados, disfrutando todavía de ese cosquilleo en los labios.

—Me alegro de que hayas venido esta noche —dijo, a tan solo unos centímetros de mi cara—. Sé que para ti es difícil, pero a mi madre la ha hecho muy feliz.

—Yo también me alegro de haber venido. No me hubiera gustado no enterarme de todo lo que han dicho de Vivian. Tu madre es impresionante; no tenía ni idea.

Evan se volvió a inclinar y me besó mientras me acariciaba la mejilla.

—¿Quieres darme tu regalo? —me pidió al separarse.

Se me curvaron los labios hacia arriba, pero se me congeló la sonrisa. Vi un destello de confusión en su gesto. Continuó:

—¿No quieres?

Yo no dejaba de oír el eco de la desaprobación de Stuart Mathews, y ya no estaba segura de que me hiciera ilusión darle el regalo.

—¿Y si nos esperamos? —propuse con torpeza.

—Esto… No. —respondió, con el ceño fruncido. Agarró una pequeña caja rectangular que había sobre la mesa—. Pero si te hace sentir mejor, podrías abrir el tuyo primero.

Me lo ofreció y yo lo cogí, nerviosa.

—Venga, ábrelo —me animó, impaciente.

Rompí el papel plateado y descubrí una caja larga y rectangular que parecía cara. Aguanté la respiración mientras la abría. Le dediqué una sonrisa radiante mientras sacaba las dos entradas para un concierto.

—¡Evan! —dije mientras saltaba para rodearle el cuello con los brazos—. ¡Qué guay! Es perfecto. Muchas gracias.

—De nada —respondió al devolverme el abrazo—. Quería ser quien te acompañara a tu primer concierto.

—¿Cuándo es? —Inspeccioné el papel, buscando la fecha—. A finales de mes. Perfecto, así no tendré que esperar mucho.

—Estuve a punto de comprar otra entrada para Sara, porque sé que le encanta este grupo, pero al final decidí que era algo que quería que hiciéramos solos, tú y yo.

Me reí, porque ya me estaba imaginando a Sara refunfuñando cuando le enseñara las entradas. Sabía que se moría de ganas de ir, pero cuando quiso comprarlas, ya se habían agotado.

Volví a meter las entradas en la caja y la guardé en el bolsillo interior del abrigo. Evan me estaba observando, expectante. Apreté los labios, resistiéndome a la necesidad de inventarme una excusa para no darle el regalo: sabía que tenía que hacerlo.

—Bueno, espero que te guste —dije, mientras sacaba de la bolsa la caja envuelta en papel verde brillante y se la daba. Contuve el aliento mientras él rompía el papel. Quitó la tapa de la caja y, después de observar lo que había dentro, levantó la mirada hacia mí y la dirigió de nuevo al interior de la caja.

—Esto significa que… —Se le iluminaron los ojos y los labios se le estiraron en una sonrisa radiante. Dejó la caja en una silla.

A pesar de mis dudas, no pude evitar devolverle la sonrisa: su entusiasmo era contagioso.

—¡Te han aceptado! —Me rodeó la cintura con los brazos y me alzó. Chillé de la sorpresa y me eché a reír—. Em, me alegro muchísimo por ti. —Me besó y volvió a abrazarme—. ¿Cuándo te lo han dicho?

Evan no podía parar de sonreír.

—Hace diez días —confesé, mientras me dejaba otra vez en el suelo.

—Vaya, tiene que haber sido muy difícil no contárselo a nadie en todo este tiempo —dijo, impresionado. Sabía lo mucho que yo lo deseaba—. Vas a ir a Stanford. Te lo mereces, de verdad. Ni siquiera me habías comentado que ibas a solicitar plaza ya.

Desvié la mirada, tenía remordimientos.

—Ha sido difícil, pero sí que se lo dije a alguien… A Sara, lo siento.

—Cuando he dicho «a nadie», a ella ya no la contaba. Lo daba por sentado. —Su entusiasmo no flaqueaba—. Ahora solo falta saber qué universidad me acepta a mí para que pueda estar contigo.

La sonrisa se me volvió a congelar.

—¿Qué pasa? —preguntó él, frunciendo el ceño, confundido.

Abrí la boca para explicárselo, pero me lo pensé mejor y la cerré de golpe.

—Dímelo —me exigió—. ¿En qué piensas? Cuéntamelo antes de que empieces a darle vueltas y llegues a conclusiones precipitadas.

—Ya llegas tarde —confesé, encogiéndome de hombros con culpabilidad. Hice una pausa antes de admitir—: He oído a tu padre.

Evan cogió aire, seguro que iba a decir algo que no sería bonito de oír. Me adelanté.

—Y tiene razón.

Cerró la boca y me miró fijamente.

—¿En qué?

—En que no puedes tomar una de las decisiones más importantes de tu vida en función de lo que haga una chica.

Evan sonrió. No era la reacción que esperaba.

—Claro.