UNA RAZÓN PARA RESPIRAR




V.1: junio, 2018


Título original: Reason to Breathe

© Rebecca Donovan, 2013

© de la traducción, Patricia Mata, 2018

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2018

Todos los derechos reservados.


Diseño de cubierta: Estudio Nuria Zaragoza

Corrección: Cristina Riera y Anna Valor


Publicado por Oz Editorial

C/ Mallorca, 303, 2º 1ª

08037 Barcelona

info@ozeditorial.com

www.ozeditorial.com


ISBN: 978-84-16224-96-8

IBIC: YFM

Conversión a ebook: Taller de los Libros


Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.


UNA RAZÓN PARA RESPIRAR


Rebecca Donovan

Serie Breathing 1


Traducción de Patricia Mata

1




Para mi amiga perspicaz e intuitiva, Faith,

(ya éramos amigas antes de conocernos)

me has ayudado a descubrir lo que siempre he sido… Escritora.




Sobre la autora

3

Rebecca Donovan es una autora norteamericana de novelas New Adult. Estudió en la universidad de Missouri-Columbia y vive con su hijo en una tranquila ciudad de Massachusetts.

Rebecca se considera adicta a la música, le encanta ir a conciertos, es una viajera impulsiva y está dispuesta a probarlo todo al menos una vez en la vida.

La serie Breathing ha vendido más de un millón de ejemplares y ha estado en las listas de más vendidos del USA Today y del Wall Street Journal.

Una razón para respirar


Cuando la esperanza es un frágil hilo, el amor es un milagro



Emma Thomas es una estudiante modelo y una atleta prodigiosa, pero también es una chica taciturna y solitaria que esconde un gran secreto. Su vida no es tan perfecta como parece. Mientras los chicos de su edad se divierten, ella cuenta los días que faltan para irse a la universidad y huir de la casa de sus tíos, donde vive un infierno.

Pero lo que Emma no esperaba era encontrar el amor. Un amor tan intenso que pondrá su vida patas arriba. Y, entonces, esconder su secreto ya no será tan fácil.



«Una serie desgarradora pero llena de esperanza que me ha cautivado de principio a fin.»

Colleen Hoover, autora best seller del New York Times


«Una lectura intensa, emocionante y maravillosa.»

Megan J. Smith, autora best seller del USA Today

CONTENIDOS

Página de créditos

Sinopsis de Una razón para respirar

Dedicatoria


1. Inexistente

2. Primera impresión

3. Distracción

4. Cambio

5. Desaparecer

6. Un planeta diferente

7. Repercusiones

8. Mala suerte

9. No es una cita

10. La noche del partido

11. La biblioteca

12. Una mala influencia

13. Reemplazada

14. Vacía

15. Incansable

16. El plan

17. Una visita inesperada

18. Otra dimensión

19. No tiene gracia

20. La habitación

21. Solo amigos

22. Descubierta

23. Silencio

24. La caída

25. Inevitable

26. Rota

27. Calor

28. La verdad

29. Palpitaciones

30. El alma de la fiesta

31. Vista

32. La pregunta

33. El descubrimiento

34. Prestar atención

35. Saboteada

36. La cena

37. Regalos

38. Hecha añicos

39. Respirar

Epílogo


Agradecimientos

Sobre la autora

Agradecimientos


No confío fácilmente, pero para publicar esta historia he tenido que confiar en que a los demás les gustaría tanto como a mí.

Gracias a mi agente, Erica, y al equipo extraordinario y paciente de Trident por creer en mí y apoyarme en cada paso del proceso.

Gracias a mi editor de Amazon Publishing, Tim, que encontró una voz en mis palabras y quiso escucharla. Y a todo su equipo, por hacer que el sueño de esta niña se haya hecho realidad.

A mis primeros admiradores…

Muchísimas gracias:

A mi amiga leal, Faith, por ser la primera en ver cada una de mis palabras y por ser una voz de la razón en mi vida; a mi talentosa editora y amiga, Elizabeth, por tener ojo para el detalle y pasión por el arte de escribir; a mi admiradora más entusiasta y amiga de confianza, Emily, que muchas veces cree en mí más que yo misma; a mi honesta amiga Amy, por animarme y creer en mi durante este proceso; a mi perspicaz amiga Chrissy, por enseñarme la importancia de ir directa al grano y de que abrirse no es malo; a mi Sara y mi hermana en la vida, Steph, por ser siempre sincera, incluso cuando no estoy preparada para oír lo que tiene que decir; a mi genuina amiga Meredith, por creer en mi potencial y en el alcance de mis palabras; a mi ferviente amiga Nicole, por vivir y respirar en Weslyn durante más de cuatrocientas páginas y compartir todas las emociones por el camino; a Amy, por ver el panorama general; a Erin, por su sinceridad refrescante; a Galen, por dejar que mis palabras nos unieran; a Stephanie, por ser mi admiradora apasionada desde el principio; a mi querida amiga Kara, que espera mi éxito como si ya hubiera ocurrido; a mi adorable amiga Katrina, por las noches de risas que tanto necesitaba y las palabras de ánimo; a Ann, por transformar una idea en una cubierta de libro impresionante sin tener nada más con lo que trabajar que su talento; a Dru, por desafiarme a abrir mis propias puertas; a Dan, por nuestra conexión cuando leíste esta historia y a Lisa, por hacerme de guía y dejar en mí una huella eterna.

1. Inexistente


«Respira». Tenía los ojos hinchados y tragué a pesar del nudo que tenía en la garganta. Frustrada por mi propia debilidad, me sequé rápidamente con el dorso de la mano las lágrimas que no podía contener. Tenía que dejar de pensar en eso o estallaría. 

Observé la habitación que, a pesar de ser la mía, no tenía ningún vínculo real conmigo: contra la pared había un escritorio de segunda mano con una silla que desentonaba y, al lado, una librería con tres estantes que había visto demasiadas casas en demasiados años. No había fotografías en las paredes ni recordatorios de quién era yo antes de llegar allí. Era solo un espacio en el que podía esconderme (del dolor, de las miradas hostiles y de los comentarios hirientes). 

¿Por qué estaba ahí? Ya sabía la respuesta. No era por elección propia, sino por necesidad. No tenía ningún otro lugar adonde ir y ellos no podían darme la espalda. Por desgracia, eran la única familia que tenía.

Me tumbé en la cama e intenté concentrarme en los deberes. Se me crispó el rostro de dolor al alargar el brazo para coger el libro de Trigonometría. No me podía creer que ya me doliera el hombro. Estupendo. Al parecer, tendría que volver a llevar manga larga esa semana. 

El dolor agudo del hombro provocó una rápida sucesión de imágenes espantosas ante mis ojos. Sentía como la ira se apoderaba de mí, me hacía tensar la mandíbula y apretar los dientes. Respiré hondo y dejé que una capa apática de nada me envolviera. Tenía que quitármelo de la cabeza, así que me obligué a concentrarme en los deberes.


***


Me despertó un golpe suave en la puerta. Me apoyé sobre los codos e intenté enfocar la mirada en la oscuridad de la habitación. Era probable que hubiera dormido durante una hora más o menos, pero no recordaba haberme quedado dormida. 

—¿Sí? —respondí con voz ronca.

—¿Emma? —dijo una voz suave y precavida mientras la puerta se abría poco a poco.

—Puedes pasar, Jack. —Intenté que las palabras sonaran amables a pesar de que me sentía abatida.

Cogía el pomo con la mano cuando asomó la cabeza, que solo sobresalía un poco por encima del tirador. 

Los ojos grandes y marrones de Jack recorrieron la habitación hasta posarse en los míos. Se notaba que estaba nervioso por lo que pudiera encontrar, pero sonrió, aliviado. Sabía demasiado para tener solo seis años. 

—La cena ya está lista —dijo mirando hacia abajo. 

Me di cuenta de que no era lo que quería decirme.

—Ahora voy. 

Traté de sonreír para que viera que estaba bien. 

El niño regresó a la otra habitación, de la que provenían voces. Por el pasillo se oía el repiqueteo de las fuentes y cuencos contra la mesa y como Leyla hablaba con emoción. Si alguien hubiera presenciado la escena, habría creído que veía a la familia estadounidense perfecta preparándose para disfrutar de la cena.

Sin embargo, la imagen cambió cuando salí sigilosamente de la habitación. El aire se cargó de discordancia y el recordatorio aplastante de mi existencia estropeó el retrato familiar. Volví a respirar hondo y me intenté convencer de que podría superarlo. Solo era una noche cualquiera, ¿verdad? Pero ese era el problema.

Me dirigí lentamente por el pasillo hacia la luz del comedor. Se me revolvió el estómago al cruzar el umbral de la puerta. Mantuve la mirada en las manos, que retorcía, expectante. Por suerte, nadie se había dado cuenta de mi presencia.

—¡Emma! —exclamó Leyla corriendo hacia mí. 

Me agaché para que pudiera saltarme a los brazos. Pasó los brazos con fuerza alrededor de mi cuello y no pude evitar gruñir cuando el dolor me subió por el brazo. 

—¿Has visto mi dibujo? —preguntó orgullosa de los remolinos amarillos y rosas.

Sentí una mirada asesina clavada en la espalda. Si las miradas mataran, ya estaría muerta. 

—Mamá, ¿has visto mi dibujo del tiranosaurio rex? —oí que preguntaba Jack para intentar distraerla.

—Es muy bonito, cariño —lo felicitó ella, y concentró toda la atención en su hijo.

—Es precioso —le dije con suavidad a Leyla mirándola a los ojos inquietos y marrones—. Ve a sentarte para la cena, ¿vale?

—Vale —respondió ella. No era consciente de la tensión que había creado en la mesa su gesto de afecto. ¿Cómo iba a saberlo? Solo tenía cuatro años y para ella yo era la prima mayor a la que idealizaba. Para mí ella era el sol en esta oscura casa y nunca podría culparla por el dolor añadido que causaba el hecho de que yo le gustara tanto.

Retomaron la conversación y yo, por suerte, me volví invisible otra vez. Esperé a que todo el mundo se hubiera servido para ir a la cocina a servirme la comida: pollo con guisantes y patatas. Tenía la sensación de que observaban todos y cada uno de mis movimientos, así que me centré en el plato y comí. Lo que me había servido no era suficiente para saciarme el apetito, pero no me atrevía a servirme más. 

No escuché las palabras que salieron de su boca cuando hablaba del día tan duro que había tenido en el trabajo. Oírle la voz era una tortura y hacía que se me revolviera el estómago. George hizo un comentario tranquilizador para intentar calmarla, como siempre. Solo se percataron de mi presencia cuando pedí permiso para levantarme. George miró al otro lado de la mesa con sus característicos ojos indecisos y, con sequedad, me lo concedió.

Cogí mi plato, el de Jack y el de Leyla, que ya se habían ido a ver la televisión al salón. Empecé mi rutina nocturna de lavar los platos y colocarlos en el lavavajillas y fregar las ollas y sartenes que George había usado para preparar la cena.

Esperé a que las voces se trasladaran a la sala de estar antes de volver a la mesa para acabar de recogerla. Después de fregar los platos, sacar la basura y barrer, me dirigí a mi habitación. Pasé por la sala de estar donde se oía la televisión y las risas de los niños de fondo. Pasé inadvertida, como siempre.

Me tumbé en la cama, conecté los auriculares al iPod y subí el volumen para que mi mente estuviera demasiado absorta en la música como para pensar. Al día siguiente tenía un partido después de clase que se alargaría y haría que me perdiera una de nuestras maravillosas cenas familiares. El día siguiente sería otro día; quedaría un día menos para dejarlo todo atrás. 

Me giré sobre el costado al olvidar por un momento el daño que me hacía el hombro hasta que el dolor me lo recordó. Apagué la luz y dejé que la monotonía de la música me durmiera.


***


Al pasar por la cocina, con la bolsa de deporte en la mano y la mochila colgada del hombro, cogí una barrita de cereales. Leyla abrió los ojos de alegría al verme. Me acerqué a ella y le besé la cabeza mientras me esforzaba por ignorar la mirada penetrante que procedía de la otra punta de la habitación. Jack estaba sentado al lado de Leyla en la isla de la cocina comiendo cereales. Me pasó un trozo de papel sin alzar la mirada.

«¡Buena suerte!», había escrito con un lápiz lila y había intentado dibujar una pelota de fútbol en negro. Me lanzó una mirada rápida para ver mi expresión e insinué media sonrisa para que ella no notara nuestra interacción.

—Adiós, chicos —me despedí y me volví hacia la puerta.

Antes de poder llegar a la puerta, su mano fría me agarró con fuerza de la muñeca.

—Déjala.

Me giré hacia ella. Se había colocado de espaldas a los niños para que estos no pudieran ver su mirada llena de odio.

—No las pusiste en tu lista, así que no las he comprado para ti. Déjala. —Alargó la mano.

Le puse la barrita de cereales en la mano y me liberó de sus garras al instante.

—Lo siento —murmuré. Me apresuré hacia la puerta para que no hubiera más motivos por los que pedir perdón. 

—¿Entonces, qué pasó anoche cuando llegaste a casa? —me preguntó Sara, expectante, mientras bajaba el volumen de la animada canción punk cuando me subí a su descapotable rojo.

—¿Qué? —respondí todavía frotándome la muñeca.

—Anoche, cuando llegaste a casa —dijo Sara con impaciencia.

—Pues no mucho, la verdad. Los gritos de siempre —contesté, restándole importancia al lío que había tenido en casa cuando llegué del entrenamiento el día anterior. Decidí no decir nada más mientras me masajeaba la muñeca magullada con normalidad. A pesar de lo mucho que quería a Sara y 

de que sabía que lo daría todo por mí, había algunas cosas de las que prefería protegerla. 

—Entonces, solo gritos, ¿no? —Sabía que no la había convencido. 

No era la mejor mintiendo, pero sonaba bastante convincente.

—Sí —murmuré y me cogí con fuerza las manos, que todavía temblaban después de que ella me hubiera tocado. Fijé la vista en lo que había al otro lado de la ventana, miraba los árboles pasar, separados por las casas enormes y su césped bien recortado, mientras sentía el aire fresco de finales de setiembre en la cara ruborizada. 

—Qué suerte, ¿no? —Noté como me miraba, esperando a que confesara.

Sara subió el volumen de la radio cuando se dio cuenta de que no iba a contarle nada más y empezó a gritar y a mover la cabeza al ritmo de un grupo de punk británico. 

Cuando llegamos al aparcamiento del instituto, obtuvimos la reacción de siempre: los alumnos se giraron para mirarnos y los profesores negaron con la cabeza. Sara no se daba cuenta de las miradas o actuaba como si no le importaran en absoluto; yo las ignoraba porque me daban igual. 

Me colgué la mochila del hombro izquierdo y crucé el aparcamiento con Sara. Sonreía de manera contagiosa cuando la gente la saludaba. A mí ni siquiera me hacían caso, pero eso no me importaba. Era normal que me eclipsara la presencia carismática de Sara y su preciosa melena rojiza que le caía, a capas, hasta media espalda.

Sara era la fantasía de todos los chicos del instituto y estoy segura de que también la de algunos profesores. Era muy atractiva y tenía el cuerpo de una modelo de trajes de baño, con volumen en los lugares adecuados, pero lo que a mí me gustaba de Sara era su carácter auténtico. Era la chica más deseada del instituto, pero no se le había subido a la cabeza.

—Buenos días, Sara —le decían todos cuando pasábamos. Ella iba brincando con energía a lo largo del pasillo y respondía con una sonrisa y un saludo parecido.

A mí también me saludaban algunas personas y yo les dirigía una mirada fugaz acompañada de un movimiento de cabeza. Sabía que Sara era la única razón por la que se dirigían a mí. Yo prefería pasar desapercibida y escabullirme por los pasillos escondida tras su sombra. 

—Creo que Jason por fin se ha dado cuenta de que existo —afirmó Sara mientras cogíamos de las taquillas adyacentes el material que necesitábamos para las primeras clases. Por suerte, íbamos a la misma tutoría y eso nos hacía prácticamente inseparables. Bueno, hasta que empezaba la primera clase y yo tenía Inglés avanzado y ella clase de Álgebra de nivel intermedio.

—Todo el mundo es consciente de tu existencia, Sara 

—respondí sonriendo con ironía. «Algunos demasiado, incluso», pensé con la sonrisa todavía en la boca.

—Pero con él es diferente. Apenas me mira, ni siquiera cuando me siento a su lado. Es muy frustrante. —Apoyó la espalda en la taquilla—. Los chicos también se fijan en ti —añadió como respuesta a mi comentario—, lo que pasa es que no apartas la vista de los libros y no te das cuenta.

Me ruboricé y la miré, inquisitiva, con el ceño fruncido.

—¿Qué dices? Me miran porque voy contigo.

Sara rio y mostró sus dientes blancos y perfectos.

—No tienes ni idea —dijo mofándose y sonriendo divertida.

—Bueno, basta. De todos modos no importa —respondí con desdén. Todavía tenía la cara roja—. ¿Qué vas a hacer con Jason?

Sara suspiró y abrazó los libros mientras sus ojos azules recorrían el techo del pasillo, ensimismada. 

—No lo sé todavía —contestó, aún en ese remoto lugar en su mente que le hacía mantener una leve sonrisa. Era evidente que estaba pensando en él, en el pelo rubio peinado hacia atrás, los ojos azul intenso y la sonrisa irresistible. Jason era el capitán y quarterback del equipo de fútbol americano. ¿Acaso podía ser más típico?

—¿Cómo que no? Siempre tienes un plan.

—Esto es diferente. Ni siquiera me mira, tengo que ir con más cuidado.

—¿No acabas de decir que por fin se ha dado cuenta de que existes? —pregunté, confundida.

Sara giró la cabeza para mirarme. Los ojos todavía le brillaban mientras volvía poco a poco del lugar en el que se había sumido, pero ya no sonreía.

—De verdad que no lo entiendo. Me senté a su lado ayer en clase de Economía y me saludó, pero nada más. Sabe que existo. Eso es todo —dijo con tono exasperado. 

—Seguro que se te ocurre algo. O puede que sea gay. —Le sonreí con suficiencia.

—¡Emma! —exclamó Sara con los ojos como platos al mismo tiempo que me daba un golpe en el brazo derecho.

Forcé una sonrisa y apreté los dientes. Esperaba que no se hubiera dado cuenta de que había tensado los hombros al recibir ese golpe inofensivo. 

—No digas eso. Sería horrible, por lo menos para mí.

—Pero no para Kevin Bartlett —dije entre risas.

Sara frunció el ceño. Verla tan preocupada por este chico era divertido y a la vez encantador. Tenía buena mano con la gente y solía salirse con la suya, especialmente con los chicos. Daba igual a quien intentara persuadir, dotaba a lo que ella quería de un apariencia tan atrayente que la otra persona se moría por ayudarla. 

Era evidente que Jason Stark la ponía nerviosa. Esa era una faceta de Sara que no veía casi nunca. Sabía que todo eso era nuevo para ella y me interesaba ver qué haría a continuación.

Las únicas personas que le habían supuesto un gran reto habían sido mis tíos. Yo le repetía una y otra vez que no tenía nada que ver con ella, pero eso solo hacía que ella quisiera ganárselos todavía más. Con eso, Sara esperaba que mi infierno personal fuera un poco más llevadero. ¿Quién era yo para impedírselo? Aun así, sabía que era una batalla perdida.


***


Después de la tutoría, nos separamos. Yo fui a Inglés avanzado y me senté al final de la clase, como siempre. La profesora Abbott nos saludó y empezó la clase repartiendo el último examen que habíamos hecho. 

Se acercó a mi pupitre y me sonrió con cariño. 

—Muy profundo, Emma —me felicitó al entregarme las hojas.

Mis ojos se encontraron con los suyos y le respondí con una sonrisa leve pero incómoda.

—Gracias.

El examen tenía una A escrita en rojo en la parte superior de la hoja y había comentarios positivos en los márgenes a lo largo de todo el examen. Ya contaba con eso y era lo que mis compañeros esperaban de mí. Los demás alumnos estaban mirando qué notas habían sacado las personas de al lado. Nadie miró mi examen. Lo guardé en el fondo de la carpeta. 

No me avergonzaban mis notas y me daba igual lo que los compañeros pensaran de ellas. Sabía que me las había ganado y también que algún día me salvarían. Lo que nadie entendía, aparte de Sara, era que lo único que me preocupaba eran los días que quedaban para poder irme a la universidad y mudarme de casa de mis tíos. Si eso implicaba tener que aguantar los susurros a mis espaldas por haber sacado la nota más alta de la clase, los aguantaría. No me iban a salvar si fracasaba, así que no hacía falta que me involucrara en los chismorreos y demás tonterías típicas de adolescentes. 

Sara era lo más cerca que yo iba a estar de experimentar todo lo que se suponía que debía vivir al ir al instituto y, sin duda, hacía que fuera entretenido. La mayoría de gente la admiraba, muchos la envidiaban y podía seducir discretamente a los chicos con una sonrisa. Lo más importante era que le confiaría la vida (y eso significaba mucho si tenemos en cuenta la incertidumbre que me esperaba en casa cada noche).

—¿Qué tal? —me preguntó Sara cuando nos encontramos delante de las taquillas antes de la comida.

—El mismo rollo aburrido de siempre. ¿Has hecho algún progreso con Jason en clase de Economía? —Sara tenía esa clase justo antes de la hora de comer y normalmente el tema daba de sí hasta que nos tocaba Periodismo.

—¡Ojalá! —exclamó—. Nada, es muy frustrante. No estoy siendo excesivamente agresiva, pero le estoy mandando señales que dejan claro que me interesa.

—No tienes lo que hace falta para que se interese por ti —la provoqué sonriendo.

—¡Cállate, Em! —Sara me miró con seriedad—. Creo que tendré que ser más directa. Lo peor que me puede decir es…

—Soy gay —la interrumpí y me eché a reír.

—Puedes reírte todo lo que quieras, pero conseguiré que Jason Stark salga conmigo.

—Lo sé —le dije sonriendo.

Me compré la comida con la paga semanal del dinero que había ganado durante el verano, dinero que me administraban rigurosamente y al que yo no tenía acceso. Era otra norma irracional con la que tenía que vivir durante los seiscientos setenta y tres días que quedaban.

Decidimos comer en las mesas de pícnic para disfrutar del calor que hacía, inusual para aquella época del año. El otoño en Nueva Inglaterra es impredecible: un día puede helar y hacer frío y el día siguiente hacer suficiente calor como para ir en camiseta de tirantes. Aunque, cuando llega el invierno, dura más de lo que nos gustaría.

La mayoría de los alumnos se estaban quitando capas de ropa para disfrutar del calor, pero yo solo pude remangarme la camiseta. Mi vestuario dependía de los moretones que se me estaban curando por los brazos, no tenía nada que ver con la temperatura.

—¿Qué te has hecho en el pelo? Te queda bien, parece que esté más liso. Es muy chic. 

Miré a Sara de reojo cuando salimos al exterior. El único motivo por el que llevaba el pelo en una coleta era porque esa mañana se me habían acabado los cinco minutos que me dejaban para ducharme y me habían cortado el agua antes de que me pudiera enjuagar el acondicionador.

—Qué va —dije con incredulidad.

—Olvídalo, nunca aceptas los cumplidos. —Cambió de tema y preguntó—: Podrás venir al partido de mañana, ¿verdad?

La miré enarcando las cejas y mordí la manzana.

Sara se dio cuenta de que no iba a responder a algo tan obvio así que cogió el refresco y se detuvo al acercarse la lata a los labios.

—¿Por qué me tortura? —susurró Sara dejando la lata con los ojos fijos en algo detrás de mí.

Me giré para ver qué le había llamado la atención. Jason Stark y otro alumno de último año se habían quitado las camisetas y se las habían metido en la parte de atrás de los pantalones y se lanzaban una pelota de fútbol americano. Era evidente que había captado la atención de muchas personas. Lo estuve mirando durante un minuto mientras Sara, detrás de mí, no dejaba de quejarse. Por extraño que pareciera, el chico parecía ajeno a las chicas que lo miraban babeando. Qué interesante. 

—Sara, quizás no se da cuenta de que tantas chicas lo desean —dije, siendo objetiva—. ¿No lo has pensado?

—¿Cómo no va a darse cuenta? —preguntó ella, incrédula.

—Es un tío. —Suspiré con resignación—. ¿Lo has vuelto a ver salir con alguien después de los dos años que estuvo con Holly Martin? Que nosotras lo consideremos un dios no significa que él mismo también se ponga en un pedestal. 

Admiramos la figura alta y con los músculos definidos del chico, que sonreía con alegría. Ni siquiera yo podía evitar perderme en los detalles de su cuerpo bronceado. Que estuviera centrada en mis estudios no quería decir que estuviera muerta, me fijaba en esas cosas. Bueno, a veces. 

—Puede ser —dijo con una sonrisa pilla.

—Haríais muy buena pareja —suspiré.

—Em, tienes que venir conmigo al partido de mañana 

—suplicó ella con un tono que rozaba la desesperación. 

Me encogí de hombros. No dependía de mí, no tenía ningún control sobre mi vida social, de ahí que no tuviera vida social. Estaba esperando a ir a la universidad. No es que no viviera la experiencia de ir al instituto, sino que yo había creado mi propia versión: formaba parte del equipo de tres deportes distintos, era editora del periódico del instituto, participaba en el anuario y en el grupo de arte y en el de francés. Lo justo para tener las tardes ocupadas después de las clases y a veces, cuando había partido o tenía que entregar algo para el periódico, incluso hasta el anochecer. Tenía que hacer una carta de presentación perfecta para que me admitieran en la universidad. Eso era lo único que me parecía que yo misma controlaba y, para ser sincera, era más un plan de supervivencia que un plan de escape.

2. Primera impresión


Sara y yo nos dirigimos a clase de Periodismo. Me di cuenta de que todavía tenía el espectáculo de la hora de la comida en la cabeza. Parecía encantada y eso me inquietaba. Caminaba a su lado en silencio a la espera de que el hechizo se rompiera. 

En cuanto entramos en clase, me dirigí al ordenador que tenía la pantalla más grande y abrí el archivo del borrador del Weslyn High Times de la semana. Me concentré en lo que había en la pantalla y no me di cuenta del ruido de las sillas ni del murmuro de la gente que se iba sentando. Tenía que llevar ese número a imprimir antes de que acabara la clase para que pudieran distribuirlo por la mañana.

Oí vagamente como la señora Holt pedía a los alumnos que prestaran atención para repasar el progreso de los encargos del periódico de la semana siguiente. Me aislé de las conversaciones y seguí escudriñando la maquetación, moviendo los anuncios para que cupieran los artículos e insertando fotos que los acompañaran.

—¿Es muy tarde para considerar otro artículo para el periódico de la semana que viene?

La voz me distrajo, no la conocía. El chico habló sin dudar, con motivación y confianza. Yo tenía la vista en la pantalla del ordenador, pero no le prestaba atención, esperaba. Todo el mundo se quedó en silencio, expectante. La profesora Holt le pidió que continuara.

—Quería escribir un artículo sobre la imagen que tienen los adolescentes de sí mismos y de si pueden o no aceptar sus defectos. Me gustaría entrevistar a alumnos y pasarles encuestas para saber qué complejos tienen.

Giré la silla, me interesaba ver a quién se le había ocurrido un tema tan polémico.

—El artículo podría demostrar que, a pesar del estatus social que aparenta cada uno, todo el mundo tiene inseguridades.

Me miraba a mí al hablar porque se había dado cuenta de que le estaba prestando atención. Algunos estudiantes se dieron cuenta de que ya no estaba trabajando en el ordenador y también me miraban intentando descifrar qué quería decir mi rosto pensativo. 

La voz era de un chico al que nunca antes había visto. Mientras oía como acababa de hablar, me di cuenta de que su 

propuesta me irritaba. ¿Cómo podía alguien que, evidentemente, no tenía ningún defecto pensar que podía entrevistar a alumnos emocionalmente vulnerables para que le revelaran aquello que no les gustaba de sí mismos y confiarle algo que los hacía sentirse inseguros y que apenas querían admitir? ¿Quién querría hablar públicamente de sus granos o admitir que usaba sujetadores de niña o que tenía la masa muscular de un crío de diez años? Era cruel y cuantas más vueltas le daba, más me hacía enfadar. ¿Quién era ese tío?

Estaba sentado al final de la clase y llevaba una camisa azul cielo por fuera de los pantalones y unos vaqueros que le quedaban perfectos. Iba remangado y los botones desabrochados dejaban a la vista su piel suave y se podía entrever su cuerpo esbelto y musculoso. 

La camisa le conjuntaba con los ojos de color azul acero, que se paseaban por la habitación para conectar con el público. Parecía relajado a pesar de que todo el mundo lo miraba. Probablemente esperaba que la gente se fijara en él.

El chico tenía algo raro, pero no terminaba de saber qué era. Parecía mayor, de penúltimo o último curso. Tenía una cara juvenil y una mandíbula cuadrada que se prolongaba hasta los pómulos, complementando así la línea de las cejas y la nariz recta que señalaba unos labios perfectamente definidos. Un escultor no habría podido cincelar una estructura ósea mejor.

Al hablar, captaba al instante la atención de los demás e incluso había conseguido que yo dejara lo que estaba haciendo y lo escuchara. Su tono de voz me hacía pensar que estaba acostumbrado a hablar ante un público más maduro. No sabía si parecía distinguido o simplemente arrogante: mostraba mucha seguridad en sí mismo. Opté por la arrogancia.

—Es una idea interesante… —comenzó a decir la señora Holt.

—¿En serio? —solté, sin poder evitarlo. Noté como catorce pares de ojos se giraron hacia mí e incluso vi de reojo un par de bocas que se abrieron. Yo seguía con la vista fija en la fuente de la que provenía la voz. Los ojos claros del chico me miraban perplejos.

—A ver si lo he entendido. ¿Quieres aprovecharte de las inseguridades de un grupo de adolescentes para escribir un artículo que destape sus complejos? ¿No crees que eso es un poco destructivo? Además, intentamos publicar noticias, pueden ser entretenidas y divertidas, pero siempre son noticias, no cotilleos. 

Levantó las cejas, parecía estupefacto. 

—Bueno, eso no es exactamente…—empezó.

—¿O quieres escribir un artículo que destape cuántas chicas quieren tener el pecho más grande y cuántos chicos quieren tener más largo el… —Me detuve y oí algunas aspiraciones bruscas— … el pelo? Puede que el sensacionalismo y la sordidez te sirvan para un periódico amarillista o a lo mejor es que eso es lo normal en el lugar de donde vienes, pero yo prefiero pensar que nuestros lectores tienen cerebro. —Se oyeron risas contenidas. No me inmuté, lo miré fijamente a los ojos azules y él me sostuvo la mirada. Esbozó una sonrisa de suficiencia. ¿Acaso le divertía mi ataque verbal? Apreté la mandíbula esperando su ataque. 

—Me tomo los deberes en serio. Espero que la investigación revele todo lo que tenemos en común, sin importar la popularidad o si los demás nos consideran atractivos. No creo que eso sea aprovecharse de nadie, sino más bien asegurar que todo el mundo tiene inseguridades sobre la apariencia, incluso aquellos a los que consideran perfectos. Yo respeto la confidencialidad de las fuentes y entiendo la diferencia entre los artículos de relleno y las noticias de verdad. —Su voz sonaba calmada y tranquila, pero yo seguía pensando que era condescendiente. Noté que me ardían las mejillas.

—¿Y crees que la gente responderá con sinceridad? ¿Que te lo va a contar a ti? —contesté en un tono mordaz que no estaba acostumbrada a oír en mi voz y que, a juzgar por el silencio del aula, sorprendió también a los demás.

—Tengo un don para que la gente se abra conmigo y confíe en mí —dijo con una sonrisa arrogante y narcisista.

Antes de que pudiera rebatir su comentario, la profesora Holt interrumpió la conversación:

—Gracias, Evan. —Me miró con cautela y dijo—: Emma, como parece que no te acaba de convencer la idea y como eres la editora del periódico, ¿qué te parece si dejamos que el señor Mathews escriba el artículo y luego tú decides si está a la altura?

—De acuerdo —afirmé, meticulosa.

—Mathews, ¿estás de acuerdo?

—Me parece bien. Al fin y al cabo, ella es la editora.

¿Cómo podía ser tan pretencioso? No podía seguir mirándolo y me volví hacia el ordenador.

—Perfecto —respondió la señora Holt, aliviada. Entonces me miró y dijo—: Emma, ¿vas acabando ya con el ordenador? Me gustaría empezar el tema de hoy.

—Le acabo de mandarlo a imprimir —respondí sin volverme.

—Perfecto. Por favor, abrid los libros por la página noventa y tres, por el título «Ética periodística». —La señora Holt intentó redirigir la atención de los alumnos a la parte delantera del aula.

Cuando me senté al lado de Sara, todavía podía sentir como algunas personas seguían mirándome. Me quedé mirando el libro, sin poderme concentrar. 

—¿Qué ha sido eso? —susurró Sara tan sorprendida como los demás.

Me encogí de hombros sin mirarla.

Después de los cincuenta y cinco minutos más largos de mi vida, la clase terminó. Cuando nos dejaron salir al pasillo, ya no pude contenerme más:

—¿Quién se ha creído que es? ¿Cómo se puede ser tan arrogante?

Sara se detuvo cuando doblamos la esquina de camino a las taquillas. Me miró boquiabierta como si no me reconociera. Ignoré su mirada perpleja y continué:

—Además, ¿quién es?

—Evan Mathews —dijo el chico detrás de mí.

Tensé la espalda y miré a Sara, muerta de vergüenza. Me giré hacia la voz poco a poco, con la cara roja. Era incapaz de articular palabra. ¿Cuánto rato hacía que estaba escuchando?

—Espero que no te haya molestado mucho que haya sugerido el artículo. No quería ofenderte.

Tardé un momento en recobrar la compostura. Sara permanecía a mi lado, no quería perderse el enfrentamiento desde su situación privilegiada en primera fila. 

—No me he ofendido. Solo cuido la integridad del periódico. —Intenté sonar distante, como si no me hubiera afectado la interacción en clase.

—Lo entiendo. Es tu trabajo —dijo, parecía sincero. ¿O acaso estaba siendo condescendiente otra vez?

Cambié de tema:

—¿Es tu primer día?

—No —contestó lentamente, como si estuviera desconcertado—. Llevo toda la semana en clase. De hecho, coincidimos en otras materias.

Miré al suelo y dije en voz baja:

—Vaya.

—No me sorprende que no te hayas dado cuenta. Pareces muy concentrada en clase, es evidente que te lo tomas en serio. No parece que te fijes en nada más.

—¿Me estás llamando egocéntrica? —Rápidamente, alcé la vista y lo miré. Sentí como me ardía el rostro.

—¿Qué? ¡No! —Sonrió, divertido, al ver mi reacción.

Lo miré ofendida. Me sostuvo la mirada sin siquiera pestañear. Tenía los ojos grises, ¿cómo podían haberme parecido azules? Era un engreído y me repugnaba. Indignada, negué con la cabeza y me fui. Sara me miraba con la boca abierta, como si acabara de ver un accidente de coche terrible.

—¿A qué ha venido eso? —me preguntó, con la vista clavada en mí mientras caminábamos con largas zancadas—. Nunca te había visto ponerte así. —No me podía creer que estuviera tan sorprendida, incluso parecía decepcionada.

—¿Cómo dices? —solté, a la defensiva, sin poder aguantarle la mirada más de un segundo—. Es un capullo engreído. Me da igual lo que piense de mí.

—Yo creo que le preocupaba haberte ofendido en clase. Creo que hasta puede que le gustes.

—Sí, claro.

—Lo digo en serio. Sé que estás muy concentrada, pero ¿cómo puede ser que no lo hayas visto hasta hoy?

—¿Ahora tú también crees que soy egocéntrica? —espeté. Me arrepentí tan pronto como lo dije. 

Sara puso los ojos en blanco.

—Sabes que no, así que deja de decir tonterías. Sé por qué intentas mantener a todo el mundo alejado, sé que tienes que acabar el instituto, que te va la vida en ello, pero también entiendo que los otros lo vean de otra manera. Han aceptado que eres así y ya no te prestan atención. Ya no sorprende tu falta de… —dudó, buscaba la palabra adecuada— interés. A mí me parece genial que un tío que lleva solo una semana aquí se haya dado cuenta de tu fuerza. Es evidente que se ha fijado en ti.

—Sara, no es tan perspicaz —lo acusé—. Solo intentaba recuperarse del golpe que ha recibido su ego en clase. 

Soltó una breve risita y negó con la cabeza.

—Eres increíble.

Abrí la taquilla y miré a Sara antes de guardar los libros.

—¿En serio lleva aquí toda la semana?

—¿No recuerdas que te mencioné lo guapo que era el chico nuevo el lunes cuando comíamos?

—¿Te referías a él? —me mofé mientras metía los libros en la taquilla y cerraba la puerta—. ¿Crees que es guapo? —Me reí como si estuviera loca por encontrarlo atractivo.

—¡Claro! —afirmó rotundamente, como si fuera yo la loca—. Yo y todas las chicas del instituto. Hasta las de último curso se han fijado en él. Y si intentas convencerme de que no es guapísimo te daré una bofetada. 

Esta vez fui yo la que puso los ojos en blanco.

—Bueno, no quiero seguir hablando de él. —Curiosamente, el arrebato me había dejado exhausta. Nunca perdía el control y mucho menos en el instituto, delante de otras personas.

—Eres consciente de que todo el mundo hablará de esto: «¿Te has enterado de que Emma Thomas por fin ha estallado?» —se burló Sara.

—Estupendo. Me alegro de que te haga gracia —contesté y me alejé por el pasillo. 

Sara todavía sonreía cuando vino corriendo detrás de mí. Por mucho que intentara olvidarlo, no podía dejar de ver la escena en mi cabeza una y otra vez mientras caminábamos hacia la cafetería para la hora de estudio. Pasamos por la cafetería, donde ya oía a la gente susurrar, y salimos por las puertas de atrás, que daban a las mesas de pícnic.

¿Qué había pasado? ¿Por qué me había enfadado tanto con él? No debería importarme, al menos no como para que me hubiese molestado tanto. Sinceramente, ni siquiera lo conocía. Entonces fui consciente de lo exagerada que había sido mi reacción.

—Sara, soy idiota —confesé, deprimida.

Ella estaba tumbada en el banco para absorber los cálidos rayos de sol. Se había apartado los tirantes de la camiseta para que no le quedara la marca y había llamado la atención de todos los chicos a nuestro alrededor. Se incorporó con curiosidad y se dio cuenta de mi expresión de agonía. 

—¿De qué estás hablando?

—No sé qué me ha pasado ahí dentro. De verdad, ¿por qué tendría que importarme si escribe un artículo sobre las imperfecciones de los adolescentes? No me puedo creer que haya reaccionado así y luego haya montado una escena en el pasillo. Qué vergüenza —gruñí y apoyé el rostro sobre los brazos doblados.

Sara no dijo nada. Al cabo de un momento, alcé la vista y pregunté:

—¿Qué? ¿No vas a intentar por lo menos que me sienta mejor?

—Lo siento. No se me ocurre nada, Em, te has puesto como loca —comentó, esbozando una sonrisita.

—¡Gracias, Sara! —La miré a los ojos sonrientes y no pude evitarlo: empezamos a reírnos a carcajadas a la vez. Hicimos tanto ruido que los de la mesa de al lado se quedaron en silencio para observarnos. Sí que parecía que hubiera perdido la cabeza.

El ataque de risa duró por lo menos un minuto. Sara intentaba parar, pero cada vez que me miraba le volvía a entrar la risa.

Se inclinó hacia mí y, entre risas, bajó la voz para decirme:

—Bueno, estás a tiempo de redimirte. Viene hacia aquí.

—¡No! —Se me desorbitaron los ojos de miedo.

—Espero que no os estéis riendo de mí —dijo con la misma voz segura y encantadora de antes. 

Cerré los ojos. No quería mirarlo a la cara. Cogí aire para tranquilizarme y me volví para mirarlo.

—No, es que Sara ha hecho un comentario divertido. —Dudé antes de continuar—: No debería haberme puesto así contigo. No suelo ser así.

Sara se echó a reír otra vez, probablemente estaba recordando la escena tan vergonzosa que había montado.

—Lo siento, no puedo evitarlo —dijo, con los ojos llenos de lágrimas de intentar contenerse—. Voy a beber agua.

Nos dejó solos. Ay, no, ¡nos había dejado solos! 

Él respondió a mi disculpa indirecta:

—Lo sé. —Los labios perfectos se le torcieron en una leve sonrisa. Me sorprendió que respondiera de forma tan informal—. Que vaya bien el partido de hoy. He oído que eres bastante buena. —Antes de que pudiera responder, se alejó caminando.

¿Qué acababa de pasar? ¿Qué había querido decir que sabía que no solía ser así? Me quedé mirando al lugar donde él había estado de pie durante medio minuto para intentar comprender qué había sucedido. ¿Por qué no estaba enfadado conmigo? No me podía creer que estuviera tan alterada y menos por un chico. Tenía que olvidarlo y superarlo, tenía que seguir concentrada. 

—¿Ya se ha ido? Dime, por favor, que no has vuelto a insultarle. —La voz de Sara me sobresaltó. No me había dado cuenta de que había vuelto.

—No, te lo juro. Me ha deseado buena suerte para el partido y se ha ido. Ha sido… extraño.

Sara alzó las cejas y sonrió.

—Ah, y supongo que puedes decir que no está mal 

—murmuré. Una gran sonrisa iluminó el rostro de Sara.

—Es muy misterioso y creo que le gustas —insinuó.

—Venga ya, Sara. No digas tonterías.

De alguna manera, conseguí acabar los deberes para el día siguiente, a pesar de estar mirando todo el rato a mi alrededor buscando a Evan. No empecé los trabajos que había para más adelante, los dejé para el fin de semana. Tampoco tendría otra cosa que hacer.

—Voy al vestuario a cambiarme para el partido.

—Voy en un minuto —respondió Sara meditativa en el banco.

Recogí los libros y me alejé, pasando por la cafetería.

Hice todo lo posible para mirar hacia delante y evitar buscar a Evan, pero no lo conseguí.

3. Distracción


—No vas a creer quién me acaba de pedir…

No tuve tiempo de meter la cabeza por el cuello de la camiseta del equipo. Cerré los ojos y respiré hondo, preparándome para su reacción.

—Joder —susurró Sara, que se había quedado congelada en la puerta de los vestuarios.

No me giré. No sabía qué decir. Era consciente de que los moretones grandes y circulares que me cubrían el hombro derecho y seguían hasta media espalda hablaban por sí solos.

—No es tan grave como parece —dije entre dientes. Todavía no me atrevía a mirarla.

—Pues a mí me parece bastante grave —murmuró—. Es increíble que todo eso fuera por olvidarte de sacar la basura. 

Las voces y risas de chicas que entraron en el vestuario nos interrumpieron. Las chicas pasaron por el lado de Sara, que seguía inmóvil en la puerta.

—Oye, Emma, acabamos de enterarnos de que le has echado la bronca al chico nuevo ese tan guapo —exclamó una de ellas al verme.

—Debe de haberte cabreado muchísimo —añadió otra mientras se empezaban a cambiar.

—No sé. Supongo que me ha pillado en un mal día 

—balbuceé, sonrojada. Cogí las zapatillas de deporte, los calcetines y las espinilleras y salí de la habitación para que no tuvieran tiempo de decir nada más, sobre todo Sara.

Me senté en la parte superior de las escaleras que daban al campo, detrás del instituto, y empecé a ponerme las espinilleras y los zapatos. Tenía que concentrarme después de todo lo que había ocurrido en menos de dos horas. Se suponía que no me tenían que pasar esas cosas. En el instituto todo tenía que ser seguro y fácil. Nadie intentaba relacionarse conmigo y yo me mantenía alejada. ¿Cómo podía ser que Evan Mathews hubiera desentrañado mi universo inalterable en solo un día?

Entonces volví a escuchar su voz. ¿Qué pasaba con ese chico? Había ignorado su existencia durante una semana y ahora lo veía por todas partes. Salió del vestuario de chicos al otro lado de la escalera con un compañero a quién yo no conocía y se ofreció a llevarle al partido de fútbol americano la noche siguiente. Me vio y me saludó con la cabeza. ¿Por qué para él no era invisible como lo era para todos los demás? Por suerte, se fue corriendo hacia el campo de entrenamiento con una pelota pequeña y negra en la mano. Por cómo iba vestido me di cuenta de que se dirigía al campo de fútbol masculino. Estupendo, jugaba a fútbol. 

El sol hacía que le centelleara el pelo despeinado castaño claro a medida que se alejaba corriendo. Los definidos músculos de la espalda le rozaban la camiseta desgastada. ¿Por qué tenía que parecer un modelo?

Sara suspiró al ver la misma imagen. 

—Madre mía.

Di un respingo y me volví, no me había dado cuenta de que estaba a mi lado. Me sonrojé, temía que Sara me hubiera leído el pensamiento.

—Tranquila. Está bueno, es solo que te ha costado mucho darte cuenta.

Antes de que pudiera defenderme, un autocar se detuvo en el camino de tierra que rodeaba el instituto y separaba los campos del edificio. De las ventanas abiertas salían los típicos cantos y gritos sincronizados de un equipo deportivo de instituto.

—¿A quién vamos a ganar? —gritaron varias voces.

—¡Al Weslyn High! —retumbó el autocar.

—No lo creo —dijo Sara. Le sonreí y corrimos juntas hasta el campo.


***


—¡Dios mío! —gritó Sara en el coche de camino a casa—. ¡Stanford! ¡Emma, es genial!

No me salían las palabras. Ya lo decía todo mi sonrisa estupefacta. Estaba muy contenta por nuestra victoria, pero mi felicidad se había multiplicado al descubrir que cuatro universidades diferentes habían estado observando el partido en el que yo había marcado tres de los cuatro goles.

—No me creo que vayan a llevarte allí esta primavera 

—continuó, deprisa—. Tienes que llevarme contigo. ¡California! ¿Te lo imaginas?

—Sara, ha dicho que estaría interesado en concertar una visita si el expediente del trimestre que viene es bueno.

—Venga ya, Emma. Eso no va a cambiar. Nunca has bajado del sobresaliente. 

Quería estar tan segura como ella, pero entonces llegamos a casa y volví a la realidad. La victoria y los cazatalentos se desvanecieron como si mi sueño se hubiera acabado y empezara una pesadilla.

Carol se dirigió al buzón y fingió que cogía el correo. Estaba tramando algo. El corazón me dio un vuelco. Sara me miró igual de preocupada. 

—Hola, Sara —dijo ignorándome mientras yo salía del coche—. ¿Qué tal tus padres?

Sara esbozó su sonrisa deslumbrante y contestó:

—Están muy bien, señora Thomas. ¿Y usted?

Carol suspiró, exasperada y patética, como lo solía hacer.

—Voy tirando.

—Me alegro —respondió Sara con educación, aunque sin tragarse el cuento.

—Sara, no me gusta tener que preguntarte esto y no hablar directamente con tus padres —me quedé paralizada antes de saber qué iba a decir—, pero me preguntaba si sería mucha molestia que Emily pasara la noche mañana en tu casa. George y yo nos vamos y nos gustaría que se quedara con alguien responsable, pero no quiero que interfiera con tus planes. —Me mencionó como si no estuviera al lado del coche, escuchando. 

—No creo que pase nada. Iba a ir a la biblioteca para hacer un trabajo. En cuanto llegue a casa se lo comento a mis padres —sonrió Sara, siguiéndole el juego.

—Gracias. Te estaríamos muy agradecidos.

—Buenas noches, señora Thomas.

Carol dijo adiós con la mano mientras Sara se alejaba en el coche. Entonces me miró con asco.

—No tienes ni idea de lo humillante que es tener que suplicarle a la gente para que tu tío y yo podamos pasar tiempo juntos. Menos mal que a Sara le das lástima y te compadece. No entiendo cómo te aguanta. 

Se giró y caminó hacia la casa y me dejó plantada en la acera. Las palabras le brotaban de la boca con facilidad y se convertían en pullas cortantes que me causaban punzadas de dolor.