Agradecemos especialmente a nuestros maestros José María Álvarez, Chus Gómez y Fernando Colina. Sus contribuciones y apoyo han mejorado considerablemente este libro.

También han formado parte del desarrollo: Sara García, Tania Fábrega, Purificación Villada, Pedro Brun, Adriá Casanovas, Irene Muñoz, José Manuel de Manuel, Mari Carmen Reguilón, Loki, Ruso, Carlos Rey y nuestro editor Henry Odell, y a Fernando Pena por la ilustración de la cubierta.

I. Las psiquiatrías

1. Cosas de la historia. Los síntomas

En 1964 Philip K. Dick publicó Los clanes de la luna Alfana1. Una gran novela de ciencia ficción ambientada en una luna-manicomio que fue abandonada por la Tierra como consecuencia de una guerra con los Alfanos. A raíz de esto, la luna se reorganiza en cinco clanes en función de los diagnósticos de las personas allí recluidas. Así, encontramos a los paranoicos pares, los maníacos mans, los lunáticos esquizos, los obsesivos compulsivos ob-com y los estáticos hebes. Su lucha y diatriba consiste en no caer de nuevo bajo el control médico-gubernamental. De fondo, como no puede ser de otra manera en una historia de locos del siglo XX, la CIA.

Esta apasionante novela no dista tanto de la historia de la psiquiatría ni del concepto actual de salud mental, y es que la historia de la medicina, en su relación con la locura, es una suerte de maridaje con la reclusión y el exilio en sus diferentes formas. Son siglos de una mirada apartada, de soslayo, como se suele hacer con las enfermedades contagiosas, con la diferencia de que el vector de la enfermedad no es un peligro mortal, sino que se trata de un peligro para la razón2. Una llama incandescente que señala históricamente la fragilidad de nuestros discursos. Además, P. K. Dick también nos aporta otro elemento muy propio de la psiquiatría que no es otro que el arrabal de palabras que han rodeado siempre a la locura3. Han sido múltiples las formas de llamar a la locura y a los desórdenes mentales. Hasta el punto de que en el planeta Tierra hoy hay medio millar de formas de los llamados «trastornos mentales» como si se hubiese dado una explosión demográfica de un nuevo tipo de especie4. P. K. Dick nos ofrece aún una última comunión con la psiquiatría actual. El que ha sido el gran autor de referencia de la filmografía distópica contemporánea, articula su obra de ciencia ficción en torno a una pan-psicología donde el poder psiquiátrico toma las riendas de la política y de los negocios. Es P. K. Dick nuestro nuevo Julio Verne, que anticipa a través de la literatura el devenir actual de la psiquiatría como ciencia-ficción encharcada de poder y falsa ciencia.

Tomando como referencia esta sugerente idea de P. K. Dick, vamos a tratar de realizar un planteamiento ordenado que nos permita conceptualizar las diferentes formas del malestar subjetivo.

La locura y la cordura

El primer grado de locura es creerse cuerdo, y el segundo, proclamarlo.

Proverbio italiano

La locura y la cordura son dos formas de estar en el mundo, dos respuestas ante lo traumático de la existencia que es el encuentro con el lenguaje5. Ésta es la plaza principal donde se gesta el gran drama inicial, que estriba en conocer los signos y en averiguar cómo ser parte de ellos. La locura implica algún tipo de desacuerdo y de rechazo hacia algo de lo impositivo y fundador del lenguaje, y este desencuentro tiene como consecuencia la presencia insondable de la oscura melancolía6, que queda así inscrita como manifestación central del dolor que produce la existencia. En sí, la locura es un intento de resistencia, una gran escapada, como el rincón del sueño del que uno no se quiere retirar cuando la realidad del despertador llama a la puerta7.

La cordura, siempre supuesta, es prima hermana de la locura y muestra también un rechazo, pero de otro orden. Un rechazo con collar al cuello. Es el rechazo del que se asoma al abismo atado con una cuerda, quizás la cuerda de los cuerdos. Este abismo es un lugar donde las palabras pierden el sentido y pueden llegar a desarticularse hasta hacerse añicos en forma de ruidos mudos8. Las fronteras del cuerpo propio se desdibujan y los órganos se fragmentan invadidos por una informe experiencia angustiante9. Se trata de un precipicio de gran calado filosófico, un límite a nuestro saber que presenta la misma falla que el loco muestra cuando, desde lo más hondo de su sufrimiento, sólo acierta a construir textos incoherentes y a sostener un habla indescifrable10. Esta falla, este abismo, no es otra cosa que el reflejo de la propia estructura del lenguaje.

El loco mira sin ambages al corazón del lenguaje y no duda en soslayar la insuficiencia de su estructura. En ese camino permanece ajeno, en la frontera de las cosas humanas, con la distancia del que se sabe ganador de un juego que no existe. Trágicamente, esta treta suele fracasar de manera estrepitosa. Dada la radicalidad de su apuesta, su caída y fracaso es a menudo más estruendosa y palmaria. Todos los mensajes, las palabras, los códigos aparecen inanes y reverdecidos como una pesada plomada que aplasta al loco. Lo rechazado le vuelve en forma de voces, órdenes e injurias, o como mensajes descabalgados y entrecortados. Al principio, como un rumor, un ruido o una vaga referencia al sujeto. Poco a poco, los ruidos se tornan palabras, juegan entre ellas, se replican en calambures y asonancias. Se le hace al cuerdo imposible definir este momento acostumbrado como está al baile sugerente del sentido11. Los grandes estudiosos se remiten a la poesía para poder captar algo de ese acontecimiento inicial de la locura. Se habla del «paso de un pensamiento invisible», del «devanado mudo de los recuerdos»12. Fórmulas poéticas que son la única vía para definir la experiencia de la locura como estallido del lenguaje y desvelamiento profundo de su propia evanescencia y contingencia.

A pesar de este rechazo, otro detalle asoma en el fragor de la catástrofe. Y es que todas esas voces e injurias no pasean simplemente por el pensamiento fragmentado del loco, sino que claramente están dirigidas a él13. En esta referencia comienza a intuirse algo de la diferencia con lo difuso del enfermar de los cuerdos. Esta radical diferencia es la certeza14. Al revés de los síntomas del cuerdo, plagados de dudas y vacilaciones, en la locura, desde el primer fenómeno hasta los delirios más floridos, se denota arrogante una certeza desconocida para la cordura y que se torna en hilo conductor de todos los fenómenos. Esta apuesta toma las más variadas formas. Desde la certeza paranoica de significación personal15, hasta su reverso melancólico de insignificación personal16. En medio, se dan toda una suerte de posiciones más arrebatadas por el vacío que por las respuestas urgentes de la certeza. La puerilidad y el retorno a la infancia de la hebefrenia17, la ironía18 y el habla parásita de la esquizofrenia19 o, aún más atomizante, el simple y llano horror ante la propia existencia de la arbitrariedad del lenguaje que acaece en los estados iniciales del autismo20.

Al contrario de lo que se piensa habitualmente, muchos locos son capaces de manejarse en esos embrollos. De hecho, si encuentran la manera de hacerlo, no tendrán porqué estar locos. Los delirios21, las identificaciones22, los tratamientos y las diferentes suplencias que estos sujetos realizan les puede permitir llevar una vida indistinguible de la de los cuerdos. En ocasiones, estas experiencias quedan como sueños difusos, en otras, como delirios estructurados y funcionales que evitan el paso por el desfiladero. Si bien hay otros que nunca se las han tenido que ver con esa luz cegadora o bien, conscientes de esa cercanía, han sabido mantenerse al margen. Son estas locuras diarias, ordinarias, normales las que inundan la historia de las psiquiatrías y las que dan cuenta de su cercanía para con la razón23.

Lamentablemente, a la locura el tiempo le borró sus talentos24. Si para los antiguos la locura era digna de elogio y estaba relacionada con el saber, con la razón, con la adivinación y con la genialidad25, el paso de las psiquiatrías le quitó cualquier atisbo de ello, dándole primero unas cadenas y luego una cama, una pastilla, un bastón y un carnet de minusválido26. Al loco le quitaron el derecho a la angustia y la tristeza asociadas al estar vivo, a cambio de epígrafes con números y etiquetas doradas de sustancia farmacéutica. Las pasiones, tan dignamente humanas que se apoderaban de los héroes homéricos arrastrándolos a la locura, eran sustituidas por desarreglos químicos y daños cerebrales27. En este cambio a batas blancas y máquinas futuristas, el loco no tiene nada que decir, porque cada vez tiene menos interlocutores que le escuchen, convirtiéndose en testigo mudo de las operaciones prescriptivas de los doctores a los que se debe. Se le extrajo de sí algo de humanidad y se convirtió en objeto pasivo de los devenires de cortocircuitos neuronales. Qué tiempos aquellos donde se recomendaba enviar al loco a una facultad de filosofía antes que a la de medicina28, o donde se proponía a uno de los locos más geniales de la historia como profesor de psiquiatría y director de un manicomio29.

A la cordura, como si fuese una entidad cuántica, el tiempo le dio espacio hasta convertirse, desde el último cuarto del siglo XX, en la protagonista indiscutible del negocio de las psiquiatrías30. La cordura nunca tuvo un lugar específico hasta el siglo XVIII, momento en el que las diferentes formas de chirriar, de tropezar y de padecer cotidianos empezaron a conocerse como patología de los nervios31. La gente comenzó a sufrir de los nervios. Esta patología pasó a ser la forma común de estar en el mundo, fruto de la experiencia con los otros, la cultura y el lenguaje. Si, anteriormente, el malestar era parte consustancial de la vida, a partir de cierto momento, se fueron dibujando los trazos para ese proceso de psiquiatrización que acabó convirtiendo todo lo que no sonaba bien, en parte integrante de la orquesta de la enfermedad.

La depresión

Cuidado con la tristeza. Es un vicio.

Gustave Flaubert

Hoy es la depresión uno de los instrumentos principales en dicha orquesta. La tristeza es consustancial al ser hablante, le acompaña como fiel perro negro por el resbaladizo terreno de la claudicación, la apostasía del deseo y el desfallecimiento. Le hace viajar en caída libre cuando los ideales fracasan, cuando su vida se trunca, cuando pierde algo muy querido, cuando no atina a desanudar el nudo de la vida que le ahoga o cuando todo a su alrededor pierde sentido. La deflación del alma es la respuesta cuando la vida se vuelve insoportable o cuando ésta nos pide algo más allá de una inercia que rara vez estamos dispuestos a quebrar. Es un dejarse caer con renuncia a lo único que puede servirnos de salvavidas ante los atolladeros de la angustia: el deseo32. De hecho, es dar marcha atrás ante él, lo que irremediablemente lleva al ser hablante a caer33.

Cualquier situación cotidiana puede ser susceptible de causar flojedad del ánimo. Hete ahí una nueva clasificación de las depresiones: depresión laboral, depresión conyugal, depresión accidental, depresión traumática, depresión por pérdida, depresión por soledades, depresión por dolor acumulado, depresión por estar perdido en la vida, depresión tras constatar que uno no podrá salir con vida de este mundo, etc. Son tiempos depresivos, aunque la vida en sí no carece de ese sentimiento desde el momento mismo en que anticipamos que hay un final que siempre será incierto34.

En la actualidad, la depresión es el fracaso del estado del bienestar35. Se ha buscado el estar y se ha olvidado el ser; se ha buscado el bien y se ha olvidado el querer, desconociendo que se suele tender a querer lo que a uno no le hace ningún bien36. Así, en las sociedades que nadan en la opulencia, no es tanto el problema del no tener, sino el drama del glotón inflado de bienestar que sufre a pesar y debido a que nada le puede faltar. La búsqueda de lo pragmático, de lo que tiene salidas, de lo que da trabajo, es el féretro de la eficiencia, el yugo más alejado de lo humano, que se compone de sueños, deseos e ilusiones. El deseo es riesgo, pérdida e insatisfacción, precisamente, lo más alejado del glotón.

Es sorprendente que algo tan humano sea ahora, de golpe y porrazo, una enfermedad37. La tristeza que verdaderamente podemos patologizar es la del melancólico de la Antigüedad, aquélla que retomaron los primeros psiquiatras durante el siglo XIX38. Esa tristeza es la de aquél que se cree indigno y reduce su ser a la mayor miseria conocida, aquél que niega la existencia misma de sus órganos, la de su cuerpo y la del mundo que le rodea, a la vez que delira con su enormidad corporal, su culpa desmedida y su dolorosa inmortalidad. Esa tristeza es la de aquél que carga con el pecado del mundo y asegura estar cumpliendo una condena infinita39. No hay consuelo para él a menos que su delirio pueda hacer girar un ápice su atormentada existencia.

La angustia

La angustia es el vértigo de la libertad

Søren Kierkegaard

Entre las psiquiatrías, mecido en el rumor de las teorías, un afecto insoslayable ha sido siempre el protagonista de toda la psicopatología. Este afecto es la angustia40. La angustia es el afecto que no engaña41. No engaña porque, en principio, tampoco parece decir nada, ése es su drama. La angustia es el coágulo del espíritu, la ectasia del sentido en el cual todo parece que se derrumba y atisbamos nuestro fin en una especie de apoptosis del alma. Cualquiera que lo haya vivido lo recuerda muy intensamente y, en general, todos los humanos nos hemos encontrado con ella alguna vez. Forma parte de nuestros temores más ocultos y de nuestros deseos más prominentes, siendo estos últimos el bálsamo natural que nos aplicamos para acotarla y maniatarla. Dicen los filósofos que la angustia, aunque compañera eterna del hombre, está en los últimos años tomando las calles, las consultas y los bufetes de abogados42. También las revistas y los programas del corazón, donde es muy conocido el gusto por los ansiolíticos.

Dicen los estadísticos que, a menudo, la angustia va disfrazada al médico y que en el 50% de las consultas de atención primaria el médico no encuentra nada físico que motive el cuadro. Dicen que el 25% de la población toma remedios para mitigar la angustia43. Los diferentes protagonistas del malestar asisten atónitos el desfile del insomnio, la depresión y el suicidio. Los psiquiatras, los intelectuales, los políticos, crean manuales de uso, planes de prevención y elocuentes discursos de la reflexión. Buscan y encuestan para encontrar lo que falta, la x de una ecuación del alma que parece exiliada a la sinpregunta. Quizás, entonces, lo que falta es la falta44. Parece que hemos borrado la posibilidad de que nos falte algo, cosa imposible dada nuestra trágica humanidad. Porque nos faltan los nuestros, los cercanos, los vínculos y, en consecuencia, nos sobra el imperativo de ser felices y la obligación de que todo vaya bien. La angustia muda sólo señala el dislate que supone tener y no tener a la vez, el ser y no ser, el agujero insondable que nos deja el hecho de que hablando, a veces, parece que se puede todo y nada. En algún momento, casi por tradición, esta tragicomedia de lo humano ha arrumbado la praxis de las psiquiatrías.

Son tan abruptos y exigentes nuestros tiempos que a veces la angustia irrumpe como una descarga. Hoy se prefiere llamarla «ansiedad» y su correlato físico lo conforma el pack taquicardia, hiperventilación, sequedad de boca, vértigo, mareo y sudoración profusa. En definitiva, todo el repertorio fisiológico que se despierta en el ser humano cuando la muerte, el peligro o las amenazas se tiñen de cercanía. Es el andamiaje biológico que tenemos para despistar y avanzar en la coyuntura de la incertidumbre. Este correlato físico a veces se expresa en salvas brutales, desoladoras, llamadas panic attacks o crisis de ansiedad. Para nosotros, en su profundidad histórica, es la angustia descarnada45. Estas conmociones suelen ser el resultado del colapso de las significaciones, del atolladero de mensajes imposibles entre «esto es lo que querían mis padres» y «esto es lo que quiero yo», o «yo debería ser un padre así» pero «quiero ser de otra manera». A veces, toma también carices de género sobre «cómo ser hombre» o «cómo ser mujer» o cómo se es homosexual, transgénero o asexual. Paradójicamente, la supuesta libertad moral y la caída de los ideales tradicionales han dado alas a la angustia46. Ésta ha crecido y ha tomado la subjetividad de nuestra época al amparo de la ausencia de lazos y del culto al hedonismo individualista mezclado con una buena dosis de ignorancia. Un engrudo ideológico que ha despoblado a las sociedades occidentales de recursos simbólicos y relatos identitarios, desnudando la existencia en toda su contingencia. A su vez, de la mano de este terreno yermo de cultura, se atropellan respuestas a la angustia emponzoñadas de una pátina de fanatismo y segregación, cosa nítida a todas luces tras la última crisis económica. Una crisis que ha hecho de estos años un vergel de angustia, depresiones y suicidios47.

La angustia no se dedica exclusivamente a explotar en crisis con forma de huracán afectivo que todo lo conmueve. Las más de las veces, se instaura como el ruido de fondo de una nevera o de un aire acondicionado. Es esa molestia diaria que va horadando el alma y en la que sólo se repara cuando se detiene por la distensión y el alivio que produce. Esta ansiedad de fondo forma el horizonte de sucesos que comparten la gran mayoría de los síndromes de las psiquiatrías. Los siguientes epígrafes reflejan nuestro intento por sistematizar este vasto continente del malestar contemporáneo.

Los cuerpos (1)

Las heridas que no se ven, son las más profundas.

William Shakespeare

Es muy habitual que los cuerpos sometidos a esta angustia latente, a este acecho perpetuo del malestar, terminen dibujando su propia piel de dianas en las que anidar la angustia48. Es frecuente y conocido desde la Antigüedad que enfermedades de la piel como la psoriasis, los eccemas, las dermatitis suelen estar desencadenadas y mantenidas por la angustia. Se adivina siempre una simetría entre los afloramientos sintomáticos en la piel y el montante de angustia que se va instalando. Por supuesto, no es sólo la piel externa, también la piel de dentro, las mucosas del aparato digestivo o incluso el epitelio de las vías respiratorias son nichos para la angustia. Famosas son las gastritis, las colitis, el asma o el reciente síndrome de colon irritable que florecen con la angustia. Lista a la que podemos añadir las cefaleas, los dolores genitales, los dolores generalizados y las contracturas musculares e incluso la fibromialgia, un dolor absoluto, errante, fluctuante, irregular, al capricho de los dichos, los disgustos, la hora del día y el vaivén de las pasiones49. Verdadero drama que recuerda a la siempre digna histeria, insondable en su padecer y desafiante ante cualquier intento terapéutico. Son las somatizaciones y la psicosomática un camino de vuelta a la medicina donde la palabra juega un papel principal, un tocar tierra para aquellos que flotaban con los aparatos de la ciencia y descuidaron la angustia muda que tiñe todos estos malestares.

La obsesión (2)

Pienso donde no soy, luego soy donde no pienso.

Jacques Lacan

La obsesión se pasea pertinazmente por la ribera de las psiquiatrías como quien hace el mismo trayecto todos los días para no ir a ninguna parte50. Se orilló al principio de los tiempos en la hipocondría griega, más tarde en el miedo al pecado de san Agustín de Hipona51 y en los escrúpulos religiosos de san Ignacio de Loyola52, atravesó a los maestros de la clínica en forma de locura lúcida53, locura de duda54 y paranoia rudimentaria55 para, finalmente, desembocar en Freud, que encontró la fina hebilla que la enhebraba56. La obsesión para Freud es la obsesión de los arrepentidos, de los que pensaron mal o de los que tuvieron la tentación de hacerlo. Dichos pensamientos retornaban a la consciencia en forma de estupideces, cuentas y miradas inquietas a los grifos e interruptores. Volvían en forma de rumiaciones y, al día siguiente, otra vez a colocar bien la ropa, saludar tres veces o escuchar de nuevo el grifo que gotea. Pero de fondo siempre nuestra angustia. Una angustia fruto de la división entre el deseo y el deber, entre mi deseo y el tuyo, entre el ser y el no ser57. Cómo reconocer y reconocerse que no somos lo que se espera de nosotros, ni siquiera uno es lo que creía de sí mismo. Drama que tiene como consecuencia no poder ser dueños absolutos de nuestro pensamiento. La tenaz obsesión oblitera la escena y trata de borrar la división del sujeto sustituyéndola por veleidades absurdas que lo avasallan y le crean otro tipo de división.

Las fobias (3)

El que ha naufragado tiembla incluso ante las olas tranquilas.

Ovidio

Tener miedo es, como la ansiedad, una suerte de habilidad humana que protege de peligros ciertos e inciertos. Los inciertos en la infancia son legión, habituales e incluso necesarios58. La fobia tiene la virtud de encapsular la angustia en un solo punto, en un objeto, en una sola palabra, mientras que la obsesión enreda de angustia todos los objetos posibles siguiendo el hilo del pensamiento. Es quizás la fobia el mecanismo más sencillo para evitar lo insoportable. Su radicalidad permite al sujeto restablecer el discurso y la homeostasis psíquica manteniendo a distancia el conflicto ahora convertido en una simple palabra de la que se mantiene siempre a kilómetros59. Desde la otra orilla las psiquiatrías ningunean a las fobias como cosas de niños y de débiles mentales. Describen miles de nombres indescifrables y sueñan con fobias víricas, genéticas o tóxicas. Desatienden a la angustia y al hecho humano para, en una especie de parodia, terminar diciendo que hay personas que tienen: Hipopotamonstrosesquipedaliofobia. Es decir, miedo a las palabras largas.

La anorexia y la bulimia (4)

Llegar a ser el nuevo ideal femenino requiere la combinación justa de inseguridad, ejercicio, bulimia y cirugía.

Garry Trudeau

Son famosas las mujeres que durante el medievo acostumbraban a comer nada. Santa Teresa de Ávila, santa Catalina de Siena o santa Rosa de Lima dan buena cuenta de ello60. En los últimos treinta años este síntoma ha adquirido una importancia crucial y ha inundado de adolescentes hiperresponsables, metódicas, cumplidoras y excelentes en todas sus facetas, hospitales y consultas de pediatría61. Digamos que son personas que se adaptan tan bien a la exigencia de los tiempos, que su única forma de rebeldía es una especie de huelga a la japonesa. Hacer de la demandada delgadez un oficio y trabajar incansablemente en el mortífero desfiladero de comer nada. Un comer nada que nos devuelve a nuestra guía por los desfiladeros del síntoma, es decir, a la angustia. La angustia de la anorexia radica, como la obsesión, en qué ser y en cómo hacer, pero no desde la culpa obsesiva sino desde la entrega y el estrago. Al revés que la secreta concupiscencia obsesiva, la anorexia se entrega en cuerpo y hambre a la demanda del mundo, una demanda habitualmente enrevesada en los dichos del Otro. Los psiquiatras, horrorizados, las hacen comer, especialmente pastillas. Anticonvulsivantes y antidepresivos componen el menú. La anorexia cumple como siempre con sus deberes y demandas y añora a través del espejo que alguien le diga cómo poder ser en este mundo tan apalabrado de imágenes y floreros.

La bulimia es la hermana desbordada de la férrea anorexia. Persiguiendo el mismo ideal, los urgentes tiempos actuales no dan tiempo para el rigor y la precisión del envite anoréxico. La propuesta de la bulimia para escapar al ser navega entre el rechazo y la entrega, entre los diuréticos y las dietas, entre el atracón y las recetas. Una suerte compulsiva ambivalente que la estraga donde traga y la dinamita cuando vomita. No hay lugar seguro para la bulimia dada su particular oscilación entre el ser exceso y la nada recalcitrada. Como junior moderna del pathos, su camino corre más paralelo al de la clínica del acto y de la toxicomanía que el de la siempre beata anorexia62. También por ello, en esa división, se presta más quizás a intermedios, a ratos de paz y a palabras que puedan llenar o vaciar con la misma avidez con la que la ingiere y rechaza la demanda del mundo que la coagula y en su deseo la despedaza.

Los suicidios (5)

El suicidio, porque es más fácil renunciar a la vida que a las ilusiones que tenemos sobre ella.

Tony Duvert

Es el suicidio, junto a la locura, el gran límite que desde siempre asola a las psiquiatrías. El lugar de donde emanan siempre las miradas reprobatorias y el acmé del fracaso que acompaña a la disciplina psicopatológica. Es también la última frontera, donde enfermedad, contexto y ética se entrecruzan formando un discurso borroso en el que todo resulta molesto y frustrante. Es un asunto de tal delicadeza, en especial para los familiares y los seres queridos de las personas que partieron de esta manera, que cualquier comentario al respecto ha de ser prudente y dubitativo. Existen mil razones para suicidarse y en la mayoría de ellas la angustia suele jugar un papel preponderante, aunque no siempre. Otras veces son las condiciones que rodean la vida del sujeto, como el abandono, la perdida de los lazos, el paso de los tratamientos y la reclusión, las que pueden llevar a que ciertas personas acaben con lo que creen que ya está acabado63.

Por otro lado, aunque el suicidio está habitualmente asociado a un acto de locura, no siempre los suicidios son psicóticos. Desde la supuesta cordura, poca en estos actos, la angustia lleva a muchas personas a este trágico fin. Son estos suicidios más constantes a lo largo de la historia. Son los suicidios de las masacres, de los campos de concentración, de situaciones de estallido social y de la sensación de fin de los tiempos. A medio camino existen otros suicidios relacionados con el fracaso ante los ideales. La imagen de uno mismo, la traición, la infidelidad o la ruina pueden en ocasiones precipitar esta horrible salida al no encontrar la angustia otra solución de continuidad. Por último, siempre más comprensibles, están los suicidios del honor, de las personas que no quieren molestar, de los que están abocados a una muerte segura en manos de alguna enfermedad incurable o que tienen tantas limitaciones físicas o mentales que prefieren tirar la toalla. De la mano de la ética nos queda este lugar borroso y nunca resuelto de la fina línea que separa suicidio de la (auto)eutanasia. Son estos suicidios curiosamente los que más alejados están de la angustia, en consecuencia, quizás pertenecen no sólo al mundo de las psiquiatrías sino al ámbito de la política, la sociedad o la medicina en general. Una variante extrema como posición ética, que habría que contextualizar en el bushido o código ético de los samuráis, sería la práctica del seppuku en el Japón medieval64.

Las psiquiatrías, sabedoras de que este acto extremo es el gran reto para su profesión, el quirófano donde alcanzar la beatitud médica, han aportado múltiples teorías. Se ha pensado que el suicidio es siempre cosa exclusiva de los locos y un desarreglo neuroquímico u hormonal. Han transitado incluso por la antropología de Durkheim buscando síntomas y signos de lo que sería una enfermedad propia65. Han intentado cernir el campo preventivo localizando a los sufrientes, a los abandonados, los viudos, los que han perdido a un hijo, los que ya saben de otros que se han suicidado, los ateos y a todos los que la estadística les ha permitido localizar. Pero toda esta investigación cuantitativa ha llevado a descuidar cómo, en la conversación con el que sufre, poder atender las razones particulares de una decisión tan extrema o frenar un impulso tan descarnado.

2. Las psiquiatrías en acción

En 200 años los psiquiatras han pasado de ser los sanadores del manicomio terapéutico a trabajar como porteros de la fluoxetina.

Edward Shorter

La historia

Los psiquiatras, a día de hoy, habitan múltiples espacios en el campo de la medicina. Son cotidianos en los centros de salud, los hospitales y, más clásicos, en las unidades de agudos y de rehabilitación, como prolongación de los antiguos manicomios. Sin embargo, los psiquiatras no han existido desde siempre. En la Antigüedad, la locura era, como todo el pathos, patrimonio de la medicina y la filosofía. Ya en esta época se dibujaban los mimbres de tan particular división del saber que nos conmina a hablar de «las psiquiatrías». Como hoy, el saber médico basculaba entre dos hipótesis: las del cuerpo, con sus úteros, sus hipocondrios y sus humores, siendo el eléboro66, la mandrágora y el cáñamo los remedios para aplacar dichos males; y, por otra parte, la hipótesis de las pasiones, con sus apaciguamientos y exacerbaciones, siendo esta vez la conversación con un filósofo una de las maneras más destacadas de calmar sus sufrimientos.

El paso de los siglos fue moldeando esta díada fundacional con diferentes tratamientos al hilo de las épocas. Sangrías, purgas, trepanaciones, electroshocks, choques insulínicos y drenajes comulgaron en la historia con retiros espirituales, expiación de los pecados, duchas frías, baños termales y relajación. A medida que la medicina fue avanzando y tecnificando su proceder, el que atendía a la locura se fue alejando cada vez más de sus pacientes. La locura, que ya de por sí puede llegar a ser esquiva y distante, quedó aún más desasida de lo humano, gracias al arte del médico para estar a merced del rigor (mortis) de los técnicos que veían en ella un déficit y ya no a una persona en lidia con la razón. Es decir, al desaparecer el interés por el trato, se le hurtó al loco el último atisbo de razón, que era, a su vez, la única posibilidad que le quedaba para encontrarse con alguien que estuviera dispuesto a escucharle.

No obstante, ya era tarde. La locura había sido desarmada tiempo atrás. El tiro de gracia había acaecido durante los siglos XVII y XVIII, con el invento del manicomio que le dejó al loco con una marca de hierro fundido. Enajenados, dementes, pobres, maleantes, asociales y diversas enfermedades físicas con apariencia de locura fueron encarcelados y encadenados en él. Dos siglos más tarde, en tan inhumano escenario, surgió la figura del médico. A partir de entonces, la locura se llamó «alienación mental» y a los médicos encargados de ella se los denominó «alienistas». La locura pasaba finalmente por el rodillo de la medicina. Fue entonces cuando comenzó a estudiarse la locura encerrada. Desde ese particular escenario se compuso la extraviada sinfonía de la psiquiatría actual, una psiquiatría coja y sorda porque con este movimiento de transformación de la locura en una enfermedad, en un objeto de estudio, se prescindió de la parte humana del malestar humano, quedando únicamente como entidad mórbida o etiqueta psicopatológica. Se convirtió el síntoma, es decir, la defensa ante la angustia, en una enfermedad. Una enfermedad que se protocolizó a partir de ese momento, con el encierro y la cama, con una clínica desposeída esta vez de todos los saberes elaborados por algunos filósofos acerca del dolor de existir y los desfiladeros de la razón. Fruto de este hermanamiento entre la ceguera y la medicina, el alienista pasó a ser psiquiatra67.

Los hospitales

Los psiquiatras que habitualmente trabajan en los hospitales realizan diferentes tareas. El principal cometido suele ser el de atender a las personas ingresadas en las unidades de agudos. Este ingreso, que es bajo llave, suele ser para aquellos que tienen un profundo malestar y se considera que representan un peligro para sí mismos o para terceros. El delirio, las voces, los actos extravagantes, los suicidios y demás malestares de hondo calado pueblan este lugar. También se acude buscando refugio para la depresión, la angustia, la anorexia o las ideas obsesivas. Estos lugares suponen en muchas ocasiones un respiro, o por lo menos deberían serlo, un tiempo para digerir el malestar o incluso para separarse de su entorno más inmediato. Algunos locos, obligados al principio, reconocen en los muros de los hospitales una defensa contra el mundo que espía y vigila sus pensamientos. Son, por tanto, como todos los encierros, lugares cuya semblanza y utilidad dependen del manejo y del respeto que se le dé a la persona. Ahora bien, consideramos que una de las principales faltas de respeto hacia los pacientes en estos lugares consiste en limitar el restablecimiento a la prescripción de psicofármacos.

Es decir, las diligencias médicas destinadas a la restitución de la paz y la cordura en estos lugares van de la mano del consumo de pastillas, sobre todo en los casos donde la persona ha perdido totalmente el contacto con sus palabras y con su cuerpo. Desgraciadamente, estos tratamientos llevan la sugerencia del para siempre, de la etiqueta del «ad eternum», con el resultado final de que los que entraron desposeídos de sí mismos por una fractura en su ser, salen escayolados del alma, quizás para toda su vida, sin posibilidad alguna para elaborar subjetivamente ninguna de las razones que les llevaron a tan dramática situación. El único objetivo suele ser que los fármacos acaben aplacando las manifestaciones sintomáticas más ruidosas y que el loco pueda volver a ser un ciudadano anónimo más. Difícilmente se encontrará algún interés por la particularidad del sujeto, o se dejará opción a la elaboración de un mínimo entendimiento de los mecanismos que han gestado el sufrimiento que éste presenta.

A veces, puede ocurrir que los pacientes cuya sintomatología no logra apaciguarse acaben siendo derivados a otros dispositivos como los centros de rehabilitación, los hospitales de día o las unidades de intervención comunitaria. En éstos, la cronicidad es lo que articula la intervención y el tratamiento debería dejar de ser exclusivamente farmacológico. De hecho, como veremos, convendría que pasara a ser de otra índole, pues a la larga, en caso contrario, difícilmente podrá esperarse de él gran cosa. Estos diferentes lugares vienen a sustituir ese famoso encierro iniciático que dio lugar a las psiquiatrías. Más democráticos y profilácticos, siguen cumpliendo una función eminentemente social y política. No dejan de ser lugares donde muchos de los ingresos son contrarios a la voluntad del sujeto y a éste se le suele obligar a tomar un tratamiento. Los cambios ocurridos en Occidente han suavizado la desmesura y sinrazón de las antiguas psiquiatrías, si bien hoy, el discurso de la salud mental sigue proponiendo el encierro como modo de tratamiento del malestar. Un encierro que, para mantener los estándares democráticos, es llevado a cabo mediante una doble firma, la del juez y la del psiquiatra.

Psiquiatras de urgencia

Los psiquiatras también trabajan, como los demás especialistas, atendiendo las urgencias. Es decir, situaciones límite y emergencias donde se precisa de una rápida actuación. El problema es que ninguna patología psiquiátrica se resuelve desde la celeridad y el ahora. El trabajo del psiquiatra en estas situaciones se dirime entre la valoración y el tratamiento puntual de tipo anestésico. Cuando un psiquiatra está de guardia en un hospital la consulta se polariza persiguiendo únicamente aclarar ciertas cuestiones al hilo de la locura y de la muerte.

«¿El paciente quiere ingresar?»

«—Sí».

«Entonces, seguramente, no ha de hacerlo».

«—No».

«Entonces, seguramente, tenga que ingresar»68.

«Si el paciente es de los que quiere ingresar, ¿si no ingresa existe un riesgo para los demás o para sí mismo?»

«—No».

«Entonces, a su casa».

«—Sí».

«Mejor que se quede y con la lucidez del alba se tomarán las decisiones».

«Si el paciente es de los que no quiere ingresar, habrá que atender a dos cuestiones:

a) Está psicótico o lo parece;

b) Representa un peligro para sí o para terceros».

Este momento es la única situación médica donde un psiquiatra pinta algo en un dispositivo de urgencias. En el caso de que se diriman positivamente ambas cuestiones es quizá conveniente invitar encarecidamente a la persona a que se quede. Está claro que muchos no quieren ser encerrados y, menos, en medio de un estado psicótico donde la certeza y la pasión desbocada hacen difícil ciertas convenciones sociales y otros prudentes razonamientos. No queda más remedio que llevarlo a cabo. Todos los psiquiatras, salvo los sádicos fuera de lugar, recuerdan estos momentos con amargura y tristeza.

Los psicólogos

La psicología más alejada del psicoanálisis, hoy día, es una disciplina que ha borrado su propia historia filosófica y ha jugado a ser una rama de la experimentación más tosca. La amplia tradición que en el viejo continente tuvo la psicología desde la Antigüedad, ha quedado relegada al olvido por el estudio de las variables y las estadísticas que brotan de las facultades de psicología norteamericanas. Es ahí donde se gesta, de la mano de experimentadores que no suelen tener contacto directo con el tratamiento del malestar humano, las herramientas que, revestidas como científicas, se acabarán aplicando a la práctica clínica cotidiana. Se produce así un proceso de reducción de la complejidad del ser humano, puesto que para el estudio científico es necesario restringir el padecimiento subjetivo a conductas que no se adaptan a los cánones socialmente establecidos. Siempre es más fácil jugar a las probetas y a las batas blancas con ratones y palomas que con personas.

Por otra parte, para el público general, el papel del psicólogo nunca ha estado claro en el campo de la salud mental. Esta cuestión se hace patente cuando alguien que no es especialista en estas materias no sabe distinguir el trabajo del psicólogo del trabajo del psiquiatra. Si el lugar del psiquiatra fue siempre la reclusión del asilo rodeado de la locura, el psicólogo inició su andadura clínica en los consultorios privados atendiendo problemas de aquellos que no requerían medidas de internamiento. Con el tiempo, y con la entrada en escena de los psicofármacos, los psiquiatras comenzaron a ocupar otros espacios por fuera de los muros del manicomio. Esto produjo el reordenamiento de ambas especialidades. Muchos psicólogos se mostraron inseguros en su proceder mediante el uso de la palabra y la consideraron de menor alcance que las pastillas. Es ésta, como veremos, la opinión que se fue estableciendo. Sin embargo, en los últimos tiempos, las cosas parecen estar cambiando. Los psicofármacos han perdido el resplandor de otros tiempos y el uso de la palabra, así como la atención a la subjetividad y a la particularidad de cada uno, se han convertido en cuestiones fundamentales en el tratamiento de las personas. Por otra parte, la revitalización de la rama clínica de la psicología ha supuesto una revalorización del papel del psicólogo y del uso de la palabra, tanto en la normalidad como en la locura. Los pacientes han comenzado a sentir la distancia del psiquiatra y del uso de la medicación, y a valorar la cercanía de la figura del psicólogo como la de alguien que escucha y atiende la problemática cotidiana. Así, paradójicamente, los psicofármacos, podrían llegar a acabar encerrando al psiquiatra en un espacio alejado de la proximidad de lo humano. No obstante, consideramos que el psicólogo y todos aquellos que se deberían orientar por el uso de la palabra no pueden despistarse en los saberes que cosifican y merman la subjetividad.

Psiquiatras en los medios

Si algún lugar albergan hoy las psiquiatrías para el gran público es la inevitable llamada al psiquiatra, por parte de los medios de comunicación, cuando acaece un asesinato masivo, bizarro o tildado de «el asesino estaba en tratamiento psiquiátrico» o «el agresor sufría de esquizofrenia». Problemas psiquiátricos y crimen son carnaza para los adoradores del titular. A ello contribuye el psiquiatra en calidad de monigote insertado en la maquinaria en el papel de experto en rarezas humanas. La psiquiatría parece así capaz de explicar cualquier fenómeno del orden de lo humano, creando una mágica creencia en la omnipotencia de sus etiquetas. Se propone de manera atropellada en la urgencia una lógica cuadrada acorde a las circunstancias y al protagonista. Ni psiquiatra ni periodista se plantean nunca lo transversal de la violencia. El resultado de sus conclusiones, sin embargo, nunca escapa de aquello que cualquier mortal podría saber mediante el más común de los sentidos. A eso se reduce. El psiquiatra convertido en contertulio.

Pero, en realidad, los asesinatos locos desafían el titular y el sentido común, se muestran indómitos al status quo de lo conocido, pero no por ello dejan de ser igual de atroces y denostables. Alguien que comete un acto tan deleznable, loco o no, está en el orden de lo malvado y lo execrable. Con independencia de si su razonamiento era delirante o no, su acto fue muy real. Cuánta locura hay que jamás llegará a buscar una salida mediante el acto criminal. Resulta ser una necesidad de primer orden separar la locura de la ética, ya que ambas comparten sujeto pero no Juzgados. Cuando los psiquiatras son preguntados sobre la lógica de un asesinato delirante, o sobre el mecanismo que se ejerce en la pertenencia a un grupo terrorista, o incluso sobre la ecuación que sigue a la violencia de género, confunden la psicopatología con la moral. Aplican criterios psicopatológicos a cuestiones que exceden completamente de su capacidad. El odio, la violencia, el malestar, aunque resulten particularizados en los medios, responden a paradigmas sociales, éticos, humanos, geopolíticos y de otras disciplinas ante las cuales las psiquiatrías no pueden hacer otra cosa que reconocer lo limitado de su enfoque. La cuestión reside, de nuevo, en no atomizar lo humano reduciéndolo a una etiqueta y a una lesión que nunca se ha hecho concreta.